Babilonia, 19 de enero

Su amo Temístocles, que desde que se alejaron del mar se empeñaba en llamarse Pisindalis, le había concedido unas horas de asueto a Sicino, recomendándole que se diera un paseo por los jardines que rodeaban el templo de Ishtar. «Así te desfogas un poco, que te veo muy inquieto», le había dicho. Cuando llegó a los jardines y vio que junto a cada fuente y detrás de cada macizo de rosas acechaba una muchacha, a cual más bonita y con las ropas más abiertas y transparentes, comprendió a qué se refería Temístocles y para qué le había dado esas monedas. En Persia se decía de las babilonias que eran todas unas putas, que iban por la calle con un pecho fuera y que antes de casarse se prostituían por lo menos una vez con un desconocido. Sicino no estaba tan seguro de ello, porque por el camino se había cruzado con muchas mujeres y había observado que vestían largas túnicas de lana y que la mayoría se recogía el cabello. Pero una persona que de Babilonia conociera tan sólo esos jardines sin duda se llevaría otra impresión.

Una joven más decidida que las demás lo enganchó de la ropa y lo arrastró hasta un cenador de hierro rodeado de parras. Allí hicieron el amor con cierta intimidad, aunque no demasiada, pues en una ocasión Sicino creyó ver un par de ojos indiscretos espiando tras las hojas. La muchacha era dulce, gemía de una forma muy excitante y era tan menuda que Sicino la levantó en el aire agarrándola de las nalgas y la poseyó de pie.

Luego, al volver a casa de Izacar, se preguntó si no habría cometido un pecado contra Ahuramazda fornicando tan cerca del altar de una falsa diosa, pues esa Ishtar no era más que otra daeva impura, como la Afrodita griega o la Atenea a la que tanto veneraba su amo. Intentó disculparse diciéndose que en aquel cenador no había ninguna imagen demoníaca, aunque la verdad era que no se había fijado bien, porque sólo tenía ojos para la forma en que se bamboleaban los pechos de la muchacha al menearla contra sus caderas.

La ciudad era muy grande y resultaba fácil desorientarse, así que Sicino preguntó por la avenida de Marduk y el distrito de Kullab para volver con su señor. Los babilonios debían de tener hambre a todas horas, porque las calles estaban llenas de puestos y mostradores donde vendían roscas, obleas de miel, tortas de pan ácimo con puré de garbanzos y quesos de cabra y de oveja. También había parrillas donde asaban gorriones y ranas ensartados en espetones, e incluso langostas y cigarras. A Sicino, después del fornicio, se le habían despertado otros apetitos y, por si luego se demoraba la cena, compró un pincho de cordero. El tendero, que tenía que devolverle tres cobres, sólo le dio dos. Sicino discutió en arameo, aunque no lo dominaba del todo, porque Temístocles le había dicho que si hablaba en persa se metería en un lío. La verdad era que un persa que recorriera solo aquella ciudad podía verse en apuros. Cuando se cruzaban con un grupo de soldados del Gran Rey, los nativos les hacían mil zalemas. Pero Sicino se había dado cuenta de que, una vez que pasaban de largo, los babilonios les dedicaban gestos obscenos con los dedos y mascullaban insultos y maldiciones contra ellos.

—Tres cobres. No, dos no. Tres —insistió Sicino.

El tendero agitó una mano, haciéndole la cuenta con los dedos para demostrar que era él quien llevaba razón. Sicino era consciente de que no tenía tanta sesera como Temístocles, pero entre dos y tres sí que sabía diferenciar, así que agarró la mano del tendero y la apretó hasta que los nudillos le crujieron como una carraca. El babilonio se puso pálido y accedió por fin a soltar la minúscula moneda de cobre que le quería estafar.

Sicino se la guardó en la bolsa de cuero que llevaba atada al cordel de su cintura y se dispuso a comerse el pincho. Primero lo olfateó. Olía a comino y tomillo, y dejaba chorrear por sus dedos una grasa oscura y suculenta.

—¡Una limosna, señor! Sicino se volvió a la derecha, pero tuvo que agachar la mirada para ver quién le hablaba. Un rapaz que no levantaba tres cuartas del suelo, con la nariz llena de mocos y los ojos muy grandes y oscuros, le tendía una mano llena de roña con una quemadura mal curada. Sicino apartó la vista de él y siguió calle arriba.

—¡Por favor, señor! —insistió el crío, correteando detrás de él y tirándole del faldón de la túnica.

—Déjame en paz.

—Es que tengo mucha hambre, señor. Me duele la barriga.

Sicino se detuvo, miró hacia el cielo, cerró los ojos y estuvo a punto de soltar una maldición. Era muy mirado con el dinero, aunque se tratase tan sólo de monedas de cobre, porque estaba ahorrando su peculio para comprar algún día su libertad. Pero el reclamo del hambre le llegaba al alma, ya que siempre había sido muy comilón. Se despidió de su pincho de cordero intacto y se lo dio al niño. A éste se le pusieron los ojos como platos y del primer mordisco arrancó del palo los dos primeros trozos, aunque casi no le cabían en la boca. Después, sin dar las gracias, porque si lo hacía se le habría caído la carne, salió corriendo. Sicino había estado a punto de decirle: Ten cuidado que no te lo quiten, pero por lo visto no era necesario.

Mientras se alejaba, Sicino pensó que el tendero y el crío habían tenido mucha suerte de dar con él ahora que se había vuelto virtuoso y pacífico. Cuando era más joven, al primero le habría roto todos los dedos, y al segundo lo habría estampado contra un árbol de una patada en el trasero. Y al pensar en su transformación rememoró por orden, como hacía siempre, las circunstancias que lo habían llevado a cambiar.

Cuando tenía dieciocho años —de eso hacía diez—, aún era un hombre libre que se llamaba Mitranes y no se tomaba demasiado en serio las enseñanzas de Zaratustra que le había inculcado Bagabigna, su padre. A decir verdad, no les hacía ningún caso. A esa edad había dado el estirón definitivo, y aunque su padre y sus hermanos eran muy altos, él se había convertido en un gigante de casi dos metros y una fuerza descomunal, capaz de tumbar a un caballo agarrándolo de las orejas. Vivían en una fortaleza a cuyo señor servía Bagabigna como vasallo, y bajo el castillo había una aldea, y no muy lejos un parque de caza. Sicino usaba el castillo para meterse en peleas de las que sus rivales siempre salían con algún hueso roto, la aldea para fornicar con todas las muchachas que se ponían a tiro y de las cuales preñó a más de una, y el parque para alancear fieras, pues era tan fuerte que prefería matarlas de cerca que dispararles con el arco. Pero el día en que cumplió veinte años, su padre, harto de sus desmanes, lo obligó a alistarse en las fuerzas del príncipe Mardonio, que iban a combatir en la lejana Jonia para aplastar a los rebeldes.

Como militar, Sicino aún había descuidado más las enseñanzas del profeta. En el ejército había súbditos de todo el imperio y cada uno traía consigo sus dioses y sus demonios. Incluso entre los soldados persas eran minoría los que seguían la verdadera fe de Ahuramazda. Arrastrado por las malas compañías, Sicino se había olvidado de las escasas normas que todavía seguía, había cometido todo tipo de impurezas y se había olvidado de rezar las cinco veces preceptivas delante del fuego sagrado.

Su primer castigo había venido precisamente del fuego. La revuelta de los jonios ya había sido aplastada, y ahora el ejército de Mardonio estaba remontando la costa de Asia Menor para cruzar a Europa, subyugar el norte de Grecia y, si era posible, llegar hasta Atenas y castigarla por el incendio de Sardes. Se hallaban a la altura de la isla de Lesbos cuando Sicino y sus nueve compañeros de dathabam cenaban en la playa, alrededor de una hoguera, poco antes de oscurecer.

El cielo estaba encapotado, pero no llovía ni se había escuchado ningún trueno que sirviera de advertencia. De pronto, un gran destello cegó a Sicino, y después todo se sumió en la negrura.

Cuando abrió los ojos, se encontró rodeado por soldados de su misma compañía que lo miraban con asombro. Sicino se levantó aturdido y descubrió que había caído un rayo sobre el grupo. Los otros miembros de su decuria yacían muertos, algunos con quemaduras que les cruzaban el cuerpo de arriba abajo y que habían desgarrado y ennegrecido sus ropas; otros, simplemente fulminados por el fuego celeste, con los ojos todavía abiertos en un último gesto de estupor.

Era tan sorprendente que hubiera sobrevivido, que lo llevaron a presencia de Mardonio, jefe de la expedición. Éste interrogó a Sicino, le palpó los músculos como quien examina a un caballo y le miró la quemadura violácea que le había dejado el rayo en la cara. Después ordenó que lo asignaran como infante de marina a un trirreme fenicio.

—Es más duro que un ariete —comentó Mardonio—. Cuando salte al abordaje, veréis cómo todos esos griegos se tiran solos al agua de puro miedo.

Los persas no poseían flota propia, pues las costas de su país eran inhóspitas, una línea quebrada de acantilados abruptos que no invitaban a volverse hacia el mar. Darío confiaba para su armada en otros pueblos de tradición marinera, como los fenicios, los egipcios o los chipriotas. Pero, para garantizarse la lealtad de sus tripulaciones, los treinta soldados armados que servían en cubierta eran siempre iranios, bien fuesen persas, medos o sacas. Muchos de aquellos soldados se mareaban en cuanto se levantaba algo de oleaje y la mayoría ni siquiera sabían nadar. Sicino pagó a un jonio para que le enseñara mientras recorrían la costa de Tracia, pues la idea de ahogarse le horrorizaba.

El barco al que le destinaron era una nave más ancha y con el bordo más alto que los trirremes griegos, y tenía una cubierta completa, provista de una balaustrada que, cuando iban a entrar en combate, protegían con escudos. Pero, pese a que las naves fenicias eran más altas y pesadas, cuando sorprendían en las aguas a algún barco griego casi siempre se las arreglaban para capturarlo.

Los marineros semitas sabían bogar con tal destreza que las palas de sus remos hendían el agua todas a la vez, sin levantar apenas espuma, y cuando el mar estaba tranquilo conseguían que el barco se deslizara silencioso y recto como un cuchillo.

Aunque ahora, diez años después, le parecía mentira haber sido tan obtuso, en aquel momento Sicino no se había tomado la caída del rayo como un aviso del cielo, sino como una buena señal de la fortuna. ¿Para qué iba a cambiar de vida? Así que mientras sirvió en la marina siguió dedicándose a fornicar cada vez que le surgía la ocasión, a beber como un pez, a jugar a los dados y a ser tan matón como antes.

El segundo castigo, por tanto, le vino de las aguas. La flota de Mardonio, que constaba de trescientas naves de guerra y otros tantos barcos de transporte, estaba doblando el monte Atos, un sobrecogedor promontorio sin playas ni radas que se levantaba a dos mil metros sobre el Egeo. Su señor Temístocles, más entendido en las cosas del mar, le había dicho que aquella roca inmensa creaba su propio régimen de vientos y corrientes, y que allí las aguas eran tan profundas que resultaba imposible alcanzar el fondo con una plomada, por larga que fuese la soga.

Fue entonces cuando la furia de los elementos se desencadenó sobre ellos. En pleno día, el cielo se volvió negro, el viento empezó a mugir y las olas se levantaron como una manada de caballos encabritados. Sicino vio cómo a su alrededor la tormenta empujaba otras naves contra la mole del monte Atos y las desguazaba como cascarones. Su propio trirreme se precipitaba contra el acantilado. Las velas eran inútiles y los remos azotaban el aire más veces que el agua. El piloto se desgañitaba, gritando a la tripulación que tensara los cables que ceñían el casco de la nave, cuando un golpe de mar hizo que uno de los remos maestros le golpeara en la boca y le saltara todos los dientes. El pánico se desató en el barco, los remeros aporreaban abajo por salir de la bodega y en la cubierta los soldados se aferraban a las jarcias y los balaustres para no caer por la borda. Sicino, comprendiendo que si seguía en el trirreme estaba perdido, se quitó el caftán y la coraza de escamas y se arrojó al agua. Después nadó todo lo que pudo para alejarse de allí, y no tardó en oír por encima del bramido de la tempestad un crujido prolongado y doliente cuando el barco fenicio se descuajaringó contra las rocas.

Sicino logró llegar hasta un tablón suelto, un resto del codaste de otro barco, y se aferró a él.

Durante un largo rato luchó por mantenerse a flote y tragó tanta agua como para llenar un barril.

Pero, por fin, la tormenta amainó de forma casi tan repentina como había estallado, y el pálido creciente de la luna brilló sobre el mar.

Pero aquella noche infernal no había terminado. Poco antes de que saliera el sol aparecieron los monstruos marinos. Sicino aún tenía clavados los gritos de los otros hombres que se mantenían a flote no muy lejos de él y que en vano se pedían auxilio unos a otros mientras las mandíbulas de las bestias los devoraban. «¡Mi pierna!», gritaba uno, y otro respondía «¡Mi brazo!» o emitía algún gorgoteo inarticulado antes de hundirse. Sicino trató de salir del agua encaramándose al tablón, pero su corpachón era demasiado grande para él y bastante tenía con no hundirlo. Una piel áspera como lija le rozó la pierna, y al sentir el contacto del monstruo Sicino gritó como los demás. Después, unas mandíbulas de hierro se cerraron sobre su espinilla y le clavaron la tela de los pantalones en la propia carne. La bestia tiró, y de haber dado con un hombre menos fuerte que él tal vez le habría arrancado de cuajo media pierna. Sicino metió las manos en el agua y aporreó una cabeza afilada, tanteando en su piel rugosa encontró un ojo y clavó los dedos en él. La criatura sacudió la cabeza y apretó las mandíbulas. La desesperación multiplicó incluso más las enormes fuerzas de Sicino, que hundió los dedos hasta notar que algo tibio y viscoso reventaba bajo ellos, y entonces tiró y arrancó el ojo aplastado del monstruo, que por fin abrió las mandíbulas, lo soltó y se alejó de él.

Cuando por fin amaneció, Sicino comprobó que la corriente lo había llevado hacia el este, y que la masa del Atos quedaba ya lejos, a su derecha. Había pecios dispersos hasta donde le alcanzaba la vista. Luego supo que en aquella tormenta se había perdido la mitad de la flota persa y que Mardonio había tenido que renunciar a su invasión. Aquello le costó el favor de Darío; aunque, por lo que contaban, ahora había vuelto a recuperarlo con Jerjes.

Unas horas después, cuando creía que ya moriría de agotamiento y de sed, lo recogió una nave griega. Al darse cuenta de que Sicino era persa, la primera idea que tuvieron fue matarlo. Pero al ver su tamaño y su musculatura, el capitán del barco dijo que de ningún modo iba a perder el dinero que podía sacar por un espécimen como ése. Luego descubriría Sicino que el fletador de aquella nave era el propio Temístocles.

Sicino podría haber ido a parar a muchos sitios, pero el destino, o el sabio señor Ahuramazda, le deparó el peor de todos: las minas del Laurión, en el Ática. Allí los hombres profanaban a la vez todos los elementos. La tierra, que taladraban con túneles y pozos para arrancarle sus frutos. El agua, que ensuciaban usándola para lavar el mineral en grandes mesas de piedra provistas de embudos. El fuego, con el que calentaban los grandes hornos de piedra y arcilla donde vertían el mineral y lo fundían para separar la escoria del plomo y, sobre todo, de la plata, el metal que en realidad buscaban.

De aquellos hornos brotaba un humo mefítico y negro. Sicino había visto cómo los esclavos que llevaban un tiempo trabajando allí respiraban con silbidos tan agudos como los de los propios fuelles que manejaban. Una noche, cenando, vio cómo uno de ellos se desplomaba vomitando sangre por la boca y las narices y moría a sus pies. Pero él habría preferido trabajar en los hornos mejor que en las galerías. En ellas el fuego de las antorchas enrarecía el aire y su resina no conseguía disimular el olor a excrementos y orines, pues los esclavos trabajaban en turnos agotadores y no les dejaban salir ni siquiera a hacer sus necesidades. El polvo se incrustaba en los pulmones día tras día y por mucho que uno tosiera era imposible sacarlo de allí. Pero lo peor era la sensación de ahogo y opresión constantes.

Si la primera vez lo había atacado el fuego del cielo y la segunda el agua del mar, ahora el tercer castigo le llegaba de la tierra, que se estaba convirtiendo en su tumba en vida. Eso hizo pensar a Sicino que debía haber cometido pecados terribles, y se prometió que si alguna vez salía de allí, adoraría al Sabio Señor como le había enseñado su padre y se convertiría en buen creyente y mejor persona.

Pero aún tendría que sufrir la última prueba.

Había pasado casi un año allí, aunque él había perdido la cuenta del tiempo, cuando se produjo un pequeño seísmo, el mismo que había deteriorado la estructura del Hecatompedón. Sicino estaba encorvado en una galería, acarreando un enorme canasto con casi cien kilos de mineral para llevarlo hasta la polea que lo subiría a la superficie. Entonces sintió cómo el suelo se movía bajo sus pies, oyó gritos de terror junto a él y vio cómo un puntal de madera se partía a su lado.

Luego recordaba haber estado en un extraño limbo, rodeado de oscuridad. Pasado un tiempo indeterminado, una luz brillante apareció ante él, y un rostro barbudo lo miró con gesto severo.

—No has sido fiel al Sabio Señor —le dijo aquella presencia borrosa. Entonces supo Sicino que se hallaba en Chinvat, el puente que daba paso a la otra vida, y que aquel rostro era el del juez Mitra. Y sintió que la superficie del puente se estrechaba bajo sus pies, como les sucedía a las almas impuras—. Has profanado los elementos, has creído en la mentira y tú mismo la has esparcido.

—Perdóname, por favor —gimió Sicino—. ¡No dejes que mi cuerpo se pudra en la tierra! El puente se había encogido ya tanto que Sicino tenía que poner un pie delante de otro para no precipitarse en las tinieblas eternas que lo esperaban abajo. Pero la expresión de Mitra se dulcificó un instante.

—Está bien, Sicino. Tienes otra oportunidad. Aprovéchala para purificar tu espíritu y compórtate a partir de ahora como un auténtico Mazdayasna. Sé humilde y sirve con rectitud a tu nuevo señor.

Y no mientas más.

Luego el rostro dejó de sonreír y le miró con preocupación, y gritó algo que Sicino apenas entendió, porque todavía no chapurreaba más que algunas palabras griegas que había aprendido tratando con los jonios de la flota. La cara de Mitra se había transformado en la de un hombre de ojos oscuros que decía todo el rato: «¡Está vivo, está vivo!».

Ese hombre era Temístocles, que, por aquel entonces, poseía una concesión en el Laurión.

Temístocles lo sacó de la mina para llevárselo a su propio hogar en Atenas, pues decía que el hecho de que hubiera sobrevivido a un derrumbamiento que había costado la vida a quince hombres era una señal del cielo. Desde entonces, Sicino trataba de servirle con la humildad y rectitud que le había ordenado el juez Mitra.

A veces servir a Temístocles le suponía un conflicto, porque su señor no era seguidor de Ahuramazda ni respetaba siempre la verdad. Ahora, por ejemplo, viajaba con nombre falso y decía que no era ateniense. Pero el propio Temístocles le había dado una solución.

—Tú, cuando te pregunten, no entiendes nada. Sacudes la cabeza y te llevas una mano al oído, hasta que se aburran de repetirte las cosas y te dejen en paz.

En cierto modo era una trampa, porque fingir que no entendía algo cuando sí lo había entendido era mentir. Pero Temístocles le insistía en que no.

—Mentir es decir lo contrario de lo que se piensa o se sabe. ¿Te das cuenta? La palabra «decir» es fundamental en la definición de mentira. Si no dices nada, no puedes mentir.

Así que, ahora que estaban en Babilonia, lo mejor que podía hacer era hablar poco, y de ese modo no delataría a su señor. A él le parecía una locura que un ateniense, después de lo que había pasado en Maratón, se atreviese a viajar por el Camino Real y por el Éufrates y visitar una de las capitales del Gran Rey. Pero su señor era un hombre muy inquieto y curioso, al que le gustaba saber siempre cosas que los demás ignoraban. Eso casi les había costado la vida a él y al propio Sicino en Maratón aquel día que se empeñó en espiar al ejército de Datis por aquel tubo que acercaba los objetos y que le hacía llevar a todas partes.

Temístocles lo estaba esperando junto a la puerta del banco. A Sicino no le gustaba la profesión de Izacar. Que la gente prestara dinero le parecía bien, siempre que fuera a sus amigos, pero no que cobrara intereses por ello. Ignoraba que su señor también lo hacía, sólo que no a su nombre, sino usando a Jenocles y a su antiguo esclavo Grilo para cubrir sus operaciones.

—Éste es Dumuzi, criado de Izacar —dijo Temístocles, señalando a un babilonio calvo y de mejillas afeitadas que casi parecía un egipcio—. Va a llevarnos a una taberna donde se reúnen algunos griegos. Tomaremos una cerveza y veremos qué nos cuentan.

Ya se estaba haciendo de noche. Pero en Babilonia la gente decente no se retiraba a sus casas al caer el sol, sino que había muchas calles iluminadas. Pasaron por una avenida sembrada de palmeras que se alternaban con cuerpos ensartados en aguzadas estacas. Algunos se retorcían, pero la mayoría estaban ya muertos, lo que significaba que no los habían empalado con la maestría de los asirios. Jerjes, al parecer, no compartía la crueldad de éstos y tan sólo pretendía escarmentar a los rebeldes babilonios, no disfrutar de la tortura.

Por el camino encontraron solares derruidos. En ellos había personas que dormían sobre esterillas, envueltas en mantas. Dumuzi les explicó que las paredes de tierra aglomerada resistían bien, eran baratas y aislaban de la temperatura, sobre todo cuando llegaba el insoportable calor del verano. Pero cuando empezaban a agrietarse resultaba inútil intentar repararlas. Era mejor derribarlas y levantarlas de nuevo.

Entraron en un distrito sembrado de templos y tabernas que, en ocasiones, estaban adosados.

También se veían sobre las puertas carteles con dibujos obscenos que hacían de reclamo de los lupanares. Según les dijo Dumuzi, en Babilonia a veces era difícil distinguir unos locales de otros.

Llegaron a la cervecería de la que Izacar le había hablado a Temístocles. Éste le dijo a Dumuzi que podía volver a casa, ya que había memorizado el camino.

—Pero eso es muy difícil, señor. Nadie puede aprenderse este camino con una sola vez.

Ese babilonio no conocía a su amo, pensó Sicino. Seguro que si ahora los soltaban a ambos, Temístocles llegaría a casa de Izacar antes que el propio Dumuzi, incluso improvisando algún atajo.

—Vete tranquilo. No pasa nada —dijo Temístocles, en ese tono amable que usaba cuando quería que lo obedecieran. Dumuzi se fue, y Sicino pensó que a lo mejor Temístocles no quería que su anfitrión el banquero se enterase de sus tejemanejes.

Entraron a la taberna. Era un local pequeño. Sicino tuvo que agacharse para pasar por la puerta, y después la cabeza le siguió rozando con las tablas del techo. Los clientes se volvieron un momento para mirarlo de arriba abajo, o en su caso más bien de abajo arriba, y continuaron con sus conversaciones y sus partidas de dados. Había bastantes griegos allí, hablando en dialectos que a Sicino le costaba entender. Las mesas también eran de ladrillo, aunque éste debía ser más caro que el adobe de las casas, porque se veía que lo habían cocido al horno, y los taburetes eran de mimbre.

No había ni uno libre.

—Ve al mostrador y pídete una cerveza, Sicino. Yo quiero hablar con uno de esos hombres —dijo Temístocles, señalando a dos tipos sentados en un rincón.

A Sicino le pareció bien. Si no escuchaba ninguna conversación, no tendría que mentir luego.

Temístocles se acercó a la mesa, y uno de los dos hombres se levantó sorprendido al verlo y lo abrazó. Después le dijo algo a su compañero, que dejó la silla a Temístocles y se fue de la taberna.

Sicino, por su parte, se apoyó en el mostrador, que, por supuesto, era de ladrillo, pues allí la madera parecía casi un lujo. Sin preguntarle, el tabernero le llenó un cuenco de cerveza.

Aprovechando su altura, Sicino se fijó en cómo la preparaban. Tenían unas tinas en las que echaban unos grandes panes de cebada germinada y levadura sobre los que vertían agua para que la mezcla fermentara. A Sicino le habían servido de una tina que ya había madurado, retirando una tapa que tenía en la parte inferior. A pesar del filtro, se colaban bastantes grumos. Pero el sabor era agradable, aunque Sicino ya se había dado cuenta de que no convenía abusar de la cerveza, porque le provocaba un extraño dolor entre las cejas y se le iba un poco la cabeza.

Una moza se acercó a él. Era más alta y rolliza que la del bosquecillo de Ishtar. Le sonrió y se empezó a frotar contra su costado. Vestía una túnica de lino, con los hilos tan separados que se veía todo lo que había debajo. Llevaba los pezones pintados de púrpura. Sicino se dio cuenta de que el deseo le despertaba de nuevo. Al fin y al cabo, todavía no había cumplido los treinta, que es cuando, según le había dicho su amo, la sangre se empieza a calmar.

La moza le ofreció un pastel con una figura amasada en relieve.

—¿Quién es? —preguntó Sicino con su escaso arameo.

—Enlil —contestó ella, sonriendo de nuevo. Tenía los dientes torcidos, pero limpios.

—¿Un dios?

—Sí.

Aunque tenía mucha hambre, Sicino meneó la cabeza y apartó el pastel para no faltar contra Ahuramazda. Pero a la muchacha no la apartó. Ella volvió a rozarse contra él, restregándole los pechos por el brazo, y señaló hacia una cortina que daba a una escalera por donde subían y bajaban parejas improvisadas.

—¿Cuánto?

—Medio siclo.

A Sicino se le antojó muy caro. Le habían dicho que medio siclo equivalía más o menos a una dracma, el sueldo de un operario especializado en Atenas. Su señor le pagaba media dracma al día para que fuera ahorrando su propio peculio. ¿Y esa muchacha quería cobrarle por un rato lo que él ganaba en dos días?

A Temístocles y a su compañero de mesa les llevó la jarra de cerveza otra moza con las nalgas aún más carnosas y respingonas que la que estaba enverracando a Sicino. Pero Temístocles se limitó a mirarla un segundo y sonreír, sin pensar tan siquiera en el sexo. El azar le había deparado un encuentro inesperado. El hombre al que había saludado era Esquines. La última vez que se vieron fue la víspera de la caída de Eretria. Pero antes de eso habían tratado a menudo e incluso habían compartido alguna borrachera en casa de Milcíades. Al reencontrarse se abrazaron efusivamente, aunque ambos sabían que el otro no era en realidad un amigo.

—He pasado cuatro años en Arderica con los demás cautivos de la ciudad —le explicó Esquines cuando Temístocles le preguntó—. No nos torturaron ni nos mutilaron, como nos habíamos temido, pero nos hicieron trabajar como esclavos. Por eso, cuando murió Darío, me traje a mi familia a Babilonia.

—¿Los persas te lo permitieron?

—Desde que está Jerjes, han relajado mucho la vigilancia sobre nosotros. —Esquines se encogió de hombros y añadió—: Al fin y al cabo, ¿qué podemos hacer unos cuantos griegos contra el poder de un imperio tan inmenso?

—Eso es cierto. Pero lo que me pregunto yo es qué puede hacer ese imperio tan inmenso contra nosotros —dijo Temístocles, bajando un poco la voz, aunque con la algarabía que reinaba en la taberna y los restallidos de los cubiletes de dados en las mesas era difícil que alguien distinguiera sus palabras.

—Así que os han llegado rumores.

—Sí. Dicen que Jerjes está preparando una invasión de tal magnitud que a su lado la de Datis parecerá la procesión de las Tesmoforias.

Esquines bajó la mirada a su cuenco de cerveza y sacó un poso de cebada con la punta del dedo.

—Es posible. Ahora hay muchas tropas en la ciudad. Ya habrás oído lo de la revuelta.

—Sí. La cuestión es si va a licenciar esas tropas o si van a seguir movilizadas.

—La Spada siempre está movilizada, Temístocles —dijo Esquines, mirándolo de nuevo a los ojos—. Pero, si lo que dicen es verdad, Jerjes quiere decretar nuevas levas para conquistar Grecia.

—He oído hablar de más de cien mil soldados y dos flotas imperiales. ¿Es eso cierto?

—Puede. Pero aún tardará. La burocracia de palacio es lenta. Muchos preparativos, instrucciones a los sátrapas, mensajes que tienen que ir y volver… No creo que Grecia deba preocuparse hasta dentro de cinco o seis años, así que ¿por qué no hablamos de otras cosas más agradables? La guerra me hastía.

—¿A quién no le hastía? En la paz los hijos entierran a los padres, mientras que en la guerra los padres sepultan a los hijos —dijo Temístocles, mencionando un lugar común—. Tienes razón, dejemos de hablar de ella. Tú eras próxeno de Milcíades, ¿me equivoco?

—No te equivocas.

—No sé si sabrás que murió.

—Lo ignoraba. ¿Cómo fue?

—Sufrió una herida muy fea en Paros y se le engangrenó la pierna. No fue el final que alguien como él se merecía.

—Eso es cierto. Me apena mucho lo que me cuentas.

A Temístocles le pusieron sobre aviso dos cosas. En primer lugar, las pupilas de Esquines no se dilataron cuando se enteró de la muerte del viejo león. No esperaba una explosión de llanto o ayes lastimeros, pero sí alguna pequeña muestra de sorpresa. Esquines sabía perfectamente lo que le había pasado a Milcíades. Eso significaba que, para ser un cautivo deportado, estaba bien informado de lo que pasaba en Grecia.

En segundo lugar, su propia memoria. En una conversación que había tenido con Apolonia en la época de Maratón, ella le había contado que, la noche en que los persas entraron en la ciudad, Esquines se había presentado en su casa para ver a su marido Jasón. ¿De qué habían hablado? Trató de acordarse. No había vuelto a pensar en Esquines en muchos años. Todo lo relacionado con Eretria lo tenía guardado en un ánfora sellada con pez y arrinconada en el fondo de la bodega más recóndita de su mente. Cuando la culpa quería salir de esa tinaja, Temístocles le cerraba la tapa.

Pero ahora, delante de aquel eretrio, no tenía más remedio que recordar.

Sí. Le había dicho a Jasón que él, Temístocles, le había informado personalmente de que los colonos atenienses iban a evacuar la isla sin ayudar a los eretrios. Lo cual era cierto.

Pero Esquines también había dicho que iba a reunirse con los oligarcas de la ciudad para intentar un arreglo con los persas. Apolonia estaba convencida de que Esquines era uno de los traidores que habían abierto las puertas a Datis. En ese caso, era comprensible que estuviese en Babilonia.

Seguramente los persas lo habían recompensado por su felonía.

Esquines, que se suponía iba a hablar de asuntos más agradables, se estaba explayando sobre las condiciones infrahumanas de la vida en Arderica.

—Habría preferido arrancar plata con las uñas en las minas del Laurión que trabajar junto a esos hediondos pozos negros, te lo juro. ¡Era espantoso! Nos pasábamos el día encorvados junto a esos malditos cigoñales, removiendo el asfalto y el aceite de piedra con enormes cucharones de hierro para meterlos en las espuertas. Esos vapores olían peor que los establos de Augías. No hacíamos más que toser, y escupíamos una baba más negra y espesa que la propia brea. Dormíamos al lado de los pozos, en cobertizos de paja. Para comer nos daban gachas de cebada sin triturar, y bebíamos agua turbia del río, porque el asfalto contaminaba las fuentes.

Conforme Esquines seguía describiendo los horrores del lugar, Temístocles sentía detrás de su cuello el aliento de las Furias, que lo acariciaban con sus cabellos de serpiente y le susurraban: «Tú traicionaste a los eretrios. Tú los llevaste a ese infierno». ¿Por qué tenía que haberse encontrado precisamente a ese hombre allí, para recordarle su crimen? Pero su mente inquisitiva y práctica le aconsejó que ignorara a las Furias y observara a Esquines con más atención. El eretrio tenía las uñas limpias y sin astillar y las cutículas sin padrastros ni sabañones. Podía habérselas limpiado a conciencia, aunque el corte impecable y redondo del borde de la uña hacía pensar en el trabajo de un esclavo experto en manicura, algo que no salía barato. Los dedos no mostraban callos ni arañazos. ¿A qué se dedicaba Esquines para ganarse la vida? ¿Acaso los persas le daban de comer por su cara bonita? La túnica estaba raída, sí, pero parecía más un disfraz prestado que su auténtica ropa. No pegaba nada con su corte de pelo, y menos con los bucles de la barba, que delataban que ese mismo día se la había rizado con hierros calientes.

Ese hombre no había pisado Arderica ni los pozos de asfalto en su vida, de eso estaba seguro. Lo cual, quiso creer, significaba que las desgracias y penurias que describía eran fruto de su imaginación.

Y también significaba que Temístocles corría peligro en Babilonia.

Esquines había hecho una pausa para beber cerveza, y Temístocles aprovechó para decir:

—Es curioso que después de tantos años volvamos a vernos aquí, en la otra punta del mundo.

Una gran coincidencia.

—Sí, es curioso, mi querido Te…

—Pisindalis. Me llamo Pisindalis.

—Perdona, amigo. Qué nombre más curioso. ¿Cómo se te ha ocurrido? No parece griego.

—Es bastante normal en Caria. Bien, Esquines, ha sido un placer verte de nuevo. Espero que tu vida aquí en Babilonia sea próspera y larga —dijo Temístocles, haciendo ademán de levantarse de la mesa. El eretrio le agarró con la mano izquierda, mientras con la otra le echaba más cerveza en el cuenco.

—Pero ¿qué prisa tienes, amigo? Claro, he estado hablando yo todo el rato, lo entiendo. Hace mucho que no recibo noticias de Grecia. ¿Qué ha sido de Eretria? ¿La han reconstruido?

Mientras Sicino seguía pensándose si merecía la pena pagar la tarifa de la joven rolliza, miró a Temístocles y se dio cuenta de que el otro hombre lo había retenido. Su señor estaba inquieto, era evidente. Ahora miró a Sicino y le hizo una seña con las cejas, como diciendo: «Quítamelo de encima».

Pero cuando Sicino se disponía a sacar de allí a Temístocles y librarlo de la compañía del otro por las buenas o las malas, aparecieron en la puerta unos soldados persas. Sicino retrocedió de nuevo al mostrador, del que la muchacha había desaparecido con la presteza de quien huele problemas.

No tienes que hablar con ellos, se recordó Sicino, aunque le habría apetecido preguntarles a qué hazarabam pertenecían. Al pronto pensó que los soldados venían a beber y a jugar a los dados, pero entraron en la taberna en columna de a dos y se abrieron en abanico, cubriendo la pared del fondo.

Todo el local enmudeció, salvo un cubilete solitario que se estrelló por última vez contra la mesa.

Los parroquianos concentraron la mirada en sus copas, como si trataran de adivinar el futuro en los posos de la cerveza. Sicino pensó que debía tratarse de una redada. Tal vez buscaban a más rebeldes.

El hombre que hablaba con Temístocles se apartó de la mesa y lo señaló. Dos de los soldados avanzaron hacia él con sus espadas desenvainadas. Temístocles se levantó muy despacio, entrelazando las manos por detrás de la nuca, se volvió hacia Sicino y le dijo en griego:

—¡Tranquilo! ¡No hagas nada! Una orden fácil de obedecer. En Atenas, sobre todo en las tabernas del Pireo, donde iba mucha escoria, Sicino había aporreado más de una cabeza para defender a su señor. Pero no estaba tan loco como para enfrentarse a las tropas de la Spada. Allí había diez hombres, y al otro lado de la puerta esperaban aún más. Dos de ellos estaban apuntando a Sicino con sus arcos a medio tensar, así que él también levantó las manos.

Tal vez iba a volver al ejército persa antes de lo que se imaginaba. Aunque luego, al darse cuenta de cómo iba vestido y de que acompañaba a Temístocles, pensó qué podría pasarle si lo consideraban un desertor.