Necesité mucho tiempo para comprender de dónde venía. El principito, que me acosaba a preguntas, nunca parecía oír las mías. Y sólo por palabras pronunciadas al azar pude, poco a poco, enterarme de todo. Cuando vio mi avión por primera vez (no dibujaré mi avión porque es un dibujo demasiado complicado para mí), me preguntó:
—¿Qué es esta cosa?
—No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión.
Y me sentí orgulloso haciéndole saber que volaba. Entonces exclamó:
—¿Cómo? ¿Has caído del cielo?
—Sí —dije modestamente.
—¡Ah! ¡Qué gracioso!…
Y el principito soltó una magnífica carcajada que me irritó mucho. Quiero que se tomen en serio mis desgracias.
Después agregó:
—Entonces, ¡tú también vienes del cielo! ¿De qué planeta eres?
Entreví rápidamente una luz en el misterio de su presencia y pregunté bruscamente:
—¿Vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me contestó. Meneaba la cabeza suavemente mientras miraba el avión:
—Verdad es que, en esto, no puedes haber venido de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño que duró largo tiempo. Después sacó el cordero del bolsillo y se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imaginaos cuánto pudo haberme intrigado esa semiconfidencia sobre los «otros planetas». Me esforcé por saber algo más:
—¿De dónde vienes, hombrecito? ¿Dónde queda «tu casa»? ¿Adonde quieres llevar mi cordero?
Después de meditar en silencio, respondió:
—Me gusta la caja que me has regalado, porque de noche le servirá de casa.
—Seguramente. Y si eres amable te daré también una cuerda para atarlo durante el día. Y una estaca.
La proposición pareció disgustar al principito:
—¿Atarlo? ¡Qué idea tan rara!
—Pero si no lo atas se irá a cualquier parte y se perderá…
Mi amigo tuvo un nuevo estallido de risa:
—Pero, ¿adonde quieres que vaya?
—A cualquier parte. Derecho, siempre adelante… Entonces el principito observó gravemente:
—¡No importa! ¡Mi casa es tan pequeña!…
Y con un poco de melancolía, quizá, agregó:
—Derecho, siempre adelante de uno, no se puede ir muy lejos…