Maratón, atardecer del mismo día
Campamento Griego

Una vez que Fidípides comunicó a los generales y taxiarcas reunidos en la tienda el mensaje de los espartanos, el polemarca Calímaco le dijo que podía sentarse y le indicó su propio asiento, un sillón de madera de ciprés con reposabrazos tallados. Un esclavo le trajo un escabel para que descansara los pies y se dispuso a desatarle las botas, pero Calímaco le dijo:

—Después. Ahora, déjanos solos.

Tras las palabras de Fidípides, se había hecho un silencio tan espeso que se oían claramente los ruidos del exterior: las voces de los soldados, los rebuznos de las acémilas, los balidos de las cabras y ovejas que habían traído para los sacrificios. Los diez generales formaban un círculo alrededor del mensajero, y detrás de ellos estaban sus subordinados, los taxiarcas. El único sentado era el propio Fidípides. Se sentía incómodo siendo el centro de todas las miradas, pero no tenía fuerzas para levantarse. Había recorrido doscientos cincuenta kilómetros hasta Esparta y doscientos cincuenta más de regreso a Atenas, y aún había tenido que hacer un último esfuerzo para llegar a Maratón y reunirse con el ejército. Aunque había venido por el camino corto, dejando el Pentélico a su derecha y bajando a la llanura por entre el Agrélico y el Crotón, aquellos treinta y cinco kilómetros se le habían hecho más largos que todos los demás juntos. ¿Cuántos días había tardado? ¿Cuatro, cinco? ¿Mil? Las noches y los días habían perdido todo significado para él.

—Lo has hecho en tres días y medio. Una proeza digna de Hermes.

Fidípides se sobresaltó al oír la voz del taxiarca Temístocles, que se había adelantado del círculo para ofrecerle una copa de vino con agua. Se había quedado medio dormido, y sin darse cuenta debía haber pensado en voz alta.

—Caballeros —dijo un taxiarca de cuyo nombre no se acordaba, pero que era hermano de ese joven poeta, Esquilo—. Creo que ya le hemos exigido demasiado a Fidípides. Deberíamos dejar que se vaya a descansar mientras deliberamos.

El general de la tribu Antióquide, Arístides, se opuso.

—Todos agradecemos y admiramos el esfuerzo sobrehumano que ha hecho Fidípides. Pero nadie debe salir de aquí mientras no decidamos qué se ha de decir al resto de los ciudadanos.

Si tanto me lo agradecéis y me admiráis, dejad que me acueste o matadme, musitó Fidípides. La mirada se le quedó clavada en el escabel, en sus botas gastadas y polvorientas y en sus espinillas y sus tobillos, que se veían más flacos que nunca. La poca carne que tenía se la había dejado en el camino.

Y sospechaba que también la cordura. Fidípides siempre había torcido la boca con escepticismo cuando alguien le hablaba de apariciones divinas, pero él mismo había experimentado una de esas teofanías. Había sido durante el regreso, cuando atravesaba la región limítrofe entre Arcadia y la Argólide, en la parte más solitaria y agreste de su viaje. Era ya de noche. Se había detenido junto a un fresno para evacuar las pocas y espesas gotas de orina que tenía en la vejiga, cuando oyó pronunciar su nombre:

—¡Fidíiiipides! ¡Fidíiiipides! Fidípides se había vuelto sobresaltado. Entonces vio, encaramado sobre una roca, a un chivo negro con una barba blanca que parecía flotar delante de su cara como una luz fantasmal. El chivo saltó al suelo y se acercó correteando a Fidípides. Cuando estaba a unos cuatro o cinco pasos de él, se puso en pie, y de pronto tenía brazos en vez de patas y un rostro semihumano. El mensajero comprendió que se hallaba ante el dios Pan y cayó de rodillas.

—Fidíiiipides —le dijo el dios, a medias con voz articulada y a medias con balidos de cabra—, quiero que lleves un recado a los atenienses.

—Dime, señor. —El olor a macho en celo era tan intenso que Fidípides sintió una arcada, pero agachó la cabeza y se tapó la boca.

—Pregúntales por qué no me honran cuando les he ayudado tantas veces, y diles que si lo hacen como me merezco volveré a ayudarles. Haz como te digo, Fidíiiipides.

Cuando se atrevió a alzar de nuevo la mirada, el dios caprino había desaparecido, y Fidípides se levantó del suelo y se alejó lo más rápido que pudo de aquel paraje.

Ahora, sentado en la tienda de los generales, el mensajero se preguntaba si debería dar a los generales el recado de Pan, o si habría sido todo un delirio causado por la fatiga. Estaba casi convencido de lo segundo, pero el olor… Todavía tenía clavado en las fosas nasales ese hedor penetrante y almizcleño. Sabía que los ojos podían dejarse engañar, sobre todo de noche y en la soledad del monte, pero ¿también la nariz? Se había dejado acunar por el recuerdo, pero las voces destempladas de los generales volvieron a espabilarlo.

—Estamos a día once —decía Jantipo, el general de la Acamántide. Tenía un tono muy agudo y un sonsonete irritante que crispaba los nervios—. Hasta el día quince no habrá luna llena. Aún faltan cuatro días, cuatro días —recalcó—, para que los espartanos salgan de su ciudad.

—Eso lo hemos oído todos, Jantipo —respondió Arístides.

—Lo que quiero decir es que, por muy espartanos que sean, no pueden correr tan rápido como Fidípides. —Eso es cierto, pensó el mensajero sin pizca de orgullo. Estaba demasiado cansado para sentirlo—. Aunque vengan a marchas forzadas, tardarán por lo menos tres días. Eso supone esperar siete.

—Si no hay más remedio, los esperaremos —respondió Arístides.

—¿Cómo vamos a aguantar tanto tiempo? —intervino el general Megacles, del clan Alcmeónida.

Justo frente al asiento de Fidípides estaba el general de la tribu Leónfide, un tal Melobio, de aspecto y voz anodinos. Detrás de él se encontraba Temístocles, que le susurró algo al oído.

Melobio asintió y después tomó la palabra.

—Podemos aguantar todo el tiempo que sea mientras el camino a Atenas esté bajo nuestro control y no haya problema para recibir suministros.

—Los ciudadanos de la cuarta clase se quejan de que están perdiendo jornadas de trabajo y tienen que dar de comer a sus familias —respondió Jantipo—. ¿Cómo vamos a mantenerlos siete días más aquí?

—¿Cuánto cobra un jornalero o un artesano al día? —Aquella voz impaciente sonó detrás de su asiento, pero Fidípides no necesitaba volverse para reconocerla. Era Milcíades, el mismo que le había dictado el mensaje para los éforos—. ¿Tres óbolos, cuatro, una dracma? Esos hombres que dice Jantipo están sirviendo de asistentes a los hoplitas, ¿no? Pues, entonces, que les paguen los hoplitas. Nadie se va a arruinar por soltar siete dracmas.

—¡Ah! ¿Es que hay que pagar encima de arriesgar la vida? —protestó Jantipo, en un tono tan agudo que, más que escandalizado, sonó ridículo.

—Estás hablando de tu ciudad —le respondió Milcíades—. ¿Vas a escatimar unas monedas de plata cuando aquí todos estamos dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre?

—¡Bien por Milcíades! —exclamó el hermano de Esquilo, y varios taxiarcas y generales lo jalearon.

Temístocles volvió a susurrar algo al oído de Melobio. Éste propuso:

—Podemos despedir a los ciudadanos libres y quedarnos tan sólo con los esclavos. Con que haya un asistente para cada dos hoplitas es más que suficiente. Si nos…

—¡Eso es una indignidad! —protestó Megacles—. ¡Yo no comparto mis esclavos con nadie! ¡Me niego! Melobio, que iba a añadir algo más, cerró la boca, apabullado por el Alcmeónida. Pero Milcíades, que no se habría dejado acallar ni por un rayo de Zeus, dijo:

—No haces más que ponerle pegas a todo, Megacles. ¿Qué propones tú? ¿Hacer caso a las propuestas de Datis? ¿Es que te has ido por la pata abajo al oír sus amenazas, o acaso es cierto lo que se comenta por ahí de vosotros los Alcmeónidas? Las palabras de Milcíades provocaron un guirigay. Todo el mundo, incluso Fidípides, que despreciaba los rumores del Ágora, llevaba años oyendo que los Alcmeónidas recibían oro de los persas.

—¡Desde luego, lo que no podemos hacer es negociar usando de mediador a un patán y un bocazas como tú! —gritó Jantipo, que era pariente político de Megacles—. Si ve que estamos dispuestos a tratar con él, Datis rebajará sus exigencias. ¡Yo sugiero que le enviemos otra embajada, pero que Milcíades no esté en ella! Fidípides encogió las piernas por instinto al ver que Milcíades invadía el círculo central y pasaba por delante de su sillón para abalanzarse sobre Jantipo. El polemarca se interpuso y lo detuvo poniéndole las manos en el pecho, mientras que Arístides se acercó por detrás y le rodeó los hombros para aplacarlo. El general Melobio gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! ¡Caballeros! Al fin se hizo algo de silencio, y Milcíades retrocedió, no sin antes señalar a Jantipo con el dedo y hacer el gesto de rebanarle el cuello.

—¡Caballeros! —insistió Melobio, levantando la mano izquierda, a la que le faltaban dos dedos—. ¡Propongo que hagamos un juramento! Aquello terminó de acallar a todos. El tono solemne de Melobio había interesado al propio Fidípides, que bajó los pies del escabel y se inclinó hacia delante para escuchar mejor.

—Nadie fuera de esta tienda debe saber que los espartanos no partirán de su ciudad hasta la luna llena —empezó Melobio—. Por eso, deberíamos comprometernos a no…

—¡Por favor, Temístocles! —intervino Arístides—. ¿Quieres dejar de cuchichear al oído de Melobio para dictarle su discurso? Si tienes algo que decir, puedes hacerlo tú mismo.

El aludido miró un instante a Melobio y después a Milcíades, quien asintió con la barbilla.

Temístocles dio dos pasos al frente, entró en el círculo y se dirigió a todos.

—Ya sabéis cómo son las hablillas de campamento. Si cualquiera de nuestros oficiales o soldados se entera, si dejamos escapar delante de un esclavo tan sólo media frase de lo que se ha hablado aquí, enseguida lo sabrá todo el ejército. La moral de los hombres bajará cuando sepan que los refuerzos que esperamos tardarán en llegar. Pero además puede ocurrir algo todavía más grave, y es que la información se filtre a los persas y Datis decida atacar antes de…

—¡Qué tontería! ¿Cómo se va a filtrar nada? —le interrumpió Jantipo—. Estamos muy lejos de su campamento.

—Mi querido Jantipo —respondió Temístocles, sin alterarse—, sólo nos separan veinte estadios de los persas. Eso puede ser una distancia insalvable para una flecha, pero no para un rumor. En la guerra siempre hay desertores o gente que trapichea con el enemigo aprovechando las horas de oscuridad. Por eso, si no queremos que los persas sepan que los espartanos aún tardarán en llegar, debemos evitar como sea que esa información salga de esta tienda.

—¡Un juramento! —rugió Milcíades—. ¡Temístocles tiene razón! ¿Qué dices tú, Calímaco? Como polemarca, Calímaco no tenía potestad para decidir por sí solo en cuestiones tácticas. Pero en lo relativo a votos, sacrificios y presagios poseía toda la autoridad.

—Yo digo que me parece bien —respondió.

Calímaco se asomó a la puerta de la tienda para pedir una víctima, y mientras se la traían, él mismo escanció vino en las copas de todos. No tardaron en llegar dos esclavos con un cabrito negro al que apenas le apuntaban los cuernos. Calímaco ordenó a los criados que salieran. Después arrastró al animal al centro del círculo, tiró hacia arriba de su barbilla y lo degolló con el filo de su espada. La sangre de la víctima empapó el suelo. Mientras el cabrito aún agitaba las patas traseras, el polemarca declamó con voz solemne:

—Por Zeus, Deméter y Poseidón, dioses del cielo, la tierra y el mar.

—¡Por Zeus, Deméter y Poseidón! —repitieron todos los presentes, generales, taxiarcas e incluso Fidípides, que se había puesto de pie a duras penas.

—Los aquí presentes juramos que nadie revelará lo que se ha dicho en esta tienda. Y si alguien no respeta este juramento, que sus sesos se desparramen por el suelo como este vino.

Todos levantaron sus copas en alto y vertieron un poco de vino mientras repetían las palabras de Calímaco. Después, aprovechando que la solemnidad del voto había serenado un tanto los ánimos, el propio polemarca declaró disuelta la reunión.

Fidípides se retiró de la tienda arrastrando los pies. Sabía que debía levantar las rodillas y flexionar las piernas para que no se convirtieran en dos tablas rígidas que ya no podría mover, pero le daba igual. Tan sólo quería tumbarse, cerrar los ojos y olvidarse de todo durante un día o dos. O hasta que llegaran los espartanos, ¿por qué no?

—Espera un momento, Fidípides.

El mensajero se volvió, dispuesto a mandar a los cuervos a quien lo llamaba, por muy general o taxiarca que fuese. Pero Temístocles, sin darle tiempo a hablar, le puso una bolsita de piel en la mano y le cerró los dedos en torno a ella.

—Por mucho que te pague y te honre la ciudad, será poco para lo que has hecho. Por eso te ruego que aceptes esta muestra de mi gratitud personal.

Fidípides agitó la bolsa. Por el peso y el tintineo, calculó que habría unas veinte dracmas. Lo suficiente para comprarse unas botas nuevas. No, recordó: ésas se las pagaba la ciudad. En medio de la neblina de su mente, se le ocurrió algo mucho mejor. Con veinte dracmas podía ir hasta cinco veces a la casa de baños del Pireo y pedirle a la opulenta Fano que le frotara la espalda, las piernas y otras cosas.

Eso, si es que podía volver al Pireo. Si los persas no los mataban a todos en la llanura de Maratón.

—Gracias, Temístocles.

Se dio la vuelta e hizo ademán de irse, pero el taxiarca lo agarró por el codo.

—Deja que abuse un poco más de tu paciencia, Fidípides. Quiero preguntarte una cosa. Cuando has contado que los éforos te concedieron audiencia, tal vez se me ha pasado algo por alto.

¿Cuántos eran?

—¿No lo he dicho? —preguntó Fidípides, confuso.

Tenía tanto sueño que la cabeza empezaba a dolerle más que los pies.

—No, creo que no.

—Eran tres.

—¿Seguro?

—Sé contar hasta tres —contestó Fidípides, de malas pulgas.

—Perdona, amigo. Sólo quería estar seguro. ¿Notaste algo más especial en Esparta?

—¿A qué te refieres? Me estás mareando.

—Las calles. Están celebrando las fiestas en honor de Apolo Carneo. Creo que organizan una carrera muy peculiar en la que persiguen a un joven vestido con cintas de lana. ¿Viste procesiones, guirnaldas en las fachadas, juegos, gente en las calles? A pesar de su cansancio, el interés de Fidípides se despertó.

—Es curioso que me preguntes eso. No vi demasiado bullicio. Y había menos hombres que otras veces.

Temístocles le apretó el hombro.

—Gracias, amigo. Es todo lo que quería saber. Descansa el tiempo que quieras, que lo tienes bien merecido. Y si alguna vez necesitas algo de mí, no dudes en buscarme. Hombres cabales como tú, con los ojos abiertos, la boca cerrada y los pies ligeros, siempre son útiles a la ciudad.

¿Quién va a necesitar a quién?, se preguntó Fidípides. Pero al sacudir de nuevo la bolsa y oír el canto cristalino de la plata, pensó que si en algún momento tenía que servir a un jefe, mejor que fuese a uno inteligente como Temístocles.

—Tú no eres de los que dan puntada sin hilo. ¿Qué te ha contado el mensajero? —preguntó Milcíades.

El cielo se había teñido de color índigo. Los hombres que habían regresado de la línea del frente empezaban a encender los fuegos para cenar, mientras los piquetes de la tribu Ayántide, que estaba de guardia, patrullaban los límites del campamento y la abatida de pinos. Al ver pasar a Temístocles y Milcíades juntos, muchos se volvían hacia ellos con la curiosidad natural de los soldados, tratando de captar algún rumor. Pero Milcíades había agarrado al taxiarca del codo y ambos caminaban muy juntos, con las cabezas casi pegadas y hablando en susurros.

—El verano del año pasado visité Esparta tres días, invitado por el próxeno que tengo allí, Pausanias —respondió Temístocles.

—¿Y bien? —Milcíades parecía desconcertado por la respuesta.

—Recuerdo que en Atenas era el mes de metagitnión. Allí andaban celebrando las fiestas carneas.

Milcíades frunció el ceño. Temístocles dejó que pensara unos instantes por su cuenta. Tenía comprobado que a casi nadie le gustaba que guiaran sus pensamientos; si había algo de lo que casi todo el mundo creía haber salido bien parado en el reparto de Zeus, era de inteligencia. Por fin, los ojos del general se iluminaron.

—Entiendo. Ven conmigo a mi tienda. Está ahí mismo.

Milcíades disponía del pabellón más lujoso del campamento griego, aunque en el persa cualquier oficial de rango mediano habría tenido una tienda más espaciosa. El general abrió los faldones de la puerta y pasó al interior, sin molestarse en ceder el paso a su invitado. Cimón estaba dentro, sentado sobre una silla plegable y dedicado a reseguir el filo de su espada con una amoladera, mientras un esclavo acuclillado en el suelo limpiaba el repujado de sus grebas de bronce con aceite caliente.

Ambos se levantaron al ver entrar a Milcíades. El general despachó al esclavo con un gesto, pero cuando se disponía a despedir también a su hijo, Temístocles le dijo:

—Déjalo. Cimón será algún día un estratego, como tú. Es bueno que quienes han de ser grandes aprendan a cargar con la responsabilidad desde jóvenes.

Milcíades se lo pensó un segundo y asintió, mientras que a Cimón se le iluminó el semblante.

Temístocles se permitió una sonrisa interior y pensó que Mnesífilo tal vez llevara razón, que quizá fuese cierto que Milcíades y su hijo lo estaban utilizando. Pero mientras a aquellos dos eupátridas les perdiera la vanidad, seguirían funcionando en sus manos como el resorte de una cerradura. ¿No era el propio Mnesífilo quien le había enseñado aquel principio? No temas los insultos de los enemigos. Debes precaverte mucho más de la adulación de los amigos.

—Siéntate, Temístocles —le invitó Milcíades, señalándole la gruesa alfombra que cubría el suelo, mientras él se acomodaba en la silla, que crujió bajo su peso.

—No, gracias. No me entretendré mucho tiempo. No nos conviene que los demás piensen que estamos conspirando.

—¿Qué sucede, padre? —preguntó Cimón, haciendo ademán de guardar la espada en su vaina.

—Sigue afilando —respondió Milcíades—. Cuanto más ruido haya en la tienda, mejor. —Y añadió, bajando la voz—. Al parecer, el año pasado tus amigos los espartanos celebraron las carneas en el mes de metagitnión. Este año lo están haciendo un mes más tarde, en nuestro boedromión.

—No te entiendo, padre.

—Por culpa de esas carneas, no pueden venir a ayudarnos hasta la luna llena.

A Cimón se le demudó el rostro. Temístocles, por su parte, agachó la mirada y guardó silencio.

Milcíades acababa de violar el juramento revelando aquella información a su hijo. Pero no sería él quien lo delatara. Al menos, de momento.

Dentro de la tienda, las sombras iban creciendo y se apoderaban de todos los rincones. Cimón dejó un momento la espada y usó el fuego de un pequeño brasero que quemaba hierbas aromáticas para encender las lámparas de aceite. Iluminado desde abajo por aquellas tenues llamas, su rostro parecía más maduro y anguloso, forjado en líneas de bronce.

—Seguro que tienen una buena razón para hacerlo —dijo mientras encendía la última lamparilla. No podía permitir que sus idolatrados espartanos quedaran en mal lugar—. Puede que su calendario vaya demasiado adelantado y hayan tenido que introducir otro mes.

Aquello no era tan raro. Los atenienses lo hacían de vez en cuando, porque era imposible mantener el año de doce meses lunares acompasado por mucho tiempo con el ciclo del sol y las estaciones. El propio Temístocles, en su año de arcontado, había decretado un mes intercalar. Sin embargo…

—Es una casualidad demasiado oportuna —dijo Milcíades, como si le hubiera leído la mente—. Y yo no creo en las casualidades. Tenemos un tratado con ellos —añadió, dirigiéndose a Temístocles—. ¿Por qué crees que esos bastardos arrogantes se niegan a venir? —Fidípides me dijo que sólo vio a tres éforos de los cinco, y a uno de los dos reyes.

—¿Qué significa eso?

—Padre… —intervino Cimón.

—Habla.

—Cuando los lacedemonios hacen la guerra sólo acude a ella uno de los dos reyes, mientras que el otro se queda en la ciudad. Y al rey que acude a la guerra lo acompañan dos éforos para fiscalizar todos sus actos.

—Eso quiere decir que…

—Que Esparta está en guerra ahora mismo.

Temístocles asintió, aprobador. El cachorro de león era perspicaz.

—¿Contra quién, si puede saberse? —preguntó Milcíades—. ¿Otra rebelión de los ilotas? ¿Por qué no lo confiesan abiertamente y se dejan de pamplinas?

—A ellos les gusta mantener sus asuntos en secreto, padre. Tienen muchos enemigos y han de…

—¡Más enemigos tendrán si no cumplen sus compromisos! —Milcíades se apretó ambas manos hasta que le cascaron todos los nudillos—. ¡Cabrones! Ahora sí que estamos bien apañados. ¿Qué hacemos?

—Ganar tiempo —respondió Temístocles—. Si hay que esperar siete días, esperaremos siete días. ¿Que Jantipo y Megacles quieren parlamentar otra vez? Pues que parlamenten. Cualquier cosa con tal de que dejemos correr el tiempo.

—¿Qué más da? Si los espartanos están en guerra con los ilotas, no asomarán la jeta por aquí ni dentro de siete días ni de siete meses.

Cimón miró a Temístocles con las cejas levantadas en un gesto de súplica, como pidiéndole:

Defiéndelos tú, por favor.

—No, eso no —dijo Temístocles—. El rey Leónidas le dio este recado a nuestro mensajero:

«Diles a tus generales que dentro de nueve días verán las lambdas de nuestros escudos». Y ya han pasado dos desde entonces.

Milcíades estiró el brazo para tomar una jarra de vino de un velador y bebió directamente de ella.

—¿Y qué? —gruñó, secándose la barba con el dorso de la mano y tendiéndole la jarra a Temístocles. Cimón carraspeó ante la falta de modales de su padre, pero no dijo nada—. Yo ya no me fío de esa gente que trastoca el calendario a su antojo.

Temístocles se mojó apenas los labios con el vino y le pasó la jarra a Cimón.

—Conozco a Leónidas. Es tío de Pausanias y un hombre de palabra. Vendrá.

Lo que no sé es cuántos hombres podrá traer con él. Antes de que decidiera si expresar su pensamiento en voz alta o no, se oyó un gran griterío en el exterior de la tienda. Milcíades y su hijo se levantaron y echaron mano a sus espadas, temiendo un ataque por sorpresa. Pero enseguida comprendieron que los gritos eran de alegría, y oyeron las trompetas y los cánticos de un ejército en marcha.

—¿Ves, padre? —A Cimón se le había transfigurado el semblante—. ¡Son los espartanos! ¡Nos han gastado una de sus bromas! ¡Ya están aquí! Milcíades salió de la tienda mascullando algo sobre «esos melenudos mamones», y Cimón le siguió. Temístocles salió el último, meneando la cabeza. Por más que él también lo deseara, era imposible que los espartanos hubieran llegado a Maratón pisándole los talones al mejor corredor de Grecia.

Fuera, todo el mundo se había puesto de pie y, entre gritos de júbilo, corría hacia la parte norte del campamento, de donde procedía el metálico son de las trompetas. Por el camino que pasaba entre el Agrélico y el Crotón se veía una procesión de antorchas, como un río de luciérnagas que bajara del monte a la llanura. Temístocles siguió a Milcíades, que se abría paso entre la gente como un ariete. Pero no tardó en perderlo. Luego, sin saber cómo, se encontró con Cinégiro, que le dio un abrazo.

—¡Han venido refuerzos! —¿Quiénes? No me digas que los espartanos…

—No, hombre, no. Son nuestros aliados de Platea. Han venido prácticamente todos, con nuestro amigo Arimnesto.

—¿Cuántos? —preguntó Temístocles.

—Seiscientos hoplitas.

Temístocles sonrió. Platea era una ciudad pequeña, pero demostraba ser muy valiente al enviar al grueso de sus tropas para ayudar a los atenienses.

—Con esos seiscientos ya somos diez mil —dijo—. Eso está bien. Me gustan los números redondos.