Maratón, mismo día
Campamento Persa

Artemisia no le importaba tanto estar casada con su tío Sangodo, tirano de Halicarnaso, ni que la doblara en edad. Lo que le molestaba era que lo primero que hacía al levantarse por las mañanas era pedirle a ella o a cualquier esclavo que anduviera cerca la jarra de vino y la copa de plata, y que ya no dejaba de empinar el codo en todo el día hasta que por fin la bebida lo derrotaba y se quedaba dormido. Lo que a Artemisia le dolía era que Sangodo, que había sido un hombre mucho más inteligente que la mayoría, llevase tantos años hablando con una voz y un razonamiento a cual más pastoso.

A que su tío y esposo fuera impotente desde todos los puntos de vista ya se había acostumbrado.

Teniendo en cuenta que el aliento le olía siempre a vino revenido y que por culpa de la falta de ejercicio y de la edad sus músculos se habían convertido en colgajos lacios, Artemisia lo agradecía.

Ahora, al contemplarlo despatarrado en el diván, enterrado en cojines, con la túnica arremangada por encima de las rodillas y roncando como un burro, Artemisia recordó que la última vez que hicieron el amor había sido hacía tres años. No era extraño que no hubiesen engendrado un heredero.

—Si viviéramos en los viejos tiempos —le decía su abuela Tique, allá en Halicarnaso—, no necesitarías ningún heredero. Tú serías la soberana por derecho propio y tu tío no sería más que un rey consorte.

Tique siempre tenía en la boca los viejos tiempos. Desde que Artemisia era muy niña había tratado de imbuir en ella el espíritu de aquel remoto pasado. Por eso había instruido a su nieta en el antiguo idioma de la isla de Creta, donde había nacido; una lengua arcana y más antigua que el griego, que según la propia Tique sólo hablaban en secreto algunas mujeres. Incluso le había enseñado a leer sus enigmáticos signos.

—Nadie habla así ya, abuela —protestaba Artemisia, porque era niña y prefería salir a jugar al aire libre, correr y disparar el arco para gastar su infatigable energía, en vez de sentarse a la luz de una lámpara en un cubículo oscuro sobre tablillas de arcilla requemadas que parecían garabateadas por las patas de un gorrión.

—No hay que olvidar, Artemisia —le respondía ella—. Tu madre, la pobre, murió al darte a luz.

Yo no duraré mucho —añadía, y se le llenaban los ojos de lágrimas, aunque tenía una salud de hierro—. Si no quieres aprender lo que te enseño, cuando yo muera, ¿quién recordará la época de oro de las mujeres, antes de que llegaran los griegos con sus armas de hierro y sus dioses celestes? ¿Quién se acordará de que hubo un tiempo en que gobernaba el mundo la Gran Diosa, la verdadera Ártemis fecunda por la que te puse el nombre? Lo de que Ártemis fuese virgen era una fabulación de los varones, aseguraba Tique. Los hombres se inventaban diosas vírgenes porque temían al sexo de las mujeres y miraban con asco los ciclos de su naturaleza, regidos por la luna de la propia diosa. Se burlaban de los genitales femeninos llamándolos «cerdito» y cosas por el estilo, y trataban de encerrarlos y apartarlos de su vista hasta el breve momento en que les apetecía disfrutar de ellos.

Sí, la auténtica Ártemis era salvaje y cazadora, y corría desnuda por los bosques bajo la luz de la luna llena, tal como contaban los mitos. Pero también era madre, porque ninguna mujer, ni siquiera una diosa, renunciaría a ese privilegio de la maternidad que los hombres no podían compartir ni comprender.

—Has de tener hijas y transmitirles estos recuerdos, Artemisia —insistía Tique—. Algún día la rueda del gran tiempo girará, y la diosa, se llame Gea, Deméter, Artemis o como le plazca que la adoremos en cada momento, volverá a gobernar el mundo. Ese día sólo habrá sacerdotisas, pues los sacrificios de los varones no son gratos a la Gran Diosa, y los reyes y los guerreros les consultarán sus decisiones. Ese día —añadía en susurros, mirando a los lados por si su yerno, el tirano de Halicarnaso, alcanzaba a oírla—, la herencia la transmitirá la sangre de las madres, que es la única que se puede demostrar. Ese día, Artemisia, serás reina.

Artemisia había crecido oyendo todo eso a su abuela, pero a veces dudaba de que alguna vez hubiera existido una época como la que le describía. No era que los hombres gobernasen por la fuerza, que también: comparada con las demás mujeres, la atlética Artemisia era una Amazona invencible, y sin embargo entre los soldados que habían venido a Maratón en su barco había varios guerreros mejores que ella.

Pero ésa no era la cuestión. Si existía una verdad universal, al menos por lo que Artemisia había comprobado en sus veinticuatro años de vida, era ésta: la necedad gobierna el mundo. Heráclito, un sabio místico de Éfeso que a veces visitaba la corte de Halicarnaso y desconcertaba a todos con sus oscuras palabras, sostenía que la guerra era el padre de todo. Si con ello se refería a Ares, ese dios tracio estúpido y violento, Artemisia estaba de acuerdo. Y por eso, porque la necedad dominaba el mundo y porque la violencia ciega era el principio de todo, estaba convencida de que las mujeres jamás podrían gobernar.

Por eso y porque, además, las mujeres se pasaban la mayor parte de su vida pariendo hijos para los hombres y cuidándolos. Para colmo, cuando los varones se hacían tan viejos e inútiles que ni su compañía ni su amistad les interesaban a los demás, eran las mujeres quienes se encargaban de atenderlos y limpiarles las babas y el trasero en sus últimos años.

Pero que no contaran para eso con Artemisia. Cuando tuviera un crío, ya serían otros quienes lo cuidarían, quienes se harían cargo de ese hijo que no deseaba en absoluto, pero que necesitaba para seguir siendo soberana de Halicarnaso cuando su esposo muriera.

Una eventualidad para la que, visto el ritmo al que bebía Sangodo, no podía faltar mucho tiempo.

—Datis quiere que te reúnas con él —le dijo ahora.

Al ver que no le hacía caso, trató de moverlo con la punta del pie. Sangodo, que se había quedado sin respiración por un momento, soltó un tremendo ronquido. La tienda estaba llena de pebeteros que quemaban incienso y serpol y calentaban aceite de rosas, pues a Artemisia le molestaba el olor a cieno y junco podrido que emanaba del marjal cercano al campamento persa.

Aun así, su fina nariz captó en el regüeldo de su esposo una vaharada de vino a medio digerir que le revolvió el estómago.

Era inútil, obviamente. No se iba a despertar, y si se despertaba sería aún peor. Pero alguien de la casa de Halicarnaso tenía que ir; Datis no era hombre al que se desobedeciera a la ligera.

Artemisia chasqueó los dedos. Zósimo, que aguardaba de pie al otro lado de los visillos que separaban el reservado del resto de la tienda, acudió al momento. Artemisia había traído con ella cuatro esclavas, dos para limpiarla y lavarle la ropa, una para peinarla y otra para maquillarla y arreglarle las uñas. Pero ahora no pensaba vestirse para un banquete.

—Ya ves cómo está —le dijo al esclavo—. Iré yo por él.

Zósimo frunció el ceño un instante, pero ya se había resignado a las excentricidades de su ama y a los riesgos que corría.

—Muy bien, señora. Te ayudaré.

Artemisia se soltó los broches del vestido con toda naturalidad. La túnica de seda resbaló por su cuerpo con un cosquilleo que le enardeció la piel, y la joven se quedó desnuda salvo por el perizoma que le tapaba el sexo. Al levantar los brazos para que Zósimo le pusiera el quitón de hombre, comprobó que los ojos del esclavo se fijaban un instante en sus pechos y luego se apartaban nerviosos.

Puede que pronto te vuelva a hacer un regalo, mi querido Zósimo, se dijo Artemisia al notar cierto calor en el vientre y darse cuenta de que su cuerpo llevaba ya muchos días en ayunas. El esclavo jonio no sólo atendía personalmente a su señor Sangodo, sino que lo sustituía en el lecho cuando Artemisia así se lo ordenaba. Zósimo era guapo, tenía un cuerpo musculoso y unos dedos que sabían ser suaves para acariciar y fuertes para dar masaje. Además, era callado y obediente.

¿Qué más se podía pedir?

Algo distinto, se respondió ella misma. O, más bien, alguien distinto. Un hombre que no acudiera solícito porque ella chasqueaba los dedos, que no obedeciera todas sus órdenes y la besara y acariciara justo donde y cuando ella quería. No, Artemisia deseaba en su lecho algo inesperado, algo sorprendente.

Y tal vez no sólo en su lecho, sino también en su vida.

Aunque hacía calor, Zósimo le puso sobre la túnica una gruesa pelliza sin mangas. Sangodo era un hombre delgado —lo contrario era casi imposible, puesto que sólo bebía—, pero, aun así, su coraza le venía holgada a Artemisia, que necesitaba aquel jubón de piel de cordero para rellenarla.

Zósimo cerró las dos piezas de bronce sobre el costado izquierdo de su ama con sendos pasadores, y después movió un poco la coraza para ajustarla mejor sobre sus hombros.

—Así está bien —dijo Artemisia.

El pectoral era de bronce repujado, imitando los músculos del pecho y el abdomen, y el espaldar mostraba una Victoria alada grabada con finos trazos de buril. La pieza pesaba casi quince kilos, pero Artemisia se sentía más poderosa al ponérsela, incluso más ligera, como si las diosas de la guerra infundieran doble vigor a sus piernas.

No tenía mucho sentido usar las incómodas grebas cuando tan sólo iba a una reunión con los atenienses y no a una batalla. Pero las pantorrillas de Artemisia, finas y depiladas, habrían llamado demasiado la atención, así que le dijo a Zósimo que se las pusiera. Luego tomó la barba postiza que le ofrecía el esclavo y se la ajustó con un cordel por detrás de las orejas. Se miró en el espejo de cobre para comprobar que se la había puesto bien y soltó una carcajada, como le pasaba siempre que se veía así. Pese a aquella barba, nadie habría podido creer que esos pómulos tan altos y esa nariz fina y respingona eran de un hombre. Lo único masculino en su rostro era la pequeña cicatriz rosada junto a la comisura del ojo izquierdo. Se la había hecho cinco años antes Fidón, capitán de las tropas de Halicarnaso, mientras le enseñaba a manejar la espada. Artemisia estaba tan orgullosa de ella como si fuera una auténtica herida de guerra.

La joven se recogió los cabellos en un apretado moño. Solía atravesárselo con un pasador de bronce, un alfiler tan aguzado como un estilete que le servía también de arma. Pero debajo del casco era demasiado incómodo, y además iba a llevar espada, así que se limitó a atarse el moño con una cinta. Después se caló por fin el yelmo corintio con el alto penacho de plumas blancas y negras, y volvió a mirarse en el espejo. Ahora todo era diferente. De sus ojos índigo sólo se apreciaba el brillo salvaje, la nariz prácticamente desaparecía entre las sombras, y por debajo del casco asomaban los rizos negros de la barba. Ya podía pasar por un hombre.

Zósimo le ciñó sobre la coraza el tahalí del que colgaba la espada con empuñadura de marfil y le abrochó la clámide púrpura sobre los hombros.

—Ya estás lista, señora.

Señor —recalcó ella—. Recuérdalo bien.

Artemisia se reunió con el resto de los oficiales persas junto a la tienda de Datis. Como correspondía a su autoridad y su prestigio, el pabellón del jefe persa era enorme, un palacio móvil de gruesas paredes de lona, pintadas de azul y amarillo, sobre el que ondeaba un estandarte con el símbolo alado de su única divinidad. Pues, al parecer, el Gran Rey se había empeñado en que todos los persas siguieran las creencias de un antiguo profeta, llamado Zoroastro o algo parecido, que sostenía que los que los hombres consideraban dioses eran en realidad demonios y que existía un solo dios verdadero, el señor de la luz celeste.

Y, como era de esperar, ese dios era varón.

Como oficial griego, y por tanto de una raza inferior a la élite persa, Artemisia procuró quedarse en segunda fila, detrás de los mandos iranios, mientras escuchaba las instrucciones de Datis. El general hablaba en persa a toda velocidad y apenas abría la boca para articular, por lo que a la joven le resultaba difícil entender qué decía. Pero expresiones como avajantanaiy hamiçiyam, «matar al enemigo», y vimardatanaiy gasta yauna, «aniquilar a los malvados griegos», se repetían constantemente.

Datis era un hombre flaco y más bien menudo, media cuarta más bajo que la propia Artemisia.

Tenía las mejillas chupadas, los ojos muy juntos y profundos y los labios finos como tiras de metal.

Al parecer, por sus venas corría algo de sangre meda. Los medos estaban emparentados con los persas tanto como podrían estarlo dorios y jonios, hasta el punto de que muchos griegos confundían ambos pueblos. No así Artemisia, que había procurado informarse bien sobre la historia y las costumbres de la raza a la que no tenía más remedio que rendir pleitesía. Por eso sabía que antes del gran Ciro, los medos habían conquistado Mesopotamia, habían aniquilado el poder de los asirios y habían arrasado Nínive, su capital. Pero después Ciro los había sometido a su vez y los había relegado al segundo lugar de su imperio, por detrás de los persas de pura cepa.

Datis tenía detractores, pues aunque los persas solían ser más discretos que los griegos, también entre ellos corrían rumores y chismes de campamento. En opinión de muchos oficiales, sería mucho mejor que mandara la expedición Mardonio, un general más joven y más capacitado que él, y además persa por parte de sus cuatro abuelos. Pero Mardonio había fracasado tres años antes en su campaña contra el norte de Grecia, cuando las terribles tormentas del monte Atos echaron a pique la mitad de su flota. Él mismo había vuelto de la expedición con una grave herida y, sobre todo, había caído en desgracia ante Darío, que había resuelto conceder el mando supremo de la parte occidental de su imperio a Datis.

Ariabignes, el sátrapa de Jonia, había advertido al esposo de Artemisia contra Datis.

—Ten cuidado con él. No se te ocurra mostrarle ni la menor falta de respeto.

Ariabignes tenía buena relación con la familia que gobernaba Halicarnaso, a la que agradecía que no hubiese apoyado la revuelta jonia. Por eso había visitado a Sangodo antes de la campaña para regalarle unos cuantos consejos. Artemisia estaba presente en aquella conversación, y recordaba que de vez en cuando el sátrapa la miraba como diciéndole: «Toma nota de lo que digo, porque el borracho de tu esposo se va a olvidar».

—Es un hombre extremadamente cruel —había añadido Ariabignes—. Como general es timorato e indeciso, pero a la hora de aplicar castigos no le tiembla la mano. Yo creo que tiene algo de sangre asiria.

Artemisia lo había comprobado en persona. Ella misma había visto cómo, por orden de Datis, los verdugos ataban al cepo a unos prisioneros eretrios para inmovilizarlos y poderles así rebanar las orejas, la nariz y los labios, y cómo luego los habían castrado estrangulándoles los genitales con cordeles. A otros, los que no le interesaban vivos, los había torturado de formas más variadas. Lo que más había impresionado a Artemisia era ver cómo colgaban a dos hombres de un árbol, cabeza abajo, y les arrancaban la piel en grandes tiras. Sangodo, que lo observaba todo con una copa de vino y una sonrisa burlona, le explicó:

—Datis es un artista. Si los despellejara con la cabeza hacia arriba, perderían el conocimiento.

Algunos oficiales persas habían apartado el rostro con gesto demudado, pero Datis lo observaba todo con un brillo de placer en sus ojillos de fanático.

Ahora, esos mismos ojos se detuvieron un segundo en Artemisia. Pero Datis sentía un desprecio tan profundo por los griegos que desvió la mirada enseguida, y ni siquiera se molestó en saludar a los otros dos oficiales jonios que habían asistido a la reunión. El único griego por el que mostraba algo de respeto era Hipias.

El antiguo tirano de Atenas estaba allí también. Era un hombre muy anciano y de movimientos envarados, pero se mantenía erguido con una gran dignidad. Artemisia había hablado con él alguna vez. Poseía una vasta cultura y una conversación muy amena y, pese a sus dedos reumáticos, todavía sabía tañer hermosas melodías con la lira. Pero cuando se hablaba de Atenas, sus ojos casi lechosos se encendían de pasión. Estaba resuelto a gobernar de nuevo la ciudad, fuese como fuese.

Un día, en la isla de Naxos, mientras Sangodo y Artemisia cenaban con Hipias, tras ver la devastación que estaba causando la flota persa en las Cíclades, Artemisia le preguntó si no se daba cuenta de que Datis había jurado arrasar Atenas y que tan sólo le iba a dejar reinar sobre un montón de cenizas.

—Mejor —dijo Hipias—. Así podré reconstruirla del todo, y levantar la ciudad de mármol y oro con la que soñaba mi padre.

En este momento, Hipias estaba muy callado. El día en que desembarcaron en Maratón, nada más pisar las playas de su patria, sufrió un ataque de tos tan violento que se le saltó uno de los incisivos superiores. El diente había caído en la arena, y por más que lo buscó no consiguió encontrarlo. El antiguo tirano se lo había tomado como un mal presagio. Además, a pesar de su edad, era tan coqueto que le mortificaba que alguien pudiera burlarse de su encía desdentada.

Datis terminó por fin con sus instrucciones. Los oficiales de la comitiva, doce hombres incluyendo a Artemisia y a Hipias, montaron a caballo y, acompañados por otros tantos espoliques, se dirigieron al punto donde debían reunirse con los griegos.

Las líneas de arqueros y portaescudos se abrieron para dejarles paso. Durante unos minutos recorrieron la tierra de nadie, entre herbazales y campos segados. Se había levantado algo de aire que traía olor a paja y a tomillo. Pero, por debajo, Artemisia captó los efluvios del gran pantano, la mezcla de la sal con el lodo, el olor pútrido y dulzón de la pecina y los juncos en descomposición.

No era tan buen sitio como les había dicho Hipias. Sí, había pasto y agua para los caballos, pero si seguían muchos días allí, a la orilla de aquel marjal, no tardarían en empezar las enfermedades.

Mientras cabalgaban, Artemisia se rezagó un poco para mirar más a sus anchas, aunque fuera a través del estrecho visor del yelmo. Por delante de ella iba Artafernes, joven sátrapa de Lidia y sobrino de Darío, que mandaba la caballería. Artafernes era un hombre joven, de rasgos agradables, aunque por debajo de la barba le asomaba una incipiente papada, y por detrás se veía cómo la grasa de su cintura formaba una especie de cojín sobre sus nalgas.

Pero la persona a la que quería observar Artemisia no era Artafernes, sino el hombre que marchaba detrás de él, pues la tenía fascinada. Se llamaba, o lo llamaban, Patikara, y cabalgaba un enorme corcel negro. El tamaño de su caballo se correspondía con su estatura, pues Patikara medía casi un metro noventa y tenía el porte de un atleta. La mayoría de los persas se ponían una túnica por encima de la coraza, pero él lucía a la vista el peto de finas escamas doradas. Sobre sus hombros caía un largo manto azul, provisto de una capucha con la que se cubría la cabeza. Aunque ahora estaba de espaldas a ella, Artemisia sabía lo que había bajo esa capucha: una máscara de oro labrado que representaba los rasgos de un hombre con fina barba rizada y una sonrisa burlona. Por qué llevaba esa máscara, lo ignoraba. Entre las tropas griegas y carias que venían con la propia Artemisia corrían teorías diversas. Algunos aseguraban que lo hacía para ocultar la deformación producida en su rostro por la lepra, una horrible enfermedad desconocida en Persia y que él había contraído en la India. Otros se hacían eco de una historia escalofriante según la cual el padre de Patikara, dudando de que fuese en verdad hijo suyo, le había quemado el rostro en un brasero cuando aún era un niño. Los más burlones aventuraban que, simplemente, era tan feo que su rostro desmerecía de su cuerpo y por eso prefería tapárselo.

Patikara parecía subordinado a Artafernes, aunque éste lo trataba con gran deferencia, casi con temor. Artemisia no tenía muy claro qué mando desempeñaba, y se preguntaba si no sería uno esos temidos funcionarios que dependían directamente de Darío y a los que llamaban los Ojos del Rey.

En cualquier caso, el enmascarado era hombre con el que había que andarse con cuidado. Por si su estatura no resultara lo bastante imponente, era un consumado arquero. En pleno asedio de Eretria, Artemisia le había visto derribar a dos soldados griegos con sendos disparos a más de cien metros de la muralla. Luego, tras recibir las felicitaciones de los jinetes que lo seguían, había guardado de nuevo el arco en la funda de cuero y había regresado a su tienda como si la guerra no fuese con él.

Era mediodía y el sol apretaba. El yelmo de Artemisia parecía recoger todos sus rayos. Con gusto se lo habría quitado, pues ya notaba el cabello convertido en una bola húmeda y apelmazada bajo la cofia. Se preguntó si Patikara sentiría el mismo calor bajo su máscara.

Llegaron por fin al punto de reunión, un olivo centenario y solo junto a un chamizo de paredes de barro. Allí, junto a una bandera azul, los heraldos de ambos bandos aguardaban a la sombra.

También habían llegado los oficiales griegos, siete hombres en total. Los persas habrían podido aplastarlos bajo los cascos de sus caballos, pero sería un sacrilegio. Aunque esa consideración no había impedido a atenienses y espartanos asesinar a los embajadores de Darío unos años antes.

Al comparar ambas legaciones, Artemisia no albergó dudas de quién iba a vencer en aquella guerra. Ellos habían llegado a caballo, en espléndidos corceles de Nisea. Los atenienses, en cambio, venían a pie.

—¿Es que no tienen caballos? —preguntó Zósimo, que iba a su lado como palafrenero.

Artemisia no contestó por no delatarse con la voz, aunque sospechaba por qué los atenienses habían acudido a pie a la reunión. No porque no tuvieran caballos, sino por no quedar en ridículo, pues al lado de los niseanos sus monturas habrían parecido poco más que asnos con las orejas recortadas.

Los atenienses venían armados, pero con los yelmos bajo el brazo. Artemisia supuso que eran los generales, aunque no debían de estar todos.

Con lo difícil que era encontrar un buen general entre miles de hombres, los atenienses se las ingeniaban para elegir nada menos que diez cada año.

Uno de ellos se adelantó un par de pasos, levantó la mano derecha y saludó a los persas en griego. Aunque Halicarnaso había sido fundada por dorios, el dialecto que se usaba en la ciudad era un jonio muy parecido al de Atenas, de modo que Artemisia entendió al general sin ninguna dificultad.

—Saludos, noble Datis —dijo el hombre—. Soy Calímaco, polemarca de Atenas.

Mientras los otros generales se presentaban, Artemisia los examinó, valorativa. Había entre ellos dos especímenes magníficos. El propio Calímaco era un hombre de proporciones perfectas, probablemente un atleta que había competido en Olimpia. A su lado había otro de cabellos dorados que se presentó como Arístides, tan alto como Calímaco y que apenas le desmerecía en figura. Al verlos, Artemisia sintió un extraño orgullo. Se alegraba de que los atenienses hubieran enviado a aquellos dos hombres tan gallardos, aunque fuesen enemigos, para demostrar a Datis la valía de los griegos.

Datis presentó enseguida sus condiciones. Lo primero que exigió fue que los atenienses se retiraran de la posición que ocupaban y regresaran a su ciudad dejando el camino expedito a los persas.

—Una vez allí —dijo el intérprete, que intentaba suavizar algo el tono y las palabras más duras de Datis—, tendréis que entregar a todos los cabecillas que apoyaron la rebelión de los súbditos jonios de Darío para que sean ejecutados. Después, abriréis las puertas a una guarnición persa y aceptaréis como vuestro legítimo gobernante a Hipias, que actuará en nombre del Rey de Reyes.

Los atenienses cuchichearon entre ellos unos instantes. Después, el polemarca respondió:

—Por desgracia habría que entregarte a treinta mil ciudadanos. Los atenienses no tenemos cabecillas, reyes, ni tiranos. Eso contesta también a la segunda de vuestras exigencias.

Mientras el traductor se esforzaba por explicarle a Datis el propio concepto de «ciudadano», tan extraño para los persas, el general corpulento y de barba oscura que se había presentado como Milcíades se movió para decirle algo al polemarca. Al hacerlo, Artemisia vio a otro hombre que el corpachón de Milcíades le había ocultado hasta ese momento, un oficial con un dragón alado pintado en el escudo. Y al reconocerlo como Temístocles, hijo de Euterpe, el corazón le dio un vuelco y la sangre le subió de súbito a las mejillas.

Temístocles reparó en que uno de los enviados jonios que estaban detrás de los persas daba un respingo, pero no se le ocurrió relacionar esa reacción con su propia persona. Se encontraba muy ocupado estudiando de cerca las armaduras y el ropaje de los persas como para fijarse en un griego más. Su experto ojo de tasador se dedicaba a calcular cuántos cientos o miles de dracmas llevaba encima cada uno de ellos. Aparte del valor de sus armas, todos iban adornados con oro y electro en abundancia: anillos, pendientes, gruesas ajorcas y cadenas y collares que daban varias vueltas al cuello. Sus túnicas, largas y provistas de mangas, eran de color púrpura salvo por las bandas blancas o azules del centro. Temístocles conocía bien aquel tono oscuro y elegante, y sabía que no era la imitación barata de cochinilla o de raíz de rubia, sino púrpura auténtica de múrice fenicio, que podía durar cien años sin perder el color y costaba más de su peso en plata.

Cuando se movían, se oía un roce metálico más pesado que el tintinear de las joyas, lo que hacía suponer que debajo de los caftanes llevaban corazas de escamas o mallas. Temístocles pensó que era curioso que los persas, al contrario que los griegos, prefiriesen lucir esas prendas, por valiosas que fuesen, y ocultar sus armas debajo. El único de ellos que llevaba la armadura a la vista era el oficial de la máscara de oro. El mismo que le había disparado una flecha durante la evacuación de Eretria. Por si la máscara no hubiera bastado para reconocerlo, el soberbio caballo negro que montaba era inconfundible. Aunque no era excesivamente supersticioso, Temístocles sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo, y por alguna razón se imaginó que el persa le sonreía desde debajo de la máscara, como diciéndole: «Nuestros destinos están unidos».

Datis seguía desgranando exigencias. Temístocles no entendía todo lo que decía aquel hombrecillo cejijunto de mejillas chupadas, pues estaba furioso y hablaba muy rápido. Pero era evidente que no quería ningún arreglo y que su intención era provocar a los atenienses para que salieran de una vez a combatirle en la llanura donde se encontraban.

—Nuestro señor Darío, Rey de Reyes —estaba traduciendo el intérprete—, exige dos mil talentos de plata como indemnización por el incendio de Sardes.

—¡Eso es cinco veces más de lo que pagan todas las ciudades de Jonia juntas! —respondió Milcíades, que llevaba ya la voz cantante—. Explícale a tu amo lo siguiente: la culpa del incendio de Sardes no fue de los atenienses, ni siquiera de los jonios, sino de esos sodomitas de los lidios por construir los techos de sus casas con cañas secas y no con tejas como la gente sensata.

El intérprete tradujo las palabras de Milcíades, prescindiendo de la alusión a la supuesta sodomía de los lidios, del mismo modo que cuando transmitía las frases de Datis procuraba evitar los términos más ofensivos que Temístocles sí entendía, como «serpientes», «sabandijas mentirosas» o «repugnantes cucarachas». El general, como Sicino, debía de ser seguidor del dios Ahuramazda, pues sus fieles aborrecían a todos los bichos y criaturas que reptaban por el suelo.

—Dice mi señor —tradujo de nuevo el intérprete— que, dado que no aceptáis sus justos y moderados términos, os emplaza aquí mismo mañana después del amanecer, con todo vuestro ejército, para dirimir de una vez por todas esta contienda como hombres de verdad.

Calímaco agarró del brazo a Milcíades para decirle algo al oído, pero el viejo león estaba ya muy crecido y respondió como si él y sólo él fuese el portavoz de la voluntad de Atenas.

—Dile a tu amo que estamos muy cómodos en nuestro campamento, a la sombra, y que no nos gusta pelear al sol. Así que, si queréis, venid a visitarnos vosotros. Pero daos prisa, porque mañana mismo esperamos a otros huéspedes, y no sé si tendremos sitio para todos. Cuando lleguen los diez mil espartanos vamos a estar muy apretados en nuestro campamento.

Mientras el sirviente traducía, Datis apretó los labios tanto que su boca se convirtió en una ranura. Pero cuando escuchó datha hazarabam, «diez millares», los ojillos se le abrieron un instante. Eso le ha sorprendido, pensó Temístocles.

Datis volvió a hablar, pero esta vez ni siquiera se dirigió a los atenienses, sino que hizo un gesto para que se acercara un jinete que hasta entonces había permanecido tapado tras los demás.

Temístocles lo había visto alguna vez cuando era niño, y más bien de lejos, pero lo recordaba pese a las arrugas que le cruzaban el rostro y a que tenía el pelo y la barba blancos como la espuma del mar. Era Hipias.

—Es inútil tratar con estos perros —le dijo Datis en persa, hablando despacio para que el anciano tirano lo entendiera—. Voy a matarlos a todos y a dejar que sus cadáveres se pudran aquí mismo, pues esta tierra es impura. Luego incendiaré Atenas y la arrasaré hasta los cimientos. Elige otra ciudad de Grecia para gobernarla, amigo, ya que de ésta no va a quedar piedra sobre piedra.

Hipias agachó la mirada y no dijo nada, aunque Temístocles vio, o quiso ver, que los ojos se le empañaban de lágrimas. Datis volvió a hablar con el intérprete, que se dirigió a los atenienses.

—Mi señor dice que esta absurda reunión se ha acabado y que es imposible razonar con bárbaros que no respetan la verdad. Mi señor dice también que es la última vez que ofrece una tregua sagrada y que a partir de ahora nada se tratará con heraldos, sino a punta de flecha y de lanza.

Sin esperar a que el intérprete terminara de hablar, Datis tiró de las riendas de su caballo para hacerle volver grupas y se marchó sin despedirse. Los demás lo siguieron. Tan sólo uno de los oficiales griegos, el único que no se había quitado el yelmo corintio a pesar del calor, se demoró un momento, como si quisiera decirles algo a los atenienses. Pero, finalmente, dio la vuelta con los demás y se alejó hacia el campamento enemigo.

—¿Qué le ha contado el persa a Hipias? —preguntó Arístides a Milcíades.

El general se quedó pensando unos instantes, bien fuera para intentar traducir en su mente lo que había oído o para inventárselo. Por fin, reacio a confesar que no lo sabía, sacudió la cabeza.

—Nada importante. Vámonos de aquí. Sólo a un persa se le ocurre convocar una reunión inútil cuando el sol está en todo lo alto.

Temístocles podría haberles repetido las palabras de Datis, pero no dijo nada. No le había confesado a nadie que sabía persa, ni pensaba hacerlo. Desde muy joven había comprobado que la mayoría de la gente quiere aparentar más poder del que tiene y más conocimiento del que posee.

Una fórmula segura para el éxito a corto plazo y el fracaso a la larga. Era mucho mejor lo contrario, pues, como rezaba un viejo proverbio: Las orejas son mejores maestras que la boca.

Mientras regresaban al campamento, Artemisia no hacía más que pensar en Temístocles y en la impresión que le había vuelto a causar después de tantos años. Distraída, apenas se dio cuenta de que habían atravesado de nuevo las líneas de los escuderos. Poco después pasaron junto a un cercado donde unos pajes ejercitaban a los caballos entre voces, relinchos y carcajadas. En ese momento, el guerrero de la máscara se rezagó un poco hasta quedar a la altura de Artemisia y le dijo en un persa muy enfático y correcto, casi poético:

—Es duro llevar la cara bajo el metal ardiente cuando los rayos del sol caen desde las alturas.

Artemisia le hizo una seña a Zósimo para que se apartara de ellos. Después tragó saliva y carraspeó. Ya que un noble persa se había dirigido a ella abiertamente, no tenía más remedio que hablar. Su voz era bastante grave para ser mujer, pero aun así bajó todavía más el tono y afectó ronquera.

—Lo es, señor.

—Yo tengo mis motivos para ocultar el rostro a los demás. Sin duda, tú también.

—Así es, señor.

—Pero tus motivos no pueden ser los mismos que los míos. Pues un rostro tan hermoso como el tuyo es imposible que ofenda a nadie.

Artemisia se removió en el asiento, inquieta. Tal vez había llegado demasiado lejos con su juego.

El enmascarado acercó la mano a su antebrazo, pero no llegó a tocarla. La manga del caftán se recogió con el movimiento, y la joven pudo observar que Patikara tenía las manos muy blancas y cuidadas.

—Tranquila. No seré yo quien te critique. Cuando los hombres se convierten en mujeres, las mujeres deben convertirse en hombres.

—No entiendo tus palabras, señor. Hablas en enigmas para mí. El enmascarado soltó una carcajada.

—Sabes que no es así. Dime, hermosa Artemisia, ¿no te gustaría poder ir a la guerra sin esa barba postiza y a cara descubierta, y mandar a tus propios hombres para servir al Rey de Reyes? Era inútil seguir negando su identidad delante de aquel hombre. Artemisia dejó de fingir carraspera y contestó:

—Me sentiría muy honrada si así fuese, señor. No encontrarás entre los griegos a ningún súbdito más leal al Gran Rey que yo.

—¿Confías en mí, Artemisia? Es absurdo. Ni siquiera conozco a este hombre, pensó Artemisia, pero contestó:

—Confío en ti, señor.

El persa acercó su caballo tanto que las piernas de ambos se tocaron. El corcel negro era tan alto que la rodilla de Artemisia llegaba apenas a media pantorrilla del enmascarado. Bajando la voz, Patikara dijo:

—Cuando llegue el momento, harás algo por mí. Correrás peligro, pero la recompensa será grande, Artemisia. Muy grande. ¿Harás lo que te pida? A Artemisia se le encogió el vientre, y le pareció escuchar el gélido aliento de las Keres soplando junto a su oído, pues estaba convencida de que Patikara tramaba algo a espaldas de Datis, y ya había visto cómo trataba el general persa a sus enemigos. Pero, al mismo tiempo, se vio a sí misma como le había dicho Patikara, sin barba, a rostro descubierto, mandando a sus soldados a la batalla sobre el puente del Calisto, la nave capitana de Halicarnaso. La visión le encendió la sangre.

—Lo haré, señor.

—Bien, Artemisia —respondió el enmascarado—. Alguien acudirá a verte y te dirá: «Ha llegado la hora de caminar por el puente de Chinvat». Ese hombre será quien te dé mis instrucciones. Lo hará de viva voz, pues no debe quedar prueba alguna. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo, señor.

—Recuerda. No quedará prueba alguna de que tú y yo hayamos tenido el menor trato.

Sin añadir más, Patikara se apartó de ella. Zósimo acudió presto junto a Artemisia y sujetó la rienda de su caballo, con gesto preocupado, pero no dijo nada. No creo que lo haya oído, pensó la joven. Además, que a ella le constara, Zósimo no sabía persa.

Había alguien que sí conocía el persa, aunque lo disimulaba. Durante la reunión con los atenienses, Artemisia no le había quitado el ojo a Temístocles. Mientras Datis hablaba, los demás tenían la mirada opaca que adquiere alguien cuando no comprende lo que dice. Pero la suya brillaba, y tenía los oídos atentos. Era evidente que entendía lo que estaba escuchando.

Al acordarse de Temístocles, volvió a pensar en el riesgo que corría por haberse involucrado con Patikara en una conjura cuyo alcance desconocía. Y tomó una decisión. Si la muerte estaba cerca, antes de que llegara cogería en sus manos los frutos de la vida.