Mi hermano de expedición, previsor y meticuloso, me previno. Las reservas alimenticias y de agua se agotaban. Estas cosas, de aparente escasa importancia, jugaban también su papel. Y en ocasiones, como se verá, nos forzaron a bruscos cambios en los planes. En este caso, la alteración del programa resultaría providencial. Los víveres, como ya expliqué, habían sido programados para un total de doce días. Reduciendo la dieta podíamos resistir hasta el mediodía del viernes, 21. Pero tampoco era cuestión de agobiarnos con servidumbres de esta índole. Nuestras fuerzas e inteligencias debían estar prestas y al servicio de menesteres menos prosaicos. Así que, de mutuo acuerdo, convenimos en romper lo programado por Caballo de Troya. Ese mismo miércoles, 19 de abril, descendería a la cercana población en busca de alimentos. Pero antes, aprovechando la serena y soleada mañana, intentaríamos solventar otro asunto.
La colina continuaba desierta. Ello nos animó a poner en marcha nuestra primera salida conjunta del módulo. La temperatura en el exterior —11 oC a las 07 horas—, con certeras posibilidades de ir aumentando hasta 21 o 22 hacia el mediodía, y un 49,5 por ciento de humedad relativa, eran signos que anunciaban un día templado, muy adecuado a nuestros propósitos.
Y Eliseo, sin reprimir la emoción, cambió su habitual mono de trabajo por una vestimenta propia de la época, sustancialmente similar a la mía: un faldellín o falda corta marrón oscura y una túnica negra, de lino, con dos franjas rojas y paralelas en el centro, que se prolongaban por delante y por detrás, al estilo de las confeccionadas en En Gedi, en la costa occidental del mar Muerto. El cíngulo o ceñidor, trabajado en cuero y de 10 centímetros de anchura, era diferente al mío. Consistía en una utilísima pieza hueca, idéntica a las halladas en las ruinas de Masada, que permitía guardar dinero y pequeños enseres. Una fíbula de bronce, simulando un arco, hacía de cierre.
El calzado para esta fugaz escapada de la nave tampoco fue muy diferente al usado habitualmente por quien esto escribe: sandalias con suela de esparto, trenzado en las montañas turcas de Ankara, pulcramente perforadas por sendas parejas de tiras de cuero de vaca, debidamente empecinadas, que se enrollaban a la canilla de la pierna.
Prescindimos de las chlamys. La agradable climatología y lo engorroso de tales mantos —todo hay que decirlo— no hacían necesario ni aconsejable su uso.
Y una vez modificado el alcance de los sensores de radiación infrarroja —prolongando su radio de acción hasta los 300 pies—, mi compañero cargó una bolsa de hule con el instrumental que, según nuestros cálculos, podíamos necesitar en la inminente exploración. Y lenta y parsimoniosamente, como si en ello le fuera la vida, descendió hacia la laja de piedra. Le seguí con curiosidad. Aquél, en efecto, era su primer contacto directo con la Palestina de Jesús. Un Jesús de Nazaret a quien no había tenido la fortuna de contemplar cara a cara. Yo lo sabía. Conocía bien sus inquietudes y su acariciado sueño y allí mismo, bajo la «cuna», supliqué a los cielos para que esa oportunidad no se malograra. Ninguno de los dos imaginábamos entonces lo cerca que estábamos de tan crucial y decisivo encuentro…
Al igual que sucediera conmigo en la segunda salida, Eliseo, durante unos instantes, permaneció mudo. La belleza de la verdeante y perfumada colina no era para menos. Paseó la vista a su alrededor y, dejándose arrastrar por uno de sus impulsos, clavó la rodilla derecha en tierra, arrancando un húmedo manojo de hierbas y flores. Lo llevó hasta los labios y, entornando los ojos, lo besó. ¡Hipócrita! ¡Todo puro teatro!… Después, sonriéndome, pareció excusarse por aquel gesto que, quizá, yo podía interpretar como algo pueril. No fueron ésos mis pensamientos…
Al punto, nada más separarnos de la invisible «cuna», la «cabeza de cerilla» alojada en mi oído derecho comenzó a pulsar. Era la señal previamente establecida. «Santa Claus», según lo programado, había iniciado la emisión de una serie de impulsos electromagnéticos de 0,0001385 segundos cada uno, perfectamente audible a través de la conexión auditiva. El dispositivo no era otra cosa que un reajuste del escudo protector IR. En el supuesto de que alguien penetrara en el círculo infrarrojo de 300 pies de radio, los sensores, tras captar la presencia del intruso, traducían la señal a impulsos eléctricos y, automáticamente, el computador central la reemitía en forma de mensajes de corta duración. Aunque nos encontráramos a 15 000 pies de la nave, «Santa Claus» podía «interpretar» y reconvertir la alerta IR, transmitiéndola hasta nuestra posición. Este sistema, de gran fiabilidad, nos autorizaba a abandonar el módulo, sin que por ello dejáramos de registrar la proximidad de hombres o animales en la mencionada zona de seguridad de la máquina. En el caso que nos ocupa, estos impulsos electromagnéticos fueron provocados por nosotros mismos, situados en pleno campo de acción de los sensores de radiación infrarroja. Al alcanzar las inmediaciones del circo basáltico y escapar así del escudo IR, los «pitidos» cesaron.
Trepamos a lo alto de las rocas y, tras cerciorarnos de la soledad del entorno, nos dispusimos a desvelar el misterio que guardaba la piedra circular.
Con un par de secos taconazos, la cuña cedió. Y la pesada muela, sin apenas ayuda, se deslizó por gravedad hacia la izquierda, rugiendo en su roce con la pared de caliza. Una negra boca rectangular, de unos 90 centímetros de altura, apareció ante nosotros. Nos miramos con inquietud. ¿Debíamos proseguir? La tenebrosa oscuridad me hizo dudar. ¿Hasta qué punto era necesario arriesgarse en una aventura como aquélla, al margen de nuestra verdadera misión? Pero Eliseo, adivinando mis pensamientos, arrojó el saco al interior y, sin más contemplaciones, gateando, se introdujo en la galería. Le seguí con el corazón acelerado. Y ya en el angosto túnel, empezamos a percibir un olor acre y desabrido que nos puso en la pista de lo que en verdad encerraba la cueva. Mis sospechas eran fundadas. Y, seguros de la total ausencia de testigos, nos decidimos a utilizar una potente linterna de 33 000 lúmenes, a batería, con una autonomía de casi dos horas [49]. (En otras circunstancias, obviamente, este foco ni siquiera habría salido de la nave). El pasadizo, de unos 2 metros de profundidad, desembocaba en una antecámara rectangular, igualmente excavada en la roca, cuyo techo —a casi 3 metros de altura— nos permitió erguirnos. El suelo de la sala, ligeramente más bajo que el del pasadizo de entrada, se hallaba rodeado de anaqueles de piedra. En el centro geométrico de cada uno de los muros se abrían sendos arcos —a manera de puertas y de 1,80 metros de altura— que conducían a otras tantas cámaras, todas cuadradas, de 8 metros de lado. En aquellos cubículos, a pesar del carácter hidrófilo de la caverna, que «absorbía» buena parte de los gases, el tufo a sulfídrico y amoníaco era tan denso y nauseabundo que, por comodidad, echamos mano de las máscaras, prudentemente incluidas en el petate. (Como médico sabía que, al cabo de unos minutos, la pituitaria terminaría por saturarse y la membrana nasal dejaría de percibir la molesta y abrumadora fetidez. Pero respeté los lógicos deseos de mi hermano). En efecto, nos hallábamos en una cripta funeraria de grandes proporciones que, con toda probabilidad, guardaba los restos mortales de alguna adinerada familia de Cafarnaum, o quizá de todo un colectivo. Al pie de las paredes, sobre los anaqueles, se abrían los kokim o nichos (en algunos muros contamos hasta nueve), sellados por otras tantas piedras circulares. Al retirar las muelas aparecieron unas celdas de 2 metros de largo por 80 centímetros de alto y 55 de anchura. En su interior reposaban unos curiosos sarcófagos rectangulares de madera —casi todos de ciprés y sicomoro—, fabricados a base de tablones unidos por bisagras y clavijas. Dispusimos el vestuario de protección —dos pares de guantes para cada uno, gafas, gorros y sendos mandiles que nos cubrían desde el cuello hasta los pies— y, procurando no descomponer los deteriorados cajones, tiramos de ellos hasta situarlos en el centro de la sala. Al destaparlos fuimos encontrando un sistema de enterramiento —muy común en el siglo I antes de Cristo— que consistía en la superposición, en un mismo ataúd, de dos y hasta tres individuos, separados por colchones de cuero. (Generalmente, un adulto y un niño o dos adultos y un infante). Junto a los restos se alineaban cazuelas y recipientes de barro y, en cinco de ellos, ocupados por mujeres, sandalias y una moneda acuñada en la época de Herodes. La mayoría se hallaba en estado óseo. Sólo unos pocos habían pasado a la situación de desintegración pulverulenta. Varios de los niños aparecían momificados y desecados. Tres de los enterramientos, en cambio, mucho más recientes, se hallaban en la segunda y tercera fases de putrefacción —períodos enfisematosos y colicuativos—, con los cadáveres hinchados, repletos de ampollas, materialmente asaltados por las escuadras o cuadrillas cadavéricas y con las redes venosas presentando la típica imagen en retículo marmóreo: rojas, verdes y ramificadas desde la base del cuello hasta las ingles. Muy probablemente habían sido sepultados en el transcurso de los últimos dos o tres meses.
La incisión en los vasos reveló que estaban llenos de burbujas de gas y de sangre, en pleno proceso de hemólisis[50].
Pero no era aquello lo que en realidad buscábamos. Y una vez concluidos los análisis e investigaciones en las cámaras funerarias, sellados de nuevo los nichos, nos encaminamos a la planta inferior de la cripta. En el pavimento del cubículo practicado frente al túnel de entrada, unos peldaños permitían el acceso a una segunda sala, de casi 30 metros de fondo, repleta de nichos y arcosolios. Allí, en repisas igualmente excavadas en la roca viva, descansaba nuestro principal objetivo: una treintena de osarios rectangulares, tallados en piezas únicas de piedra caliza, con tapas separadas. Casi todos presentaban los nombres, origen de la familia y datos personales de la vida de cada uno de los enterrados, grabados en hebreo y griego. Estas inscripciones nos ayudarían a establecer los parentescos y a verificar otros datos antropológicos. Cada osario —de 50 centímetros de alto por 70 de largo y 25 de ancho— contenía los huesos desarticulados de uno o varios individuos, trasladados a las arquetas de piedra después del primer enterramiento y de la descomposición de la carne. Otros, más reducidos, guardaban la osamenta de niños. En el centro de la cámara, en un ancho pozo de 2 metros de diámetro, se apilaba un caótico montón de huesos humanos, mezclados con vasijas de barro, la mayoría rota e inservible.
Una oportunidad como aquella quizá no se repitiera. Por razones fáciles de comprender, un estudio antropológico de los judíos vivos de aquel tiempo resultaba casi inviable. De ahí que, al detectar las galerías subterráneas y sospechar su naturaleza, tanto Eliseo como yo estimamos que, al margen de la misión propiamente dicha, no debíamos menospreciar la ocasión de estudiar los restos humanos allí depositados y que, sin duda, revelarían datos de gran interés científico. E, ilusionados con el proyecto, nos embarcamos en un febril análisis osteológico. (En días sucesivos, mi compañero se encargaría de concluir las mediciones, aventurándose en solitario en la cripta. Lamentablemente, esta temeridad nos reportaría un susto de muerte y una lección que no olvidaríamos).
En total logramos examinar los restos de 197 individuos, pertenecientes a tres generaciones de la familia de un tal Yejoeser ben Eleazar y su esposa Slonsion. El apellido Goliat aparecía grabado en la mayor parte de los osarios. Pues bien, las conclusiones más destacadas de este estudio —extensibles en buena medida a la generalidad de la población de la Galilea— fueron las siguientes:
El 50 por ciento de los individuos había fallecido antes de los dieciocho años. (Dentro de este grupo, la cifra más alta de mortalidad correspondía a los primeros cinco años de vida). Ello reflejaba algo que, en el fondo, ya sabíamos: el índice de mortalidad infantil era muy considerable.
También fue observada una alta incidencia de anomalías en el sistema óseo[51], con un fuerte predominio de la artritis, en especial entre los hombres y mujeres de mayor edad, muy extendida en las regiones cervical y lumbar de la columna.
En cuanto a la dentición, el cuadro final fue igualmente calamitoso. Encontramos caries en un 37 por ciento de los maxilares. (En general eran interpróximas en caninos y molares). También descubrimos abscesos alveolares en un 28,5 por ciento de los maxilares y en un 30,2 por ciento de las mandíbulas: la mayoría en las regiones molar, de caninos e incisivos. El desgaste era mayor en los especímenes más antiguos. (Muy señalado en los molares y premolares). La reabsorción alveolar denotaba una grave enfermedad periodontal, causa, sin duda, de la frecuente pérdida antemortem de dientes. Según nuestras observaciones, los primeros en caer eran los molares. (Detectamos también dos caninos inferiores de raíz doble; un cráneo con ausencia congénita de caninos maxilares y un canino deciduo y un incisivo con las raíces y coronas fusionadas). Las condiciones dentales de la población eran, por tanto, lamentables. (A los problemas degenerativos de naturaleza congénita, avitaminosis, etc., había que añadir el excesivo consumo de pan —elemental en la dieta de los hebreos— que conducía con seguridad a la enfermedad periodontal y a un notable desgaste de las piezas).
Los cráneos de aquellos galileos resultaron, en el caso de los varones, claramente mesocéfalos[52], mientras que los de las hembras —relativamente más anchos— aparecieron como braquicéfalos[53]. La proliferación de cráneos masculinos mesocéfalos, con una media de 81,5 en aquellas latitudes, nos obligaría a rectificar el criterio sostenido hasta entonces respecto del cráneo de Jesús de Nazaret, igualmente mesocéfalo y que, fiándonos de los estudios de Von Luschan y Renan, habíamos estimado como «poco frecuente» entre los judíos de la Galilea.
Según los compases de arco, reglas y calibres utilizados, la estatura media de aquellos especímenes —ratificada en observaciones posteriores y directas— oscilaba alrededor de 1,66 metros en los hombres y de 1,48 en las mujeres. En consecuencia, con su 1,81, Jesús de Nazaret también fue en esto una excepción. A título de anécdota diré que, al clasificar los huesos de la cripta, descubrimos dos osamentas extremadamente altas y robustas. Una arrojaba una talla de 1,88 metros y la segunda 1,77. Dadas sus notables diferencias con el resto, estos individuos —varones— no fueron incluidos en el análisis métrico general en el que, por cierto, «Santa Claus» desempeñó un decisivo papel[54].
Tres horas después de haber penetrado en el complejo funerario, con la segunda batería medio agotada, impacientes por respirar aire puro e intranquilos ante lo dilatado de la estancia fuera del módulo, dimos por finalizada la primera sesión de trabajo a la que, como queda dicho, seguirían otras no menos apasionantes jornadas.
Lo que no resultó tan fascinante fue el obligado cierre del panteón. A pesar de nuestros esfuerzos, la pesada muela —con sus 400 o 500 kilos— apenas se movió. El canalillo en rampa sobre el que debía rodar fue un obstáculo insalvable para estos sudorosos y desesperados expedicionarios. Lo intentamos una y otra vez, volcándonos materialmente sobre la roca y empujando hasta que las manos nos sangraron. Imposible. Extenuados, no supimos qué hacer. Pero Eliseo, confiado y optimista, enfocó el percance por su lado bueno: después de todo, aquello facilitaba el acceso y las futuras investigaciones. El razonamiento no me tranquilizó. Si los lugareños descubrían —como así fue— que la cripta había sido violada, los estudios e, incluso, el punto de asentamiento de la nave podían correr graves riesgos. La intuición no me engañaría…
Hora sexta. (Aproximadamente, las doce).
Como habíamos convenido, me dispuse a bajar a la todavía supuesta ciudad de Jesús: Cafarnaum. Inspeccioné mi atuendo y la bolsa de hule, cambiando de calzado. El programa ordenaba que, a partir del aterrizaje a orillas del lago, las habituales sandalias de esparto debían ser reemplazadas por las «electrónicas». Para la caminata que estaba a punto de iniciar y para las que me aguardaban en días sucesivos, aquel invento resultaba tan útil como imprescindible. El material y las formas eran básicamente idénticos. Sólo las suelas —parcialmente ahuecadas— las hacían diferentes. En su interior habían sido dispuestos dos sistemas miniaturizados: un microtransmisor y un contador de pasos. El primero, vital para mi localización en las pantallas de la «cuna». (Cuando, por necesidades de la exploración, me viera forzado a desplazarme a distancias superiores a los 15 000 pies del módulo, este dispositivo sustituía, en parte, la escasa o nula fluidez de la conexión auditiva. Una señal emitida por dicho microtransmisor era entonces captada y amplificada en el extremo superior de la «vara de Moisés» y reenviada hasta las antenas de la nave mediante un potente láser. De esta forma, Eliseo y yo permaneceríamos medianamente comunicados. De hecho, en determinadas misiones, el sistema fue utilizado como una clave para marcar el inicio o el remate de operaciones y maniobras específicas).
El segundo equipamiento electrónico contaba con un microcontador de pasos, un cronómetro digital, un sensormedidor del gasto energético en cada desplazamiento y una célula programada para elevar la temperatura del calzado en caso de extrema inclemencia[55].
En principio, mi presencia en el referido núcleo humano debía ser lo más breve y cauta posible. Lo justo para adquirir una razonable cantidad de víveres que aliviara nuestra penosa situación. Más adelante, una vez que los discípulos del Resucitado arribaran a la zona, mis idas y venidas quedarían menos limitadas. Éstos eran los planes. Pero, ya se sabe, el hombre propone…
Y a eso de las 12 horas, como venía diciendo, con las «crótalos», 40 sequel y algo más de 80 sestercios en la bolsa de hule impermeabilizado, abandoné la «base-madre», pletórico de fuerzas y —por qué negarlo— con un sutil cosquilleo en las entrañas. Aquél iba a ser el escenario de mis próximas aventuras y, lo que era más importante, de mis posibles reencuentros con el añorado rabí de Galilea.
Tomé la dirección del circo basáltico y, tras salvar las grandes rocas negruzcas, me deslicé por la verdeante ladera oriental, siguiendo la estrecha pista de tierra rojiza que moría en la explanada de la cripta. El camino aparecía solitario. Aquello me tranquilizó. La condición de extranjero y gentil no me favorecía. Si alguien me descubría descendiendo por aquella vereda, quizá se formulase más de una pregunta. ¿Qué pintaba un pagano en las inmediaciones de un lugar tan sagrado como un cementerio judío? Comprendí que, mientras la roca circular no fuera devuelta a su primitiva posición, debería evitar aquella ruta. Pero, por suerte, los campos colindantes, en plena maduración, aparecían desiertos.
Al ganar la bifurcación respiré aliviado. La distancia recorrida desde el «punto de contacto» hasta la división del sendero ascendía a 600 metros. Desde allí, por una pendiente más suave, el camino conducía directamente al extremo occidental de la población, sorteando —a derecha e izquierda— numerosos y dorados trigales. No pude remediarlo. Y empujado por la curiosidad me detuve junto a uno de los campos, examinando las cargadas espigas. La cosecha se presentaba espléndida, con treinta y hasta cincuenta granos por planta. Unos granos duros, descortezados y ricos en gluten —típicos del llamado trigo duro, muy frecuente en la Palestina de Jesús—, que producían una excelente harina. Más allá, en otras parcelas, curvada también por el peso del fruto, se distinguía una segunda especie de trigo: la escanda, de inferior calidad, cuyos granos descascarillados no admitían la trilla.
El polvoriento sendero desembocaba en la gran arteria que bordeaba parte de la costa oeste del lago y que habíamos tenido ocasión de contemplar desde el aire y desde el lugar de asentamiento del módulo. Si mis cálculos no fallaban, la distancia recorrida entre el circo de basalto y la confluencia del camino con la calzada podía estimarse en algo más de una milla. Al final de esta senda principal, a unos 300 o 400 metros hacia el este, se divisaban los negros muros de la ciudad en la que debía adentrarme. Sentí un escalofrío. A pesar del entrenamiento y de las muchas horas vividas en Jerusalén, Betania y los alrededores de la Ciudad Santa, tuve una incómoda sensación. Fue como si empezara de cero. Como si aquella nueva fase de la exploración ocultara emociones y peligros con los que no habíamos contado. Espanté estos presagios y, por espacio de algunos minutos, tras comunicar a Eliseo mi posición, me entretuve en el examen de la calzada. Porque, en efecto, de eso se trataba: de una de las robustas y magníficas vías, de diseño y construcción enteramente romanos, de 4,5 metros de anchura, elevada sobre el terreno circundante en unos 80 centímetros y perfectamente enlosada con grandes y erosionadas placas de basalto, cuadradas y rectangulares, cuyas junturas habían sido invadidas y coloreadas por verdes regueros de hierba y maleza. A la derecha del bordillo y de las numerosas cantoneras que cerraban el camino (en este caso, mirando hacia la población), corría un estrecho pasillo, pavimentado a base de pequeños guijarros negros, de menor dureza que las losas de la calzada e ideado sin duda para el paso de hombres y animales. El summum dorsum o calzada aparecía ligeramente abombada, facilitando así el desagüe. Una vez más quedé maravillado. A pesar de lo accidentado e ingrato del terreno, los excepcionales constructores romanos habían dado muestra de su pericia y buen hacer[56].
En cuclillas y ensimismado en el examen de la calzada no reparé en la silenciosa aproximación de aquel individuo hasta que, prácticamente, lo tuve a mi espalda. Me sobresalté. El anciano —un sencillo agricultor, a juzgar por su tosco chaluk de lana y por el almocafre o pequeña azada para trasplantar que colgaba de su ceñidor— sonrió, deseándome paz y salud. Me observó intrigado y, antes de que pudiera corresponder, preguntó si había perdido algo. Me incorporé y, señalando el polvoriento calzado, balbuceé una excusa: sólo intentaba poner en orden las cintas de las sandalias, maltrechas por la caminata. En contra de lo que esperaba, el hebreo, al detectar mi acento extranjero, no manifestó contrariedad alguna. A diferencia de muchos de los habitantes de Jerusalén, aquel galileo —como la mayoría de los que tuve oportunidad de tratar— hizo honor a la afamada liberalidad de que disfrutaba la región. Una liberalidad agriamente criticada por los ortodoxos y por las castas sacerdotales de la Judea. Y de una forma natural, sin proponérmelo, me vi caminando junto al campesino en dirección a la aldea. El tal Jonás poseía un pequeño huerto en las inmediaciones de la zona de Tabja, muy cerca de los manantiales, y, en honor a la verdad, me brindaría una inestimable ayuda en aquellos primeros tanteos. Tímidamente le interrogué por el nombre de la villa que teníamos a la vista y mi providencial «amigo», atónito, replicó con sobrada razón si la pregunta formaba parte de algún juego o adivinanza o si, por el contrario, trataba de mofarme de su buena voluntad. Apacigüé como pude su lógica extrañeza, asegurando que no era ésa mi intención y suplicando con vehemencia que disculpara la torpeza de aquel cansado peregrino. Fue así, encajando el más que justificado reproche del anciano, como supe que, tal y como sospechábamos, aquélla era la célebre Kefar Nahum (aldea de Nahum), como verdaderamente se conocía a Cafarnaum en los tiempos de Jesús [57]. Al parecer, el título de Nahum se remontaba al siglo II antes de Cristo —fecha de su fundación— y le había sido dado en honor a un destacado personaje (Nahum).
A lo largo de todo el flanco oeste de la población —entre la calzada y las casas— se alineaban decenas de pequeños huertos, meticulosamente cercados por muros de piedra negra de un metro o metro y medio de altura sobre los que se destacaban higueras, altos nogales, almendros, granados y tupidos sicomoros, amén de otros frutales que no llegué a identificar. Varios senderillos partían de la arteria principal, perdiéndose entre los muretes de basalto del rico y floreciente cinturón agrícola que cercaba Nahum por aquel extremo y que empezó a darme una idea más precisa de la prosperidad del lugar.
Al llegar a cincuenta metros de la triple y colosal puerta de la ciudad, ubicada al norte, dudé. Bajo los arcos, entre harapientos mendigos y lisiados, distinguí una patrulla romana, con sus características túnicas rojas bajo las cotas de mallas y sus cascos de bronce estañado destelleando al sol. Pensé en despedirme allí mismo de Jonás y tomar una de las veredas que sorteaba los huertos, esquivando así a los soldados. Pero me contuve. No tenía nada que ocultar y la compañía del vecino de Nahum —como llamaré a partir de ahora a Cafarnaum— me favorecía. E, inesperadamente, siguiendo otro impulso, detuve la marcha, proponiéndole algo. Dibujé la más convincente de las sonrisas y, mostrándole un par de sequel, pregunté si aceptaba conducir a aquel torpe y desamparado gentil hasta el hogar de los Zebedeo. Aquélla era mi única referencia, medianamente válida, que podía justificar mi presencia en la villa. Jonás se resistió. Conocía de antiguo a la familia de los «constructores de barcos» —como la definió— y, precisamente en honor a esa vieja amistad, rechazó la generosa paga, ofreciéndose gentil y hospitalario a ponerme en contacto, no con la casa de los Zebedeo, sino con el astillero. Al parecer, el hogar de Juan y Santiago se hallaba al otro lado del lago: en un lugar que el labrador denominó «Saidan».
—¿Saidan?
Reemprendimos la marcha y Jonás, complacido ante la posibilidad de mostrar su superioridad sobre aquel desconcertante griego —aunque sólo fuera en el conocimiento de la zona y de sus topónimos—, me explicó que así llamaban a Bet Saida.
El comportamiento del campesino —gesticulante, familiar y derrochando aclaraciones— no despertó sospechas entre la media docena de mercenarios romanos que, aburridos e indolentes, nos vio pasar bajo los sillares de basalto de la triple arcada.
—¿Te refieres a Bet Saida Julias?
Jonás no salía de su asombro. Mi ignorancia parecía no tener límites. Pero, sin perder el buen humor, me hizo ver que «una cosa era Saidan o Bet Saida —en realidad, un barrio pesquero de Nahum— y otra muy distinta Bet Saida Julias, construida por Filipo muy cerca del Jordán y a poco más de 16 estadios (unos 3 kilómetros) de Saidan».
Empezaba a comprender. Saidan era el nombre popular y abreviado de Bet Saida, que poco o nada tenía que ver con Bet Saida Julias.
De buenas a primeras, sin tiempo para acondicionar los esquemas mentales, me encontré frente a una ancha calle de 6 metros de anchura y 300 de longitud, que dividía a Nahum de norte a sur. Era la arteria principal, jalonada a derecha e izquierda por decenas de columnas de 3 metros de altura sobre las que se elevaban edificios de una, dos y hasta tres plantas, todos ellos, como la columnata, construidos a base de piedra negra volcánica.
Sinceramente, quedé desconcertado. Aquello no guardaba semejanza alguna con la paupérrima idea que tienen los cristianos de «nuestro tiempo» de la «ciudad de Jesús». Aquello, dentro de las lógicas limitaciones, era todo un sólido, floreciente y cuidado asentamiento humano, palpitante y en continua agitación, donde los gritos de los aguadores, el monótono reclamo de los vendedores y artesanos instalados bajo los pórticos, el choque de los cascos de las caballerías sobre el húmedo y ennegrecido adoquinado y el presuroso ir y venir de gentes de toda condición y origen se confundían y tapaban mutuamente, convirtiendo la calzada en un torbellino de olores, gestos y luces.
Jonás debió de intuir mi perplejidad. Y, tomándome del brazo, me invitó a proseguir, anunciándome que el taller de los Zebedeo se hallaba al otro extremo de la población, junto al río que bajaba de Korazín.
En verdad, Nahum hacía honor a su condición de villa fronteriza, entre la tetrarquía de Herodes Antipas y los dominios de su medio hermano Filipo. Allí, en pleno cruce de rutas caravaneras, en total armonía con los autóctonos del lugar, traficaban y descansaban extranjeros de Idumea, de Tiro, de la Decápolis, de la Transjordania, de Sidón, griegos, comerciantes en trigo del lejano Egipto, pescadores de todos los puntos del Kennereth, nómadas beduinos y, por supuesto, hebreos, israelitas y judíos de todo el país y de más allá del Mediterráneo.
A uno y otro lado de la calle principal se abrían numerosas vías y callejuelas secundarias, igualmente saturadas de pequeños comercios en los que una cacharrería multicolor, informes pilas de telas, canastos de frutas y hortalizas, sastres con una gruesa aguja de hueso pinchada en la tela, alfareros de manos y pies húmedos, perfumistas, zapateros y una interminable cadena de gremios invadían el pavimento, dificultando el ya comprometido y abigarrado tránsito de hombres y bestias.
En aquella primera y atropellada observación pude comprobar que la casi totalidad de las viviendas había sido edificada a base de pequeñas y medianas piedras basálticas —en forma de discos—, con los intersticios rellenos de barro y guijarros. Sólo las columnas y los dinteles y jambas de algunas de las puertas lucían sillares labrados. A excepción de los edificios que se asomaban a la arteria principal, el resto parecía carecer de cimientos. Alcanzaban una altura máxima de tres metros, con escaleras exteriores que, obviamente, conducían a los terrados. Con el paso de los días, las sucesivas incursiones me proporcionarían una idea más ajustada de la configuración de Nahum, diseñada según el patrón helénico-romano de cardo maximus y decumani; es decir, con una vía básica —de norte a sur—, interceptada en ángulo recto por otras calles menores. En dicho entramado urbano, con gran sorpresa por mi parte, descubriría interesantes construcciones: baños públicos, posadas, prostíbulos, un teatro al aire libre, plazas, una esbelta sinagoga —creo recordar que el único edificio trabajado a base de piedra blanca calcárea—, centros «comerciales» al estilo de los descubiertos en las ruinas de Pompeya y cinco «ínsulas». (Estos bloques de viviendas, origen de los actuales «apartamentos», se alquilaban por plantas o habitaciones individuales a toda suerte de viajeros, comerciantes o turistas).
Bajo los pórticos de la arteria por la que caminábamos abundaban las tiendas de alimentos cocidos y de bebidas. Éstas, en especial, eran las más concurridas. Enormes portalones con letreros como «Natanael: el cosechero», «Heber vende lo mejor» o «Aquí, vino de Hebrón», daban acceso a estancias precariamente iluminadas por lucernas de aceite que colgaban de los muros. En torno a largos mostradores de piedra, con campanudas tinajas de barro empotradas en los mismos, una confusa mezcolanza de caravaneros, campesinos y cargadores del puerto bebía, discutía a grandes gritos o saciaba el apetito. Allí se servía vino negro, recio y caliente, cerveza de palma y frituras preparadas a las puertas del establecimiento o en pequeños patios interiores, ahumando y apestando a la parroquia con el inconfundible tufo del aceite hirviendo y de la grasa de pescado. En mitad de la calle, consumidos por nubes de moscas, jumentos y mulas amarrados a unos bordillos agujereados y cargados con las más variadas mercancías aguardaban a sus sedientos dueños.
No pude negarme. Jonás, ignorando mis pretendidas prisas, me arrastró al interior de uno de aquellos antros, abriéndose paso sin demasiados miramientos entre la animada concurrencia. Nadie protestó. Y el tabernero, un obeso y sudoroso sirio de nombre Nabú, obedeciendo los requerimientos del impulsivo anciano, plantó sobre el mármol del mostrador sendas jarras de arcilla, colmadas de un líquido espumoso. El campesino no tardó en inmiscuirse en la conversación general que, por lo que acerté a captar, giraba en torno a las nuevas «burritas» de la posada de un tal Jacob, «el cojo». Las «burritas» no eran otra cosa que una «espléndida remesa de prostitutas fenicias», recién llegada a Nahum.
Con cierta prevención —dadas las dudosas condiciones higiénicas de la taberna— mojé los labios en aquel licor. Resultó una especie de schechar: una cerveza ligera y caliente, destilada a base de cebada y mijo.
Algo apartado del grupo esperé a que mi acompañante vaciara su jarra y su verborrea. A espaldas de Nabú, colgados de la pared de piedra y como único adorno del establecimiento, aparecían dos gruesos remos cruzados. En una de las palas, grabada a fuego, se leía: «¡Ay del país que pierde a su líder! ¡Ay del barco que no tiene capitán!». La otra, también en griego, presentaba el siguiente acertijo: «¿Por qué tres cosas se alborota la tierra, y la cuarta no puede sufrir? Por el siervo cuando reinare. Por el necio cuando se hartare de pan. Por la aborrecida cuando se casare y por la sierva cuando heredare».
Muchas de las tabernas de Nahum, como iría descubriendo, gustaban de aquellos proverbios y de otras alegorías e hipérboles, entresacados las más de las veces de los discursos del filósofo hebreo Filipo de Alejandría, de gran prestigio e influencia en el judaísmo de aquel tiempo, cuyo método, incluso, fue seguido por Pablo de Tarso en su epístola a los Gálatas (4, 21-31). Y de pronto irrumpí en la tertulia, preguntando si aquellas frases habían sido dichas por Jesús. Yo sabía que una de ellas, la segunda, pertenecía al libro de los Proverbios. Pero quise pulsar la opinión de los allí reunidos sobre la figura del Maestro. Fue como un mazazo. Al oír el nombre del rabí, los parroquianos enmudecieron, atravesándome con miradas nada tranquilizadoras.
—Jesús… —añadí vacilante y sin entender la razón de tan súbita y hosca reacción—, el Resucitado. Creo que vivió aquí…
El tabernero tomó la iniciativa y, en tono burlón, resumió el parecer general:
—¿Es que ese loco ha resucitado?
Una sonora y colectiva carcajada refrendó las incrédulas y despectivas palabras de Nabú.
Jonás, perspicaz y conciliador, terció en la embarazosa situación, haciendo ver a los presentes que sólo era un recién llegado y, como tal, desconocedor de las maldiciones vertidas por el «constructor de barcos» contra Nahum y sus honrados habitantes. El litigio fue olvidado y cada cual volvió a lo suyo. El incidente me serviría de lección. Buena parte de la población despreciaba al Maestro y, lo que era más importante en aquellos momentos, ignoraba que hubiera resucitado. Las noticias de su vuelta a la vida no habían llegado aún al lago. En lo sucesivo debería tener más cuidado con mis preguntas y afirmaciones.
El resto del «paseo» por la calle principal de Nahum discurriría sin mayores incidencias. Casi al final, con las azules aguas del lago a la vista y deseoso de corresponder de alguna forma a la desinteresada ayuda de mi amigo, me detuve frente a uno de los «bazares», repleto de piezas de alfarería, ánforas, vasijas de cristal, alfombras, telas multicolores, vestidos y hasta collares para perros. Jonás, paciente y, en cierto modo, orgulloso por mis continuos elogios de la ciudad, me dejó hacer. Los trabajos de alfarería eran realmente espléndidos. Había vasos importados desde el valle del Po, en Italia; copas de fina terracota roja, con las «firmas» del artesano y de su operario: Naevius y Primus, respectivamente; cuencos de Megara; braseros de barro con bases para los enseres de cocina; urnas del período herodiano e innumerables recipientes en forma de tetera con pico, denominados guttus, utilizados para el llenado de las lámparas de aceite. Al final me decidí por un hermoso plato para pescado, con una depresión circular en el centro, que servía para escurrir el aceite. El precio —medio sequel de plata— me pareció desorbitado. Pero, a decir verdad, todo en aquella ciudad de comerciantes y gentes de paso —a excepción de los productos agrícolas, el pescado y la artesanía del vidrio— era prohibitivo. Nahum se veía en la necesidad de importar la mayor parte de las materias primas, así como la carne y otros productos de primera necesidad, y esto, lógicamente, había encarecido la vida, situándola incluso a un nivel superior al de Jerusalén.
Jonás, incrédulo, perdió el habla. Le costaba asimilar que un desconocido, así, espontánea y generosamente, pusiera en sus manos un regalo tan valioso. La «mudez», sin embargo, duraría poco. Hasta que, finalmente, logré desembarazarme de él, sus promesas de «eterna amistad», su adulación y sus ofertas de hospitalidad fueron un penoso martilleo en mis oídos. A pesar de ello tomé buena nota de las encendidas palabras, asegurándole que, quizá más adelante, necesitase de sus servicios. La experiencia me había enseñado a tener muy presente aquel tipo de amistades, tan útiles a lo largo de la exploración.
La Providencia estaba en todo. Al cruzar la última calle transversal a la gran calzada, una bocanada de calor brotó de una de las puertas. Me asomé intrigado. Ante mí apareció uno de los numerosos talleres de fundido y soplado de vidrio de Nahum. Aquella manzana de edificios de una sola planta, prácticamente pegada al puerto, era el barrio de los afamados artesanos y fabricantes de enseres de vidrio y cristal. Alrededor de un patio a cielo abierto se levantaban varios cobertizos, con tejados de caña, en los que trabajaban seis hombres, todos ellos en taparrabo y con los cabellos cubiertos por turbantes. Al fondo, frente a la entrada, formando cuerpo con el muro de basalto y rodeado de altas pilas de troncos, se distinguía un horno de piedra de un metro de altura, permanentemente avivado por uno de los operarios más viejos. A su lado, con el torso brillante por el sofocante calor, otro de los artesanos machacaba con un mazo una polvorienta y lechosa mezcla que iba trasvasando desde pequeños sacos de arpillera a la concavidad circular practicada en la parte superior de una maciza y negruzca mole pétrea que le servía de mesa.
Al vernos, el individuo que atizaba el fuego se apresuró a recibirnos, mostrando con orgullo la variadísima colección de vasijas, frascos para ungüentos y recipientes de toda índole que descansaban en el adoquinado de los pabellones, sobre extensas y amarillas esteras de hoja de palma. Le advertí que, de momento, sólo me movía la curiosidad y, como buen fenicio, lejos de mostrarse contrariado, se brindó locuaz y calculador a responder y satisfacer cuantas preguntas o dudas tuviera a bien formularle. Azemilkos, el propietario del taller, no supo aclararme los orígenes de aquella industria en Nahum. Él la había heredado de su padre y éste, a su vez, del suyo. Algunos de los más viejos artesanos —eso sí lo recordaba— se habían asentado en la villa muchos años atrás, procedentes de Egipto, de donde trajeron las técnicas del fundido, soplado y preparación de las mezclas. Éstas, por lo que pude deducir, se llevaban a cabo a base de arena, polvo, sosa y cal. Una vez mezclados y triturados estos materiales —cuyas proporciones formaban parte del «secreto profesional» del fenicio— eran sometidos a elevadas temperaturas —«hasta alcanzar el color del sol en el horizonte» (posiblemente alrededor de los 1500 oC)—, obteniendo así una masa fluida y de una aceptable homogeneización. Acto seguido, la rojiza pasta era trasvasada a unos calderos de metal, dejando que reposara. Las impurezas y partículas no disueltas subían a la superficie, formando lo que Azemilkos denominó la «hez del vidrio». Por último, al disminuir la temperatura, la masa adquiría la viscosidad necesaria para que los «especialistas» pudieran trabajarla. Para ello —siguiendo la técnica del soplado—, «enganchaban» una porción de pasta en el extremo de un tubo de hierro, inyectando aire en el interior del vidrio. Esta operación, naturalmente, se ejecutaba «a pulmón». Quedé maravillado ante la destreza del «jefe». En cuestión de segundos, tomando aire en cortas y rápidas inspiraciones, logró hinchar una de las ampollas, convirtiéndola, con varios y diestros tajos, en una prometedora y hermosa vasija.
Por puro formulismo prometí volver y adquirir algunas piezas. No podía sospechar entonces que mi visita al taller de Azemilkos se produciría al día siguiente y por razones totalmente ajenas al puro placer de comprar. Pero sigamos con el desarrollo de aquella jornada, tan rica en sorpresas e imprevistos.
La arteria principal de Nahum desembocaba perpendicularmente al puerto, dividiéndolo prácticamente en dos. Al pisar el negro y encharcado enlosado del muelle (de unos 15 metros de anchura), la inicial sensación de agobio y confusión se multiplicó. Si el centro urbano era un hervidero de gentes y animales, aquel espigón —de unos 700 metros de longitud— no le iba a la zaga. Decenas de cargadores semidesnudos, sudorosos y encorvados bajo el peso de abultados fardos y tinajas, iban y venían desde los diez o quince atraques, soltando las cargas al pie de las caballerías o de pesadas carretas de dos y cuatro ruedas, tiradas por bueyes rojizos y de gran alzada. Otros, siempre bajo la atenta mirada y los látigos de cuero de los capataces, hacían el camino contrario, depositando las mercancías en los terraplenes perpendiculares al espigón o descendiendo tambaleantes por los húmedos y resbaladizos peldaños practicados en las paredes laterales de dichos terraplenes, abandonando ánforas, toneles o cajas en el fondo de las embarcaciones. Un viento del oeste, de cierta intensidad, empezó a soplar sobre el lago, levantando pequeñas olas que hacían cabecear las lanchas. No llegué a contarlas, pero seguramente sumaban más de cincuenta. La mayoría, entre diez y quince metros de eslora, parecía destinada al transporte de pasajeros y de carga. Las había de colores vivos —rojas, azules y blancas— o sencillamente empecinadas, con unas proas afiladas y un calado escaso. Ánforas de todos los calibres, pellejos de cabra, sacos, jaulas con palomas y hasta corderos eran rescatados o almacenados en las bodegas por aquella tropa de escuálidos y dóciles porteadores, en su mayoría esclavos y am-ha-arez: la escoria del pueblo. (Aunque la palabra significaba «el pueblo de la tierra», con el paso del tiempo, el término am-ha-arez había adquirido un tinte peyorativo, permanentemente alimentado por el odio y las insidias de los rabíes y de las castas sacerdotales. Hillel, por ejemplo, aseguraba que los am-ha-arez no tenían conciencia, no alcanzando la categoría de hombres. Otros, como el rabí Jonatán, pretendían que se les abriera en canal, sentenciando que «ningún judío debía casarse con la hija de un am-ha-arez»[58]. La repulsión hacia estos desgraciados era tal que el rabí Eleazar enseñaba «que era lícito descuartizarlos en sábado»). Toda la Galilea —y muy especialmente Kefar Nahum— era considerada como el principal reducto de los am-ha-arez y, en consecuencia, continua y sistemáticamente vilipendiada. El mismo nombre —Galilea— significaba «el círculo de los gentiles».
En la lejanía, aprovechando el repentino viento, algunas embarcaciones habían desplegado unas velas cuadradas, de colores chillones, rojos y negros en su mayoría. Una vez cargada o descargada, cada lancha, en perfecto orden, era removida del atraque, dejando paso a la siguiente. Uno o dos marineros, a proa y popa, manipulaban sendos remos, maniobrando la embarcación con gran destreza.
El tráfico de mercancías era agotador. Allí recalaban cargamentos procedentes de todos los puertos del litoral: desde carnes y tocino salados de la pagana Kursi hasta barriles de pescado en salmuera de Tarichea, pasando por pichones de Migdal, frutas y verduras de las vegas de Guinnosar y de la Betijá, cordelería de Arbel, ganado de Hipos y toda suerte de productos manufacturados del sur, de la Perea y de la Decápolis, transportados hasta el lago en continuas e interminables caravanas de camellos, mulas y jumentos. De la misma forma, pero a la inversa, ricas sedas de la India, maderas del Líbano, especias de todo el Oriente, cosmética, artesanía de Roma y hasta la nieve del Hermón entraban en el Kennereth por el floreciente puerto de Nahum, siguiendo las rutas del norte y del este, en una frenética y pacífica invasión de hombres, lenguas y costumbres.
Aquél, sin dudarlo, había sido el cotidiano escenario de muchos de los momentos de la vida del Maestro. Y envuelto en semejante maremágnum, conforme Jonás me conducía hacia el extremo oriental del muelle, no pude ni quise espantar de mi corazón la posible imagen de un Jesús descalzo y semidesnudo, como aquellos fenicios, sirios y galileos, afanado en el duro trajín del acarreo de bultos o luchando por elevar la pisoteada dignidad de los am-ha-arez. Un amargo sentimiento —mezcla de rabia y piedad— se fue adueñando de mi voluntad. Aquellos hombres —ancianos, adultos e, incluso, niños— eran tratados sin piedad. Los látigos, puntapiés y maldiciones caían sobre ellos al menor titubeo o intento de recobrar el aliento. Muchos, con el lóbulo de la oreja derecha perforado, eran menos que los am-ha-arez. Formaban el escalón más bajo de la sociedad: el de la esclavitud. En palabras de Varrón, «una especie de herramienta que podía hablar». Aunque gozaban de fama de perezosos, disolutos y ladrones, la verdad es que el trato y las condiciones de trabajo en las que se desenvolvían tampoco eran el marco idóneo para pretender lo contrario. Quizá el sentir general de aquellas gentes hacia los esclavos pueda resumirse en las frases del siracida: «El forraje, el palo y la carga, para el asno; el pan, la corrección y el trabajo, para el siervo. Haz trabajar a tu siervo y tendrás descanso; dale mano suelta y buscará la libertad. Como el yugo y las coyundas hacen doblar el cuello, así al siervo malévolo el azote y la tortura; hazle trabajar y no le dejes ocioso». Después, la Historia, con un eufemismo más que reprobable, trataría de disimular esta angustiosa realidad, cambiando incluso el término «esclavo» por el de «sirviente» o «criado»… Pero la cruda verdad era aquélla.
En mitad del puerto, a lo largo de dos de los terraplenes triangulares, las operaciones de carga y descarga se veían aliviadas por otros tantos e ingeniosos artefactos —a manera de grúas—, a los que me aproximé con curiosidad. Los responsables del tráfico comercial habían excavado sendos canalillos paralelos en la superficie de roca basáltica de cada uno de los muelles. Unas plataformas de madera de dos metros de anchura, provistas de ruedas, circulaban por las rústicas «guías», cubriendo así los quince metros de longitud de cada terraplén. Sobre las planchas habían sido claveteados unos trípodes —también en madera—, de 1,50 metros de altura, que servían de punto de apoyo a sendas «plumas» de metal, en cuyos extremos oscilaban unas herrumbrosas y chirriantes carruchas de hierro de 30 o 40 centímetros de diámetro. Por este procedimiento, bajo la supervisión de los capataces o de los propietarios de las embarcaciones, varios esclavos o am-ha-arez jalaban o arriaban los bultos más pesados hasta depositarlos en el suelo del atraque o en el fondo de las barcas. Casi siempre se trataba de animales —bueyes, terneras o caballos— o de abultadas redes de cuerda repletas de tinajas, barriles y ollas. Muchas de aquellas mercancías —tanto si llegaban por tierra como por el Kennereth— pasaban directamente a los almacenes de piedra, que en número de quince o veinte se levantaban frente al muelle, cerrando así el flanco sur de la ciudad. En el interior se oía un anárquico martilleo. Eran los encargados de acondicionar y asegurar los embalajes. Las piezas más frágiles —cerámica, vidrio y ánforas con vino, aceite o garum procedente de las costas de España e Italia— pasaban a cajones de las más variadas dimensiones, meticulosamente enterradas en arena o protegidas y separadas entre sí por hierba y paja seca. Los operarios, con abanicos de clavos entre los labios, iban cerrando los arcones, apilándolos junto a los muros de piedra. De vez en cuando, cuadrillas de porteadores entraban en los pabellones, retirando las cajas o acumulando nuevos fardos entre los ya existentes. En algunos de aquellos depósitos habían sido dispuestas pilas de piedra, enlucidas con mortero, que contenían grandes cantidades de sal —originaria de las salinas del mar Muerto— y de nieve. Esta última, por lo que pude observar en este segundo y en el tercer «salto», llegaba a Nahum, Migdal, Tiberíades y otras poblaciones del lago, a lomos de mulos que descendían a diario desde las cumbres del Hermón, siguiendo las márgenes del alto Jordán. Lo costoso del transporte —las reatas más rápidas empleaban entre ocho y diez horas hasta Kefar Nahum— y lo preciado y perecedero del producto lo habían convertido en un artículo de lujo, asequible tan sólo a las familias adineradas o a los pícaros del lugar, en especial a los taberneros, que, a cambio de generosos pellejos de vino, lograban arrancar de las pilas alguna que otra palada. Para su mejor conservación, la nieve era transportada y almacenada sobre capas de helechos frescos. Pero aquellos salones servían también de cobijo a muchos de los esclavos y am-ha-arez empleados en el puerto. Al anochecer, concluidas las faenas, se los podía ver dormitando sobre las redes o sentados entre las mercancías, míseramente iluminados por candiles de aceite y devorando un pan moreno al que, con suerte, acompañaba un puñado de habas crudas o algún que otro pescado.
Durante la jornada de trabajo, al socaire de estos almacenes, hortelanos y pequeños comerciantes extendían sus productos sobre el enlosado, cantando las excelencias de sus respectivos jardines y huertos. Mujeres de ojos escrutadores, embozadas en ropones de colores claros, buhoneros parlanchines y campesinos de piel tostada levantaban de las esteras los manojos de verduras, ajos, cebollas, frutas, plantas aromáticas y medicinales, piezas finas de bysus, alfombras, cofrecillos para alhajas y cestas de higos o frutos secos, en una rabiosa —a veces desesperada— pugna por atraer la mirada de los transeúntes.
Aquello me recordó el motivo de mi descenso a Nahum. Consulté con Jonás y éste, con un mohín de desconfianza hacia la calidad y los precios de cuanto allí se ofertaba, me recomendó que, si no era absolutamente necesario, esperase al mercado del día siguiente. Entonces podría disponer de un surtido más abundante y económico. Pero los planes de la operación preveían un jueves enteramente volcado en el seguimiento de los íntimos de Jesús. Así que, venciendo la resistencia del anciano, me entregué a la adquisición de víveres: verduras, algunos kilos de lentejas y garbanzos, habas, cebollas, puerros, ajos, varios saquetes de dátiles de Jericó (los dulces «adelfidos» y los no menos afamados «cariotes», de jugo lechoso y alto poder nutritivo), miel blanca, huevas de pescado encurtidas, sal, nueces, huevos, aceitunas, harina, aceite y algunos pellizcos de comino, eneldo y arveja. De momento renuncié al pescado y a la carne salados. Las nubes de moscas que los envolvían no hacían muy recomendable su consumo. En cuanto al abastecimiento de agua, sencillamente, tuve que prescindir. La canasta con las provisiones era ya lo suficientemente pesada como para, encima, cargar con un odre de 30 o 40 litros. Quizá al día siguiente pudiéramos resolver el problema. Después de todo, los manantiales que brotaban en Tabja se hallaban a media milla de la «cuna».
Al principio, entretenido en el pago de las viandas, no reparé en aquellos aullidos. Pero, al tiempo que los quejidos se hacían más agudos, el parloteo de los hortelanos y vendedores se cortó en seco y todas las miradas se volvieron hacia el centro del muelle. Los esclavos y porteadores más próximos aflojaron el paso, mientras varios de los capataces, entre aspavientos y maldiciones, se precipitaban hacia uno de los am-ha-arez, caído en el suelo. A su lado se esparcían los restos de una tinaja de arcilla que había contenido tilapias descabezadas en salazón. Uno de los vigilantes, ciego de ira, descargaba su látigo sobre el infeliz. Con la llegada de los restantes capataces, las patadas, insultos y latigazos intensificaron los gemidos y lamentos de aquel pobre diablo que, acurrucado y retorciéndose entre los añicos y la salmuera, se protegía la cabeza con los brazos, implorando piedad. El repentino silencio en el muelle duraría poco. Transcurridos los primeros segundos de sorpresa, las cuadrillas de porteadores —azuzadas por los juramentos y golpes de los jefes de muelle— recobraron el habitual ritmo de trabajo, esquivando el círculo de energúmenos que se ensañaba con el que había tenido la mala fortuna de caer. Miré a mi alrededor y, estupefacto, comprobé cómo el resto de los trabajadores, comerciantes, aguadores y carpinteros de los almacenes reanudaba sus faenas, impasibles ante la paliza y la desgracia de aquel individuo. La escena, al parecer, era harto frecuente. Interrogué a Jonás con la mirada, pero éste, encogiéndose de hombros, me dio a entender que no había nada que hacer. Aquellos capataces, brutales y sanguinarios, hubieran arremetido contra cualquiera que osara interceder en favor del caído. Titubeé. El código de Caballo de Troya me impedía intervenir. Una vez más, a pesar de mis deseos e impulsos, debía recordar que mi papel era el de mero observador. Nada más. Pero, indignado ante lo desproporcionado e injusto del castigo, opté por probar. Quizá violé una de las normas de la operación. No lo sé, ni lo sabré jamás. Tampoco importa demasiado. Y con paso decidido, antes de que el anciano pudiera retenerme, salvé los escasos metros que me separaban de los capataces, sujetando al vuelo uno de los látigos. Mi fulminante reacción los dejó perplejos. Me situé en el centro del círculo y, esbozando una hipócrita sonrisa, señalé hacia la carga derramada sobre el pavimento, interesándome por el precio de la misma. Los desencajados sirios, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, permanecieron mudos y desconcertados. Eché mano a la bolsa de hule y, mostrándoles un puñado de monedas, repetí la pregunta. El brillo de los sequel resultó milagroso. Los látigos regresaron a los cintos y el que parecía responsable de la tinaja, incrédulo y desconfiado, me interrogó a su vez, interesándose por la identidad de aquel inconsciente griego que había tenido el descaro de interrumpirlos. Sin perder la sonrisa me proclamé amigo del gobernador romano. Al oír el nombre de Poncio, dos de aquellos truhanes se retiraron y mi interlocutor, palideciendo, cambió de tono y de táctica, tartamudeando. Aproveché su flaqueza de ánimo y, antes de que llegara a arrepentirse, tomé su mano, entregándole dos sequel. (El pago, a la vista del deterioro del pescado, me pareció más que razonable. Una jornada laboral, de sol a sol, recibía entonces una paga equivalente a un denario. El sequel, a su vez, solía cambiarse por cuatro denarios).
Los ojillos del miserable capataz chispearon codiciosos. Ambos sabíamos que aquellos ocho denarios eran todo un regalo. Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de los almacenes, seguido por otro de los jefes de muelle. El am-ha-arez continuaba en el suelo, con la piel abierta y ensangrentada por las correas de cuero, sollozando y sin atreverse a despegar los brazos que cubrían su cabeza.
«¡Dios mío!».
Al arrodillarme comprobé con desolación que se trataba de un niño. Quizá tuviera doce o trece años. El cuerpo, esquelético, con la espalda llagada por el cotidiano roce de los fardos, temblaba y se agitaba, presa del miedo y del dolor. Aparté sus manos y, dulcemente, como creo que jamás he hablado a ser humano alguno, procuré consolarle. El muchacho me miró confuso. Sonreí y, tomándole entre mis brazos, le conduje hasta el tenderete del hortelano que me había servido las provisiones. Jonás, estupefacto y maravillado, cumplió mis órdenes sin rechistar. Me proporcionó aceite y vino y, delicada y cariñosamente, fui limpiando las heridas, sin dejar de sonreírle. A muy pocos metros de donde me encontraba, a las puertas del almacén por el que les había visto desaparecer, el sirio y su compinche manipulaban una pequeña balanza de mano, con doble escala, en la que, una y otra vez, procedieron al pesaje de las monedas que les había ofertado. Satisfechos, tras lanzar una despreciativa mirada al joven cargador, se perdieron entre las hileras de porteadores, haciendo chasquear los látigos contra las losas del muelle. La noticia del incidente debió de propagarse a la velocidad del viento porque, a los pocos minutos, una legión de mendigos y desarrapados se presentó en el lugar, manteniéndose a la expectativa y a corta distancia de las tilapias. Mi acompañante me sugirió que recogiera la carga cuanto antes. Por supuesto, no tenía el menor interés en conservar aquel pescado. Así que, sin más, los autoricé a que dispusieran de él a su antojo. La escena que presencié a continuación me estremeció. Entre golpes, alaridos, imprecaciones y reproches, aquella turba de hambrientos y desesperados se abalanzó sobre el cargamento, disputándose hasta los trozos de barro de la tinaja. Aturdido e impotente ante tanta miseria y crueldad, acaricié los cabellos del niño y, por esta vez, obedecí las recomendaciones de Jonás, alejándonos hacia el extremo oriental del puerto. En aquel punto moría la zona portuaria propiamente dicha, dando paso a otra de las florecientes industrias de Nahum: los astilleros. A ambos lados de la desembocadura del río Korazín, ocupando unos trescientos metros de costa, se sucedía una serie de varaderos en los que se construían y reparaban toda clase de embarcaciones. Precedido por el campesino descendí los peldaños de piedra que conducían desde el nivel superior del muelle a la rampa que conformaba el primero y más próximo de los astilleros: el de la familia de los Zebedeo. El solar, de regulares dimensiones (unos 50 metros de longitud por otros 30 de profundidad), se hallaba cubierto por una capa de guijarros blancos y negros que crujieron a nuestro paso. Entre el agua y el cobertizo de madera y techumbre de ramas que se erguía al fondo de la suave pendiente, tres carpinteros, con las túnicas recogidas en la cintura y grandes bolsas de clavos colgadas en bandolera, martilleaban alrededor de una consumida barca de carga. En la parte baja del varadero, a cuatro o cinco pasos de la orilla, descansaban otras cuatro lanchas —una de ellas de apenas seis metros de eslora—, tan destartaladas como la anterior. Al rozarlas, mi corazón se agitó. Quizá me encontraba junto a algunas de las barcas habitualmente utilizadas por los discípulos e íntimos del Maestro en sus faenas de pesca.
Jonás saludó a los operarios, interesándose por el «jefe». No supieron darnos muchas explicaciones. Al parecer llevaba dos días sin presentarse en el astillero, aquejado de no sé qué mal. Uno de los galileos señaló hacia el cobertizo, aconsejándonos que, si deseábamos mayor información, le preguntásemos al «maestro»; una especie de naggar o «carpintero de ribera», mezcla de ebanista, carpintero de banco, herrero y reparador de barcos. Así lo hicimos y, al penetrar en el chamizo que servía de almacén, entre baterías de gubias, cinceles, sierras, cuchillas, compases de bronce, curiosos taladros de arco, cepillos y hojas de hacha de todos los tamaños, descubrimos a un anciano, sentado sobre el piso de guijarros y enfrascado en el pulido de una, para mí, extraña piedra calcárea con forma de pirámide truncada de casi medio metro de altura. Se protegía los ojos con unas curiosísimas «gafas» de madera —muy similar a las que portan los lapones—, con una fina ranura en el centro. Como lo hubiera hecho cualquier soldador del siglo XX, nada más vernos retiró las «gafas», situándolas sobre la base de la cabeza, saludándonos con un «la paz sea con vosotros». Me identifiqué como amigo de los hijos de Zebedeo, exponiéndole mi deseo de entrevistarme con el jefe del astillero. El buen hombre, después de sacudir el polvo que blanqueaba su mandil de cuero, torció el gesto, confirmando las palabras del operario. Un terrible dolor le tenía postrado en cama y, a pesar de los esfuerzos y ungüentos de los sanadores de Saidan y Nahum, su salud había ido empeorando en los últimos días. La única posibilidad de verle —añadió— era visitándole en su casa de Bet Saida, aunque, dado su grave quebranto, dudaba que me recibiera.
Antes de abandonarle, dominado por la curiosidad, me interesé por la función de la piedra sobre la que trabajaba. En el centro de la pirámide aparecía un orificio de 8 o 9 centímetros de diámetro que la atravesaba de parte a parte y que, sinceramente, no supe relacionar con nada de lo que conocía. El «maestro» me miró de arriba abajo y, antes de ajustarse las «gafas», replicó con desgana y algo molesto por lo aparentemente absurdo de la cuestión:
—¡Qué va a ser!… ¡Un ancla!
Entregado de nuevo al cincelado de la roca no advirtió mi perplejidad. A partir de entonces, en mis frecuentes caminatas desde el módulo a la costa de Saidan, tendría numerosas ocasiones de comprobar cómo los pescadores y marineros del lago se servían de piedras de todos los tamaños, convenientemente perforadas, para inmovilizar sus embarcaciones e, incluso, determinado tipo de redes. (Las anclas de hierro no eran conocidas aún en el Kennereth).
No lo pensé dos veces. Tras comprobar la posición del sol me despedí del servicial campesino y, siguiendo la margen derecha del menguado Korazín, puse rumbo al norte, al encuentro del sendero que corría hacia la esquina oriental del lago. La corazonada resultaría providencial. Anuncié a Eliseo un cambio en los planes y, pasando por alto el incidente con los capataces, prometí retornar al módulo en un plazo máximo de cinco horas: justo al ponerse el sol. La intuición me dictaba que debía entrar en Saidan antes que los íntimos del Señor. ¿Por qué? Obviamente no podía saberlo. La respuesta aparecería en el caserón de los Zebedeo.
Como ocurría en el sector oeste, aquel flanco de Nahum se hallaba primorosamente cultivado. Me deshice del intrincado laberinto de huertos amurallados y, a los pocos minutos, caminaba decidido por la calzada romana. A corta distancia, a la derecha de la vía Maris y pegada al puente que salvaba el riachuelo, se levantaba una casa de una planta, de muros tan negros como los de la ciudad. Dos corpulentas higueras silvestres sombreaban la fachada norte. Al principio no le presté excesiva atención. Pero, conforme fui aproximándome, la presencia en la puerta de dos mercenarios romanos y de un tercer individuo me hizo recelar. El calor y la cesta empezaban a pesar en mi ánimo y, con la excusa de tomar un respiro, abandoné la calzada, adentrándome en el pequeño jardín que rodeaba la vivienda. Los soldados, recostados en la pared de piedra y medio adormilados, ni me miraron.
Sin proponérmelo acababa de cumplir con uno de los obligados requisitos establecidos para cuantos iban o venían del territorio de Filipo al de su hermano, el tetrarca Antipas. Deposité la canasta en el suelo y, cuando me disponía a interrogarlos sobre la distancia que mediaba de Nahum a Saidan, el que yo imaginaba dueño de la casa —un griego tocado con el típico gorro de fieltro y una chapa de latón en la túnica— levantó la vara que sostenía en la mano derecha, interrogándome en un pésimo arameo galalaico acerca del contenido de la cesta. Empecé a comprender.
—Víveres —repliqué en griego.
El individuo dio un paso al frente y, como lo más natural del mundo, se inclinó, metiendo las manos entre los alimentos. Guardé silencio. Como digo, sin darme cuenta, me había plantado frente al edificio que hacía las veces de aduana.
—Está bien —concluyó el publicano sin demasiado entusiasmo—. Con un as será suficiente.
Aboné la tasa y, felicitándome por lo acertado y oportuno de mi iniciativa, crucé el puente, tomando el sendero de tierra que nacía en los contrafuertes de la calzada. Ésta, nada más saltar sobre las marrones aguas del Korazín, giraba bruscamente hacia el norte, escalando cerros y difuminándose entre los campos de olivos y las terrazas de cereales. Consciente de la importancia de aquel camino, procuré fijar en mi memoria un máximo de detalles que, en caso de necesidad —al menos durante las primeras exploraciones—, me sirvieran como puntos de referencia. A partir del río, en un trayecto de kilómetro y medio, la senda se hallaba prácticamente despejada, con algunas formaciones rocosas a la izquierda y las ondulantes aguas del lago a cien o doscientos pasos a la derecha. A continuación se deslizaba hacia el fondo de un wadi reseco e improductivo, de laderas manchadas por arbustos de alcaparro, cardos, retamas y anabasis. Aquél era el punto más alejado de la costa: casi medio kilómetro. Desde allí hasta el Jordán, con algunas muy breves curvas, la vereda atravesaba un sombrío y espeso bosque de tamariscos y gruesos álamos del Éufrates. En total, según mis cálculos, desde la aduana hasta las espesas y terrosas aguas del río bíblico, contabilicé alrededor de tres kilómetros y medio. Aquello significaba casi el límite para la conexión auditiva. Y así se lo hice saber a mi hermano. En lo sucesivo, según lo previsto, las comunicaciones con la «cuna» deberían efectuarse a través del microtransmisor alojado en la sandalia «electrónica». Por razones técnicas, estas señales —catapultadas desde la «vara de Moisés»— carecían de retorno. Eliseo, en suma, podía recibir mis mensajes, pero se hallaba incapacitado para responder. De mutuo acuerdo, dado lo excepcional de esta incursión, decidimos no utilizar el láser, salvo en situación de extrema emergencia.
Un sólido puente, con la tradicional silueta de espalda de asno y tres grandes arcadas descansando sobre gruesos pilones y envigados, ayudaba a salvar las aguas del alto Jordán, que en aquel punto y con sus 80 metros de anchura, pasaban raudas, silenciosas y cargadas de troncos y maleza. (Al no poder construir grandes bóvedas rebajadas, los ingenieros romanos —autores también de aquel puente— habían colocado el suelo central a gran altura, economizando así pilares y arcos y defendiendo la estructura de posibles crecidas). Al otro lado del río, enfrentados a derecha e izquierda del camino, se erguían sendos mojones de un metro de altura, marcando y advirtiendo al caminante de su ingreso en los dominios de Filipo.
El paisaje y la vegetación cambiaron radicalmente. El intrincado bosque de álamos continuaba aguas arriba del Jordán, rumoroso y oscilante ante el empuje del viento. A cincuenta pasos del puente, sin embargo, los lugareños le habían puesto coto, talando la masa forestal y aprovechando la gran planicie pantanosa que se extendía hasta los lejanos cerros orientales, convirtiendo aquellos 12 kilómetros cuadrados en un rompecabezas de minifundios, acequias, bosquecillos de frutales, alquerías de tejados de paja, molinos y pequeñas piscinas, todo ello cruzado por un laberinto de senderillos que, naturalmente, evité a toda costa. Al filo del bosque, la senda principal se dividía en dos: el ramal de la izquierda culebreaba hacia el noreste, lamiendo los árboles y perdiéndose en la vega. Aquel brazo del camino, bastante mejor cuidado que el de la derecha, conducía con toda probabilidad a la ciudad que resaltaba blanca y airosa —a cosa de 2 o 3 kilómetros—, encaramada en una colina y que, según las recientes informaciones, ostentaba la capitalidad de la Betijá: Bet Saida Julias, en honor de la hija de Augusto.
El segundo ramal, por el que obviamente me decidí, seguía casi paralelo al Jordán, esquivando un mosaico de lagunas no muy profundas, de aguas verdosas y poco recomendables, erizadas de cañas, juncos de mar, adelfas, papiros, énulas viscosas y un espinoso entramado de bathah o arbustos enanos que no supe identificar. Espléndidas mariposas zigzagueaban entre los tulipanes de fuego, abriéndose como orquídeas sobre las flores rosadas de las adelfas, las anémonas multicolores, las espontáneas varas de las azucenas o los verdioscuros y perfumados matorrales de menta. Empujados por el viento del oeste, bandadas de inquietos martines pescadores de pecho blanco y espalda azul verdosa revoloteaban y planeaban sobre el pantano, devolviéndose los ruidosos trinos. Mientras cruzaba aquellos quinientos metros imaginé cómo podía ser aquel lugar durante el tórrido verano del Kennereth. Lo insalubre de la zona, con sus colonias de mosquitos, podía significar un peligro latente para el que deberíamos prepararnos.
A un paso de la desembocadura del Jordán, la senda se doblaba hacia el sureste, dejando atrás los pantanos y avanzando recta por un terreno llano y despejado, prácticamente en paralelo a la línea de la costa. A mi izquierda surgieron de nuevo los huertos y cultivos de hortalizas y legumbres, entre los que menudeaban los garbanzos y bancales de habas. Junto a las chozas empecé a distinguir las siluetas de los campesinos, encorvados sobre la tierra, acarreando cubos o estáticos y vigilantes bajo los corros de alfóncigos, almendros y sicomoros.
Con los dedos entumecidos por el lastre de las provisiones, opté por hacer una pausa. A la derecha del camino, a un tiro de piedra de donde me hallaba, se veía y escuchaba el rítmico y sordo redoble de las aguas, precipitándose en pequeñas olas sobre una playa rocosa. Un intenso y agradable olor a algas me reconfortó, recordándome los lejanos años de juventud en el oeste de los Estados Unidos. Pero mi objetivo estaba a la vista. A media milla, pegada a la costa, semioculta por un bosquecillo de afilados sauces y tamariscos del Jordán y ligeramente aupada sobre la vega, Saidan se perfilaba negra y recogida, con algunas endebles columnas de humo blanco rompiendo el azul del cielo. Frente a la pequeña ciudad —quizá debería calificarla de mediana aldea—, inmóvil en la senda de tierra, experimenté una indefinible sensación. ¿Ansiedad? ¿Alegría y tensa emoción? ¿Miedo? Fue como una premonición. Como si «algo» me anunciara que aquellos brillantes y oscuros muros que se derramaban hasta el lago iban a ser testigos de sucesos y momentos inolvidables…
Reanudé la marcha, pero, a los pocos minutos, volví a detenerme. Una ancha franja de la costa aparecía invadida por centenares de pequeñas tortugas de corazas verdiamarillentas, inmóviles al sol o renqueando perezosas entre los guijarros y cantos rodados. Eran quelonios de los pantanos, excelentes nadadores, parecidos a sus hermanos de tierra, aunque algo más ligeros. Desde aquel instante, tanto en mi memoria como en el banco de datos de «Santa Claus», el lugar quedaría registrado bajo la denominación de «playa de las tortugas».
Mientras contemplaba a los simpáticos inquilinos de aquella zona del Kennereth, el viento cesó. Y lo hizo tan brusca y repentinamente como había entrado. Poco a poco iría acostumbrándome a este fenómeno, tan frecuente en el lago durante los meses de la primavera y verano. Nuestras observaciones posteriores confirmarían la enorme trascendencia de dicho viento del oeste que, puntual, día tras día, soplaba desde el mediodía hasta las primeras horas de la tarde, levantando unas olas de regular tamaño, vitales, como digo, para la vega de Saidan. Sistemáticamente, durante siglos, aquel oleaje venía arrancando del fondo las caracolas, conchas y granos de basalto negro que arrastran los ríos, formando en la orilla un ancho talud que actuaba como muro de protección de dicha vega. Esto explicaba, en parte, la formación de las lagunas y pantanos que acababa de atravesar, cuyo nivel se hallaba ligeramente más alto que el del Kennereth.
A un par de centenares de metros de los sauces que abovedaban el camino me detuve. Allí encontré los primeros vestigios de la principal fuente de riqueza de la villa: la pesca. Entre algunas lanchas varadas, largos paños de redes descansaban sobre el pedregoso terreno. Sentados al socaire de las embarcaciones, unos individuos con las cabezas cubiertas por turbantes y sombreros de paja se afanaban silenciosos en el remiendo de las mallas. Convencido de que me habían visto mucho antes que yo a ellos, decidí probar fortuna. Abandoné la senda y, sin prisas, me dirigí al más próximo. El pescador, como la casi totalidad de los vecinos de Saidan, sólo hablaba arameo. Al preguntarle por el hogar de los Zebedeo, sin dejar de manipular una ancha aguja de madera de doble punta, levantó los ojos y, tras unos segundos de atenta e inquisidora observación de mi atuendo y de la canasta que había depositado sobre los guijarros, respondió con un lacónico «en la playa, frente a la quinta piedra». Y bajando el rostro, sencillamente, me ignoró. Su habilidad en el cosido del arte era asombrosa. El dedo grueso de su pie izquierdo mantenía la red enganchada y tensa, mientras, con la siniestra, iba remendando los desgarros, anudándolos con un recio hilo de algodón entintado.
En lugar de continuar por la costa, a la búsqueda de la misteriosa «quinta piedra», retorné al camino. Debía ultimar las mediciones iniciadas en la «base-madre». A unos cien metros de la aldea, coincidiendo con los primeros sauces y tamariscos, el terreno se empinaba, formando una pendiente de unos 30 grados de desnivel. Como me parece haber mencionado, Saidan se hallaba edificada en una meseta natural —a 30 o 35 metros sobre el lago—, a buen recaudo de las frecuentes avenidas del Zají y la red de torrenteras que surcaban la vega. A las puertas de la villa consulté el micromarcapasos y el cronómetro digital. La distancia recorrida desde el puente sobre el río Korazín hasta el Jordán se aproximaba a los 4000 metros. En cuanto a la última etapa —desde los mojones divisorios del territorio al punto donde me encontraba—, los registros arrojaban otros 1500 metros. Esto hacía un total de 5,5 kilómetros, contando a partir de las afueras de Nahum. El tiempo invertido ascendía a 90 minutos. Quizá, sin la engorrosa cesta de las provisiones y a un paso más vivo, aquella hora y media podía verse sensiblemente rebajada. El cómputo final, desde la «cuna» a la población pesquera de los Zebedeo, quedó fijado en poco más de 7 kilómetros. Sumando otros tantos para el regreso, el tiempo mínimo necesario a consumir en cada una de las incursiones a Saidan debería oscilar en torno a las cuatro horas. (Estos cálculos, como se verá más adelante, fueron de suma importancia a la hora de programar las exploraciones a lo largo de aquella franja costera).
Y a las 15.30 horas, algo inquieto por el escaso margen de tiempo disponible para mi primera visita al jefe de los Zebedeo, irrumpí en las embarradas calles de la aldea que había visto nacer y crecer a hombres tan singulares y privilegiados como Felipe, el intendente, Juan y Santiago y los también hermanos Andrés y Simón.
¿Qué me reservaba el Destino en aquella recoleta y apacible localidad? A no mucho tardar, entre otras «sorpresas», un sensacional hallazgo, íntimamente vinculado a la llamada «vida oculta» de Jesús. «Algo» que, al parecer, los evangelistas nunca supieron y cuyo depositario era el hombre a quien estaba a punto de conocer.
Tenía que actuar con diligencia. A las 17 horas, como muy tarde, debería emprender el viaje de vuelta a la nave.
Si Nahum, con sus nueve o diez mil habitantes, se presentaba como un núcleo vibrante, en continua agitación, Bet Saida o Saidan, por el contrario, resultó un lugar silencioso, familiar, donde la vida discurría monótona y plácidamente. Fue un rincón de gratos recuerdos, en el que la codicia, la brutalidad y las insidias que imperaban en la vecina Kefar Nahum apenas si fueron detectadas por quien esto escribe.
El camino que me había llevado hasta allí cruzaba Saidan de parte a parte, constituyendo la única vía principal. Algo así como la «calle mayor» del pueblo. Al norte y sur de dicha senda se apelotonaba un anárquico entramado de casas de piedra volcánica, sin el menor orden urbanístico, abierto por una endemoniada «tela de araña» de callejones y patios que, a pesar de mis esfuerzos, jamás llegué a conocer en su totalidad. El sistema y los materiales empleados en la construcción de las casas —la mayoría de una sola planta— eran idénticos a los de Nahum: bloques de basalto negro, tan abundantes en la región, formando hiladas muy poco ortodoxas, niveladas y rellenadas a base de tierra y guijarros. Y los tejados, ligeros y frágiles en la casi totalidad de las viviendas, habían sido dispuestos en declive, a base de vigas de madera y una rudimentaria mezcla de tierra batida y paja, que, tras la época de lluvias, debía ser recompuesta y apisonada. Siguiendo el mismo patrón que en Kefar Nahum, salvo alguna que otra excepción, las habitaciones, cuadras, depósitos de forrajes y almacenes en general se apretaban unos contra otros en torno siempre a un patio central, a cielo abierto, con una puerta única y común para las familias que compartían estas elementales «unidades vecinales».
Impulsado por la curiosidad atravesé la aldea de un extremo a otro. Esquivas y tímidas, algunas mujeres espiaron el paso de aquel extranjero desde la penumbra de las ventanas abiertas en los muros de piedra. De vez en cuando, correteados por niños descalzos, de cabezas rapadas y mejillas churretosas, grupos de patos, gallinas y gansos aleteaban inquietos y escandalosos, levantando el barro del camino o precipitándose en el interior de los patios. Algunos de los muchachos, sentados en mitad de la calzada, jugaban con barcos de madera, lanzando y recogiendo sobre la tierra retazos de redes que, en su fantasía, ora venían repletas, ora exhaustas. Imitaban el rítmico vocerío de los remeros o el ulular del viento y el fragor de supuestas tempestades. Sonreí para mis adentros. En el fondo y en la forma, los juegos infantiles apenas si han cambiado con el paso de los siglos.
Saidan, al menos por su «calle» principal, podía cruzarse en poco más de doscientos pasos. En el extremo oriental, el camino se precipitaba por una pendiente tan acusada como la del flanco opuesto, aunque mucho más corta. Un río —el Zají— estrecho, quebrado y amurallado en sus márgenes por altas cañas «cardadoras» y eleph ha-elah, separaba al núcleo urbano del puerto pesquero. Tal y como fue detectado desde el aire, un terraplén de 200 metros de longitud partía perpendicular a la costa, girando en ángulo recto hacia el noroeste del lago. Algunas decenas de embarcaciones se alineaban en su interior, fondeadas en el centro del abrigado puerto o amarradas a los gruesos bloques de basalto del muelle principal. Un puentecillo de piedra, sin parapetos, hacía brincar el sendero hacia el puñado de casas y chozas que se levantaban junto a la dársena. Desde allí, el camino se perdía en dirección sur. A corta distancia del desarmado y viejo puente, al filo mismo de la margen izquierda del Zají, un grupo de mujeres lavaba entre risas y parloteos, secando la ropa sobre retamas y romeros. En la base de un peñasco próximo brotaba un manantial cuyas aguas eran recogidas en un estanque semicircular. De esta alberca de piedra partía un simple y angosto acueducto que, saltando el río, regaba los cultivos situados al norte y oeste de la población. Aquel lugar —la fuente pública de Saidan— era uno de los puntos de reunión, de chismorreo y de transmisión de noticias entre los vecinos de la aldea. Un auténtico «mentidero» oficial donde, a cualquier hora del día, uno podía codearse con matronas, pescadores u operarios de los secaderos de pescado que acudían a llenar sus cántaros y odres. Todo un «centro social» en el que nada ni nadie pasaba inadvertido.
Rodeando la meseta por aquel sector oriental me presenté de nuevo en la playa. Muchas de las casas orientadas al lago disponían en aquella zona de empinados escalones que permitían el acceso directo a la franja de litoral situada a 30 o 35 metros por debajo del nivel de las mismas. La lengua de tierra existente entre la orilla y los escalones, de apenas 60 metros de anchura, se hallaba repleta de lanchas varadas y de redes apiladas o extendidas sobre los guijarros y una «arena» formada por un espeso granulado basáltico de fuertes tonalidades negras, rojas y blancas. Desde allí, en la desembocadura del Zají, en una extensión de medio kilómetro, pescadores aislados o en pequeñas cuadrillas remendaban las redes o trabajaban dentro y fuera de las barcas, repasando aparejos y entablados o preparándose para inminentes faenas en el Kennereth. Muy cerca del agua, sólidamente enterradas, emergían unas pesadas piedras, de formas prismáticas, de 20 a 30 centímetros de anchura y entre 40 y 50 de altura, con unas perforaciones —a manera de «ojal»— en la parte superior y por las que eran introducidos los cabos y sogas de atraque de las lanchas que flotaban en la orilla. Se hallaban estratégicamente alineadas a todo lo largo del litoral y, por pura deducción, imaginé que una de ellas —la quinta empezando por el extremo opuesto— debía ser la situada frente a la casa de los Zebedeo. No me equivoqué. Varios de los pescadores, mucho más cordiales que el primero de los remendadores consultado, me situaron frente a las escalinatas de piedra que, en mitad de la playa, ascendían hacia el hogar de los «hijos del trueno». Allí, cómo no, me aguardaba una doble y comprometida situación.
Fue un error. Un involuntario error que, en otras circunstancias, podría haberme costado caro. Pero la bondad y tolerancia de aquella familia no conocía límites. La cuestión es que, ansioso por entablar contacto con el padre de los Zebedeo, no me percaté de que había irrumpido en el caserón por una puerta privada, de exclusivo uso de los dueños e íntimos del lugar. Al empujar la recia hoja de madera me encontré en un corral rectangular en el que picoteaba una numerosa prole de gallinas. A la derecha, a la sombra de un cobertizo, se agitó inquieto un pequeño rebaño de cabras de largas orejas colgantes y carneros de enormes colas del género de los «barbarines», conocidos popularmente como «de cinco cuartos» por lo abultado de dichos apéndices (el quinto cuarto). La presencia de tales animales, oriundos de Libia, me dio una idea de la prosperidad de la casa.
Crucé el suelo de tierra apisonada y, al salvar una segunda puerta practicada en el muro de piedra del aprisco, me hallé frente a un espacioso patio a cielo abierto que guardaba una cierta forma de L. A diferencia del corral, el pavimento de este segundo recinto aparecía adoquinado y escrupulosamente limpio. A su alrededor se apiñaban seis casas de una planta, de diferentes alturas, con estrechas escaleras adosadas a los muros de basalto negro que permitían el acceso a los tejados. Varias mujeres y niños trasteaban entre lebrillos, fogones, utensilios de cocina y muelas de amasar. Mi súbita entrada los dejó perplejos. Una de las galileas cuchicheó al oído de la más anciana y ésta, abandonando un brasero sobre el que chisporroteaba una humeante y apetitosa fritada de pescado, desapareció a la carrera por una de las oscuras estancias. Entonces, como digo, no comprendí el porqué de tan esquivo comportamiento. Mi aspecto, después de todo, aunque algo vencido por el viaje, no era incorrecto. Los saludé, deseándoles paz, pero no obtuve respuesta. Una de las niñas, de cuatro o cinco años, rompió a llorar, refugiándose entre los pliegues de la túnica de su madre. Alarmado, e indeciso, no supe qué decir. Di un par de pasos con la intención de preguntar por el cabeza de familia pero, temerosas, retrocedieron. La embarazosa situación no duró mucho. Gracias al cielo, a los pocos segundos, por una de las puertas aparecieron dos hombres y la anciana que, evidentemente, se había apresurado a advertirlos de la sospechosa presencia de aquel larguirucho y entrometido extraño.
Mi corazón se agitó. Aquellos galileos eran Juan y Santiago, hijos del Zebedeo. ¿Cómo era posible? Su llegada a la costa norte del lago estaba prevista para la noche de aquel miércoles o, como ya expliqué, en la mañana del día siguiente. La sorpresa fue mutua. Al reconocerme, Juan tranquilizó a sus parientes y, con los brazos abiertos, salió a mi encuentro, abrazándome. La entrañable acogida distendió los ánimos y las hebreas, curiosas, sin quitarme ojo de encima, volvieron a sus quehaceres. Santiago, distante como siempre, se limitó a esperar a la puerta de la casa. Su anguloso rostro aparecía más grave y ojeroso que de costumbre. Me devolvió el saludo y, frío y directo, preguntó cómo me las había ingeniado para alcanzar el yam con tanta diligencia. (La palabra yam era la designación más corriente del Kennereth o mar de Tiberíades entre los pescadores y habitantes de las orillas del lago). Me sentí atrapado. Pero, cuando me disponía a improvisar una excusa, Juan terció en el comprometido asunto.
—No tenías por qué molestarte…
Y tomando la cesta de las provisiones la levantó sonriente y feliz, mostrándola a los presentes. Los niños, alborozados, se precipitaron sobre la canasta, intentando averiguar su contenido. Pero Juan, en tono severo, los contuvo. No tuve valor para deshacer el malentendido y, resignado, esbocé una sonrisa de circunstancias. La iniciativa del impulsivo Juan me había salvado de las inquisidoras preguntas de su hermano, al menos de momento. A cambio, nuestras reservas alimenticias «volaron».
Santiago regresó al interior de la estancia y, aprovechando su ausencia, me interesé por el resto del grupo. La explicación, en el fondo, era muy simple. Él y su hermano se habían adelantado. Los demás llegarían a Saidan al anochecer. Atendiendo los deseos de los gemelos, cuya familia residía muy cerca de Kursi (Gerasa), los íntimos de Jesús habían hecho un alto en el camino. Con gran excitación, Juan resumió el peregrinaje de los once por el Jordán durante aquellas casi tres jornadas, aludiendo a las numerosas paradas que se vieron obligados a efectuar, con el fin de satisfacer las preguntas de las gentes en torno a las noticias sobre la pretendida resurrección del Maestro. Pedro, en especial, fue el más ardiente, vaciándose en discursos que conmovieron a las sencillas poblaciones de la ribera del bajo Jordán. Eran, como ya anuncié, los primeros signos de lo que, meses más tarde, terminaría por fraguar en una «jefatura», tácitamente aceptada por el flamante «colegio apostólico».
Satisfecha mi curiosidad le expliqué que los negocios —como ya anunciara al grupo en el camino de Betania— me habían arrastrado hasta la costa norte del yam y que, una vez culminados, si mi presencia no era causa de incomodidad, tenía el propósito de acompañarlos, tomándome así unos días de descanso. Juan se mostró encantado, rogándome que supiera comprender y perdonar la desolación que en aquellos instantes se cernía sobre su familia. El estado de salud de su padre no era bueno y esto los tenía preocupados. Le recordé mi condición de médico y, sin meditarlo suficientemente, le animé a que me permitiera examinarle. Dicho y hecho. A renglón seguido me condujo a la casa en la que, poco antes, había visto desaparecer a su hermano. La vivienda, como el resto de las que formaban parte del patio familiar, carecía de puerta. En el umbral se alineaban varios pares de sandalias. Un tanto contrariado me descalcé. La verdad es que no me agradaba perder de vista las delicadas zapatillas «electrónicas». Pero, el no hacerlo, hubiera significado una descortesía para con mis anfitriones. La vivienda, de unos 7 metros de lado, se hallaba dividida en dos por un tabique que, al igual que los suelos y el resto de los muros, había sido revocado con yeso. Una lámpara de aceite colgaba de la techumbre de la primera de las estancias, esparciendo una luz amarillenta e insuficiente. Junto a la puerta de entrada, sujetas a la pared por sendos aros de metal, descansaban dos ventrudas vasijas de arcilla roja, con las bocas cerradas con ramas aromáticas que protegían y daban un refrescante sabor al agua que almacenaban. A la izquierda, en el muro del fondo, varias alacenas guardaban todo tipo de cacharros de cocina: coladores, cucharas, tenedores, cazos, cribas, filtros, vasijas, planchas para colocar sobre el fuego, cuchillos, platos de madera y un rudimentario fuelle confeccionado con piel de cabra. En el suelo, sobre esteras de hoja de palma, se almacenaban cestas con legumbres, jarras de bronce y un taburete de madera. En la estancia contigua, tan sencilla como la anterior, la luminosidad era algo mayor. En el muro orientado al este, un ventanuco con las contraventanas abiertas dejaba pasar la luz del atardecer, soleando tímidamente un piso igualmente alfombrado. En una estantería colgada del tabique medianero, cuidadosamente enrollados, se distinguían los coloreados edredones que servían para dormir. El escaso mobiliario lo completaban una cómoda, pintada de vivos colores, y dos lámparas herodianas de aceite que reposaban, una sobre el mencionado mueble y la otra en el suelo, en la cabecera del jergón sobre el que yacía un anciano. A los pies del colchón de paja, Santiago, de rodillas, contemplaba atento y en silencio a un hombre de túnica blanca y poblada barba negra que, en cuclillas, rebuscaba en una caja de madera. El instinto me puso sobre aviso. Inmóvil en el umbral, dejé que Juan se aproximara al lecho. Aquella situación podía resultar comprometida. La insignia prendida en el pecho del individuo vestido de blanco, una haruta, con una rama de palmera, significaba que me hallaba frente a un médico o sanador —posiblemente un rofé—, llamado por la familia. Debía actuar con discreción, sin lastimar la dignidad del pensativo «galeno». En realidad, de acuerdo con nuestro código, si la dolencia era grave, debería abstenerme de intervenir.
Juan se inclinó sobre su padre y, tomando sus manos entre las suyas, me hizo un gesto, indicándome que me acercara. Le hice ver que, dada la presencia del médico, quizá mis servicios no fueran necesarios. Pero, haciendo caso omiso de mis consejos, insistió para que le examinase.
(En aquellos delicados momentos no alcancé a explicar el porqué de la intensa mirada del sanador. Y, torpe de mí, lo atribuí a la curiosidad. Algún «tiempo después» —¿o debería referirme a un «tiempo antes»?— comprendería que Assi me había «reconocido». Como médico, mis gestos y forma de actuar no pasaron desapercibidos para el esenio. Pero, prudentemente, guardó silencio. Dios le bendiga por no haberme descubierto).
Assi, el rofé, antiguo amigo de los Zebedeo y, lo que era más interesante, de Jesús de Nazaret y del grupo, salió de su mutismo y, con una conciliadora sonrisa, me señaló al paciente, animándome a que interviniera. El más joven de los Zebedeo no me presentó como comerciante o simple curioso y seguidor de la doctrina del rabí, sino como «sincero amigo del Maestro». Lleno de satisfacción fui a situarme a la cabecera del jefe de la casa: un anciano de una edad que podía rondar los sesenta años, extremadamente delgado, aunque de complexión fuerte y fibrosa musculatura, fruto, sin duda, de los muchos y duros años como pescador y constructor de barcos. Tenía el cabello blanco y un rostro endurecido y bronceado por el sol y los vientos del lago, ligeramente punteado por una barba cana de tres o cuatro días. Me observó sin reservas desde el fondo de unos ojos claros y, confiado, me dejó hacer. El pulso se hallaba algo alterado. No demasiado. En cuanto a la temperatura, tampoco me pareció irregular. Con suma delicadeza, a media voz, rogué al Zebedeo que me indicara cómo había aparecido el mal. Cerró los ojos y, llevándose las manos a la cabeza, murmuró que «primero había sido aquel intenso zumbido, como si una nube de insectos revoloteara en su interior. Después llegaron los dolores, la pérdida de audición y los mareos». En un gesto de dolor apretó las orejas con sus enormes y encallecidas manos. Levanté la vista hacia Assi, interesándome por su diagnóstico. El sanador, que pertenecía a la secta de los esenios[59] y que había desplegado una intensa actividad como médico durante años, y especialmente en la «vida pública» de Jesús, atendiendo a los muchos enfermos que acudían regularmente hasta Kefar Nahum con la esperanza de ser curados por el rabí de Galilea, movió la cabeza negativamente y, con toda franqueza, me expuso sus dudas. Desde que fuera reclamado por el Zebedeo —de esto hacía ya cuatro jornadas—, la casi totalidad de sus observaciones había resultado negativa. La memoria, el estado general de conciencia del paciente, posibles temblores, expresión del rostro, color de la piel, cara y ojos, así como la respiración, olor del cuerpo e inspección diaria de la orina y excrementos eran normales. Los exámenes funcionales de Assi —no en vano había recibido adiestramiento en las excelentes escuelas de medicina de Alejandría y en el per-ankh o Casa de la Vida de Assi—, con movimientos y giros de cabeza y extensiones y flexiones de piernas (ante posibles luxaciones cervicales o traumas de naturaleza lumbar), se me antojaron oportunísimos y certeros. El problema, sin embargo, era mucho más simple.
—… En un principio —prosiguió Assi midiendo cada una de sus palabras— llegué a pensar en una fuerte migraña, ocasionada por un mal viento[60].
Y mostrándome la colección de pócimas e infusiones que guardaba en su caja, añadió:
—Pero las aplicaciones locales de coriandro, semillas de pino, tomillo, hígado de asno y ganso, natrón, tamarisco y espinas quemadas de peces han sido infructuosas.
El voluntarioso «auxiliador» —Assi rechazó una y otra vez mi calificativo de rofé, afirmando que sólo el Bendito (Dios) tenía la potestad de sanar— probó, incluso, con uno de los ritos de transferencia del mal, muy común en el antiguo Egipto y recomendado para la «hemicránea» o dolor en un lado de la cabeza. Durante cuatro días había frotado la cabeza del paciente Zebedeo con la de un pescado, intentando —con escaso éxito, claro está— «que los vasos temporales restituyeran el aire al enfermo».
Sin embargo, a pesar de estas y otras supersticiones que tuve oportunidad de presenciar, el «auxiliador» —fruto de su dilatada experiencia— no estuvo desencaminado en el diagnóstico final. El zumbido, los fortísimos dolores de oídos y la pérdida de audición —sentenció con pleno convencimiento— podían ser síntomas de una otorrea o de una otitis. (Ambos males eran perfectamente conocidos desde muy antiguo). Para Assi, como para el resto de los médicos de hace dos mil años, cada uno de los oídos recibía dos vasos, que llegaban por encima de los hombros. A través de ellos entraba la vida o la muerte. La primera, por el oído derecho y la segunda, por el izquierdo. (Una concepción derivada del poder que entonces se asignaba a la palabra hablada). Pues bien, según Assi, la causa de aquella posible sordera del Zebedeo había que buscarla en el desarreglo de los dos vasos que terminaban en la raíz de los ojos o en las sienes.
—En este caso —concluyó— lo más indicado sería una aplicación a base de sales minerales, hojas de legumbres o una oreja de asno en un ungüento base.
Desconcertado, no me atreví a replicar.
—… Claro que, quizá, resultase más eficaz un emplasto de estiércol o cola de escorpión… Tú, Jasón, ¿qué opinas?
¿Qué podía decir? Simulé que reflexionaba y, evitando un enfrentamiento directo, traté de ganar tiempo. Solicité de Juan una de las lucernas de aceite e, incorporando el torso del anciano, aproximé la candela a su oído derecho. Assi y los hermanos se apresuraron a ayudarme. A pesar de la precaria iluminación no tardé en constatar el posible origen del mal. Repetí la exploración en el oído izquierdo, llegando a la misma conclusión: las sensaciones acústicas percibidas por el Zebedeo y los posteriores dolores obedecían a lo que en medicina llamamos «acúfenos» o «acusmas». Aunque esta perturbación aparece con frecuencia en la mayor parte de las enfermedades del oído, en ocasiones se debe a la natural acumulación en el conducto auditivo externo de cerumen (una secreción cérea de las glándulas sebáceas de dicho conducto que, en ocasiones, se espesa, formando un tapón). Ésta era la causa principal del trastorno. Un trastorno que, detectado a tiempo, no tenía por qué ofrecer excesivas complicaciones.
Lo benigno y, en cierto modo, intrascendente del caso me autorizaba a intervenir, sin que por ello quebrara las normas de Caballo de Troya. En resumen, se trataba de lograr un progresivo reblandecimiento del cerumen, procediendo después a su extracción. Para ello, al menos durante los próximos tres o cuatro días, debería suministrarle algún medicamento o pócima que actuara como disolvente de la masa de cera. El problema era cómo hacerlo sin despertar suspicacias y, además, de inmediato. La doliente postración del Zebedeo así lo requería. Sin demasiadas alternativas, eché mano de la improvisación. Invocando una inexistente receta del Libro de las sentencias, de Jesús ben Sirac, escrito ciento cincuenta años antes de Cristo, tranquilicé la conciencia médica del esenio, provocando la lógica admiración de Juan y Santiago. De momento había que trabajar con los únicos elementos a mano. Más adelante, de vuelta a la nave, la preparación de los ungüentos sería menos heterodoxa y precipitada. Siguiendo mis instrucciones, Assi preparó un analgésico, a base de hojas de melisa (cuyo contenido en aceite esencial con citral, citronelal, geraniol, linalol y tanino resultaba muy recomendable) y unos gramos de samê de-Sinta, un potente anestésico. Con idéntica diligencia, Juan calentó en mi presencia unos centímetros cúbicos de aceite puro de oliva y, cuando estimé que la temperatura había alcanzado los 20 o 25 oC, vertí unas gotas en cada uno de los oídos del paciente. Aquél fue el único momento en el que el «auxiliador» torció el gesto, reprobando en silencio mi actitud. Pero, discreto y respetuoso para con los métodos de aquel médico extranjero, no dijo nada. En «posteriores encuentros», una vez ganada su confianza, me confesaría el porqué de aquel mudo reproche. Tal y como relata Josefo, los esenios consideraban el aceite como impuro y «cualquiera que accidentalmente entrara en contacto con él manchaba su persona». Ésta era una de las razones que los obligaba a mantener la piel seca y a vestir siempre de blanco (Antigüedades judías, II, 8, 3, 123). Esta interesante secta —de la que también deberé hablar— se hallaba abiertamente enfrentada con las interpretaciones religiosas y los hábitos de las castas sacerdotales judías. El Talmud, por ejemplo, establecía la unción como una necesidad. «Tomar un baño y no ungirse —rezaba el Shabbat, 41 a— es como poner agua en un jarro».
El fuerte analgésico no tardaría en surtir efecto. Así que, de mutuo acuerdo, Assi y yo recomendamos a los hijos del Zebedeo que le permitieran reposar, administrándole dos nuevas dosis de aceite caliente durante la primera vigilia de la noche y al alba. La tercera correría de mi cuenta en esa misma mañana del jueves. Santiago, algo más reconfortado por mis palabras de aliento, que restaron gravedad al lance, se opuso a que me marchara. Juan, en uno de sus infantiles arranques, ante mi firme negativa a pernoctar en Saidan, se precipitó hacia la puerta, apoderándose de mis sandalias y huyendo con la loable y sana intención de que, forzado por tal circunstancia, declinara en mis pretensiones de partir hacia Nahum. Me asusté. Aunque resultaba improbable que llegara a descubrir los ocultos microsistemas electrónicos, sí cabía la posibilidad y el grave riesgo de que —en uno de aquellos arrebatos— las destruyera o, simplemente, las escondiera, perjudicando así los planes de la operación. Assi y Santiago rieron la ocurrencia, anunciándome divertidos «que ahora sí estaba perdido». Salí tras él, justo a tiempo para ver cómo cruzaba la puerta de acceso al corral. Juan no se detuvo y, de un salto, se lanzó escaleras abajo, en dirección a la playa. En mitad de los empinados peldaños frenó e, indeciso, como si buscara un escondrijo para el calzado, echó una rápida mirada a las barcas varadas entre las redes. Le grité para que cesara en aquel incómodo juego, pero, levantando las sandalias por encima de su cabeza, me desafió a que le diera alcance. Ágil como un gato renunció a los últimos escalones, saltando limpiamente sobre la costa. Maldiciendo mi mala estrella corrí tras el alocado Zebedeo, hiriéndome los pies contra los guijarros. La persecución, en la que naturalmente yo llevaba la peor parte, se prolongó, playa arriba, hasta casi un kilómetro de Saidan. Agotado, cuando estaba a punto de claudicar, Juan se paró en seco. Le vi soltar las sandalias y, de espaldas, comenzó a retroceder con pasos inseguros y vacilantes. Frente a él se abría la gran colonia de tortugas de los pantanos. Me extrañó que no siguiera adelante. Aquellos quelonios eran tan torpes como inofensivos. Al darle alcance, demudado, incapaz de articular palabra, señaló hacia la negruzca grava de la costa. Confundida entre los cantos rodados se deslizaba una serpiente de un metro de longitud. Esta vez fui yo quien soltó una carcajada. Y, aproximándome al ofidio, lo atrapé por la base de la cabeza, levantándolo y mostrándoselo al descompuesto Zebedeo. Aquel asustado animal, único en la fauna de Palestina, era una pobre serpiente de agua, incapaz de hacer daño y cuya dieta básica eran los peces del lago. (En los actuales mosaicos de la iglesia de Tabja aparece un flamenco luchando con uno de estos apacibles reptiles del Kennereth). Juan, con los ojos desencajados, suplicó que le perdonase y que «me deshiciera de aquel demonio». Era inconcebible. A pesar de sus muchos años de intensa amistad con Jesús de Nazaret, aquellos rudos pescadores seguían aferrados a toda suerte de supersticiones y maleficios. Claro que también era posible que aquel terror hacia las serpientes constituyera una «ofidiofobia»: un miedo patológico a estos ofidios, cuyas causas sólo pueden desvelarse mediante un profundo análisis psicológico del individuo. Para algunos autores, la «zoofobia» en general —o miedo patológico a los animales— podría considerarse como un oculto rechazo a tener hijos. Curiosamente, Juan moriría sin descendencia…
Incapaz de sostener tan desagradable situación me apresuré a soltarlo cerca del agua. El reptil, como imaginaba, se sumergió al momento, desapareciendo en el yam. Y el discípulo, bañado en un sudor frío, se dejó caer sobre la playa, exhausto y tembloroso. Recogí mi calzado y, olvidando la travesura, traté de reanimarle, secando su frente. Durante breves segundos me observó en silencio. De pronto, sus inquietos ojos negros se clavaron en los míos, preguntándome a quemarropa:
—¿Quién eres en realidad? No te conozco y, sin embargo, te conozco. Yo te he visto antes…
Una lámina de fuego se propagó por mi vientre y, adivinando una secreta intención tras las palabras de mi amigo, esquivé la delicada cuestión con una forzada sonrisa de perplejidad, añadiendo algo que él ya conocía:
—Lo sabes bien: un torpe griego que, al fin, ha encontrado la Verdad.
No aceptó mi explicación. Y con audacia continuó el acoso:
—… ¿Por qué el Maestro, nada más verte en la casa de Lázaro, te recibió como a un viejo y querido amigo? ¿Por qué tu interés por Él? ¿De dónde vienes? ¿Por qué desafiaste a los odiosos romanos, permaneciendo al lado del rabí mientras los demás huían? ¿Cómo puedes saber cuándo y dónde…?
No le permití continuar. Sellé sus labios con mi mano derecha y, negando con la cabeza, intenté descabalgarle de tan peligrosos pensamientos. Creo que fue inútil. Juan sabía o intuía algo. Su última pregunta fue toda una confirmación y el anuncio de que, por primera vez, me hallaba en un serio compromiso.
—… ¿Por qué desapareciste en una nube blanca?
Al oír el asunto de la niebla quedé desarmado.
—¿Cómo sabes eso?
En su candidez, el discípulo confesó el único posible origen de su correcta información: Juan Marcos. Para mi infortunio, el benjamín de la familia Marcos, una vez repuesto de la escena del monte de los Olivos, corrió al encuentro del grupo, uniéndose a la expedición a Bet Saida. En el camino, ante la incredulidad general, dio pelos y señales de la extraña niebla surgida a mis espaldas y de cómo «Jasón había entrado en ella, esfumándose como un ángel del Señor».
—… Por supuesto —remachó el Zebedeo—, ninguno de mis compañeros dio crédito a sus «fantasías»…, excepto yo.
—Así que Juan Marcos viaja con vosotros…
Juan asintió triunfante, dando por hecho que me tenía atrapado.
—Muy bien —concluí rotundo—. Mañana te demostraré que estás equivocado.
Y sin darle ocasión de replicar me alejé hacia el camino, emprendiendo el viaje de retorno a la «cuna». La jornada del jueves, 20 de abril, prometía ser tan «animada» como la que estaba a punto de concluir.
Bien mirado, la carrera en pos de Juan Zebedeo también tuvo su lado bueno. Me permitió abandonar Saidan más rápidamente de lo calculado y, por añadidura, situarme al corriente de la presencia, entre los íntimos, del pequeño Juan Marcos. No tenía muy claro cómo, pero debía actuar. Era menester que pusiera en marcha una estratagema lo suficientemente clara y redonda como para disipar los recelos y las insinuaciones que acababa de oír. En el fondo, aquella inesperada situación nos serviría de lección. Caballo de Troya había subestimado a los supuestamente «primitivos» e «incultos» hombres del siglo I. Algo se me ocurriría.
Poco antes de las 18 horas, sin el menor tropiezo, avisté el puente sobre el río Korazín. Eliseo se alegró al oír mi voz. Los cálculos eran correctos. Sin carga, y a buen paso, el camino de Saidan a Kefar Nahum podía cubrirse en poco más de una hora, reduciendo la primera caminata en unos veinte minutos.
Aboné el obligado «peaje» (dos leptas, equivalentes a un cuarto de as; es decir, pura calderilla) al funcionario de la aduana, y siguiendo la calzada, rodeé la ciudad por su cara norte hasta alcanzar el camino que ascendía hacia la colina sobre la que se asentaba el módulo. Restaban unos minutos para el ocaso y, después de prevenir a mi hermano, opté por seguir unos pasos más —hasta el extremo sur del promontorio—, evitando así la senda que había utilizado en la bajada y que, como dije, se bifurcaba a una milla de Nahum. No era prudente que me vieran tomar el caminillo del cementerio. A unos cien metros del lugar donde había coincidido con Jonás, el todavía supuesto monte de las Bienaventuranzas quedaba seccionado en su ladera sur por la vía Maris. Aquél era uno de los pasos más angostos de la costa norte. A la izquierda de la calzada, el terreno se precipitaba materialmente sobre las aguas, formando un inclinado talud de 20 o 30 metros. El precipicio me serviría de referencia en los sucesivos retornos a la «base-madre». Desde allí, falda arriba, la nave se hallaba a 600 pies. La ruta, a partir de aquel punto, se alejaba un poco del litoral, dibujando un amplio arco que bordeaba las chozas y el «complejo hidráulico» de Tabja. En aquel momento reparé en un acueducto de unos dos metros de alzada, semicamuflado por la vegetación, que arrancaba de la zona de los molinos, en «las siete fuentes», perdiéndose entre el roqueo de la costa, en dirección a Nahum. A la mañana siguiente comprobaría que se trataba de una de las más importantes conducciones de agua potable que abastecía a la «ciudad de Jesús». Disponía aún de un cierto margen de luz y, pensando en paliar la fallida adquisición de víveres, creí oportuno acercarme al poblado que tenía a la vista. Con toda seguridad, los vecinos de Tabja podrían suministrarme agua y algunas provisiones. Eliseo no lo creyó oportuno, pero, en contra de su voluntad, salvé los 300 metros que me separaban de las chozas. De nuevo me vi gratamente sorprendido. El aprovechamiento industrial de Nahum era perfecto. Si los astilleros, la fabricación de vidrio, la artesanía y el comercio se centralizaban en la ciudad propiamente dicha, allí, entre huertos, frutales y un airoso palmeral, palpitaban los rumorosos manantiales que daban vida a los molinos de agua y a las fraguas. Los primeros, en su mayoría, eran harineros, aunque también los había para el aserrado de la madera, la trituración de la aceituna y de la uva e, incluso, para la molienda de la pimienta y el corte de piedra. Cada jornada, cuadrillas de operarios y «especialistas» de las vecinas localidades de Guinosar, Nahum y Migdal se desplazaban hasta el bello rincón, poniendo en marcha las curiosas «maquinarias», ideadas y construidas por los romanos y que son citadas por Vitruvius. Entre esta industriosa red de albercas, canales y acueductos se levantaban también los tradicionales molinos de grano[61], movidos a mano o con el concurso de animales. Pero lo que verdaderamente llamó mi atención fueron los «hidráulicos»[62]: toda una obra de ingeniería que poco o nada tendría que envidiar a los que han usado ingleses y norteamericanos hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.
Los lugareños, serviciales y acostumbrados al trato con toda suerte de forasteros, respondieron al punto a mi solicitud, llenando un áspero pellejo de cabra, de unos 40 litros de capacidad, con el agua de una de las fuentes que manaba muy cerca de la gran piscina octogonal de 20 metros de diámetro que habíamos detectado desde el aire. El capítulo de los víveres, en cambio, quedó en blanco. Nakdimon, el funcionario judío responsable del suministro de las aguas a Nahum y a la industria de los molinos, que acudió encantado y complaciente en mi auxilio, me aconsejó, al igual que Jonás, que visitara el mercado del día siguiente, en Kefar Nahum. Mi corta estancia en Tabja, siempre guiado por Nakdimon, resultó fructífera en sumo grado. Al tiempo que recorría las instalaciones, el funcionario me puso en antecedentes de algunos detalles que ignoraba por completo. Sin disimular su disgusto, el capataz-jefe del barrio de las «siete fuentes» se lamentó de la «nacionalización» de las aguas por los romanos. Desde que el Imperio, en efecto, había colonizado Palestina, la riqueza hidráulica había pasado a manos de Roma. El césar era el legítimo propietario, que delegaba, en cada provincia, en una tupida burocracia de funcionarios. Las tarifas por el consumo de agua iban directamente a las arcas de Tiberio. El control para evitar el fraude se llevaba a cabo con extremo rigor. De cada acueducto —así lo especificaba la legislación romana— arrancaba un número determinado de cañerías. Para insertar una nueva era precisa una solicitud especial al Gobierno. Cuando éste concedía la licencia, el inspector de zona asignaba al usuario un calix o llave de paso de unas muy concretas dimensiones, en consonancia con el volumen de agua solicitado. Esta pieza regulaba el caudal de forma inexorable. Si el consumidor era un industrial, el calix recibido era de mayor sección, pero siempre de acuerdo con lo marcado en la correspondiente licencia. Más allá de estas llaves de paso, la cañería era de propiedad privada y cada cual debía correr con los gastos de instalación y mantenimiento. (De hecho existía una ley que obligaba a que las dimensiones del calix se mantuvieran en cada conducción hasta una distancia de 50 pies de la citada llave de paso). Estaba terminantemente prohibido obtener agua de otro lugar que no fuera el depósito del acueducto, así como ramificar las cañerías. Como ocurre en el siglo XX con los servicios telefónico o de suministro eléctrico, en aquella época, el derecho al agua tenía carácter personal. De esta forma, cuando un inquilino abandonaba una casa o un molino, los «ingenieros» e «inspectores» cerraban el calix. Sin embargo, a diferencia de lo que hoy conocemos, el Imperio romano autorizaba la venta de las licencias. Los nuevos propietarios o arrendatarios, antes de tomar posesión de la vivienda o de la «industria», debían asegurarse, por tanto, de que dicha licencia no pasara a manos de terceras personas. El elevado coste del suministro de agua forzaba a multitud de familias a prescindir de estos servicios, abasteciéndose en las fuentes o manantiales públicos. Jesús, al menos durante su vida en Nazaret, no tuvo la oportunidad de disfrutar de este cómodo y costoso sistema de «agua corriente a domicilio». Sólo los más pudientes, como digo, podían permitirse semejante lujo.
Y hacia las 19 horas, ya oscurecido, con el pesado odre de agua a mis espaldas, el Destino, misericordioso, quiso que este imprudente expedicionario regresara con bien a nuestro querido «hogar», en la ladera sur del promontorio que dominaba el lago de Tiberíades.
Eliseo, enterado de mis primeras andanzas y correrías por la costa del yam, convino conmigo en que la Providencia nos asistía. A pesar de la «pérdida» de los víveres y de la arriesgada intromisión en el asunto del joven porteador del muelle de Nahum, el cambio en los planes había merecido la pena. No obstante, con su habitual sensatez recordó que no convenía abusar de la fortuna y que hiciera un esfuerzo por ajustarme a lo programado por la operación. Mi incursión a Tabja y el transporte del agua hasta la «cuna» podían haber esperado.
Aquella noche, mientras preparaba un disolvente para el cerumen del Zebedeo, mi amigo —una vez analizado y hervido el cargamento de agua— fue a situarse frente a los paneles de control del módulo, cayendo en un férreo mutismo. Yo le había puesto en antecedentes de mi breve conversación con Juan y ambos, naturalmente, coincidimos en la necesidad de hallar una sólida y urgente solución que pusiera fin a las habladurías propaladas por el benjamín de la familia Marcos. No era fácil. Pero Eliseo, tras una larga reflexión, encontraría remedio a mi comprometida situación.
Por fortuna, la «farmacia» de la nave era excelente. Tras un repaso al banco de datos de «Santa Claus», me decidí por una composición a base de óleum o aceite de terebinto[63], en una proporción de 1,5 por cada 10 centímetros cúbicos, y una serie de complementos «no irritantes», como el clorbutol (500 mg), la benzocaína (300 mg) y el benzofenol (también a razón de 100 mg por cada 10 cc). Un volumen de diez centímetros cúbicos sería suficiente para dos o tres dosis diarias, a inyectar en los oídos del Zebedeo durante un par de jornadas. Con ello se lograría un paulatino reblandecimiento de la masa cérea que —todavía no sabía cómo— me permitiría la extracción de los dolorosos tapones.
Dispuesta la pócima en una ampolleta de barro, me entregué a la revisión del programa del jueves. A partir de la llegada de los once a Saidan, los acontecimientos podían precipitarse en cualquier momento. Nuestro principal objetivo en el lago consistía en intentar «observar» las pretendidas apariciones de Jesús. En este sentido, los evangelios de los cristianos no son muy explícitos. Como ya comenté, sólo el texto de Juan hace una difusa alusión a la presencia del Maestro a orillas del yam, sin especificar ni el día ni el lugar exactos. «A orillas del mar de Tiberíades» —como reza parte del versículo 1 del capítulo 21— no suponía una gran ayuda. «A orillas del mar» podía querer decir frente a las costas de Nahum, de Saidan o de cualquier otro punto del gran arco que forma el litoral norte, con sus casi 14 kilómetros, contando desde Migdal a Saidan. La única forma de «estar presente» en dicho suceso obligaba a permanecer junto a los discípulos, sin perderlos de vista ni un minuto. En cuanto a la segunda posible aparición en la Galilea —apuntada por el evangelio de Mateo (28, 16-20)—, tampoco era un derroche de información. ¿A qué monte se refería el evangelista? El citado litoral está sembrado de colinas… Según lo que llevaba visto y oído, las palabras de Mateo no eran muy acertadas. «Por su parte —dice el escritor sagrado en los referidos versículos—, los once discípulos marcharon a Galilea (hasta aquí, correcto), al monte que Jesús les había indicado…». (El Hijo del Hombre no les señaló monte alguno durante sus apariciones en Jerusalén. Tan sólo que marcharan a la Galilea, donde volverían a verle).
Por último, el bueno de Saulo o Pablo, en su primera carta a los Corintios (15, 5-8), hace una afirmación —no contenida en los evangelios— que tampoco supimos cómo interpretar: «… después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez…». ¿Dónde y cuándo se registró dicha aparición multitudinaria? Las cosas, como veremos, resultarían mucho más complejas, apasionantes… y distintas. Pero sigamos por orden.
Al fin, Eliseo, saliendo de su mutismo, se volvió hacia mí y, con una maliciosa sonrisa, preguntó:
—¿Qué tal se te dan los juegos de manos?
Y astuto y eficiente pasó a detallarme su idea. Una idea que podía sacarme del atolladero al que las circunstancias y Juan Marcos me habían arrastrado.