XVII

Cuando se quiere ser ingenioso ocurre que se miente un poco. No he sido muy honesto cuando hablé de los faroleros. Corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a quienes no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco lugar en la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que pueblan la Tierra se tuviesen de pie y un poco apretados, como en un mitin, podrían alojarse fácilmente en una plaza pública de veinte millas de largo por veinte millas de ancho. Podría amontonarse a la humanidad sobre la más mínima islita del Pacífico.

Las personas grandes, sin duda, no os creerán. Se imaginan que ocupan mucho lugar. Se sienten importantes, como los baobabs. Les aconsejaréis, pues, que hagan el cálculo. Les agradará porque adoran las cifras. Pero no perdáis el tiempo en esta penitencia. Es inútil. Tened confianza en mí.

Una vez en tierra, el principito, quedó muy sorprendido al no ver a nadie. Temía ya haberse equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió en la arena.

—Buenas noches —dijo al azar el principito.

—Buenas noches —dijo la serpiente.

—¿En qué planeta he caído? —preguntó el principito.

—En la Tierra, en África —respondió la serpiente.

—¡Ah!… ¿No hay, pues, nadie en la Tierra?

—Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es grande —dijo la serpiente.

El principito se sentó sobre una piedra y levantó los ojos hacia el cielo:

—Me pregunto —dijo— si las estrellas están encendidas a fin de que cada uno pueda encontrar la suya algún día. Mira mi planeta. Está justo sobre nosotros… Pero, ¡qué lejos está!

—¡Qué hermoso es! —dijo la serpiente—. ¿Qué vienes a hacer aquí?

—Estoy disgustado con una flor —dijo el principito.

—¡Ah! —dijo la serpiente.

Y quedaron en silencio.

—¿Dónde están los hombres? —prosiguió al fin el principito—. Se está un poco solo en el desierto.

—Con los hombres también se está solo —dijo la serpiente.

El principito la miró largo tiempo:

Eres un animal raro —le dijo al fin—. Delgado como un dedo…

—Eres un animal raro —le dijo al fin—. Delgado como un dedo…

—Pero soy más poderoso que el dedo de un rey —dijo la serpiente.

El principito sonrió:

—No eres muy poderoso…, ni siquiera tienes patas…, ni siquiera puedes viajar…

—Puedo llevarte más lejos que un navio —dijo la serpiente.

Se enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de oro:

—A quien toco, lo vuelvo a la tierra de donde salió —dijo aún—. Pero tú eres puro y vienes de una estrella…

El principito no respondió nada.

—Me das lástima, tú, tan débil, sobre esta Tierra de granito. Puedo ayudarte si algún día extrañas demasiado tu planeta. Puedo…

—¡Oh! Te he comprendido muy bien—dijo el principito—, pero ¿por qué hablas siempre con enigmas?

—Yo los resuelvo todos —dijo la serpiente.

Y quedaron en silencio.