«Ahora, id todos a Galilea. Allí os apareceré muy pronto».
Así, con esta orden, concluyó la aparición número diez del Resucitado. Era el domingo, 16 de abril del año 30 de lo que hoy interpretamos como «nuestra era».
Y el Maestro, volviéndose hacia mí, me sonrió. Caminó despacio hacia la penumbra, desapareciendo frente al muro por el que le habíamos visto surgir. Simplemente, se esfumó. Y yo, como una estatua, tan confuso y atónito como el resto, no supe qué hacer ni qué decir. Como médico y como simple e incrédulo mortal, aquel «hombre» —no tengo más remedio que refugiarme en los únicos y limitados conceptos que están a mi alcance—, muerto 219 horas antes, era el mayor desafío científico de la Historia. Su «presencia» —aparentemente tan física y tangible como la nuestra— rebasaba toda posibilidad de comprensión racional. Lo reconozco humildemente: aquélla era la segunda vez que le veía y oía y, aun así, me costaba aceptarlo. Más tarde, cuando la calma descendió sobre el hogar de la familia Marcos, caí en la cuenta de algo que, a primera vista, parecía una contradicción. Desde mucho antes de consumar aquel segundo «salto» en el tiempo, mi afán por volver a ver al Maestro había sido continuo. Le echaba de menos. Necesitaba sentirle. Oírle. Contemplarle. Era una sensación indomable. Sin querer, a pesar del rígido código moral de la Operación Caballo de Troya, las palabras, la mirada y el halo mágico de aquel Ser me tenían trastornado. Sin proponérmelo, insisto, me había convertido en un silencioso seguidor de su obra y de su persona. Pues bien, aquella tarde, al reconocerle, el estupor pudo con la alegría. Inexplicablemente, mi corazón no vibró de júbilo ante el fugaz reencuentro. Durante los escasos cinco minutos que el Galileo permaneció en el cenáculo, quien esto escribe no recuerda el menor espigonazo de íntima satisfacción que, en buena lógica, debería de haber experimentado. Quizá, como digo, fuera el susto. O quién sabe si el impecable entrenamiento a que habíamos sido sometidos. El caso es que, analizando los hechos, este paradójico comportamiento me sumió durante algún tiempo en una dolorosa zozobra. Pero vayamos a los acontecimientos, tal y como tuve ocasión de vivirlos y contemplarlos.
Como iba diciendo, las últimas frases del Galileo —ordenando a sus íntimos que partieran hacia el norte— marcarían el resto de aquel agitado domingo. Según mi cuenta particular, ésta había sido la aparición número diez. Las nueve primeras tuvieron lugar en Jerusalén, Betania y en el camino que conduce a la aldea de Ammaus. Todas ellas, como ya relaté, a lo largo del anterior domingo, 9 de abril. Semanas después me vería obligado a rectificar este cómputo. Jesús de Nazaret también se presentó a otras gentes y en lugares insospechados. Tales sucesos —¡cómo no!— serían igualmente ignorados por los mal llamados «escritores sagrados».
Es posible que los cronómetros del módulo no marcasen más allá de las 18 horas y 5 minutos cuando, en mitad de un sobrecogedor silencio, el rabí desapareció de nuestra vista. El pasmo de los presentes —¿o debería calificarlos de «ausentes»?— se mantuvo cinco o diez segundos más. Y, de pronto, la cámara enloqueció. No tengo muy claro cómo se desarrollaron los hechos. Fue como un trueno o como una caldera que estalla. Juan, Simón Pedro y los gemelos fueron los primeros en «volver en sí». Saltaron sobre la mesa y, aullando, cantando y vociferando como energúmenos, se abrazaron, arrastrando al resto a una especie de histeria colectiva. Las copas, platos y la inacabada cena se desparramaron por la «U» y el entarimado, salpicando a los enloquecidos galileos. Nadie hizo un mal gesto. En realidad, aquellas reacciones fueron tan lógicas como necesarias. La tensión, dudas, miedos e incertidumbres fueron inmolados en el fuego de una incontenible alegría. Tentado estuve de unirme al griterío. Pero me contuve, disfrutando de aquel caos, tan saludable como justificado. Bartolomé y Felipe, demudados, miraban sin ver, víctimas de una risa nerviosa. Simón, el Zelote, repuesto temporalmente de su profundo abatimiento, palmeaba también al compás de los que brincaban sobre la maltrecha mesa. Sus ojos, muy abiertos, iban y venían, posándose en sus compañeros, en un afán —así lo creo— de corroborar cuanto había presenciado.
Tomás, sentado en el mismo diván, era uno de los más afectados por la aparición. Parecía ausente. Con los codos clavados en los muslos ocultaba el rostro entre sus manos, gimiendo y llorando amargamente. Mateo Leví, solícito, pasó su brazo sobre los hombros del tímido y desolado «mellizo», en un intento por consolarle.
En cuanto a Andrés, tan desconcertado como Tomás, necesitó un tiempo para reaccionar. Sus recientes burlas, improperios y reproches a cuantos habían creído en la resurrección debían pesar en su alma como una piedra de molino. Y, al fin, pálido, se incorporó. Subió a lo alto de la «U» y, dulcemente, apartó al delirante Juan Zebedeo, situándose frente a su hermano. Pedro, al verle, cesó en sus manifestaciones y saltos de júbilo. Se observaron mutuamente y, sin mediar palabra, el ex jefe del grupo se precipitó hacia Simón, abrazándole. Los aplausos y vítores arreciaron.
En mitad del tumulto, Santiago de Zebedeo, como siempre, fue el hombre práctico, frío y calculador. Aunque su mirada, tan radiante como las de los demás, le traicionase, fue el único que conservó un mínimo de lógica y de sentido común. Movido por estos sentimientos, y por una curiosidad quizá tan acusada como la mía, tomó una de las lucernas, avanzando hacia el muro. Sigilosamente me uní a él. Aproximó la lamparilla de aceite al piso de madera por el que había caminado Jesús, examinando el recorrido del Resucitado. Al llegar a la pared, cubierta en aquel punto por un largo y delicado tapiz de lino de En-Gedi, el «hijo del trueno» —ajeno al tumulto del cenáculo— elevó la candelilla, centrando la atención en la zona por la que se había volatilizado el Galileo. Paseó la amarillenta y frágil llama a una cuarta de los finos hilos púrpura y carmesí, comprobando que el tejido no presentaba la menor señal de deterioro.
Seguí sus movimientos. Tanto él como yo sabíamos que al otro lado del tapiz sólo había un grueso muro de piedra calcárea. A pesar de todo, desconfiado, presionó la tela a diferentes alturas. Finalmente, descargando su maltrecho escepticismo en un profundo e interminable suspiro, giró su anguloso rostro, dedicándome una mirada plena de satisfacción. Le sonreí. Ni Santiago ni yo podíamos entenderlo. Pero así era. El Maestro se había desmaterializado frente a la pared o, quién sabe, quizá había sido capaz de atravesarla. Me propuse no pensar en ello. Y el Zebedeo, decidido, avanzó hacia la puerta de doble hoja, desatrancándola con un seco y contundente puntapié. Minutos más tarde, alertados por el discípulo, la familia y servidumbre de Marcos irrumpía en tropel en la sala, uniéndose a la barahúnda. Los gritos, preguntas, cánticos, palmas y risas se prolongaron durante más de media hora. Poco a poco, Elías, Simón Pedro y Santiago lograron apaciguar los ánimos, haciendo ver a sus compañeros que el tiempo apremiaba. Si deseaban ejecutar la orden del Maestro, y partir lo antes posible hacia Galilea, era menester poner manos a la obra. El viaje hacia el mar de Tiberíades era largo y los preparativos se habían visto interrumpidos una y otra vez.
Hacia las ocho, la casi totalidad de los íntimos de Jesús habían descendido al espacioso patio a cielo abierto. Y allí, en torno al fuego, mientras Felipe, el intendente, se afanaba con los gemelos en la puesta a punto de la impedimenta, el resto —recompuesto el talante— dedicó buena parte de las dos primeras vigilias (la de la noche y medianoche) a examinar su situación. A pesar de la euforia, eran conscientes de su delicada posición frente a la casta sacerdotal que había perseguido y crucificado al rabí. Andrés, prudente y receloso, recordó las preocupantes noticias traídas una semana antes por José de Arimatea. Las medidas promulgadas por Caifás, el sumo sacerdote, y sus secuaces en la noche del domingo anterior continuaban en vigor. «Aquellos que se atrevieran a proclamar la vuelta a la vida de Jesús de Nazaret serían expulsados de las sinagogas». La segunda de estas medidas —que según los confidentes del anciano sanedrita no pudo ser sometida a votación— especificaba que «todo aquel que declarase haber visto o hablado con el Resucitado podría ser condenado a muerte».
A pesar de la fuerza moral que, evidentemente, les había inyectado la presencia del Maestro, aquellos galileos, sabedores del odio y del poder de la clase dirigente judía, se enzarzaron en una nueva y agria polémica. Pedro, fogoso e irreflexivo como siempre, llevó su mano izquierda a la empuñadura de la espada, arengándolos para que sepultaran los viejos temores y se lanzaran a las calles, anunciando la buena nueva. La mayoría rechazó la peligrosa y prematura sugerencia de Simón. Ciertamente, aquellos siete días de silencio y total ocultamiento por parte de los discípulos habían calmado el furor de los sanedritas. Es más, el ininterrumpido fluir de noticias que llegaba hasta la mansión de los Marcos apuntaba hacia un absoluto y definitivo «aplastamiento del grupo evangélico». Ésta, al parecer, era la creencia de Caifás y su gente. En cuanto a los rumores de la «absurda y fantástica resurrección del Galileo», los saduceos y escribas —una vez dictadas las ya mencionadas normas— los estimaron y definieron como «los últimos coletazos de un movimiento agonizante». El paso del tiempo y la intoxicación de la sobornada guardia del templo harían el resto. Ésta era la situación en Jerusalén, al filo del amanecer de aquel lunes, 17 de abril.
Como cabía suponer, los encendidos discursos de Simón, aunque atrayentes, fueron desestimados. Santiago, Mateo Leví y su hermano Andrés le interrumpieron una y otra vez y, con el silencioso respaldo del resto, trataron de convencerle de lo arriesgado de semejante empresa. De momento, si en verdad estimaban las palabras de Jesús, lo único que importaba era cumplir su orden. Curiosamente, y creo que debo referirme a ello antes de proseguir, a partir de aquella noche del domingo, 16 de abril, la figura de Simón Pedro experimentó un notable auge. El Maestro —a pesar de lo que sugieren algunos evangelistas— jamás le otorgó la jefatura y dirección del «cuerpo apostólico». Ni hubo votación o maniobra alguna por parte de los íntimos para su designación como cabeza visible de los nuevos evangelizadores. En realidad, los hechos se encadenaron por sí mismos. Y con el paso de los días, el inquebrantable entusiasmo de Pedro y su innegable capacidad oratoria hicieron el resto. Los discípulos, de forma tácita, aceptaron al volcánico galileo como el hombre idóneo para representarlos y dirigir los discursos. Éstas, y no otras, fueron las auténticas razones que le llevarían al puesto de todos conocido.
Simón Pedro se resignó y, una hora antes de la «vigilia del canto del gallo» (hacia las 04 de la madrugada), el grupo, temeroso de ser descubierto por los espías del Sanedrín, adoptó la resolución —por unanimidad— de abandonar la Ciudad Santa antes del alba. Confundidos en la oscuridad de la noche, su partida de Jerusalén podría resultar menos comprometida.
María Marcos, con su proverbial diligencia, aparentemente ajena a las discusiones y polémicas de los discípulos, no había guardado un momento de descanso. Durante toda la noche la vi entrar y salir del patio, cambiando impresiones con Felipe y, siempre discreta y silenciosa, adelantando la obligada molienda del grano. En esta oportunidad, la servidumbre no utilizó el pequeño mortero de piedra, tan común en las casas judías. A eso de la medianoche, dos de los sirvientes depositaron en el patio un pesado artilugio, consistente en dos grandes discos de basalto. El inferior, de unos noventa centímetros de diámetro por veinte de altura, presentaba la cara superior sensiblemente convexa. En el centro emergía un sólido pivote de hierro de otros treinta o treinta y cinco centímetros de longitud. A verlos aparecer, intrigado, abandoné por unos instantes el acogedor fuego, observando sus diestras maniobras. Uno de ellos extendió un paño de tela sobre el enladrillado del piso y, acto seguido, no sin esfuerzo, tomaron la mencionada muela, situándola en el centro de la negra arpillera. A continuación repitieron la operación, encajando la segunda rueda de basalto en el eje de la primera muela. La superior, de algo más de medio metro de diámetro, había sido labrada de tal forma que la superficie inferior, notablemente cóncava, se acoplase a la perfección con la que descansaba sobre el pavimento. El orificio que perforaba este disco superior, en el que entraba el pivote de hierro, semejaba un embudo. Comprendí que se trataba de un «molino» casero, con una mayor capacidad de trituración y, por tanto, muy útil en determinadas circunstancias. Y aquélla, sin duda, era una situación de emergencia. Encajadas «las dos muelas» —éste era, al parecer, el nombre del aparejo—, uno de los sirvientes echó mano de una vasija de piedra rojiza repleta de trigo, iniciando la molienda propiamente dicha. Con la izquierda hizo presa en un mango de madera, empotrado verticalmente en el filo de la rueda superior, haciéndola girar con fuerza. Al mismo tiempo, con la mano derecha, fue vaciando los puñados de grano sobre el embudo central. Durante algunos minutos permanecí absorto y maravillado ante el primitivo e ingenioso sistema. El áspero bramido del basalto, girando lenta e inexorablemente, se adueñó del lugar, obligando a los discípulos a elevar el tono de sus voces. Transcurrida una media hora, el segundo sirviente se arrodilló frente al molino, relevando al primero. La monótona y cansina trituración concluiría pasadas las dos de la madrugada. Los sudorosos criados desmontaron las muelas y María, asistida por el joven Juan Marcos, fue depositando el fruto de la molienda sobre un cedazo, trenzado a base de cerdas, en cuyo aro de madera había sido suspendido un mugriento saco de hule, capaz para media efa[7], aproximadamente; es decir, alrededor de 22 kilos. Cuando la harina hubo llenado la mitad del saco, el benjamín procedió a su cierre, abandonándolo en manos del intendente. A partir de esos momentos, con el sobrante de la molienda, la señora de la casa centró su atención en el amasado y en la cocción de las apetitosas tortas circulares que había tenido oportunidad de degustar en otras ocasiones. Prudentemente, conocedora de su secundario papel entre los hombres, aguardó a que éstos fijaran el momento de la partida. Eran, como dije, las cuatro de la madrugada. Entonces intercambió una señal con Elías, su marido, y, de inmediato, la servidumbre comenzó el reparto de las doradas tortas de trigo y de sendos cuencos de arcilla, con una hirviente ración de leche de cabra. Encantado, el servicial Juan Marcos se ocupó de mi desayuno. Abrió el crujiente pan e, imitando al resto de los comensales, lo roció de aceite. Un espeso y dorado aceite de oliva que impregnó la masa, haciéndola, si cabe, más gustosa y digerible.
La colación terminaría pronto. Felipe, en el centro del corro que formaban los galileos, batió palmas, reclamando la atención de los presentes. Hasta esos momentos no había tenido oportunidad de asistir a los preparativos y prolegómenos de uno de aquellos frecuentes viajes del grupo. Cada cual, evidentemente, conocía su cometido. El intendente señaló los bultos y petates que se alineaban al pie de uno de los muros y, con un lacónico «Vamos allá», los animó a ponerse en movimiento. La escena que contemplé a continuación me dejó gratamente sorprendido. A excepción de Felipe y de Judas y Santiago de Alfeo, el resto, en silencio, fue a situarse en hilera, frente al responsable de la intendencia y de los referidos gemelos. Éstos, bajo la atenta mirada de Felipe, desanudaron dos sacos de cuero y extrajeron de cada uno de ellos un par de sandalias con suelas planas, de madera o hierba prensada, y un calabacín seco, respectivamente. Este último aparecía provisto de una larga, negra y desgastada cuerda. En el interior de cada una de las rústicas «cantimploras» podía escucharse el seco golpeteo de un guijarro. Resultaba desconcertante. A pesar de su continuo e intenso contacto con el rabí de Galilea y de haber sido partícipes de sus abiertas y liberales enseñanzas, aquellos judíos seguían aferrados a muchas de las ancestrales y asfixiantes normas religiosas de la comunidad. Ésta era una de ellas. En una posterior conexión con la «cuna», «Santa Claus», nuestro ordenador central, me pondría en antecedentes del origen de semejante costumbre. Según el capítulo XVII, 6, del Sabbath[8], los caminantes y peregrinos debían proveerse de una de estas calabazas secas y ahuecadas, introduciendo en su interior una piedra que, amén de hacerlas más pesadas, les permitieran sacar agua de los pozos, sin necesidad de recurrir a los servicios de hombre y mujer «impuros».
Cada hombre amarró su par de sandalias de repuesto al ceñidor, colgando el calabacín en bandolera. Terminado el reparto, Felipe reclamó la presencia de Simón, el Zelote, y de Santiago de Zebedeo. Ambos se encargarían de la pesada lona que, enrollada alrededor de tres largos y rugosos palos de conífera, hacía las veces de tienda de campaña. (En la dramática madrugada del jueves al viernes —como quizá recuerde quien haya seguido estas memorias—, el audaz David Zebedeo, jefe de los «correos», tuvo la precaución de desmantelar el campamento existente en la finca de Getsemaní, trasladando parte de los enseres al domicilio de Elías Marcos. También la bolsa, con los dineros del grupo, fue puesta por David en manos del nuevo y provisional administrador: Mateo, el «publicano»).
Durante la primera etapa del viaje —eso deduje de las palabras del intendente—, los gemelos cargarían el odre destinado al agua y el saco de los víveres. El pellejo en cuestión, viejo y embreado hasta la saciedad, tenía una capacidad de 10 bats o jarras. (Unos 30 o 40 litros). La curtida y ennegrecida piel de cabra había sido dotada de un par de correas de cuero, cosidas a los laterales, que facilitaban su manipulación, haciendo más llevadero el transporte. Nadie protestó. Todos dieron por hecho que, en la segunda jornada, la impedimenta pasaría a nuevas manos. En verdad, aquellos hombres disfrutaban de una rigurosa y eficaz organización. Una organización que yo ignoraba casi por completo. Sabía, por ejemplo, que Judas Iscariote había sido el responsable de la tesorería. Y que Felipe corría con la oscura y, a veces, ingrata labor del abastecimiento y de la intendencia en general. También supe del papel de Andrés, hasta esos momentos jefe indiscutible del grupo. Pero ¿qué sabía del resto? Cada uno tenía encomendada una misión. Pude intuirlo poco a poco. Era lo más lógico. De lo contrario, aquellos años de estrecha cooperación con el Maestro habrían naufragado. Lástima que los evangelistas no hicieran mención de estas labores específicas, decisivas en la buena marcha de la llamada «vida pública» del Maestro. ¿Qué sabía, por ejemplo, de Mateo Leví? ¿Cuál había sido su tarea? ¿Por qué Juan, su hermano Santiago y Pedro habían permanecido «más cerca» que los demás de la persona de Jesús? ¿Es que el rabí hacía distinciones? No, por supuesto… ¿Y qué decir de los gemelos? En cuanto a Simón, el Zelote, Bartolomé y Tomás, mi desconocimiento acerca de sus tareas era igualmente total. A lo largo de esa madrugada creí descubrir la misión del «mellizo». En pleno trajín, poco antes de la partida, le vi cambiar impresiones con Felipe. Hablaban del itinerario a seguir. Tomás, sin titubeos, como si hubiera hecho aquella ruta en numerosas oportunidades, le adelantó el «plan de viaje». La jornada de aquel lunes los llevaría a Jericó. Eso representaba unos 183 estadios. (Aproximadamente, 34 kilómetros). El martes lo dedicarían a la etapa más dura: Jericó-monte Gilboa, siguiendo la margen derecha del río Jordán. Por último, el miércoles, 19, Gilboa-Bet Saida, en el extremo nordeste del mar de Tiberíades, pasando por las ciudades de Tarichea —muy cerca de la segunda desembocadura del Jordán—, Hippos y Kursi, ambas en la costa este del lago. En total, alrededor de 130 kilómetros. (En palabras de Tomás, algo más de 85 millas romanas. Debo recordar que, en Palestina, desde la conquista helena, los judíos habían terminado por aceptar diferentes unidades de medida. El «estadio», sin ir más lejos, era una de ellas. Equivalía a 600 pies o 185 metros. Por su parte, los romanos, entre otras, habían introducido la «milla». (1478 metros). En nuestras múltiples peripecias por aquellas tierras del año 30, y en los acontecimientos que alcanzamos a vivir desde el año 25, tanto mi hermano como yo tuvimos múltiples ocasiones de tropezar con los famosos «hitos miliares» del Imperio. Pero ésta es otra historia…).
El intendente aceptó el programa de Tomás. Y, como decía, empecé a sospechar que el papel del «mellizo» era justamente éste: el de «guía» o responsable de los itinerarios. Tenía que encontrar tiempo para dialogar con los once y conocer a fondo sus trabajos, sus pensamientos, inquietudes y, sobre todo, la situación de sus respectivas familias. Algo en lo que apenas reparan los textos sagrados y que, desde mi modesto parecer, también encierra su importancia. ¿Tiempo digo? Pero ¿cuándo? La primera fase de nuestra misión llegaba a su fin. Esa misma mañana deberíamos activar el módulo y trasladarnos al norte.
Judas de Alfeo, uno de los gemelos, responsable del odre, lo cargó sobre sus espaldas, procurando que el estrecho y puntiagudo cuello apuntara a tierra. No hacía falta preguntar por qué. De esta guisa, en caso de necesidad, el desagüe del precioso líquido podía efectuarse sin necesidad de descargar el «depósito». Bastaba con que el caminante se inclinara y soltara el tapón de madera para proveerse de la necesaria ración. De acuerdo con otra costumbre romana, el agua del pellejo había sido «cortada» a base de vinagre. Para ser exacto, con una suerte de vino fermentado que daba a la bebida un toque tan satisfactorio como refrescante y que los legionarios romanos y etíopes llamaban «posca». En más de una ocasión, cuando el vino escaseaba, los nómadas y judíos lo reemplazaban por un áspero jugo de palma, igualmente fermentado.
Las vituallas, gentilmente suministradas por la señora de la casa, consistían en legumbres —habas y lentejas—, grano tostado, algunos pellizcos de comino y hierbabuena (ideales para aderezar las comidas), una jarra de miel blanca y un más que generoso surtido de pasas de Corinto, dátiles e higos secos y prensados, formando una especie de «pan» negro y brillante. Todo ello, con la mencionada carga de flor de harina, constituía una aceptable dieta, suficiente para tres o cuatro días.
Algunos hombres, siguiendo otra costumbre, anudaron los respectivos sudarium alrededor de las cabezas. Al verlos con los pañolones sobre las frentes, una querida imagen apareció en mi memoria. Emocionado, recordé mi primer encuentro con Jesús, en la hacienda de Lázaro. El Maestro lucía también sobre las sienes una de aquellas bandas de tela, tan útiles para contener el sudor en las largas caminatas. ¡Dios mío!, ¿cuándo volvería a verle? El Destino tenía la palabra.
La casi totalidad del grupo, a excepción de Tomás y Mateo Leví, recogió y enrolló los túnicas a la cintura, «apretándose los riñones». La sabia expresión de Lucas (XII, 35) estaba plenamente justificada. De esta forma, las holgadas prendas de lana o lino no entorpecían el paso del caminante. Me situé al lado de Juan y, discretamente, le pregunté por qué Mateo y el «mellizo» no disponían sus chaluk como el resto. El Zebedeo sonrió maliciosamente. Las razones de uno y otro no podían ser más opuestas. La de Leví me pareció lógica. En su faja descansaba el dinero de todos. En caso de necesidad, el acceso a la bolsa debía ser rápido y sin entorpecimientos.
—En cuanto a Tomás —susurró Juan, haciendo un gesto en dirección a María Marcos—, lo hará en seguida…
Comprendí la velada alusión. La aversión del galileo por las mujeres llegaba a estos extremos. Lo que no sabía entonces era la causa de tal misoginia o aborrecimiento del sexo femenino.
Y a eso de las 04 horas y 30 minutos, el parlanchín y desenfadado Felipe procedió a la última revista. La idea del próximo retorno a sus hogares les había devuelto parte del perdido buen humor. Al encararse con Santiago Alfeo, el intendente refunfuñó. Golpeó cariñosamente la vacía vaina de madera que emergía por debajo de la hagorah, o ancha faja, que hacía las veces de ceñidor, interrogando al despistado gemelo. El dócil pescador hizo ademán de soltar el saco de los víveres, con el fin de recuperar el olvidado gladius. Pero el voluntarioso Juan Marcos se adelantó, precipitándose hacia el piso superior. No me cansaré de insistir en ello. Aunque parezca un contrasentido, en esos momentos, la casi totalidad de los íntimos portaba bajo los ropones sendas espadas. Unas espadas que jamás abandonaban. Desconozco si eran duchos en su manejo —probablemente no demasiado—, pero a fe mía que, al verles armados, uno experimentaba una desapacible sensación. ¡Qué confundidos están los cristianos y creyentes respecto a esos hombres!
Ultimada la inspección, los galileos —de acuerdo a su costumbre y arraigada fe religiosa— entonaron el Oye, Israel. El cántico se elevó recio y compacto hacia las últimas estrellas de Jerusalén. En sus corazones, la derrotada esperanza en el reino brotaba de nuevo, pujante e incontenible. La familia Marcos se unió a la plegaria y yo, respetuosamente, como pagano, me retiré a uno de los ángulos del patio. Mi propósito era unirme a la expedición hasta la cercana Betania o sus inmediaciones. Desde allí emprendería el ascenso a la cumbre del Olivete y me reuniría con mi hermano. El hecho de abandonar la Ciudad Santa en compañía me tranquilizó.
La despedida fue parca en palabras. Elías, su esposa, el benjamín de la casa y los sirvientes correspondieron a los entrañables besos, y, sin más, los once fueron desfilando hacia el portón de salida. Intencionadamente me quedé rezagado. Mi gratitud hacia los anfitriones era tan sincera como ilimitada.
—Y tú, Jasón, ¿también nos dejas?
El tono de Elías, apagado y entristecido, me hizo titubear. No sabía qué decir. Asentí con la cabeza y, cuando me disponía a abrazarlos, Juan Marcos, acurrucado hasta esos momentos entre los brazos de su madre, estalló en un amargo llanto. Entre hipos, suplicó a sus padres que le autorizaran a unirse a los «amigos de Jesús». Como pudo, aferrado a María, les recordó que él también deseaba ver al Maestro. Elías y yo nos miramos enternecidos. La madre acarició los cabellos del niño en un vano intento por persuadirle. El muchacho arreció en sus lágrimas y lamentos, pataleando con furia. Fue inútil. El dueño de la casa, impaciente, zanjó la escena con un imperativo «Banim!» (¡Niño!). Y marcando con el dedo la dirección de sus aposentos, le obligó a retirarse.
Una vez más, por puro compromiso, prometí regresar a Jerusalén en cuanto me fuera posible. Elías se resignó, admitiendo que «la mano de Dios, bendito sea su nombre, me había llevado hasta su hogar y que, a pesar de mis negocios en Galilea, ese mismo poder divino me devolvería a la Ciudad Santa». No se equivocó. Lamentablemente, sus días estaban contados y ya no volvería a verle.
En el umbral de la puerta me recomendó que no dejara de visitar a un viejo amigo suyo —un tal Muraschu—, judío helenizado y honrado monopolei, asentado en la ciudad de Teverya (Tiberíades). Los comerciantes griegos llamaban así a los mayoristas que comerciaban con trigo, aceite, salazones de pescado y conservas de frutas secas, entre otras actividades[9]. El monopolei en cuestión —según Elías—, hombre bien relacionado en la Galilea, podría aconsejarme en mis transacciones de vino y maderas, abriéndome numerosas puertas. Memoricé el nombre y, tras besarnos en ambas mejillas, me adentré en la oscuridad de las calles de Jerusalén. El grupo de los once me había sacado cierta ventaja y esto me inquietó. Tenía que alcanzarlo. A aquellas horas —las 05 de la madrugada—, el tránsito en solitario por los andurriales del barrio bajo y por los caminos que confluían en la ciudad no era muy recomendable. En esta ocasión, mis temores no fueron infundados.
A zancadas, con la dudosa ayuda de las mortecinas lámparas de aceite que parpadeaban en los cruces de aquel dédalo de calles y rampas escalonadas, fui orientándome hacia el extremo sureste de la ciudad, en busca de la puerta de la Fuente. Las únicas señales de vida en el barrio bajo las constituían las inquietantes ratas, deslizándose negras y veloces de una pared a otra o trepando sobre las basuras e inmundicias, alertadas y desconfiadas al paso de aquel humano. El rítmico ronroneo de la molienda fue ganando en extensión e intensidad, coincidiendo, aquí y allá, con la aparición de nuevas candelas en el interior de patios y casuchas. Agradecí el abrigo del manto. La madrugada se presentaba fresca.
Eliseo respondió preocupado. Hacía horas que no restablecía la conexión auditiva. Confirmé mi posición e intenciones, añadiendo que, con un poco de suerte, arribaría a la «base madre» treinta o cuarenta minutos después del orto solar, fijado en aquel 17 de abril para las 05 horas y 40 minutos. Mi hermano se mostró conforme. Todo estaba dispuesto para el despegue de la «cuna».
—… Tal y como preveíamos —añadió de pasada—, el frente borrascoso detectado por el oeste en la mañana de ayer, domingo, ha penetrado en la línea Jaffa-Sidón y amenaza con cubrir el país.
Eliseo procedió a la lectura de los datos meteorológicos. El láser del ceilómetro no ofrecía dudas: los Cb (cumulonimbus), espesos y verticales, viajando a poco más de 6000 pies (unos 2000 metros), podían acarrearnos dificultades en el vuelo hacia el mar de Galilea. Según el banco de datos de «Santa Claus», estos vientos del Mediterráneo, tan frecuentes y beneficiosos en Palestina entre los meses de marzo a mayo, eran imprevisibles. En ocasiones, dependiendo de múltiples factores, tomaban dirección sur: hacia los montes de Judá. Otras, escalaban las alturas del actual Líbano, saturándose de humedad en las cumbres nevadas del Hermón y, descendiendo en forma tormentosa, barrían el norte de Israel. Esta última posibilidad podía representar graves riesgos para nuestra misión. El módulo no había sido diseñado para soportar las fuertes turbulencias que, en general, acompañan a los Cb: intensos vientos, granizo, fenómenos eléctricos y engelamiento.
—En una hora —simplificó Eliseo con su habitual pragmatismo—, el rawin verificará la dirección y fuerza dominantes de los vientos. Esperaremos. Cambio y cierro.
Me pareció excelente. Los cumulonimbus —mejor dicho, nuestro teórico encuentro con ellos— sólo eran una lejana contingencia. La vida me ha enseñado a ocuparme de las cosas, una a una y en el momento justo. Y en aquellos instantes mi único objetivo era dar alcance a los galileos.
Respiré aliviado. El noble pórtico herodiado que rodeaba la «taza» del Enviado, también conocida entonces como piscina de Siloé, fue una buena referencia. Desde allí al arco de la puerta de la Fuente, en la muralla meridional, apenas si restaban cien o ciento cincuenta pasos.
Pero, al doblar la esquina sur de la cisterna, algo frenó mi marcha. A una treintena de metros, difuminados en el claroscuro de la vigilia de la mañana, distinguí el flamear de unos mantos. Eran cinco hombres. Descendían rápidos por la pendiente escalonada que moría a las puertas de la ciudad. En una primera ojeada los confundí con los íntimos de Jesús. Pero no. Los andares eran distintos. Además, las túnicas, o chaluks, no aparecían recogidos en la cintura. Lo intempestivo de la hora y el hecho de que llevaran idéntica dirección a la nuestra me hizo desconfiar.
Se detuvieron bajo el portalón. Y allí, de entre los mendigos, lisiados y vagabundos que dormitaban al amparo de los grandes sillares, se destacó un individuo. Parlamentaron brevemente y a continuación reanudaron el paso. El sexto hombre se unió al grupo y, con grandes prisas, se alejaron de la muralla en dirección al viaducto que salvaba la torrentera del Cedrón. El impecable puente —a cuarenta metros sobre el valle— marcaba el nacimiento de uno de los senderos que llevaba a la aldea de Betania, al este de Jerusalén.
Quizá fue el instinto. El caso es que, al verlos tomar aquella ruta, experimenté un cierto desosiego. Guardé las distancias, maldiciendo mi mala estrella. Aquella media docena de judíos ocupaba la casi totalidad de la calzada, obstaculizando mi avance. Para adelantarlos —dado el vigoroso ritmo que imprimían a su paso— habría tenido que hacerlo a la carrera. Francamente, no me pareció muy sensato. Así que, resignado, me orillé, manteniéndome a la expectativa. Como digo, aquel grupo tenía «algo» especial. «Algo» que no encajaba. No portaban bultos, ni tampoco los típicos y casi obligados bastones de peregrino. Sus prisas, además, no resultaban normales. De vez en cuando agitaban los brazos —como si discutieran—, señalando, ora en dirección a los cerros de Moab, en el este, ora al fondo del camino.
Nos cruzamos con una pareja de felah, o campesinos, arropados en gruesos capotes de lana, que arreaban uno de aquellos altos y gallardos asnos «mascate», de pelo blanco grisáceo y largas orejas, cargado hasta los topes de legumbres y cimbreantes gavillas de sarmientos. Al aproximarse al pelotón, el felah que marchaba en cabeza reaccionó de manera peculiar. Sujetó la bestia, inmovilizándola, al tiempo que, sumiso y respetuoso, inclinaba la cabeza al paso de los judíos. Aquel gesto me dejó perplejo. Los individuos prosiguieron, casi sin reparar en los campesinos. Pero, de pronto, uno de ellos dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, preguntó algo al que sujetaba las riendas. La claridad del nuevo día empezaba a despuntar sobre los lejanos cerros del desierto de Judá. Fue entonces cuando, entre los rojos pliegues del ropón del que había retrocedido, descubrí algo que puso de manifiesto la identidad de los que me precedían. Sujeta al ceñidor y colgando en el costado derecho aparecía una de las temidas porras claveteadas, de uso común entre los policías betusianos del Templo. Con seguridad debían de hallarse apostados en las inmediaciones de la casa de Elías Marcos, pendientes de los movimientos de los «desarrapados galileos», como calificaban a los íntimos del Maestro. En el fondo era lógico. La casta sacerdotal no descansaría hasta aniquilar el blasfemo e incómodo movimiento que había encabezado el rabí. Aquellos discípulos eran todavía una amenaza, y lo más probable es que Caifás hubiera impartido severas órdenes a los levitas y confidentes. Pero ¿cuáles eran sus intenciones? ¿Se trataba de simples espías, encargados de vigilar e informar?
Cubiertos los tres o cuatro primeros estadios —de los quince (2775 metros) que nos separaban de Betania—, el camino alcanzó su cota máxima (680 metros), girando a la izquierda, en dirección nordeste. Desde aquel punto, bordeando siempre la falda sur del monte de las Aceitunas, se precipitaba suavemente hacia Betfagé, en una recta de casi medio kilómetro. Al conquistar el repecho me detuve. A mi espalda retumbó el doble tañido de bronce de las trompetas del Templo, anunciando la salida del sol. Los levitas no tardarían en abrir la puerta de doble hoja, también llamaba de Nicanor, autorizando así la entrada en el atrio de los Gentiles. Al fondo del sendero, a cosa de trescientos metros, apareció ante mí el apretado grupo de los galileos. Caminaban raudos. Al parecer no se habían percatado de la proximidad de los esbirros. Éstos, al distinguir su objetivo, aceleraron la marcha. Un lejano y solitario toque de trompeta, recordando la primera oración del día, sirvió de detonante. Los betusianos, enardecidos, echaron mano de sus mazas, emprendiendo una veloz carrera hacia los once. Quedé paralizado. El griterío de los fanáticos llegó hasta el grupo de cabeza. Y los discípulos, tan atónitos como yo, se revolvieron, contemplando la carga. ¿Qué podía hacer? Obviamente, mucho. Hubiera sido suficiente con activar el sistema ultrasónico de la «vara de Moisés» para dejar inconsciente a la mayoría. Y ciego de ira salí tras ellos, dispuesto a inutilizarlos. A mitad de camino cesé en mi alocada carrera. Estaba a punto de violar la más sagrada de las normas de la operación. No, ése no era mi papel. A pesar de mis sentimientos y natural simpatía hacia los galileos debía mantenerme al margen. Y así fue. Mis amigos, en un alarde de serenidad, arrojaron los bultos a tierra, formando una cerrada piña. Simón, el Zelote, Santiago de Zebedeo y Pedro se situaron en primera fila y, con una sangre fría que aún me conmueve, dejaron que se aproximaran. Los seis hombres del sumo sacerdote, confiados ante la aparente pasividad de sus contrincantes, arreciaron en sus imprecaciones, levantando los bastones por encima de las cabezas. Los últimos metros fueron dramáticos. Los betusianos, imparables, se disponían a descargar las porras cuando, súbitamente, a un grito de Simón, los once desenvainaron las espadas, que destellaron afiladas y amenazantes. La fulminante y sincronizada reacción del grupo, con los gladius apuntando a los pechos de los esbirros, fue decisiva. Éstos, desconcertados, quedaron clavados al polvo del camino. El Zelote y los suyos aprovecharon aquel instante de duda y, como un solo hombre, paso a paso, avanzaron hacia los acobardados judíos. Lo que aconteció en esos críticos momentos no aparece muy claro en mi memoria. Torpe de mí, pendiente del inminente choque, no reparé en lo improcedente de mi posición, a espaldas y escasos metros del pelotón que enarbolaba las mazas. Recuerdo, eso sí, un potente y furioso grito de Pedro, mentando a la madre de un tal Ben Bebay. Este esbirro, al parecer, era el jefe de aquel puñado de betusianos y muy famoso en Jerusalén por su triste misión entre los sacerdotes del Templo. (Según consta en el Yoma 23.ª, tenía que azotar a los que intentaban hacer trampas en el sorteo de las funciones cultuales). Y en cuestión de segundos, aquel tropel se deshizo de los bastones, huyendo precipitadamente. En el tumulto, varios de los esbirros, espantados, fueron a topar con quien esto escribe, derribándome y pisoteándome. Cuando intenté rehacer mi maltrecha humanidad, el filo de una espada sobre mi garganta me hizo desistir. Quebrantado, y medio ciego por la polvareda, fui incapaz de reaccionar. Sentí en mi cuello el frío hierro del gladius y, por un momento, desprotegido en aquel punto por la «piel de serpiente», creí llegada mi hora.
—¡Jasón!… ¡Maldita sea…!
La presión del arma cesó y, a duras penas, restregando la tierra del rostro, luché por incorporarme. Alguien acudió en mi auxilio. Cuando, al fin, comprendí lo ocurrido, Simón, el Zelote, blandiendo su espada, me recordó que había estado a un paso de la muerte y que, en lo sucesivo, me mostrara más cauteloso. Tomé buena nota. Aquella desafortunada situación no debía repetirse.
El grupo, sin embargo, alejado el peligro, se alegró de haberme recuperado. Y ufanos y desenvueltos cargaron de nuevo los bártulos y reemprendieron el camino. Si he descrito este incidente no ha sido sólo por ser fiel a lo que me tocó vivir. Entiendo que la actitud de los llamados «embajadores del reino» —prestos a desenfundar sus armas y repeler el ataque— resulta de suma importancia para comprender mejor sus ideas e impulsos. A pesar de las enseñanzas y de la posible resurrección de Jesús, los íntimos necesitarían de un prolongado proceso de cambio y maduración para llegar a ser los dóciles y pacíficos apóstoles que, años más tarde, no dudarían incluso en sacrificar sus vidas en beneficio de la evangelización de los hombres. Creo sinceramente que, en estos dos mil años, los cristianos han sublimado la imagen individual y colectiva del cuerpo apostólico, elevándola a una categoría que no corresponde a la realidad. En aquel tiempo, como acabo de relatar, el comportamiento de los galileos discurría por unos cauces mucho más lógicos y humanos de lo que hoy enseñan y pretenden las iglesias. Pero tiempo habrá de seguir aportando pruebas.
Los contratiempos no habían concluido. A un tiro de piedra de la blanca Betania surgió el segundo problema de la mañana. La hacienda de Marta y María era un obligado alto en el camino. Los Zebedeo deseaban abrazar a Salomé, su madre, y, al mismo tiempo, recibir en el grupo a María, la madre del Maestro, escoltándola hasta Bet Saida. Pero, inesperadamente, de entre las higueras y sicomoros que sombreaban la ruta, un conocido personaje saltó al centro del sendero, obligándonos a suspender la marcha. Perplejos, los once se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. Y el benjamín de los Marcos, jadeante por la carrera practicada desde Jerusalén y churretoso por el reciente llanto, esbozó una no muy confiada sonrisa.
—Quiero ver al rabí…
La excusa no le sirvió de mucho. Andrés intercambió algunas palabras con el resto y, convencidos de que aquélla era una nueva travesura del muchacho, adoptaron la posición más sensata. El ex jefe de los galileos se arrodilló frente a él y, acariciando los sudorosos cabellos, intentó persuadirle, haciéndole ver que a su ídolo no le hubiera entusiasmado semejante fuga. Juan Marcos, impaciente, desvió la mirada, buscando apoyo en los silenciosos discípulos. Nadie cedió. Y el asunto quedó liquidado. El adolescente bajó la cabeza y, pateando con rabia, salió como un meteoro en dirección a la ciudad.
Antes de que se pusieran nuevamente en movimiento, aproveché la circunstancia para resolver mi incómoda situación. Algunos se extrañaron ante lo inesperado de mi despedida. A pesar de mi condición de gentil, la mayoría sentía un sincero aprecio por aquel larguirucho y aparentemente bravo comerciante griego, que no les había abandonado en tan difíciles momentos. Juan y Andrés presionaron para que siguiera con ellos hasta la Galilea. La excusa de mis negocios en Jerusalén no fue muy convincente. Sin embargo, habituados a mi contradictorio comportamiento, no insistieron. Les adelanté que «determinadas transacciones comerciales» me conducirían en breve a las ciudades de Tiberíades y Cafarnaum y que ésa sería una inmejorable oportunidad para reanudar nuestra amistad y seguir abonando mi leal admiración hacia el Jesús —remaché— «que estaba cambiando mis esquemas». Supongo que me creyeron. Instantes después partíamos en direcciones opuestas. Ellos hacia Betania y yo, cargado de remordimientos, al encuentro del módulo.
Esperé a que desaparecieran en el entramado de la aldea. No había tiempo que perder. Abandoné la solitaria vía principal y, como en ocasiones precedentes, inicié la ascensión del monte de los Olivos por la estrecha senda que serpenteaba hacia la cima. El encendido grana de aquel amanecer presagiaba un día radiante, al menos en aquellas latitudes. Me sentí reconfortado. La operación marchaba. Y lo inminente de la nueva singladura, rumbo al norte, me llenó de fuerza. A mi paso, bandadas de pardas alondras remontaron el vuelo, planeando inquietas sobre las hileras de olivos y acebuches. Todo parecía tranquilo. Por supuesto me equivoqué en mis apreciaciones. El Destino, imprevisible, nos reservaba otra sorpresa. «Algo» que ni Eliseo ni yo podíamos imaginar y que, a corto plazo, nos colocaría en una delicada situación. Sucedió a escasa distancia de la cumbre. Al detenerme para enjugar el sudor y establecer la conexión previa a mi ingreso en la «cuna», un crujido me sobresaltó. Me volví intrigado. El bosquecillo de olivos por el que atravesaba en aquellos momentos seguía solitario, brillando al tibio sol de la mañana e incomodado a ratos por el raudo vuelo de las madrugadoras golondrinas. Quizá me había precipitado. La ladera oriental, hasta donde alcanzaba mi vista, se hallaba desierta. Presioné mi oído derecho y, sin más, anuncié al módulo mi posición e inmediata aproximación al «punto de contacto». Reanudé el avance, dejando la senda a mi izquierda y adentrándome en la mancha de monte bajo que ascendía hacia el norte. El pedregoso calvero sobre el que se asentaba la nave no distaba más de 300 o 400 pies. Pero no pude evitarlo. Fue superior a mí. Conforme sorteaba los abrojos y retamas, aquella sensación se hizo densa e incómoda.
Era similar a la percibida en la mañana del martes cuando, en plena labor de restitución de los lienzos mortuorios, muy cerca del bosque de algarrobos, creí notar la proximidad de alguien.
—No puede ser. Quién y por qué tendrían que espiarme.
El razonamiento no me tranquilizó. Y, girando sobre los talones, lancé una segunda ojeada a mi alrededor. El corazón aceleró. A un centenar de metros, en la linde de los olivos que acababa de cruzar, medio distinguí una silueta humana, desdibujada entre los atormentados brazos de un árbol. Me estremecí. Abrí la conexión auditiva y, acelerando el paso, advertí a Eliseo de la inesperada «compañía».
—Recibido. Activo cinturón de infrarrojos hasta trescientos pies. Continúa a la escucha. Cambio.
Busqué las «crótalos» y, nervioso, las ajusté a los ojos, dispuesto a localizar el módulo e ingresar en él sin demora. Al contacto con las lentes especiales[10], los colores del paisaje cambiaron drásticamente. El verdor de la maleza y del olivar se transformó en un rojo sangre, mientras el cielo intensificaba su celeste y la piedra caliza se tornaba gris pardo. Al punto, en el centro del calvero, a unos doscientos pies, se levantó ante mí la mole de la nave, pulsante y sanguinolenta. La membrana exterior, sometida a una elevada temperatura, blanqueaba una ancha faja, mientras el área de motores —ahora fría— se perdía en un suave y difuminado verde violeta.
Mi hermano no tardó en confirmar mis sospechas. Como es sabido, cualquier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (-273 grados centígrados) emite energía infrarroja, o IR. Esta emisión de rayos infrarrojos, invisibles al ojo humano, está ocasionada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, por tanto, estrechamente ligada a la temperatura corporal. Al entrar en el radio de acción del primer cinturón de seguridad del módulo, el intruso era detectado al momento[11].
—¡Roger! ¡Atención, Jasón! Afirmativo. Target en pantalla[12]…
La verificación me hizo temblar. ¿Quién podía ser? ¿Qué pretendía?
—Se mueve en rumbo ciento sesenta… Muy despacio. Lo tienes a tus «cinco»[13]. Distancia al módulo: doscientos diez pies y avanzando. ¿Me recibes? Cambio.
—Te escucho «cinco por cinco» —repliqué entre jadeos—. Entendí a mis «cinco». Cambio.
—Roger. A tus «cinco». ¿Distingues la «cuna»? Cambio.
—Afirmativo. En un minuto estoy contigo.
—OK. En el momento que ingreses en la nave liberaré el escudo gravitatorio. Cambio.
Esta segunda defensa, como creo haber especificado, consistía en una poderosa emisión de ondas gravitatorias que, partiendo de la membrana ubicada en el fuselaje, se proyectaba a 30 pies, envolviendo la nave. En caso de emergencia, esta semiesfera invisible actuaba como un muro de contención. Cualquier individuo que intentara traspasar dicho umbral se encontraría con algo similar a un «viento huracanado», imposible de franquear.
Con un resoplido, la escalerilla hidráulica descendió hasta tocar las lajas de piedra.
—¡Vamos, Jasón! Un poco más. La pantalla te «ve» a treinta pies.
Pero, ante la sorpresa de Eliseo, en lugar de introducirme en la «cuna», giré sobre mí mismo, deteniéndome en el límite de seguridad del escudo gravitatorio.
—¿Qué sucede? ¡Jasón!
No sé muy bien por qué lo hice. Quizá por curiosidad. El caso es que, de espaldas a la nave, busqué al intruso.
—¡Jasón!…
La voz de Eliseo, entre suplicante e imperativa, me hizo dudar. Aquel individuo, al comprobar cómo detenía mis pasos, abandonó su huidiza actitud, aventurándose en el calvero a cuerpo descubierto. Y despacio, sin dejar de observarme, fue ganando terreno.
—¡Responde!… ¡Jasón!… ¿Qué demonios sucede?
—Un momento —repliqué a media voz—. Creo que debemos identificarle. ¿Va armado? Cambio.
—Negativo. El barrido IR no detecta objeto metálico alguno.
Aquello me tranquilizó relativamente. En previsión de cualquier contingencia deslicé la mano derecha hacia el extremo superior de la «vara de Moisés», dispuesto a activar los ultrasonidos ante el menor indicio de agresión. Estas ondas —en una frecuencia que oscilaba entre los 16 000 y los 1010 herzios— podían ser proyectadas y dirigidas sobre el cráneo del personaje que se aproximaba y provocarle una pasajera alteración del aparato «vestibular». En décimas de segundo, el oído interno del sujeto sufría la invasión de dichos ultrasonidos, «bloqueando» el conducto semicircular membranoso, con la consiguiente y transitoria pérdida de la posición de la cabeza y del cuerpo en el espacio[14]. Nada grave, a decir verdad, pero lo suficientemente drástico y eficaz como para inmovilizar al presunto agresor durante algunos minutos.
A poco más de 100 pies (unos 33 metros) del lugar donde me hallaba, el individuo se detuvo. Las «crótalos» no me permitían identificarle con nitidez. Su rostro, en la distancia, presentaba una tonalidad rojiza que escamoteaba sus facciones. La túnica, originalmente blanca, aparecía azulada y las piernas y manos, teñidas de un intenso verde naranja. Consecuencia del esfuerzo, su temperatura corporal había aumentado en zonas muy concretas. Así, por ejemplo, el cuello, axilas y sienes ofrecían un blanco mate en la visión infrarroja.
De pronto, algo en lo que no había reparado hasta esos momentos me hizo pasar del recelo al estupor. Casi hubiera preferido enfrentarme a una fiera o a uno de los fanáticos betusianos antes que apurar semejante prueba… Y el corazón, intuyendo una penosa situación, avivó la frecuencia. Aquella criatura apenas si levantaba metro y medio del suelo. Quizá menos. ¡Era un niño! Un presentimiento me descompuso. Retiré una de las «lentillas» y, en efecto, al normalizar la visión en el ojo derecho, la estampa menuda de un Juan Marcos inmóvil, y tan desconcertado como yo, apareció ante mí, pulverizando mis esquemas. Me sentí atrapado. Aquella situación, de una especial gravedad, no había sido contemplada por los especialistas de Caballo de Troya. ¿Qué debía hacer?
Sabía de la inteligencia y tozudez del muchacho. Insinuarle u ordenarle que diera media vuelta y se alejara habría resultado tan inútil como contraproducente. No disponía de muchas opciones. Por supuesto, no dudé de sus buenos propósitos. Quizá aquel inoportuno seguimiento obedecía tan sólo a otra de sus diabluras infantiles o a la necesidad de consuelo. Rechacé la idea de que estuviera al corriente de mis entradas y salidas de la nave. Eso era imposible. Su comportamiento hacia mí hubiera sido radicalmente distinto. Además, los sistemas de localización del módulo le habrían descubierto.
Bregué por hallar una solución. Pero ¿cuál? ¿Qué podía explicarle?
Consumidos aquellos segundos de mutua y tensa observación, el benjamín reaccionó. Levantó su brazo izquierdo en señal de saludo y, dispuesto a reunirse con su viejo amigo, continuó el avance. Impotente, me dejé llevar por el instinto. Alcé el cayado y, profiriendo un potente grito, le conminé para que se detuviera. El brusco gesto, la gravedad de mi semblante y el imperativo tono de voz surtieron efecto. El niño, sin comprender, obedeció. Asustado, examinó su entorno, tratando de localizar algún invisible peligro. Al no conseguirlo levantó la vista hacia mí, encogiéndose de hombros. Evidentemente no comprendía mi extraño comportamiento, ni yo estaba dispuesto a entrar en detalles. Presioné mi oído derecho y, resuelto a zanjar la cuestión, transmití a Eliseo la orden de encendido del motor principal, alertándole para un despegue de emergencia. Mi hermano, eficaz como de costumbre, no formuló preguntas. Era consciente de que «algo» grave y singular me ocurría y, segundos después de cerrar la conexión auditiva, el afilado silbido de los silenciadores del J 85 irrumpió en el calvero, multiplicando el desconcierto de Juan Marcos. Aterrado, retrocedió algunos pasos, moviendo la cabeza en todas direcciones, en un frenético intento por ubicar e identificar el agudo y, para él, misterioso sonido que, incontenible, se adueñó de la cima, provocando la estampida de pájaros e insectos. Hábil, y oportunamente, Eliseo cubrió mi retirada, estrenando otra de las medidas de seguridad incorporada a la «cuna». De pronto, de las cuatro aristas superiores de la nave brotaron sendos chorros de «humo»[15]. Un «humo» blanco y espeso que, aparentemente nacido de la nada (no olvidemos que el apantallamiento IR hacía invisible el módulo), fue derramándose lento y compacto hacia las amarillentas rocas, transformándose en segundos en una mágica y gigantesca «nube» cúbica. Y sucedió lo inevitable. El niño, desencajado, tomando la niebla por una visión celeste, cayó en tierra, ocultando el rostro contra el polvo. Fue una situación especialmente dolorosa. Hubiera deseado tranquilizarle y aclarar el error. Pero, impotente, permanecí mudo. El «mal» estaba hecho. Quizá más adelante, suponiendo que volviéramos a vernos, tuviera la ocasión de deshacer el equívoco, restando importancia a lo que acababa de oír y contemplar. No en vano, entre mis «atribuciones», figuraba la de «mago» y «augur»…
Y, aprovechando su confusión, di media vuelta, penetrando en la providencial cortina de humo e incorporándome a la nave.
Aturdido, con una amarga sensación en lo más hondo de mi alma, me desprendí de la chlamys y, sin perder un segundo, fui a ocupar mi lugar frente al panel de mandos. Eliseo, pendiente de los instrumentos y del monitor en el que seguía presente el eco del joven Juan Marcos, hizo ademán de activar el cinturón gravitatorio. Pero, dada la inmovilidad del muchacho, sugerí que prescindiéramos del segundo escudo. En principio, el silbido del motor y el espeso camuflaje que nos envolvía resultaban más que suficientes.
Y a las 08 horas y 16 minutos —casi una hora antes de lo previsto— la nave despegó de la cumbre del monte de las Aceitunas.
El plan de vuelo, minuciosamente estudiado, fue readaptado por mi hermano en los últimos y críticos momentos, anulando el programa inicial del computador central en lo que al instante del despegue se refiere. Éste, dadas las circunstancias, fue enteramente manual, estableciendo el enlace automático con «Santa Claus» a partir del estacionario.
—Ascendiendo… ¡Roger!…[16].
Mientras Eliseo atendía a la maniobra de elevación, revisé y di lectura al panel de instrumentos.
—Temperatura de toberas en OK… Reglaje de la plataforma de inercia sin variación… Ligera vibración… Indicaciones de velocidad…
—OK… Dame caudalímetro.
—Quemando según lo estimado… Leo 5,2 kilos por segundo…
—Roger, Jasón… Ascendiendo a 30 por segundo… 400 pies y subiendo…
—OK… A 400 para estacionario.
—¿Combustible?
—A 13 segundos del despegue leo 67,6 kilos…
—Entendí 67,6…
—Afirmativo… Estamos a 97,6 por ciento.
—… 500… 550… ¿Tiempo para estacionario?
—A 600 pies, seis segundos y siete décimas.
—Preparados cohetes auxiliares…
—Roger… 700 pies y subiendo a 01 por segundo.
Los sistemas —dóciles y precisos— elevaron la «cuna» hasta el nivel de estacionario.
—¡800 pies! Frenando…, no tengo «banderas»[17].
—¿Combustible y tiempo?
—Leo 138,3 kilos. Estamos a 97,2 por ciento. Tiempo de ascensión a nivel ocho: 26 segundos, 6 décimas.
—Entendí 26.
—Afirmativo.
—Roger. Paso a automático. —Eliseo tecleó sobre el terminal del ordenador central, restableciendo el programa director. A partir de esos instantes, nuestro eficiente «Santa Claus» se hizo cargo de la nueva singladura—. Amigo, es todo tuyo…
—OK. Rectificando a radial 075.
La nave giró hacia el nordeste, al encuentro con el punto J: Jericó. El plan de vuelo contemplaba las siguientes fases: una vez consumado el despegue y estabilizados en el nivel 8, la «cuna» se dirigiría al mencionado punto J, situado a 14 millas (23 kilómetros). Desde allí, con una ligera modificación del rumbo, deberíamos situarnos en la vertical del río Jordán (punto J2), a 5 millas (9 kilómetros) de J. En una tercera etapa, el módulo giraría a radial 330, cubriendo las 42 millas que separaban J2 de la ciudad helenizada de Scythópolis (punto S). En un cuarto movimiento, pasaríamos a rumbo 360, a la búsqueda del extremo sur del mar de Tiberíades, con un total de 15 millas (27 kilómetros). Por último, cruzando el lago de sur a noroeste (radial 320), descenderíamos en «base madre-2», al noroeste de Cafarnaum. En total, 90 millas (algo más de 166 kilómetros).
—… Procedo a lectura de WX[18].
—Roger. Alcanzando los 18 000 pies por minuto (400 km/h). «Santa Claus» estima reunión en punto J en 3 minutos y 4 segundos.
—OK… Tres minutos… WX ilimitada… Parece que estamos de suerte. Ni rastro de los Cb. Viento 350. Inapreciable a nivel 8. Temperatura: 10 grados.
Consulté los altímetros «gravitatorios»[19].
—… 3200 pies.
Aunque el módulo conservaba su nivel de crucero (800 pies sobre la cota máxima del monte de los Olivos; es decir, 3020 pies), el paulatino y acusado declive del terreno fue incrementando esta altitud inicial. De acuerdo con nuestros cálculos, en la vertical del oasis de Jericó (punto J), nuestra posición quedaría fijada en 3770 pies (1256 metros). (Conviene recordar que la milenaria ciudad de Jericó se encontraba a 250 metros por debajo del nivel del mar). Aquello nos proporcionaba un sobrado margen de seguridad.
—¡Atención! Punto J en radar… Tiempo estimado: 90 segundos.
Mi compañero permaneció atento a la inminente corrección de rumbo. Abajo, amarilleando al sol, el desierto de Judá se extendía romo y solitario, precipitándose en infinitas lomas hacia la hoya del Gor[20]. La luz oblicua sombreaba decenas de torrenteras y gargantas, que se abrían paso hacia la profunda depresión del mar Muerto con un yerto caudal de guijarros rojizos. La feroz luminosidad de aquel baldío paraje —todavía ocre y ceniciento— no tardaría en despertar. El sol ascendía majestuoso sobre los violáceos cerros de Moab, al sureste, transformando los 67 kilómetros del lago «salado» en una fulgurante lámina de estaño, engastada, casi acorralada, entre rocas peladas y desafiantes.
—50 segundos. Nivel 35 (tres mil quinientos pies) y aumentando.
A las 08 horas, 19 minutos, 30 segundos y 6 décimas, «Santa Claus» modificó la posición del anillo cardan y el J85, suave, casi imperceptiblemente, giró un grado, proyectando la «cuna» hacia el radial 076. (El módulo había sido programado para utilizar dos sistemas de navegación y dirección: la inercial y la denominada de orientación óptica. El primer tipo, fundamentado en una plataforma orientable situada en una posición constante, cualesquiera que fueran los virajes de la nave, merced a tres giroscopios. Tanto las estrellas como el horizonte podían servir como referencias. Tres dispositivos sensibles a la aceleración medían todos los cambios de posición. Estos parámetros eran transferidos al computador central, que, tras compararlos con los correspondientes a los de la trayectoria de vuelo programada, efectuaba las oportunas correcciones. Cualquier desviación desencadenaba un impulso eléctrico que disparaba los propulsores de control, con objeto de modificar el rumbo. Como sucedió en el despegue de emergencia en la cima del Olivete, nosotros podíamos desconectar el sistema director automático, maniobrando manualmente).
—Roger. Luz de contacto. ¿Verificación de radial?
—OK. Derivando a 076. Adelante… Oscilación nula.
—¿Tiempo a J2?
—63 segundos.
—OK. Dame combustible.
—Estamos a un 93,2 por ciento.
—¡Fantástico!
La exclamación de Eliseo estaba plenamente justificada. De pronto, la veintena de kilómetros de marga y caliza sedienta y resquebrajada del desierto de Judá se había transformado en un vasto vergel. ¡El oasis de Jericó! Arborescente. Cerrado en mil tonalidades de verdes. Manchado aquí y allá por bosquecillos de tamariscos, moteados por miles de flores rojas y blancas. Toda una lujuriosa flora, bien regada por manantiales límpidos que emergían entre álamos, rosales, cimbreantes murallas de papiros y, dominando aquella increíble e inmensa bendición, la «reina» del oasis: la palmera. La famosa phoinikon que ya cantaran Tácito, Josefo y Plinio el Viejo. Mi hermano y yo permanecimos mudos. ¡Qué indescriptible belleza! El radar, con su frialdad, fue más elocuente que nuestras pobres palabras: sólo el palmeral ocupaba una extensión de 12 kilómetros y 950 metros de longitud por otros 3 kilómetros y 700 metros de anchura. Y entre las gráciles y esbeltas palmas, un universo de chozas, cultivos de regadío, árboles frutales y los cotizados arbustos de bálsamo. En el horizonte, zigzagueando entre la verde espesura, las aguas marrones y plácidas del río bíblico por excelencia: el Jordán. Al verlo discurrir entre meandros erizados de cañaverales y de alisos de madera blanca, una intensa emoción se sobrepuso por un momento a la rígida disciplina de vuelo. Allí, en alguna parte de aquellas terrosas aguas, Juan había bautizado a Jesús de Nazaret. Y súbitamente recordé la promesa hecha a Eliseo. Como ya narré en páginas precedentes, en la jornada del viernes, 14 de abril de este año 30, después de verificar el «mal» que nos aqueja y de conocer el exiguo plazo de vida de que disponíamos, mi compañero propuso una descabellada y tentadora sugerencia: ¿por qué no desafiar al Destino? ¿Por qué no forzar la operación y «acompañar» al Maestro a lo largo de toda su «vida pública»? Aquella noche prometí reflexionar sobre el particular y darle una justa y cumplida respuesta antes del despegue hacia la Galilea. Pero las circunstancias que rodearon nuestra partida de la cumbre del monte de los Olivos nos hicieron olvidar el asunto. Olvidarlo temporalmente, claro está. Si la mía era excelente, la memoria de Eliseo era, incluso, mejor. Otra memoria «panorámica»… E inexplicablemente, aunque mi decisión había sido ya tomada, me mantuve en silencio.
—Ahí la tienes —exclamó Eliseo, marcando hacia tierra con su dedo índice izquierdo—. A tus «nueve»…
—¡Jericó! Una de las ciudades más antiguas del mundo…
A poco más de once kilómetros al oeste del Jordán, la milenaria ciudadela —con sus casi diez mil años de existencia— despertaba al nuevo día, bañada en cal, tortuosa, con sus casas cúbicas apiñadas en el interior de una muralla de 50 pies de altura, ocre y grana ante el sol naciente. Ocupaba una planicie ovalada de casi diez estadios de diámetro mayor, serena y magistralmente asentada entre cerros escalonados, que, como describía Estrabón, semejaban las gradas de un ciclópeo anfiteatro. Al suroeste, un profundo wadi, la célebre torrentera de Qelt, igualmente frondoso y escoltado por negros y vigilantes cipreses (quizá de la misma especie que los empleados por Salomón para cubrir el piso del Templo), constituía el camino natural hacia Jerusalén. A ambos lados del citado wadi, a un kilómetro escaso de las puertas de la ciudad, se levantaba un deslumbrante edificio, con terrazas enlosadas, fuentes, jardines y un complejo laberinto de altas columnatas blancas y rojas. Sin duda se trataba del lujoso palacio de invierno de Herodes el Grande, con sus salas de baños[21], sus caldarium (habitaciones «calientes»), tepidaria (estancias «templadas»), salones de recepciones, caballerizas y una piscina de aguas verdosas de casi 30 metros de longitud.
La observación, necesariamente exigua y apresurada, no nos permitió captar demasiados detalles. A unos 250 metros al oeste de esta doble y airosa mole de mármol blanco se erguía otro palacete, sensiblemente menor, que, según nuestras informaciones, podía constituir la vieja residencia hasmonea. Y en la «boca» del wadi, empinada sobre un cerro, la torre-fortaleza de Cypros, construida por Herodes, el «criado edomita», en honor a su madre y como baluarte para proteger la ruta hacia Jerusalén. A diferencia de lo que sucede en pleno siglo XX, en aquel tiempo (año 30) el oasis había conquistado buena parte de las estribaciones del desierto de Judá. La ciudad del valle inferior del Jordán, a mil metros por debajo de las colinas que rodean Jerusalén, podía sentirse orgullosa. El verde y próspero «océano» vegetal sobre el que se asentaba atraía a cientos de comerciantes y ricos propietarios de la Judea que, al igual que el rey Herodes, se mostraban orgullosos de poseer una finca de recreo en el suave e inalterable clima del oasis.
—… Prevenidos —anunció Eliseo, atento a las lecturas del computador—. Punto J2 en pantalla.
Sobre la vertical del río Jordán —en el cruce con el wadi Nimri—, «Santa Claus» modificó el radial, pasando a 330.
—Roger. Verifica pegeons[22].
—Roger… Deriva correcta. Volando en rumbo previsto: noroeste y manteniendo nivel 37.
—¿Tiempo estimado a punto S?
—Leo 11 minutos y 6 segundos.
—OK. Repite pegeons…
—42 y 330. —Nos encontrábamos a 42 millas del punto S.
—¿Cómo vamos de WX?
Revisé el «ceilómetro». Los datos no me gustaron.
—El frente tormentoso (línea de turbonada) sigue avanzando. Leo base media por debajo de 2500 pies. El láser barre un amplio frente, al norte, con lóbulos frontales a 72 millas…[23].
—Entendí 72…
—OK. Justo en la costa norte del lago. Viento en base de los Cb… 360 y 25[24].
Observé a Eliseo de soslayo. Ambos sabíamos lo que podía representar el encuentro sobre el mar de Tiberíades con aquellas nubes de desarrollo vertical y con vientos de 50 kilómetros. Pero, sin más comentarios, obviamos el inquietante problema. Aún restaban bastantes minutos para la temida reunión con el murallón de cumulonimbus.
—… Roger, Jasón. Tomaremos decisión en punto S.
La idea me pareció de lo más prudente. El módulo —permanentemente apantallado por la radiación IR— se deslizaba veloz, a 18 000 pies por minuto, en un teórico sobrevuelo del Jordán. En realidad, la cinta ocre del río —sepultada las más de las veces por una selva impenetrable que desafiaba al desierto desde ambas márgenes— era una simple referencia posicional. Digamos que una vía natural, cómoda y directa, que debería conducirnos al objetivo final: el Kennereth o mar de la Galilea. Desde un primer momento nos llamó la atención la salvaje fecundidad de los bosques y de la cúpula vegetal que crecía al amparo y a expensas del Jordán. Hoy, en «nuestro tiempo», no queda ni rastro de semejante «jungla» que, por supuesto, no debía de ser muy recomendable para los peregrinos y caravanas. De hecho, el polvoriento camino que, partiendo de Jericó, ascendía paralelo al río, hacia las poblaciones de Archélaüs, en la Samaria, y Scythópolis, en la Decápolis, raramente se aproximaba a la mencionada selva. Su distancia al Jordán oscilaba entre una y seis millas. Aunque el programa de Caballo de Troya había establecido una serie de obligadas filmaciones y tomas fotográficas infrarrojas, a partir del radial 320, en el límite sur del lago, mi hermano se mostró conforme cuando, señalándole a la espesura situada a 3700 pies (1233 metros), insinué que quizá resultase interesante aprovechar la ocasión y efectuar un «barrido» fotográfico de algunos de los tramos del río. Los films Kodak «aerochrome infrared 2443» (base estar) e «infrared 3443» (base estar fina) de 70 milímetros captaron una prodigiosa flora y fauna que, dos mil años más tarde, sólo perduran en la memoria de los textos bíblicos. Un follaje verde, sano, exuberante —casi me atrevería a decir que «amazónico»—, aparecía en colores magenta, púrpura oscuro, rojo pardo y amarillo. Las acacias y azufaifos se contaron por miles, descubriendo bosques compactos de bananeros silvestres —ejemplares insólitos y prácticamente ignorados—, carrizos «de escoba», pujantes manzanos de Sodoma y millones de juncos «olorosos», tan cotizados en la preparación del óleo santo. Estas técnicas infrarrojas desvelaron igualmente la presencia en la cerrada jungla del Jordán de felinos y bestias, a los que aluden determinados escritos bíblicos y que, en pleno siglo XX, se nos antojan fantásticos o anacrónicos. Pues bien, Pedro, en su epístola (I, V. 8), al evocar el rugido del león, no escribía en parábola. Realmente, hace dos mil años, aquella selva tropical era un territorio dominado por leones, leopardos, linces, zorros, cocodrilos y hasta hipopótamos. (Seguramente, el behemoth y el leviatán que menciona la Biblia).
A los cinco minutos de esta tercera etapa del vuelo, en mitad de la «espina dorsal» que forman las «tierras altas», a poco más de 24 kilómetros hacia el oeste, aparecieron ante nosotros las cimas de Garizim y Ebal, en plena Samaria. Verdiazuladas por la distancia y en duro contraste con el amarillo rojizo del desierto. Y hacia el este, la no menos sedienta región de la Perea —el Abasim o «montes de enfrente»—, donde la altiplanicie aparece rota por mesetas abruptas y brumosas, cruzadas por caravanas que van o vienen de Damasco. Pero nuestras observaciones se verían bruscamente interrumpidas.
Fue la primera señal de lo que nos aguardaba. Sobrevolábamos la desembocadura del Yabboq en el Jordán, a las «tres» de nuestra posición. Recuerdo que me disponía a comentar con Eliseo la célebre historia de Jacob, peleando en uno de los vados de dicho afluente con el misterioso «ángel» que le cambiaría el nombre por el de «Israel», cuando, en la cabina del módulo, campanilleó una de las alarmas. «Santa Claus», a través de los sensores exteriores, detectó un brusco aumento de la velocidad del viento.
—Roger. 12 alarma. Dame pegeons.
Mi hermano apagó la luz naranja del «panel panic», esperando mi informe.
—El ceilómetro y los sferic[25] señalan vientos de 15 nudos a nivel 37… Rumbo norte. No hay duda: el frente se nos echa encima.
—Dame potencia.
—Quemando a 4 por segundo.
—OK. ¿Tiempo estimado a punto S?
—Leo 6 minutos y 6 segundos.
—Roger. Sincronizando a 5 kilos. Creo que será suficiente.
La «cuna» experimentó una pequeña sacudida. Eliseo no se equivocaba. El aumento de potencia —a cinco kilos por segundo— equilibró de momento la velocidad. Pero ¿qué sucedería al aproximarnos al filo del lago? El ordenador central parecía «leer» mis pensamientos. Cuando me disponía a activar el radar meteorológico, el TGT ALRT[26] provocó una segunda alerta acústica y luminosa. En pantalla, a 65 millas, apareció una gran mancha verde, amarilla y roja. Esta última en especial —de nivel 3— representaba una seria perturbación meteorológica. Presioné el FRZ, reteniendo la imagen del frente, solicitando a «Santa Claus» un máximo de información. Abierta 120 grados, la antena no tardó en explorar la tormenta. Y a través de otro de los pulsadores —el CYC—, las células tormentosas más activas comenzaron a destellar en rojo. Nos miramos en silencio.
—Roger —murmuró mi compañero, esperando lo peor—. ¿Qué dice «Santa Claus»?
Resumí los parámetros.
—Zona crítica a 65 millas. El radar no capta tipo de turbulencia…
Ni falta que hacía. Aquella inoportuna línea de turbonada podía albergar de todo: desde granizo a fuerte aparato eléctrico.
—… Rawin y ceilómetro confirman lecturas anteriores: corriente en chorro subtropical e isotacas… ¡Mal negocio! Al parecer, presenta una anchura de 300 kilómetros. Fuerza del viento en el centro: oscilando de 80 a 150 nudos. En tropopausa, fuerte cizalladura vertical[27].
—¿Nivel?
—Leo 400 (40 000 pies).
—Entendí 400.
—Afirmativo. Cizalladura horizontal a la izquierda del eje y superior a la de la derecha del chorro… Techo de los Cb en 360 (36 000 pies). Sin variación.
—¿Algún cambio en el nivel de la base?
—Negativo. Manteniéndose en 2200 pies.
Eliseo esperó la última lectura. Sin duda, crucial a la hora de tomar decisiones.
—… Vientos de componente norte en la base. Fuerza 25.
Palidecimos a un tiempo.
—Repite…
—360o /25.
Durante algunos segundos, cada cual se hundió en sus pensamientos. Imagino que en una común interrogante: ¿cómo sortear aquella peligrosa mole? Las nubes de desarrollo vertical barrían el centro del mar de Tiberíades, con vientos —en su base— de cincuenta kilómetros a la hora. Si manteníamos el mismo nivel de vuelo (3700 pies), penetraríamos de lleno en la línea de turbonada. Llegado el caso, podíamos descender de nivel, incrementando así el margen de seguridad. A pesar de ello, «piratear» la tormenta por su zona inferior no eliminaba los riesgos.
—… Roger. A 6 segundos para punto S.
—OK. Dame combustible.
—Desde J2 leo 3030 kilos. Estamos a un 73,2 por ciento.
—Resistencia parásita en OK. Viento 360o y aumentando a 17 nudos.
—Dame indicador de velocidad.
—Mantenida en 18 000…
—Este maldito viento…
La «cuna» seguía vibrando y cabeceando. Aquel «cajón» volante, con sus escasas —por no decir nulas— formas aerodinámicas, no había sido concebido para afrontar turbulencias como las que presumíamos. Examinamos la posibilidad de rodear los Cb, pero —demoledor— el radar meteorológico nos hizo desistir: en cada uno de sus 14 barridos por minuto, la «muralla» se reflejaba en una área de 60o a cada lado del eje longitudinal de la nave. El combustible y tiempo necesarios para intentar la aproximación a la «base madre-2», por el este o por el oeste, resultaban prohibitivos. En cuanto a sobrevolar la formación nubosa, elevándonos a 36 000 pies, ni siquiera fue contemplada. A razón de 5,2 kilos por segundo, la «cuna» hubiera precisado más de 62 toneladas de propelente para remontar el techo de los Cb. (Nuestra carga total disponible, en el momento del despegue en la meseta de Masada, era de 16 400 kilos). Sólo quedaban un par de alternativas: aterrizar y dejar pasar el nublado o arriesgarse, sorteándolo por debajo.
Absortos en el instrumental, apenas si reparamos en la blanca y cuadriculada ciudad de Scythópolis, a 6 kilómetros al oeste del Jordán. «Santa Claus» modificó el rumbo, pasando a radial 360. El tiempo estimado al punto L (al filo sur del lago) era de 3 minutos y 15 segundos.
—¡Agárrate! Esto empieza a complicarse.
A las 08 horas y 34 minutos —a 40 segundos para la reunión con el punto L—, las oscilaciones de la «cuna» aumentaron. El viento, racheado y cambiante, hacía saltar y modificar de continuo los parámetros del computador central, en un esfuerzo por equilibrar la potencia del J 85. Si la nave entraba en pérdida, nuestra situación y la de toda la operación podían verse seriamente comprometidas.
—Roger. Modificación a 320. ¡Atento, Jasón! Un último esfuerzo. «Base madre-2» a 12,5 millas.
«Santa Claus» orientó el motor principal hacia el noroeste. Y la nave acusó aquellos 40 grados. El viento golpeó fuerte por estribor, haciendo sonar, por primera vez, los avisos de pérdida.
—¡Alt! (Altitud)… ¡Alt a 35! ¡Maldita sea! Descendiendo a 20 por segundo. ¡Corrección! ¡Corrección!… Stall!
El sistema automático reaccionó puntual, elevando la potencia a 5,2 kilos por segundo.
—Reduciendo inclinación… 40 grados… 30… ¡Bien! Dame DGI (indicador de giroscopio direccional).
—Estabilizado.
—W/D… ¡Jasón, dame W/D! (dirección del viento).
—Continúa en 360o. Fuerza 17.
La nave redujo el cabeceo.
—Combustible.
—En punto L 756 kilos. Estamos a un 68,7 por ciento.
—OK. Manteniendo a nivel 35 (3500 pies).
Sin darnos cuenta habíamos penetrado en el espacio aéreo del mar de Tiberíades. El radar meteorológico seguía destellando en rojo. Aquellos malditos Cb alcanzaban una profundidad aproximada de 35 kilómetros.
—A cinco millas para zona crítica.
Los cumulonimbus estaban a la vista. Observados desde abajo se presentaban negros y altos como montañas, con la típica forma de yunque en su zona superior. Sobrevolaban el lago, extendiéndose a muchas millas hacia el este y el oeste. En el interior de la masa nubosa, amenazantes, culebreaban, de nube a nube, esporádicas descargas eléctricas.
—¿Recibes intensidad de turbulencia?
—Roger. Muy fuerte en el borde delantero y aumentando de abajo arriba. «Santa Claus» estima nivel de cero grados a 4500 pies[28].
—¿Gradiente de potencial eléctrico?
—Superior a un millón de voltios por metro. Campo electromagnético en los Cb entre 50 y 500.
—Preparado cinturón antiabrasión[29].
OK… CP (punto crítico) a tres millas. Viento en 360o y aumentando a 20.
Bajo la «cuna», las aguas del lago, plomizas y encrespadas, rompían con fuerza, blanqueando la costa occidental. Eliseo, precavido, se hizo con el control manual, dispuesto a desconectar el sistema director.
—… ¡Ahí viene!… ¡Altímetros, altímetros!
—35…
—Temperatura de toberas…
—Sin variación… ¡Que Dios nos asista!
La nave penetró en el gran lóbulo frontal de los Cb. Una fuerte sacudida estremeció la estructura, al tiempo que la lluvia, racheada e intensa, nos dejaba a ciegas. La turbulencia hizo saltar los altímetros «gravitatorios», provocando bruscos giros en la plataforma giroscópica.
—¡Inclinación!… ¡30 grados! ¡Rectifica!
—¡Aumenta potencia!… ¡Nivel a 30! ¡Pérdida! ¡Pérdida!…
—¡Desconexión!
Mi hermano, multiplicándose, invalidó el sistema automático, tirando con fuerza de la palanca. Las ALT (barras de órdenes que suministran la guía vertical) seguían enloquecidas.
—¡Aumenta potencia!
—¡Toberas al límite!… ¡Quemando a 7 por segundo! ¡Ya levanta! ¡Vamos, vamos!…
La «cuna» recuperó en 15 grados su perdida horizontalidad. Pero la fuerza del viento, ora vertical, ora horizontal, seguía alterando la altitud, desplazando el rumbo.
—¡Así, así!… ¡Manténlo en 30!
Pero las alertas siguieron saltando. Esta vez fueron los anemómetros periféricos.
—¡Dios!… ¡Cizalladura vertical!… ¡40 nudos! ¡Nivel! ¡Nivel!
—¡Pérdida!… Stall!…
Habíamos entrado en el radio de acción de un fortísimo viento vertical que se precipitaba desde los Cb hacia el suelo, con un temido efecto de «manguera» sobre la nave. Y la «cuna», entre sacudidas, se desplomó como un cubo.
—Stall!…
—¡3000!… ¡2800!… ¡2500!… ¡Luces, luces!… ¡Descendiendo!… ¡Peligro! ¡Oh, Dios!… ¡Luces de sobrecarga en estructura!… ¡2200 pies!
Eliseo tiró de la palanca, forzando el ángulo de giro del J 85. Pero el balanceo continuó, sensiblemente acentuado por los golpes de agua que arrastraba la cizalladura.
—¡Corrección alabeo!…
—¡Lo intento! ¡60 grados!… ¡55!… ¡Vamos, vamos!…
—¡Nivel 20!… ¡Alerta! ¡Luces de baja en presión de aceite! ¡Manténlo! ¡Manténlo!
—¡Jasón, reduce ángulo de alabeo! ¡Conecta auxiliares!
Los pequeños motores, bajo el control de «Santa Claus», entraron en acción, estabilizando el módulo.
—¡Roger!… ¡Ahora lo tengo!… ¡Dame sección de cizalladura!
—Una milla… SODAR localiza disipación a 350 pies[30].
—Roger. No tenemos elección. ¡Ahí vamos! ¡Activa cinturón antiabrasión!
La membrana exterior abrió el «escudo», creando un poderoso flujo de electrones en torno a la nave. Y un remolino grana amarillento envolvió la «cuna». Agua y viento chocaron contra la invisible «pared», manteniéndose a poco más de un metro del fuselaje. Esto alivió las fuertes tensiones que venía soportando la estructura y el J 85 redujo su potencia.
Mi hermano, tan pálido como quien esto escribe, sin perder de vista el variómetro, inclinó el módulo, a la búsqueda del nivel de disipación de la cizalladura.
—Quemando a 5,2… Dame nivel.
—1800 pies… 1600… 35 grados.
—Pegeons.
—330… ¡Corrección 10 grados!
—OK. ¡Abajo a 23 por segundo!… Rumbo 320. ¡Estabilizado!
—Sigue descendiendo. 1200 pies… 1000 pies… ¡Parece que afloja! ¿Viento?
—En 360o y a 10.
—Nivel 800 pies… ¡Un poco más!… 700 pies… Abajo a 15. ¡Frenando! Abajo a 10… ¡Nivel!
—600 pies… Viento a 8. ¡Zona de disipación! ¡Ahora!
Eliseo estabilizó el módulo en velocidad horizontal. La cizalladura había perdido su fuerza.
—¡Fuera antiabrasión!
—Roger…
La luminiscencia grana desapareció y la lluvia, más tenue, envolvió de nuevo la «cuna». Abajo, a 200 metros, el lago se agitaba al paso de los Cb. Por un instante reflexioné sobre lo ocurrido. Nuestra temeridad podía habernos costado muy cara. Sin el escudo de electrones, quizá la nave habría entrado en un stall de alta velocidad, precipitándose sobre el mar de Tiberíades. Ahí hubiera concluido la Operación Caballo de Troya. Por supuesto, ni mi hermano ni yo hicimos comentario alguno. En esos momentos, lo único que importaba era ganar la costa norte y descender. La tormenta, ahora por encima del módulo, corría veloz hacia el sur. La navegación se hizo más suave, pero no podíamos confiarnos.
—Verifica derrota.
—En 320. Tiempo estimado a «base madre-2»…, leo 45 segundos.
Eliseo recuperó el programa director.
—Línea de costa en radar. Verifica coordenadas.
—Roger. «Base madre-2» en 32o 52'7 (latitud norte) y 35o 30'2 (longitud este).
—OK. Elevando a 33 grados… 25 segundos… Nivel estabilizado en 900 pies. Reduciendo a 15 pies por segundo. Reduciendo a 9…
Caballo de Troya había previsto el nuevo «punto de contacto» en un suave promontorio que se alza al noroeste del mar de Tiberíades y cuya cota máxima coincide prácticamente con el nivel del Mediterráneo. Las referencias evangélicas identifican dicha colina con el célebre monte de «las bienaventuranzas». En opinión de los geólogos era más que probable que el perfil orográfico del mencionado promontorio no hubiera experimentado cambios sensibles en aquellos dos mil años. Sin embargo, dada la lógica dificultad para verificarlo, los directores de la operación habían depositado en nuestras manos la decisión final respecto a la zona de descenso. Resumiendo: antes de proceder al aterrizaje era necesario un cuidadoso reconocimiento del terreno.
—Roger. «Base madre-2» colimada. ¿Qué dice «Santa Claus»?
El módulo sobrevoló tierra firme y los sistemas de rastreo, en conjugación con un modificado CLC-3D, presentaron en el monitor algunas de las más destacadas características de la colina:
—Cota máxima a 600 pies sobre el nivel del lago. Rampa sur de 1600 pies, en declive de 40 grados. Sólida formación de caliza cenomania con abundante flujo basáltico en laderas oeste y sureste y una serie de oquedades perfectamente delimitadas (sin duda, de origen artificial) en el subsuelo de la cara este.
Las radiaciones IR no detectaron presencia humana alguna en todo el promontorio. Ni que decir tiene que aquellas «cuevas» o «galerías» nos intrigaron sobremanera.
—El radar señala una doble formación rocosa, plana, en la ladera sur. Cota 100. Distancia al lago: 400 pies. Configuración calcárea. Leo 30 y 9 pies de diámetro, respectivamente. La primera puede servir. Ligera inclinación de la laja hacia el oeste; 10 grados.
—OK. Comprendido. Listo.
—Altitud 900. Vamos allá. 21 abajo… 35 grados… 600 pies… Abajo a 19…
La «cuna» inició el descenso, a la búsqueda de una de las blancas y pétreas «manchas».
—Roger… 300 pies y 3,5 abajo… ¡Adelante! Abajo en un minuto. ¿Viento?
—Leo 5 nudos y manteniendo dirección: 360 grados.
—Roger. 1,5 abajo… 19 adelante. ¡Atento! 11 adelante… ¡Luces altitud! 3,5 abajo… 200 pies… ¡Ya es nuestra!… 4,5 abajo… 160 pies y abajo la mitad… ¡Adelante!, ¡ya!… 40 pies…, abajo 2,5… 4 adelante, derivando a la derecha. ¡Eso es! ¡Luz de contacto! ¡Luz de contacto!… ¡Dios santo: gracias!
La nave tocó la laja con brusquedad. Y «Santa Claus», automáticamente, corrigió los 10 grados de desnivel, equilibrando las secciones telescópicas del tren de aterrizaje.
Eliseo desconectó los circuitos, procediendo a la ventilación del oxidante.
—Listo cinturón infrarrojo a 150 pies.
—Roger. Anclados en «base madre-2». ¿Algún target en pantalla?
Mi hermano comprobó los sucesivos barridos.
—Negativo. Parece que todo anda tranquilo ahí fuera.
—¿Banderas?
—Negativo. Todo de primera clase… Hiciste un buen trabajo.
Eliseo sonrió burlonamente. Y, señalando mi insólita indumentaria de piloto, replicó:
—Para ser un comerciante en vinos y maderas de Tesalónica tampoco has estado mal del todo…
La broma relajó el cargado y tenso clima de la cabina. Lo peor, en principio, había pasado. Los cronómetros marcaban las 09 horas, 47 minutos, 57 segundos y 6 décimas. Eso significaba que habíamos invertido 10 minutos más de lo previsto en el plan de vuelo. Una vez más, me equivoqué. A pesar de haber capeado el temporal, nuestra situación no era tan óptima como presumíamos. Al chequear los sistemas, una de las rutinarias comprobaciones nos dejó perplejos. El combustible quemado en las últimas veintisiete millas y media (del punto S a «base madre-2») era muy superior a lo fijado por los especialistas de la operación. En lugar de los 1492 kilos previstos, el módulo —como consecuencia de las fuertes aceleraciones— había consumido 2992 kilos.
Acudimos al computador central. Los cálculos eran correctos. «Santa Claus» jamás se equivocaba. Estábamos a un 59,6 por ciento de combustible. Sin perder los nervios, repetimos y verificamos los cómputos una y otra vez. El problema surgía siempre en la última derrota. Sólo en aquellas 12,5 millas finales, la «cuna» se había bebido el 9,1 por ciento de los 16 400 kilos iniciales.
Visiblemente desalentado, mi hermano giró la cabeza, contemplando la lluvia que garabateaba en la escotilla de babor. Comprendí su desazón. No era el viaje de retorno a la meseta de Masada lo que le intranquilizaba. La reserva de combustible —exigua, por supuesto— nos permitía emprender el vuelo y alcanzar nuestro objetivo. (En realidad disponíamos de 9774,4 kilos, más un 3 por ciento en la reserva de emergencia, equivalente a 492 kilos). Contando con buen tiempo y con una navegación sin excesivos deterioros, estas 10 toneladas resultaban suficientes.
Con el fin de ahorrar tiempo y combustible sería preciso modificar las derrotas. Y durante algunos minutos, aparentemente ajeno a la profunda y silenciosa frustración de mi compañero, me ocupé del trazado y programación de los posibles rumbos, desde nuestro actual «punto de contacto» a la «piscina» de Masada. «Santa Claus» no tardó en presentar un plan de vuelo minuciosamente ajustado a las necesidades: desde el noroeste del lago al punto L y de allí, olvidando el punto S, derechos como un tiro al J2. En la confluencia del Jordán con el wadi Nimrin, la «cuna» debería pasar a radial 190, sobrevolando la zona oeste del mar Muerto. En total, 109,2 millas, con un tiempo estimado de 30 minutos y 4 segundos, a una velocidad de crucero de 18 000 pies por minuto. Esta singladura —a un promedio de 4 kilos por segundo— representaba un gasto de 7216 kilos. En otras palabras, deducido el viaje de regreso a Masada, nuestras disponibilidades ascendían a la nada confortable cifra de 2558,4 kilos de combustible. A pesar de ello, intenté levantar el ánimo de Eliseo.
—No todo está perdido —sentencié, invitándole a examinar el programa.
Mi hermano accedió sin demasiado entusiasmo.
—Olvidas algo —intervino al cabo de un par de minutos—. La operación prevé el trazado de los mapas digitalizados del lago. Sabes que, sin esas películas, el «ojo de Curtiss» quedaría fuera de servicio…
Negué con la cabeza. El ordenador central sí había tenido en cuenta esta parte del programa. Como ya referí, Caballo de Troya estimó conveniente que, en el sobrevuelo del mar de Tiberíades, las cámaras de a bordo filmaran diferentes áreas del lago. Esta información, previamente codificada, resultaba de vital importancia para el buen funcionamiento de otro de los fantásticos dispositivos de que habíamos sido dotados y que los ingenieros habían bautizado con el familiar sobrenombre de «ojo de Curtiss», en honor del director del proyecto. (Más adelante, si las fuerzas no me fallan, hablaré de este curioso —casi mágico— «compañero» de expedición, que tan excelentes servicios prestó a estos aventureros).
Pero la tormenta había imposibilitado la ejecución de dichas tomas. Era menester esperar y, con buena visibilidad, elevarse de nuevo sobre la zona, procediendo entonces al estudio y registro del perfil del terreno. Esto representaba un consumo adicional de combustible. Y Eliseo, defraudado, dejó constancia de ello. Sin embargo, como decía, a la hora de confeccionar el plan de vuelo, «Santa Claus» no había perdido de vista esta contingencia. En el supuesto de que la nave circunvalara el perímetro total del lago (52 kilómetros), el combustible necesario para dicho sobrevuelo ascendía a casi dos toneladas. (Teniendo en cuenta las sobrecargas del despegue y posterior aterrizaje, así como el consumo medio durante los 7 minutos y 8 segundos previstos para el desarrollo de la operación, el gasto total —siempre según el computador— sumaba 1988,6 kilos). Es decir, si acatábamos los planes de la operación, el descenso final sobre Masada podía culminarse con un justísimo superávit: 569,8 kilos de combustible, amén de la reserva de emergencia. Y aunque tal estrechez no nos hacía muy felices, la realidad se impuso. Estábamos donde estábamos y, una vez verificados los parámetros, de nada servía lamentarse. El Destino tenía la última palabra. Además, tanto Eliseo como yo conocíamos a la perfección los detalles de la llamada «fase tigre». Caballo de Troya había contemplado también la remota pero verosímil posibilidad de que, a causa de una avería o accidente irreparables, la «cuna» y sus ocupantes quedaran descolgados del primigenio punto de lanzamiento y, por tanto, incapaces de retornar a Masada por el sistema previamente establecido. En ese grave compromiso, las órdenes eran tajantes e inviolables: «regresar» a nuestro tiempo, procediendo a la inmediata destrucción del módulo. Desde cualquiera de los lugares en que se produjera esa desintegración de la «cuna», nuestro acceso a Masada no tendría por qué ser especialmente conflictivo. Pero intuyo que estoy apartándome de nuevo de lo que en verdad importa. Eliseo continuó en silencio. Los planes y estimaciones eran tranquilizadores. Sin embargo, aquel mutismo encerraba algo más profundo e íntimo. Y yo conocía su significado.
—Te repito que no todo está perdido…
Me miró sin comprender. Sonreí maliciosamente y, adoptando un aire relajado, me adelanté a sus pensamientos.
—Sabes bien a lo que me refiero.
Y una chispa de esperanza iluminó sus ojos.
—Entonces…
Mi sonrisa se abrió definitivamente, disipando sus dudas.
—Sé que podemos hacerlo —añadí, simulando una seguridad que para mí hubiera deseado. Mi atormentada existencia fue siempre así: llena de contradicciones—. Si aún te sientes con fuerzas, ¡adelante! ¡Acompañemos al Maestro!
—Pero…
No le dejé terminar.
—¿Creías que había olvidado mi promesa? Medité tu idea y estoy conforme: correremos el riesgo. Merece la pena. Sólo veo una dificultad…
—¿Sólo una?
Me enfrenté al monitor y, tecleando sobre el terminal del computador central, mostré algo que ya conocía: el 59,6 por ciento de combustible.
—Ésta es nuestra dificultad…
—Entiendo.
Eliseo, prudentemente, me dejó concluir.
—… Aunque cabe una solución: inmovilizar la nave, pase lo que pase. Sólo así podríamos conjugar la nueva exploración y el retorno.
Mi hermano empezaba a adivinar mis intenciones.
—¿Estás sugiriendo que, durante esos tres o cuatro años de seguimiento del rabí de Galilea, la «cuna» permanezca inactiva?
—No exactamente. Los sistemas y dispositivos electrónicos, lo sabes, son necesarios para culminar ésta y la «futura» tercera exploración. En cambio, podemos prescindir de los servicios de la pila atómica[31] y, sobre todo, del vuelo de la nave. Reemplazaremos la alimentación de la SNAP 27 mediante la batería de placas solares.
(Como medida precautoria, Caballo de Troya había incluido en este segundo «salto» un total de doce espejos metálicos, susceptibles de ser montados en el exterior de la «cuna», aprovechando así la radiación solar. Estos espejos, de vidrio con revestimiento de plata, tenían 29,3 centímetros de diámetro, pudiendo generar hasta 500 W. Al dorso llevaban adheridas sendas películas de cobre, con la posibilidad de ser fijados a un estribo del hierro, en disposición azimutal biaxial. El sistema, ideado por el profesor israelí Tabor, permitía que toda la radiación reflejada incidiese en un solo punto. Ello era posible merced a la fórmula especular asimétrica y al desplazamiento del eje de giro horizontal en el centro de la curvatura de la imagen. Aunque la capacidad de reflexión del vidrio con revestimiento de plata era alta —un 88 por ciento—, los especialistas nos abastecieron también de otras planchas de repuesto, a base de acero dulce plateado y metal electroplateado, con índices de reflexión del 91 y 96 por ciento, respectivamente).
El plan, aunque viable desde un punto de vista estrictamente técnico, exigía una larga y concienzuda maduración. Eran muchos los parámetros a considerar: ¿a qué momento exacto de la vida de Jesús de Nazaret deberíamos dirigirnos? Los inicios de su actividad pública no aparecen claros en los textos evangélicos. Era preciso confirmarlos con un máximo de rigor. Y ésa, indudablemente, debía ser otra de las misiones en la ya inminente exploración en la Galilea. (Tan sólo Lucas es explícito a la hora de citar la fecha en que Juan, el Bautista, dio comienzo a su actividad como predicador: «en el año decimoquinto del reinado de Tiberio César…»)[32]. La manipulación de los ejes de los swivels requería una precisión absoluta. Castigar nuestras alteradas colonias neuronales con sucesivas y fallidas inversiones de masa de las partículas subatómicas hubiera constituido un riesgo inútil y peligroso[33]. Pero éste no era el único problema a contemplar en la atractiva «tercera exploración». Una expedición tan compleja y prolongada, con la servidumbre de un módulo forzosamente inmovilizado en tierra, exigía la búsqueda de un refugio seguro e inaccesible a los humanos de aquel tiempo. Una «base madre», en definitiva, en la que ocultar la «cuna» y desde la que poder partir con tranquilidad a las diferentes misiones. Ese lugar no podía ser otro que alguno de los abruptos picachos que se asomaban al lago. La escasez de combustible así lo aconsejaba. Por otra parte, según los textos evangélicos, la Galilea había sido una de las regiones más intensamente frecuentada por Jesús de Nazaret durante su vida pública. Era presumible, por tanto, que buena parte del seguimiento se desarrollara en aquellas latitudes.
Por espacio de una hora nos vimos arrastrados a una viva, electrizante y esperanzada discusión en la que cada uno, paradójicamente, trató de convencer al otro de la bondad y de los incontables atractivos de la futura misión.
¡Hipócrita! ¡Todo estaba minuciosamente planeado!
La suerte estaba echada: retrocederíamos en el tiempo, desplegando la que, sin duda, podía constituir nuestra más ambiciosa e histórica exploración. Estábamos convencidos de que el sacrificio redundaría en un más extenso y aquilatado conocimiento de lo acaecido en la mencionada vida pública del Maestro. Y aquel ideal —ahora lo veo con emoción y perplejidad— me mantuvo firme en los momentos de peligro y desaliento. Y me entregué a la ardua labor de programar y planificar lo que sería el tercer «salto» a la Palestina del siglo I. Eliseo quedó responsabilizado de todo lo concerniente a la «infraestructura»: equipos, mantenimiento de la nave, protección personal, supervivencia, etc. Esencialmente, mi tarea consistiría en la recopilación de datos: fecha del inicio de la predicación de Jesús, itinerarios de sus viajes, estancias, seguidores, etc. Estas informaciones, suministradas al computador central, servirían para la elaboración de un minucioso plan de trabajo. Fue entonces cuando empezamos a intuir el porqué de aquella repetitiva pregunta entre los discípulos y familiares de Jesús: «¿Dónde nos hemos visto antes?».
Y la hipótesis —a qué negarlo— me llenó de ansiedad.
10 horas
Notablemente reconfortado, mi hermano recuperó su habitual y eficaz frialdad. E intentó disuadirme. La revisión del módulo podía esperar. Los chubascos e intensos vientos azotaban la colina sin cesar. Pero, impaciente por reconocer el terreno y la estructura de la nave, hice caso omiso de sus consejos, pulsando el mecanismo de descenso de la escalerilla hidráulica. Y me lancé al exterior.
Eliseo llevaba razón. Durante los primeros momentos me vi forzado a permanecer bajo la panza de la «cuna», zarandeado por rachas de 15 a 20 nudos que arrastraban tierra, masas de vegetación y un auténtico diluvio. El silbido del viento entre las «patas» era tal que la conexión auditiva se vio seriamente entorpecida.
—… ¿Me recibes? Jasón… Cambio.
—En precario. La tempestad es muy fuerte. Estoy directamente bajo tus pies… No distingo gran cosa. Cambio.
—Roger. Abandona…
—Espera un segundo.
Inspeccioné la masa pétrea. Parecía sólida, aunque muy erosionada. Provisto de las «crótalos» fui desplazándome de un punto de sustentación a otro, verificando la inclinación y naturaleza de la laja. En efecto, presentaba unos 10 grados de desnivel hacia el oeste. Me embocé en el ropón y, como pude, batallando con la tormenta, circunvalé el módulo, inspeccionando las paredes.
—¡Atención! No percibo daños en la estructura… La máquina no ha resquebrajado la roca. Hay todavía una fuerte radiación en el J 85. Cambio.
—Recibido. Déjalo ya…
—Un minuto. ¿Tienes target en pantalla?
—Negativo.
La pregunta fue una estupidez ¿Quién podía aventurarse en aquel promontorio con semejante tormenta? Sujeto al tren de aterrizaje me deshice de las lentes IR, intentando captar un máximo de detalles de la colina y sus aledaños. No fue fácil. La base de las nubes había descendido considerablemente —quizá por debajo de los 1800 pies (unos 600 metros)— y espesos jirones del Cb se precipitaban a tierra en forma de negras cortinas de agua.
A unos 600 pies del «punto de contacto», la superficie del lago, encabritada, era una plomiza y confusa masa de lluvia y oleaje. Hacia el este, a orillas del turbulento mar y a unos dos kilómetros, se destacaba el núcleo urbano más próximo a nuestra posición: un estirado racimo de casas de piedras oscuras y relucientes por el pertinaz aguacero. Si los cálculos no fallaban, aquello tenía que ser Cafarnaum. A pesar de la precaria visibilidad quedé sorprendido ante el rosario de pequeñas y grandes aldeas que jalonaban el litoral. La costa oeste, en especial, era la más densamente poblada. Esta circunstancia me intranquilizó. ¿Habíamos elegido el lugar idóneo para el asentamiento del módulo? Resultaba vital y urgente que procediéramos a una exhaustiva exploración del promontorio. Si el «punto de contacto» se hallaba en una zona de paso, los quebraderos de cabeza podían ser continuos y altamente desagradables. Pensé en desplazarme hasta la cota máxima. Desde allí, la localización de los senderos habría sido más rápida. Imposible. La furiosa tempestad hacía inviable cualquier intento de reconocimiento. En principio, el entorno de la «cuna» no presentaba señal alguna de caminos o veredas. El terreno parecía improductivo. Sin embargo, había que cerciorarse. A unos cien pasos, en dirección este-sureste, se perfilaba una formación de gruesas y redondeadas rocas basálticas. Si no recordaba mal, aquél era el punto en el que habían sido detectadas las extrañas galerías o construcciones subterráneas, aparentemente artificiales. El sentido común se impuso y, con las ropas empapadas, opté por ingresar en la nave, a la espera de una mejoría del tiempo.
El resto de aquel lunes transcurrió sin mayores incidencias. Descansamos por turnos, pendientes a cada momento de los sensores infrarrojos y de la evolución de la meteorología. Buena parte de mi tiempo fue consumida en la revisión del programa establecido por Caballo de Troya y que debería inaugurar a partir de la jornada del miércoles, 19. Si todo discurría con normalidad, el grupo de los galileos se presentaría en el lago hacia el atardecer de dicho miércoles o, como muy tarde, en la mañana del día siguiente. Por razones obvias, mi presencia en Bet Saida o Cafarnaum no era aconsejable hasta el anochecer del 19. Incluso, a ser posible, una vez confirmada la llegada de los íntimos del Resucitado. (Por muy veloz que hubiera sido mi sistema de transporte desde Jerusalén, lo lógico es que necesitase del orden de dos jornadas para cubrir la accidentada ruta que cruza Samaria. No había otra alternativa. Sólo cabía esperar).