Nave Artemisa

Mientras otras trompetas respondían a babor y estribor y sus ecos se extendían por todo el estrecho, Temístocles dio una orden para que se la transmitieran a los remeros:

—¡Boga de ataque!

Bajo la cubierta se oyó un aaa-úmmpffff colectivo y el agudo trino de la flauta aceleró su ritmo. Los remos se hundieron con más fuerza. Temístocles conocía la sensación. Cuando se bogaba a ese ritmo, el remero tenía la impresión de que el agua se volvía sólida, la pala se quedaba clavada en ella y al hacer palanca empujaba al resto de la nave. En realidad, el remo se deslizaba igual o mejor que antes. Era la propia potencia del golpe la que causaba esa ilusión de dureza.

Sentía en el trasero cada arreón de los remos, brindando más impulso a la nave mientras se dirigían hacia los costados de los enemigos. Ya les llegaban las trompetas de los persas, y también sus gritos, aunque Temístocles apenas podía oírlos sobre los ruidos de su propia flota. Abajo, los remeros entonaban su monótono cantar, poniendo en él toda la fuerza de sus riñones:

—Rip-pa-pái!… Rip-pa-pái!… Rip-pa-pái!… Rip-pa-pái!…

Ellos ya no iban a perder el ritmo. Ahora había que espolear los ánimos de los hombres que en cuestión de un minuto iban a combatir. Tenían que sembrar el pavor en los corazones de aquellos enemigos que, creyéndose a punto de cobrar una presa fácil, se encontraban ahora con una armada operativa y lista para el combate. Con la flota de la Grecia libre.

—¡Entonad el peán! —gritó.

Fue Socles quien empezó el canto guerrero. Enseguida se unieron a él los hoplitas y los marineros, e incluso los arqueros escitas que no conocían la letra tararearon la música con sílabas ininteligibles. Temístocles miró a ambos lados. A estribor, la nave megarense se había rezagado un poco. A babor, en cambio, la Areté de Aminias les sacaba dos o tres metros, mientras que la de Cimón se mantenía casi a la par.

—¡Cómitre! ¡Que nadie nos adelante!

Aminias le saludó desde su asiento, le hizo un gesto desafiante y gritó algo que Temístocles no alcanzó a oír. Los barcos fenicios estaban ya a menos de cien metros, tratando de virar hacia babor para cerrar ángulos y oponerles sus proas. Pero la mar estaba picada y daban cabeceos. El viento sureste, el mismo que casi había hecho vomitar a Mnesífilo el día que visitaron a Clístenes en su lecho de muerte, hacía rabear las naves de popa y dificultaba la maniobra.

Dejaron de estar al socaire de Cinosura. De golpe, pasaron de aguas calmadas a otras más revueltas. La proa de la Artemisia se levantó un instante, y luego su panza plana cayó sobre el seno de la ola con un sonoro restallido. Temístocles notó bajo el asiento la fuerza que intentaba desviar la proa de su nave a babor, pero Heráclides movió con destreza el timón y mantuvieron su curso. Cada vez que rompían una ola y volvían a caer entre rociones de espuma, los infantes de cubierta marcaban con un sonoro ooo-Ó los versos del peán. Son jóvenes, está bien que disfruten, pensó.

Pero ya no había tiempo para más. En aquellos brutales estallidos de energía que apenas se podían mantener durante medio kilómetro, un trirreme llegaba a alcanzar tanta velocidad como un atleta en la carrera del estadio. Ahora, por culpa del oleaje, la Artemisia no se desplazaba tan rápido como Temístocles habría querido. Pero su presa tampoco. Era un barco de aspecto siniestro, con todo el casco pintado de negro, salvo dos ojos rojos a los que les habían dibujado venas sanguinolentas. La borda estaba protegida por escudos, tras los que los arqueros les disparaban flechas.

Temístocles miró a un lado. Su escudo estaba asegurado con una correa a un lado de la silla. Pensó un instante en ponérselo. Pero allí en la popa aún estaba lejos del enemigo, y entre los bandazos que daba su barco y los cabeceos de la Artemisia, la mayoría de los proyectiles acababan en el agua. Sin embargo, decidió ponerse el yelmo.

El barco volvió a levantarse y dio otro panzazo sobre las olas. Por estribor se levantó una cortina de agua y espuma que barrió a los hoplitas de ese lado. Estaban ya casi encima de la presa, que seguía virando para enfrentarles la proa.

—¡No les va a dar tiempo! ¡Les vamos a alcanzar de lleno! —dijo Fidípides, agarrándose al respaldo del sillón de Temístocles para no caer.

—¡El cabeceo! —gritó Escilias.

Era lo mismo que estaba temiendo Temístocles. La proa volvió a levantarse una vez más. Estaban tan cerca del barco enemigo que ya alcanzaban a oír los gritos de sus tripulantes y hasta veían los dientes en sus bocas abiertas. Si golpeaban al trirreme fenicio sobre la línea de flotación lo dañarían, pero no conseguirían echarlo a pique, al menos antes de que sus hombres intentaran abordarlos.

A su izquierda sonó un estridente crujido. Aunque habían conseguido adelantar a la nave de Aminias, ésta había chocado contra un navío enemigo que se había apartado de la formación.

—¡Nos han quitado la primicia! —se quejó Escilias, como si en verdad fuera un tripulante más de la Artemisia.

—¡Detened los remos! —gritó Temístocles—. ¡Infantes a proa!

Tras su experiencia de Artemisio había hecho levantar un parapeto de madera y cuero en la proa, calculando que la carga adicional bien merecía la protección que brindaba, y muchos trierarcas lo habían imitado. Los hoplitas se levantaron a duras penas entre los movimientos de la nave y acudieron adonde se les mandaba. Ya no había tiempo para nada más. Temístocles apretó los dientes. La Artemisia cabalgó la ola un segundo y después, ayudada por el peso extra de los soldados, cabeceó hacia la proa. El espolón golpeó en la amura enemiga a unos cinco metros de la proa, con ángulo suficiente para abrir una brecha. Ambas naves se quejaron por el impacto con un monstruoso lamento de maderos rechinantes. Temístocles consiguió no salir disparado del asiento, aunque sintió que los hombros casi se le descoyuntaban por el esfuerzo. Un par de marineros cayeron al suelo en la pasarela y el parapeto de proa crujió y se estremeció bajo el peso de los hoplitas.

El impacto siempre era peor para quien lo recibía. El barco fenicio se desplazó de golpe dos o tres metros y varios guerreros se precipitaron por la borda. Algunos chocaron contra los remos y se hundieron en el agua, mientras que otro cayó sobre la cubierta de proa de la Artemisia.

—¡A babor! —ordenó Temístocles.

Pero Heráclides no necesitaba aquella orden. Columpiándose prácticamente en las cañas de los remos maestros para no perder el equilibrio, viró a la izquierda para acompañar el movimiento de la nave a cuyo casco se habían enganchado. De lo contrario, la torsión lateral podía hacerles perder el espolón e incluso dañar toda la proa y abrirles una vía de agua.

Durante unos segundos ambas naves se movieron sincronizadas como dos amantes danzando. Los hombres del trirreme fenicio arrojaron ganchos de abordaje sobre la Artemisia para evitar que se separara de ellos, pues su única forma de escapar al naufragio de su barco era apoderarse de la nave enemiga. Los hoplitas y marineros se apresuraron a cortar las sogas con espadas, machetes y hasta con las puntas de las lanzas. Un gigantesco guerrero persa se asomó sobre la borda, que superaba en altura a la cubierta griega casi metro y medio, y arrojó una roca que debía de pesar casi un talento. La piedra le rompió el pie a un hoplita, abrió un boquete en la cubierta de proa y desapareció de la vista.

Temístocles temió que hubiera causado daños en la sentina, pero ya no tenía remedio. Mientras sus infantes alanceaban y arrojaban al agua al enemigo que había caído sobre la cubierta, él ordenó:

—¡Ciar!

Los remeros volvieron a clavar las palas y bogaron hacia atrás para apartarse del barco enemigo. En ese momento, un guerrero vestido con un rico caftán que lo identificaba como un noble persa tensó su arco y le disparó una flecha, gritando:

—¡Temístocles!

Apartó la cara por reflejo al ver el brillo de la punta metálica. La flecha rechinó al rebotar en su yelmo. A Temístocles no le resultaba familiar aquel noble, pero sin duda los enemigos conocían el estandarte de su nave e incluso el blasón de su escudo, el dragón negro que había detenido a Jerjes en Maratón.

El gigante de las piedras aún lanzó una más contra la Artemisia, pero se quedó corta, pues ambas naves ya se estaban apartando. Fidípides soltó una flecha que sobrevoló zumbando los treinta y cinco metros de la crujía de la Artemisia y se clavó en la frente del persa. Éste cayó dando una voltereta sobre la regala de su nave y se hundió pesadamente en el agua.

—¡Buena puntería! —dijo Temístocles al mensajero.

Ahora pudieron comprobar que la brecha que habían abierto en el casco enemigo se hallaba por debajo de la línea de flotación. El agua empezó a entrar a raudales y el trirreme se escoró a babor. Los gritos de pánico de los remeros les llegaron incluso a través de la tablazón.

—¡Corrige a estribor! —ordenó Temístocles.

Tenían frente a ellos otro barco fenicio que, al no disponer de espacio para maniobrar, apenas había iniciado el viraje y les ofrecía su costado, más indefenso todavía que el del trirreme negro. La Artemisia dejó atrás su primera presa, abandonándola a su suerte, y se encaminó hacia la segunda. Las instrucciones de Temístocles a todos los trierarcas de la flota habían sido tajantes. No se procedería al abordaje a no ser que fuera inevitable, ya que estaban en inferioridad numérica, y nadie debía perder el tiempo remolcando pecios enemigos como trofeos. Eran avispas, les dijo. Tenían que clavar el aguijón una y otra vez para sembrar el caos en la flota enemiga.

Apenas habían tenido tiempo de adquirir impulso, pero la velocidad que llevaban les bastó para tronchar con el ariete varios remos de la parte de popa y arrancar el timón de babor enemigo. Temístocles ordenó ciar de nuevo y miró a ambos lados para comprobar que tenían más barcos griegos a su altura. No se trataba de internarse en la formación enemiga solos ni de ganar sin más ayuda la batalla, sino de actuar en conjunción con el frente de su escuadra. La idea era actuar como un carpintero que desbasta madera, arrancando virutas capa por capa. Y las naves enemigas eran esas virutas.