La tienda de Jerjes, grande como un templo, ya estaba a la vista, aunque aún les faltaba casi un kilómetro para llegar a ella. Mientras caminaban entre las tiendas y vivaques de las diversas compañías y batallones que componían aquella división de la Spada, todo el mundo se quedaba contemplándolos. No por los diez guerreros halicarnasios ataviados al estilo griego, pues en aquel ejército que conglomeraba a pueblos tan variados se veían panoplias mucho más llamativas. Era Artemisia la que atraía las miradas. Todos habían oído hablar de la reina guerrera de ojos azules y cabellos negros, la única mujer que combatía para el Gran Rey. Ella se dejaba admirar, consciente de su atractivo. A sus treinta y cuatro años, gracias al ejercicio físico y la dieta frugal, conservaba la silueta esbelta de un efebo. Incluso ahora que estaba en campaña, hacía que sus esclavas le dieran un masaje de pies a cabeza todos los días y la ungieran con los mejores cosméticos, por lo que su piel seguía siendo tan suave como la de una adolescente. Su rostro mostraba algunas arrugas más; pero, al menos de momento, la expresividad que le añadían compensaba lo que restaban de perfección a su cutis.
Sobre todo, se percibía algo distinto en ella, una cualidad que la hacía mucho más fascinante que la muchacha que diez años atrás desembarcara en la playa de Maratón con su tío y esposo. El poder.
Desde que Artemisia regresó de Babilonia con la bula imperial que la convertía en soberana, a nadie más se le ocurrió volver a disputar su autoridad. Su abuela Tique había muerto con la satisfacción de oír cómo los ciudadanos de Halicarnaso y las islas de Nisiro, Cos y Calidna llamaban a su nieta «reina» y dejaban de referirse a ella como «tirana» o, aún peor, como «la mujer del tirano».
Ahora, ataviada con su armadura de gala, Artemisia caminaba entre aquellos hombres de cien pueblos distintos con el aplomo de un general. Mientras la admiraban, ella observaba a su vez la abigarrada mezcla de ropajes, pieles, tatuajes, peinados y armas, y escuchaba la algarabía de lenguas que hablaba la soldadesca. Más de la mitad del ejército estaba compuesto por iranios, las tropas en las que más confiaba el Gran Rey. Pero en sus siete divisiones formaban también contingentes llegados de más de veinte satrapías. Jerjes quería demostrar que aquélla era una verdadera expedición imperial, una empresa a la que contribuían todos sus súbditos. Pero no era su única intención. En las tropas que habían acudido desde todos los rincones del imperio servían los primogénitos de las élites gobernantes. Aquellos jóvenes guerreros no eran sólo aliados o vasallos, sino también rehenes cuyas familias sabían que Jerjes los ejecutaría sin piedad si osaban rebelarse mientras él estaba en Europa.
De camino a la tienda real se toparon con asirios armados con cascos de bronce, corazas de lino y grandes mazas erizadas de púas de metal. Seguían alardeando de su proverbial crueldad y hablaban con orgullo de los viejos tiempos en que su rey Asurbanipal había sido el amo de medio mundo. También vieron una compañía de bactrios, que no se quitaban sus apestosas pellizas ni en verano, armados con largos arcos de caña. Los negros etíopes, por su parte, se cubrían con pieles de león y leopardo, y al combatir o al pasar revista se pintaban medio cuerpo de blanco y el otro medio de bermellón. Sus arcos de ramas de palmera, más altos que ellos mismos, disparaban flechas con punta de pedernal de las que Artemisia sospechaba que no serían muy eficaces contra los escudos griegos.
Se veían además sacas de diversas tribus, unos tocados con mitras, otros con turbantes; todos ellos eran grandes jinetes y arqueros. Los paricanios, también conocidos como «etíopes del este», se cubrían la cabeza con piel de cráneo de caballo, usaban crines a modo de penachos y se protegían con escudos confeccionados con pellejo de grulla. Los moscos y los hombres de la Cólquide llevaban yelmos de madera y aguzados venablos con larguísimas puntas de hierro. Los pisidios portaban escudos de piel sin adobar, cascos de bronce adornados con cuernos de toro, vendas rojas en las piernas y jabalinas loberas. Había libios de la boca del Nilo, cubiertos de cuero y armados con lanzas de madera endurecidas al fuego. Frigios, paflagonios y armenios, vestidos con altas botas de badana. Bitinios, con casquetes de piel de zorro, botas de ciervo y mantos de brillantes colores. Árabes envueltos en apretados mantos. Y griegos, muchos griegos, por supuesto, de la costa de Asia Menor, con la panoplia típica de los hoplitas.
Pero los más espléndidos entre todos los guerreros de la Spada seguían siendo los propios persas con sus tiaras y mitras de fieltro, sus largos caftanes rojos y azules, sus armaduras de escamas, sus arcos compuestos, sus lujosas aljabas de cuero repujado y las pequeñas fortunas en oro y joyas que cada uno de ellos llevaba encima. Entre ellos destacaban los Diez Mil, y dentro de los Diez Mil el batallón de mil guardias conocidos por los griegos como «melóforos» por las bolas de oro en forma de manzanas que decoraban las conteras de sus lanzas.
—¿Crees que nos costará tanto llegar a Esparta como nos está costando llegar a la tienda de Jerjes, señora? —preguntó Alexias, hijo de Fidón y jefe de los soldados de Halicarnaso. El joven oficial había salido tan parlanchín como lacónico era su padre.
—¿Hasta Esparta nada menos pretendes llegar, Alexias? —respondió Artemisia.
—Mi padre era medio espartano. Me gustaría saber de dónde proceden mis ancestros.
El veterano Fidón, demasiado mayor para la campaña, se había quedado en Halicarnaso, gobernándola en nombre de Artemisia, y también tratando de enderezar al joven y díscolo Pisindalis. Ella había salido de Caria a principios de la primavera para unirse a la expedición.
Aportaba a la flota imperial cinco trirremes, amén de cuatro naves de transporte; pero también quería contribuir al ejército de tierra, por lo que ella misma se había dirigido a Sardes con trescientos hoplitas.
Al llegar a Sardes y ver el campamento que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros por el valle del río Meandro, Artemisia había comprendido que los hombres que traía con ella eran sólo un grano de arena en la inmensidad de la playa. Se congregaban allí seis divisiones de unos veinte mil hombres entre infantería y caballería. Cada una estaba bajo el mando de un general emparentado con el Gran Rey: habían acudido, entre otros, su suegro Otanes, sus hermanos Histaspes y Aquémenes y su hermanastro Ariabignes. Una séptima división de plana mayor acompañaba a Jerjes en todo momento, al mando del hazarapatish Hidarnes. Estaba formada por los Diez Mil, los guerreros de élite a los que los griegos llamaban Inmortales, más una buena suma de camelleros árabes, carros libios e indios que cargaban y protegían su bagaje.
A todos esos soldados, más de ciento treinta mil, había que sumar casi otras tantas personas entre sirvientes, vivanderos, camareros, cocineras, pasteleros, arrieros, talabarteros, mozos, palafreneros, herreros, prostitutas baratas, cortesanas finas, sacerdotes, adivinos, médicos y parásitos diversos, más las esposas, concubinas e hijos de los nobles que acudían a la guerra con media casa a cuestas.
El campamento formaba una inmensa ciudad, una nueva Babilonia que, a mediados de abril, se puso en marcha hacia el Helesponto reptando como una serpiente multicolor que se extendía más de ciento cincuenta kilómetros de norte a sur.
Mas aún había que contar con la flota que, a la vez que el ejército partía de Sardes, zarpaba de los puertos de Jonia, Caria y Cilicia. Eran dos flotas imperiales, en realidad. Entre ambas contaban con más de seiscientos trirremes, casi todos ellos construidos en la última década, de modo que sus cascos todavía eran ligeros, no habían empezado a pudrirse ni sufrían los males de la carcoma ni el teredón. Los acompañaba un número similar de naves de transporte. Cuando se alejaran de las fronteras de Macedonia, territorio en el que se habían instalado con antelación grandes depósitos de víveres, esos barcos garantizarían el abastecimiento de la Spada. El plan de Jerjes y Mardonio era entrar en Grecia en la época de la recolección, pero era previsible que los griegos segaran el grano aunque todavía no estuviese maduro, o incluso que lo quemaran para evitar que cayese en poder de los persas.
La marina era de por sí otra ciudad, en este caso flotante, que albergaba a unas doscientas mil personas. Sumadas al ejército de tierra, las cifras totales de la expedición se acercaban al medio millón. No era extraño que resultara tan difícil encontrar lugar donde alojarlos. De hecho, la flota y las siete divisiones del ejército viajaban y acampaban por separado. Sólo se habían reunido en Dorisco, donde Jerjes llevó a cabo una revista general, y un mes más tarde en la amplia bahía de Terma, que les brindaba más de sesenta kilómetros de costa y marisma entre las desembocaduras de los dos ríos que bañaban la región.
Más allá de Sardes ya no había calzadas como el Camino Real; aunque Jerjes aseguraba que, una vez conquistada Grecia, iba a prolongarlo hasta Atenas. De momento, los exploradores del Gran Rey habían buscado los mejores senderos y atajos posibles y, donde no existían, los habían fabricado.
Así, para cruzar de Asia a Europa, Jerjes había ordenado construir dos puentes de barcos entre Sesto y Abido, similares a los que su padre utilizó para atravesar el Danubio. Pero en vez de usar barcazas, él hizo que lo tendieran con trirremes y penteconteras que, con sus líneas más afiladas, cortaban mejor la corriente del estrecho. Cuando Artemisia había llegado a Sardes y oído hablar de los dos puentes, pensó que era una muestra más de la megalomanía de Jerjes, y también un intento de impresionar a los griegos. En su opinión, era mucho más sencillo ir transbordando a los hombres en sucesivos embarques.
Luego, al examinar con más detalle la región, Artemisia comprendió que Jerjes sabía bien lo que hacía. Las costas de los Dardanelos eran más escarpadas de lo que se había imaginado. Para pasar al otro lado a los casi veinte mil hombres que componían cada división, habrían hecho falta doscientos barcos de cada vez. No existían puntos de embarco y desembarco apropiados en ambas orillas, ni playas lo bastante extensas para acoger una flota tan numerosa, por lo que con ese procedimiento habrían tardado cerca de un mes en atravesar el Helesponto.
La solución de los puentes era mucho más práctica, pues permitía que el flujo de hombres entre ambos lados del estrecho fuera casi constante. Además, no había que embarcar a la caballería ni las bestias de transporte, lo que ahorraba infinitos problemas.
Entre ambos puentes se habían utilizado casi setecientas naves. Muchas eran penteconteras ya vetustas, pero también se emplearon trirremes que luego ocuparían su lugar en la flota. La construcción de los puentes no había estado exenta de dificultades. Una tempestad había roto los cables y dispersado las naves. Cuando la noticia le llegó a Jerjes, que ya estaba en camino desde Sardes, rodaron unas cuantas cabezas. Esto sirvió de acicate para que los ingenieros fenicios y egipcios redoblaran sus esfuerzos, trabajaran en turnos agotadores incluso de noche y aumentaran las precauciones.
Artemisia, que a la altura de Esmirna había abandonado el séquito real para incorporarse a la flota, llegó al estrecho de los Dardanelos días antes que el ejército de tierra y pudo contemplar cómo se reconstruían los puentes. Ella misma aportó dos barcos al pontón situado más al norte. Los ingenieros lo tendieron abarloando juntas trescientas sesenta naves que cruzaban una extensión de agua de más de tres kilómetros. Para que se mantuvieran en su sitio, después del fracaso del primer puente, las sujetaron con grandes anclas. Después las unieron con seis cables, cuatro de lino y dos de esparto, tan gruesos que a Artemisia le resultaba difícil abarcarlos con los brazos. Esas maromas se fijaron en ambas orillas mediante enormes cabrestantes que unos bueyes hacían girar para mantener la tensión en todo momento.
Una vez amarrados los barcos, los ingenieros extendieron sobre ellos una pasarela de maderos de casi diez metros de ancho, asegurados entre sí por traviesas. Por encima echaron abundante ramaje y luego una capa de tierra que mojaron y apisonaron a conciencia, hasta convertir la pasarela en una auténtica carretera. Artemisia pensaba que a esas alturas el puente ya estaba preparado, pues ella misma lo recorrió y comprobó que era seguro. Pero cierto grado de balanceo resultaba inevitable.
Para evitar que ese movimiento combinado con la visión del mar provocara el pánico en las bestias y en muchos de los hombres de tierra adentro, se levantaron a ambos lados de la pasarela unas altas empalizadas de ramas entrelazadas, cubiertas de paja y hojarasca.
Los puentes estuvieron terminados justo a tiempo. Al día siguiente de cerrar las empalizadas, apareció Mardonio con la primera de las siete divisiones. Sus hombres atravesaron el puente durante ocho horas seguidas sin que se produjera ningún incidente. En jornadas sucesivas fueron cruzando los demás cuerpos del ejército, siempre dejando un espacio de un día entre ellos para no provocar atascos en los angostos caminos del país que atravesaban y, de paso, permitir que los ríos y arroyos se recuperaran, pues en aquellos parajes no había corrientes lo bastante caudalosas para abastecer de agua potable a todo el cuerpo expedicionario a la vez.
Ver aquellos contingentes multicolores que cruzaban sobre el mar como si las aguas se hubieran convertido en tierra firme era un gran espectáculo. La exhibición llegó a su clímax el día en que apareció el propio Jerjes. En el mismo momento en que el sol aparecía sobre el horizonte, el rey hizo una libación en honor de Ahuramazda. Después arrojó al mar la copa de la que había bebido, la crátera y un sable; objetos todos de oro, porque otro metal habría impurificado las aguas. Tras coronar todo el puente con ramas de mirto y quemar a lo largo del trayecto arbustos y maderas aromáticas, empezó el paso de la comitiva real. Primero desfilaron mil jinetes escogidos, y después otros tantos arshtika con las puntas de las lanzas vueltas al suelo en muestra de respeto a su señor.
Detrás de los lanceros marchaban diez espléndidos caballos de Nisea consagrados a Mitra y conducidos por palafreneros. Los seguía el carro de Ahuramazda, de oro y marfil y ocupado por un altar en el que ardía incienso en su honor. De él tiraban ocho corceles blancos junto a los cuales marchaba el auriga, pues ningún humano podía ocupar el carruaje del dios.
Y, por fin, venía Jerjes, de pie en su carro de guerra, un vehículo de dos ruedas tirado también por caballos niseos y conducido por el hijo de uno de sus generales. Al verlo escoltado por los Diez Mil, cuyas lanzas refulgían al sol, a Artemisia, que lo observaba todo desde un otero, se le erizó la piel de los antebrazos. La campaña de Maratón había sido toda una aventura. Pero ahora estaba involucrada en algo mucho más grande, una gesta que pasaría a la posteridad y empequeñecería las hazañas de los griegos en la guerra de Troya.
Después de ocho días, cuando todas las tropas estuvieron ya en Europa, se procedió al desmontaje de los puentes. Mardonio había aconsejado dejarlos instalados, pero Jerjes se opuso.
Muchos de los barcos que componían los pontones eran necesarios para la flota. Bastaba con dejar los cables y las estructuras guardados a buen recaudo en ambas orillas.
—Mi señor —le había dicho Mardonio—, recuerda que cuando tu padre cruzó el Danubio, dejó el puente de barcas montado y custodiado por sus súbditos.
Artemisia, que estaba presente en aquella reunión, comprendió lo que Mardonio daba a entender.
A Darío le había venido muy bien ese puente cuando se vio obligado a escapar de los escitas.
—Si quieres sugerirme que dejemos la huida expedita, mi buen Mardonio —dijo Jerjes—, olvídalo.
—La retirada siempre es una opción que hay que tener en cuenta.
—En esta campaña, no.
Si los puentes eran una maravilla de la ingeniería, del canal que horadaba la península del Atos sólo podía decirse que suponía una proeza de la voluntad. La flota lo había atravesado dejando el gran monte a babor, ahorrándose con ello un par de días de navegación y, probablemente, muchos disgustos. Los ingenieros y zapadores no habían escatimado esfuerzos. Podrían haberse limitado a excavar una zanja de poco más de diez metros de ancho para que las naves la atravesaran de una en una. Pero, como siempre, las instrucciones de Jerjes eran precisas: debía hacerse a lo grande.
Finalmente, el canal medía casi treinta metros de ancho, de modo que dos y hasta tres trirremes podían recorrerlo en paralelo sin que se tocaran sus remos, y estaba protegido por grandes malecones en las embocaduras para impedir que la corriente y las olas lo colmataran con las arenas del fondo marino.
Mas, a pesar de puentes y canales, era imposible mover el ejército al ritmo que los oficiales de logística, presionados por la impaciencia de Jerjes, habían previsto. Artemisia llevaba ya más de diez días esperando en Terma cuando apareció Mardonio, que viajaba en la división de vanguardia.
El general estaba furioso por el retraso que llevaban sobre el calendario que habían previsto en Sardes; un retraso que no hacía más que acumularse.
—El trigo de los campos griegos ya no lo vamos a segar nosotros —le dijo a Artemisia.
En realidad, si seguían a ese paso ni siquiera llegarían a tiempo de vendimiar las uvas o recolectar las aceitunas. Las últimas divisiones del ejército de tierra no se reagruparon en Terma hasta finales de julio. Les quedaba tanta distancia para llegar a Atenas como la que habían recorrido desde que pisaron Europa. Y a partir de Tesalia era previsible que los griegos empezaran a hostigarlos, mientras que hasta ahora no habían sufrido ninguna agresión. Al menos humana: algunos camellos que viajaban en la retaguardia de la división real, cargados con la impedimenta, habían sido atacados por leones que bajaban de noche desde las montañas donde tenían sus guaridas. Esos leones, según aseguraban los macedonios con orgullo, eran los únicos que habitaban en Europa. En sus frondosos bosques se encontraban también uros, unos toros salvajes cuyos enormes cuernos se lucían como trofeos de caza en los salones de las familias nobles. Pues no había nada más apreciado que una piel de león y, sobre todo, una melena de macho como la que lucía en su casco el propio rey Alejandro. Entre los macedonios de las tierras altas, no se consideraba que un joven se convertía en hombre de verdad hasta que no mataba un león armado tan sólo con su lanza.
Por fin, cuatro días después de Mardonio, había llegado el séquito de Jerjes. Aún quedaban tres divisiones más por aparecer, pero Alejandro insistió en que la llegada del Gran Rey debía celebrarse cuanto antes. Artemisia comprendía sus razones. Bastante costoso era hospedar a los persas que tenía ya acampados en sus tierras como para aguardar a los demás. Ella misma lo había comprobado por el camino. La flota siempre pasaba antes por las ciudades que luego debía atravesar la Spada, y las encontraba sumidas en preparativos frenéticos para agasajar a Jerjes. Antípatro, un gobernante de Estrime, se había quejado a Artemisia:
—Recibir a Jerjes nos va a costar cuatrocientos talentos. ¿De qué vamos a vivir después? A Artemisia le había parecido la típica exageración quejumbrosa de todos los pueblos que se ven obligados a recibir a un ejército, y le respondió con sarcasmo:
—Puedes estar contento de que el Gran Rey es frugal y se conforma con cenar una sola vez al día.
Pero ahora, tras atravesar un solo sector del campamento y llegar por fin a la explanada donde se erigía el pabellón real, empezó a pensar que tal vez Antípatro no había exagerado tanto al hablar de los gastos.
La tarde, que empezaba a declinar, era de por sí calurosa, pero los innumerables fuegos encendidos alrededor de la gran tienda la hacían aún más sofocante. En las parrillas y espetones se asaban cientos de terneros y cerdos, miles de corderos y cabritos, y sólo Zeus sabía cuántos patos, pollos y pichones. El humo de la grasa quemada se levantaba en blancas espirales mezclado con el de las hogueras. Al oler los aromas de la piel crujiente y la carne churruscada, a Artemisia se le hizo la boca agua.
Tienes que comer lo justo, se recordó. No era imposible que aquella noche acabase en el lecho del rey. Si Jerjes la estrechaba entre sus brazos con toda su fuerza, que era mucha, no quería vomitarle encima un trozo de carne. De la bebida no se preocupó. Con los años, el vino cada vez le sentaba peor, así que lo bebía muy diluido en agua y con suma moderación. Le bastaba con recordar el triste final de Sangodo para cultivar la virtud de la sobriedad.
Artemisia no había vuelto a ver a Jerjes en privado desde Babilonia. No sabía si sentir alivio o decepción por ello, pues los recuerdos de su relación sexual con el Gran Rey eran contradictorios. Por un lado tenía miedo de dejarse poseer de nuevo por él, mas por otra parte sentía una morbosa anticipación que le encogía la boca del estómago. Tu amor por las emociones fuertes te acabará matando, Artemisia, se decía a sí misma. Lo cierto era que aunque no le faltaban compañeros de lecho y podía elegirlos casi a placer, cuando se acostaba con ellos tendía a cerrar los ojos e imaginarse que estaba abrazando a los dos únicos amantes que le habían dejado huella de verdad, Temístocles y Jerjes.
Ante el pabellón se extendía una larguísima alfombra púrpura, flanqueada a ambos lados por melóforos que montaban guardia, inmóviles como relieves tallados. Los oficiales dejaron paso a Artemisia sin pedirle salvoconducto, pues la amazona griega era de sobra conocida.
Aquella tienda era conocida como «la amarilla» por el color de su lona. El trabajo de desmontarla y volverla a montar llevaba prácticamente un día entero, lo que hacía imposible trasladarla a tiempo al lugar donde se pernoctaba. Pero Jerjes debía alojarse siempre en un lugar acorde con su dignidad, por lo que utilizaba dos pabellones más, uno rojo y otro azul, no tan lujosos ni grandes como el amarillo. De ese modo, cuando el rey partía por la mañana, en el lugar donde iba a pasar la noche ya estaban terminando de montar una tienda para él. Mientras, otros sirvientes limpiaban el pabellón que acababa de utilizar, lo desmontaban y plegaban, y enviaban los más de cien fardos a lomos de veloces caballos para que adelantaran a la comitiva real y llegaran con la antelación suficiente a un nuevo emplazamiento.
Artemisia y sus hombres pasaron bajo un enorme toldo decorado con guirnaldas de flores y borlas doradas, y entraron directamente en la gran sala. Aquella estancia era una auténtica apadana, un bosque de postes de cedro tallados que sustentaban la carpa a más de cinco metros sobre sus cabezas. Al pie del mástil central y por delante del cortinón que separaba la sala del resto de la tienda, estaba la mesa donde se sentaría el Gran Rey cuando entrara, junto a sus favoritos. A partir de ahí, las mesas de los invitados formaban semicírculos concéntricos en anillos decrecientes de influencia y poder. En cuanto Artemisia entró, un sirviente le salió al encuentro para indicar dónde debían acomodarse sus hombres, junto a la lona. Pero a ella, a la que el criado saludó con una profunda reverencia, le correspondía la propia mesa real, algo que la halagó sobremanera.
Había cientos de invitados, sentados sobre gruesos cojines hombro con hombro, y también reclinados en divanes al estilo griego. La tienda estaba iluminada por lámparas y candelabros que colgaban del techo; aunque aún no había anochecido, la lona era gruesa y apenas dejaba pasar la luz del exterior. Por toda la sala se veían pebeteros que ardían sin apenas llama, pues no era cuestión de elevar más la temperatura de la tienda. Dos esclavas vestidas de verde pasaban entre ellos y quemaban un incienso diferente cada cierto rato, jugando con los aromas del mismo modo que un cocinero experimenta con los sabores de sus platos. Los postes de la tienda exhalaban la suave fragancia propia del cedro, que servía además para repeler los insectos. También contribuían a reducir el número de moscas y mosquitos los ruiseñores que revoloteaban por la tienda y de paso alegraban a los comensales con sus trinos. Antes de soltarlos de sus jaulas, los criados los habían espolvoreado con flores trituradas y rociado con aromas diversos, de modo que cuando un pájaro cruzaba volando a su lado, Artemisia casi podía ver en el aire la estela de perfume que dejaba a su paso.
Su fina nariz captó más olores conforme fue atravesando la tienda y sorteando mesas, triclinios y almohadones. Los invitados se habían perfumado con mil esencias florales, y también con algalia, almizcle y resinas diversas. Pero mezclada con esa nube de aromas se podía oler la transpiración colectiva. El calor hacía sudar a todos bajo sus lujosas ropas, pese a que un ejército de esclavos abanicaba a los comensales con flabelos de piel y grandes plumas de avestruz. Al menos era un sudor reciente, entre dulzón y salado; igual que ella, los invitados se habían bañado para acudir a la fiesta. Era mucho peor el hedor, entre rancio y agrio, del sudor ya revenido que se palpaba en la flota. Paradójicamente, los marineros, aunque tenían el agua más cerca que los soldados, eran más reacios a la higiene personal, y algunos podían pasar meses enteros sin acercar un poco de agua a sus peludas axilas.
—¡Artemisia! Miró a su derecha. Allí, sentados en cojines alrededor de unas mesitas, había unos marineros licios, ataviados con pieles de cabra y gorros de fieltro con plumas. Con ellos estaba un griego al que recordaba de sobra, aunque no se alegró demasiado de encontrarlo de nuevo. Era Esquines de Eretria. Al verla, se levantó para saludarla y le tomó ambas manos.
—¡Estás más bella que nunca! —le dijo—. Si tu diosa patrona me perdona por decirlo, deberías llamarte Afrodisia y no Artemisia.
Esa broma ya se la había gastado antes, cuando era su anfitrión en Susa. En aquellos días de espera y aburrimiento, Artemisia incluso sopesó acostarse con él, pero al final se había resistido a sus insinuaciones. Aunque Esquines era alto y delgado, conservaba todo el pelo y tenía los rasgos rectos y proporcionados, había algo en él que le repelía.
—Permite que te presente a mi amigo —dijo Esquines—. Damasitimo, hijo de Candaules y rey de Calinda.
El licio, un hombre obeso que sudaba profusamente bajo su túnica amarilla, la saludó desde el cojín. Artemisia no lo conocía, aunque viajaba en la flota. Pero con casi mil trescientos barcos, no resultaba extraño.
—Alguien me ha contado que resolviste por fin tus pequeñas dificultades domésticas —dijo Esquines. Ahora que recordaba Artemisia, eso era lo que más le desagradaba de él. Siempre presumía de estar enterado de todo y sembraba su conversación de insinuaciones—. Al parecer, tú y el gran Jerjes habéis desarrollado una relación muy fructífera. ¿La compartirás con tus amigos?
—Por supuesto —dijo Artemisia, regalándole la más falsa de sus sonrisas—. En cuanto nuestro rey dé su merecido a los atenienses y a los demás rebeldes, espero que vengas a Halicarnaso a gozar de mi hospitalidad.
—Será un placer indecible, mi señora, pero ¿tanto tiempo tendré que esperar para disfrutar bajo tu techo?
—Señora, si me permites… —les interrumpió el criado que debía conducirla a la mesa real y que llevaba un rato haciendo ostensibles gestos de impaciencia.
Artemisia agradeció aquella interrupción y se alejó de Esquines, quien antes de irse se la comió con los ojos sin el menor disimulo.
Por fin, el criado la puso en manos de Mitradates, que se había convertido en chambelán tras la muerte, natural o no, de su predecesor Artasiras. El eunuco seguía tan guapo como antes, aunque había engordado un poco. Saludó obsequioso a Artemisia, que no pudo evitar acordarse de que aquel hombre la había visto fornicar con el Gran Rey y tan desnuda como vino al mundo.
El propio Mitradates la acomodó en la mesa real. En el centro había un sitial vacío, un lujoso sillón de cedro tallado con incrustaciones de marfil y lapislázuli. Pero el resto de los comensales se sentaba en mullidos almohadones con las piernas cruzadas. El cojín de Artemisia estaba seis puestos a la izquierda del trono, algo que consideró un gran honor, pues todos esos asientos intermedios estaban ocupados por parientes de Jerjes, ilustres miembros del linaje Aqueménida.
El hombre que se sentaba a la izquierda de Artemisia, en cambio, era griego. Llevaba las trenzas largas y la barba recortada típicas de los espartanos. Artemisia le calculó cerca de sesenta años. En el ceño y bajo los pómulos tenía arrugas rectas y profundas como cuchilladas, y el gesto triste.
—Mi señora —dijo el chambelán—, permite que te presente a Damarato, legítimo rey de Esparta y fiel vasallo de nuestro señor Jerjes.
Artemisia había oído algo de la historia. Al parecer, uno de los dos soberanos que reinaban ahora en Esparta había conseguido el puesto expulsando a Damarato con la ayuda del oráculo de Delfos.
Como tantos otros tiranos o políticos desterrados de Grecia, Damarato se había refugiado en la corte de Jerjes. Eso explicaba en parte la melancolía de su mirada, aunque Artemisia estaba convencida de que en Esparta no habría vestido una túnica con franjas de púrpura de Tiro ni habría llevado una torques de oro macizo al cuello.
Por fin, las cortinas que daban al interior de la tienda se abrieron y tras ellas apareció el heraldo real. Cuando golpeó el suelo para llamar la atención, las gruesas alfombras absorbieron el impacto de la contera de oro. Aun así, los súbditos de Jerjes se levantaron para dar la bienvenida a su señor.
—¡Jerjes el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida! Jerjes, ataviado con una túnica cargada de pedrería que, por su aspecto, no debía pesar menos de diez kilos, se acercó con paso solemne al sitial. Los invitados que estaban más lejos de él, y por lo tanto más distantes en la escala social, clavaron las rodillas en el suelo, y algunos de ellos incluso tocaron con la frente las alfombras. Los súbditos nobles, en cambio, lo saludaron con una profunda reverencia enviándole besos silenciosos con la mano derecha.
Para sorpresa de Artemisia, Jerjes había entrado acompañado por su esposa Amestris. Ella se sentó en un cojín, un poco por detrás del rey, mientras éste ocupaba el sitial. Un criado cuya única función era ésa se apresuró a poner bajo sus pies un escabel dorado y tapizado de terciopelo, el mismo que utilizaba cuando descendía del carro real.
En el fondo de su corazón, siguen siendo nómadas, pensó Artemisia al ver a Amestris. Por eso lucían tanto oro encima y se hacían acompañar de sus esposas y concubinas. Preferían llevar encima sus bienes que confiarlos a la supuesta seguridad de sus casas y palacios.
Por orden, los comensales que se sentaban en la mesa real pasaron a rendirle sus respetos. El primero, como anfitrión, fue Alejandro, y después desfiló Mardonio. Todos ellos besaron los labios del Gran Rey, pues tal era el privilegio de los bandaka.
—Es tu turno, noble Artemisia —le susurró Mitradates.
Artemisia se acercó al sitial de Jerjes y se inclinó sobre él para alcanzar su rostro. Él sonrió con amabilidad, como había hecho con sus demás nobles, y se dejó besar. Fue un roce muy rápido en los labios que apenas podría llamarse beso. Sin embargo, a Artemisia le pareció ver de reojo que Amestris le dirigía una mirada de odio. A ella, por su parte, se le aceleró el corazón. Ignoraba si se debía al miedo, la atracción morbosa por el Gran Rey, la solemnidad del momento o todas esas razones juntas.
El banquete empezó por fin. Criados de ambos sexos, seleccionados por su belleza, trajeron bandejas, fuentes, escudillas y copas de vidrio y metales preciosos. No sólo había carne asada en abundancia, tanta como para alimentar al triple de los invitados allí reunidos, sino también platos más refinados, propios de la cocina babilonia. A los aromas que ya flotaban en la enorme tienda se sumaron los de la comida humeante, las salsas y las especias. Algunas de ellas eran tan picantes que los comensales macedonios o griegos que las probaban se ponían rojos como la púrpura y rompían a toser y a sudar, entre grandes carcajadas de los demás.
Alejandro y Mardonio estaban sentados a la derecha de Jerjes, aunque, por supuesto, en una posición inferior. En realidad, el Gran Rey no compartía la mesa con los demás, pues le hubiera sido imposible alcanzar las bandejas desde su trono. Los camareros le iban ofreciendo platos, y él picaba siempre algo de ellos: una loncha de pato con dátiles, un trozo de cordero especiado en salsa de menta, una pizca de pastel de queso, miel y cebolla, un bocado de tenca a la brasa. Después de degustar el plato, le indicaba al camarero en cuestión a cuál de sus invitados debía llevárselo, y la persona que recibía tal atención se levantaba, hacía una reverencia y en ocasiones pronunciaba algunas palabras de agradecimiento retóricas y pomposas.
Era la primera vez que Artemisia asistía a un banquete del Gran Rey. El protocolo la tenía fascinada. Los invitados favorecidos por Jerjes comían del manjar con que les honraba Jerjes, no sin darlo a probar también a sus comensales más cercanos. Pero después se quedaban con el recipiente, que siempre era muy valioso. La primera bandeja que entregó Jerjes era de oro macizo, y su destinatario fue el rey Alejandro. Se trataba de una pequeña muestra de justicia: varias de las piezas que pasaron por delante de Artemisia eran macedonias, pues entre las obligaciones de los anfitriones no sólo estaba proveer de alimentos a la Spada, sino también suministrar el menaje necesario para las fiestas del Gran Rey. Que, evidentemente, nunca lo devolvía.
Jerjes se servía de esa dadivosidad para mostrar su favor y dejar claro cuál era el escalafón en la corte. Además, comprendió Artemisia, era una forma de pagar a los nobles que le habían seguido a la guerra, pues ellos también debían afrontar grandes dispendios. Bien lo sabía ella, que llevaba gastados cuarenta talentos en su pequeña flota, más las pagas de los soldados de infantería, que ascendían a casi diez mil dracmas al mes.
Al cabo de un rato, sintió la mirada de Jerjes, que cuchicheaba con Mitradates. El eunuco en persona, y no un simple camarero, se acercó a Artemisia con una escudilla de electro decorada con la imagen del rey, que se repetía no menos de veinte veces en finas láminas de oro. Aún más valiosa era la copa que también le ofreció, el mismo ritón con la cabeza de grifo del que había bebido la noche que compartió el lecho con Jerjes.
Artemisia hizo una reverencia y agradeció el favor del rey con unas palabras en persa, lo que le ganó muchos aplausos, pues era raro encontrar griegos que se defendieran bien en la lengua irania.
Por tal motivo, entre los camareros no hacían más que desfilar intérpretes para terciar en las conversaciones de los invitados.
La escudilla contenía una ensalada de lonchas de lomo de ternera casi transparentes sobre verduras crujientes y pétalos de flores, acompañada por una salsa muy suave. Jerjes, o quien hubiera elegido el plato, había tenido la delicadeza de escoger uno ligero y poco abundante, de modo que para Artemisia no fue ningún problema vaciar la escudilla. Cuando terminó, una camarera vino a recogerla.
—Mañana lo tendrás todo limpio, señora —le dijo.
Aparte de músicos que se sucedían pieza tras pieza, amenizaban el banquete volatineros, acróbatas y tragafuegos. Cuando ya casi todo el mundo estaba ahíto, salvo los voraces tracios, Mitradates dio unas palmadas. Delante de la mesa real los criados apartaron unas mesas, entre las protestas de sus ocupantes, para despejar un amplio espacio sobre las alfombras.
—¡Majestad! ¡Nobles invitados del Gran Rey Jerjes! —anunció el eunuco—. ¡Permitid que os presente a los bravos espartanos, los guerreros más afamados de Grecia! Entre el jolgorio general, aparecieron en la tienda diez hombres de aspecto atlético y alturas parejas. Venían envueltos en mantos rojos, los yelmos corintios que llevaban apenas dejaban ver sus rostros y sus brazos sostenían relucientes escudos con la letra lambda grabada. Artemisia se quedó sorprendida. ¿De veras eran guerreros de Lacedemonia? Pero a su lado Damarato soltó un bufido y susurró:
—Bonita farsa.
Por el otro lado se presentaron diez lanceros persas de la guardia real, melóforos ataviados con caftanes púrpura de amplias mangas, tan largos y ceñidos a las piernas que apenas dejaban ver sus pantalones. Aunque los miembros de ese cuerpo iban a la batalla con arcos, en esta ocasión tan sólo traían lanzas y escudos en forma de ocho.
Los espartanos dejaron caer las capas al suelo. Para asombro de Artemisia, no llevaban coraza.
Tan sólo vestían unos sucintos taparrabos de cuero tan apretados que apenas dejaban lugar a la imaginación. Los diez eran especímenes soberbios, con los pectorales y abdominales tallados a cincel y untados de aceite para que su relieve resaltara más bajo la luz. Artemisia se descubrió imaginando que acariciaba aquellos músculos brillantes y, sin saber muy bien por qué, miró a la reina. Amestris también había puesto unos ojos como platos.
Cuando la música dio la señal para empezar, los diez hoplitas trabaron sus escudos, levantaron las lanzas por encima de los brocales y desafiaron a los melóforos al unísono con un gruñido gutural.
Los persas atacaron primero. Artemisia comprendió al instante que esos supuestos espartanos no debían ser tan siquiera griegos, pues la pequeña falange que habían improvisado se deshizo enseguida. El combate se libró en duelos singulares, entre las aclamaciones y rugidos de los comensales. Por la forma en que las lanzas persas resonaban en los escudos, Artemisia se dio cuenta de que no eran de madera, sino de bronce macizo. Debían de pesar el doble o el triple que un escudo normal, por lo que los espartanos los movían con torpeza y no podían evitar que las puntas romas de las armas persas golpearan una y otra vez sus cuerpos aceitados, ante el júbilo de los invitados.
La pelea estaba coreografiada con la perfección de una danza ritual. Cada ataque, cada finta y cada defensa se habían ensayado con precisión, y los combatientes se dejaban caer muertos cuando recibían cierto número de golpes o un lanzazo alcanzaba un órgano vital. Al final sólo quedó en pie un espartano contra siete persas. Cuando éstos hicieron ademán de abalanzarse sobre él, el superviviente arrojó el escudo y huyó. El arma era tan pesada que, a pesar de la alfombra, su caída resonó con estrépito.
Los comensales aplaudieron a rabiar y vitorearon a los lanceros, que formaron ante el rey Jerjes y le presentaron armas. A una señal del rey, diez hermosas jóvenes ofrecieron otras tantas torques de oro a los guerreros victoriosos.
—¿Te ha gustado la representación, Damarato? —preguntó el rey a su invitado cuando los lanceros y los espartanos abandonaron la tienda.
—Ha sido espectacular sin duda, majestad.
—Más espectacular será cuando los Diez Mil pongan en fuga a todos los espartanos —intervino Hidarnes, el jefe de aquel cuerpo.
—Tengo la impresión de que Damarato no está de acuerdo —dijo Jerjes—. Quizá quiera explicarnos por qué.
—¿Puedo hablar con sinceridad, majestad?
—Es lo menos que espero de un buen amigo como tú —respondió el monarca, en tono relajado.
—Esos hombres que han representado a los espartanos eran sin duda grandes guerreros. Pero no han combatido a la manera lacedemonia. De lo contrario, no habrían sido derrotados con tanta facilidad.
Al decir eso estaba siendo bastante cortés. Era evidente que si los supuestos espartanos habían perdido el simulacro de batalla era porque les correspondía ese papel en la pantomima. Aun así, Artemisia entendió lo que quería decir.
—Parece que te escuece la derrota de los tuyos, Damarato —volvió a intervenir Hidarnes. El jefe de los Diez Mil era un hombre jovial y algo zumbón, y además saltaba a la vista que había bebido ya unas cuantas copas de vino.
—Ya podéis imaginar cuánto aprecio siento por los espartanos. Me arrebataron el trono, me quitaron los privilegios que todos mis antepasados habían disfrutado y me convirtieron en un apátrida. Por suerte —añadió, dirigiéndose a Jerjes—, tu padre me acogió en su reino y en su generosidad me facilitó una hacienda de la que ahora vivo. Por eso mismo podéis confiar en que, cuando hablo de mis antiguos compatriotas, lo hago con objetividad. Os aseguro que en combate singular no son inferiores a nadie. Pero cuando cierran escudos en la falange, son los mejores guerreros que existen sobre la Tierra.
Aquella afirmación, cuando la tradujo el intérprete, provocó protestas y abucheos entre los comensales de la mesa real. Pero Jerjes levantó una mano, y todas las voces callaron.
—La razón para ello —prosiguió Damarato— es que combaten por la libertad de la que disfrutan y que les ha costado tanto conquistar. Y, sin embargo, aunque parezca paradójico, no son libres por completo. Pues todo su destino está supeditado a un dueño supremo.
—¿Y cuál es ese dueño? —preguntó Jerjes. Las palabras de Damarato habían despertado su interés.
—La ley. Una ley que ellos mismos se han otorgado desde hace generaciones, que todos aceptan libremente y a la que, en sus corazones, temen aún más de lo que tus súbditos te temen a ti.
Damarato se había enardecido hablando. Artemisia comprendió el porqué de su anterior gesto de amargura. En el fondo de su alma, por más que hubiera prosperado en Persia, seguía siendo un espartano que añoraba su patria.
—Por eso siempre cumplen lo que les manda la ley, y sobre todo este precepto, el más importante: no pueden huir jamás del campo de batalla, por fuertes y numerosos que sean los enemigos, sino que han de permanecer en sus puestos hasta vencer o morir. ¿Me permites ilustrar lo que digo con una breve historia, majestad?
—Será un gran placer, amigo —dijo Jerjes. A los persas les gustaba oír un buen relato tanto o más que a los griegos.
Lo que ahora iba a contar, explicó Damarato, sucedió muchos años antes, cuando él no había nacido. Pero era una historia de heroísmo que se narraba en los campamentos donde los niños espartanos empezaban a entrenarse a los siete años bajo la brutal disciplina instituida por Licurgo.
Él incluso la había oído a una edad más tierna, de labios de su madre. Pues las espartanas no educaban a sus niños con cuentos de terror sobre criaturas espantosas como Gorgo o Lamia, la mujer serpiente que chupa la sangre de sus víctimas. Ellas preferían inculcarles la disciplina narrándoles al calor del hogar ejemplos verdaderos de virtud y valor.
Esparta y Argos disputaban desde hacía tiempo por Tirea, un lugar de la comarca cerealística de Cinuria, vital para la subsistencia de las dos ciudades. Para evitar más muertes —por aquel entonces, Argos era una ciudad casi tan poderosa como Esparta—, se pactó que dirimirían el litigio haciendo combatir por cada bando a trescientos campeones escogidos. Además, lo harían lejos de ambas ciudades, en un paraje solitario; con ello impedirían que cualquiera de los dos ejércitos cayera en la tentación de auxiliar a los suyos si los veía derrotados.
Así pues, los paladines espartanos y argivos formaron frente a frente el día estipulado, y ambas falanges cargaron la una contra la otra. Cuando chocaron, el terrible momento del othismós en que, trabados los escudos, los hoplitas se alanceaban sobre los brocales mientras sus compañeros los empujaban desde atrás, se alargó durante horas sin que ningún bando cediera un palmo de terreno.
Los hombres morían en el sitio, los supervivientes pasaban por encima de sus cadáveres y, rotas las lanzas, acuchillaban a sus enemigos con las espadas, los golpeaban con piedras o les daban dentelladas cuando se quedaban sin armas.
—Por fin —prosiguió Damarato—, cuando cayó la noche, sólo quedaban en pie dos hombres, los argivos Alcenor y Cromio. Al verse dueños del campo, se retiraron de entre los cadáveres y marcharon a su ciudad a proclamar la victoria. Al día siguiente se presentaron los ejércitos de ambos bandos para conocer el resultado del duelo. Los argivos venían muy ufanos con sus dos supervivientes. Pero cuando llegaron, descubrieron que en el centro del campo de batalla se erigía un trofeo construido durante la noche con las corazas y los yelmos de sus hombres. Delante de él había una losa blanca, y uno de nuestros hoplitas aguardaba sentado y con la espalda recostada en ella. Cuando los heraldos se acercaron, comprobaron que el soldado estaba muerto. Había recibido múltiples heridas en las piernas y en el cuerpo; mas, pese a ellas, aún había tenido fuerzas para despojar varios cadáveres enemigos y levantar un trofeo que proclamaba la victoria de Esparta.
—Después de muerto —continuó Damarato—, el hoplita espartano seguía embrazando el escudo y conservaba la lanza, apoyada en las rodillas.
Tenía la mano derecha empapada en sangre, su propia sangre, con la que había escrito en la losa:
Otríadas, hijo de Alcidas, dice a sus camaradas lacedemonios: Obedeciendo vuestra ley, sin abandonar mi puesto ni arrojar mi escudo, erijo este trofeo con las armas despojadas a los enemigos muertos y se lo consagro a Ártemis y a Heracles victorioso.
Los de Argos sostenían que ellos eran los vencedores, puesto que habían sobrevivido dos de sus guerreros, mientras que los espartanos alegaban que Otríadas, aun malherido, había quedado dueño del campo de batalla y despojado de sus armas a los cadáveres argivos. Como no se pusieron de acuerdo, ambos ejércitos se enzarzaron en una segunda batalla, ahora general.
—Los dioses, como era de esperar, nos concedieron la victoria, pues nuestra causa era justa.
Aquel día cayeron más de tres mil argivos. Y, gracias al ejemplo de valor y disciplina de Otríadas, Argos jamás volvió a derrotar a Esparta. Por eso, majestad —añadió Damarato, señalando al broquel que el último superviviente de la pelea fingida había dejado caer sobre la alfombra—, nunca verás un escudo espartano en el suelo si no es al lado del cadáver de su dueño.
El rey aplaudió, sin asomo de ironía.
—¡Bravo, Damarato! Ojalá tus espartanos sean como los pintas, porque así resultarán unos enemigos dignos de mis hombres.
—No te decepcionarán, majestad.
—No dudo de que tus compatriotas combatirán con valor —intervino Mardonio—. Pero me temo que, cuando termine la batalla, no quedará ninguno para levantar un trofeo con nuestras armas.
—Puede que tengas razón, Mardonio. Pero eso, como todo, lo decidirán los dioses —respondió Damarato, y no añadió nada más.
Tras esta conversación, el rey se retiró, seguido por su esposa. El banquete continuó con una nueva tanda de manjares, aunque los estómagos estaban ya repletos y los paladares ahítos. Unas danzarinas ligeras de ropa empezaron a cimbrearse en el espacio que antes había servido de palestra y luego, sin dejar de bailar, se repartieron entre las mesas al son de flautas, crótalos y panderetas.
Ahora que ya no estaban ni Jerjes ni Amestris, Artemisia decidió que era un buen momento para retirarse. No estaba muy segura de en qué podía degenerar un festín persa, pero por la forma en que movían las caderas las bailarinas imaginaba que no sería muy distinto a un simposio griego.
Además, por debajo de la coraza tenía la túnica empapada de sudor. Una gota le acababa de resbalar, había llegado a sus riñones y estaba a punto de colarse justo entre sus nalgas. Por tarde que fuera, estaba deseando llegar a su propia tienda para desnudarse y darse un baño.
Cuando salió de la tienda, sus soldados la siguieron a regañadientes. Pensando que se merecían un poco de holganza, le dijo a Alexias:
—Elige a tres soldados para que vengan conmigo. Los demás pueden quedarse.
El joven tenía las mejillas coloradas y los ojos brillantes, pero conocía bien cuál era su deber.
Señaló a dos hombres, los que menos habían bebido, y se escogió a sí mismo como el tercero.
Fuera ya era de noche. Artemisia se volvió y miró hacia la tienda. Las luces del interior se traslucían a través de la gruesa lona y la hacían parecer una inmensa jaula llena de luciérnagas.
En ese momento, vio que Esquines salía por la puerta, casi corriendo.
—¡Espera, Artemisia! Artemisia suspiró y dijo a sus hombres:
—Alejaos un poco.
—¿Cuánto es un poco, señora? —preguntó Alexias.
¡Ah, cuánto tienes que aprender de tu padre!, pensó Artemisia.
—Lo suficiente para que no oigáis lo que hablo.
—¡Entendido, señora! Cuando Esquines llegó a su altura, se compuso con cuidado los pliegues de la túnica y dijo:
—¿Por qué te marchas tan pronto, hermosa Artemisia? La parte más interesante del banquete está a punto de empezar.
—¿De veras? En ese caso deberías entrar de nuevo cuanto antes, para no perderte nada.
—Por placentera que sea la fiesta, prefiero disfrutar de tu compañía.
—Pues siento que va a ser por poco tiempo. Tengo sueño y me duele la cabeza.
—No mentía del todo. El poco vino que había bebido le estaba levantando algo de jaqueca.
Esquines se acercó más a ella. Olía a esencia de rosas y estaba masticando almáciga que no acababa de disimular su aliento a vino.
—¿Por qué te empeñas en rehuir mi compañía, Artemisia? Estás soltera, y sólo tienes un hijo. Te vendría bien un marido como yo, del que engendrar hermosos niños que se parezcan a los dos y nos acompañen en nuestra vejez.
—La compañía de los niños me aturulla. Con uno solo tengo más que de sobra. Y una cosa puedo asegurarte, Esquines: Artemisia de Halicarnaso jamás se volverá a casar. Ahora, si me disculpas…
Cuando se dio la vuelta para retirarse, él la agarró del codo. La primera tentación de Artemisia fue revolverse y darle un puñetazo, pero se contuvo.
—Escúchame un momento, Artemisia. Tengo una historia que contarte. Es breve, no tardaré mucho.
—Dime.
—Sabes que tengo buenas fuentes de información. Siempre me entero de todo lo que pasa a ambos lados del Egeo.
—¿De todo? —preguntó ella, enarcando una ceja.
—Bueno, tal vez de todo no, pero sí de lo más importante. Por ejemplo, a través de conductos bastante sinuosos ha llegado a mis oídos que la noche anterior a la batalla de Maratón, los atenienses recibieron la visita de un desertor jonio que les avisó de que la caballería ya no estaba en el campo. Eso les decidió a atacar a nuestros amigos los persas. Todos sabemos con qué resultados.
A pesar del calor, Artemisia empezó a notar los pies fríos.
—No sé por qué me…
—Ten paciencia, Artemisia. Al parecer, según mis informantes, una o dos noches antes ese mismo desertor había visitado ya el campamento ateniense. Pero esta vez no lo hizo como espía, sino como alcahuete, para concertar una cita sexual entre su jefe y, pásmate, nada menos que un general ateniense.
Taxiarca, corrigió mentalmente Artemisia. Por supuesto, no dijo nada.
—Sodomía entre enemigos en plena guerra. ¡Qué escándalo! Porque digo yo que sería sodomía, ¿no crees?
—Sinceramente, no me interesa —dijo Artemisia, con poca convicción.
—Me pregunto si esa persona que se revolcó con el general no sería la misma que luego envió al desertor para informar a los atenienses. Si fuera así, la persona de la que te hablo sería la causante de la derrota de Maratón. ¿Te imaginas a qué torturas la sometería el Gran Rey si se enterara?
—No tengo imaginación para esas cosas.
—Pero, claro, al Gran Rey no tienen por qué llegarle todos los rumores. Es demasiado importante para tales menudencias. Esa persona de la que hablo puede confiar en que quien conoce su secreto se lo callará…, aunque no gratis.
Esquines se acercaba cada vez más, aprovechando que Artemisia se había quedado helada.
—Nada es gratis en esta vida —añadió.
—No te entiendo.
—Cuando vivía en Eretria tenía que hablar ante la asamblea para convencer al pueblo de lo que debía hacerse en la ciudad. Me repugnaba. A la chusma no hay que convencerla, hay que hacerla obedecer.
—Tus ideas políticas no me interesan.
Esquines le puso las manos sobre los hombros.
—Rey consorte de Halicarnaso. No te preocupes, a ti te dejaría hacer la guerra. Yo me limitaría a gobernar en la ciudad.
Artemisia iba a contestar que antes se casaría con un sapo, pero Esquines tiró de ella y la besó con lujuria. Sus manos se metieron bajo el faldar de Artemisia, apartaron las gruesas tiras de cuero y le sobaron los glúteos. Ella se dejó hacer un instante, desconcertada. Pero enseguida reaccionó y le propinó un rodillazo en los genitales con todas sus fuerzas.
Esquines cayó al suelo, doblado sobre sí mismo. Alexias y los dos soldados hicieron ademán de acercarse a ellos, pero Artemisia los contuvo con un gesto. Prefería que no supieran nada.
—¡Escúchame, puta! —jadeó Esquines—. ¡Te vas a arrepentir de esto! ¡Cuando Jerjes sepa lo de Maratón hará que te empalen!
—Puedes ir a contárselo cuando quieras.
Artemisia se dio la vuelta para irse, pero en el último momento no pudo resistir la tentación y le dio una patada en la cara al eretrio. Después regresó con sus hombres.
—Se ve que a algunos les ponen calientes las armaduras —fue toda la explicación que les dio cuando llegó junto a ellos.
A pesar de lo que le había dicho a Esquines, Artemisia no las tenía todas consigo. Aún le cabía una minúscula duda sobre la verdadera identidad de Patikara.
Es él, es él, se repitió a sí misma. Si Jerjes no fuese el enmascarado, no la habría recompensado convirtiéndola en su bandaka, no la habría invitado a la mesa real ni la habría honrado con regalos.
Pero, aunque Jerjes y Patikara fuesen la misma persona, tal vez al Gran Rey no le haría mucha gracia saber que la historia del espía de Maratón se estaba propalando. Artemisia estaba convencida de que si Esquines acudía con el cuento a Jerjes esperando una recompensa, se iba a llevar una sorpresa. De lo que no estaba tan segura era de que el rey no decidiera matarla a ella también para eliminar testigos de lo que había sido una auténtica traición contra su propio padre.
Un reguero húmedo volvió a chorrear por la espalda de Artemisia. Pero esta vez el sudor era frío.