Aprendí bien pronto a conocer mejor esa flor. En el planeta del principito siempre había habido flores muy simples, adornadas con una sola hilera de pétalos, que apenas ocupaban lugar y que no molestaban a nadie. Aparecían una mañana entre la hierba y luego se extinguían por la noche. Pero aquélla había germinado un día de una semilla traída no se sabe de dónde y el principito había vigilado, muy de cerca, a esa brizna que no se parecía a las otras briznas. Podía ser un nuevo género de baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a elaborar una flor. El principito, que asistió a la formación de un capullo enorme, sentía que iba a surgir una aparición milagrosa, pero, al abrigo de su cámara verde, la flor no terminaba de preparar su embellecimiento. Elegía con cuidado sus colores. Se vestía lentamente y ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir llena de arrugas como las amapolas. Quería aparecer con el pleno resplandor de su belleza. ¡Ah!, ¡sí! ¡Era muy coqueta! Su misterioso atavío había durado días y días. Y he aquí que una mañana, exactamente a la hora de la salida del sol, se mostró.
Y la flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo en medio de un bostezo:
—¡Ah!, acabo de despertarme… Perdóname… Todavía estoy toda despeinada…
El principito, entonces, no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió suavemente la flor—. Y he nacido al mismo tiempo que el sol…
El principito advirtió que no era demasiado modesta, ¡pero era tan conmovedora!…
—Creo que es la hora del desayuno —agregó en seguida la flor—. ¿Tendrías la bondad de acordarte de mí?
Y el principito, confuso, habiendo ido a buscar una regadera de agua fresca, sirvió a la flor.
Así lo atormentó bien pronto con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de las cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres con sus garras!
—En mi planeta no hay tigres —objetó el principito—; y además, los tigres no comen hierba.
—Yo no soy una hierba —respondió suavemente la flor.
—Perdóname…
—No temo a los tigres, pero siento horror a las corrientes de aire. ¿No tendrías un biombo?
«Horror a las corrientes de aire… No es una suerte para una planta —observó el principito—. Esta flor es bien complicada…»
—Por la noche me meterás bajo un globo. Aquí hace mucho frío. Hay pocas comodidades. Allá, de donde vengo…
Pero se interrumpió. Había venido bajo forma de semilla. No había podido conocer nada de otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender en la preparación de una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para poner en falta al principito.
—¿Y el biombo?…
—¡Lo iba a buscar, pero como me estabas hablando!…
Entonces la flor forzó la tos para infligirle, aun así, remordimientos.
De este modo, el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, pronto dudó de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía muy desgraciado.
—No debí haberla escuchado —me confió un día—; nunca hay que escuchar a las flores. Hay que mirarlas y aspirar su aroma. La mía perfumaba mi planeta, pero yo no podía gozar con ello. La historia de las garras, que tanto me había fastidiado, debe de haberme enternecido…
Y me confió aún:
—No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla.