Mégara y Delfos, 18-22 de julio

Cuando Fidípides les salió al paso para contarles el oráculo que Apolo había ofrecido a la ciudad, la comitiva ateniense se acercaba ya a Mégara y tenía a la vista la costa occidental de Salamina. Como llevaban haciendo desde varios días atrás, Epicides y Mnesífilo, que habían acompañado a la legación, discutían acalorados en la carreta que los llevaba a ambos. Lo curioso era que, pese a que acababan maldiciendo y renegando el uno del otro, pasado un rato volvían a buscarse para discutir de nuevo.

A Epicides le gustaba la polémica, y siempre la encontraba. La única persona con la que siempre estaba de acuerdo era él mismo. Temístocles llevaba años utilizándolo como ariete contra la nobleza, pues con sus iracundas soflamas conseguía incendiar los corazones del pueblo. Mnesífilo, menos fino en sus metáforas, decía:

—¿Epicides, tu ariete? No me seas tan sublime, Temístocles. Ese hombre es un vulgar mamporrero.

Ariete o mamporrero, lo cierto era que Epicides había resucitado de forma muy oportuna el decreto del ostracismo gracias al que Temístocles había conseguido despejar la palestra política de rivales. También era el promotor del decreto para que se recortaran aún más los poderes de los arcontes, que desde hacía unos años ya no se elegían por votación, sino por sorteo.

Pero, a veces, había que pararle los pies. Por ejemplo, cuando propuso repartir los ingresos del Laurión entre todos los ciudadanos. Temístocles tuvo que hablar durante más de una hora para convencer a la asamblea de que era mejor gastar ese superávit en una flota. Su última ocurrencia, la más descabellada, la había tenido apenas unos meses antes. Convencido de que, en contra de lo que opinaban los nobles, cualquier ciudadano era apto para desempeñar cualquier puesto, Epicides quería presentar una moción para que incluso los diez generales se seleccionaran recurriendo a las habas que utilizaban para los sorteos. A tan peregrina propuesta añadía la de que quien hubiese desempeñado el generalato un año no pudiese repetir nunca más.

Temístocles había tenido que llamarlo a su casa del Pireo, donde le dijo:

—Epicides, Epicides. Con las cosas de comer no se juega.

—Pero ¿no habíamos quedado en que hay que darle el poder al pueblo? —respondió él—. No existe otro cargo más importante que el de general, ¿y tú pretendes que siga estando para siempre en manos de los nobles?

—Por ahora, pretendo que siga estando en mis manos. Y cuando yo no esté, mi intención es que los atenienses sigan eligiendo a los mejores para ese puesto.

—No existen mejores ni peores. ¡Ésa es una idea aristocrática que debe ser erradicada!

—Ésa es la puñetera verdad, Epicides —respondió Temístocles, a punto de perder la paciencia—. No estamos hablando de presidir reuniones, proteger a viudas y húerfanas, cobrar multas en el Ágora o dar el nombre al año. Estamos hablando de mandar a miles de hombres y de combatir por la supervivencia de la ciudad. Y ahí no queremos ineptos. ¡Bastante malo es que elijamos diez generales en lugar de uno solo!

—Me decepcionas, Temístocles. Estás anclado en el pasado.

—Tal vez. Pero mientras los persas estén en Europa, te ruego que dejes tu revolución para más tarde.

—¡Te aseguro que cuando llegue ese día, cortaré las cabezas de todos los nobles corruptos y devoradores de sobornos! Era una cita casi textual de Hesíodo. A Epicides le encantaba citarlo, pues lo consideraba el autor antiaristocrático por excelencia.

En cambio, si había un personaje de la historia de Atenas al que odiaba era Solón. Ahora, mientras se bamboleaban sobre la carreta, Mnesífilo le preguntó la razón de tanta inquina.

—Sus normas evitaron una guerra civil en Atenas —respondió Epicides.

—Pues precisamente ése es su mérito —alegó Mnesífilo.

—¿Eso crees tú? Un buen baño de sangre es lo que habría hecho falta en aquel tiempo, y nos habríamos ahorrado muchos males. Pero Solón intentó templar flautas entre unos y otros y no contentó a nadie. Por culpa de sus leyes, el pueblo se cree que tiene alguna mano en el gobierno y se conforma con las migajas que les tiran los de siempre.

—Solón abolió la esclavitud por deudas, y además compró la libertad de los ciudadanos pobres a los que ya habían vendido fuera de la ciudad. ¿Es que también te parece mal eso, pedazo de adobe? —preguntó Mnesífilo, levantando la voz. Era un hombre tranquilo hasta que le mentaban a su bisabuelo.

—¡Peor que mal! Lo único que hizo fue poner paños calientes. Lo mejor cuando hay un forúnculo es dejar que empeore y que engorde hasta que al fin revienta y sale todo el pus. Eso es lo que tenía que haber pasado con Atenas.

—Me imagino que, según tu clarividente metáfora, los aristócratas son el pus.

—¡Exactamente! Temístocles, que iba a caballo, se volvió a un lado para mirar cómo ambos discutían sobre la carreta.

—Epicides, te recuerdo que aunque Mnesífilo vista siempre el mismo manto, también es un eupátrida.

—Disfrutaba azuzando a aquellos dos. Ya que Mnesífilo se comportaba con él como un tábano, no le venía mal tener su propia avispa pinchándole el trasero.

—¡Viene alguien! —avisó Cimón.

Era Fidípides, inconfundible por el estilo de su trote, con los codos pegados al cuerpo y levantando bien las flacas rodillas. Venía en dirección contraria a ellos, y no tardó en llegar a su altura. A Temístocles no le sorprendió su aparición. Al mismo tiempo que él acudía a la reunión de la Alianza, una comitiva oficial había partido hacia Delfos para consultar qué se debía hacer ante la invasión. En ella iban el polemarca Eumolpo y otro general, amén de varios magistrados más.

Temístocles había ordenado a Fidípides que los acompañase y que, en cuanto la Pitia les entregase el oráculo, se dirigiera a Corinto a toda prisa para revelárselo.

El corredor llegó a su altura cuando pasaban junto a un pequeño pinar, de modo que aprovecharon para hacer un alto y refrescarse. Era el mismo paraje donde Teseo había acabado con el célebre forajido Sinis. Éste tenía la costumbre de atar a los viajeros a dos pinos flexibles doblados hasta el suelo. Después cortaba las sogas que sujetaban los árboles y observaba cómo al enderezarse dislocaban los miembros de los infortunados. Y siguió actuando así hasta que Teseo, como había hecho con tantos otros bandidos en su largo viaje de Trecén a Atenas, le hizo probar su propia medicina.

Al ver a Fidípides sentado contra un pino, con sus piernas de grulla dobladas hasta la barbilla, Temístocles se imaginó qué habría pasado si Sinis lo hubiera sometido a su tortura. El mensajero estaba tan flaco que seguramente se habría partido en dos.

—¿Y bien? ¿Cuál es el oráculo? —preguntó a Fidípides cuando vio que había calmado su sed.

Habría preferido escuchar la profecía a solas. Pero la autoridad de Temístocles no era tanta como para ocultar a los otros dos generales las palabras de Apolo.

—No creo que os guste.

Por la expresión del mensajero, Temístocles sospechó que tenía razón. A pesar de todo, lo animó con un gesto. Fidípides se puso en pie y recitó de memoria:

¡Infelices! ¿A qué estáis esperando? Huid al fin del mundo,

y abandonad los baluartes circulares de vuestra ciudad.

Todo lo arrasarán el fuego y el furioso dios Ares

conduciendo un carro sirio. Otras fortalezas destruirá

y no sólo la vuestra. ¡Abandonad vuestra ciudad sagrada

y afrontad con resignación la adversidad!

Como buen heraldo, Fidípides sabía impostar la voz y recitaba casi como un rapsoda profesional.

Todos se quedaron tan sobrecogidos al escuchar la profecía inspirada por Apolo que durante un rato nadie habló. Por fin, el general Leócrates dijo:

—Esto no va a mejorar demasiado la moral de la ciudad.

—¿Bromeas? ¡Es horrible! —dijo Epicides. En su pensamiento revolucionario no entraba aún derrocar a los dioses del Olimpo, pues era muy supersticioso.

—¿No querías sangre y destrucción? —dijo Mnesífilo—. Porque en la profecía las hay de sobra.

—Dime, Fidípides —intervino Temístocles—. ¿No se le ocurrió al polemarca ni a nadie más solicitar otro oráculo que fuera más favorable?

—No. Se quedaron de piedra, como vosotros, y decidieron volver a Atenas cuanto antes para llevar las malas noticias.

Temístocles se sentó a pensar unos minutos. El oráculo de Delfos solía ser ambiguo. Así había ocurrido cuando Creso, uno de sus benefactores más importantes, le preguntó qué pasaría si le declaraba la guerra a Ciro el persa. «Destruirás un gran imperio», contestó la Pitia. Por supuesto, Creso interpretó el oráculo como mejor le convino, partió a la guerra y el imperio que destruyó fue el suyo. Como en el fondo la profecía se había cumplido, nunca pudo reclamar la devolución de sus tesoros.

Pero ahora los oráculos estaban siendo cualquier cosa menos ambiguos. Delfos había dicho a los cretenses que no se les ocurriera participar en la guerra. La misma respuesta había dado a la ciudad de Argos. En cuanto a la profecía recibida por los espartanos, tampoco era alentadora. Tras hacerle jurar que no la revelaría, Leónidas se la había recitado a Temístocles:

¡Oh, moradores de la extensa Esparta!

O vuestra poderosa y excelsa ciudad es destruida por los persas

o bien Lacedemonia llorará la muerte de un rey.

Pues el invasor tiene el poder de Zeus, y no se detendrá

hasta que devore a la ciudad o al rey hasta los huesos.

—Sospecho que no moriré cultivando mis viñas —había concluido Leónidas encogiéndose de hombros.

O bien Apolo veía muy claro cuál iba a ser el desenlace de la guerra o Mardonio estaba inundando de oro el santuario. Aunque todavía cabía una tercera respuesta, más sencilla: que los administradores de Delfos fuesen unos cobardes. Los persas tenían fama de respetar los santuarios de otros pueblos y, sobre todo, los oráculos. Aún más si eran de Apolo, como había pasado con el de Dídima, en Caria, que seguía funcionando bajo dominio Aqueménida. Sus sacerdotes habían sido lo bastante espabilados para identificar los rasgos solares de Apolo con los de Ahuramazda y convencer a los persas de que en el fondo se trataba del mismo dios.

Como había dicho Léocrates, la moral en Atenas no andaba muy alta. Los ciudadanos de la cuarta clase estaban algo más animados. Aunque tenían tanto miedo como todos a Jerjes, llevaban meses trabajando en la construcción y el mantenimiento de la flota, en la que iban a participar como remeros a cambio de una paga. Pero los miembros de las tres primeras clases, los hoplitas que habían derrotado a los persas en Maratón, no se sentían ni mucho menos tan contentos. No sólo veían sobre ellos la amenaza de la guerra, sino que además temían perder su dignidad y los pocos privilegios que todavía les quedaban. Un oráculo derrotista como aquél no contribuiría a que embarcaran de buen grado para Artemisio.

«Huid al fin del mundo». ¿Y por qué no más lejos?, se preguntó Temístocles.

Levantó la mirada al cielo. El sol empezaba a caer, pero quedaban unas cuantas horas de luz que se podían aprovechar. Se acercó a su caballo, apoyó las manos en su lomo y montó sin ayuda de Sicino. A sus cuarenta y tres años aún se conservaba en forma.

—¿Adónde vas? —le preguntó Cimón.

—Vosotros seguid a Atenas. Yo voy a Delfos.

—¿A qué?

—¡A conseguir otro oráculo!

Temístocles ni siquiera pensó en pedir compañía. Tan sólo dijo a Sicino que viniera con él. A Cimón le encargó que se ocupara del valioso mapa de bronce y que, a la llegada a Atenas, supervisara las últimas fases de la construcción de los barcos que esperaban en el Pireo. El hijo de Milcíades lo miró con cara de desconfianza.

—Estás tramando algo.

—No. Pero si fuera así, mejor que no sepas nada.

Mnesífilo también quería ir a Delfos, ya que nunca lo había visitado. Pero Temístocles, que había elegido los caballos más veloces con la intención de viajar a marchas forzadas, respondió a su viejo amigo:

—En otra ocasión. Te prometo que cuando todo esto acabe, yo mismo te acompañaré a ver el oráculo.

De los dos generales, Leócrates no tenía el menor deseo de ir con él y añadir otro viaje al que ya llevaba sobre las espaldas. Pero Andrónico se empeñó en acompañarlo, y en llevar consigo a su esclavo Telo, un tipo de rostro patibulario que se dedicaba al pancracio, el más brutal de los estilos de lucha.

Era un trayecto de más de ciento cincuenta kilómetros. Aunque la ruta entre Atenas y Delfos solía estar transitada, no dejaba de ser un sendero polvoriento que, cuando llegaran las lluvias invernales, se volvería casi impracticable. Durante los tres días que tardaron en recorrerlo, Temístocles no dejó de pensar con envidia en el Camino Real, ancho y pavimentado, y con albergues y casas de postas cada pocos kilómetros. En cierto modo, la mediocridad de los caminos griegos podía jugar a favor de la Alianza, frenando el avance de la invasión. Cuando Jerjes entrara en Grecia y tuviera que conducir a su enorme ejército por esos senderos de cabras seguramente iba a maldecir en persa y arameo.

Durmieron al raso las tres noches. La última lo hicieron en Esquiste, la bifurcación del camino donde Edipo se había topado sin saberlo con su padre Layo y lo había matado en una pelea. A Andrónico le daba mala espina el lugar. Pero se les había echado encima la oscuridad y estaban rodeados de espesura, así que no tuvieron más remedio que encender una hoguera allí mismo, cerca de un montón de piedras. Según los lugareños, tapaban la tumba del rey Layo. Temístocles prefirió no decírselo a Andrónico para no alimentar sus recelos. Sicino no conocía la historia de Edipo y le pidió a Temístocles que se la contara. Le encantó; tal vez por el papel que jugaban en ella el destino y el azar, como había ocurrido en su propia vida.

Desde Esquiste tuvieron que seguir a pie, pues el camino se hacía más accidentado conforme se acercaban al monte Parnaso, cuyas cumbres protegían el santuario. Ahora se veía la piedra desnuda y rojiza, pero en invierno Temístocles la había encontrado cubierta de nieve.

Llegaron a la aldea de Delfos poco después de mediodía. No estaba tan abarrotada como otras veces que la había visitado Temístocles. Pero siempre había acudido al oráculo el día séptimo del mes, la fecha establecida para los peregrinos, mientras que ahora tendrían que pedir una consulta extraordinaria como un favor especial. El próxeno de la ciudad de Atenas, que unos días antes había alojado a la legación oficial, pudo ofrecer cubículos a ambos generales, mientras que a Sicino y el esclavo de Andrónico los instaló en el patio de la casa.

Temístocles no estaba dispuesto a dejar nada al azar, y en cuanto llegó empezó a hacer gestiones.

El próxeno le recomendó que hablara con Timón, uno de los dos sacerdotes que dirigía el oráculo.

—Es más asequible. Tú ya me entiendes —dijo haciendo un gesto universal entre el dedo índice y el pulgar.

Temístocles envió a un recadero para que le dijera a Timón que lo invitaba a cenar en la posada de Minias. Era la que tenía mejor cocina de Delfos, y también la más cara. Por lo que el próxeno le había contado, estaba seguro de que el sacerdote aceptaría. Cuando recibió la confirmación y se disponía a salir a la calle con Sicino, se llevó una sorpresa.

—Voy contigo —le dijo su colega Andrónico.

No podía decirse de él que fuera una compañía agradable. Durante el camino apenas habían hablado. Andrónico era un eupátrida de pura cepa, significara eso lo que significase. Como bien decía Clístenes, habría que ver cuántos de esos aristócratas de sangre pura eran descendientes de esclavos que habían fornicado con sus madres, sus abuelas o sus bisabuelas.

De joven, Andrónico había lanzado el disco y participado en los Juegos Nemeos. A sus cincuenta años no tenía mala planta, aunque había engordado y la papada le restaba energía a su antaño afilada barbilla. Era de esos nobles que se dedicaban a la caza y a la equitación, vivían de las rentas de sus tierras y miraban con desprecio a los que, como Temístocles, trabajaban. Un desprecio que no podían disimular.

Ésa era una lección que le había enseñado su madre.

—Cuidado con despreciar a nadie, hijo. El desprecio se nota demasiado. Si odias a una persona o incluso la ofendes llevado por la ira, puede llegar a perdonarte el día de mañana. En cambio, si la desprecias y la miras por encima del hombro, siempre te guardará rencor.

Podía parecer curioso que le dijera eso una mujer con una mirada tan altiva como Euterpe. Pero Temístocles había aprendido bien pronto a distinguir el orgullo del desdén. En Andrónico, éste se mostraba en cada gesto, en el odioso mohín con que levantaba el labio superior, en el lánguido parpadeo con que recibía las palabras de Temístocles dejándole bien claro que no las escuchaba por muy autocrátor que fuera.

Por eso le extrañó tanto que quisiera venir con él. Pero no encontró forma de librarse de su compañía ni de la su corpulento esclavo.

Cuando llegaron a la posada de Minias, les dijeron que Timón ya estaba esperando en un reservado del piso de arriba. Al parecer, no era de los que llegaban tarde a una buena cena. Cuando Temístocles se disponía a subir, Andrónico lo agarró por el codo.

—Espera. Quiero hablar contigo.

—Y yo con Timón.

—¿Por qué tanta prisa? Cuanta más hambre tenga, más agradecerá tu invitación.

Andrónico se empeñó en que ocuparan una mesita en la calle, bajo un toldo blanco que a esas horas ya no hacía falta, pues la sombra de la montaña había caído sobre la aldea. Sicino y Telo se sentaron aparte, sin apenas hablar; ambos eran hombres de pocas palabras, y parecía habérseles contagiado la antipatía que reinaba entre sus jefes.

El posadero, que conocía a Temístocles y sabía que era hombre importante y buen pagador, les trajo una jarra de vino y una bandeja con trozos de queso de cabra aderezados con aceite, albahaca y romero. Cuando los dejó solos, Andrónico sorprendió a Temístocles por su franqueza casi brutal.

—¿Cuánto?

—¿Cuánto qué? —preguntó Temístocles.

—¿Cuánto quieres por que me calle? Temístocles parpadeó despacio. En caso de necesidad, él también sabía mostrarse rudo con los demás, pero le ofendía la grosería del eupátrida. ¿Qué se había pensado para tratarlo como si fuera un vulgar cambista sentado en su mesa? Sin embargo, decidió que le traía más cuenta controlar su ira y descubrir con qué dados jugaba Andrónico.

—No sé a qué te refieres.

—Has venido aquí para conseguir otro oráculo más favorable. Conociéndote —dijo Andrónico, con una desagradable carcajada—, eso sólo puede significar que tramas algún trapicheo.

—Ignoro qué motivos tienes para pensar eso, pero me estás insultando. Quiero un oráculo mejor para Atenas, no para mí. Y tú deberías apoyarme.

—Vamos, vamos, no te hagas el ofendido, general autocrátor. Puede que por ahora te mantengas en lo más alto gracias a la chusma, pero eso no va a seguir siempre así. Conozco bien a la gente como tú. Por más que os queráis limpiar, siempre oléis a estiércol, y acabáis volviendo al estiércol.

A estiércol podrás oler tú, que vives del campo, no yo, pensó Temístocles, con el pulso acelerado de ira. Pero se estaba jugando cosas más importantes que su amor propio.

—Está bien —dijo con voz gélida—. Imaginemos que tus especulaciones tuvieran algo de razón y yo pretendiera amañar el oráculo. Dime cuánto querrías por tu silencio.

—Sé que tienes el riñón bien cubierto, Temístocles, y mis rentas últimamente no son las que eran. No puedo permitir que piojos puestos en limpio como tú vistan mejor que yo ni vivan en casas más lujosas. Quiero que me pagues tres mil dracmas al año.

Temístocles miró de reojo a Sicino. La imagen de Andrónico estrangulado en un callejón o despeñado en el camino de vuelta pasó fugazmente por su cabeza.

—Oh, oh. —El eupátrida debía haberle leído la mente—. Tu criado puede ser tan grande como un oso, pero te aseguro que no le duraría ni un minuto a Telo.

Temístocles se fijó una vez más en el esclavo de Andrónico. Era un matón con la nariz aplastada y las orejas rotas como dos coliflores. No había competido nunca en juegos oficiales, puesto que no era un ciudadano libre, sino en peleas nocturnas de pancracio en las que los espectadores cruzaban apuestas. Temístocles lo había visto luchar en un par de ocasiones, en el Pireo y en el Cerámico, y tenía que reconocer que era un hombre que daba miedo. Medía poco más que él, pero de haber tenido cuello le habría sacado más de media cabeza. Su cuerpo era voluminoso y estaba plagado de músculos tan abultados como los nudos de las maromas con las que amarraban los cargueros al muelle. Pero lo que más asustaba al verlo combatir era la terrible violencia, la ciega agresividad con que machacaba a sus adversarios, como si fuera el salvaje dios Ares encarnado. Sus rivales siempre mostraban un punto de contención, pero no así Telo, que había matado ya a varios luchadores. Las dos veces que lo vio Temístocles, el juez del combate había tenido que frenarlo con la ayuda de otros hombres para que no acabara destrozando a patadas al adversario tendido en el suelo.

Eso, en cierto modo, le convenía. Cuando regresaran a Atenas, sería más fácil que la gente pensara que él no había presionado a Andrónico, conocido por tener el guardaespaldas más duro de la ciudad.

Como si de nuevo hubiera adivinado sus pensamientos, Andrónico dijo:

—Te viene bien que yo te haya acompañado. Seremos dos los testigos del oráculo, y así la gente no desconfiará de ti. Todo el mundo sabe que yo soy incorruptible.

Aunque pareciese mentira, las últimas palabras las había pronunciado con plena convicción.

—Está bien —dijo Temístocles—. Será como tú dices. Ahora, sube conmigo. No quiero hacer esperar más a Timón.

—¡No, no! Prefiero no ensuciarme con tus manejos sacrílegos. No quiero saber cómo te las arreglas para torcer la voluntad de los dioses. Pero con mi dinero no te importa ensuciarte, ¿verdad?, pensó Temístocles. Andrónico se levantó del taburete.

—Para empezar, te dejo que me invites a esta jarra de vino —dijo con una sonrisa sarcástica—. Así te irás acostumbrando. ¡Ah! Quiero las tres mil dracmas en mi casa la misma noche en que lleguemos a Atenas. Procura mandar a otro esclavo que no llame tanto la atención como ese buey —dijo, señalando a Sicino—. Ya me encargaré de que entre por la puerta de atrás. No quiero que me relacionen contigo más de lo necesario.

Devoradores de regalos. Temístocles recordó el epíteto de Hesíodo para los nobles. Pero ya tendría tiempo de tratar con esa sanguijuela y con su matón. De momento, los asuntos proféticos eran más urgentes.

Cenaron carne de lechal con hierbas aromáticas, tan tierna que se deshacía en la boca, y pescado a la brasa. Temístocles, que se moderó con la comida y el vino para mantener la cabeza despejada, procuró que el sacerdote bebiera en abundancia. Pero Timón se trasegó una jarra entera con sólo media parte de agua sin que ni tan siquiera empezara a trabársele la lengua. Al terminar, Temístocles pagó al músico que amenizaba la cena con su doble flauta y lo despidió. Después le dio otra moneda al hijo del posadero, que estaba retirando los cuencos.

—Dile a mi criado que se quede junto a la puerta y no deje pasar a nadie. No quiero que nos molesten.

Apartados los temas triviales de la cena, Temístocles sacó a colación la guerra inminente. La conversación con Andrónico le había dejado de mal humor, lo que le hizo ser más directo y cortante de lo habitual en él.

—Vuestro oráculo está acobardando a todos los griegos. A los que directamente no les dice que se rindan o se abstengan de participar, los amenaza con desgracias terribles.

—No es «nuestro» oráculo, mi querido Temístocles. Es del dios. Muéstrale un poco de respeto a Febo Apolo.

Timón era un corpulento sesentón, de cabellos ralos y blancos como la nieve que coronaba el Parnaso. Sus ojos, de tan azules, resultaban inquietantes.

—Apolo es un dios griego —dijo Temístocles—. Nació en Delos, en el corazón de las Cíclades, y tiene su santuario aquí, en el centro de Grecia. ¿Por qué iba a favorecer la causa de unos bárbaros? ¿Por qué se niega a ayudar a los griegos?

—A su manera, Jerjes también cree en Apolo, aunque sea bajo otro nombre. Pues al dios le complace muchas veces ocultar su verdadero rostro bajo aspectos y nombres distintos.

—¿Reconoces entonces a Jerjes como tu señor?

—¡Mi único señor es Apolo! —respondió Timón, enderezándose en el diván—. Si vuelves a insinuar algo así, me marcho.

Ahora que te has llenado bien la panza, claro. Temístocles siguió reclinado. La experiencia le decía que si fingía una postura de relajamiento y control, acababa por sentirlos de verdad y podía dominar situaciones complicadas. Él mismo estiró el brazo para llenar la copa de Timón. Pero el sacerdote no se dignó tocar el vino.

—Sólo era curiosidad. Me ha sorprendido que defiendas tanto a Jerjes, siendo un monarca extranjero. Por cierto, ¿qué te hace creer que el Gran Rey respetará el oráculo y sus posesiones?

—Estamos bajo la protección de Apolo. Él jamás permitirá que Jerjes ni nadie más profane su santuario.

Temístocles se contuvo. Decirle abiertamente a Timón que él y los demás funcionarios del oráculo eran unos corruptos comprados por el oro persa no conseguiría nada. Además, sólo lo sospechaba, no tenía constancia de ello. Tal vez el oráculo, igual que tantas ciudades de Grecia, se limitaba a doblarse como un junco ante el vendaval y esperaba alguna gratificación en el futuro.

Decidió que convenía ilustrar al sacerdote.

—En Babilonia, Jerjes se atrevió a destruir un templo de Zeus mayor que todo este santuario.

Después derribó y fundió su estatua, que era de oro macizo y pesaba más de quinientos kilos. —En realidad, Jerjes sólo había causado destrozos en la séptima terraza de Etemenanki, y la estatua de Marduk pesaba la mitad de lo que había dicho. Pero si exageraba era por una buena causa—. El Gran Rey cree que todos los dioses que no sean su alado Ahuramazda son demonios y deben ser destruidos.

—¡Eso es imposible! Se nos ha prometido que…

El sacerdote se cortó en seco y cerró los ojos un instante, sin duda maldiciéndose a sí mismo por hablar más de la cuenta. Temístocles decidió abandonar los tapujos.

—Se os ha prometido que si mináis la moral de los griegos para que se rindan, respetarán el oráculo, ¿verdad? Y ése ha sido un mensaje personal del general Mardonio, comandante en jefe del ejército de Jerjes.

Era una apuesta a ciegas, basándose en lo que había visto en Babilonia. Probablemente, Mardonio habría utilizado a un intermediario. Pero al parecer Temístocles dio en el clavo, y el sacerdote se sorprendió lo bastante como para delatarse.

—¿Cómo lo sabes?

—No soy como vuestro oráculo, que conoce el número de los granos de arena de la playa y las gotas de agua del mar. Pero también poseo mis fuentes de información.

El sacerdote tomó la copa y la vació de un solo trago. Después tiró los posos al suelo y se la volvió a llenar. Ya no hacía ademán de irse.

—Niego todo lo que dices. Y lo negaré delante de quien sea.

—Da igual. Toda Grecia sospecha ya. Si no temiera ofender al dios, diría que vuestra conducta empieza a parecer escandalosa.

—No eres quién para juzgar al oráculo, general.

—En eso tienes razón. Pero tal vez un consejo sí me lo admitirías, ¿no, Timón?

—Somos nosotros quienes ofrecemos consejo, no quienes lo recibimos.

—Sin embargo, pasáis algo por alto. En este oráculo no sólo se guardan tesoros de toda Grecia.

También los hay de ciudades jonias de Asia. Y, además, están las ofrendas que consagró Creso. Son las más valiosas del santuario, según tengo entendido.

—Recibimos esas ofrendas porque nuestro prestigio llega a todos los rincones del mundo.

Precisamente por eso, pase lo que pase, sabemos que los persas no se atreverán a profanar este santuario. Ellos mismos respetan y veneran Delfos.

—No me he explicado bien. Lo que quiero decir es que Creso sacó todo ese oro de su país. Lidia es ahora una satrapía de Persia, así que el Gran Rey opina que ese oro le pertenece. Y tal vez no le falte algo de razón —recalcó para mortificar al sacerdote.

—No sé adónde quieres ir a parar. Todos los tesoros que están aquí son depósitos legítimos, voluntariamente ofrecidos por sus dueños.

Temístocles, que tenía su propio depósito allí enterrado, lo sabía de sobra. Pero, sin decir nada de su oro por el momento, prosiguió.

—Me refiero a que cuando sus hombres caigan sobre Grecia como una inmensa manada de lobos hambrientos no sólo saquearán las ciudades, sino que vendrán aquí, a tu amado santuario, a llevarse lo que es suyo. Y una vez que abran el tesoro de Creso y el oro les encienda la codicia, ¿crees que el respeto a Apolo será suficiente para impedir que despojen todo lo demás?

—Me niego a aceptar tus palabras. ¿Qué sabes tú de lo que piensan los persas o de los propósitos del Gran Rey? Temístocles se enderezó por fin.

Thatiy Xshayarsha xshayáthiya: Auramazda níkatuv duruxtah dáivahcha uta duruxtam daivádanam!

El sacerdote escuchó sin parpadear, muy pálido. Temístocles no sabía si había entendido sus palabras, pero era evidente que Timón reconocía el idioma como persa y que no era la primera vez que escuchaba su sonoro ritmo.

—«Dice Jerjes el rey: ¡Ojalá Ahuramazda destruya a los falsos dioses extranjeros junto con su falso santuario!». Esas palabras las he escuchado con mis propios oídos en Babilonia. ¡De labios de Jerjes!

En realidad, las había visto grabadas en una pared y se las había traducido el escriba de Izacar, pues ni siquiera Sicino sabía leer los caracteres cuneiformes de las inscripciones oficiales. Pero por el gesto de Timón, era obvio que le resultaban tan convincentes como si acabara de escuchar un oráculo de su propia Pitia, o incluso más. No era la primera vez que Temístocles comprobaba el poder casi mágico de unas palabras pronunciadas en una lengua extranjera.

—¿Qué es lo que quieres, Temístocles? Deja de atormentarme y dímelo de una vez.

Si vamos a ser claros, seámoslo de verdad, pensó Temístocles.

—Quiero un oráculo que no sea derrotista. Quiero un oráculo que no sea cobarde.

—¿Cómo te atreves a insultar al…? Temístocles se levantó, derribó la mesa de una patada y señaló al sacerdote con el dedo.

—¡Quiero un oráculo que no sea traidor! ¡Quiero un oráculo que no haya sido dictado por el oro persa!

Temístocles solía hablar con voz suave, pero también sabía hacerse oír en la asamblea y gritar órdenes en el puente de su nave mientras rugía la tormenta. El sacerdote se sentó en el diván y pareció achicarse ante sus ojos. Ya lo había acobardado. Ahora había llegado el momento de sentarse él también, suavizar la voz y empezar a negociar.

Acababa de amanecer cuando entraron en el recinto del santuario y emprendieron el ascenso por la vía Sagrada. A ambos lados del camino empedrado se levantaban tesoros consagrados por ciudades de toda Grecia, y tras ellos, en segunda y tercera fila, podían verse también ofrendas y templetes de ciudadanos particulares. Las estatuas policromadas, las vivas pinturas y relieves que decoraban los edificios, el jaspeado del mármol y el estuco y el brillo de los metales brindaban al conjunto un aspecto aún más abigarrado y vistoso que la Acrópolis de Atenas.

Temístocles subía acompañado por Andrónico y por el próxeno de los atenienses. Tras ellos caminaban Telo y Sicino, cargado este último con el cabrito que sacrificarían a Apolo y que a ratos se quejaba con un débil balido. Aunque era temprano, ya empezaba a hacer calor.

—Hoy hasta las lagartijas van a buscar la sombra —comentó el próxeno. Andrónico, despectivo como siempre, se limitó a hacer una mueca.

Para los fieles griegos, Delfos era el ombligo del mundo, el lugar sagrado donde Apolo se dignaba compartir con ellos su conocimiento del porvenir. En opinión de Temístocles, se trataba más bien de un centro de inteligencia y espionaje que extendía sus tentáculos hasta más allá del Egeo. Resultaba paradójico que llegase allí tanta información, tratándose de un rincón apartado al que sólo se accedía por caminos tortuosos. Aunque Temístocles comprendía por qué Apolo había elegido aquel lugar para instalarse; en sus viajes había conocido pocos parajes más hermosos.

Bastaba con trazar un círculo sobre los talones para contemplar a la vez las maravillas del santuario, el verde de los frondosos bosques que lo rodeaban, y las cimas peladas y majestuosas del Parnaso.

Y al completar aquella vuelta, incluso podía verse el mar. Al sur, las aguas del golfo de Corinto brillaban como un espejo bajo el sol de la mañana.

Fuese el verdadero ombligo geográfico del mundo o no, no se podía negar que Delfos era el centro espiritual de Grecia. No había guerra o campaña importante que no se emprendiese sin consultarlo. Su fama había cruzado el Egeo, y por eso el rey Creso le había enviado ofrendas suntuosas. Los versos de propaganda con que le contestó la Pitia eran ya célebres:

Conozco el número de granos de arena de la playa

y las dimensiones del mar sé medir,

entiendo al sordomudo y escucho al que no habla.

Temístocles sospechaba que Creso había enviado ofrendas a Delfos no sólo por conocer el futuro, sino también por si los persas lo derrotaban y se veía obligado a huir de su reino: el tesoro que guardaba en Delfos le habría garantizado un retiro dorado en Grecia. Para su desgracia, no sólo perdió la guerra, sino que cayó prisionero de Ciro y ya no pudo cruzar el mar para disfrutar de sus riquezas.

Como otros griegos acaudalados, Temístocles guardaba una buena suma en el santuario, escondida en un pequeño templete detrás del tesoro de los atenienses. Era un edificio muy humilde, de paredes de ladrillo y sin columnas, aunque protegido por una sólida puerta de bronce. En su interior había bandejas y candelabros de plata, una estatua de Apolo y unas cuantas armas persas que le habían correspondido en el reparto del botín de Maratón. Pero bajo aquellas ofrendas, enterrado en el suelo y bajo una pesada losa de granito, se escondía un cofre con dos talentos de oro entre orfebrería, lingotes y monedas persas. Como normalmente el oro se cotizaba a diez veces el valor de la plata, era una fortuna más que considerable.

Fortuna que iba a verse muy mermada por la avaricia de los sacerdotes. Para conseguir que la Pitia recitase una segunda profecía, había tenido que prometerle a Timón la mitad del oro. Como prueba del trato, ahora el sacerdote guardaba consigo la llave del cofre.

Temístocles dirigió una mirada de reojo al otro general. Era indignante que ese eupátrida lo acusara de corrupto, cuando se estaba gastando sus propias riquezas por el bien de la ciudad. Un bien que, a su pesar, alcanzaría al mismo Andrónico.

Mientras le permita seguir vivo, se dijo. Si no tenía más remedio, le pagaría las tres mil primeras dracmas. Pero no habría más entregas.

La pequeña comitiva llegó ante la gran terraza donde se alzaba el templo de Apolo. El edificio había sustituido a otro anterior, destruido en un gran incendio setenta años antes. En el frontón, el Apolo esculpido por Antenor llegaba a Delfos en un carro, acompañado por su madre y su hermana.

Sus ojos miraban a todos los que llegaban al templo con serena condescendencia.

Al pie de la escalinata se levantaba un altar, y ante él se arrodillaron los peregrinos agitando las ramas de olivo que llevaban en las manos. Así se lo había recomendado Timón. No era día oficial de consulta, y además su ciudad ya había recibido el consejo solicitado. Pero si se presentaban como suplicantes sagrados, Apolo no tendría más remedio que recibirlos, pues ni siquiera los dioses pueden desatender los ruegos de quienes se arrodillan ante ellos.

Timón bajó por la escalinata del templo acompañado por Acérato, el otro sacerdote que gobernaba el santuario. Ambos llevaban sendos mantos blancos cuyos pliegues les cubrían la cabeza. Temístocles intercambió una mirada de inteligencia con Timón. Después, se volvió hacia Sicino, que le entregó el cabritillo negro con las patas atadas. Habían comprado uno flaco y pequeño para que se comportara según los requisitos, y además le habían recortado el pelo. Cuando el sacerdote que acompañaba a Timón le arrojó encima un balde de agua fría, el cabrito se estremeció. De no haber temblado, tendrían que haber esperado a otro día más propicio para consultar a la Pitia.

El próxeno, en representación de los atenienses, degolló al animal y lo ofreció en el altar.

Después, Timón rajó el cuerpo y sacó el hígado de la víctima. Temístocles observó que la víscera era perfecta, tan lisa y brillante que reflejaba el rostro del sacerdote como un espejo.

—Las señales son buenas —dijo Timón—. Podéis pasar conmigo.

Los esclavos se quedaron fuera, junto al altar, mientras Temístocles, Andrónico y el próxeno subían los escalones tras los dos sacerdotes.

Dentro del templo reinaba una fresca penumbra. Atravesaron una galería rodeada por columnatas, levantando ecos con sus pasos sobre las losas grises. Era la primera vez que Temístocles trasponía la puerta del templo, así que examinó con curiosidad su interior. Junto a las paredes se apilaban incontables ofrendas. Destacaba entre ellas una enorme crátera de plata en la que podrían haberse bañado dos hombres. Al ver su interés, Timón le informó de que la había dedicado Creso. El rey lidio, entre muchas otras donaciones, había consagrado también otra crátera de oro que pesaba más de doscientos kilos; pero tras el incendio del templo antiguo la habían trasladado al tesoro de la ciudad de Clazómenas.

—Las ofrendas de Creso están repartidas por todo el santuario —añadió Timón. Tras la discusión de la noche anterior y, sobre todo, la promesa de recibir los fondos de Temístocles, se lo veía relajado, casi simpático. Temístocles comprendió lo que le quería decir: si el Gran Rey entraba en Delfos y quería apoderarse de las riquezas de Creso, no las encontraría todas juntas.

Como si eso fuese un problema para Jerjes, pensó.

Había exvotos colgados incluso de las vigas del techo: tapices, brazaletes, coronas olímpicas, escudos, yelmos, e incluso dos carros de guerra de madera labrada con adornos de marfil. Una extraña criatura de piel escamosa, con una enorme boca plagada de aguzados colmillos, colgaba de varias correas atadas a su cabeza y su larga cola. Medía por lo menos cinco metros, y Temístocles se preguntó si no sería Pitón, el dragón que custodiaba el oráculo original de la Tierra y al que Apolo había matado con sus flechas.

—Es un cocodrilo del Nilo —explicó el otro sacerdote al ver que los dos atenienses levantaban la mirada.

En el centro del pronaos se levantaba un altar circular en el que ardían ramas de abeto y laurel.

Estaba consagrado a Hestia, la diosa virginal del fuego imperecedero, y según Timón eran también vírgenes quienes lo atendían para que nunca se apagara. Un poco más allá había una mesa, donde Timón depositó el hígado del cabrito, que ya había empezado a oscurecerse.

—Ya estamos en el áditon —susurró.

Hacía bien en avisarlo, porque en otros lugares la cella, el rincón más recóndito del santuario, era una nave separada de la principal por una pared. Pero allí consistía en un pequeño templete construido dentro del edificio mayor.

Unos escalones bajaban a una salita cubierta por un techo de madera donde debían esperar los consultantes. Timón prácticamente los empujó para que entraran a la pequeña estancia, tapada por una cortina. Pero Temístocles tuvo tiempo de barrer el resto del áditon con la mirada. Luego, mientras se sentaba en el banco de madera junto con los otros dos hombres, cerró los ojos y estudió la imagen que había grabado en su mente.

Había observado que la cella estaba más baja que el resto del templo, y su suelo no era de losas, sino de roca viva. Allí debía encontrarse el khasma, la grieta de la que emanaban los vapores proféticos de Gea, y por eso habían respetado el suelo original sin nivelarlo ni cubrirlo de losas de piedra. Según se contaba, cuando aún no existía ningún templo en el lugar, unas cabras se habían acercado a la grieta. Al aspirar los gases que brotaban de la sima empezaron a dar unos brincos portentosos y a balar en tonos casi humanos, como si estuvieran poseídas y quisieran hablar en nombre de los dioses. Ahora, sobre esa misma fisura se levantaba un trípode de bronce, el asiento de la Pitia, que de momento estaba vacío.

El trípode quedaba casi oculto de su vista por un frondoso laurel, pero Temístocles había advertido bajo él un resplandor rojizo del que brotaban vapores blancos. ¿Sería el khasma? Mnesífilo le había dicho que, según su bisabuelo Solón, no existía tal grieta. Tan sólo era un agujero excavado en el suelo por los propios sacerdotes de Delfos, en el que quemaban plantas que inducían al trance profético, como beleño o adormidera. Sin abrir los ojos, Temístocles olfateó el aire. Podía captar el olor a laurel quemado y también a harina de cebada, junto con otros vapores más dulces que se subían un poco a la cabeza. Y, por debajo de todo ello, flotaba el inconfundible hedor a huevo podrido del azufre.

Huevo. Sí, había otra cosa que le había llamado la atención, junto a la estatua de Apolo. Sobre un pedestal de mármol se apoyaba una piedra en forma de huevo partido y con la superficie tallada para imitar la red que lo envolvía.

Aquél debía ser el Ónfalo, el ombligo de la tierra. La piedra arrojada por las águilas de Zeus para señalar dónde se encontraba el centro del mundo. O, según otra versión, la roca que la diosa Rea había entregado a su esposo Cronos en sustitución del recién nacido Zeus, para evitar que lo devorara como había hecho ya con sus cinco hermanos.

Aunque Temístocles pensó que, en realidad, debía tratarse del Huevo Primordial, uno de los misterios que le había revelado el purificador órfico. Un secreto del que no podía hablar con sus compañeros de peregrinación, ni con nadie que no fuera un iniciado como él.

Sintió un estremecimiento involuntario y abrió los ojos. Había entrado en el templo con una actitud escéptica, incluso cínica, esperando recibir el oráculo que él mismo prácticamente había dictado a Timón. Sin embargo, ahora que estaba allí sentado, tan silencioso como sus dos compañeros de legación.

Andrónico parecía tan sobrecogido como él por la solemnidad del lugar, notaba la presencia de una gran fuerza. No sólo eran los mareantes vahos de la grieta, fuera falsa o no. Había algo más, un aura que le erizaba el vello de la nuca, y también una vibración sorda, casi imperceptible, que se transmitía a su esternón, como si bajo sus pies latiese, lento y poderoso, el corazón de la tierra. Por un momento podía creer que estaba realmente en el centro del mundo, un lugar por el que fluían vórtices y corrientes de energía mística procedentes de la gran Gea, madre de dioses y hombres, fuente de todas las profecías, la presencia oscura que lo regía todo.

No pienses en eso, se dijo. No debía dejarse llevar por la superstición. Eso estaba bien para los hombres del vulgo, los que no sabían ver tras las sombras para descubrir los hilos del poder. Pero no para Temístocles el racional.

Claro que si él fuera del todo racional no llevaría colgada del cuello esa fina chapa de oro grabada con instrucciones para el más allá.

—Lleva esto encima siempre —le dijo el hombre que se la dio—. Así, cuando mueras, podrás leerlo y recordar.

Se llamaba Zeuxis y era un anciano nacido en Síbaris, la próspera ciudad borrada de la faz de la tierra por el odio de sus vecinos. Ahora, sin patria, recorría el sur de Italia oficiando de curandero e iniciando a algunas personas selectas en los misterios de Orfeo, el héroe que había descendido a los infiernos y regresado de ellos. El hombre que había derrotado a la muerte y al olvido.

Era el olvido, más que la muerte, lo que temía Temístocles. Por eso llevaba encima la lámina de oro. La palpó ahora con los dedos bajo la túnica, aunque no necesitaba desenrollarla para recordar lo que tenía grabado.

Zeuxis lo había purificado durante tres días y tres noches, invocando a Dioniso y Orfeo con sangre y fuego. Ahora, cuando Temístocles llegara al más allá ya no tendría que pagar por sus pecados, o al menos eso le había prometido el viejo. Sobre todo, por el peor de todos, haber traicionado a los eretrios. Después del viaje a Babilonia y la conversación con Esquines se había obsesionado con ellos, y de noche se le aparecían lamentándose de su suerte y vomitando bilis negra junto a los pozos de asfalto.

Pero gracias a aquel anciano, casi había dejado de soñar con los cautivos eretrios. Bastante tenía con contemplar todas las noches el rostro del verdugo desnarigado que le arrancaba las uñas. No necesitaba más tormentos.

Ahora, cuando las Keres se lo llevaran y se presentara ante los jueces de ultratumba, sólo tendría que decirles:

Vengo puro de entre los puros,

pues pertenezco a vuestra estirpe bienaventurada.

He pagado castigo por mis impíos hechos,

y acudo suplicante ante la casta Perséfone

para rogarle que me envíe a la morada de los limpios.

Sálvame Brimó, ¡oh gran Brimó!

Andricepedotirso, Andricepedotirso, ¡oh gran Brimó!

Temístocles había memorizado los versos, incluso las contraseñas del final, que no tenían ningún sentido para él, pero que según Zeuxis le servirían para franquear la puerta del Elíseo, el rincón del infierno donde moraban los bienaventurados. Mas, por si acaso, en la lámina de oro llevaba unas instrucciones, en letras tan diminutas que el purificador las había grabado aumentándolas con cristal de roca:

Cuando llegues a la morada de Hades, hallarás a la derecha una fuente, y junto a ella un blanco ciprés. Allí se refrescan las almas de los muertos, ¡pero no se te ocurra beber de ella, pues son las aguas del Olvido! Más adelante encontrarás la laguna de la Memoria. Di a sus guardianes: «Hijo de Gea soy y de Urano estrellado. Seco estoy y de sed me muero. Dadme a beber las frescas aguas de la Memoria».

Las aguas que había junto al ciprés blanco eran las del Leteo, el río del Olvido. No bebería de él por nada del mundo. Si ni siquiera su espíritu recordaba lo que había hecho en vida, ¿qué sentido habría tenido su propia existencia? Pero Temístocles temía que pudiera caer víctima del mismo mal que aquejaba a su madre desde hacía unos años. ¿Qué ocurriría si, al igual que Euterpe, empezaba a olvidar primero lo que había comido el día anterior, después los nombres de sus hijos, sus caras, los sucesos de sus últimos años y, por fin, su existencia entera? Si moría en esas condiciones, con la mente convertida en una tablilla de cera derretida y borrada, cuando llegara al Infierno ni siquiera se acordaría de consultar la lámina de oro. Se olvidaría de la contraseña y de que gracias al purificador órfico había limpiado el crimen de Eretria, y sufriría tormento al igual que otros grandes pecadores como Sísifo, Tántalo o Ixión.

No, no llegaría a ese momento. Se había prometido a sí mismo que, al primer síntoma de que el mal del Leteo empezaba a infectarlo, se daría muerte. Iría a la tumba tal como había vivido, lúcido y con su prodigiosa memoria intacta.

—¿Te ocurre algo, Temístocles? El próxeno le había tomado la mano y lo miraba preocupado en la penumbra de la cella.

Temístocles se dio cuenta de que estaba sudando, aunque no hacía calor allí dentro. Se pasó los dedos por la frente. Era un sudor frío, pegajoso como la culpa. Estoy purificado, insistió. No pagaría por lo de Eretria.

Entonces, ¿por qué no dejas de pensar en ello?.

Porque no le valía el perdón de aquel anciano chiflado. Porque sólo le servía el perdón de una persona a la que jamás se lo pediría.

Apolonia.

Todo era por culpa del maldito Ónfalo. Al verlo había pensado en la historia del origen del Cosmos, tal como se la había contado el anciano de Síbaris. Pues esa piedra no podía ser otra cosa que la representación del Huevo Primordial que había incubado la Noche, que Cronos había partido en dos mitades y del que había brotado Eros, causa y principio de todo lo que tiene vida.

Andrónico se inclinó sobre él y le susurró al oído:

—¿Acaso te remuerde la conciencia?

—Cállate —respondió Temístocles.

El general había acertado, aunque no por las razones que él creía. Temístocles no se sentía en absoluto culpable por haberle dictado el oráculo a Timón. Cualquiera que fuese el poder que latía bajo sus pies, estaba convencido de que la Pitia no podía adivinar el porvenir. Pues el futuro no estaba escrito en ningún libro. Cada hombre era hijo y a la vez dueño de sus obras. ¿Cómo predecir la intrincada red que formaban los actos y decisiones de millones de personas, fruto muchas veces de la improvisación y el azar? El oráculo que iban a escuchar ahora no era más que el resumen de la estrategia que él y Leónidas habían diseñado para la guerra, aunque en términos algo más enigmáticos, como correspondía a una profecía. Temístocles la había estado rumiando durante todo el camino a Delfos.

Diría algo así como:

Oh, hijos de Atenas, embarcad hacia donde sopla el Bóreas y, allí donde la isla de los buenos bueyes mira al septentrión —o sea, en el cabo Artemisio—, detened con vuestros espolones de bronce al invasor, mientras los hijos de Lacedemonia clavan sus lanzas de fresno en el desfiladero donde manan ardientes las aguas de la tierra. —Ni el más necio dudaría de que sólo podían ser las Termópilas—. Igual que hace diez veranos rechazasteis a los persas de aguzados yelmos y escudos de mimbre, así volveréis a rechazarlos ahora si alejáis los pies de la arenosa tierra y confiáis vuestra suerte a los vientos y las aguas.

—Ésos no son hexámetros —había protestado el sacerdote.

—Entre mis talentos nunca han estado la música ni la poesía —le respondió Temístocles—. Sin duda, mi donación voluntaria —recalcó— despertará vuestras dotes poéticas y sabréis plasmar mi oráculo en una forma más convincente.

—Ya viene —susurró el próxeno.

Al otro lado de la cortina había aparecido una silueta, perfilada sobre el difuso resplandor que emanaba de la grieta. Era una mujer de anchas caderas que caminaba apoyándose en un bastón.

Timón, que se había quedado junto a la estatua de Apolo, le acercó una gradilla y la ayudó, agarrándola por el codo, para que pudiera subirse al trípode. Una vez arriba, tras encajar su voluminoso trasero con ciertas dificultades en el fondo del caldero de bronce, la mujer se agarró a las asas laterales y durante un rato guardó silencio.

Los vapores, alimentados por Gea o por algún fuelle oculto, se hicieron más espesos.

Temístocles notó cómo se le secaba la boca, y la lengua parecía engordarle, mientras que Andrónico ahogó una tos. La Pitia empezó a mover la cabeza a los lados, primero con suavidad, y luego en bamboleos tan exagerados que Temístocles temió que se cayera del trípode. Creyó oír una música de lira detrás de él, pero sonaba tan baja que tal vez fuese producto de su imaginación.

De pronto, la Pitia dejó de balancearse y levantó los brazos hacia el techo. Con una voz tan grave que apenas parecía humana, y que desde luego no habría podido brotar de una garganta femenina, empezó a recitar.

Veamos cómo ha cambiado mis palabras, se dijo Temístocles, mordiéndose los labios.

No puede Atenea aplacar a Zeus Olímpico

por mucho que le suplique con astuta inteligencia.

Mas te daré una nueva respuesta de inflexible cumplimiento.

Cuando hayan caído las tierras entre la colina

de Cécrope y el valle del divino Citerón,

Zeus que todo lo ve concederá a Atenea una muralla de madera,

único baluarte inexpugnable que os salvará a ti y a tus hijos.

Mas no se te ocurra esperar indolente a la caballería

ni al vasto ejército de tierra que de otro continente viene.

Vuelve la espalda y huye, que día llegará de hacerles frente.

¡Oh, divinal Salamina! Tú aniquilarás a los hijos de las mujeres,

bien sea cuando se siembra Deméter, bien cuando se cosecha.

Tras pronunciar la última palabra, los brazos de la Pitia cayeron inertes a sus costados. La cintura se le dobló como si sus huesos se hubieran licuado, resbaló y cayó del trípode. Temístocles se levantó y apartó la cortina. La Pitia se había golpeado con la cabeza en el suelo y se había partido una ceja. Tuvo tiempo de ver que era una mujer de unos cuarenta años, con el cabello negro atravesado por un grueso mechón blanco. Pero Timón, que se había agachado para atenderla, extendió las manos y se apresuró a cerrar la cortina.

—¡Fuera de aquí! —les ordenó.

No hizo falta que insistiera mucho. Cuando salieron al exterior, Temístocles observó que tanto el próxeno como Andrónico estaban temblando. Él mismo levantó el brazo y extendió los dedos. A duras penas conseguía mantenerlos firmes.

—Nunca había oído hablar así a Aristonice —dijo el próxeno—. Y os juro que la he visto profetizar muchas veces. ¡Ésa no era su voz! Andrónico se quedó mirando a Temístocles. Éste meneó la cabeza. Yo no he tenido nada que ver, le dijo con su gesto. Y era cierto. ¿Dónde estaban las alusiones a Artemisio y las Termópilas? «Cuando hayan caído las tierras entre la colina de Cécrope y el valle del divino Citerón». Así que toda el Ática, según el oráculo, estaba condenada. ¿Cómo podía presentarse ante el pueblo ateniense y decirle que embarcara hacia Artemisio cuando el dios les había dicho: «Vuelve la espalda y huye»?

Timón apareció poco después en la escalinata. Temístocles se abalanzó hacia él, lo agarró de la túnica y se lo llevó detrás de una gruesa columna.

—Esto no es lo que habíamos pactado —masculló.

El sacerdote estaba sudando, y sus ojos azules se veían tan abiertos por el pavor que a la luz del sol parecían transparentes.

—Te juro por el trípode de Apolo que no tengo nada que ver con lo que ha pasado. ¡Ha sido la inspiración divina!

—¡Y un cuerno!

—Aristonice ha estado a punto de matarse —respondió Timón, sacudiéndose la presa de Temístocles—. ¿Tú crees que fingiría algo así? Temístocles se miró las manos. Se las había manchado de sangre al tocar la túnica del sacerdote.

Debía ser de la Pitia.

No, no lo creo, pensó Temístocles, aunque se abstuvo de decirlo en voz alta.

—Sea como sea, no has cumplido tu trato —le dijo, tratando de calmarse—. Devuélveme la llave de mi pabellón.

Timón apretó los labios. Incluso asustado como estaba, la avaricia era más fuerte.

—Ya no hay vuelta atrás. Las ofrendas al santuario no se pueden retirar.

—No juegues conmigo, te lo advierto.

—Has sido tú quien ha intentado jugar con el oráculo, Temístocles —respondió el sacerdote, retrocediendo unos pasos—. Has recibido ya la respuesta del dios. Intenta aprovecharla.

Antes de que pudiera impedirlo, Timón ya estaba de nuevo en el interior del templo. Un talento de oro tirado al estercolero, pensó Temístocles. Eso si el sacerdote respetaba mínimamente el pacto y no trataba de quedarse con todo el tesoro.

Cuando bajó la escalinata, fue Andrónico quien le hizo reparar en algo que, obnubilado como estaba, había pasado por alto.

—Muy astuto, Temístocles —le dijo. Ya no temblaba, y había recuperado su cinismo habitual a la par que el color del rostro—. Cuando hables a la chusma de esa «muralla de madera», les convencerás de que son tus dichosos barcos y todos te alabarán por tu clarividencia, ¿verdad? Temístocles no le respondió, ni siquiera cuando Andrónico le recordó que quería sus tres mil dracmas en cuanto llegaran a la ciudad. Una muralla de madera, sí. Apolo le daba la razón.

Pero también profetizaba la caída de Atenas. Lo que significaba que su plan de detener a Jerjes en Artemisio y las Termópilas estaba condenado al fracaso.

No, se repitió, tozudo, jugueteando de nuevo con la lámina de oro. El libro del futuro se escribía palabra por palabra en cada momento. Y él y Leónidas aún tenían que añadir unas cuantas líneas, por más que se opusieran los dioses.