La noche había caído ya sobre las lejanas luces de Tel Aviv. Crucé despacio los escasos metros que nos separaban del edificio terminal del aeropuerto, disfrutando de aquel firmamento limpio y sosegado: el mismo que, 1956 años atrás, había contemplado Jesús de Nazaret. Y noté cómo mis rodillas temblaban. Israel siempre me ha fascinado. Mucho más, sin lugar a dudas, desde que conozco el diario del mayor.
Mi objetivo en aquella primera jornada en Tierra Santa era muy simple. Viajar a Jerusalén, instalarme y «tomar posiciones». Había que arrancar por algún sitio y, después de no pocas indecisiones y de doblegar mi instinto periodístico, consideré que lo más práctico era demorar mi exploración a las ruinas bíblicas de Hazor. Mi genética tendencia al análisis —tan propia de los Virgo— me dictaba otra labor previa, esencial para un buen funcionamiento del plan. Antes de marchar al norte convenía estudiar, repasar y bucear en toda la bibliografía existente sobre la cada vez más atrayente Hazor. Es más, en mi diario de «a bordo» aparecía, en rojo, una autorrecomendación, tan vital como el referido chequeo a los textos y documentos arqueológicos: «Interrogar a los especialistas». Pero, como se verá más adelante, tal y como suele sucederme con frecuencia, un poco meditado giro en las pesquisas me retrasaría sensiblemente.
En realidad, mis preocupaciones —por si no eran pocas— se vieron incrementadas allí mismo, frente a la cinta transportadora de equipajes. Todo parecía discurrir con normalidad —incluyendo la siempre delicada revisión del pasaporte— cuando, de pronto, alguien se plantó ante mí. Recuerdo que me hallaba absorto en la inútil tarea de adelantar mi reloj en una hora, con el propósito de ajustarme al horario de Israel. Y digo «inútil» porque jamás me he llevado bien con estos artilugios electrónicos…
—Shalom! Bien venido a Israel, señor Benítez…
Levanté la vista y, perplejo, distinguí a un individuo joven, enjuto y de aspecto nórdico. Sonreía socarronamente, divertido quizá ante mi estúpida mueca de asombro. Hablaba un correcto castellano, con ese indeleble y característico acento de los argentinos. Dijo llamarse Livne y representar a la agencia de turismo con la que yo había tramitado mi pasaje. Se mostró exquisitamente amable y servicial, interesándose de vez en cuando, y con una habilidad muy propia de los servicios de información, por los motivos de mi viaje, lugares que pretendía visitar, amigos o conocidos en Israel y hasta por las características de mi equipo fotográfico. Aquello me puso en guardia. Y decidí quitármelo de encima lo antes posible. Mis sospechas resultaron casi confirmadas cuando, camino ya de la salida, Livne, espontáneamente, me confesó haber leído Caballo de Troya, haciendo generosos elogios del libro. Era muy poco creíble que aquel judío tuviera noticias de mi trabajo, a no ser que figurara en el dossier que, con toda probabilidad, había sido transmitido desde la embajada israelí en España. Por supuesto, imaginaba que, desde mi visita a Samuel Hadas, la Inteligencia hebrea se hallaba al corriente de mis movimientos. Lo que no alcanzaba a entender era el porqué de tan fulminante «recibimiento». Horas más tarde, ya en el hotel, tuve un presentimiento.
No sé si mi locuaz amigo se percató de ello. Quiero creer que sí. El caso es que, sumisamente, aceptó mi deseo de viajar en solitario a Jerusalén. Mis continuas evasivas y respuestas a medias evidenciaban mi mal disimulada desconfianza. Y el hombre, como digo, cedió, aconsejándome —eso sí— que, «antes de poner en marcha mis investigaciones, procurara conectar con él o con cualquiera de los organismos oficiales del país». Estaba muy claro. Y, devolviéndole la misma falsa sonrisa, me perdí en el tráfico de Ben Gurión.
Una hora después, el taxista árabe me dejaba a las puertas del hotel Moriah Jerusalén, al suroeste, y relativamente cerca de la Ciudad Vieja. El encuentro con el supuesto agente secreto israelí me había desconcertado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué aquella estrecha vigilancia? A decir verdad, sólo era un inofensivo periodista, ansioso de recorrer Israel y de reunir información sobre un asunto tan poco comprometido como la vida del Maestro… ¿O había algo más? Y esa noche, en la soledad de la habitación 724, haciendo un esfuerzo por memorizar mi conversación con el embajador judío en Madrid, saltó a la luz un pequeño detalle. Casi una nimiedad, pero que, al mencionarlo, recuerdo que alteró fugazmente el rostro de Hadas. Por aquellas fechas, entre mis múltiples investigaciones, figuraba una que, a la vista de su oscuridad, no dudaría en sepultar en el olvido. Me refiero al poco claro accidente de un avión de Iberia, el 19 de febrero de 1985, en el monte Oíz, en el País Vasco. Jamás he dudado de la profesionalidad y pericia de los pilotos, y aquel supuesto accidente, en el que fallecieron 148 personas, la verdad, movió mi insaciable curiosidad. Trabajé silenciosa y meticulosamente en la posible reconstrucción de los hechos, averiguando algunos pormenores tan extraños como alarmantes. Para resumir: según informaciones confidenciales de los servicios de Inteligencia de mi país, había un alto índice de probabilidades de que el reactor 727, Alhambra de Granada, hubiera sido derribado por un misil tierra-aire —quizá un Sam-7 o un Strella— disparado por la organización terrorista ETA. Pero lo que, a mi corto entender, alarmó al representante diplomático fue el hecho de que yo supiera que uno de los motores, aparecido a una considerable e inexplicable distancia, había sido trasladado a Israel. Concretamente a una de las bases militares, con el fin de ser inspeccionado por expertos judíos en terrorismo.
En aquel noviembre de 1986 yo no tenía la menor intención de proseguir las pesquisas de este caso y, mucho menos, de introducirme en la base israelí. Pero los judíos, desconfiados por naturaleza, no debieron de pensarlo así. Quizá este inoportuno comentario mío a Hadas fue la causa de tan sutil y, a un tiempo, férrea vigilancia. Si los hebreos sospechaban que mis propósitos no eran del todo transparentes, las dificultades podían acentuarse. Y así fue.
A la mañana siguiente, 20 de noviembre, jueves, tras una noche de agitada duermevela, con el corazón encogido por las sospechas, me apresuré a poner en marcha una inmediata acción preventiva. Si mi teléfono se hallaba intervenido, quizá aquellos primeros pasos en Jerusalén tranquilizaran a los hipotéticos escuchas. Seguí al pie de la letra las recomendaciones del embajador, poniéndome en contacto con las personalidades e instituciones oficiales que tan gentilmente me había proporcionado. Primero con Salomón Lewinsky, director de la revista Semana. Con un médico llamado Blezcof y, muy especialmente, con el Instituto Central de Relaciones Culturales. En este último, tanto su director —doctor Moshe Liba, veterano diplomático— como la amabilísima Rachel Eldar se desvivieron por ayudarme, orientándome y concertando un buen número de citas con destacados arqueólogos, antropólogos, profesores universitarios y un largo etcétera. Todo ello, claro está, en beneficio de unas muy saludables e interesantes investigaciones en torno a la vida y época de Jesús, pero que no constituían la clave de mi presencia en Israel. Sin embargo, por elemental prudencia, accedí encantado, enriqueciéndome, justo es reconocerlo, con todas ellas. Esta cadena de reuniones y entrevistas —que se prolongarían durante toda mi estancia en Palestina— ralentizaron, obviamente, mis principales pesquisas. Pero las circunstancias son las circunstancias y, en ocasiones, es preferible acomodarse a ellas, jugando las siempre insólitas cartas del Destino.
Por supuesto, aunque el «marcaje» de los funcionarios israelitas en aquellas dos primeras jornadas en Jerusalén fue lo suficientemente intenso y eficaz como para controlar la mayor parte de mis pasos, no es menos cierto que, en ningún momento, descuidé mi verdadero objetivo: el enigma del mayor. Y entre conversación y conversación pude ingeniármelas para visitar la Biblioteca Nacional, la del museo de Israel y otras librerías de la ciudad, siempre en busca de una teórica bibliografía histórica. Tales consultas no extrañaron a los hebreos, permitiéndome así esporádicos respiros y un mínimo de libertad de acción. Como es de suponer, en la siempre supuesta intimidad de estas bibliotecas, mi intención se volcó en Hazor. Revisé catálogos, ficheros y estanterías, a la caza de cualquier libro o documento sobre el particular. Pero la abrumadora realidad terminaría por desarmarme. Los estudios sobre la vieja ciudad cananea eran tan prolijos y abundantes que hubiera necesitado varios meses para su atenta lectura. Sólo en la biblioteca del museo de Israel contabilicé hasta un total de 46 fichas relacionadas con Hazor. Para colmo, en uno de aquellos precipitados recorridos por los interminables y densos textos arqueológicos comprobé con desaliento cómo, en realidad, los especialistas especulaban con la posibilidad de que hubieran existido cinco o seis ciudades con este mismo nombre. . Una de ellas —«Ḥāṣōr Hādattāh» o «Hasor la nueva»— podía ser excluida, ya que ni siquiera se conocía su exacta ubicación en la geografía hebrea[2]. Un razonamiento que sólo gozaba de validez en el supuesto de que el criptograma hiciera referencia a Hazor como tal ciudad. Pero ¿y si no era así? Despejé como pude aquellas angustiosas dudas, aferrándome al instinto.
En cuanto a las restantes «Asor», «Hasor» y «Azor» —poblaciones mencionadas también en el Antiguo Testamento— decidí apearlas temporalmente de la investigación. Era más cómodo y positivo concentrar las fuerzas en la Hazor más popular y más exhaustivamente trabajada por los arqueólogos: la del norte. Si fracasaba en el intento, tiempo habría de desenterrar las restantes pistas. ¿Había mencionado la palabra «tiempo»? Yo mismo me respondí: mis recursos económicos, como siempre, no eran muy boyantes. Lo del «tiempo» era un consuelo poco fiable…
Debo reconocer que mis rastreos por la bibliografía —fruto quizá del nerviosismo y de las prisas— fueron de mal en peor. Muchos de los documentos se hallaban en hebreo. Otros en alemán y la mayoría en inglés. Aquello limitó aún más mis posibilidades. A esta precaria realidad vino a sumarse el pesado lastre del que busca e indaga… a ciegas. ¿Qué era lo que debía encontrar en aquella montaña de libros? ¿Un «mensajero» con alas que obedecía al nombre de Hazor? ¿Y si no tuviera nada que ver con las ruinas en cuestión? Pero, de no ser así, ¿dónde encaminar los pasos?
Durante horas, mi estado de ánimo sufrió toda suerte de convulsiones. Veía pasar el tiempo y los resultados, aparentemente, brillaban por su ausencia. En la medida de mi capacidad, y de los minutos disponibles, ojeé algunos de los trabajos de Galling, Johanan Aharoni, Trude Dothan, Abel, Ruth Amiran, Maass, Perrot, Moshe Pearlman, Inmanuel Dunayevsky y Yigael Yadin, entre otros. Fueron dos días de frenética búsqueda. Sin embargo, cuando Asher Kupchik, uno de los responsables de la gigantesca Biblioteca Nacional de Israel, con el que llegué a trabar una cierta amistad, me anunció a primeras horas de la tarde del viernes 21 que la jornada llegaba a su fin, mi desesperanza fue total. Apenas si había tenido acceso —un alocado y superficial acceso— a una decena de libros… En los archivos, burlándose de mí, se escondía una treintena larga de volúmenes, documentos, mapas y cientos de fotografías que era menester estudiar. Mi cuaderno de «campo», sí, aparecía repleto de notas sobre la historia, sucesivas excavaciones, hallazgos arqueológicos y diferentes hipótesis en torno a la agitada vida de las 21 ciudades que formaban el tell de Hazor. En suma, una estéril sucesión de datos, cifras y respetabilísimas consideraciones técnicas que no arrojaron un solo rayo de luz sobre mi saturado cerebro.
La mansa lluvia y el frío de Jerusalén serenaron un poco mi ánimo. La inminente entrada del sábado lo paralizaría todo en Israel. Así que, mientras retornaba al hotel, procuré mentalizarme. Mi resignación, sin embargo, se agotaría bruscamente. No soy hombre que se rinda con prontitud y, atormentado en la penumbra de mi habitación, decidí cambiar el rumbo de las investigaciones. No podía aguardar hasta el domingo para reanudar las consultas en las bibliotecas. Tenía que actuar. Y, dejándome llevar por la intuición, activé un nuevo plan.
No había tiempo que perder. Localicé a Rachel Eldar y le expuse mi propósito. (Por fortuna para mí, esta mujer no practicaba su religión con el fanatismo y ortodoxia de algunos círculos judíos que incluso se niegan a descolgar el teléfono durante la festividad del sabbath. Éste, como creo haber mencionado, se inicia con la puesta del sol del viernes, prolongándose hasta el siguiente ocaso. Durante esas horas, las dificultades para un extranjero como yo podían ser continuas y casi insalvables. Muy pronto tendría ocasión de sufrirlo).
Desde mi primer contacto con el Instituto Central de Relaciones Culturales, y por pura curiosidad científica, yo había manifestado mi deseo de conocer y conversar con Shelley Waschsmann, un eminente arqueólogo, que llevaba la responsabilidad de los trabajos de estudio y restauración de una embarcación descubierta en la orilla oeste del lago de Galilea. Un bote que, según los primeros tanteos de los científicos, podía corresponder a una época relativamente cercana a la de Jesús. Ésta, como otras, fueron simples excusas, como ya dije, para justificar mis idas y venidas por Israel. Y ahora me venía de perlas para mi inmediato objetivo. Rachel, con la admirable eficacia de los judíos, había practicado las gestiones precisas para la culminación de dicha entrevista. Shelley se mostró conforme, invitándome a su casa de Cesarea. Aquel súbito cambio en los planes no pareció alarmar a la funcionaria. Era lógico que deseara aprovechar las horas muertas del sábado con un asunto como aquél. Además, Cesarea se encuentra al norte de Jerusalén. Justo en dirección opuesta al emplazamiento de la base militar que —se suponía— yo no podía pisar…
Gentilmente, y con una subterránea habilidad, Rachel intentó averiguar cuánto tiempo pensaba quedarme en la ciudad costera de Cesarea, si disponía de un medio de transporte y si tenía intención de alojarme en algún hotel próximo. No supe satisfacer su curiosidad. En parte porque ni yo mismo lo sabía, y, sobre todo, porque no estaba en mi ánimo revelarle mis auténticas intenciones. Algo confusa me recordó una serie de visitas previstas para los días inmediatos, «recomendándome» que le telefoneara a mi regreso. Reconozco que soy hábil para persuadir y asumo también mi gran pecado de incumplidor de promesas. Así que, dócilmente, le prometí cuanto deseó. Cumplirlo o no era harina de otro costal…
Dispuse un elemental y austero equipaje y, confiado, inicié las gestiones para salir esa misma tarde hacia Cesarea. La fatalidad congeló cada uno de mis movimientos. Casi había olvidado que era sábado. En el hotel me insinuaron —como única vía para hacerme con un vehículo— que contratara a un chófer árabe. Es triste. En muchas de estas pesquisas, las mayores pérdidas de tiempo, de dinero y de fuerza, son desencadenadas por contratiempos de esta o similar naturaleza.
En esos instantes, mientras dialogaba con aquella atractiva y severa recepcionista, algunas de sus preguntas pasaron casi inadvertidas para mí. Respondí seca y mecánicamente que no pensaba dejar el hotel y que sólo se trataba de una excursión de fin de semana. Fue después, al marcar el teléfono de uno de mis amigos árabes de Jerusalén —Anthony Salman, director de una agencia de viajes—, cuando las palabras de la hebrea resucitaron en mi memoria. Me estremecí. Pero, automáticamente, me reproché a mí mismo tanta suspicacia. ¿Es que empezaba a ver espías por todas partes?
La cuestión quedó zanjada. Anthony me procuraría ese coche. Pero con dos condiciones: dado lo avanzado del día, sólo podría estar listo a primera hora de la mañana del sábado y con la inexcusable obligación de contratar a un chófer y a un guía, igualmente árabes. Aquello me sublevó. Pero no tenía alternativa. Y esa noche, mientras repasaba el plan, me propuse darles esquinazo en el momento oportuno. No veía muy claro el porqué de aquellas exigencias. Y mi natural desconfianza se impuso.
Los recelos —ya no sé si infundados— crecieron lo suyo cuando, en la mañana de ese sábado, 22 de noviembre, un tal Michael se presentó a mí como el guía designado por Salman. Había vivido en España, hablaba castellano y, durante el centenar largo de kilómetros que nos separaban de Cesarea, se mostró igualmente interesado en mis actividades profesionales y, en especial, en mi plan de trabajo para esos días. Le correspondí con la misma amabilidad, pero sin soltar prenda sobre mis auténticos objetivos. Tanto y tan específico interés por mi labor como periodista y escritor no era normal. Así que, sin pensarlo dos veces, opté por desembarazarme de mis acompañantes antes de la caída del sol.
Tras la instructiva reunión con Waschsmann, el arqueólogo judío-canadiense, ordené al silencioso conductor que tomara la carretera de Nazaret. No hubo muchas preguntas. Al atacar el último repecho que desemboca en la entrañable ciudad de Jesús, les indiqué que detuvieran el automóvil a las puertas del hotel Nazaret, en las afueras de la población. Y antes de que pudieran reaccionar, me despedí de ellos, informándoles que prescindía de sus servicios y que, si lo deseaban, podían regresar a Jerusalén. Ni siquiera me atreví a mirar atrás. Al cruzar la puerta del oscuro y vetusto albergue, guía y chófer continuaban enzarzados en una airada discusión, en árabe, que, naturalmente, no comprendí.
En realidad, aquélla era una vieja táctica. Siempre que emprendo una investigación —digamos que «comprometida»— tengo la precaución de reservar habitaciones en dos o tres hoteles, simultáneamente. A veces compensa.
La noche dominaba ya las calles de Nazaret y, muy a pesar mío, tuve que resignarme y aguardar al nuevo día. La luz era vital para mi siguiente y trascendental pesquisa.
Creo que, a estas alturas, estoy hecho y sobradamente dispuesto a amoldarme a todo tipo de alojamientos. Sinceramente, después de quince años de infatigables correrías por el mundo, entiendo que he visto y sufrido más, incluso, de lo aconsejable. Pero la tristeza de aquel hotel nazareno no puede ser descrita. Así que, incapaz de soportarlo, me lancé a la casi desierta ciudad. Nazaret, como tantos otros lugares santos, no es, ni remotamente, lo que uno pueda imaginar. El turismo, la civilización y los siglos han liquidado todo vestigio de la aldea que cobijó al Hijo del Hombre durante más de veinte años. Hoy, dominada por una mayoría árabe, es sólo un lugar de obligado y siempre vertiginoso paso de peregrinaciones de toda índole y confesión. Únicamente aquel cielo azabache, que las desordenadas colinas sobre las que se asienta la localidad hacen más cercano, puede estremecer de emoción a un visitante medianamente despierto. La miríada de estrellas, vivas entonces por el frío de Galilea, son las mismas que velaron los quehaceres e inquietudes de ese personaje que, como al mayor, me tiene atrapado.
Mis pasos, como en ocasiones precedentes, me llevaron a la basílica de la Anunciación. Y no por un afán de orar —cosa que debería practicar más a menudo—, sino por saludar a algunos de los pacientes y venerables franciscanos. A pesar del escaso tiempo transcurrido en Israel, las tensiones habían sido lo suficientemente intensas como para necesitar unos gramos de compañía. Gracias al cielo, aquel apacible rato de tertulia con los padres Rafael y Uriarte resultaría doblemente útil. De un lado, como digo, llenó mi soledad. Días más tarde serviría como coartada, sacándome de un serio aprieto… Pero no debo saltarme los acontecimientos.
La inquietud y el nerviosismo pudieron conmigo. Así que, tras otra noche en vela, salté de la cama, esperando el amanecer. A las 5 horas y 39 minutos de aquel domingo, una difusa luz naranja ascendió por detrás de las colinas, despertando a la ciudad.
Dos horas después, tras no pocos regateos, logré convencer y contratar a uno de los taxistas. Tentado estuve de prescindir de aquellos tozudos árabes y servirme del bus 431 que hace la ruta hasta Tiberíades, costeando después por la orilla occidental del lago. Pero, según mis informaciones, estos autocares públicos circulaban muy lejos de mi verdadero punto de destino. No había opción. El trato fue cerrado y, tras desembolsar los seiscientos dólares, Solimán Hakim, mi nuevo guía, se deshizo en parabienes y reverencias —todo ello en una caótica mezcla de inglés, italiano y árabe—, jurándome por su salud que no me arrepentiría de tan sabia decisión.
El cielo, celeste, prometía una jornada tibia y luminosa. Me acomodé junto al parlanchín Solimán y, respondiendo con monosílabos a su incontenible verborrea, vi desaparecer a mis espaldas los últimos contrafuertes de Nazaret. «Éste —me animé— tiene que ser un día decisivo…».
El potente Mercedes desafiaba bien las curvas. Y en poco más de diez minutos dejó en lontananza Caná (hoy conocida por Kafr Kannā) y sus abruptos y blancos despeñaderos, en dirección al cruce de Haifa-Tiberíades, en la ruta 77. Veinte minutos después llaneábamos a toda velocidad hacia el mar de Galilea. Siguiendo mis instrucciones, Solimán evitó el populoso núcleo urbano de Teverya o Tiberíades, rodeando el lago por la carretera 90. Poco faltó para que, obedeciendo otro de mis típicos impulsos, interrumpiera el viaje y aprovechara la ocasión presentándome en la Jefatura de la Policía, en la mencionada ciudad de Tiberíades. Al exponerles mi propósito de reconstruir, en solitario, la caminata de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, tanto en el consulado de España en Jerusalén como el doctor Liba me recomendaron que —dado lo peligroso de la zona del río Jordán, fronteriza con Jordania— acudiera a las autoridades policiales y militares judías, con el fin de explicarles mi proyecto y obtener así los imprescindibles salvoconductos. Pero vencí la tentación. Lo primero era lo primero…
Y, de pronto, el mar de Galilea se presentó a mi derecha. Aquel azul inmóvil, pintado de verde y bruma en sus lejanas orillas, me recordó que viajaba por los que, un día, fueron escenarios de buena parte de la vida terrena del Maestro. Y una contenida emoción encendió mi ánimo. Aquellos lares sí conservaban toda su pureza, todo el poder y todo el magnetismo de los campos, laderas, senderos o aguas por los que se había movido Jesús. Y me prometí buscar un respiro y descender de nuevo a las negras y pedregosas «costas» de aquel mar. Necesitaba respirar su brisa. Sentir los ligeros pasos del Maestro y el tímido chapoteo de las olas entre los guijarros de basalto.
Solimán me sacó de tan apacibles y reconfortantes pensamientos, señalándome el kibbutz Ginnosar, al borde del lago. Shelley Waschsmann, en efecto, me había informado que la mal llamada «barca de Jesús» —descubierta, como ya mencioné, a principios de ese año de 1986 por los hermanos Yuval y Moshe Lufan— había sido transportada hasta un pequeño museo, especialmente abierto y acondicionado en el kibbutz que ahora tenía ante mí. Allí deberá permanecer, por espacio de siete o nueve años, sumergida en una solución de cera sintética. El árabe, deseando complacerme, insistió para que nos detuviéramos en la granja-hotel que constituye el citado kibbutz, pasando a visitar el valioso bote. Una reliquia de inestimable valor arqueológico —no en vano se trata de la primera embarcación de los tiempos de Jesús hallada en el referido Kinneret o mar de Galilea—, pero que, desafortunadamente, los intereses crematísticos han catalogado ya como un nuevo motivo de peregrinación religiosa. Así se hace la Historia.
Fui terminante. Era preciso continuar. Mi objetivo era otro y muy distinto. El guía masculló unas ininteligibles palabras en árabe, demostrando su contrariedad con un bronco acelerón. Mi negativa —gracias al cielo— le mantuvo en silencio durante aquellos últimos 17 kilómetros. Ascendimos a buena marcha, siempre por la ruta 90, y, tras dejar a la izquierda Rosh Pinna, la nevada cumbre del Hermón en el horizonte me anunció la inminente proximidad de mi destino. Y los nervios, como una premonición, se desataron en mi estómago.
Solimán sonrió. Me indicó el lugar y redujo la velocidad. A los pocos minutos giraba a la izquierda, abandonando la carretera general e introduciendo el vehículo en una pésima pista que ascendía hasta las mismísimas puertas de aquel gigantesco «triángulo» isósceles.
Fue inevitable. Mi corazón presentía algo. Y las palmas de mis manos comenzaron a gotear.
Solimán, con un recuperado buen humor, rogó que esperase en el coche. Descendió con parsimonia y se encaminó al austero chamizo que hacía las veces de puesto de control. Un aburrido guarda nos recibió con curiosidad. Las visitas no debían de ser muy frecuentes en aquel apartado rincón de Galilea. Mucho menos, la de un supuesto turista extranjero que, además, llegaba en solitario. Ignoro lo que hablaron, pero a juzgar por los aspavientos del guía y las intermitentes e incisivas miradas que me lanzara el guarda, o fui tomado por un excéntrico millonario o por algo peor… Satisfecho el obligado ceremonial, el cetrino y espigado guarda —siempre sin quitarme ojo— procedió a levantar la pequeña barrera y a franquear el paso.
Solimán, visiblemente satisfecho, me extendió los tres tickets. Acto seguido penetró en la explanada que se abría ante nosotros. Eran las nueve de la mañana.
Leí los boletos sin terminar de creérmelo. En todos ellos —en el azul, el verde y el marrón— aparecía la misma tipografía: «National Parks Authority», y un nombre largamente acariciado: «Tell-HAZOR».
El Mercedes se detuvo. Sentí miedo. Allí, en el lugar más insospechado de aquella meseta, podía estar la clave del enigma. «Mira, envío mi mensajero delante de ti, MARCOS 1.2. Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0. El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.»
El criptograma, permanentemente instalado en mi memoria, sonó esta vez con un timbre especial. Me estremecí. ¿Encontraría allí lo que tanto ansiaba? Pero ¿qué era lo que buscaba?
El árabe me observó sin comprender. Mis dedos temblaban, y yo, con la vista fija en el horizonte, parecía atornillado al asiento.
—¿Le ocurre algo, señor?
No recuerdo haberle contestado. Y Solimán, intrigado, presionó mi brazo izquierdo, insistiendo:
—¡Señor…! ¿Se encuentra bien?
—¿Cómo?… ¡Ah! Sí —balbuceé al fin, saliendo de aquella especie de bloqueo mental.
Hice acopio de fuerzas y, decidido, abandoné el automóvil. Abrí mi inseparable bolsa de las cámaras y, buscando apaciguar tanta excitación, dediqué unos minutos a la revisión del equipo. El guía, curioso, me dejó hacer, pendiente de cada uno de mis movimientos. Colgué una de las máquinas del cuello y, tras comprobar el buen funcionamiento de la brújula, cinta métrica, medidor de pasos y otros artilugios, me situé frente a las ruinas. ¿Por dónde empezar? «Hazor es su nombre…». Sí, al fin estaba en Hazor. Pero ¿qué quería insinuar el mayor?
No tenía ni la más remota idea del tiempo que debería consumir en aquella exploración. Así que, con el firme propósito de gozar de una entera libertad de acción, hice ver a Solimán que mi visita podía alargarse y que lo más prudente era que organizara su jornada como creyera oportuno. Pero el guía se negó a moverse de su sitio. Me encogí de hombros y, dándole la espalda, avancé hacia el corazón del tell. Por lo que llevaba leído y estudiado, aquella pequeña colina artificial, de 40 metros de altitud en su zona más elevada, fue construida hace más de cinco mil años, desempeñando —a lo largo de su historia— un papel de gran importancia estratégica en el nudo natural de comunicaciones en que se hallaba enclavada. Por allí habían discurrido los caminos de Damasco a Megiddo y de Sidón a Beisán. La transparencia y luminosidad de aquel día permitían divisar, al oeste, las tierras azules del Líbano y, al este, las verdes laderas de las alturas de Golán. Pero mi objetivo —quizá— se encontraba allí mismo: en aquella meseta o plataforma que, a vista de pájaro, recordaba la figura de un descomunal y ocre triángulo isósceles, dominando una feraz campiña. A las puertas de las ruinas consulté algunas de las notas contenidas en mi cuaderno «de campo». Las respetables dimensiones de la ciudad-fortaleza me acobardaron: 470 metros de oeste a este y 175 de norte a sur, en su parte más ancha. Hacia el oeste —es decir, en el imaginario vértice del triángulo— la meseta pierde altura en sucesivas terrazas. Y todo ello sabiamente cercado por los restos de muros y fosos. En definitiva, un apretado y monumental conglomerado de restos arqueológicos que, según los expertos, pertenece a veintiún asentamientos humanos y, obviamente, a otros tantos y remotos períodos de la Historia[3]. Demasiado para mi escasa capacidad e información…
En este singular tipo de búsqueda —lo sé por experiencia— la disciplina y el método son de vital importancia. Conviene proceder con extrema calma, sin despreciar detalle alguno, por muy insustancial o pueril que pueda parecer. Y sin perder de vista tales premisas arranqué con lo que podría calificar como una inicial «toma de contacto» con el lugar. El molesto handicap, no me cansaré de insistir en ello, de no saber lo que buscaba, tensó aún más mis sentidos. Quizá la pista de las «alas» era el único y endeble apoyo en tan loca investigación. Y lentamente, como si una «fuerza» extrahumana hubiera congelado el tiempo, empecé aquella nueva fase de mi labor.
La oblicua luz de la mañana había despertado a un ejército de sombras, que corría perezosamente hacia el oeste. Y los amarillos, ocres y blancos del laberinto arqueológico fueron avivándose. Tomé el estrecho sendero arenoso que rodea la meseta por el acantilado norte, con los ojos y el corazón entregados a cuanto me rodeaba. Era el único visitante y ello me permitía una total libertad de movimientos.
«Hazor es su nombre…».
A primera vista, aquel caótico entramado de muros, patios, palacios semiderruidos, de columnatas segadas por la destrucción y los siglos, edificios públicos sin techumbre y de los restos a medio levantar del fortín helenístico, no parecía apuntar indicio o señal algunos que atraparan mi atención. Eran sólo piedras. Pilares y basamentos dormidos, importunados ahora, aquí y allá, por el monótono crujir de la arenisca bajo mis botas. Aquellos iniciales minutos de infructuosa búsqueda aceleraron mi ánimo. Debía conservar la calma. Y reanudé la lenta marcha, bordeando la fortaleza en todo su perímetro.
«… y sus alas te llevarán al guía».
El mensaje del mayor —¿o eran imaginaciones mías?— continuaba en primer plano, derramándose, con mi vista, en cada bloque de piedra, en cada esquina, en cada sombra…
Al filo de las diez horas, cuando estaba a punto de cerrar la primera gira de inspección, unas húmedas y toscas escalinatas, ubicadas en la cara este de la explanada y que se perdían en las entrañas de Hazor, me hicieron titubear. Unos carteles amarillos, en hebreo e inglés, anunciaban la entrada a un túnel. Y un soplo de esperanza me hizo temblar. Pero me contuve. Primero debía «peinar» la superficie de la ciudad-fortaleza.
Al recalar en el punto de partida consulté el medidor de pasos. La aguja marcaba 402. Aquel dato, la verdad, no revelaba gran cosa. Sumando los dígitos, en efecto, aparecía el misterioso «6». Pero ¿de qué me servía? Anoté esta y otras imprecisas observaciones y, tras inspirar profundamente, procedí al segundo «asalto». Solimán, a lo lejos, dormitaba en el interior del automóvil. Mentalmente dividí la fortaleza en tres sectores, adentrándome en el primero: en el situado al norte. Olvidando toda norma, me desentendí de los senderillos que zigzagueaban entre las ruinas, acomodándome a mis propios impulsos. Salté muros, acaricié las rugosas columnas, trepé a las demolidas casamatas y, sudoroso, busqué incluso desde lo más elevado de las paredes del fortín. Por fortuna, como ya señalé, Hazor se hallaba entonces solitaria y en silencio, y el puesto de control quedaba relativamente apartado. No había riesgo, al menos de momento, de que mi heterodoxa visita pudiera llamar la atención de los vigilantes.
«… y sus alas te llevarán al guía».
¿Sus alas? En mi creciente desconcierto llegué a imaginar que el mayor, en su hipotético deambular por aquella meseta, podría haber descubierto algún tipo de alineamiento o de figura geométrica que recordaran unas alas. Siempre con la brújula en la mano, cambié repetidas veces de posición, oteando el maremágnum de piedra. Fui incapaz de distinguir el menor vestigio. Ni las rudimentarias calles, ni el confuso trazado de la ciudadela, se parecían a lo que yo perseguía. Allí, las únicas «alas» eran las de mi recalentada imaginación. Descendí sobre el terroso pavimento, repitiendo la exploración a lo largo del segundo y tercer sectores. ¡Era desolador! Si el mayor había jugado con algún símbolo, restos de cerámica o estela funeraria, estaba claro que debía buscar en otra dirección. Las ruinas de Hazor, al menos lo que llevaba visto, eran sólo eso: unas ruinas desnudas, desprovistas de inscripciones, estatuas o ajuares, incapaces de arrojar un poco de luz. Y de pronto, sentado sobre una de las piedras, mientras pugnaba por recapitular, tuve un presentimiento. ¿Y si las fatigosas «alas» pertenecieran a algo que había sido desenterrado en Hazor y trasladado a Dios sabe dónde? Aquel flash, perturbador, me hundió en el desaliento. Y allí, humillado en mitad de unas remotas ruinas arqueológicas, fui memorizando lo que había visto y leído en la gruesa documentación bibliográfica sobre Hazor. En los tres años de excavaciones, los arqueólogos habían rescatado una miríada de objetos votivos, figurillas de deidades, centenares de vasijas, escarabeos egipcios —uno de ellos, incluso, con el nombre de Amenofis III—, relieves religiosos, máscaras litúrgicas, óstraca, la famosa estrella circunscrita (signo de la realeza hitita), formidables esculturas de leones y, en fin, hasta nueve massebot o estelas, una de ellas con dos enigmáticas manos en actitud de plegaria. Todo un arsenal perteneciente a 21 ciudades y períodos distintos. Y todo ello, si la memoria no me traicionaba, sin la menor relación con unas «alas». Ciertamente, aún quedaba mucho por revisar. Pero ¿y si no conseguía descubrir un solo motivo alado? ¿Y si las intenciones del criptograma se movían en otra dirección?
Me incorporé y, golpeando el muro con rabia, levanté los ojos al cielo, clamando por una pista. Estaba nuevamente perdido. La «respuesta», aunque una vez más no supe verla en esos críticos momentos, llegó sutil y puntual. Suspiré y, un tanto avergonzado de mi propio dramatismo, volví a sentarme. Encendí un pitillo y, sin saber por qué, caí de nuevo sobre el cuaderno de «campo». Releí las notas y, poco a poco, al tiempo que me serenaba, fui aproximándome a un comentario —subrayado en rojo— y que había copiado en España de una carta procedente de Munich. Su autora —M. Klein— escribía a propósito del enigma: «… Claro que, en principio, puede pensarse que Hazor se refiere más bien a un animal o personaje con alas. Por eso dudo un poco de su relación con la ciudad bíblica del mismo nombre. Sin embargo, podría ser también que cualquier figurita sacada de Hazor, y ahora en un museo, tuviera algo que ver con el asunto».
Evidentemente, no supe interpretar aquel «signo». Me llamó la atención, sí, la curiosa y oportuna «coincidencia» de ideas. Pero ahí quedó todo. En ocasiones, la excesiva autoconfianza o el estúpido engreimiento desembocan en rotundos fracasos. Aquel desmoronamiento, sin embargo, se esfumó a la par que el cigarrillo. Recompuse mis fuerzas y, como si allí no hubiera pasado nada, me alejé de la ciudadela en dirección este, dispuesto a intentarlo en el misterioso túnel que viera dos horas antes.
No es que sea muy practicante de la religión en la que fui educado, pero instintivamente, al poner el pie en el primer escalón, hice la señal de la cruz. La boca del túnel me sobrecogió. ¿Qué me aguardaba en aquellas profundidades?
La excavación practicada por Yadin —siempre respetuosa con los trazados primigenios— desciende en vertical. Se trata de un enorme pozo cuadrangular de poco más de 10 metros de lado, con una sucesión de rampas escalonadas, ganadas al terreno rojizo del tell por cada uno de los laterales del mencionado pozo.
Y muy despacio, con el corazón agitado, fui avanzando. Por mera precaución, antes de tocar el primer y húmedo peldaño, dispuse el Schritte (medidor de pasos), situando la aguja en el cero. La luz entraba sin dificultades hasta el fondo de la perforación, situado a unos doce metros de la superficie. El silencio era completo. Consulté la brújula en cada uno de los estratos, pero no advertí alteración alguna. Las paredes, cuidadosamente cepilladas por los arqueólogos, no presentaban tampoco otras evidencias o señales que no fueran las lógicamente derivadas de los trabajos de desescombro y de la humedad. De todas formas, dediqué un tiempo al examen de los diferentes cortes existentes en los muros. La experiencia fue nula. En el pozo no pude, o no supe, encontrar un solo detalle que encajara con el criptograma. Pero faltaba una segunda galería.
Al ganar el último de los peldaños me detuve. Frente a mí se abría un corredor de unos cinco metros de altura, pésimamente iluminado por algunos mortecinos y espaciados puntos de luz amarillenta. El túnel, ciertamente tenebroso, descendía hacia quién sabe dónde, en un brusco desnivel de 30 o 35 grados. Las paredes chorreaban humedad. Agucé el oído, intentando captar algún sonido. No fue posible. Sólo mi desacompasado ritmo cardíaco retumbaba en el pecho. Aguardé unos segundos, procurando que las pupilas se acostumbraran a la oscuridad. Pero no alcancé a distinguir el fondo del pasadizo. Fue entonces, al trastear en la bolsa del equipo fotográfico, en busca de una inexistente linterna, cuando reparé en el cuentapasos. A la luz del mechero, al tiempo que maldecía mi falta de previsión, procedí a desengancharlo del cinturón. La aguja se hallaba inmovilizada en 150 pasos. «¿Ciento cincuenta?», repetí en voz alta. El eco se propagó en la oscuridad. Sentí un escalofrío. La suma de los dígitos daba «6». Otra vez el misterioso número… ¿Cómo era posible? ¿Y si el steps-pas hubiera errado? Era dudoso. E, ilusionado con tan famélico dato, regresé por donde había bajado, contabilizando los escalones.
«… El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía». A la carrera, nervioso por confirmar la cifra, fui remontando las rampas, llegando a la superficie sin resuello. ¡Maldito tabaco!…
En efecto. No había error. Las escaleras sumaban 150 peldaños. Me dejé caer contra la barandilla que protegía el último de los vuelos de acceso al pozo y, mientras recuperaba el aliento, fui desgranando algunas hipótesis. Todas, cuando menos, se me antojaron retorcidas. ¿Es que debía asociar las «alas» con aquellas rampas escalonadas? ¿Podían conducirme al guía? ¿Era el «6» el número secreto de las plumas de las alas de Hazor?
Ahora, al recordar tamañas desventuras, no puedo por menos que sonreír. El mayor, casi con seguridad, había visitado las ruinas de Hazor. Sin yo saberlo, al manejar el cómputo de los peldaños, había acertado. Pero, absorto en el hallazgo, perdí de vista un factor, inherente al mayor y a sus enigmas: su natural inclinación al juego del despiste…
Admitiendo la forzada tesis de que tales rampas de tierra fueran las «alas» del «mensajero», y de que el número secreto fuera el seis, dichas escalinatas tenían que llevarme al «guía». Pero ¿quién o qué era el «guía»? ¿Me toparía con él en el subterráneo?
Sólo había una forma de salir de dudas.
En el fondo lo agradecí. Lo averiguado hasta ese momento en Hazor era tan poco relevante que aquella «luz» —o cualquiera otra, por muy pobre que hubiera sido— hizo el milagro de devolverme la esperanza. Me precipité escaleras abajo y, ansioso por penetrar en el túnel, poco faltó para que diera con mis huesos en tierra en uno de los resbaladizos tramos. El susto me hizo recapacitar. Tenía que proceder con cautela. En la boca de la segunda galería seguían reinando el silencio y una pastosa penumbra. Encendedor en mano caminé por el centro del túnel. La acusada pendiente resultaba incómoda y, prudentemente, me hice a un lado, pegándome al chorreante e irregular muro de la derecha. Fue una marcha lenta. Expectante. Con la frágil llama azul-amarillenta del mechero explorando cada centímetro cuadrado de piedra. Cada cuatro o cinco pasos cambiaba de pared, repitiendo la minuciosa operación de búsqueda. La abrupta bóveda del subterráneo tampoco revelaba inscripción o indicio alguno.
Sentí frío. La humedad aumentaba. Súbitamente, mientras revisaba uno de los muros a la luz del mechero, creí escuchar algo. Apagué la llama e, inmóvil como una estatua, esperé. El corazón había empezado a palpitar con violencia. Pero aquel fugaz y sordo sonido —algo así como un chapoteo— no se repitió. El fondo del pasadizo continuaba en tinieblas. Era difícil precisar sus perfiles y lo que pudiera albergar en lo más profundo. No voy a ocultarlo: una familiar sensación de miedo me hizo temblar las rodillas. Y unas gotas de sudor resbalaron por los costados. Peleé conmigo mismo, tratando de razonar. Allí, seguramente, no había nadie. Todo era fruto de la tensión. No salí muy convencido del lance. El instinto —más que la inteligencia— difícilmente se equivoca.
¿Qué hacía? ¿Continuaba avanzando o daba media vuelta, obedeciendo la lógica y natural inclinación a salir de aquel lugar?
Tragué la escasa saliva que me quedaba y, aceptando el imprevisto desafío, caminé sigilosamente, sin despegarme del muro derecho. Esta vez lo hice a oscuras. «Si se trataba de una falsa alarma —razoné con dificultad—, tiempo y oportunidad habría de repasar los paños de tierra que restaban por explorar».
Según mis cálculos, llevaba recorridos unos diez o quince metros, ignorando cuánto faltaba para la culminación del túnel. Siguiendo una vieja táctica, inspiré profundamente y repetidas veces, buscando apaciguar la frecuencia cardíaca. Lo logré a medias. Estaba seguro de haber oído aquel ruido. Esta idea, unida a las tinieblas y al silencio del recinto, habían hecho saltar mis alarmas.
El piso se hacía cada vez más resbaladizo. Procuré aferrarme a los pedregosos entrantes de la pared, no dando un solo paso sin antes tantear la solidez del inclinado pavimento. Cuando había ganado veinte o veinticinco metros, otro seco golpe llegó con nitidez. Ahora no había dudas. Era como si una piedra, o algo contundente, topara con un muro. Los escalofríos me recorrieron en oleadas. En un arranque accioné el mechero, al tiempo que lanzaba un inseguro: «¿Quién hay ahí?».
No hubo respuesta. Pero, coincidiendo con el encendido de la llama, dos nuevos golpeteos —más cercanos— me helaron la sangre. Ahora, y sólo ahora, rememorando la escena, se me antoja tragicómica. En aquellos instantes, consecuencia del miedo y de los nervios, en lo único que reparé fue en una acuciante necesidad de orinar. Obviamente me contuve.
Entorné los ojos y, forzando la vista, creí distinguir a no mucha distancia una informe mezcolanza de sombras verticales y horizontales. ¿Qué demonios era aquello?
La curiosidad —nunca he logrado entender la extremada fuerza de tal atributo— se impuso al miedo. Sin embargo necesité algunos segundos para mover las piernas. Con el brazo derecho tenso como un mástil, soportando el doloroso contacto con el recalentado mechero, seguí aproximándome a lo que intuía como el final del subterráneo. El silencio, de nuevo, era total. Un silencio cargado de presagios. Saturado por mi propio miedo.
¿Sombras estilizadas? ¿Sombras inmóviles, dibujando un incierto amasijo de líneas (?) verticales y horizontales? ¿O no estaban inmóviles? Estas interrogantes me acompañaron los últimos metros, al tiempo que —gracias al cielo— la pobrísima radiación de mi encendedor fue rompiendo la negrura. Me detuve. Paseé la diminuta luz a izquierda y derecha y, de improviso, recibí un fétido olor. Sujeté la mano derecha con la izquierda, en un esfuerzo por inmovilizar la llama. La candela osciló, agitada por algún tipo de corriente. A los pocos minutos descubría ante mí —a cosa de tres o cuatro metros— una rudimentaria y semipodrida valla de madera, que me cerraba el paso. Respiré con alivio. Ligeramente encorvado, todavía con los músculos en guardia, me situé frente a los listones que ponían fin a aquella zona del túnel. La barrera apenas si alcanzaba un metro de altura. Me asomé despacio y, al extender el mechero, comprendí. Sencillamente, había cubierto los treinta o treinta y cinco metros de un subterráneo que moría en una piscina o cisterna, inundada de una agua hedionda y verdinegra. En cuanto al enjambre de «sombras», no era otra cosa que un apretado bosque de palos y postes que apuntalaba la techumbre del cubículo a derecha e izquierda. No sabía si reír o llorar. El miedo me había jugado una mala pasada. E, incomprensiblemente, olvidé los extraños ruidos. La calma volvió a mí y, deseoso de proseguir la búsqueda, dediqué un tiempo a pasear arriba y abajo de la valla de seguridad, examinando las maderas. Todo era normal. Al otro lado, el declive del terreno concluía bruscamente. Semienterrados, distinguí cuatro relucientes y enormes peldaños de basalto que se hundían en la charca. El rudimentario sistema de iluminación no permitía ver más allá de dos o tres metros. En consecuencia, desconocía las dimensiones de la cisterna y lo que pudiera haber al otro lado de las primeras hileras de postes.
Era el momento de evaluar mi situación. Frente a la mugrienta valla, respirando las nauseabundas emanaciones del agua estancada, fijé la vista y los pensamientos en la negra incógnita que tenía ante mí. Busqué en la memoria. La verdad es que apenas si había leído gran cosa sobre aquella parte de las excavaciones en Hazor. Sin duda, se trataba de un antiquísimo sistema hidráulico, ideado para el abastecimiento de una ciudad-fortaleza que, como registra la historia, se vio sometida a diversos y prolongados asedios. Lo asombroso es que, después de tantos siglos, el agua siguiera llenando el fondo del subterráneo. Calculé el camino recorrido, estimando que podía hallarme a 25 o 30 metros de profundidad. Mi gran duda era si debía arriesgarme a continuar la marcha, explorando el resto del túnel. (Lo de «marcha» era un decir, claro. La cerca de madera estaba allí por algo). Experimenté un incómodo desasosiego. Pero lo atribuí al cúmulo de contrariedades que venía padeciendo. «¿Y si la clave del misterio estuviera más allá?». La tiranía del criptograma se dejó sentir por enésima vez. «¿Es que iba a tirar la toalla ante la primera seria dificultad que me cerrase el camino?».
La decisión estaba casi asumida cuando, en mitad de la oscuridad, oí un nuevo y misterioso golpe. Fue como un «plof». Prendí el encendedor y, al momento, descubrí el fatigoso avance de unas ondas en la superficie de la cisterna. Algo se había precipitado en las aguas. Y el miedo resucitó. Elevé la llama en un intento de visualizar el techo de la galería. Quizá se tratase de algún desprendimiento, tan habituales en túneles de esta naturaleza. La sola idea de un derrumbe me sobrecogió. Pero, al punto, al reconocer el rocoso y compacto techo abovedado, rechacé la ocurrencia. Entonces, si no era una piedra lo que acababa de agitar la piscina… El recuerdo de éste y de los golpes precedentes me acobardó. Como ya señalé, los había olvidado. En un santiamén, la imaginación se encargó de debilitar los escasos ánimos. ¿Y si la charca —cuya profundidad desconocía— ocultaba algún animal? Discutí conmigo mismo. Eso no era razonable. ¿Qué clase de bestia podría sobrevivir en una ciénaga así? Peores cosas había visto. Claro que cabía también la posibilidad de que, en el extremo oculto del túnel… Me autorrebatí sin miramientos. Eso no tenía mucho sentido. Si la galería continuaba, e incluso disponía de una segunda entrada, ¿por qué suponer que allí, en algún oscuro e incierto nicho del subterráneo, tenía que haber una guarida de perros o animales asilvestrados? Además —remaché con convicción—, ese o esos supuestos perros no habrían desaparecido bajo las aguas.
«… y sus alas te llevarán al guía».
¡Maldita sea! La curiosidad seguía minando mi sentido común. ¿Qué había al otro lado de la cisterna y del andamiaje de sustentación del túnel? Era menester aclararlo. Si retornaba a la superficie sin intentarlo, jamás me lo perdonaría. Y, lo que era peor, quizá perdiese la ocasión de despejar el enigma.
¡Al diablo con todo! Aseguré la bolsa de las cámaras contra mi espalda, situando la correa en bandolera y, pleno de coraje y de una insensata inconsciencia, salté la cerca.
El terreno, al filo de los peldaños de basalto, era fangoso. A derecha e izquierda, hundidos en el barro, se levantaban los primeros puntales de madera. Mi propósito era trepar por ellos y, con toda la precaución del mundo, deslizarme sobre los travesaños hasta el final de los mismos. En aquellos agitados instantes no vi una fórmula mejor para salvar la charca.
Mis manos se humedecieron al palpar los maderos de la izquierda. «Mal asunto», sentencié. A la luz del mechero inspeccioné las bases. Se hallaban deterioradas. Era de esperar. Aquel armazón, dispuesto por los hombres de Yadin, venía soportando un desgaste de treinta años. La humedad de la cisterna, implacable, lo había corrompido todo o casi todo. Examiné los clavos que soldaban los palos horizontales a los verticales. La mayor parte —corroída por el óxido— no ofrecía mucha seguridad. ¿Resistirían mi peso? Decidí verificarlo. Me apoyé con ambas manos sobre el travesaño más bajo, situado a cosa de ochenta centímetros del terreno, propinándole varios e inmisericordes empellones. La estructura se resintió, crujiendo amenazadora. Fue un aviso. Pero no todo terminó ahí. Amén de patinar peligrosamente sobre la curvatura del madero, al tercer o cuarto «embate» escuché un nuevo «plof». Esta vez, a mi derecha y muy próximo. Me revolví frenético. La única respuesta fue otra cansina serie de ondas circulares avanzando hacia mis pies y el silencio. Un silencio que secó mi garganta. El irritante misterio de aquellos golpes empezaba a encolerizarme. Descendí hasta el último de los escalones y, en cuclillas, acerqué la llama a las aguas. Fue inútil. La negrura era impenetrable. Agité la superficie con la mano izquierda y, al acercar los dedos a la nariz, un repugnante olor a podrido me echó para atrás. Permanecí pensativo y expectante, bregando con la oscuridad. Al poco, por mi izquierda, junto a uno de los postes ubicado a metro y medio, emergieron varias burbujas. Sentí cómo los vellos de la nuca se erizaban. No tuve valor para moverme. Aquellas burbujas, las únicas que había observado desde que llegara a la cisterna, confirmaron las iniciales sospechas. Allí abajo habitaba o se movía algo… Segundos después otro burbujeo, más intenso, delató la presencia del supuesto animal junto a la base del poste contiguo. Parecía alejarse hacia el interior de la charca. Temblando de miedo, hecho un ovillo sobre el húmedo peldaño, fui abriendo la cremallera de la bolsa, tanteando las máquinas. Si «aquello» —lo que fuera— asomaba entre las aguas, un oportuno flashazo me permitiría fotografiarlo y dejarlo temporalmente ciego… En caso de peligro, esa ceguera jugaría a mi favor. Los segundos transcurrieron tensos e interminables. Con los músculos agarrotados fui paseando la vista por la ciénaga, esperando que, en cualquier momento, la o las bestias irrumpieran en la superficie. De pronto caí en la cuenta de que me hallaba con medio cuerpo fuera del escalón, prácticamente sobre las aguas. ¿Y si el responsable de las burbujas buceaba hasta el filo de la piscina? La repentina y angustiosa idea pulverizó mi menguado valor. Y de un salto retrocedí hasta la valla. Un sudor frío, y el miedo, destilaban ya por los cuatro costados. Pero el túnel continuó en silencio. Nada alteró sus aguas. Y despacio, muy despacio, fui recomponiendo mi malparado ánimo. Los que me conocen un poco saben que, a estas alturas de la vida, sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésta fue una de esas ocasiones en la que maldije mi escasa fortaleza de ánimo.
Guardé la cámara fotográfica y, mascullando toda suerte de improperios contra mí mismo, avancé hasta el andamiaje de la derecha. Se habían terminado las inspecciones y el rosario de fantasías. «Aquí no hay y no pasa nada —fui repitiéndome mientras me asía a uno de los palos, emprendiendo la escalada—. Aquí sólo hay miedo…».
No me equivocaba en lo del miedo. En lo otro, desgraciadamente, sí.
¡Estúpido de mí! Jamás aprenderé. Los primeros movimientos fueron sencillos. Molestos y delicados ante lo resbaladizo de los troncos, pero de escasa dificultad. El entibado moría a unos cinco metros de la superficie de la charca. Tanteé varios de los travesaños horizontales, eligiendo uno de los más gruesos. Ante la presión de mi pie, gimió levemente. Pero soportó el peso. El largo madero, claveteado a los postes verticales, se hallaba a unos dos metros sobre el nivel de la ciénaga, perdiéndose en la profundidad del túnel. Aquella batería de postes y tablas, al igual que la que había sido plantada en el lateral izquierdo del subterráneo, formaba un intrincado laberinto de difícil acceso. Los troncos horizontales habían sido dispuestos a medio metro uno de otro, reforzados en el interior de la masa del andamiaje con decenas de estacas, apuntaladas en aspa. Intentar el avance por el centro de la estructura habría sido laborioso en extremo. Así que, en mi afán por ganar tiempo, elegí la cara externa: desnuda y vertical sobre las aguas. Frente a este podrido e improvisado «puente» —a cuestión de cuatro o cinco metros— corría paralela, como digo, la estructura de la izquierda.
Atrapé el mechero entre los dientes y, midiendo cada paso, probando palmo a palmo la integridad y resistencia del tronco al que me aferraba, fui avanzando. La humedad, conforme me adentraba en el interior de la cisterna, fue en aumento. Un moho negruzco envolvía la mayor parte de las maderas, deshaciéndose entre mis dedos y suelas. Tomé aliento y, al mirar hacia abajo, la mancha negra de las aguas y el recuerdo de las burbujas me estremecieron. Si alguno de los tramos cedía, mi situación podía ser comprometida. Espanté tan funestos presagios y, con los cinco sentidos en cada centímetro de la madera, reanudé la marcha.
Todo fue relativamente bien hasta que, a cinco o seis metros de la orilla, al sortear otro de los postes, los viejos golpeteos me helaron la sangre. Pegué la cara al madero y, conteniendo la respiración, escuché. Los ruidos, ahora, eran continuos. Encadenados. Muy cercanos. Y percibí cómo los vellos de mi cuerpo se erizaban a un tiempo. Tras unos segundos de indecisión, abrazado al poste con todas mis fuerzas, incliné la cabeza, buscando la charca. La oscuridad no me facilitó las cosas. No acertaba a comprender…
De pronto, algo golpeó la bolsa. Fue un impacto seco. Violento. Las piernas se doblaron y una dolorosa lengua de fuego se propagó por mi vientre. Clavé los dedos en la madera, aterrorizado ante la «agresión» y, sobre todo, ante la idea de perder el equilibrio y caer.
¡Algo se movía a mi espalda, pateando y arañando la bolsa de las cámaras! Era pesado y topaba violenta y anárquicamente contra mis riñones. El pánico bloqueó la garganta. No podía volverme. Ignoraba lo que se revolvía a mis espaldas y, aunque el instinto me ordenaba soltar una de las manos y defenderme, la posibilidad de resbalar y precipitarme en las aguas fue más poderosa. En aquellos eternos segundos noté cómo el animal se asomaba al filo de la bolsa, desequilibrándome. Y, ciego por el pánico, comencé a agitarme, balanceando el equipo a derecha e izquierda con histérica desesperación. En los primeros vaivenes, la «cosa» debió de clavar las garras en el cuero, resistiendo, imperturbable, las violentas oscilaciones. A la quinta o sexta convulsión, la bolsa recobró su peso habitual. El animal, sin duda, había saltado.
Al aminorar la tensión, las fuerzas cayeron en picado. Tuve que abrazarme al madero, temblando de pies a cabeza. Los escalofríos y aquel miedo cerval habían hundido los dientes en el encendedor, perforando el plástico. Cerré los ojos, luchando por reprimir la agitada respiración. Pero los golpes continuaban a mi alrededor, quebrando el silencio del túnel y los desordenados intentos de serenarme. Me sentía impotente. Incapaz de avanzar o retroceder. Mi obsesión en tan dramáticos momentos era que otro u otros animales pudieran precipitarse sobre mi cuerpo. Evidentemente, los impactos en el agua eran provocados por aquellos «invisibles» seres.
No sé cuánto tiempo permanecí aferrado al poste, acobardado e indefenso. Sólo cuando los topetazos decrecieron, haciéndose más espaciados y distantes, la lucidez volvió a mí. Tenía que actuar. No podía atascarme en lo alto del andamiaje, sin saber a qué atenerme y con la permanente amenaza de una caída en unas aguas infectadas de Dios sabe qué criaturas.
«Sí, lo primero, antes de adoptar una decisión, es iluminar mi entorno».
El miedo —quien lo haya padecido sabrá comprenderme— tiene estas y otras absurdas consecuencias. Uno habla solo. Y yo empecé a dialogar conmigo mismo, con la voz quebrada, en un fervoroso deseo de «sentirme acompañado».
«… ¡El mechero! Claro…».
Pero el mecanismo no respondió.
«¡Dios!… ¿Qué pasa?».
Uno, dos, tres golpes a la ruedecilla dentada. Era inútil. Me abracé de nuevo al pestilente y húmedo madero y, a tientas, abrí al máximo el paso del gas. Los estériles fogonazos habían multiplicado los golpes y los chapoteos en la ciénaga.
«¡Vamos, vamos!».
Al segundo o tercer intento, una larga y trepidante llamarada —al fin— brotó impetuosa ante mis ojos. Y con el pulso tembloroso y desarmado levanté la candela por encima de la cabeza, hacia los travesaños superiores. El túnel se iluminó. Al instante, al descubrir lo que bullía sobre los palos y maderos, los cabellos y la piel se tensaron como agujas. El pavor y la repugnancia me hicieron vomitar. Pensé que iba a desmayarme. Y en un supremo intento por conservar el sentido, golpeé mi frente contra el puntal…
Aquella reacción me salvó momentáneamente. Con un agrio sabor, sin poder controlar los temblores que me sacudían como un muñeco, me oriné de miedo. Nunca me había ocurrido. Lo confieso.
Con los ojos espantados aproximé la llama al palo horizontal que descansaba a medio metro de mis erizados cabellos, profiriendo un desgarrador: «¡Fuera!…».
El aullido, más que grito, y la proximidad del fuego surtieron efecto, y decenas de ratas que pululaban y se amontonaban en el entibado de la galería treparon y huyeron en todas direcciones, empujándose y cayendo a la ciénaga.
Eran ratas grises. Muchas de ellas enormes como gatos, chorreantes y con sus repulsivos pelajes inhiestos como púas.
Entre escalofríos fui dirigiendo la llama arriba y abajo, a derecha e izquierda, tratando de averiguar el número de las que se retorcían y circulaban veloces por los postes cercanos. Imposible calcularlo. Quizá fueran más de un centenar.
Es curioso. El instinto de conservación tomó las riendas y, mientras agitaba el amenazante brazo derecho, una atropellada secuencia de posibles soluciones desfiló por mi cabeza. Lo más sensato era retroceder y escapar de allí. En alguna ocasión había leído algo sobre tales roedores y sabía de su voracidad, inteligencia y capacidad destructora. También es cierto que raramente atacan o se enfrentan a un enemigo superior. Pero ¿cómo saber si aquella colonia reaccionaría así? ¿Y si estaban hambrientas?
La enloquecida dispersión de los núcleos más próximos me tranquilizó a medias. Estaban tan aterrorizadas como yo, aunque no podía fiarme. Algunas, quizá las más viejas, fueron a refugiarse en lo más intrincado del bosque de palos, desapareciendo en las tinieblas. Otras, en cambio, a prudencial distancia del fuego, se revolvían nerviosas, agitando sus peladas colas en el vacío y levantando los puntiagudos hocicos en actitud dudosa. Sus uñas y dientes destellaban a cada movimiento, llenándome de pavor. Varias de las ratas —no supe nunca si las más audaces o hambrientas— se atrevieron a cruzar por el poste horizontal más próximo y paralelo al que me servía de asidero. Centímetros antes de llegar a la altura de mis ojos, frenadas por las temblorosas acometidas de la llama que sostenía entre los dedos, daban media vuelta o se sentaban sobre sus cuartos traseros, orientando los sanguinolentos pabellones auditivos hacia el anárquico ir y venir del mechero. Desafiantes, como digo, algunas llegaban a aventurarse por el travesaño, corriendo veloces frente a mi rostro. En una de las ocasiones, medio enloquecido, acerté a golpear con los nudillos en el espeso pelaje de uno de los animales. Y el fuego prendió en el vientre. La rata se revolvió y, entre chillidos, lanzó una dentellada a la zona incendiada. El dolor la obligó a buscar el poste vertical más cercano y, enroscando la cola en el madero, descendió veloz hacia la charca. El siseo del fuego al contacto con el agua y una pequeña humareda pusieron punto final al lance. Sin poder reprimir la angustia, estallé en un nuevo y prolongado grito que provocaría otro precipitado alejamiento de los roedores. Con asombrosa habilidad, saltando por encima de sus congéneres, muchas de las alimañas, ayudándose siempre de las colas, tomaron el camino de la ciénaga, corriendo postes abajo hasta zambullirse en las aguas.
Algo reconfortado (?) por mi pequeño triunfo, deslicé la mano izquierda por el palo vertical y, en cuclillas, intenté iluminar la piscina. Por debajo de mis pies, en los maderos, gracias a Dios, no distinguí ninguno de los escurridizos y negros bultos. La cloaca, en cambio, parecía un hervidero. Las ratas grises, resistentes nadadoras, se dirigían veloces hacia la orilla y el entablado de la izquierda. Si caía al agua podía darme por muerto…
Y obedeciendo al instinto de conservación, empecé a retroceder, a la búsqueda de tierra firme.
«Hazor es su nombre…».
Nunca lo he asimilado. ¿Cómo un hombre atemorizado puede doblegar su natural inclinación a huir y, en cuestión de segundos, enfrentarse a lo que le acobarda? Quizá ésta sea una de las maravillosas paradojas de la condición humana…
La cuestión es que, cuando apenas llevaba recorridos unos metros, la «fuerza» que siempre me acompaña resurgió en mí. Y las frases del criptograma se entremezclaron con otros no menos violentos reproches.
«… y sus alas te llevarán al guía».
«No, no puedo abandonar…».
«… El número secreto de sus plumas…».
«¡Sólo son ratas!».
«… el que ha de preparar tu camino».
«¡Es preciso luchar!».
¡Maldición! Mi ánimo, muy a pesar mío, empezaba a fortalecerse. Las ratas, al menos de momento, no habían dado muestras de agresividad. Quizá pudiera alcanzar el otro extremo del subterráneo. Pero el miedo, tan sólido como el deseo de ganar la cara oculta de la galería, me hizo dudar.
«¡Decídete! Si al menos tuviera algo con que defenderme…».
No tenía más remedio que apagar el mechero. La cápsula metálica abrasaba. Pero la sola idea de la oscuridad, rodeado de aquel ejército de ratas, me estremeció. Recordé el cuaderno «de campo». Sí, aquello podía servir. Sus estrechas y alargadas hojas darían un respiro al encendedor.
Arranqué varias de las páginas en blanco y, retorciéndolas, improvisé una antorcha. Estaba decidido. Sujeté el providencial bloc a mi cintura, hundiéndolo en parte sobre el vientre, y, en otro arrebato, me precipité hacia el interior del túnel. Debía actuar con celeridad. Aquella frágil «tea» no duraría mucho. El fuego devoraba el papel y yo seguía ignorando la profundidad del entibado. Entre escalofríos, aferrado al palo horizontal con la mano izquierda y repartiendo las miradas entre el poste sobre el que caminaba, las inquietas ratas y el fuego, conseguí avanzar una docena de pasos. En parte por liberar la tensión y el pánico y también para ahuyentar a los habitantes del subterráneo, acompañé los movimientos de otros tantos y sonoros aullidos que hicieron enloquecer al eco, multiplicando las carreras de las alimañas y los chapoteos en la ciénaga.
Resistí la proximidad del fuego hasta que, a escasos milímetros de los dedos, el calor me hizo soltar la antorcha. Las tinieblas se precipitaron sobre el lugar. Arrecié en los gritos, mientras, torpemente, preparaba una segunda tea. La aparición de la lumbre no apaciguó el frenético bombeo del corazón. Mi pecho se agitaba violentamente. Escruté los palos inmediatos. Las ratas, cada vez más alteradas, habían dejado de huir, amontonándose convulsas y chillonas a tres o cuatro metros por delante de mí. Otras retrocedían, evitando los travesaños sobre los que me encontraba. Grité con más fuerza, protegiendo mi cuerpo con el fuego. No entendía aquella peligrosa detención y vuelta atrás de los roedores. ¿Por qué no escapaban hacia lo más profundo de la galería? La respuesta estaba frente a mí. Confuso y pendiente de las ratas, no lo comprendí hasta chocar casi con ella.
En uno de los avances de la tea creí verla. Sí, ahora estoy seguro. El resplandor amarillento la iluminó fugazmente. Pero sólo cuando el pie izquierdo fue a topar con ella, el presentimiento se hizo realidad. La más decepcionante de las realidades.
«¡Oh, no!».
Palpé incrédulo. La rugosidad de la roca fue demoledora. Allí mismo se secaron las fuerzas y la última gota de esperanza. El túnel finalizaba en una pared cementada, lisa y desnuda. Atónito, moví la tea a diestra y siniestra, buscando un hueco, un pasadizo, una continuación de la galería. Imposible. Los únicos orificios eran los practicados por los trabajadores de Yadin a la hora de perforar el subterráneo con los maderos de sustentación. Unos boquetes que las ratas se habían encargado de ensanchar, acondicionándolos como madrigueras. El crepitar del fuego, chamuscándome los dedos, me hizo reaccionar. Las brasas escaparon de mi mano y el silencio, las tinieblas y la desolación se abatieron sobre mí. Por un instante había olvidado dónde me hallaba. El sentimiento de frustración era total.
¡Qué estupidez la mía!
Ya sólo cabía volver. Deshacer lo andado. Antes, claro, era preciso salvar aquella veintena de metros, sobre unos maderos semipodridos, resbaladizos e infectados de ratas…
La sensación de inutilidad fue tan profunda que —digo yo— durante los primeros minutos eclipsó al miedo. Maquinalmente arranqué las postreras hojas del cuaderno, incendiándolas. La fortuna no estaba de mi lado. Al tantear en el pantalón, con el fin de guardar el mechero, éste se escurrió entre los mojados dedos, cayendo a la ciénaga.
«¡Mierda!».
Fue la gota que colmó mi indignación. ¿Cómo iba a cruzar la estructura de madera? Sin la protección del fuego, los roedores podían abalanzarse sobre mí… Y un copioso sudor bañó las sienes. Contemplé la oscilante llama como hipnotizado. Apenas si tenía antorcha para uno o dos minutos. Sin embargo, el miedo vino a sacudirme.
Aún quedaban hojas en el cuaderno «de campo». Pero ésas —repletas de anotaciones— eran sagradas. Pensé en sacrificar la cazadora o la camisa… Afortunadamente reparé en otro elemento, de más fácil y cómodo manejo. Trasladé la tea a la mano izquierda y, sin pérdida de tiempo, me apoderé de uno de los rollos de película. Atrapé la cola entre los dientes y tiré del chasis. Al segundo golpe, el metro y medio de negativo quedó al descubierto, culebreando entre las piernas.
Debía trabajar con precisión. Sin demoras. Caminé hasta el poste vertical más cercano y, antes de que la endeble antorcha se agotara, envolví chasis y película en las agonizantes llamas. El velado Tri-X se retorció, desprendiendo un penetrante e intoxicante olor.
Las ratas, desorientadas por el súbito cambio de dirección del fuego, se apelotonaron sobre los mástiles por los que debía cruzar. Dudé. Era preciso apartarlas. Gané otro par de pasos sobre el crujiente travesaño, hostigándolas con el fuego y los gritos. Algunas huyeron. Otras, confusas e irritadas, plantaron cara o empezaron a girar sobre sí mismas, como enloquecidas. Temiendo lo peor, eché mano del pañuelo e, incendiándolo, lo arrojé con los restos de la antorcha sobre las más cercanas. El trapo y las pavesas se derramaron entre las ratas, provocando una desbandada. El camino quedó libre.
Las verdiazules lenguas de fuego del film seguían su lento y trabajoso ascenso.
Tres, cuatro nuevos pasos.
Me hice con dos rollos más y, al tiempo que barría el madero con el inflamado Tri-X, vigilando a los roedores y procurándome un mínimo de visibilidad, fui jalando y preparando un segundo film.
… Seis, siete pasos más.
Me detuve. Me faltaba el aire. Prendí la siguiente película y, cuando me disponía a cubrir el tramo final, el poste crujió bajo mis pies, cediendo e inclinándose. Fue casi instantáneo. La película escapó de entre mis dedos, hundiéndose en la ciénaga con un tramo del travesaño. Instintivamente, al percibir el desplome del madero, me aferré al poste superior.
«¡Jesús!».
No pude articular una sola palabra más. El terror anudó mi garganta. Colgado y balanceándome bregué por izarme hacia el salvador travesaño. Otro siniestro crujido me descompuso. Temeroso de que se quebrara, opté por avanzar, valiéndome de las manos y del impulso del cuerpo en el vacío. El siguiente poste vertical no se hallaba muy lejos. Si lograba alcanzarlo, suponiendo que los restantes maderos horizontales no hubieran sufrido la misma suerte que el anterior, podría asentar de nuevo mis pies y recuperar el pulso. Gimiendo, resoplando y rezando para que el húmedo poste no se viniera abajo, fui palmeando sobre la madera, con los dedos crispados y pringosos de moho.
«¡Dios mío, ayúdame!».
En uno de los vaivenes, los pies tropezaron con el ansiado poste.
«¡Ahí está!… ¡Un poco más!».
Las fuerzas flaqueaban. Tenía que llegar. Contuve el aliento y, apretando las mandíbulas, gané un nuevo palmo. Pero inesperadamente los dedos pisaron una nervuda y fría pata. Creí morir. Despegué la mano derecha y, en una reacción animal, adelantándome a un posible ataque, tensé los músculos, izándome a pulso hasta tocar la base inferior del madero con el cráneo. No sé de dónde saqué las fuerzas y el coraje. Y entre convulsiones, aullando de rabia y pánico, golpeé la oscuridad con el puño cerrado. Una de las descargas alcanzó de lleno a la rata, arrojándola al vacío. Tuve el tiempo justo de agarrarme al travesaño, que osciló peligrosamente al aflojar la tensión.
El negro bulto cayó como un plomo, yendo a estrellarse contra mi bota izquierda. Y, ágil y precisa, hundió las uñas en el material, manteniendo el equilibrio sobre el empeine.
«¡Oh, no!».
Lancé un alarido, pateando las tinieblas. Pero la rata, tan grande como mi pie, resistió las embestidas. Si aquella bestia trepaba por el pantalón no tendría más remedio que soltarme del poste…
Un hielo acerado subió por mi columna vertebral. Podía sentir las uñas perforando la bota. Y noté cómo la pierna izquierda, agotada, perdía fuerzas. La mente se negó a pensar. En segundos me había transformado en un loco salvaje e irracional, dominado por el pavor. Me convulsioné, escupí y pateé a la rata con la bota derecha, inundando el túnel con una catarata de gritos y maldiciones. Medio aplastado, el animal cedió, cayendo finalmente a las aguas. Y presa de una inenarrable desesperación «volé» casi hasta el madero vertical. Y a gatas, ajeno a toda precaución, gimiendo y aullando, me deslicé por el travesaño horizontal sin el menor sentido de la orientación y del punto al que me dirigía.
Segundos después chocaba violentamente contra otro de los postes. Sólo recuerdo que, conmocionado, perdí el equilibrio. Y la temida imagen de la ciénaga me acompañó en la caída.
Puede parecer pueril. El caso es que siempre he creído en la proximidad del «ángel de la guarda». Y en aquella ocasión, con más razón.
Fue el frío lo que me despabiló. Al recuperarme del topetazo me encontré boca abajo, con el rostro semihundido en el barro. Intenté incorporarme, pero la correa de la bolsa y un agudo dolor en la frente me retuvieron en la misma postura.
«¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba?».
Moví las piernas y me asusté. Parte del cuerpo se hallaba sumergido en la charca.
«¡Oh, Dios!».
Ahora lo entendía. Rememoré la escena de la rata, la enloquecida carrera sobre el travesaño y el golpe final. La Providencia, al quite, había permitido que cayera al borde de la ciénaga, junto a los escalones de basalto.
Me arrastré fuera del agua y, a trompicones, pasé al otro lado de la cerca. Estaba empapado, sucio de lodo y, lo que era peor, abatido. Caminé como un autómata, remontando la pendiente del subterráneo y no me detuve hasta que, en el fondo del pozo, la tibia luz del día me bañó de pies a cabeza. Me deshice del equipo, contemplando las ropas con desolación. El dolor seguía latiendo en mi cabeza, aunque no era lo que más me preocupaba. Me recosté contra la pared y cerré los ojos, dejando que el sol templara los nervios. Poco faltó para que rompiera a llorar. Todo había sido en vano. Había arriesgado la vida… por nada. Allí, en aquel infierno, sólo había descubierto —una vez más— mi enorme torpeza y una ilimitada capacidad de miedo… El enigma, el mayor y el Destino acababan de burlarse de mí. Descorazonado, sin ánimos para revisar siquiera las cámaras fotográficas, inicié una cansina ascensión por aquellos malditos e imborrables 150 peldaños. Jamás volvería a Hazor. Jamás…
Pero la intensa jornada no estaba terminada.
En las ruinas reinaba la paz. Una calma que yo había perdido. Bebí ansioso de la fresca brisa que bajaba del Hermón y, al pie de los carteles que anunciaban el túnel, levanté los ojos hacia el celeste de los cielos, agradeciendo que, después de todo, el buen Dios y sus «intermediarios» hubieran sido misericordiosos.
La plegaria no duró mucho. Los dígitos del reloj —marcando las 13.30 horas— me recordaron que debía regresar. Había perdido la noción y la medida del tiempo. A lo lejos, en el vértice del triángulo arqueológico, un grupo de colegiales, alborozados y parlanchines, visitaba la ciudadela. Me estremecí ante la posibilidad de que los niños penetraran en la galería y cometieran la travesura de saltar la valla de madera. E irremediablemente, a la vista de los muchachos, mis pensamientos volaron junto a mis hijos.
El Mercedes se hallaba cerrado y solitario. Solimán, aburrido quizá por las cuatro horas y media de espera, había desaparecido. Más sereno, aproveché para poner en orden mis cosas. Me descalcé, examinando la bota izquierda. El material, en efecto, aparecía perforado en diferentes puntos. Me negué a recordar. Traté de escurrir la mitad inferior de los pantalones, pero, sin desprenderme de ellos, era casi imposible. El resto del equipo, excepción hecha del cuaderno «de campo», no parecía haber sufrido en demasía. Deposité el calzado y los calcetines en el techo del vehículo y, reclinando la espalda en uno de los muros, fui a sentarme en el caldeado suelo de Hazor. El hematoma en la frente empezaba a hacerse ostensible. Me contemplé de abajo arriba y el viejo sentimiento de frustración vino a mezclarse con el asco. Apestaba.
Sin proponérmelo, encarado al sol, caí en la tentación de analizar cuanto llevaba recorrido e investigado. El enigma continuaba virgen, distante y sellado. No había ganado un solo paso. Al contrario. Todo estaba consumado. Perdido. No me sentía con ganas de proseguir ¿Para qué? Hazor era un fracaso. Aquéllos, sinceramente, fueron los minutos más decepcionantes de toda mi aventura en Israel.
Estaba decidido. Retornaría a Jerusalén y, sin más demoras, tomaría el primer vuelo a España. Me daba por vencido. Pero el Destino, evidentemente, tenía otros planes.
—¡Hombre de Dios! ¿Dónde se había metido?
La gruesa voz del guía, a mis espaldas, me arrancó providencial, aunque sólo temporalmente, de la oscuridad de tales ideas.
Al volverme, Solimán frunció el entrecejo.
—¿Qué le ha pasado?
Me incorporé, tratando en vano de disimular mi lamentable aspecto. Boquiabierto, me miró de hito en hito. Y mudo por la sorpresa, señaló mis pies desnudos, interrogándome con la mirada. Me encogí de hombros y, sin demasiado entusiasmo ni detalles, insinué que había sufrido un estúpido accidente en el fondo de la galería.
La cetrina tez del nazareno se distendió, dando paso a una sonrisa de complicidad. Sus negros ojillos chispearon. No comprendí. Y haciéndome un gesto con la mano, me invitó a regresar al automóvil. Me calcé en silencio y, una vez en el interior del Mercedes, el perspicaz árabe me tendió unas mandarinas. Las devoré.
Solimán esperó unos segundos. Me observó sin el menor pudor y, cuando lo estimó conveniente, me preguntó en tono conciliador:
—¿Qué busca usted realmente…?
Mi esquiva mirada y el embarazoso silencio me delataron.
—Quizá yo pueda ayudarle —terció con habilidad.
Sonreí para mis adentros. ¿Cómo podía hacerlo?
—Otros, antes que usted —presionó—, también lo han intentado.
Esta vez le miré de frente.
—¿Otros?… ¿Cuándo?
Había caído en la trampa. Solimán, satisfecho, se arrellanó en el asiento, respondiendo con otra interminable sonrisa.
—Pero ¿de qué me habla? —repliqué en un pésimo y tardío esfuerzo por rectificar.
Separó la mano izquierda del volante y, señalando las ruinas con el índice, sentenció:
—La leyenda habla de un tesoro oculto en las entrañas de Hazor.
Aquello era nuevo para mí. Le animé a continuar.
—En la época helenística, el fortín fue reconstruido, y su guarnición, testigo de la batalla de Jonatán contra Demetrio II. Pues bien, los supervivientes, al parecer, enterraron el botín en algún lugar de la meseta…
Con una sonora carcajada corté sus explicaciones. No pude evitarlo. Me excusé y, negando con la cabeza, le hice ver que desconocía el asunto y que, precisamente, no era un tesoro lo que perseguía. Al menos, un tesoro de aquella naturaleza…
—¿Entonces…?
Suspiré con desaliento. Le lancé una breve e inquisidora mirada y, tras unos segundos de reflexión, me dejé llevar. ¿Qué podía perder?
—Tiene razón, Solimán. Busco algo…
Atento, asintió con la cabeza.
—Busco algo que no he sabido descubrir. Algo que ha pertenecido o pertenece a Hazor… Algo que tiene alas…
El hombre enmudeció. Por un momento creí que me tomaba por un loco.
—¿Alas, dice usted?
Sin esperar respuesta, se enfrascó en nuevas meditaciones. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué guardaba silencio? ¿Es que había algo? Era increíble. En décimas de segundo, un chispazo de esperanza volvía a ponerme en tensión, arrinconando mi aún caliente fracaso.
Aguardé nervioso. Pero el árabe no pestañeó. Eché mano de la cartera y, antes de que abriera la boca, le mostré un billete de cien dólares.
—Si me ayuda a encontrarlo —le anuncié con vehemencia—, si me dice dónde hallar un ídolo, una pintura, una piedra…, no sé…, algo que presente unas alas, esto será para usted.
Giró la cabeza lentamente. Examinó el dinero con avidez y, saltando del coche, tartamudeó:
—¡No se mueva!… ¡Espere aquí!
Atónito, le vi correr y desaparecer en dirección al puesto de control. Abandoné el automóvil y poco faltó para que saliera tras él. ¿Le había ofendido? ¿Por qué aquella violenta reacción? Me eché a temblar. La espera se prolongaría durante una irritante e interminable hora. En ese tiempo tuve oportunidad de fraguar toda serie de hipótesis. Lo más curioso, sin embargo, es que mi aparente firme propósito de abandonar la empresa se hubiera disipado en un abrir y cerrar de ojos. Nunca he conseguido comprender mis locas contradicciones…
Solimán apareció al fin por la empinada rampa de acceso a las ruinas. Venía a la carrera. Sudoroso, jadeante y pletórico se introdujo en el Mercedes. Le imité y, sin mediar palabra, arrancó, dirigiéndose a la zona de salida. Le vi tan ensimismado que no tuve valor para interrogarle. Ardía en deseos de hacerlo, pero su mutismo me coartó.
Conducía de prisa. Nervioso. Cruzamos ante la garita de control como una exhalación, sepultando al guarda en una blanca nube de polvo. El chófer, impertérrito, desvió la mirada hacia el espejo retrovisor, esbozando una pícara sonrisa. Al volverme distinguí la airada figura del funcionario, agitando sus larguiruchos brazos entre la masa de polvo y tierra.
Minutos más tarde, Solimán abandonaba la carretera general, aparcando frente a un moderno y funcional edificio de una planta, alejado poco más de un kilómetro del tell.
—¿Y bien?
Por toda respuesta, el hermético guía alzó sus manos en dirección al edificio, exclamando:
—El museo de Hazor.
¡Santo cielo! Lo había olvidado. Esta vez fui yo quien corrí hacia las puertas de cristal, dejándole plantado. ¿Cómo no había caído mucho antes? Allí, con seguridad, me esperaba la solución al criptograma.
«Hazor es su nombre…».
Temblando de ansiedad irrumpí en el recinto. Al verme, el portero, un hombre entrado en canas, sonrió. Obviamente, estaba al tanto de los manejos de Solimán. Porque al hacer ademán de abonar el obligado ticket de entrada, señaló hacia el Mercedes, reforzando su ancha sonrisa y franqueándome el paso.
—Comprendo —le correspondí—. Gracias…
Lancé una atolondrada ojeada a mi alrededor. La planta baja, que hace las veces de vestíbulo y recepción, apenas contenía una docena de piezas y varias fotografías aéreas de las excavaciones.
—¡Calma! —me ordené con severidad—. ¡Mucha calma!
El examen tenía que ser minucioso. Merodeé en torno a las tinas y restos de cerámica, pero no advertí nada de particular.
«… y sus alas te llevarán al guía».
Concentrado en la búsqueda necesité unos minutos para reparar en lo anómalo de aquella situación. El guía, incomprensiblemente, no se había movido del coche. Le observé a través de los ventanales. No parecía tener intención de salir del automóvil. Era muy extraño. ¿Es que todo su descubrimiento consistía en el traslado al museo? No, no era lógico. Podría haberse ahorrado las carreras, conduciéndome sencilla y directamente al lugar. Por otra parte, si sabía algo, ¿por qué tanto mutismo? ¿O es que no le interesaba la sustanciosa propina? Tentado estuve de reunirme con él e interrogarle. La verdad es que, con las prisas y la excitación del momento, no le había concedido la oportunidad de explicarse. Sin embargo —argumenté con cierto enfado— lo normal es que me hubiera seguido hasta el edificio.
La curiosidad se impuso y, olvidando el incidente, me dirigí a las escalinatas que conducen a la parte superior: al museo propiamente dicho. Poco después lamentaría este nuevo error.
La espaciosa y única sala se hallaba desierta. Inmóvil al pie de la escalera, con el pulso acelerado, quise abarcarlo todo en un segundo.
«¡Calma!», me repetí, mientras el sentido común forcejeaba con una devoradora curiosidad.
«… el número secreto de sus plumas es el número secreto del guía».
Presentía que la clave del enigma estaba a mi alcance. Casi podía olfatearla… ¿O era mi ansiedad?
Aunque seguía careciendo de información respecto a la naturaleza del «mensajero Hazor», algo en mi interior me decía que, nada más verlo, lo reconocería. Así que, de puntillas, fui asomándome a las vitrinas. Cerámica rojiza de diferentes períodos, puntas de flecha… Nada de aquello contenía el mensaje que necesitaba.
Fui rodeando la estancia, desechando los innumerables cántaros, escudillas, telares, mesas de libaciones de basalto y las pesadas ruedas de molino, utilizadas en la antigüedad para prensar el grano.
Al llegar a un grupo de estatuas, igualmente basálticas, contuve la respiración. Examiné unos negros leones tumbados, esculpidos en pesados bloques prismáticos, todos ellos —como el resto del museo— extraídos en las excavaciones de Hazor. La forma de las melenas guardaba cierta semejanza con las de un cuerpo emplumado. Pero las figuras carecían de alas. Saltaba a la vista. Aquello no eran plumas. No obstante, obsesionado, me entretuve en contar las que adornaban una de las monumentales cabezas. El número —205— no me sirvió de mucho. Retrocedí un par de metros, buscando alguna secreta «lectura» en la disposición del conjunto. Tuve que rendirme. Mis ánimos, sin embargo, no decayeron. Tenía que ser paciente.
Consulté mis notas.
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
A pesar de saberme el criptograma de memoria, a pesar de haberlo descompuesto y desguazado durante cientos de horas, lo intenté una vez más. La palabra «mira» —siempre desde el hipotético punto de vista del autor— podía encerrar un significado puramente literal: mirar o fijar deliberadamente la vista en un objeto. Claro que, según otra acepción del diccionario, también quería decir «reflexión en un asunto antes de tomar una resolución». Cualquiera de ellas era válida. ¿Insinuaba el mayor que debía concentrar mis cinco sentidos en «algo» denominado Hazor u oriundo de Hazor? ¿O, por el contrario, se trataba de una advertencia o una invitación a la meditación?
El instinto no titubeó, inclinándose por lo primero. Hazor tenía que ser «algo». Y «algo» sólido, visible, susceptible de ser medido y contemplado.
«… y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Alas? Ahí estaba el problema. Si aceptaba el término en su sentido natural, lo lógico era pensar en un ser alado. Pero ¿en cuál? ¿En un animal? ¿En un dios? ¿En un hombre o una mujer? ¿En un símbolo?
En cambio, si me ajustaba al segundo significado —«fila o hilera»—, el dilema se envenenaba. Las ruinas no guardaban una especial simetría, ni fui capaz de descubrir una sola hilera de piedras, columnas o senderos que apuntara o me «llevara» al «guía». Además, si el mayor hubiera concebido el vocablo «alas» como «filas», ¿qué pintaban las «plumas» en el resto del enigma?
Cerré el cuaderno «de campo» y, persuadido de que el «mensajero» era otra cosa —¿quién sabe si una pintura, una moneda o una estatuilla?—, reanudé las pesquisas.
No era menester demasiada agilidad mental para intuir que lo que se exhibe en el museo de Hazor es sólo una mínima parte de lo realmente descubierto y rescatado en el tell. En la documentación consultada en Jerusalén aparecía una legión de objetos que no figuraba en aquel modesto museo del norte de Galilea. Esta realidad fue mermando mi entusiasmo. A pesar de ello me enfrenté a cada uno de los utensilios y piezas, «diseccionándolos» milímetro a milímetro. Quizá donde más tiempo consumí fue frente a una tablilla rectangular, pétrea y milenaria en la que había sido practicada una serie de incisiones horizontales y verticales. Se trataba de un juego. Eso rezaba la leyenda. Una especie de «rayuela» rudimentaria, con un total de 21 cuadraditos en tres hileras: una central con 10, y dos laterales con 5 cada una. La fila de la derecha presentaba un sexto cuadrado, adosado a media altura. En cuatro de esos cuadraditos, el artífice había grabado sendas «X». Sumé, resté y multipliqué las «cruces» de aquel galimatías, hasta que, aburrido, me convencí de que tampoco guardaba una relación clara con el criptograma. En un primer tanteo, al descubrir que las series de cuadrados sumaban 21, me alarmé. Recordé el «ritual del cementerio de Arlington», pero ahí quedó la cosa. ¿Pura coincidencia?
Desestimé igualmente una gran caracola marina, seccionada en el vértice, perforada en dos o tres puntos, y que constituía un viejo instrumento musical: el conocido shofar de la Biblia.
Tampoco los delicados escarabajos sagrados de marfil y de hueso —repletos de inscripciones egipcias— aportaron luz a la investigación.
En cuanto a las estatuillas de bronce, armas, collares y demás abalorios, ni uno solo respondía a lo señalado en el enigma: ni alas, ni plumas, ni números secretos, ni la más remota pista o indicio.
Mi derrota era total.
Al descender al vestíbulo, la amargura y la decepción se vieron repentinamente eclipsadas. Solimán departía con el portero. Una oleada de indignación endureció mi rostro. Me sentí engañado. Y avancé hacia el guía, dispuesto a cantarle las cuarenta. El árabe, alertado por su compañero, dio media vuelta y, al descubrir mi irritación, fue perdiendo la sonrisa. Pero no me dejó hablar. Recuperó al momento su buen humor y, alzando las manos en señal de paz, tomó la delantera:
—No me diga nada. Usted, señor, sufre el problema de la juventud…
Le miré desconcertado.
—Usted, amigo, es demasiado impulsivo. Usted no ha encontrado lo que busca porque no confía en Solimán.
Y, tomándome por el brazo, me arrastró al exterior del museo.
—Venga conmigo —fue su único y seco comentario.
No rechisté. Abrió la portezuela del coche y me invitó a sentarme a su lado. Era asombroso. De la amargura, decepción y enfado había saltado —en cuestión de minutos— al desconcierto y a la expectación. Aquel individuo sabía algo. Y yo, como un necio, había vuelto a malgastar un tiempo precioso. Acababa de aprender algo importante: a no abrir la boca y a escuchar.
Sin perder la sonrisa, echó mano de una negra y mugrienta cartera, extrayendo algo que, a primera vista, parecía una tarjeta postal. Los nervios me traicionaron. Extendí el brazo para tomarla, pero, divertido, negó con la cabeza, devolviéndola a su lugar. Acto seguido plantó su mano derecha a una cuarta de mi rostro, agitando sus dedos índice y pulgar. Estaba claro. Primero exigía el dinero. Le entregué los cien dólares USA y, siguiendo con aquel mudo pero elocuente «diálogo», le presenté la palma de mi mano derecha, reclamando la misteriosa tarjeta. Solimán congeló la sonrisa, repitiendo el internacional y conocido código que simboliza el dinero. Aquello era demasiado. Le recordé lo convenido. Intenté persuadirle de que, al menos, me mostrara primero lo que ocultaba en la cartera. El astuto árabe no mordió el anzuelo. Impasible a mis ruegos, sugerencias y argumentos, continuó silencioso, petrificado en su indomable sonrisa y sacudiendo los dedos, en una irreductible exigencia de nuevos dólares. Cedí, claro. Era el precio de mi improcedente desconfianza anterior. El guía no lo había olvidado y ahora, seguro de sí mismo, me tenía contra las cuerdas.
No es que sienta una especial debilidad por el dinero, pero al ver volar el segundo billete de cien dólares presentí que mi modesta economía acababa de sufrir un duro revés. «Bueno —me consolé—: aún me queda el recurso de las tarjetas de crédito…». Mi estancia en Israel podía ser larga y los gastos en estas investigaciones y peripecias son siempre cuantiosos. Pero mi confianza en la Divina Providencia —y, repito, en sus «intermediarios»— es casi suicida. Así que, como digo, accedí a sus propósitos.
—¡Buen chico! —clamó al fin Solimán.
Abrió de nuevo la cartera y, satisfecho, me ofreció lo que, en efecto, no era otra cosa que una reluciente y recién adquirida tarjeta postal de apenas 20 o 30 centavos de dólar.
Chasqueó el segundo billete y, desconfiado, lo levantó hacia el parabrisas, verificando su autenticidad. Me miró curioso y complacido, estudiando mis reacciones.
En la postal aparecían las dos caras de una antiquísima moneda: un stater de plata, acuñado probablemente en la ciudad fenicia de Tiro durante el período persa. Es decir, en la cuarta centuria antes de Cristo.
Mi pulso se aceleró, dando por bien empleados los doscientos dólares.
—¡Dios santo! —exclamé alborozado.
—¿Era lo que buscaba? —me interrogó feliz.
No supe y no pude responderle. La emoción me tenía preso. Aquello sí podía constituir una pista. Una valiosa pista…
Solimán esperaba que me deshiciera en preguntas. ¿Dónde, cómo, cuándo había localizado aquellas imágenes? Aunque en mi mente rondaban estas y otras cuestiones, me limité a devorar en silencio las caras de la vieja y deteriorada moneda. En especial, la situada a la izquierda de la postal. Y los minutos volaron. Al fin, cortés pero firme, mi acompañante interrumpiría mis divagaciones mentales. Atardecía y, con razón, me preguntó cuáles eran mis intenciones.
—Sí, claro —acerté a balbucir—. Un momento, por favor.
Retorné al museo y, postal en mano, rogué al funcionario que me mostrara la totalidad de las tarjetas, folletos y documentación a la venta. No había gran cosa. Amén de la que ya poseía —adquirida allí mismo por el árabe—, el resto del material no respondía a mis inquietudes. En consecuencia, aquél era el único «testimonio alado» existente en el tell de Hazor. Quería, necesitaba, un máximo de seguridad antes de reanudar las investigaciones.
Mientras salía al encuentro del Mercedes y de Solimán —seguramente a raíz del cansancio acumulado— tomé la decisión de zanjar nuestra visita a Hazor. Mi cuerpo y espíritu reclamaban un poco de sosiego y una interminable ducha. Después, en el silencio de mi habitación en el hotel, ya veríamos.
El guía recibió con satisfacción la orden de regresar a Nazaret. En realidad, poco o nada quedaba por preguntar respecto a la oportuna postal. Carecía de sentido que le pusiera al corriente de mi objetivo final. Así que, salvo algunos parcos, esporádicos e intrascendentes comentarios, me encerré en un mutismo total. Solimán, respetuoso, no insistiría en la historia del tesoro ni en las cábalas que, evidentemente, me traía entre manos.
Nos despedimos entrada la noche. El buen hombre, que parecía haberme tomado cariño, se deshizo en sabios consejos, ofreciéndome la hospitalidad de su hogar y haciéndome prometer que le llamaría y contrataría para futuras incursiones por Galilea.
El cansancio terminó rindiéndome. Las emociones, sustos y derroche de energías de aquella jornada pasaron factura y, al filo de la una de la madrugada, muy a pesar mío, tuve que interrumpir el análisis de la moneda. En sueños, como ocurre con frecuencia, mi mente siguió trabajando y buceando, a la búsqueda de una interpretación. Fue otra noche de pesadillas, en las que se entrecruzaron la lejana voz del mayor —dictándome el criptograma—, los angustiosos ataques de cientos de ratas y un gigantesco búho, planeando en silencio sobre las ruinas de Hazor.
Al alba desperté sobresaltado y con el cuerpo molido por las agujetas. Necesité tiempo para recordar dónde estaba. No era la primera vez que ocurría. En otras pesquisas —fruto de las tensiones o de la poderosa dinámica de las mismas—, al despertar en la oscuridad de una habitación, mi conciencia, confusa, reclama y consume unos segundos hasta ubicarse en el lugar exacto.
Coloqué la tarjeta postal junto al espejo y, mientras me afeitaba, hice balance de lo asimilado y descubierto en la tarde-noche anterior. La verdad es que no podía sentirme satisfecho. La cara de la moneda situada a la izquierda presentaba un búho, con el cuerpo casi de perfil y la cabeza directamente enfrentada al observador. Se trataba probablemente de un búho real o «gran duque», con una larga cola y los característicos penachos de plumas sobre sus respectivos pabellones auditivos. Por detrás de la rapaz nocturna se apreciaba una especie de báculo del que colgaba un apéndice triangular. Casi con seguridad: un espantamoscas.
La efigie de la derecha, bastante más deteriorada, parecía corresponder a una deidad mitológica: alguna suerte de tritón o dios de las aguas cabalgando a lomos de un caballo con cola de pez. El héroe, guerrero o divinidad se hallaba en actitud de disparar un arco. Por debajo del caballo-pez se apreciaba la superficie del agua y, en el extremo inferior de la moneda, un delfín, orientado en la misma dirección del grupo superior.
Lógicamente, desde el momento en que me enfrenté a la reproducción del stater de plata, mi atención se centró en el búho. Como ya mencioné, era el único indicio, relacionado con Hazor, que presentaba alas y plumas. Mejor dicho, una sola ala. La «estrígida», en escorzo, mostraba únicamente la de la derecha. Esta circunstancia me confundió. El enigma hablaba de «alas», en plural. Para colmo de males, esta única y solitaria ala se hallaba muy desgastada, formando un todo uniforme y monocolor, sin el menor rastro de plumas. A pesar de ello examiné el resto del cuerpo, que sí lucía un nítido y abundante plumaje. La suma final de las plumas —de las que el paso de los siglos había respetado— volvió a sorprenderme. Eran treinta y tres. Es decir, sumando ambos dígitos, «seis». De nuevo aquel enigmático «seis»…
Ahí terminaban los hallazgos. Pero no me daba por vencido. Sin la necesaria documentación y sin el imprescindible asesoramiento de los especialistas en numismática, en mitología persa, fenicia, egipcia y asiriobabilónica, era inútil sacar conclusiones. ¿Qué podían representar aquellos símbolos? Y, muy especialmente, ¿qué secreta interpretación guardaba la imagen del búho real y del espantamoscas egipcio? ¿O no era tal espantamoscas?
«… y sus alas te llevarán al guía».
No debo ocultarlo. Esta frase del criptograma —tan precisa— me hizo desconfiar. ¿Y si no fuera el stater de Tiro el «mensajero» anunciado por el mayor? ¿De qué forma una sola ala podría conducirme al «guía»?
El caos ganaba fuerza y terreno por momentos. Tenía que reflexionar y actuar con sagacidad. Para empezar, además de reunir un máximo de información sobre la moneda, resultaba vital la localización de la misma. ¿Dónde había sido depositada? Convenía estudiarla y estudiar su entorno y asentamiento actual con todo rigor. Quién sabe si la ubicación o el propietario de la milenaria pieza podían arrojar más luz, incluso, que las escenas acuñadas en sus caras.
Por supuesto, ni en el tell de Hazor ni en Nazaret tenía muchas posibilidades de desenredar la nueva madeja. La mayor parte de los tesoros arqueológicos descubierta en suelo israelita se encuentran en los magníficos museos de Jerusalén, Nueva York, París y Londres. Y la meseta de Hazor no constituye una excepción. Había que regresar a Jerusalén y empezar prácticamente de cero.
No lo dudé más. Esa misma mañana, navegando entre la esperanza y el desaliento, cancelé la cuenta, para acto seguido abandonar el hotel y la ciudad de Nazaret. Esta vez me decidí por el servicio de autobuses interurbanos. Mi economía no hubiera resistido el dispendio de un taxi o de un coche de alquiler.
Al mediodía de aquel martes empujaba la puerta giratoria del número 39 de la calle Keren Hayesod en Jerusalén. Como siempre, el vestíbulo del hotel Moriah era un bullicioso punto de encuentro de turistas de los más remotos confines. Y, una vez más, al sortear la pléyade de parlanchines y eufóricos alemanes, japoneses, italianos y norteamericanos, me sentí solo y extraño. ¡Qué ajenos eran mis objetivos a los de aquella humanidad!
David, el único recepcionista capaz de articular algunas frases en español, puso en mis manos varios mensajes, interesándose, curioso y solícito, por el golpe que aún presentaba sobre la frente. Agradecí el gesto, restando importancia al asunto. En cuanto a las llamadas telefónicas, todas procedían del Instituto de Relaciones Culturales. Las peripecias en Hazor habían borrado de mi mente las obligaciones contraídas con dicho organismo oficial judío. La situación me incomodó. Busqué una excusa que justificara mi silencio. No era fácil. ¿Qué podía argumentar? ¿Cómo explicar satisfactoriamente el hematoma de mi rostro? Aquel estricto y atosigante control empezaba a irritarme. Así que, haciendo caso omiso de los mencionados mensajes, me enfrasqué en la lectura de una de las guías turísticas de Jerusalén. Lo razonable era iniciar mis nuevas indagaciones por los más sobresalientes museos de la ciudad. Como segunda opción tenía a los expertos en numismática y, por último, a los diferentes departamentos de Arqueología y Antigüedades de la Universidad Hebrea y del Servicio de Conservación del Patrimonio Histórico del Gobierno de Israel. Lo arduo y laborioso de la tarea no me atemorizó. Estaba dispuesto a remover cielo y tierra con tal de encontrar el stater. Curiosamente, mi búsqueda finalizaría mucho antes de lo previsto…
No tengo muy claro por qué, entre tantos museos, fui a elegir el Rockefeller. Quizá por lo avanzado del día y su relativa proximidad al hotel donde me alojaba. En Jerusalén, la casi totalidad de estas instituciones cierra sus puertas entre las cinco y las seis de la tarde. Disponía por tanto de unas tres horas. Por otra parte, en la extensa relación de científicos con los que había empezado a entrevistarme figuraba uno —Joe Zías— del departamento de Antigüedades del referido museo Rockefeller, que seguramente podría orientarme. Todo esto, supongo, contribuyó a que, sin más demoras, marcara el 278624. La fortuna me respaldó. Zías se hallaba en el museo y me recibiría. Minutos más tarde un taxi me dejaba en el extremo de la calle Suleiman, frente a las murallas del vértice norte de la Ciudad Vieja. Permanecí unos segundos ensimismado y disfrutando del blanco azulado de aquellos muros. Era imperdonable. En el tiempo que llevaba en la Ciudad Santa no me había regalado un minuto de descanso.
Me encogí de hombros y, tras soportar un minucioso registro del equipo fotográfico, el vigilante del museo retuvo la bolsa. Las medidas de seguridad, tanto en el exterior como en el interior del palacete que sirve de sede al museo, estaban plenamente justificadas. Los tesoros allí depositados son excepcionales.
Zías me escuchó con curiosidad, examinando las figuras de la tarjeta postal. No pestañeó. Me observó detenidamente y, desconfiado, preguntó sin rodeos:
—¿Por qué le interesa una pieza tan antigua?
—Es una larga historia —improvisé—. Investigo sobre el mundo mágico e iniciático de las viejas civilizaciones semíticas, y ese búho, sin duda, es una pieza clave. Intento localizar la moneda y reunir un máximo de información en torno a su origen y posible significado.
El científico humedeció los labios con la punta de la lengua y, sin demasiado convencimiento, abandonó la abarrotada mesa del despacho, buscando en una de las estanterías. Ojeó el índice de un grueso libro y, tras localizar el capítulo deseado, lo abrió, retornando al sillón con idéntica parsimonia. Lancé una furtiva mirada sobre las páginas que retenían su atención. Entre las cuatro ilustraciones distinguí dos que reproducían monedas. Pero no me atreví a moverme. Mi corazón se aceleró.
Zías, imperturbable, continuó su atenta lectura, retrocediendo dos o tres hojas. La tensión empezaba a lastimarme. ¿Qué había encontrado?
Finalmente, volviendo al punto de partida, me tendió el pesado libro, invitándome a que comprobara. Se trataba de un tomo sobre mitología general, de F. Guirand, abierto por las páginas 106 y 107. En dicho capítulo se hacía una exhaustiva descripción de los dioses y héroes mitológicos fenicios. Y en la citada página 106, en efecto, podían verse dos grabados en blanco y negro con antiquísimas monedas de Arvad, Biblos y Tiro. Una de las piezas —en la ilustración ubicada en la esquina superior izquierda— me dejó atónito. Me precipité sobre el texto del pie de la fotografía. Su lectura me desmoronó. Decía así: «Monedas de Arvad (arriba) y de Tiro (abajo), con temas mitológicos. París, Biblioteca Nacional (Gabinete de Monedas).»
Levanté la vista decepcionado.
—¡Dios santo! —balbuceé—. ¡Está depositada en París!
El arqueólogo no pudo contener una burlona sonrisa.
Todas mis esperanzas naufragaron. La moneda se hallaba a seis mil millas de Jerusalén…
—Sí —puntualizó el judío—, ésa sí…
Le miré sin comprender. Y Zías, apuntando con el dedo índice izquierdo hacia el grabado en cuestión, me sugirió que prestara mayor atención a lo que tenía ante mí.
Caí sobre ambas caras de la moneda inferior, la de Tiro, y, efectivamente, al revisarla por segunda vez, comprendí que estaba en un error. Aunque los motivos eran gemelos a los acuñados en la de Hazor, tanto el búho como el jinete y su hipocampo gozaban de un mayor realce y algunas ligerísimas variantes. En la de París, la cabeza del «gran duque» y el espantamoscas, por ejemplo, presentaban una inclinación más acusada hacia la izquierda que la reflejada en la moneda del tell. No había duda. Eran diferentes. Sin embargo, la tregua duraría poco. El científico no supo resolver la siguiente y más importante cuestión. Consultó los catálogos del museo y, ante mi desesperación, negó con la cabeza. La pieza encontrada en las ruinas de Hazor no se hallaba en las vitrinas ni en los depósitos del Rockefeller.
—¿Ha probado usted en el museo de Israel?
—Lo tengo previsto —repliqué resignado.
Zías tampoco supo darme razón sobre el significado de las figuras. Para él, como buen profesional de la ciencia, el búho, el espantamoscas o el no menos enigmático caballero cabalgando sobre un caballo marino, eran simples alegorías mitológicas. Nada más. Mi insistencia fue inútil. La posible simbología esotérica del stater quedaba relegada al mundo de la fantasía y de los «locos» como un servidor.
A pesar del desplante agradecí su valiosa ayuda. Y el israelita, conmovido quizá por mi terquedad a la hora de seguir buscando la moneda de Hazor, me recomendó que acudiera a Michal Dayagi-Mendels, conservador y responsable de los períodos persa y judío del aludido museo de Israel. Con certeza, uno de los museos de mayor relieve del mundo. Un lugar que jamás olvidaré…
Dios, o sus «intermediarios», escriben recto con renglones torcidos. Sabia máxima. Este torpe aprendiz de casi todo estaba a punto de experimentarlo una vez más.
Rachel, la servicial funcionaria del Instituto de Relaciones Culturales, volvió a telefonear. Sabía de mi regreso a Jerusalén y no tuve más remedio que enfrentarme a la cruda realidad. La jornada se extinguía y, a pesar de mis buenos propósitos, la siguiente fase de las investigaciones —en el museo de Israel— tuvo que ser pospuesta. La conversación telefónica con la hebrea sólo contribuyó a embrollar aún más mi posición. Necesitaba libertad de movimientos y, ante el desconcierto de la rígida y disciplinada Rachel, le anuncié mi intención de congelar las entrevistas hasta nuevo aviso. El único pretexto verosímil que me vino a la mente fue el de la gran marcha a pie, desde Nazaret a Belén. Deseaba emprender el proyecto cuanto antes y, en consecuencia, las reuniones pasarían a un segundo plano. Como en encuentros precedentes, trató de disuadirme, alegando que una caminata de tales proporciones exigía una preparación e infraestructura más sólidas y minuciosas. No cedí un solo milímetro. Mejor dicho, en lo único que me mostré conforme fue en cambiar impresiones con el doctor Liba, director del instituto, y en aceptar una carta oficial de dicho organismo que, de alguna manera, respaldara mi aventura e hiciera las veces de «salvoconducto». Y a primera hora del día siguiente cruzaba el portal número 6 de la calle Sokolov, recibiendo el utilísimo documento, en hebreo, de manos del propio Moshe Liba. Un documento en el que se detallaban mis objetivos y se recababa la ayuda y colaboración de las autoridades militares de las zonas por las que tenía previsto transitar. El escrito —yo entonces no podía imaginarlo siquiera— resultaría providencial en determinados momentos de la severa e inolvidable marcha de cuatro días por la margen derecha del río Jordán. Pero ésta es otra historia que poco o nada tiene que ver con el enigma del mayor y que quizá algún día me anime a contar.
A partir de aquella radiante mañana del miércoles, el bus número 9 se convertiría en un elemento familiar para mí. Fueron unas jornadas plenas de emoción, en las que, salvo contadas ocasiones, el citado autocar representó mi único nexo de unión con la calle y con las gentes de Jerusalén. Al tomarlo por primera vez en la avenida George V, frente al hotel Plaza, mis pensamientos continuaban volcados en el stater y en sus refractarias figuras. La del búho real, sobre todo, me tenía obsesionado. ¿Por qué sus plumas sumaban «seis»? ¿Podía ser la ansiada pista? Como refería, los caminos de la Providencia son imprevisibles. Aquella misma noche, de regreso al hotel, me reiría de mí mismo. Pero sigamos el hilo de los curiosos sucesos que se avecinaban.
Yo había visitado el museo de Israel en mi anterior estancia en el país. Los museos, lo reconozco, son una vieja debilidad. Al descender al suroeste de la ciudad, el espacioso complejo se abrió ante mí como un nuevo reto. ¿Por dónde empezar? El museo reúne un total de veintisiete instalaciones, con un apretado núcleo de salas dedicado a las más heterogéneas disciplinas: arte, prehistoria, arqueología judía y asiática, etnografía, biblioteca y un largo etcétera.
Era elemental. Quizá Dayagi, el curator o conservador de los períodos judío y persa, pudiera alisar mi labor. Como primera medida resultaba obligado ponerle en antecedentes y localizar la moneda. Pero, como digo, el Destino tenía otros planes. Michal no se hallaba en su despacho. Y nadie supo informarme sobre su posible vuelta al museo. Mostré la tarjeta postal a una de las empleadas del servicio de información y relaciones públicas, pero, tan ignorante como yo sobre el particular, me aconsejó que consultara en la biblioteca del centro. La sugerencia me disgustó. Aquello significaba —casi con seguridad— una nueva e irreparable pérdida de tiempo y de energías. También cabía la posibilidad de lanzarse a una ciega búsqueda del stater por entre las decenas de salas y los cientos de vitrinas. Es curioso. Lo razonable hubiera sido obedecer los sensatos consejos de mi informante y del sentido común, acudiendo a los bibliotecarios o a otros arqueólogos y especialistas en antigüedades. Inexplicablemente, desoyendo los argumentos de mi conciencia, elegí lo más difícil… y atractivo: emprender la búsqueda por mis propios medios. Esta peligrosa y supongo que genética tendencia mía me ha costado serios reveses. Pero encajé el desafío. La operación podía ser un rotundo fracaso. Lo sabía. Sin embargo, este método —como todo lo imprevisto y misterioso— ejerce sobre mí una influencia dominadora. No he hallado jamás nada más excitante que la aventura de lo desconocido. Y con un entusiasmo desbordante descendí las escaleras que conducen a los sótanos del pabellón de arqueología. No puedo explicarlo con claridad, pero «algo» parecía llamarme desde las entrañas del museo. ¡Bendita intuición! ¿O no fue la intuición la que guió mis pasos? Nunca lo sabré…
Consulté el reloj. Las diez horas. El museo cerraba las puertas a las diecisiete. Disponía, por tanto, de un generoso margen, más que sobrado, para explorar las repletas salas correspondientes a las nueve o diez centurias anteriores a Cristo.
«Hazor es su nombre…».
Las imágenes de la moneda y el tell de Hazor eran mis únicas pistas. Lenta y reposadamente abrí la investigación, con los cinco sentidos puestos en cualquier pieza, mapa, escultura o referencia que llevara por nombre Hazor o Tiro.
«… y sus alas te llevarán al guía».
Las doce horas. Las estériles pesquisas empezaban a barrenar mi ánimo. ¿Y si aquel despliegue resultaba tan baldío como los anteriores? ¿Qué seguridad tenía de que la moneda de plata había sido contemplada y «utilizada» por el mayor?
Paso a paso revisé una legión de restos correspondientes a los períodos del Bronce, remontándome, incluso, a centurias tan fuera de lugar como las diecisiete y dieciocho antes de Cristo.
Dejé atrás los vestigios hallados en los estratos del primer período del Hierro y, a eso de las trece horas, los acontecimientos se precipitaron. Al pisar la sala 309 de las de arqueología, el correspondiente cuadro resumen del segundo período israelita del Hierro (1000 a 586 a. de J.C.) activó mis alertas. El stater, según los arqueólogos, había sido acuñado hacia el cuatrocientos antes de nuestra era. Estaba, pues, muy cerca del posible objetivo.
Fiel a la táctica de explorar cada sala empezando siempre por la derecha de la puerta de acceso, fui paseando frente a la primera pared, revisando unas diminutas estatuillas de terracota y una valiosa colección de sellos y monedas. Doblé la esquina y, al iniciar el rastreo de la segunda pared, un nombre y una pequeña cabeza de arcilla me fulminaron. ¡Hazor!
Me precipité sobre la pieza. El rótulo explicativo hablaba de Astarte, diosa de la fertilidad, encontrada en las ruinas del tell, de la octava centuria antes de Cristo. «Claro —me dije a mí mismo—, esta finísima escultura de greda fue extraída por Yadin en la excavación del IV estrato». ¡Atención! Sin darme cuenta había penetrado en una sala en la que Hazor podía ocupar un lugar prominente. No me equivocaba. En el suelo, junto a la mutilada representación de Astarte, se exhibía un ciclópeo dintel de piedra, utilizado en una de las puertas de la ciudad-fortaleza. Temblé de emoción. Mis sentidos se abrieron a la par, listos para captar cualquier detalle. Retrocedí junto a la cabeza de la diosa, subyugado por sus ojos y, en especial, ante la casi imperceptible y burlona sonrisa de sus breves y delicados labios. No sé explicarlo. En realidad, ni yo mismo lo entiendo. Mi vista y mi corazón quedaron atrapados en la dulce y al mismo tiempo burlesca expresión del rojizo rostro. Tuve la clara sensación de que, a pesar del vacío de sus ojos, la divinidad me transmitía algo. «Esto es ridículo», concluí al término de la intensa observación. Y girando sobre los talones, lancé una mirada a la estancia. La enigmática sonrisa de Astarte —ahora a mi espalda— siguió viva en la memoria.
«Un momento…».
Aquella intuición —lo sé— no fue cosa de mi torpe entendimiento. Y la «fuerza» que me acompaña me impulsó a girar la cabeza, al encuentro de los ojos de la diosa.
«Un momento…».
Fui a colocarme a la izquierda del pedestal que sostenía la figura, tratando de seguir la dirección apuntada por tan fascinantes ojos. No había duda. Astarte «miraba» al centro geométrico de la sala cuadrangular. La lógica se reveló de nuevo.
«¡Estás chiflado!», me reproché al punto.
Muy posible. Pero también era cierto que muchas de estas «locuras» me han brindado estimulantes sorpresas…
Un familiar relampagueo en las entrañas me puso sobre aviso. Ya no podía retroceder. La curiosidad había echado a volar. Me encaré nuevamente con Astarte y, esta vez, la sutil sonrisa se acentuó en mi imaginación. ¿O no fue cosa de mi imaginación?
Di media vuelta y, sin atreverme a mover un músculo, espié el pedestal que se levantaba a cuatro o cinco metros. ¿Qué contenía? ¿Por qué su simple contemplación alteraba mi pulso? La situación era ridícula. A fin de cuentas, tarde o temprano habría llegado hasta él… ¿No estaría exagerando? ¿Por qué prestar tanta atención a una oscura sonrisa y a unos ojos de barro?
Siempre me ha encantado disfrutar de situaciones límite. Estados que pueden desembocar, o no, en sorpresas o en logros altamente provechosos. Así que, midiendo cada paso, fui acercándome al negro pedestal —probablemente metálico— sobre el que descansaba una urna cúbica. A su derecha, desde mi posición, a un nivel inferior al del arca de cristal, un pie igualmente de metal se abría en un atril.
A mitad de camino me detuve. Estaba seguro, pero quería cerciorarme. Giré y busqué los ojos de la diosa. En efecto, sostenían la trayectoria que conducía a la columna. Una punzante mezcla de ansiedad y zozobra me retuvo unos segundos. Mi vista relampagueó por la cara del pedestal, sin descubrir el obligado rótulo explicativo. Seguramente se hallaba en el interior de la urna. La tensión se desencadenó y, de un salto, me arrojé sobre el arca. El instinto me gritaba que allí, entre las paredes de vidrio, tenía que estar lo que perseguía: la milenaria moneda de Hazor, con el búho real.
Fue un mazazo. Mi orgullo, fantasía y locas esperanzas se volatilizaron. No pude despegarme de la urna. En su interior no aparecía el apreciado stater. Tan sólo tres objetos, en hueso o marfil, pertenecientes a un ajuar femenino. La decepción me hirió tan profundamente que ni siquiera reparé en las reducidas etiquetas mecanografiadas que aclaraban la naturaleza y origen de los utensilios a la vista. Estaba hipnotizado por el desencanto, con las manos aferradas a las aristas de aquella maldita urna de 45 centímetros de lado. Y allí mismo maldije a la diosa y, obviamente, mi necia precipitación.
Me revolví con rabia y, clavando los ojos en los de Astarte, me interrogué a mí mismo. ¿Cómo podía ser tan ingenuo y estúpido a un tiempo? No tenía solución…
En esos momentos, mientras fulminaba la pétrea y burlona sonrisa de la divinidad desenterrada en Hazor, el subconsciente, de manera subliminal, resucitó la imagen de una de las piezas depositada en la urna.
«¿Qué era lo que acababa de contemplar a mis espaldas?».
Pestañeé nervioso. Y la máscara de arcilla, como sucediera poco antes, pareció confirmar mis sospechas, ensanchando su mueca desde la pared y haciéndome vacilar.
«¡No es posible!».
Me incliné hacia la vitrina. Comprobé que lo que descansaba en su interior no era un mal lance de mi desenfrenada imaginación y, a renglón seguido, devoré el rótulo que yacía al pie del objeto.
Una sacudida me hizo retroceder. Demudado, presa del susto, sólo acerté a escapar de allí, refugiándome en uno de los ángulos de la sala.
«¿Qué clase de juego era aquél?».
«… y sus alas te llevarán al guía».
El criptograma se encendió en mi cerebro.
«¡Era absurdo! ¡Todo lo era…!».
«Mira, envío mi mensajero delante de ti…».
La cabeza de la diosa. La enigmática sonrisa. Sus ojos vacíos. Y ahora… «aquello».
«¡Dios!».
Sabía que estaba prohibido fumar. Pero encendí un pitillo, dejando que el recio y obediente humo suavizara los nervios. Lo aplasté con la segunda y relajante bocanada, retornando decidido hasta la urna.
«¡Increíble!».
Completé una vuelta en torno a la caja de cristal, observándola desde distintos ángulos.
«… el número secreto de sus plumas».
Todo parecía encajar. ¿O era mi alegría la que, atropellada y falsamente, estaba concibiendo un nuevo fantasma?
Me supliqué serenidad. Abrí el cuaderno «de campo» y, casi sin pulso, copié la leyenda, en inglés, que escoltaba mi descubrimiento. Decía textualmente: «DECORATED BONE HANDLE. Hazor, 9th. century B.C.E. Probably part of a mirror or sceptre, the hadle shows a winged figure grasping the open volutes of a “tree of life” in relief».
Traducido venía a decir que aquella pieza —un mango de hueso decorado— procedía de Hazor. Su antigüedad, a juicio de los arqueólogos, se remontaba a la novena centuria antes de Cristo. El rótulo añadía que, probablemente, se trataba de una parte de un espejo o cetro en la que aparecía, en relieve, una figura alada asiendo las volutas abiertas de un «árbol de la vida».
¡Una figura alada! ¡Y originaria de Hazor! ¡Un ser con alas, infinitamente más atractivo que el búho!
Pegué la nariz al cristal, absorto y maravillado. El delicado relieve —trabajado sobre un cilindro de hueso de unos 20 centímetros de altura por otros 6 o 7 de diámetro— representaba, en efecto, una especie de ángel con cuatro grandes alas extendidas. Dos nacían de sus espaldas y las restantes, dirigidas hacia tierra, de la cintura. Presentaba el típico perfil egipciobabilónico, con los brazos ligeramente despegados del cuerpo. El derecho extendido hacia adelante y el izquierdo hacia atrás. Las manos, como rezaba la leyenda, agarraban sendas ramas (?) de un achaparrado arbusto. Aquella criatura híbrida llenaba la casi totalidad de la superficie del mango. En cuanto al «árbol de la vida», había sido labrado en la cara opuesta.
Las dos piezas que acompañaban al «ángel» —así lo bauticé desde el primer momento— no llamaron mi atención. Una consistía en una cuchara de marfil, utilizada seguramente en cosmética, con el mango labrado a base de palmas invertidas. Un pequeño espejo rectangular situado en el piso de la urna permitía ver su cara inferior. La otra —también desenterrada en las ruinas de Hazor— era una parte de una copa o recipiente cilíndrico, confeccionado igualmente en marfil.
Pero si el hallazgo del mango de hueso con el «ángel» fue vital, la observación del dibujo exhibido en el atril contiguo a la urna lo fue mucho más. Los responsables del museo, con un acertado y providencial criterio, habían trasladado al papel el desarrollo íntegro y exacto —minuciosamente exacto diría yo— del altorrelieve labrado en el mencionado cilindro. Allí, las características y detalles del «árbol de la vida» y del personaje aparecían con total nitidez.
Me arrodillé frente al esquema y, durante largo rato, permanecí ensimismado y saboreando lo que, a primera vista, parecía una importante clave. Desgraciadamente, a intervalos, el recuerdo del stater de plata venía a enturbiar los pensamientos. ¿Cuál de los dos tenía que ver con el criptograma? ¿Y si no fuera ninguno? En el museo quedaba mucho por mirar… Las circunstancias exigían una especial frialdad. Convenía analizar y desmenuzar ambas pistas, siempre a la luz del texto del mayor.
Mira, envío mi mensajero
delante de ti, MARCOS 1.2.
Hazor es su nombre
y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía,
el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.
Un primer flash me hizo saltar de alegría. ¿Cómo no lo había intuido antes? La palabra «mensajero» también podía ser interpretada o traducida como «ángel». En sentido literal, ése es su genuino significado. Aquella criatura —con cuatro alas y aferrada al bíblico «árbol de la vida»— tenía que simbolizar al famoso ángel guardián del Paraíso: el querubín cuya misión era custodiar el árbol de la inmortalidad. Tanto si el mango de hueso había sido obra de judíos como de persas, ambos conocían y eran depositarios de la misma tradición.
«Mira, envío mi mensajero —¿mi ángel?— delante de ti».
¿Estaba, por tanto, ante el «mensajero» citado en el criptograma?
En cuanto a la tercera frase —«Hazor es su nombre»—, quizá el juego de palabras del mayor estaba insinuando que el ángel o mensajero llevaba dicho nombre.
La cuarta y quinta frases se resistieron. Si aquél, realmente, era el mensajero alado, ¿cómo o de qué forma sus alas podían llevarme al guía?
Impaciente, salté a la sexta y séptima referencias: las plumas y el número secreto. Al sumarlas, el resultado me confundió. Incrédulo, repetí la maniobra.
«¡No puede ser! Quizá la réplica del atril sea defectuosa».
En el fondo, conociendo la eficacia de los judíos, sabía que tal posibilidad era una quimera. Pero, por seguridad, fui a reunirme con el original y, con una franciscana paciencia, conté las plumas esculpidas en el cilindro. No había error. Y la certeza de que me hallaba ante el «Hazor» del enigma conquistó terreno en mi corazón.
No podía desperdiciar un minuto. La imposibilidad de fotografiar la pieza y el dibujo —las cámaras estaban prohibidas en el museo— me obligó a recurrir a una fórmula intermedia: copiar el desarrollo. Tiempo habría de localizar la documentación correspondiente y actuar en consecuencia.
Perfilada mi rústica «obra de arte» y ansioso por encerrarme a estudiarla, a punto estuve de tomar el camino de salida.
Fue menester una carga extra de disciplina. El magnetismo del «ángel» de la sala 309 tiraba de mí hacia el hotel. Sin embargo, como digo, un innato sentido de la responsabilidad me amarró al lugar. Había que revisar el resto de las dependencias. Al menos, apurar aquellas que guardasen relación con las excavaciones y hallazgos del tell de Galilea.
Poco antes del cierre del museo —rendido y excitado— di por rematada la exploración. Paradójicamente, la infructuosa búsqueda me tranquilizó. Ninguna de las salas albergaba el menor rastro de cerámica, escultura, pintura o enseres con representaciones o símbolos alados de Hazor. En cuanto a la moneda acuñada en Tiro, ni rastro[4].
Y con un prudencial optimismo lo dispuse todo para el «asalto» a la enigmática figura del «ángel de Hazor». ¿Había llegado el gran momento?
«El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía…».
Estas sentencias —sexta y séptima respectivamente— fueron mi principal obsesión en aquella larga noche del miércoles. Admitiendo que el mayor —que podía haber visitado el museo de Israel exactamente igual que yo— hubiera puesto sus ojos en tan bella y simbólica imagen, convirtiéndola en el eje de su enigma, ¿qué reservada información había enterrado bajo el concepto de «número secreto de sus plumas»?
Cada una de las alas superiores presentaba 12 plumas. Ello hacía un total de 24. O sea: 2 + 4 = «6». Curioso.
Las inferiores, en cambio, arrojaban un resultado diferente. La dibujada junto a la pierna derecha disponía de 10 plumas. En la cuarta sólo se distinguían 8. Lo desconcertante es que la suma última —la de las plumas de las cuatro alas— también daba el mismo dígito: 42. Es decir, 4 + 2 = «6». Este número —el endiablado «seis»— aparecía invariablemente, tanto si llevaba a cabo las sumas individuales en las alas superiores o inferiores como en la mencionada adición final. (12 + 12 = 24 = 2 + 4 = 6, que sumado a 10 + 8 = 9 era igual a 6 + 9 = 15 = 1 + 5 = «6»).
Durante horas, aquel aparente juego me catapultó a un universo de especulaciones, maniobrando con las alas y los números en todas direcciones, por activa y por pasiva, hasta el agotamiento. La postrera y provisional conclusión fue la misma que había divisado en los primeros análisis, en la sala 309 del museo de Israel: quizá el número secreto de las plumas de aquella criatura fuera el «seis». (Idéntico al que arrojaban los peldaños que conducían a los túneles de las ruinas de Hazor).
Si estaba en lo cierto, «el número secreto del guía» tenía que ser, obviamente, el mismo.
Había, además, otro pequeño-gran detalle que —dado el peculiar estilo del mayor— fortaleció mi seguridad. La frase alusiva al críptico número secreto de las plumas hacía, justa y «causalmente», la número seis en el enigma. ¿No era mucha coincidencia?
Sin embargo, lo más importante —crucial a mi modo de ver— continuaba oscuro y lejano.
«… y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
Aceptando, insisto, que aquél fuera el ansiado «Hazor», ¿cómo interpretar el sentido de ambas frases? ¿Qué debía entender? Las palabras «te llevarán» sólo podían esconder un significado puramente simbólico. El cilindro de hueso se hallaba enclaustrado en una urna. Eso era obvio. No hacía falta una especial inteligencia para deducir que las alas en cuestión eran quizá un medio, una fórmula o una desnuda orientación para acceder al no menos confuso guía. Así me lo planteé. Lo sabía por experiencia: aunque aparentemente complicado, el «lenguaje» de los criptogramas del oficial norteamericano resultaba siempre mucho más directo y elemental de lo que yo mismo me empeñaba en imaginar. «Te llevarán», en suma, podía ser asociado a «te conducirán» o «te guiarán».
Desafortunadamente, la modesta copia que yo dibujara en mi cuaderno «de campo» no me permitió mayores alardes. Estaba claro. Había que inspeccionar las alas in situ. Quizá la posición u orientación de las mismas en el cilindro escondiese «algo» que no había advertido. Estos razonamientos —elementales por otra parte— ganaron lo suyo cuando, en uno de los infinitos paseos a lo largo y ancho de la habitación, me vino a la memoria otra de las claves del criptograma: la formada por la primera palabra de cada una de las frases. «Mira delante de Hazor y a Él. Es él». Leyendo entre líneas, el enigma era un continuo sobresalto. La caja de las sorpresas —y de los truenos— había sido destapada.
Suele ocurrirme con frecuencia. Aquellos que hayan sabido de mis peripecias y desventuras por el mundo están al tanto de los bruscos giros que, con más asiduidad de lo recomendado, experimento y experimentan las investigaciones en las que me veo envuelto. Pero así es la vida.
A la mañana siguiente, con todo a punto para la exploración sobre el terreno, cambié de pensamientos. Retrasaría esta fase del trabajo en beneficio de un más redondo conocimiento bibliográfico del origen, naturaleza y simbología del «ángel de Hazor». Había, además, otra poderosa razón. Sobre mi conciencia —suponiendo, claro, que aún quede algo de ella— seguía pesando la densa relación de libros y documentos inéditos que hablaban del tell de Galilea. No me sentiría en paz conmigo mismo hasta su total revisión. Este desprecio de lo que muchos llaman intuición calmaría mi espíritu, sí, pero me haría perder un tiempo precioso.
Dicho y hecho. En las jornadas siguientes —desoyendo como un necio Ulises las continuas «llamadas» de la sala 309—, mi tiempo e inteligencia fueron inmolados en la biblioteca del museo de Israel. La batalla con los ficheros, catálogos y volúmenes fue tan agotadora como inútil. Y al mediodía del viernes, a un paso de la rendición y seguramente a causa del nerviosismo, tuve el feliz gesto de mostrar a las pacientes bibliotecarias el dibujo que había copiado en el cuaderno «de campo». Al ver el «ángel», la más joven me guiñó un ojo, exclamando:
—¿Y por qué no lo dijo antes?
A los pocos minutos, complacida y sonriente, ponía en mis manos un libro de tapas ocres. Se trataba de una obra de Yigael Yadin —Hazor— editada en Nueva York en 1975.
Impaciente, revoloteé sobre sus doscientas ochenta páginas, todas ellas cuajadas de imágenes y gráficos relacionados con las excavaciones del célebre profesor judío. De repente, una fotografía en blanco y negro —a toda plana— me dejó clavado en la página 156. Abrí el cuaderno de notas y, antes de proceder, di gracias al cielo.
«¡Al fin!».
Pero el estallido de euforia iría apagándose lenta e inexorablemente, conforme fui apurando el texto que acompañaba las ilustraciones.
En la mencionada lámina se mostraban tres excelentes tomas del cilindro que había descubierto en el museo. La de la izquierda presentaba la cara más aplanada del hueso, con el «árbol o arbusto de la vida». Las dos restantes correspondían a la superficie convexa, con el altorrelieve del «ángel». En la página contigua, reforzando el texto en inglés, Yadin reproducía un dibujo de 4 X 6 centímetros, idéntico al que se exhibía en el atril de la sala 309. Al pie de la gran fotografía de la izquierda podía leerse el siguiente texto: «El espejo de la vecina de la señora Makhbiram».
En la página precedente reconocí también —en esta oportunidad en color— la cuchara de marfil, igualmente depositada en la urna y que, según el texto, había sido propiedad de la tal señora Makhbiram, en la ciudad-fortaleza de Hazor.
Como es fácil suponer, no quedó una sílaba de aquellas setenta y una líneas de texto —incluyendo los diecinueve versos de un poema del profeta Amós acerca de un terremoto que asoló la región— que no fuera escudriñada. Sin embargo, como decía, las aclaraciones de los arqueólogos en torno al «ángel» resultaron poco menos que nulas. Las únicas novedades —si es que se las puede denominar así— fueron que la pieza había sido desenterrada en el estrato VI de Hazor (el «6» parecía indeleblemente fundido a toda la historia), siendo propiedad de una anónima vecina de la pudiente señora Makhbiram. Estos enseres fueron sepultados en el año 763 a. de J.C., a causa del referido terremoto. Por descontado, la figura del querubín-guardián del jardín del Edén ponía de manifiesto una notoria influencia de las civilizaciones fenicias y cananeas en los israelitas asentados en el norte del país. En cierto modo, aquel símbolo —si es que en verdad constituía la auténtica pista del enigma— encajaba a las mil maravillas en la hipotética voluntad del mayor de resguardar su «tesoro». ¿Qué mejor «guardián» del propio criptograma que el mítico ángel del Paraíso?
Hubo también otro sutil factor que, francamente, me dio qué pensar. En opinión de los expertos, la cabeza de mujer que adorna la cuchara de cosmética podía ser la efigie de Astarte, la diosa de la fertilidad. Sé que el argumento resulta endeble, pero durante un tiempo no pude disociar la enigmática sonrisa de la divinidad que había hallado en la pared de la sala 309 de esta otra réplica, tallada en un extremo de la cuchara de marfil y que, casualmente, acompañaba en la urna al cilindro de hueso. Pero esto, lógicamente, sólo pertenecía al reino de las sospechas o, como mucho, al de las íntimas creencias que, al fin y a la postre, no servían para materializar lo que tanto ansiaba. La verdad, fría e inalterable, es que los textos científicos no aportaban indicio alguno sobre el «ángel» ni sobre sus alas. La consulta sirvió también para precisar las dimensiones exactas del cilindro de hueso: 18 centímetros de altura por 5,5 de diámetro. Gracias a Dios, ahí concluiría mi penosa y dilatada incursión a las bibliotecas de Israel. Y con idéntica amabilidad, las bibliotecarias accedieron a fotocopiar algunas de las páginas del libro de Yadin. Un volumen que, de haberlo hojeado a tiempo, me habría ahorrado más de una calamidad. Pero el cielo —no me cansaré de insistir en ello— escribe derecho con renglones torcidos. Lo malo es que un servidor parece gozar de una especial habilidad para, encima, «retorcer lo torcido»…
El declive de aquel viernes me forzó a olvidar la sala 309, al menos hasta las diez horas del día siguiente. La jornada, sin embargo, no se iría de vacío.
Digo yo que no tiene otra explicación. Desde el instante en que empecé a trabajar sobre el desarrollo del «ángel», descubriendo que quizá el número secreto de sus plumas era el «6», una idea venía germinando en los recovecos de mi subconsciente.
A primera hora de la tarde, mientras contemplaba el sinuoso resbalar de la lluvia en los cristales del bus 9, decidí probar fortuna. Aunque la operación era de lo más inocua e inocente, tomé precauciones. Mi súbito interés por aquellos documentos podía inquietar a los, de momento, tranquilos servicios de Información judíos. Rehusé utilizar el teléfono del hotel y, desde una cabina pública, marqué el 282936. Instantes después, uno de mis amigos franciscanos del convento de la Flagelación, en la Ciudad Vieja, me proporcionaba la información necesaria.
El tiempo apremiaba. Y, casi a la carrera, me planté en la dirección exacta: la confluencia de las calles Jaffa y Shlomzion Hamalka. En dicha esquina —tal y como me había especificado el buen monje—, frente por frente a un comercio de flores, en el segundo piso, encontraría lo que buscaba. Tuve suerte. Aunque la oficina estaba a punto de cerrar, uno de los funcionarios, de origen sefardí, se mostró encantado de poder servirme y, de paso, de refrescar su arcaico castellano.
La verdad es que no tenía muy claro cuál de aquellos mapas militares de Israel podía ser el idóneo. Así que, curándome en salud, arramblé con media docena, seleccionando diferentes áreas del norte, centro y sur del territorio. Hasta ahí todo fue de perlas. Pero un funesto presagio me conmovió de pies a cabeza cuando, al abonar las cartas topográficas, el empleado del Gobierno reclamó mi pasaporte, tomando buena nota de mi filiación. El imprevisto contratiempo —insalvable por otro lado— traería cola…
Los mapas —a escala 1:100 000— eran minuciosos. Perfectos. Y entusiasmado por la adquisición y, en especial, ante la atractiva idea de poder verificar la hipótesis acerca de las alas, apresuré la marcha, enclaustrándome de nuevo en el hotel.
«… y sus alas te llevarán…».
Busqué una guía de carreteras entre mis papeles. Al desplegarla, los dedos temblaron. No sé explicarlo. Yo sabía que algo estaba a punto de suceder.
Elegí la ciudad de Jerusalén como centro del «ensayo». Allí, después de todo, se encuentra el museo de Israel y el «ángel». A continuación dibujé dos líneas rectas sobre el mapa. Una vertical o eje de ordenadas, siguiendo la dirección norte-sur, y la segunda, horizontal o eje de abscisas, de este a oeste. La Ciudad Santa, repito, ocupaba la intersección de dichos ejes.
Examiné de nuevo la fotocopia del libro de Yadin, reafirmándome en lo que ya sabía: si tomaba la silueta de la criatura alada como imaginario eje vertical, cada una de las alas venía a ocupar un cuadrante.
El viejo presentimiento tomaba cuerpo…
Pues bien, de acuerdo con este planteamiento, las plumas más largas, correspondientes a cada una de las alas, podían ser asociadas a otras tantas direcciones o rumbos. Las dos superiores marcarían así el noreste y noroeste, respectivamente, y las inferiores, el sureste y suroeste, también respectivamente.
Aquello parecía válido. Si las alas —como aseguraba el enigma— debían conducir al guía, era lógico suponer que ocultasen alguna información. Quién sabe si la posición de una ciudad, de un pueblo, de un monumento o de un accidente geográfico. Para despejar el dilema sólo intuí un camino: trabajar con las plumas.
Las alas que nacían en la espalda del querubín —como ya fue dicho— sumaban 24 de estas plumas (12 en cada una). El paso siguiente era elemental. ¿Qué sucedía si transformaba los números en grados? Ello desembocaba en cuatro rumbos muy precisos: 012, 098, 190 y 282 grados, respectivamente, tomando como base, insisto, el número de plumas de cada ala (12, 8, 10 y 12) y estos mismos dígitos como la magnitud angular a considerar, partiendo de los ejes-base de cada uno de los cuadrantes. Al carecer de un transportador o de una regla graduada, tuve que ingeniármelas a base de paciencia. Dividí cada cuadrante en diez ángulos más o menos iguales, emprendiendo entonces una meticulosa revisión de los 40 rumbos. En un primer momento, el abigarrado haz de rectas me desmoralizó. Cada línea «pisaba» decenas de poblados, montañas y ciudades israelitas. ¿Estaría allí la respuesta?
Tenía que empezar por alguna parte. Así que me decidí por lo más cuerdo: el rumbo 010o. Es decir, la primera de las divisiones. La mecánica de exploración fue igualmente simple: partiendo del centro de los ejes —Jerusalén—, fui siguiendo la línea que había dibujado a lápiz sobre el mapa, primero en dirección norte y, acto seguido, hacia el sur. La lectura de aquel rumbo no me dijo nada. La mayoría de las poblaciones —árabes o judías— resultó impermeable. No hallé una sola relación con Hazor o con el «ángel». Salté a la segunda dirección —020o — y, al cruzar el mar de Galilea, el nombre de Hazor me atrapó. Las ruinas del tell, rigurosamente registradas en el mapa, quedaban entre ambos rumbos, muy cercanas a los 010o. Aquella aparente casualidad me dejó un tanto perplejo. Pero, sin prestarle mayor atención, continué el paciente rastreo.
Dos horas más tarde, con el bloc garrapateado por un sinfín de inútiles anotaciones, me di por vencido. Había fallado de nuevo. Los cuarenta rumbos sólo eran una maraña de vanas ilusiones. No me fue posible descubrir la más remota conexión entre los cientos de enclaves que coincidían con el paso de las líneas.
Desmoralizado, me tumbé en la cama, negándome a pensar.
Pero el Destino acostumbra a no darme tregua. A los pocos minutos, trepando por encima del desencanto y de la melancolía, esa misteriosa «fuerza» que jamás me abandona removió mi memoria, sacando a la luz el ya olvidado lance de la posición de la ciudad-fortaleza de Hazor entre los rumbos 010 y 020 grados. Visualicé en mi imaginación la airosa figura del «ángel» e, instantáneamente, reparé en un detalle que, a fuerza de tenerlo a la vista, había escapado de mis pensamientos.
«¡Demonios!».
Como impulsado por un resorte me senté en la cama, sorprendido ante mis propias especulaciones.
«¡Doce plumas! Pero no —rectifiqué sin poder olvidar el rosario de desaciertos—. Seguro que no coincide. Eso sería un milagro».
La semilla de la duda estaba sembrada.
«Además —remaché para mis adentros—, para comprobarlo necesitaría un transportador…».
Fue inútil. Aquel forcejeo conmigo mismo estaba sentenciado desde el principio.
«¿Y dónde localizo un maldito transportador?».
Consulté la hora. Las cuatro y media. El dichoso sábado judío estaba al caer. Caminé hacia la ventana, dando fe del raudo oscurecimiento de Jerusalén.
«Sí, quizá aún pueda…».
Escapé del hotel como una exhalación, urgiendo al taxista para que me condujera a la puerta de Jaffa, en las murallas de la Ciudad Vieja. Tanto los árabes como los cristianos aprovechan el masivo cierre de los comercios y establecimientos judíos en el sabbath, ofreciendo los suyos a la miríada de extranjeros que acierta a circular por sus respectivos barrios.
Con la precipitación no reconocí mi error hasta que, en pleno corazón de la Old City, comprendí que había equivocado la puerta de entrada a la tortuosa y negra ciudadela. Por la de Damasco, algo más al norte, el acceso al sector cristiano habría sido directo. Pero no eran momentos para lamentaciones. Lo importante era encontrar una librería, una papelería o cualquier bazar donde adquirir el instrumental necesario para mis indagaciones.
Sin rumbo fijo fui penetrando en las animadas y pestilentes callejuelas, preguntando a los recelosos musulmanes.
—Book-shop?
Los escasos árabes que terminaban por entender mi propósito de visitar una librería me arrastraron invariablemente a su propio negocio, o al de un pariente o amigo, metiéndome por los ojos los típicos y tópicos libros sobre Tierra Santa, embarullados siempre entre una constelación de souvenirs. La fuga de algunos de aquellos cuchitriles fue laboriosa. Y desplomada ya la noche, rendido por el incesante trotar de pasadizo en pasadizo y de bazar en bazar, renuncié a mi empeño, descubriendo con desolación que —para colmo de males y desventuras— me hallaba irremisiblemente perdido en lo más profundo del nada recomendable barrio árabe. Los que conozcan este negro laberinto —en especial si lo han atravesado durante la noche— comprenderán la angustia que empezó a filtrarse en mi ya resentido ánimo. Ignoraba cuál de las puertas de la muralla —Jaffa, Nueva, Damasco o Herodes— podía estar más a mano. En cuanto a las parcas indicaciones de los cada vez más escasos transeúntes, sólo contribuyeron a marearme, hundiéndome en callejones fétidos y tenebrosos, poblados de gatos y sombras furtivas. Si algún malnacido se percataba de mi problema, mi suerte y los dólares que portaba quedarían listos para sentencia…
A eso de las nueve de la noche, al ingresar en una de las callejas, tan exiguamente iluminada como las precedentes, me concedí un respiro. Tenía que zanjar aquella estúpida e irritante situación.
«Si al menos tuviera la fortuna de encarrilar mis pasos al convento de la Flagelación…».
Le pegué fuego a uno de los últimos Ducados y, sin más, como en otras ocasiones límite, levanté los ojos hacia el borrascoso cielo, suplicando ayuda. El lector incrédulo puede imputar lo que aconteció después —y está en su perfecto derecho— a una mera casualidad. Lo comprendo y respeto. Yo, afortunadamente, hace muchos años que no creo en la casualidad. Por eso, cuando apenas transcurridos treinta segundos, vi aparecer por el extremo de la calle las inconfundibles siluetas de dos monjes, no pude reprimir una generosa sonrisa. Una sonrisa —dirigida a los cielos— que sólo mi corazón entendió.
Los solícitos franciscanos, aunque no llevaban el camino de la Flagelación, se desvivieron por ayudarme, orientándome hacia la vía Dolorosa. Desde allí, el resto fue sencillo. El prior del celebrado convento —padre Justo Artazar Ocerinjaureguin—, paisano y amigo, me puso en manos de otro ilustre fraile —el sabio Frederic Manss—, que resolvió mi papeleta.
Y a las once de esa noche del viernes —transportador en ristre— me dispuse a comprobar lo que, poco antes, yo mismo había casi desestimado.
—Si resulta —me sorprendí a mí mismo hablando solo—, no tendré más remedio que creer en los milagros…
Deslicé el humilde semicírculo de plástico azulón sobre el mapa del territorio israelí, ayudándome en la medición con el canto de un libro.
—¡Santo cielo!
Repetí la operación y el rumbo 012 encajó matemáticamente. No había duda ni error posibles. Con relación al meridiano de Jerusalén, las ruinas de Hazor se hallaban a 012 grados.
—¡Fantástico!
Acaricié el dibujo del «ángel» y, todavía incrédulo, me pregunté una y otra vez cómo era posible. ¡La suma de las plumas del ala ubicada en el primer cuadrante coincidía con el rumbo de Hazor! Un rumbo exacto. Sin la menor desviación. Directo.
Y mi espíritu, al fin, se sintió reconfortado.
«… y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El criptograma, en parte, cobraba cierta lógica. Algunas de las frases empezaban a ponerse en pie. Creo que en aquellos momentos de júbilo —como obligada consecuencia de lo anterior— las tres enrevesadas menciones al evangelista Marcos aparecieron ante mí, por primera vez, como lo que quizá eran en realidad: un semijuego del mayor, astutamente dispuesto para confundir. Días más tarde comprendería que tal deducción era correcta… a medias.
El resto de la noche, hasta el clarear del nuevo día, lo dediqué a una más profunda revisión del rumbo que, naciendo en Jerusalén, pasaba por Hazor (012o N 12o E), así como a los indescifrables dígitos «6.2.0». Mi excitación era tal que el sueño y el cansancio debieron huir, espantados.
«Ran…, el monte Bet El, Mizrat Sharkiye…, la montaña denominada Shiloh… Karyut… Talpit… Salim…, el monte Ein Faria… Muʼeir… Gazit… Sharona… Migdal… Amiad y Hazor».
Ninguno de aquellos pueblos y cimas sobre los que «volaba» el referido rumbo me infundió confianza. «Las alas deberían llevarme al guía». Pero ¿a qué lugar? ¿Quizá a lo alto de alguno de los tres picos mencionados? ¿Encontraría allí al misterioso guía? ¿O no se trataba de un ser humano?
No puedo negarlo. A pesar del pequeño-gran triunfo que había supuesto el hallazgo del rumbo 012o, el enigma presentaba tanta niebla que fueron necesarias dosis especiales de calma y resignación para no enviar el asunto al mismísimo infierno. La posibilidad de tener que ascender a las montañas de Bet El, Shiloh y Ein Faria, sinceramente, me desmoralizó.
Investigué también el rumbo opuesto al de Hazor —192o—, pero los frutos no fueron mejores. La entrañable ciudad de Bethlehem (el Belén de los cristianos) rozaba casi la imaginaria línea. Según el transportador, el lugar del nacimiento de Jesús se asienta en una dirección de 190o. Es decir, dos menos que el que yo exploraba. En esos instantes no caí en la cuenta de otro curioso «detalle»…
El susodicho rumbo, en fin, se perdía en el desierto del Néguev, «sobrevolando» el pico de Zior y la ciudad de Amasa, muy al sur.
Cansado de lucubrar alrededor de los poblados y montañas que coincidían con el 012-192o, cambié de táctica. Entonces, la magia de los números se apoderó de mí. Y el nerviosismo se disparó nuevamente. Por pura inercia me entretuve en averiguar los kilómetros existentes entre Jerusalén y Hazor, siempre en línea recta y siguiendo el mencionado rumbo Norte 12o Este. La cifra —142,5 kilómetros— tampoco me pareció significativa… Pero, al sumar los dígitos, el resultado me intrigó. Arrojaba un número muy familiar: 12. ¿Otra coincidencia? El sentido común no replicó. Allí había «algo» oculto y embriagante.
Y en mitad de una selva de cálculos, las indagaciones fueron a topar con otro singular hecho. La longitud de Hazor —35o 31'> E—, una vez sumados estos dígitos, también daba 12. En cuanto a la latitud —33o 00'> N—, para mayor suspense, sumaba «6». O todo era fruto del azar —el disfraz favorito de Dios— o el mayor intentaba reafirmar el importante asunto del número secreto: el temido «6». No supe a qué atenerme. La confusión y el optimismo se hermanaron sin compasión.
Recapitulé por enésima vez. El ala superior derecha (en realidad, la situada a la izquierda del «ángel»), con sus 12 plumas, apuntaba a Hazor. (Rumbo 012o). La distancia entre el lugar donde se exhibe el «ángel» y el punto donde fue desenterrado también sumaba 12. Otro tanto sucedía con los dígitos de la longitud de las ruinas (12). La latitud, en cambio, presentaba un «6». Llegué a dudar, incluso, del número secreto. ¿Y si fuera el 12? Lo extraño es que, fundiendo estas cifras —grados, kilómetros, longitud y latitud—, el resultado era «6». Mis neuronas flaquearon. ¡El total de plumas del «ángel». —42— coincidía con la suma anterior!
Era difícil de creer que «aquello» fuera pura y simple casualidad. Tenía que obedecer a una metódica y concienzuda preparación. Y la querida imagen del mayor se materializó en mi memoria, con su inconfundible pícara sonrisa. Él, seguramente, había disfrutado lo suyo elaborando el criptograma e imaginando mis penurias. No se lo reprocho. Yo, a mi manera, peor que bien, también trabajaba con un inagotable espíritu deportivo. Y estaba dispuesto a llegar hasta donde fuera menester.
La extrema precisión de estos cálculos y medidas —en lo referente al ala del primer cuadrante— me hizo comprender que, quizá, las pesquisas desplegadas sobre el rumbo opuesto a Hazor no eran correctas. En mi torpeza, olvidaba que debía ajustarme siempre a lo sugerido o marcado por el «mensajero» que tenía delante. En este caso, la dirección o rumbo que se desprendía del número de plumas del ala del tercer cuadrante era 190o (180 + 10). En mi obcecación, al prolongar el rumbo 012 hacia el suroeste (tercer cuadrante), estaba errando en dos grados. Pues bien, dado que no había mucho que perder, tracé la línea correspondiente, con la nueva magnitud —190o —, enfrascándome en la revisión del rumbo que dictaba la referida ala inferior izquierda. El primer punto que llamó mi atención fue Belén. Como ya señalé, se encuentra al suroeste de Jerusalén, justamente en los 190o. El resto de la proyección se perdía igualmente en las arenas del Néguev, sin apenas referencias dignas de mención.
«¿Belén?».
«… y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Qué pintaba la ciudad de David en aquel embrollo? Marcos, el evangelista, no habla de Belén. Su evangelio arranca con la predicación de Juan el Bautista. No captaba la posible relación con Hazor o con la frase del criptograma. A pesar de ello, saltaba a la vista que, entre los nombres localizados en ambos rumbos —012 y 190—, los de Belén y Hazor se erigían notablemente sobre los demás. Eran, en definitiva, los que reclamaban la atención desde el primer momento.
Dejándome aconsejar por el instinto repetí el baile de números, tomando el nuevo rumbo y la ciudad de Bethlehem como referencias. Las sorpresas no se hicieron de rogar. La distancia de Jerusalén a Belén —7,5 km— volvía a sumar 12. Y los 142,5 km que separan Hazor de la Ciudad Santa, añadidos a estos 7,5 km, arrojaron ante mis narices el pegajoso «6» (142,5 + 7,5 = 150 = 1 + 5 = 6).
«¡Santo cielo! Aquello era demasiado».
Probé asimismo con la longitud y latitud de Belén. El número último —121 = 4— no parecía relacionado con el racimo de «12» y «6» precedente. (Los amantes de la Kábala, en cambio, sí sabrán saborearlo).
La verdad es que, para una noche, fue más que suficiente. Los números cantaban. Aquella desconcertante sintonía Belén-Hazor —de la mano de los rumbos y de los dígitos— sólo podía encerrar un significado. Pero debía asegurarme. Intuía que mis pasos eran acertados. Sin embargo, necesitaba nuevas pruebas. Era vital un exhaustivo «reconocimiento» del «ángel», in situ. Si la intuición no me traicionaba, quizá en el interior de la urna del museo de Israel pudiera detectar algún indicio o información complementarios. El mayor, hombre concienzudo donde los haya, tenía que haberlo previsto.
Lo que no fui capaz de prever —¿cómo imaginarlo siquiera?— es que esa misma mañana del sábado, 29, «alguien» a quien había olvidado me forzaría a suspender las investigaciones, empujándome, en cuestión de horas, a otra aventura sin par.
Medio dormido por tan precario descanso, y absorto en mil cavilaciones, necesité unas dos horas para descubrir que estaba siendo «controlado». A decir verdad, fueron «ellos», no yo, quienes desvelaron su «juego»… Pero antes, en mitad de la sala 309 de las de arqueología del museo de Israel, tendría lugar otro descubrimiento, bastante más venturoso.
A las diez horas y pocos minutos, apenas abiertas las dependencias, digamos que tomé posesión de la solitaria sala en la que se exhibe el mango de hueso de Hazor. No voy a ocultarlo. Después de lo averiguado la última noche, mi encuentro con el «ángel» fue especialmente emotivo. La figurilla se había convertido en algo querido y familiar. Un motivo —otro más— que me unía, aunque sólo fuera espiritualmente, al fallecido y añorado mayor norteamericano. (Algún día me atreveré a narrar lo que jamás he revelado sobre este hombre singular. Los lectores que hayan podido seguir mis investigaciones en estos quince años y que conozcan algunos de mis veintidós libros publicados, no se extrañarán si les digo que, por múltiples razones, a veces no doy a la luz pública ni el 10 por ciento de lo que realmente llega a mi poder. Pero todo se andará).
Después de un saludo mental —curiosamente, en mi «locura», termino siempre por dialogar con las cosas, y el altorrelieve del querubín no fue una excepción— lo dispuse todo para el «chequeo» definitivo: brújula, mapas militares, cinta métrica y el cuaderno de «campo».
Desconecté el seguro de la aguja magnética y fui a depositarla sobre el cristal de la urna. Justamente, en la vertical del «ángel». Agotada la natural oscilación inicial, la brújula se inmovilizó, marcando el norte magnético. Inspiré hondo antes de verificar la posición de la criatura alada.
«Norte…».
Inseguro, repetí la comprobación.
«¡Jesús!».
Un cosquilleo inconfundible me sacó de este mundo. Pero, pragmático y tozudo hasta decir basta, quise demostrarme que no soñaba. Recuperé la brújula y, adelantándome hasta uno de los ventanales, busqué alguna referencia conocida. A lo lejos se distinguía parte de la airosa Knesset, el parlamento israelí. Desplegué un plano de Jerusalén, situando ambos —mapa y brújula— sobre el alféizar de la ventana. La aguja, fiel y obediente a su naturaleza, fue a marcar el rumbo lógico: el norte. Satisfecho, rodeé el dibujo de la Knesset con un círculo rojo. Grave error que no tardaría en lamentar…
La brújula de aceite funcionaba a la perfección. Su dictamen, por tanto, era fiable.
La devolví al punto que me interesaba —en la vertical del cilindro—, procediendo a una tercera lectura de las mediciones.
«Norte…, noreste».
A pesar de tenerlo a la vista me costó trabajo creerlo. La figura del guardián del «árbol de la vida» se hallaba —y se halla— orientada al noreste. Es decir, en la dirección de Hazor. La brújula, además, ciega e imparcial, fijaba un rumbo harto conocido y significativo: ¡012o!
No supe qué hacer ni qué pensar. ¿Cómo era posible? Por un lado, en el desarrollo del «ángel», el ala ubicada en el primer cuadrante había revelado la dirección de las ruinas y el conocido rumbo 012o. Y ahora, «sobre el terreno», el mismísimo altorrelieve lo ratificaba. Era para enloquecer.
La idea de que el mayor hubiera manipulado el cilindro, colocándolo en su posición actual, me pareció descabellada. La urna de cristal, atornillada al pedestal metálico, era inviolable. Todo aquello emitía un halo mágico…
El penúltimo sobresalto llegó a continuación, al explorar las direcciones de las cuatro alas y del «arbusto sagrado». Al hallarse la pieza encarada al noreste, tanto el «árbol de la vida» como el ala de diez plumas —la opuesta a la que apuntaba hacia Hazor— señalaban otro importante rumbo: sureste. En otras palabras, el de la ciudad de Belén. La confirmación fue definitiva. La mencionada ala de diez plumas, como ya expliqué, había sido la llave para trazar el rumbo 190o. Todo encajaba. Las incógnitas parecían despejarse.
Anoté minuciosamente estos últimos hallazgos y, rendido a la evidencia, utilizando la urna como improvisado pupitre, escribí:
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
(El mayor advierte de la existencia-presencia de un «ángel» o «mensajero»…, delante de mí: criatura híbrida depositada en el museo de Israel, sala 309. Correcto).
Nota: el mayor aprovecha la frase del evangelista (Marcos 1.2). Si leo de corrido los versículos 1, 2 y 8 del criptograma, coincide con lo manifestado por Marcos en su primer capítulo: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino». Tiene sentido. El «ángel» y sus claves son el medio para avanzar. Aunque también por separado parece viable: ¿será el «guía» quien deba disponer mi camino?
«HAZOR ES SU NOMBRE».
(El del mensajero-ángel: Hazor. No distingo otra explicación. De allí es oriundo. Hazor, por tanto, es su gracia).
«Y SUS ALAS TE LLEVARÁN
AL GUÍA MARCOS 6.2.0.»
(Las alas parecen «guiar» o «conducir» a dos lugares prácticamente opuestos: Belén y el tell de Hazor. Eso creo, al menos…).
Nota: «Marcos 6.2.0», ¡incomprensible! ¿Cómo debe entenderse esta quinta frase del enigma: ¿guía Marcos?, ¿guía. Marcos 620?, ¿guía Marcos 6.2.0? ¡Ojo!, puede no ser un hombre. ¿Quizá un determinado documento o dirección? Hasta ahora, exploración negativa.
«EL NÚMERO SECRETO DE SUS PLUMAS
ES EL NÚMERO SECRETO DEL GUÍA».
(Conviene barajar las cifras más significativas: «42», «12» y «6». Me inclino por la última, aunque la suma total también remite al «6»).
Nota: estoy lejos de imaginar el significado de «número secreto del guía». Ni idea…
Frase vertical:
«MIRA
DELANTE DE
HAZOR
Y
A
ÉL.
ES
ÉL».
(Nada que objetar. Estoy seguro que el querubín de Hazor es la clave. Es él).
No tuve opción de redondear aquella suerte de balance-memoria de lo conquistado hasta esos momentos. Alguien, con delicadeza, tocó mi hombro derecho. Me sobresalté. Al volverme, tres individuos me sonrieron al unísono. Ni siquiera los había sentido acercarse. El más bajo, de mediana edad y revólver al cinto, pidió disculpas por la interrupción. Se identificó como vigilante del museo, rogándome que atendiera a los que le acompañaban. Se trataba de dos jóvenes, correctamente vestidos y de modales impecables. Sin dejar de sonreír, uno de ellos echó mano al bolsillo posterior del pantalón, mostrándome una diminuta cartera de plástico marrón. La abrió y me dejó leer: «Agaf Hamodiín».
Instintivamente levanté la guardia. El Agaf es el servicio de Inteligencia del ejército judío. Junto con el célebre Mossad (Mossad Lemodiín vetafkidim Meiujadim o Instituto de Información y Operaciones Especiales), la máquina más perfecta del espionaje mundial.
Traté en vano de pensar. ¿Qué demonios sucedía?
—No se alarme —intervino el de la credencial adivinando mi inquietud—, me llamo Tzipori. Mi compañero Ivri y yo deseamos hacerle unas preguntas…
—Pero, ¿cómo saben…?
El que decía llamarse Tzipori guardó la cartera y, perforándome con sus ojos azules, zanjó la estúpida pregunta.
—Nuestra obligación es saber, señor Benítez. Sabemos que es usted vasco, periodista y que, entre otras cosas, ha adquirido cierta cartografía militar…
—No comprendo.
Con un calculado ademán de su mano derecha, el israelí animó a su compañero a que refrescara mi memoria. Como un autómata, Ivri fue enumerando los mapas que, en efecto, yo había comprado el día anterior:
—Sheet nueve: Jericó. Cuatro: Teverya. Seis: Bet Sheʼan. Sheet dos…
—Entiendo —respiré aliviado. E intenté aclarar el malentendido. Pero los judíos abortaron mis deseos con otras preguntas.
—Díganos: ¿por qué los ha comprado? ¿Y por qué las sheets trece y catorce?
Hice un esfuerzo, pero, la verdad, no recordé a qué parte del territorio correspondían estas láminas o sheets. Mi sincera ingenuidad los confundió.
—¿Trece y catorce?… ¿A qué zona pertenecen?
—¡Al Néguev! —aclararon con gravedad.
En segundos creí descubrir el motivo de tanta preocupación. Estúpidamente me había metido en una ratonera. Aquellos planos del sur de Israel contienen dos enclaves de especial interés estratégico-militar: una base aérea y el controvertido silo atómico de Rifidim[5]. Según mis noticias, en la primera de estas instalaciones —tal y como había comentado con el entonces embajador judío en Madrid— debía hallarse aún uno de los motores del avión de pasajeros de Iberia, siniestrado en el monte Oíz, en las proximidades de Bilbao, en el País Vasco. Por supuesto, como ya especifiqué en su momento, no tenía la menor intención de aventurarme en semejantes parajes. Pero una cosa eran mis íntimos propósitos y otra, muy distinta, las suspicacias del Agaf. Estaba pisando un terreno resbaladizo.
—Es muy sencillo —me defendí, endulzando las palabras—. Tengo intención de reconstruir el histórico viaje de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, y esos mapas resultan insustituibles. El doctor Liba, del Instituto de Relaciones Culturales, el consulado español en Jerusalén y el propio Samuel Hadas, el embajador de ustedes en mi país, están al corriente.
—También lo sabemos —contraatacaron con terquedad—. Y usted no ignora que el desierto del Néguev queda muy lejos de la ruta que pretende reconstruir…
Estaba atrapado. Gracias a Dios, la impaciencia de Tzipori evitó males mayores.
—¿Cuándo piensa emprender esa marcha?
—Si no hay inconvenientes, mañana mismo. Quizá el lunes…
La fulminante improvisación vino a relajar las duras miradas de los agentes de la Inteligencia militar, llenándome de incertidumbre. Acababa de hipotecar mi tiempo y las inmediatas y, sin duda, cruciales investigaciones. Pero los patinazos no terminaron ahí.
—Está bien.
Tzipori me tendió la mano y, al despedirse, soltó algo que, al parecer, le quemaba la lengua:
—No sabíamos que le interesase tanto la arqueología… en especial, esta sala.
Comprendí la indirecta. Muy posiblemente —mejor dicho, con seguridad— los servicios de Información israelíes venían controlando cada una de mis acciones y movimientos. La prueba es que me habían «encontrado».
Debí morderme la lengua. Pero, en mi afán por aparentar transparencia, les mostré el cuaderno «de campo», metiendo nuevamente la pata.
—Se trata del «ángel de Hazor» —les expliqué, al tiempo que Tzipori, astuto y vigilante, me arrebataba el bloc, curioseándolo todo—. Un tesoro del siglo noveno antes de Cristo que puede servirme para la elaboración de un futuro libro…
Ignoro si los agentes leían español. El caso es que, sin el menor pudor, fueron repasando las hojas y planos, intercambiando rápidos comentarios en hebreo. De pronto, Ivri, al desplegar el manoseado mapa de Jerusalén sobre el que había trabajado con la brújula, reclamó la atención de su amigo, señalándole un punto. Yo, como un perfecto tonto, seguí mi perorata en torno a las excelencias del tell de Hazor. Noté, eso sí, cómo Tzipori apretaba las mandíbulas, chequeando la totalidad del mapa. Algo sucedía.
Al fin, metiéndome el plano por los ojos, preguntó sin miramientos:
—¿Y esto?
Correspondí con idéntica sequedad, apartando con firmeza la mano que sujetaba el mapa. Sin inmutarme bajé la vista, examinando el lugar por el que se interesaban.
¡Maldita sea! Era el dibujito trazado por M. Gabrieli, autor del referido mapa, representando la Knesset. Mecánica e inconscientemente lo había encerrado en un círculo rojo, al verificar la fiabilidad de la aguja magnética.
Les dije la verdad, mostrándoles incluso la brújula. Dudo que aceptaran tan peregrina salida. La siguiente pregunta confirmaría mis sospechas:
—Muy bien. Pero ¿por qué la Knesset ha sido marcada en rojo y las restantes direcciones y lugares en azul?
Sagaces y desconfiados, no se les escapaba una. Imaginé lo peor. Aquellos tipos —o la legión de agentes camuflados en Israel— podían estar al tanto de mis contactos con los árabes y, dada mi condición de vasco, asociarlos a otra terrorífica actividad que, naturalmente, detesto. ¿Cómo explicarles que todo aquello era una cadena de desafortunadas coincidencias?
—¿Piensan que soy un terrorista? —estallé.
Los judíos me devolvieron el cuaderno de «campo» y, parapetándose en una irritante suficiencia, Tzipori dio por cancelada la entrevista con una frase que no olvidaré:
—Si usted lo fuera, amigo, ya estaría muerto…
No hubo más comentarios, consejos ni aclaraciones. Tal como habían llegado, así desaparecieron. A partir de entonces, mi estancia en Israel se convertiría en un sinvivir.
Atemorizado ante el cariz de los acontecimientos, no lo dudé. Cumpliría mi promesa. Las pesquisas alrededor del enigma podían esperar. Tampoco era cuestión de contrariar a los peligrosos servicios de Inteligencia. Y esa misma tarde preparé la gran marcha. Siguiendo las prudentes recomendaciones del doctor Liba —dada la alta conflictividad y teórica peligrosidad de uno de los tramos del viaje: la franja fronteriza entre Israel y Jordania—, telefoneé a varios de mis colegas y corresponsales de prensa en Jerusalén y Tel Aviv, con el fin de anunciarles mi objetivo. De esta forma, si la noticia saltaba a los medios de comunicación judíos, mi aventura podría verse respaldada; en especial, de cara a los puestos de control militar que jalonan la margen derecha del río Jordán. No tuve mucha suerte. La noticia, que yo sepa, jamás se publicó en Jerusalén. No me desanimé. Lo intentaría a «tumba abierta». Después de todo, así resultaba más excitante. Al alba, un autocar me trasladó a Nazaret. Y a eso de las nueve y media, con una flagelante mochila roja a la espalda y el espíritu encendido ante semejante reto, inicié la andadura. Tras una lacónica plegaria ataqué el descenso hacia las llanuras de Jezreel, rumbo a Bet Sheʼan, la antigua Scythópolis, final de la primera caminata. Mi plan contemplaba cuatro etapas —de algo más de 40 km cada una—, descendiendo en paralelo al Jordán, con un segundo descanso al pie del monte Sartaba. La tercera jornada, en pleno desierto de Judá, concluiría en el oasis de Jericó y, desde allí, por último, remontando las duras pendientes que caen desde la Ciudad Santa, cubrir, en esa cuarta y postrera etapa, la distancia que separa Jerusalén de Belén. En total, unos 170 km.
Pero, como ya señalé, no es éste el momento ni el lugar para dar fe de tan memorable y accidentada «excursión». Modestamente, eso sí, creo haber contribuido a demostrar que la ruta más lógica para un viaje como el que emprendieron María y José, no es la de Samaria —por el centro de Israel—, sino la del río Jordán. Un español, en fin, y me enorgullezco de ello, ha sido el primer «loco» en reconstruir el decisivo peregrinar de los padres terrenales de Jesús, desde la Galilea a la ciudad de David.
Volvamos, pues, a lo que importa: el criptograma y las peripecias en las que —¡cómo no!— me vi envuelto hasta el final.
El miércoles, 3 de diciembre de 1986, amparado por la luz neutra del crepúsculo, avistaba —al fin— la ciudad de Belén. Con un caminar inseguro y recortado —más propio de un anciano que de un hombre de cuarenta años, lógica consecuencia del fuerte castigo, de los malparados pies y de aquel indomable dolor en la columna— fui a culminar la odisea ante los blancos muros de la iglesia de la Natividad.
Quizá fuera una casualidad (?). La cuestión es que, al cerrar la marcha en la explanada pavimentada y recostarme sin resuello contra el pedestal sobre el que se levanta la estrella de cinco puntas, el volteo de una de las campanas del sagrado recinto llenó mi rendido corazón. Levanté la mirada hacia el púrpura provisional de los cielos y agradecí la oportuna «señal» y la benevolencia del Gran Padre, que me había permitido llegar hasta allí. Durante un tiempo, ajeno a todo, lloré en silencio, quemando así los miedos, angustias y soledades de aquellos días. El frío y el mudo tintineo azul de las primeras estrellas secaron mis lágrimas y la plácida melancolía que me inundaba.
Regresé al punto a Jerusalén. En el hotel no había novedades. Los servicios de Inteligencia —apostaría la vida—, estaban al tanto de mis andanzas, pero supieron guardar las distancias. A partir de esos momentos, sin embargo, debería extremar los cuidados. Al menos durante unas horas, no sería yo quien rompiera la tregua. Mi único deseo era disfrutar de un interminable baño y de un indefinido descanso. El cielo y los hombres respetaron mi voluntad, pero, a eso de las nueve de la mañana del día siguiente, el teléfono —diabólico y pertinaz— me sacaría de un sueño reparador de catorce horas.
Al incorporarme en el lecho, un fortísimo y generalizado dolor muscular me mantuvo inmóvil. Imposible alcanzar el auricular. Al quinto o sexto repiqueteo, dejó de sonar.
—¡No puedo moverme!
Las inevitables agujetas —nada grave a decir verdad—, pasaron factura. Esperé una hora y, ante el riesgo de perderme en un nuevo sueño, apreté los puños, emprendiendo una lenta y más que cómica huida de la cama. Varias pastillas de glucosa, una ducha y una severa aplicación de linimento aliviaron momentáneamente tan comprometido y deplorable estado.
Me preocupaba no haber atendido al teléfono. ¿Quién podía ser? Presentí detrás el silencioso planear de los servicios secretos y, en previsión de males mayores, decidí averiguarlo. Marqué el 528658 y, al momento, mi buen amigo Elías Zaldívar, corresponsal de la Agencia Efe —con quien había mantenido contacto en la primera etapa de la marcha a pie—, satisfizo mis dudas, negando ser el autor de la llamada. Ni siquiera sabía de mi retorno a Jerusalén. Se alegró de oírme, prometiéndome enviar a España una reseña de mi pequeña hazaña.
No tuve que darle vueltas al asunto. Nada más colgar, Rachel me localizaba, declarándose responsable de la fallida llamada. Aquello me dio qué pensar. En realidad, no sé por qué me sorprendía. Así y con todo, continué sopesando la sospechosa puntualidad de la funcionaria del Gobierno judío. Resultaba demasiado casual que marcara el teléfono de mi hotel, justo a las pocas horas de mi retorno.
Al confirmar la culminación de mi aventura por tierras del Jordán mostró cierta incredulidad y —directa, como siempre— pasó a recordarme las reuniones pendientes. Una de ellas, concertada en el museo de la Medicina Antigua de Israel, me vendría como anillo al dedo. Hoy, sinceramente, me arrepiento de la locura cometida.
Cedí, como era lógico y natural. Acudiría sumiso a cuantas entrevistas fuera menester. De esta forma, la casi totalidad de mis movimientos quedaban «controlados». Ni que decir tiene que, a pesar de estas ataduras oficiales, mi plan seguía en pie. Ya me las ingeniaría para romper el cerco y reanudar las investigaciones en torno al criptograma. Para empezar, hasta las cuatro de la tarde, hora prevista para la primera de las reuniones en la Universidad Hebrea, disponía de un margen que no estaba dispuesto a malgastar. Durante las ocho horas que caminé en solitario a lo largo de cada uno de aquellos cuatro días, tuve todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre el enigma. Las frases cuarta y quinta —«… y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0»— ocuparon buena parte de esas dilatadas meditaciones. La palabra «guía» podía ser interpretada de muy distintas formas: como una persona que conduce a otra o le enseña el camino; como un guía turístico, tan abundantes en Israel; como un maestro o guía espiritual; como un poste o pilar que sirve de indicación; como un libro o tratado de preceptos o, en fin, entre otras traducciones, incluso como el sarmiento o vara que se deja en las cepas y en los árboles al podarlos. Teniendo en consideración que las alas del «ángel» parecían conducir a Hazor o a Belén, lo obligado era buscar en dichos extremos. El tell de Galilea, influido por los recuerdos de mi desastrosa visita y también por lo retirado de la ciudad-fortaleza, fue relegado a un segundo plano. Belén me atraía mucho más. Establecida, pues, la decisión de explorar en la ciudad de David, el siguiente paso no resultaba tan cómodo. ¿Cómo y dónde atacar? No sé si lo correcto —pero sí lo más asequible— fue aparcar las interpretaciones engorrosas del término «guía», limitando el campo de acción a una de las facetas más fácil de comprobar: la de guía turístico. Sé que iba a ciegas y que lo de «conductor turístico» sonaba de lo más prosaico. Pero, como digo, por algún sitio tenía que empezar. En mi fantasía —lamentable error— seguía viva la imagen de un «guía» igualmente fantástico, oculto por los velos del misterio y quizá inasequible. Una vez más olvidaba la peculiar sencillez y el estilo directo del mayor.
Era imposible captar lo cerca que me hallaba de la definitiva resolución del jeroglífico y de los inquietantes sucesos que la acompañarían. Los teléfonos del Ministerio de Turismo de Israel —240141 y 4661516— comunicaban insistentemente. Así que, a pesar de los dolores, adopté la única fórmula viable para despejar aquella primera incógnita. Tres cuartos de hora más tarde, tras invocar los nombres de dos de mis contactos en el citado Ministerio —los señores Hod y Kotzer—, uno de los funcionarios me presentaba a la responsable de los staff guide, dependientes —en su mayoría— de los cientos de agencias de turismo radicadas en el país.
—Si no he comprendido mal —repuso la hebrea con exquisita amabilidad—, usted desea consultar las listas de los guías oficiales de turismo de Hazor y Belén…
Asentí impaciente.
—¿A qué guías se refiere, exactamente?
—No comprendo.
Con excelente precisión matizó su pregunta, aclarando que los guías autorizados a trabajar en la ciudad de David pasaban de quinientos.
La cifra me desalentó. De improviso, el anaranjado parpadeo de una de las líneas del teléfono interrumpió la conversación. La mujer escuchó atentamente durante uno o dos interminables minutos, alternando sus concisos monosílabos con varias y esquivas miradas hacia mi persona. No le concedí mayor importancia. Sin embargo, al reanudar el diálogo, percibí un notable cambio en el tono de su voz. La cordialidad inicial, aunque presente en todo momento, descendió de nivel. Fue algo instintivo. En el despacho empezó a respirarse un tufillo de mutua desconfianza. Aquella llamada, sin duda, tenía mucho que ver con mis viejos amigos del Agaf…
—El asunto cambia —prosiguió, recuperando el hilo de la explicación— si usted se refiere a los que residen de forma habitual en Belén o en el tell de Hazor y, al mismo tiempo, desarrollan su actividad en dichas zonas.
Sus ojos destellaron con una mal contenida curiosidad. Y aguardó mi respuesta. La verdad es que no disponía de muchas opciones. Si era menester, quemaría las cejas sobre la extensa lista, a la búsqueda del más nimio de los indicios. Pero bueno sería acometer la empresa por lo más cómodo. Así que me decidí por lo último. En buena lógica, los guías legalmente autorizados, que habitan en Belén o Hazor, no podían ser muy numerosos. Y confié en mi buena estrella.
Mientras la hebrea revolvía en su mesa, a la captura de la referida relación, me asaltó una incómoda duda: ¿y si no fuera un guía oficial? Es un secreto a voces que, en Israel, los que viven como guías ocasionales o clandestinos —muy especialmente los árabes— son legión. Yo solo me complicaba la existencia…
—Aquí está —intervino la israelita, eclipsando mi repentina incertidumbre—. Veamos.
Repasó los folios plastificados de una gruesa agenda negra y, localizados los guías de Belén y Hazor, alzó la vista, rogándome que me sentara. Agradecí la atención. Mis piernas palpitaban de dolor.
Recorrió con el dedo índice izquierdo una columna de nombres, direcciones y teléfonos y, saltando a la siguiente página, murmuró casi para sí:
—Tal y como suponía, en Hazor no reside ningún guía. Los más próximos (que se ocupen de las visitas al tell) viven en Teverya, Nazaret y, por supuesto, aquí, en Jerusalén.
Recibí la información con alivio. Aquello simplificaba la búsqueda. Y sin previo aviso se descolgó con dos preguntas que esperaba desde el principio:
—Por cierto, ¿por qué le interesan esas personas? ¿Ha pensado en alguna en particular?
En tan críticos momentos no advertí las segundas intenciones de mi interlocutora. Luego, al hilvanarlo todo, comprendí.
Como pude y Dios me dio a entender, aclaré que deseaba visitar la zona y que, en consecuencia, precisaba los servicios de un guía serio y competente.
—Respecto a la persona en concreto —disimulé con frialdad—, no tengo preferencias.
—Comprendo…
Una densa pausa me hizo presagiar nuevas complicaciones.
—En fin, no hay mucho donde escoger —concluyó con fingido desaliento—. Véalo y decida usted mismo.
A veces sucede. Aunque los dedos se me hacían huéspedes, en esos instantes, impaciente por atrapar la lista, no reparé en la hábil maniobra. ¿O será que veía infiltrados y espías por doquier? Fue después, al tomar un taxi y comprobar que me seguían, cuando caí en la cuenta. Lo lógico hubiera sido que ella misma se brindara a recomendarme a cualquiera de los guías. Pero no. Astuta y premeditadamente me dejó hacer. Y yo, como un ganso, mordí el cebo.
Invoqué a todos los santos. Pero los escasos gramos de serenidad que aún conservaba se me fueron por los dedos, justo al recibir la agenda. El escandaloso tembleque del cuaderno de direcciones no pasó inadvertido para mi observadora. Segura de sí misma continuó escrutando mis reacciones. Tropecé un par de veces con su inquisidora mirada, pero bajé los ojos, impotente. Más inquieto y ofuscado por el ingobernable temblor que por la lista que se abría sobre mis rodillas, no me centré en ella hasta la segunda o tercera lecturas. Finalmente, una vez enganchado en la relación de guías autorizados que residen habitualmente en Belén, los nervios se calmaron, dando paso a otra no menos furiosa emoción.
En la página izquierda, bajo el brillo saltarín del plástico, aparecía una serie de nombres y apellidos, precedidos por sendos números de cinco dígitos que, francamente, no supe interpretar. A continuación, los respectivos domicilios, teléfonos, apartados de Correos, nacionalidad y raza, la fecha de inicio de su actividad como guía y la o las agencias turísticas con las que venían trabajando.
La hebrea, desde su silencio, pareció sorprendida ante mi rápida recuperación. Abrí el cuaderno «de campo» y, dispuesto a desafiarla, fui copiando la lista. Por razones obvias, me veo obligado a omitir parte de la información allí reunida.
Lo primero que llamó mi atención fue el hecho de que la mayoría fuera árabe. En el fondo resultaba de lo más natural, ya que buena parte de la población belenita lo es. Terminadas las minuciosas anotaciones, pasé a cotejarlas con el original. Al alcanzar la mitad de la relación el corazón me alertó. Retrocedí estupefacto, releyendo las filiaciones precedentes. Por último, ansioso, descendí hasta el último de los guías consignados.
La funcionaria captó mi excitación. Y, sin poder sofocar la curiosidad, rompió el mutismo:
—¿Qué le sucede? ¿Ha encontrado a su hombre?
—Bueno…, no sé —titubeé, haciendo un esfuerzo por acallar el júbilo que, como un tornado, casi me levantaba del asiento—. Así, de pronto…
Insatisfecha con la evasiva, presionó sin piedad.
—¿Le suena alguno? ¿Quiere llamarle desde aquí?
Se apresuró a recuperar una acogedora sonrisa, descolgando y ofreciéndome el auricular del teléfono. Esta vez, la Providencia selló mi peligrosa espontaneidad. Además, tampoco estaba seguro. Convenía sopesar aquellos datos, lejos de posibles maledicencias oficiales…
—No, gracias —corté sin tapujos—. En vista de la general y notable antigüedad en el servicio —añadí con una teatralidad que todavía me maravilla—: todos parecen buenos candidatos. Lo pensaré…
Sin concederle tregua le devolví la «milagrosa» agenda, interesándome por los enigmáticos números que encabezaban cada una de las filiaciones.
La mujer acentuó su sonrisa, pagándome con la misma moneda:
—Eso no es de su incumbencia… Digamos que se trata de un código secreto y cifrado, de uso exclusivo del Gobierno.
—¡Un número secreto!
Mi exclamación, el torrente de alegría y la mal disimulada sorpresa que provocó en mí la parca pero reveladora insinuación, agotaron su paciencia y, supongo, su capacidad de entendimiento. El desliz de la funcionaria ponía punto final a la visita a la sede del turismo judío.
Estreché su mano con fuerza. El aparente gesto de amistad y gratitud la desconcertó del todo, correspondiendo con una imprecisa sonrisa.
Segundos después, eufórico, abandonaba el lugar, apretando contra mi pecho la valiosa información. Caminé tres o cuatro metros por el largo corredor y, asaltado por la curiosidad, giré sobre los talones, retrocediendo. La vieja táctica daría sus frutos. Violando las más elementales normas de educación empujé la puerta de cristal del despacho que me había acogido, asomando medio cuerpo. Mi inesperada aparición pilló desprevenida a la funcionaria, justo cuando, teléfono en mano —y en hebreo— ponía sobre aviso de mi partida a Dios sabe quién. Eso fue lo que deduje de su visible nerviosismo. Poco más tarde, el taxista que me conduciría al hotel, al traducir las tres frases que alcancé a oír y anotar, confirmaría mis sospechas.
Más o menos, éstas fueron las palabras que, como digo, pude retener: «Ha-ish sheljá iachá ka-rega… Beseder… Eeséh ma she-ujal». Que, vertidas al español, no ofrecían demasiadas dudas: «Su hombre acaba de salir… Está bien. Haré lo que pueda».
Al reconocerme interrumpió la conversación telefónica, pegando el auricular al pecho.
—¡Disculpe! —me excusé sin soltar el pomo de la puerta—. Olvidé preguntar la tarifa oficial por jornada…
—Eso, señor, lo fija la agencia —vomitó airada desde el fondo del escritorio.
—¡Ah, claro! Perdone.
La tela de araña de los servicios de Información seguía cubriéndome, invisible y certera. Pero —insensato de mí— el peligroso juego, lejos de atemorizarme, desencadenó la adrenalina, excitándome. No había nada de qué avergonzarse. Así que, con una temeraria inconsciencia, me propuse despistarlos. (Ahora rememoro con pavor ese viejo y sabio adagio popular que testifica que «la ignorancia es osada»).
No fue difícil advertir la presencia en el vestíbulo de aquel individuo rechoncho, de poblado mostacho y paraguas al brazo. A pesar de esconder su cara de luna tras un ejemplar del Jerusalem Post, nuestras miradas coincidieron. Los sucesos vividos en el despacho hablaban por sí solos. Aquél podía ser el hombre que acababa de telefonear. Pronto lo sabría.
El número 24 de la calle King George, sede de la Oficina de Turismo, no se encuentra muy lejos del Moriah Jerusalem Hotel. Podría haber cubierto el trayecto a pie. Pero, debido a los dolores musculares y a la morbosa curiosidad de comprobar si me seguían, elegí lo más cómodo y seguro.
A las puertas del edificio, parcialmente encaramado en la acera y con dos ocupantes en su interior, se hallaba estacionado un Mercedes gris, 300-D. La populosa avenida no es, precisamente, un lugar donde se pueda aparcar de semejante guisa. Aquello me hizo desconfiar. Y mientras aguardaba el paso de un taxi memoricé la matrícula: «699-518», placa amarilla.
Al acceder al primer taxi libre que acertó a pasar, dudé. ¿Me dirigía al hotel o daba un rodeo por las calles adyacentes? Si el Mercedes —como sospechaba— pertenecía a la Inteligencia judía, no tardaría en averiguarlo. Por otra parte, solicitar del conductor que despistara al potente automóvil se me antojó arriesgado. Lo prudente era retornar al Moriah. Intencionadamente, me senté al lado del chófer, espiando las maniobras de los hipotéticos agentes por el espejo retrovisor. En efecto, nada más arrancar, el gordinflón del periódico se coló de rondón en el Mercedes, que fue a posicionarse —camuflado en el flujo de coches— a poco más de cincuenta metros por detrás de nuestro turismo.
Quince minutos después, frente a las puertas amarillas del hotel, simulé un inexistente regateo con el taxista. Me explico. Para un observador exterior, mis gesticulaciones y braceos —shekels en mano— podían ser interpretados como un rutinario «forcejeo crematístico», tan común entre los turistas avisados y los profesionales del taxi en Israel. En realidad, la conversación discurría por derroteros muy distintos. La excusa de la traducción al inglés de las palabras hebreas que había cazado al vuelo en el despacho de la funcionaria me vino al pelo para demorar la salida del taxi, disponiendo así de un tiempo precioso en el que poder observar las evoluciones del Mercedes. El chófer agradeció la propina y la posibilidad de quebrar la monotonía de la mañana, prestándome, como digo, un estimable servicio. En ese lapsus, a caballo entre el retrovisor y las prolijas explicaciones de mi oportuno traductor, comprobé con un malvado regocijo cómo mis perseguidores frenaban la marcha. Dudaron dos o tres segundos y, convencidos de que me disponía a ingresar en el hotel, giraron a su izquierda, enfilando la rampa de acceso al aparcamiento subterráneo del Moriah. Ése, en el fondo, fue un error. Si mis intenciones hubieran sido otras podría haberlos despistado, bien alejándome de la zona en el mismo taxi o sirviéndome de cualquiera de los autobuses que tienen sus paradas frente al edificio del hotel, a ambos lados de la calzada. Pero, de momento, mi objetivo no era ése.
Ardía en deseos de sentarme tranquila y sosegadamente y proceder a un exhaustivo análisis de lo que había descubierto en el Ministerio de Turismo.
Recogí la llave de la habitación y, cuando estaba a punto de entrar en uno de los elevadores, lo pensé mejor. Aquella situación me divertía. Faltaban dos horas para mi cita en la Universidad Hebrea y, esperando sacar algún provecho, me acomodé en un ángulo del vestíbulo, de forma que pudiera observar y ser observado sin dificultad. A los cinco minutos, como imaginaba, el «cara de luna» y un segundo individuo empujaban la puerta giratoria. Me incliné hacia el cuaderno «de campo», aparentemente ajeno a cuanto me rodeaba. La llegada de una de las camareras me recordó que estaba prácticamente en ayunas, regalándole a la escena una mayor naturalidad. De reojo, mientras pedía un vaso de leche y una porción de pastel de queso, fui siguiendo las evoluciones de mis contumaces «amigos». Los vi intercambiar algunas frases, mirarme de soslayo y, finalmente, avanzar hacia la recepción, solicitando la presencia de uno de los empleados. La distancia —alrededor de veinte metros— y el hecho de que los sospechosos me dieran la espalda, anularon cualquier intento de comprensión de la escena, aunque, en los cinco o diez minutos que duró el «cónclave», lo imaginé todo o casi todo. Lo único que acerté a captar fue cómo el compañero del gordinflón rebuscaba en los bolsillos posteriores de su raído pantalón vaquero, echando mano de algo —quizá un pequeño bloc de notas— en el que llevó a cabo unas menguadas anotaciones. Acto seguido, con idéntica discreción, tras comprobar cómo devoraba mi frugal almuerzo, abandonaron el hotel.
A decir verdad, la desaparición de los supuestos agentes no me sirvió de consuelo. Seguro que tramaban algo. Tentado estuve de asomarme al exterior. Pero comprendí que lo más inteligente era seguirles el juego, haciéndoles creer que ignoraba su presencia. Esto me proporcionaba una cierta ventaja.
«… y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía…».
Aquello sí era importante. El Destino, cansado quizá de tanto laberinto, acababa de echarme una inestimable mano. En la relación de guías autorizados por el Ministerio de Turismo de Israel, con residencia habitual en Belén, figuraban doce nombres. (¡También era «casualidad» que fueran precisamente «12»!). De éstos, cuatro —Toufite, Abraham, Mike y Elías— desempeñan su labor en la propia ciudad de David. El resto —Emin, Raimundo, José, Michel y otros tres Elías— conducen a los turistas y peregrinos a lo largo y ancho de Tierra Santa. Con total premeditación, sólo he mencionado once de los doce profesionales que recogía la lista. El último, que aparecía mediada la citada relación oficial, fue el causante de mi ya referido júbilo. En la sucinta referencia —de la que silencio algunos datos por razones de seguridad— pude leer y copiar lo siguiente:
«00006. Marcos Gabriyeh. Domicilio… Apartado postal 620. Belén. (Carece de teléfono). Árabe cristiano. Ejerce desde 1965. Habla hebreo, árabe, inglés, español, francés, italiano y portugués. Trabaja para la Agencia… Dirección… P.O.B… Teléfonos… Cable… Télex… Jerusalén».
Como habrá intuido el lector, en estas telegráficas líneas destellaban algunos datos reveladores que colmaron mi excitación. Para empezar, aquél era el único guía de Belén que respondía al nombre de Marcos. En cuanto a los tres dígitos del apartado de Correos, ¿qué podía suponer? ¡620! La misma cifra que acompañaba a la inicialmente supuesta cita bíblica: MARCOS 6.2.0.
«… y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El rompecabezas encajaba. Las alas del «ángel» de Hazor estaban «llevándome» a un guía, de nombre MARCOS, cuyo número secreto oficial —00006— coincidía o sumaba lo mismo que el de las plumas del querubín: «6».
Estudié el criptograma, sin dar crédito a lo que ahora, después de tantos esfuerzos y quebraderos de cabeza, resplandecía ante mí como lo más cristalino del mundo. Y recordé estremecido la carta de Munich.
Si todo aquello era algo más que un espejismo, mis viejas e inseguras deducciones habían acertado de plano. El mayor, jugando a desorientar, supo extraer la justa utilidad del nombre y de los textos del evangelista, incrustando un segundo «Marcos» en el punto exacto. Y como ocurriera en el primero de los «mensajes», el que me llevó a Washington, las sucesivas claves fueron arropadas por lo que podría definir como «piezas complementarias», con un papel de apoyo o ratificación de lo esencial.
En suma, aceptando que mis pasos y lucubraciones estuvieran acertados, el enigma parecía llegar a su fin. Pero, a pesar de lo sólido de las apariencias, mi corazón no terminaba de asimilarlo y, lo que era más importante, de encajar que hubiera triunfado. Supongo que es mi forma de ser.
Naturalmente, seguí contemplando la posibilidad de que el dichoso «guía» fuera una cosa o persona diferente. El sentido común, sin embargo, se rebelaba.
Todo encajaba. Y me dejé arrastrar por los sueños. «Quizá el mayor —no sé cuándo— conoció a un hombre llamado Marcos. Quizá fue su amigo y quizá le confió “algo” que prepararía mi camino… ¿Por qué no?».
Prescindí de tales pensamientos y, sujetando en corto la imaginación, anoté lo que entendía como de inmediato y obligado cumplimiento:
«Localización y entrevista con el tal Marcos, de Belén».
Desconocía lo que me aguardaba y, por tanto, calculé los riesgos, estimando que dicha cita debería producirse al margen de testigos; en especial, fuera de la órbita de la Inteligencia militar israelí. En aquellos esperanzadores momentos, a la vista del abanico de datos y sucesos que se abría ante mí, me felicité por el silencio guardado en el despacho de la funcionaria de turismo. No podía olvidar —y los servicios secretos mucho menos— que la región de Belén constituye uno de los focos más virulentos del terrorismo en Israel, habiéndose convertido en una «cantera» de la que brotan infinidad de palestinos, dispuestos a pelear por sus legítimos derechos. De haber pronunciado el nombre de Marcos, o cualquier otro, mis dificultades con el Agaf habrían sido notables. En definitiva, entre otras, ésta podía ser una de las razones del espionaje judío para mantenerme controlado.
Era del todo necesario organizarse concienzuda y meticulosamente. Y empezé a maquinar un plan.
La meteorología empeoró. El frío y la lluvia se ensañaron con Jerusalén y, no de buena gana, me dispuse a tomar el bus 4A, que debería trasladarme a la Universidad Hebrea, en el monte Scopus, al norte de la ciudad. El compromiso me irritó. Pero, resignado, comprendí que no convenía dar un solo paso en falso.
Durante los paseos bajo la marquesina escruté los alrededores del hotel, a un tiro de piedra de la parada. En especial, la boca del aparcamiento subterráneo y la puerta giratoria del vestíbulo. Del Mercedes y de sus ocupantes, ni rastro. Parecía como si se los hubiese tragado la tierra.
Una pareja de judíos ortodoxos, con sus funerarias levitas, los inconfundibles tirabuzones desmayados a ambos lados de sus pálidos rostros y los sombreros de terciopelo negro protegidos del agua con sendas fundas de plástico, se unieron a mi espera. Después, con idéntica desconfianza, vi llegar a una espigada y atractiva mujer de rasgados ojos azabaches. Y, curioso, sostuve su inquietante mirada. No sabía a qué atenerme. Cualquiera de aquellos ateridos semblantes podía ocultar un astuto agente secreto.
«¿Por qué me obsesiono? —me reproché al punto—. Mi visita a Scopus está “bendecida”. Quizá hayan desistido, por el momento…».
Sin embargo decidí salir de dudas, en la medida de mis posibilidades. El autobús frenó puntual y las puertas hidráulicas resoplaron, franqueándonos el acceso. Los judíos, sin la menor consideración, tomaron la delantera. La señorita, más prudente, quedó rezagada. Y, como digo, puse en marcha la primera de las pruebas.
Inmóvil sobre los peldaños que conducían al chófer y cobrador toqué el hombro del que me precedía, preguntándole —en inglés— si aquél era el bus de la universidad. Sabía que estos fanáticos de la religión —vecinos quizá del barrio de Mea Shearim— llevan su radicalismo al extremo, incluso, de no dialogar en otra lengua que no sea la hebrea. De haber sido un miembro de la Inteligencia militar, lo más probable es que se hubiera dignado corresponder a la inocente cuestión de aquel extranjero. No fue así. Giró la cabeza. Me inspeccionó de pies a cabeza y, con el más absoluto de los desprecios, prosiguió su conversación con el segundo hassidim, ignorándome.
«Perfecto», repliqué en mi fuero interno, encajando el revelador desplante.
Ya sólo faltaba la mujer. Lo normal, en el supuesto de que fuera lo que sospechaba, es que portara una arma. Había que descubrirlo. Le cedí el paso gentilmente y, una vez en el pasillo del autocar, me situé a su espalda. La brusca arrancada fue la excusa idónea para asirme a su cintura con ambas manos. El incidente —tan común en estas circunstancias— no pareció disgustarle demasiado. Con su grácil brazo izquierdo levantado hacia una de las barras de seguridad, resistió el tirón. Solté mi presa y, aprovechando el cabeceo del vehículo, provocado por la entrada de la segunda velocidad, recurrí de nuevo al cuerpo de la señorita. Esta vez la tomé por debajo de las axilas, resbalando mis manos —sin el menor pudor— por los tersos costados. Recompuestas estabilidad y figura, me excusé, aliviándola de la firme presión de mis manos. La joven, impasible, sonrió con picardía, guiñándome un ojo. Mi sonrojo llegó hasta los pies…
Los temores eran infundados. La hermosa hebrea no iba armada.
A la hora convenida, Daniel Schwartz, profesor de Historia del Pueblo de Israel, me recibía en uno de los despachos del edificio Truman. Por espacio de una hora, en presencia de Pessy Druker, miembro también del profesorado de la citada Universidad Hebrea, el joven científico satisfizo mi curiosidad, hablándome de sus investigaciones en torno a Poncio Pilato. Dicho sea de paso, algunas de las audaces teorías de Schwartz coincidían con lo expuesto en el diario del mayor norteamericano acerca de este discutido gobernador romano.
Aunque presté toda mi atención a la entrevista, la verdad es que mi corazón se hallaba lejos. Para ser exacto, en Belén. Mi plan inicial no fijaba la búsqueda del enigmático Marcos hasta el día siguiente. Sin embargo, conforme avanzó la tarde, le di la vuelta a los pensamientos. Actuaría de inmediato. Ni los nervios ni la curiosidad hubieran perdonado que me cruzara de brazos.
Dicho y hecho. Al filo de las seis, de regreso al Moriah, activé la recién bautizada Operación Marcos. Busqué al recepcionista que había dialogado con los propietarios del Mercedes, interesándome por algo que conocía sobradamente: la zona comercial más próxima. Plano en mano me recomendó el tríangulo formado por las céntricas calles de Jaffa, Ben Yehuda y George V. En efecto, todo un paraíso para el comprador.
No había prisa. Así que, desafiando la lluvia, emprendí un despreocupado paseo, Keren Hayesod arriba. El tránsito peatonal, muy escaso, jugó a mi favor. No estaba seguro pero, como medida preventiva, llevé a cabo una pausa frente a un establecimiento de música que se alza en la misma acera del hotel, a cosa de cien metros. En el silencio de la calle se propagó un precipitado taconeo. Alguien se acercaba. No me moví, aparentemente absorto en los discos que se exhibían en el escaparate. El reflejo de un hombre grueso, de baja estatura, se presentó en el cristal que se levantaba a dos palmos de mi nariz. Dobló la cabeza hacia el lugar donde me encontraba y, automáticamente, aflojó el paso.
«¡El “cara de luna”!».
Indeciso, pasó el paraguas de mano, continuando su camino. Esperé diez o quince segundos y reemprendí la marcha. Tenía gracia. De perseguido me había convertido en perseguidor.
El aturdido agente, ante lo penoso de la situación, sólo acertó a volver el rostro en un par de oportunidades, comprometiendo aún más su labor. Mi objetivo se hallaba todavía a medio kilómetro y, disfrutando como un niño, le dejé seguir. Inteligentemente, cambió de acera y, con toda naturalidad, se detuvo en una de las paradas de autobús. Al llegar a su altura, el «cara de luna» varió de táctica. A partir de entonces, el seguimiento se registraría a una prudencial distancia, y siempre en paralelo, desde la banda opuesta a la que yo utilizaba.
Mi estrategia —elemental— consistía en ganar la concurrida confluencia de las referidas calles de Ben Yehuda y George V. Una vez allí, con unos gramos de suerte, trataría de darle esquinazo. Sin embargo, al rebasar el hotel Plaza —mediada ya la avenida de George V—, tuve una idea mejor y más arriesgada.
Tal y como suponía, el gordinflón, que no perdía ojo, quedó desconcertado. Casi con seguridad, la información recibida del recepcionista le hizo confiar en mi propósito de visitar tiendas y efectuar algunas compras. Por eso, al descubrir cómo me detenía bajo la marquesina del bus número 9, su desolación debió de ser notable. A pesar de todo, tengo que reconocer que la fortuna estaba de su lado. Si en aquellos precisos instantes hubiera llegado un autocar, la burla habría sido redonda. Muy a pesar mío, el primero de los vehículos de transporte público que asomó por la avenida lo haría con el suficiente retraso como para permitirle cruzar la calle y mezclarse entre el reducido grupo de personas que nos cobijábamos en la marquesina.
Al ingresar en el bus, mi contrariedad fue en aumento. «Y ahora, ¿qué?». El «cara de luna», impertérrito, pasó a mi lado, acomodándose en uno de los asientos del fondo, muy cerca de la puerta de salida. Yo permanecí de pie, frente por frente a la portezuela de doble hoja situada en el centro geométrico del vehículo y que era accionada en cada una de las paradas. Tenía que actuar. Pero ¿cómo?
El número de pasajeros se incrementó en las dos siguientes paradas. Aquello podía beneficiarme. De soslayo, parapetándome entre los viajeros, procuré vigilar al individuo. Naturalmente, él hizo otro tanto.
No disponía de muchas alternativas. Era menester jugárselo a una carta, aunque aquello me delatara. Nervioso, aguardé la siguiente parada. Al divisar el inminente cruce con la vía de Hillel, alguien pulsó el timbre, previniendo al conductor. El bus se detuvo y, al abrirse la puerta, descendí sin prisas. Fue cuestión de segundos. La sorpresa ralentizó la reacción del agente, quien, a duras penas, terminó por bajar. Era lo que yo esperaba. Su sentido profesional hizo que, nada más poner los pies en el suelo, me diera la espalda, en un elemental gesto de disimulo. Aquél fue su error. Antes de que alcanzara a comprender, salté como un gato sobre el descansillo de la puerta central, justo en el momento en que un bronco rugido tiraba del bus. La doble hoja me aprisionó, pero, segundos después, lograba rechazar el sistema hidráulico, liberándome. El «cara de luna», desarmado, no se movió. Ni siquiera hizo un mal gesto. Los que también quedaron atónitos fueron los pasajeros más próximos, que no terminaban de entender mi extraño comportamiento. La mayoría, quiero suponer, lo atribuyó a un error a la hora de identificar la parada.
Un kilómetro más adelante abandonaba definitivamente el salvador bus, perdiéndome en la noche. Esta vez había ganado. Pero ¿y la siguiente? La pequeña peripecia, aunque me había regalado la libertad de acción, podía provocar consecuencias imprevisibles. Ahora, «ellos» sabían que yo también lo «sabía»… Mal asunto.
De todas formas, pasase lo que pasase, no tenía intención de desperdiciar mi temporal ventaja. Tomé un taxi y, cuarenta minutos después, descendía frente a la basílica de la Natividad, en Belén. Me aposté en una de las puertas del templo, dispuesto a comprobar si el familiar Mercedes, o cualquier otro vehículo sospechoso, hacían acto de presencia en la explanada. A la media hora, convencido de que no era así, requerí los servicios de un taxista belenita, que me condujo con precisión al domicilio que obraba en mi poder y que, según la Oficina de Turismo de Israel, pertenecía al guía y supuesto amigo del mayor: Marcos Gabriyeh.
La suerte estaba echada. Ahora, frente a aquella casa de una planta, el mar de dudas que me golpeaba se encrespó. ¿Había elegido el buen camino?
Por más que lo procure, no encuentro palabras para describir el fuego y el vacío que, en forma de nudo gordiano, se enroscaron en mi vientre al traspasar el umbral del portón. Puede que nadie lo crea: la justa verdad es que mi mente se vino abajo. Me quedé en blanco. ¿Por dónde empezaba? Si, realmente, aquél era el sujeto que perseguía con tanto encono, ¿qué frases tenía que dirigirle? ¿Cómo me presentaba? Considerando —que quizá sea mucho considerar— que guardara «algo» para mí, ¿cómo persuadirle para que me lo entregara?
Temblando como la llama de una vela, pulsé el timbre. Cinco, diez, quince segundos… Silencio. Alarmado, insistí con bríos. ¿Y si no estuviera en Belén? Dada su condición de guía oficial, todo era posible.
… Veinte, treinta segundos. Llamé por tercera vez. Tampoco hubo respuesta. La casa parecía desierta.
«¡Maldita sea!».
De la incertidumbre y el pasmo pasé a una rabia sorda. Aquello no era justo.
Fue inútil. Nadie respondió a la media docena de timbrazos. Decepcionado, di media vuelta, parándome en mitad de la solitaria calle. El momento, negro como boca de lobo, se abatió sobre mí. Incapaz de reflexionar y decidir, las esperanzas, al igual que la mansa lluvia, se derramaron por el reluciente asfalto.
Pero mi buena «estrella» —aunque no pudiera verla— seguía en lo alto. De improviso, una voz me reclamó desde una ventana contigua a la casa del desaparecido Marcos. Era una mujer. Lamentablemente sólo hablaba árabe. Por lógica comprendí que había oído mis llamadas. Pronuncié el nombre de Marcos lo más despacio posible, vocalizando como un párvulo y señalando hacia el domicilio de aquél. La señora replicó en su lengua, indicándome, a su vez, el fondo de la calle. Tras unos minutos de estéril diálogo se retiró de la ventana, rogándome por señas que esperase. Al poco retornaba en compañía de un muchacho con el que sí pude hacerme entender. Amable y bien dispuesto se prestó a acompañarme hasta el local donde, al parecer, se hallaba su vecino y amigo. «Marcos —según el joven árabe— estaba trabajando en la puesta a punto de un restaurante».
Después de un presuroso callejeo nos adentramos en un desahogado salón en obras. A la parca luz de algunas bombillas enroscadas a las columnas, confundidos en una atmósfera de yeso fresco y madera recién aserrada, cuatro individuos trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorvado hacia un caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía árabe.
Cerré los puños, comido por la emoción. ¿Cuál de aquellos afanosos obreros era el depositario de lo que tanto ansiaba?
Tras identificar a nuestro hombre, mi acompañante sorteó a los operarios más próximos, saludándolos con sendas y amistosas palmadas en las espaldas. Le vi llegar hasta el que removía la masa e, inclinándose, le susurró algo al oído. Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé quieto, tal y como me había sugerido el improvisado guía.
Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo que ser escuchado en un amplio radio. Pero nadie alteró su faena.
Concluido el breve diálogo, el que hacía de albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
No pude remediarlo. Me eché a temblar. ¿Había llegado el gran momento? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar tan peregina historia?
Un foco amarillento, compasivo ante mi desazón, borró al fin la negrura de la silueta que se acercaba, mostrándome al hombre. Parecía instalado en esa edad indefinida que sólo florece a partir de los cincuenta. Como buen árabe, conservaba una ensortijada y generosa mata de pelo negro, algo cenicienta y descuidada. Un vientre campanudo hinchaba una camisa caqui, salpicada aquí y allá por lamparones de cal, robando altura y prestancia a su escaso metro y sesenta centímetros. Un rostro terso, más ancho que alto, formaba un todo con el fornido cuello. Y en mitad de la bronceada piel, unos ojillos recogidos, en perpetuo ir y venir pero, a la par, sonrientes y confiados, como en todo hombre de bien.
Presumo de pocas virtudes. Sólo, y arriesgando mucho, de destapar a las gentes con un par de atentas miradas. Pues bien, este pequeño don —fruto del oficio— me hizo confiar. Espontáneamente me tendió una vigorosa mano, y yo, torpemente, sólo acerté a corresponder, estrechándola con fuerza. Creo no equivocarme cuando digo que, en general, un sincero e intenso gesto de esta índole abre muchas puertas; sobre todo las de la amistad. Aquel apretón de manos, a pesar del mutuo desconocimiento, se prolongó más de lo normal. Tanto el guía como yo —lo sé— sintonizamos.
—Usted dirá…
La voz recia de Marcos, sin un ápice de reserva, me animó. Sonreí. Y el buen hombre, expectante, hizo otro tanto.
—Verá… —arranqué finalmente, sin saber muy bien qué rumbo tomar—, desearía conversar con usted.
—¿Conmigo?
—No se alarme —atajé—. Se trata de un asunto privado que requiere un poco de calma. Nada grave.
Me maravilló que no profundizara o que —cargado de razón— no tanteara mi insólita visita con algunas preguntas de rigor.
—¿Puede esperar un minuto?
Asentí, creo, con un vago movimiento de cabeza. La tensión me tenía embarullado.
Se despidió de la compañía y, marcando la salida con ambas manos, nos invitó a precederle.
—Iremos a mi casa —puntualizó.
El joven árabe y yo obedecimos en silencio. A los pocos minutos, señalando a sus espaldas y con una franqueza que jalonaría todo el encuentro, abrió su corazón, lamentándose de la crisis por la que atravesaba el sector turístico en aquellos momentos. La falta de trabajo les había impulsado —a él y a otros guías de Belén— a pluriemplearse en la aventura del restaurante. Me gustó el detalle y la confianza. Marcos era un hombre sin doblez. Abierto, incluso, con los que no conocía. El gesto me animó. Camino del domicilio tomé la firme decisión de entrarle sin tapujos ni medias verdades.
El muchacho que me había hecho tan providencial servicio nos dejó solos. Un par de minutos después —casi sin poder creerlo— me vi sentado frente al guía belenita, en su austero y solitario hogar.
A pesar de mis buenos propósitos, el asunto se resistió. Me sentía desplazado, impotente y hasta ridículo. ¿Cómo explicarle quién era y por qué estaba allí?
Penetrante y sagaz como un halcón, Marcos adivinó el revoltijo de nervios que enroscaba mis manos. Se levantó y, cordial y entregado, me ofreció un té.
No podría jurarlo. Sin embargo, a través del vaporoso humo de la infusión, creí intuir en su mirada el porqué de mi visita. Yo mismo me censuré. Eso era imposible. No obstante, aquella «luz» y el silencio de sus ojos siguieron inquietándome. En definitiva, me tendieron un salvador puente.
Le hablé de mí. De mi trabajo y del histórico día en que conocí al mayor. No hubo interrupciones. Dejó que me explayara. Su imperturbable atención, distendida sólo por alguna que otra sonrisa de complicidad, me convenció de que no hablaba en vano. De no haber sido el hombre que buscaba, ¿qué sentido tenía tan paciente y generosa escucha? Al detallarle, por ejemplo, mis venturas y desventuras en la resolución del criptograma, lo razonable por su parte habría sido cortar tan prolijas y extrañas explicaciones. Al contrario. Mis enredos en Washington le cautivaron.
Apuré el reconfortante té y, sin mediar palabra, me sirvió una segunda taza, invitándome, con su respetuoso mutismo, a que prosiguiera. Lo hice sin orden ni concierto y con una exaltación progresiva que, por supuesto, no escapó a su inteligencia.
Hubo un par de detalles, eso sí, que oscurecieron su mirada, traicionándole. El primero fue la alusión a la muerte del ex oficial de la Fuerza Aérea norteamericana. El segundo, la sorda batalla con la Inteligencia militar judía. Poco faltó para que, ante tan elocuente hundimiento, obviara el resto de la historia, pasando a la cuestión que me consumía. Pero, no deseando forzar los acontecimientos, rematé la narración. El último movimiento consistió en mostrarle el cuaderno «de campo», con el texto del segundo enigma y los dibujos del «ángel de Hazor». Tomó, en efecto, el bloc, repasando el criptograma con brevedad. Acto seguido, en tono grave, me rogó que le mostrara el pasaporte. La inesperada petición me pilló a contrapié.
—Tranquilo —terció, suavizando sus palabras—. Se trata de una mera comprobación.
Mi desconcierto siguió vivo. ¿Me había equivocado de persona? ¿Era el tal Marcos otro esbirro de los servicios de Información? La explicación del guía puso punto final a mi inquietud.
—Compréndalo —sonrió satisfecho, devolviéndome el documento—. Debo estar seguro…
—Entonces, usted…
Mi estallido de alegría le conmovió. Pero no dijo nada. Abandonó su asiento y, dirigiéndose a la ventana, meditó unos instantes. Al volverse, su pregunta —esquivando el lead de la cuestión— enfrió mi expectación.
—¿Cree posible que le hayan seguido hasta aquí?
Negué con firmeza.
—Y otro asunto que me intranquiliza. ¿Conocen «ellos» mi identidad?
Negué de nuevo, poniéndole en antecedentes de mi silencio en la Oficina de Turismo y de cómo había dado con su persona. Marcos sabía de la astucia de los servicios de Inteligencia de Israel y las aclaraciones no apagaron su desasosiego. Sin embargo, al menos por el momento, dejó de lado el espinoso asunto. Su faz recobró la primitiva luminosidad y, tendiéndome ambas manos, resumió lo único que ansiaba oír en aquel momento:
—Hace años que espero esta visita…
Aunque la intuición había abierto mi alma desde tiempo atrás, la garganta quedó anudada por la emoción. Fui incapaz de responder. Tomé sus manos y, sencillamente, las estreché, transmitiéndole así los meses de pesadilla, desaliento y esperanza. Las miradas hablaron por sí solas. A partir de ese imborrable momento fue él quien tomó la iniciativa, sacándome de dudas. Había conocido al mayor a lo largo del año 1973, a orillas del mar Muerto, y en circunstancias especiales, en las que no entró. Al parecer, se hicieron muy amigos. Fue meses después, en 1974, cuando el mayor norteamericano le encomendó la custodia de «algo» que sólo podría ser entregado al hombre o mujer que acreditara haber resuelto y despejado el criptograma que obraba en mi poder. La última «clave» del enigma era él mismo. Desde que «aquello» llegara a su poder, a pesar de sus intentos por conectar con el mayor, no había vuelto a tener noticias suyas. Ignoraba que hubiera fallecido y, por supuesto, que existiera un primer mensaje.
Leal y prudente donde los haya, Marcos aseguró que jamás desprecintó el «legado» de nuestro común amigo. Le creí.
Y ardiendo en deseos de hacerme con el misterioso «legado» le supliqué que me lo mostrara. Sonrió con benevolencia, disculpando mi fogosidad. Al punto, sin rodeos, me hizo comprender que aquella justa entrega debía consumarse en el momento y lugar adecuados. Acepté las razonables precisiones. El Agaf, con seguridad, podía estar al acecho. Si me presentaba esa noche en el hotel con el preciado «cargamento» —ésas fueron sus palabras—, mis sacrificios, los suyos y los del mayor corrían el riesgo de ser inmolados, en beneficio de los servicios de Inteligencia. Merecía la pena esperar.
—Éste es mi plan —simplificó, exponiendo la idea que acababa de concebir y que, así, de bote y voleo, me hizo soltar una carcajada, si no recordaba mal, la primera de este infeliz en toda su estancia en la Tierra Prometida. Accedí ilusionado. «Aquello» resultaba excitante y, sobre todo, eficaz. Me sometí a su voluntad y no volví a interrogarle ni a presionar acerca de «lo que le había encomendado el mayor». Un «legado» cuya naturaleza presentía.
La tertulia —sembrada de confidencias— se prolongaría hasta altas horas de la madrugada. Fue así como entramos en el mutuo conocimiento de hechos y circunstancias, íntimamente ligados al mayor, que, amén de enriquecernos, multiplicaron —si cabe— nuestra sincera estima hacia aquel hombre singular.
Pasadas las cuatro horas, un segundo taxista belenita orillaba su turismo en el cruce de las calles Smolenskin y Keren Hayesod, a trescientos metros del Moriah Jerusalem. Por seguridad despedí al chófer y amigo de Marcos en un lugar lo suficientemente retirado del hotel como para conjurar cualquier tropiezo o «malsana curiosidad»…
Caminé decidido. La zona, iluminada y dormida, parecía en paz. En los aledaños del Moriah no se distinguía un solo vehículo. Crucé frente a la rampa del aparcamiento subterráneo y, de pronto, sentí miedo. Me detuve. Inspeccioné la oscura y solitaria boca del parking, sin divisar al guarda. ¿Qué hacía? ¿Entraba por el sótano? Desde allí, con la ayuda de los ascensores, el acceso a la habitación era menos comprometido. Finalmente, renuncié. Mi corazón no hubiera resistido otro «susto». Además, ¿qué importaba que me vieran entrar por el vestíbulo? A estas alturas del «negocio» todo estaba consumado…, para bien o para mal.
Encogido y receloso empujé despacio la puerta giratoria. En el vestíbulo, a media luz, no respiraba una alma. Miento: a la izquierda, en uno de los butacones, roncaba un vigilante. Salvé de puntillas los siete u ocho metros que me separaban de los elevadores y, escurridizo como una serpiente, me quité de en medio. Ninguno de los recepcionistas —posiblemente tan arrobados como el agente de seguridad— detectó el retorno de aquel trasnochador. Pero los sobresaltos —en el fondo soy un ingenuo— seguirían llegando…
Y, feliz, me dispuse a descansar. Me planté ante la puerta de la habitación y, de pronto, medio mundo se vino abajo: había olvidado la llave en conserjería.
—¡Ésta sí que es buena!…
No supe si reír o llorar. El nuevo registro de las ropas fue tan inútil como el primero. ¡Increíble! En segundos, la euforia se transformó en cólera. Los que me conocen saben que ya sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésa fue una buena ocasión para ejercitar una de mis actividades predilectas: maldecir mi sombra y mi proverbial despiste.
Pujé por hallar un remedio. Todo menos bajar y delatar mi presencia. También era posible que no ocurriera nada, pero ¿y si ocurría?
El análisis de la situación ofreció dos únicas alternativas. Una: ingeniármelas para forzar la puerta. Dos: acomodarse en el pasillo y resistir hasta el alba. La última no fue de mi agrado. Así que, malhumorado, hice inventario de cuanto llevaba encima. El recuento no me estimuló: la cartera, el pasaporte, tabaco, un encendedor, el «cuentapasos», una batería de rotuladores —a los que soy tan aficionado— y el cuaderno «de campo», con tres o cuatro hojas sueltas, repletas de nombres y direcciones y prendidas a la masa del bloc mediante sendos clips labiados de acero inoxidable.
—¡Escaso arsenal! —me lamenté—. Si al menos el mechero hubiera sido de gasolina…
Como ya había «practicado» en otras locas peripecias, bastaba con inyectar el combustible en el ojo de la cerradura y prenderle fuego. En general, dependiendo, claro está, del tipo de engranaje, el pequeño incendio-explosión terminaba por descomponer el mecanismo. Éste no era el caso. Sólo cabía una solución: los «clips». Desbaraté uno de ellos, y con el alambre resultante, confeccioné una ganzúa. Fue absurdo que mirase a uno y otro lado del solitario corredor. ¿Quién podía estar observando a tan intempestiva hora?
La rústica «llave» hurgó en los entresijos del pomo, a la búsqueda del pestillo. A la tercera o cuarta acometida, un musical clic vino a recompensarme, franqueando el paso.
El Destino, aunque uno ya no sabe qué pensar, lo tenía todo calculado. Incluso, que yo no recogiera la llave de mi habitación, dando a entender que había pasado la noche fuera.
Lo suponía. A primerísima hora de la mañana del viernes, cuando me disponía a salir, sonó el teléfono. Imaginé el origen de la llamada y, haciendo caso omiso, escapé de la habitación, abriendo así la operación planeada por Marcos.
De momento creí oportuno seguir ocultando mi presencia en el hotel. Así que, con el fin de soslayar engorrosos encuentros, me dirigí directamente al aparcamiento subterráneo. Allí me aguardaba otra sorpresa. Conforme ganaba la salida, uno de los vehículos —aparcado a escasa distancia de la barrera de control— reclamó mi interés. Al poco, alerta, fui a ocultarme al amparo de una de las columnas. No cabía duda. ¡Era el Mercedes 300-D! Escudriñé temeroso su interior. Nadie lo ocupaba. Tampoco en los alrededores había rastro de los agentes. Era obvio que la ubicación del vehículo en el sótano —tan estratégicamente dispuesto para una fulminante partida— no era casual. En la calle, frente a las puertas del hotel o en sus proximidades, habría llamado mi atención de inmediato. Por otra parte, si se hallaba vacío, ¿dónde ubicar a sus pasajeros? «No muy lejos», calculé.
Si «ellos» estaban al tanto de mi prolongada ausencia, lo lógico era suponer que, en tales momentos, merodeasen por el vestíbulo. La llave continuaba en conserjería…
¿Qué camino debía tomar? Por supuesto rechacé la idea de presentarme en el vestíbulo. ¿Y si vigilaban el exterior? No había elección. Correría el riesgo. Salí del escondite y aposté por la rampa del subterráneo.
El empleado del peaje —derrotado por el largo turno de noche que ahora expiraba— me lanzó una rutinaria y cansina mirada. Le saludé con un escueto movimiento de cabeza y, de repente, mi vista tropezó con algo que —quién sabe— quizá pudiera servir. Le hice una señal para que abriera el cristal de la garita y, una vez frente al aburrido y somnoliento personaje, sonreí, señalándole una gorra azul que colgaba del respaldo de la silla.
—¿Está en venta?
La pregunta le dejó perplejo. Y antes de que abriera la boca le mostré cinco billetes de diez dólares.
—Perdone —arremetí—, es que soy coleccionista…
El individuo debió de tomarme por un adinerado y chiflado turista. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo atrapó el dinero, entregándome la polvorienta y descolorida prenda. Incrédulo, contó los papeles. Para cuando quiso articular palabra yo me alejaba del parking con la gorra calada hasta las cejas. (A mi regreso a España, al comentar la anécdota con la persona que más quiero, ésta, inteligentemente, me hizo ver que una gorra no es el medio más discreto para pasar inadvertido. Le di la razón. En ese caso fue la Providencia quien permitió que saliera indemne del trance). Sea como fuere, lo bueno y provechoso es que, a la hora pactada, me reunía con una de las relaciones públicas de la Universidad Hebrea —Gina S.—, de acuerdo con lo prometido al Instituto de Relaciones Culturales. Tal y como le detallé a Marcos, convenía seguir dando una de cal y otra de arena… La joven judía me introdujo en la Academia Rubin de Música, ayudándome a localizar una peregrina serie de libros sobre instrumentos bíblicos musicales. Satisfecha mi curiosidad, le rogué que me acompañara al Moriah. Y a las once horas, tomándola por el brazo, irrumpimos en el hotel. El trasiego de turistas no me permitió explorar el vestíbulo con precisión. Si la Inteligencia militar se hallaba en el lugar, nunca lo supe. Recibí la llave y, sin soltar a Gina, la convencí para que subiera. No recuerdo bien la excusa, pero creo que le hablé de un libro hebreo, escrito por el gran especialista en el mar de Tiberíades, Mendel Nun, que yo había comprado días antes y sobre el que precisaba cierta información. La noble y complaciente mujer se brindó encantada. Pero antes de tomar el ascensor, rizando el rizo, solté su brazo y, regresando hasta el mostrador de conserjería, me interesé por la fórmula más rápida para hacer llegar a la habitación una botella de champaña y dos copas. El comentario, en un tono de voz más elevado de lo habitual, surtió efecto. Varios de los recepcionistas, al oírme, fijaron sus miradas, alternativamente, en mi acompañante y en un servidor. Las sonrisitas que dejé a mi espalda fueron la guinda de la estratagema.
Una vez en la habitación me liberé de la chaqueta e, invitándola a tomar asiento, puse en sus manos el referido volumen de Nun: Sea of Kinnereth. Pedí que lo hojeara, aclarándole que necesitaba una traducción de la bibliografía. La verdad es que ni siquiera sabía si el libro aportaba relación bibliográfica alguna. Gina, creo que algo decepcionada, puso manos a la obra, al tiempo que cruzaba sus piernas provocativamente. No sé qué pudo pensar. Quizá que le había tocado en suerte un tímido o un excéntrico. En parte acertó. Simulé que buscaba algo. Me hice con la documentación, las tarjetas de crédito y algunos dólares y, con el manido pretexto de bajar a comprar cigarrillos, desaparecí de su atónita mirada.
El resto fue menos angustioso. Repetí el descenso hasta el sótano, alejándome del hotel por la boca del aparcamiento. El Mercedes continuaba en el mismo lugar. Eran las once y veinte. Quince minutos más tarde —con algún que otro remordimiento de conciencia, todo hay que decirlo— embarcaba en el bus 22, en la puerta de Jaffa, con destino a Belén.
En aquellos once o doce kilómetros de viaje —como justo castigo a mi perversidad— otra duda se desató en mi corazón: ¿y si la relaciones públicas husmeaba en mis papeles? El recuerdo del cuaderno «de campo» sobre el escritorio de la habitación me descompuso.
A las doce y media, con algo de retraso, irrumpía en la basílica de la Natividad. Marcos y un franciscano amigo suyo, cuya identidad debe quedar oculta, me aguardaban en un pequeño recibidor. Solicité perdón y una tregua. Necesitaba oxígeno.
El buen guía me recibió con la mejor de sus sonrisas. Preguntó si todo había ido bien y, sin más preámbulos, señaló una de las sillas.
—No hay tiempo que perder —ordenó.
Obedecí. Y tomando las ropas que descansaban sobre el asiento, las levanté a la altura de la cara, sin poder reprimir una risa nerviosa. El fraile, disculpando mi torpeza, se apresuró a ayudarme. Eché de menos un espejo.
—Perfecto —sentenciaron al unísono.
—¿Seguro que resultará?
Marcos me miró fijamente, tratando de infundirme ánimos.
—¡Resultará! Ahora conviene esperar —dudó—, al menos una hora…
Resignado, agradecí su paciencia y dedicación. En esos momentos, embebido en la contemplación del hábito franciscano que me cubría y que formaba parte del plan, no presté atención a lo que, desde el principio, ocupando buena parte de la mesa del recibidor, presidía la estancia. Fue el árabe cristiano quien me arrastró hasta una maleta de color marrón oscuro. Una vez frente a ella abrió la palma de mi mano derecha y, radiante, dejó caer una llave. Tardé en comprender.
—Promesa cumplida —balbuceó con un hilo de voz—. Que Dios (el de todos) te bendiga…
Le miré de hito en hito.
—Entonces…, esto…
Mis palabras, atropellándose unas a otras, le hicieron sonreír. Asintió con la cabeza, cerrando mis dedos en torno a la fría y diminuta llave plateada.
—Esto es…
Aquellas dos palabras. No podía creerlo.
Acaricié la piel. Un candado, casi de juguete, cerraba la maleta.
Miré a Marcos. Mis ojos, más elocuentes que las escasas frases que acerté a construir, le gritaron «Gracias».
Hice ademán de abrirla. Contundente, el guía me detuvo.
—Por favor —rogó con firmeza—. Han sido muchos años de fidelidad a nuestro común amigo… Prefiero ignorar el contenido.
Fui yo quien, en esta ocasión, asintió en silencio. Mi admiración no tuvo límites.
Ante el mudo franciscano, Marcos me obligó a tomar asiento y, dando un giro de 180 grados a su tono, lanzó algo que me dejó perplejo y que, con el paso del tiempo, terminé por aceptar.
—Y ahora, escúchame bien. Por tu propia seguridad, y por la mía, ¡yo no sé na-da! ¡Na-da!
Su mirada, encendida, remarcó el énfasis de la palabra «nada».
—Nunca conocí al mayor. Nunca me dio na-da. Nunca te entregué na-da. Sé que lo entenderás. Si alguien me pregunta, me encogeré de hombros. No puedo negar que te conozco. Pero sólo serás un periodista en busca de emociones e historias fantásticas. ¿Comprendido?
La dureza de las aseveraciones se reflejó en mi rostro. Y mi amigo, peleando consigo mismo, me dio la espalda, yendo a sentarse al otro extremo de la cámara.
Minutos más tarde, envueltos en una silenciosa y embarazosa espera, consultó su reloj, indicando que debíamos actuar. Cruzamos el sector cristiano de la basílica, accediendo al exterior por la fachada opuesta a la explanada. Desde allí, por un tortuoso laberinto de callejuelas sin aceras, el guía y el auténtico franciscano me escoltaron hasta una oficina de viajes. Marcos y yo habíamos convenido que mi partida de Israel debía ser fulminante. No era saludable tentar a la fortuna. Cerrado el vuelo para el domingo, poco antes de las dos de la tarde me acomodaba en uno de los transportes públicos con destino a Jerusalén. La aparente frialdad de aquella despedida me sumió en una dolorosa melancolía. ¿Volvería a verle? A pesar de las apariencias, siempre seré un sentimental… Y hablando de «apariencias» al descender en la Central Bus Station, en los límites de Yafo, la proximidad de un reducido grupo de franciscanos me hizo palidecer. Afortunadamente no se percataron de la presencia de aquel falso «hermano» de orden, alejándose en uno de los sherouts, o taxis colectivos. Recuperado el resuello ajusté el ceñidor, recomponiendo los arrugados pliegues del hábito. Hacia las tres de la tarde, aquel «monje», inquieto y feliz, se colaba en el parking del Moriah, ante la displicente mirada del vigilante. Lo primero que reclamó mi atención fue el Mercedes. Mejor dicho, su ausencia. La desaparición del vehículo me inquietó. Sujeté la pesada maleta con fuerza, jurándome que, a partir de esos instantes, no cometería una sola locura más. Ni yo mismo me lo creí…
Gina, harta o enfurecida por mi espantada, había volado. Nunca volví a verla. Y dudo que tenga valor para concertar un segundo encuentro.
Le di dos vueltas a la cerradura y, nervioso, deposité la maleta sobre la cama, dedicando un tiempo indefinido al chequeo de la habitación y de mis enseres. Todo seguía en su lugar, intacto y sin viso de haber sido curioseado. Más sereno, me deshice del sayal. La maleta —como un ser vivo— había empezado a «hablar», magnetizándome.
Fue todo un ritual. Aunque herrumbroso, el candado se abrió con docilidad. Jugueteé con él entre los dedos…
Y, suave, ceremoniosamente, procedí a abrir la misteriosa maleta.
El inesperado repiqueteo del teléfono hizo brincar mi corazón, propinándome un susto de muerte. Dudé. Pero, acogiéndome a los todavía calientes y sinceros deseos de no enredar más la cosa, terminé por descolgar. Era Rachel. Como siempre se mostró encantadora. Posiblemente desconocía mis andanzas. Y con una contagiosa excitación me anunció que, venciendo las reticencias de los expertos en medicina antigua de Israel, éstos habían claudicado, aceptando una cita para la mañana siguiente. Tuve que trastear en la memoria. La tensión y sinsabores de las últimas horas habían bloqueado mi cerebro, perdiendo la noción de aquella otra actividad «paralela».
—Claro…, sí…, por descontado… Mil gracias… ¿A qué hora?… OK… Tomo nota… Muy bien…, allí estaré…, sí, museo de la Medicina Antigua…
El asunto, automáticamente archivado y relegado, resucitaría horas más tarde cuando, empeñado en un necio y delicado plan de «distracción» de la Inteligencia militar, tuve la nefasta idea de adoptarlo como «señuelo». ¡En mala hora!
Lo sabía. La intuición no me defraudó. Al examinar el interior de la maleta, seis gruesos paquetes aparecieron ante mí. Eran sumamente pesados. Tomé uno, acariciando la basta tela de estopa que, cosida por uno de los laterales, lo envolvía y cerraba herméticamente.
«¡Dios mío!».
Lo deposité sobre la colcha, rescatando el resto. Prácticamente no advertí diferencias sustanciales. Medían y pesaban por un igual. Y todos, como el primero, se hallaban cubiertos por una arpillera, tipo saco, amarillenta y primorosamente zurcida con un azulado y resistente nilón. Fui alineándolos sobre la cama y, durante cinco o diez minutos —el tiempo perdió su flecha y medida—, permanecí embelesado, dejando libres recuerdos y sensaciones. Lo confieso: fue una íntima concesión; como el preludio de un juego amoroso…
«¡Dios mío! ¡Gracias! ¡Gracias…, gracias!».
¡Cuán dispares sentimientos pueden acosar a un tiempo! Gratitud, ansiedad, miedo…
Lo sabía. Sin abrirlo, yo conocía la naturaleza del legado del mayor. ¿O fue mi febril deseo el que obró el milagro?
Al fin, saboreando cada movimiento, elegí uno de los paquetes. Rasgué la costura y, con la delicadeza con que se desnuda a un bebé, retiré la estopa.
«¡Bendito seas!».
Una etiqueta adhesiva sobresalió al punto sobre una espesa funda de plástico negro. A mano, en rojo, podía leerse un número: «2.» Incomprensiblemente olvidé este primer paquete, descosiendo el resto. La estructura que los envolvía era idéntica: una resistente e impermeable capa —que resultó doble— de material plástico, refractaria a la luz. Cada envoltorio presentaba también un número: del 1 al 6.
Me decanté por el primero. (Era muy capaz de empezar por el último). Con las endebles tijerillas del neceser perforé una de las esquinas y rasgué el plástico.
«¡Bendito, bendito seas!».
En una reacción difícil de catalogar salté de la cama, abandonando el paquete. Me situé frente al ventanal y, levantando las manos hasta tocar el cristal, indagué en el borrascoso cielo de Jerusalén, llegando, incluso, a abolir las nubes. Mi espíritu e inteligencia viajaron mucho más allá, hasta reunirse con el hombre que había sido capaz de descubrirme a un Jesús de Nazaret «nuevo», «humano», «inconmensurable» y «divino». Y unas silenciosas y apacibles lágrimas corrieron por las mejillas.
Aquel envoltorio contenía un apretado mazo de folios, impresos, con una lacónica y única frase por encabezamiento:
«DIARIO DE…» (con el nombre del mayor).
Y borracho de alegría desvelé los restantes paquetes.
«¡Dios santo!».
Contenían mucho más de lo que esperaba. Fui incapaz de contarlos. Eran varios miles de folios. Se hallaban minuciosamente clasificados, amarrando la narración —eso deduje en una apresurada y saltarina lectura— a una rígida secuencia cronológica de los sucesos vividos por los protagonistas de la Operación Caballo de Troya. Una operación —en buena hora— que había desafiado todos los límites imaginables.
Bien entrada la noche, muy a pesar mío, tuve que suspender el increíble relato del mayor. De pronto, la árida realidad se precipitó sobre mí. Una cuestión —anestesiada por el fragor de la lectura— despertó en mi interior, retorciéndose como una víbora: ¿Y si el legado caía en manos judías?
Me estremecí. Aquella fascinante historia, así como la identidad de los pilotos norteamericanos que la hicieron posible, podían interesar —¡y de qué forma!— a los servicios secretos de Israel, tan compenetrados con la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA).
Durante largo rato paseé arriba y abajo de la habitación, luchando por resolver el problema. Era obvio que, en cualquier registro, aquellos papeles atraerían el interés de los militares o de los servicios de Información israelíes. Había que encontrar una fórmula, un camino, algo que actuara de pantalla, desviando su atención.
Y con evidente desatino, apoyándome en la cita del museo de la Medicina Antigua de Israel, fui gestando un plan «de ataque y defensa», tan desabrido como gravemente peligroso.
Esa misma noche, antes de caer rendido, después de una exhaustiva revisión de la impedimenta, llegué a la conclusión de que sólo había un medio para disfrazar —en la medida de lo posible— aquel ingente material escrito. Su ejecución quedó pospuesta para la siguiente jornada.
La calle Straus, sede del museo de la Medicina Antigua de Israel, desemboca en la vía Haneviʼim, a cosa de veinte o treinta minutos —a pie— del Moriah. La mañana, tibia y azul, invitaba a pasear. Así que, cargado de ilusiones y proyectos, tras un sólido desayuno, me encaminé al lugar de la reunión. En el hotel, la sombra del sabbath había relajado el frenético ir y venir de los turistas. Por más que curioseé no tuve suerte. El «cara de luna» y su «amigo», el del cabello hirsuto como un césped recién cortado, no se hallaban en el vestíbulo. Al menos no supe localizarlos. Naturalmente, después del incidente del autobús, cabía la posibilidad de que hubieran sido relevados. Aquélla, por el momento, no constituía mi mayor preocupación. Los pensamientos —conforme avanzaba hacia el número 10 de la mencionada calle Straus— navegaban en otra dirección. Tenía que lograrlo. Era menester «desviar» el punto de mira de la Inteligencia judía de tal forma que, en caso de registro, su objetivo fuera «algo» muy ajeno a los miles de folios que formaban «mi» tesoro. Quizá en aquel museo encontrase lo que necesitaba.
En el cruce con Jaffa, la fortuna siguió sonriéndome. Una papelería regentada por árabes me suministraría los botes de cola y pegamento que precisaba. Y a las 9.30 horas, con una puntualidad impropia de mí, hacía sonar el timbre de la puerta del museo, en los bajos del inmueble.
Las diligentes gestiones de Rachel resultaron inmejorables. El doctor Samuel S. Kottek, especialista en medicina antigua, y el director me recibieron con los brazos abiertos. Ahora, sinceramente, me duele haber traicionado su generosidad.
Durante más de una hora trabajamos en los puntos que me interesaban (?), recopilando una sobrada relación de volúmenes y expertos en los más variopintos diagnósticos, dolencias y fármacos de la antigua Canaán. Pero no era aquello lo que me urgía. Desde el momento de las presentaciones le había echado el ojo a una de las salas del reducido y, en cierto modo, destartalado museo, en la que, en media docena de vitrinas, se exhibía toda suerte de artilugios, cachivaches e instrumental médico-mágico-quirúrgico de muy distintas épocas y culturas.
Mi cerebro, con una frialdad enfermiza, continuó trabajando. Finalmente se presentó la ocasión. Kottek me invitó a pasar a la modesta sala que, como digo, constituía la zona noble del museo, dejándome en las eficientes manos —sibilinas, añadiría, a juzgar por lo que ocurriría poco después— de la anciana responsable de las piezas. Una servicial y encantadora mujer, cuyo nombre no recuerdo, que se desviviría por mostrarme lo más granado de la exposición. Ése fue su involuntario error. Samuel se excusó y regresó al despacho donde habíamos conversado. Por espacio de casi una hora mi anfitriona fue acompañándome —vitrina a vitrina— hasta cerrar el repaso. No habían transcurrido ni quince minutos desde el arranque de dicha visita cuando, al asomarme a una de las mesas ubicadas en la esquina derecha de la sala, una batería de amuletos de bronce, plata y marfil me puso en guardia.
«Esto podría servir…», medité en mi inconsciencia.
La hebrea, complaciente, levantó la cubierta de vidrio, tomando algunas de las antiquísimas reliquias cananeas. Las examiné con fruición, demostrando un exagerado interés por sus orígenes y fundamentos. Ante el ardor de mis palabras, la guardiana —deseosa de redondear mi visita— se separó un instante de mi lado. Las manos comenzaron a sudarme.
«Sí, esto es…».
La maquinación echó a andar, incontenible. Pero, cuando estaba a punto de materializar la maniobra, la señora reclamó mi atención. De algún armario había rescatado una pequeña caja de cartón blanco que, con devoción, fue a depositar sobre otra de las vitrinas centrales. Desistí por el momento.
Contrariado y hecho un manojo de nervios me reuní con ella. La caja contenía docena y media de cartuchos de unos seis o siete centímetros de longitud, numerados a mano. Consultó una lista mecanografiada y pegada a la cara interna de la tapa del recipiente, eligiendo —estimo que intencionadamente— uno de los más antiguos y valiosos: el 15. Retiró el papel que lo envolvía, poniendo en mis pecadoras manos un estrecho pergamino de casi medio metro de longitud, plagado de caracteres y símbolos hebreos.
—Tiene dos mil años —sentenció orgullosa—. Creemos que se trata de un amuleto.
La belleza del blanco tesoro me cegó. Y, sobre la marcha cambié de «objetivo». Aquello resultaba más excitante y atractivo. Incluso más fácil de ocultar.
Ante mi insaciable curiosidad, la anciana —incapaz de traducir el hebreo arcaico— se disculpó, saliendo de la sala. Fueron unos segundos dramáticos. ¿Qué hacía? ¿Me apoderaba del pergamino? Pero ¿cómo sustraerlo sin que lo notaran?
Kottek acudió encantado. Sus explicaciones —amuleto en mano— no resultaron muy explícitas. Tomé cuantas notas pude, sin saber muy bien de qué me hablaba. Toda mi inteligencia —una vez tomada la reprobable decisión— se hallaba polarizada en un sentido. Pronto me arrepentiría…
Por supuesto, era imposible atrapar el pergamino mientras Samuel o la guardiana permanecieran junto a mí. Esperé. El encuentro con los cartuchos concluyó y, sin prisas, continuamos la inspección. La caja, con los rollos a la vista, quedó temporalmente olvidada sobre la vitrina. En tres oportunidades, mientras dibujaba algunas de las piezas en el cuaderno «de campo», la hebrea tuvo que prescindir de mi «gratísima compañía», reclamada por el teléfono y por el propio Kottek. En las dos primeras ocasiones, a causa del pavor que me invadía o de lo precipitado de sus retornos, mis movimientos fueron nulos. Pero en la tercera y última salida de la anciana, muy cerca de la caja y temblando como un junco, introduje la mano entre los cartuchos y me apoderé del 15. Sin pulso, me alejé de la vitrina, pegando la nariz al cristal de un mueble contiguo. Imposible fingir que tomaba apuntes. El rotulador resbaló entre los húmedos dedos, acelerando mi taquicardia. Sin embargo, con una sangre fría asombrosa, soporté el regreso de la mujer y sus postreras explicaciones. La visita había terminado. Con la mente nublada, con una única obsesión —escapar del museo—, agradecí las atenciones de todos y estreché sus manos. A punto de desvanecerme llegué a tocar la manilla de la puerta de salida. Samuel, atentísimo, me invitó a volver cuando lo deseara. Balbuceé algo —no sé muy bien qué—, y, aterrorizado, me dispuse a salir. En ese crucial momento, el director salió precipitadamente de su despacho, dirigiendo a Kottek unas frases en hebreo. Y éste, asintiendo, me retuvo por el brazo, abortando mi «fuga». Creí morir de vergüenza.
—Un momento —tradujo el médico con una sonrisa de satisfacción—. El director desea pedirle un favor…
La palidez de mi rostro, digo yo, debía de ser tal que el galeno, mientras me conducía de nuevo al museo, preguntó con extrañeza:
—¿Se encuentra bien?
—A la perfección…
Aquélla fue una mentira de tamaño natural.
Kottek y el responsable del museo me situaron en una de las esquinas de la sala, abriendo ante mí un grueso volumen con las hojas en blanco.
—Nos sentiríamos muy honrados —aclaró el director— si estampara su firma en el libro de oro de la casa…
«¡Dios mío!».
Aquel entrañable gesto colmó la medida de mi propio deshonor. Hice lo que me pedían y, al retirarme, una esquiva mirada a la guardiana, removiendo los cartuchos y comprobando la lista de los pergaminos, heló la escasa sangre que aún circulaba por mis venas. Astuta y desconfiada como un lince había empezado a pasar revista al insustituible tesoro arqueológico. Estaba perdido.
A las once y treinta de aquella nefasta mañana ponía los pies en la calle, huyendo como una rata. Mis pensamientos, lacerados por un instantáneo arrepentimiento, no daban abasto. «¿Qué nueva locura había perpetrado? ¿Cómo podía ser tan miserable y, lo que era peor, tan insensato y estúpido?».
Casi con seguridad no tardarían en comprobar que faltaba uno de los pergaminos. «¡Dios mío!». La angustia me acorraló. En el tiempo que necesité para alejarme tres o cuatro manzanas, un tétrico filme de muy posibles y más que justas represalias desfiló por mi mente. El desliz podía costarme caro.
Me detuve en mitad de la avenida George V. Dudé. ¿Deshacía lo andado y devolvía el rollo a sus legítimos propietarios? No me atreví. La vergüenza fue superior. «Además —me consolé en el colmo de la necedad—, quizá no hayan advertido su desaparición. Quizá —suponiendo que lo detecten— no sepan qué pensar».
Por encima de aquellas pueriles lucubraciones, algo se impuso: había que restituir el documento. Una cosa era «jugar» a espías y otra, muy diferente, el hurto de una pieza que, para más inri, no aportaba nada nuevo a lo ya conquistado. Ciertamente, el asunto se me había ido de las manos. Sólo espero que mis anfitriones sepan perdonar algún día a este desdichado. En el pecado iba ya la penitencia. A partir de aquellos momentos, la desazón, los remordimientos y el terror me torturarían sin piedad.
Pero el mal estaba hecho. Ahora necesitaba actuar con diligencia y sensatez. Posiblemente —eso dependía de la Providencia— mi propósito de distraer la atención de los servicios de Inteligencia, en el supuesto de ser asociado a la mencionada desaparición del pergamino, estaba más que garantizado. En las próximas horas quedaría claro.
Y en un arranque, en previsión de que la rapidez de acción de los hombres del museo de la Medicina Antigua fuera tan vertiginosa como cabía esperar, me oculté en un portal, pasando el cartucho al interior del zapato izquierdo. Ahora, en frío, sólo puedo sonreír ante tamaña ingenuidad. De haber sido interceptado, los hábiles judíos jamás me hubieran registrado en mitad de la calle. Disponen de otros «medios» —infinitamente más eficaces— para salirse con la suya.
A marchas forzadas busqué una fórmula que me permitiera reparar el daño y salvar el pellejo. Algo muy típico en mí…
Y creo que di con ella.
Al margen de la desesperación que me invadía, el retorno al hotel no se vio empañado por incidente alguno. Huidizo, temeroso de que alguien, en cualquier momento, pudiera darme el alto, corrí a refugiarme en la habitación, maldiciendo mi estampa.
Necesitado de un inmediato consuelo puse en marcha la primera de las tres fases de la maniobra que había ideado para la devolución del amuleto. Ante lo desproporcionado del «golpe» desistí de mi propósito inicial de desviar el interés del Agaf hacia un objetivo secundario. Si me detenían con el pergamino no sólo peligraba mi integridad física. En ese más que verosímil supuesto, los documentos del mayor correrían quizá la misma fortuna que el cartucho…
Había que modificar la táctica. Para empezar resultaba imprescindible deshacerse del «cuerpo del delito». Pensé en depositarlo, anónimamente, en el Instituto de Relaciones Culturales. En buena lógica, si Kottek y la guardiana me relacionaban con el hurto, el asunto sería trasvasado a las personas que habían gestionado mi cita en el museo. También era factible que dieran cuenta a la policía. En principio —seguí consolándome— no existían pruebas de que fuera el autor de la sustracción. ¿Quién sabe? Quizá se había extraviado… El argumento, infantil hasta más no poder, no me convenció. De lo que no cabía duda era de que, en caso de cacheo, la presencia del pergamino podía suponer la cárcel, la expulsión del país o algo peor.
Tenía que devolverlo, procurando confundir a sus legítimos propietarios. En otras palabras, sin que pudieran demostrar mi paternidad en tan agrio lance.
Un agudo dolor de estómago vino a sumarse a los temblores cuando —una vez elegida la fórmula menos mala de restitución— me aventuré en la planta comercial del hotel, a la búsqueda de los necesarios sellos de Correos. El pequeño estanco-librería se hallaba cerrado. Un rótulo informaba del horario de apertura. Faltaba media hora. Fueron unos minutos espesos, con la espada de Damocles de la megafonía sobre mi encogido ánimo, temiendo que, a cada anuncio, la justicia cayera sobre mí. La Providencia tuvo compasión. Y a las 12.30, satisfecha la compra, escapé por el aparcamiento, a la caza de un buzón. A las 12.45, previamente desenrollado, plegado por su mitad, arropado entre dos hojas en blanco e introducido en un sobre con el membrete del hotel («Moriah Jerusalem — 39 Keren Hayesod Street. Jerusalem 94188 Israel»), el pergamino caía en el fondo de un solitario y granate buzón de Correos, con destino a mi domicilio, en España.
Relativamente aliviado busqué de nuevo el amparo de mi habitación, pendiente del teléfono y de las consecuencias que —si el Altísimo no remediaba— podían derivarse de semejante desvarío.
Misteriosamente, no se registró una sola llamada. Y, destruido, me precipité en un sueño convulsivo. Fue lo mejor que pudo sucederme.
Al despertar, convencido de que no debía rendirme por lo que ya era irreparable, me afané en la labor de «camuflar» el diario del mayor. De acuerdo con lo planeado, una veintena de gruesos y estirados libros —adquiridos días antes— serviría como «vehículo». Desgajé las páginas, y, con más voluntad que acierto, encolé los folios a las pastas de los malogrados volúmenes, repartiéndolos equitativamente.
A la hora de la cena, los falsos textos sobre La tierra de la Biblia, Los secretos de los mares de la Biblia, ¡Jerusalén!, El atlas de la Biblia, La tierra de Galilea y Animales bíblicos, entre otros, disimulados entre libros auténticos, fueron a descansar al fondo de la maleta marrón, listos para el viaje final.
Ya sólo restaba esperar…
No sé si alcancé a descansar una o dos horas. Fue una noche sin principio ni fin, saturada de presagios, rezumante de temores. Rayando el alba dispuse el equipaje. El vuelo, desde Tel Aviv, tenía previsto el despegue para las 18 horas. El Destino, irónico y contradictorio, me regalaba un tiempo que no deseaba.
Siguiendo el programa diseñado por Marcos, mientras aplicaba nuevos y severos masajes a las doloridas fibras musculares, repasé los obligados e inminentes «movimientos». Todo, por desgracia, se veía trastornado a raíz del lamentable asunto del museo. Ya sólo podía confiar en la suerte y, desde luego, en la posibilidad de que las pesquisas y decisiones de los dueños del pergamino resultaran «causalmente» frenadas, aunque sólo fuera por unas horas. El silencio de los medios oficiales me tenía inquieto…
Como de costumbre, el comedor del Moriah se hallaba repleto de turistas. Aquél era otro factor clave. Aunque lo sospechaba, tenía que asegurarme: ¿quién o quiénes se encargaban ahora de mi «custodia»? Entre tanto anglosajón, latino y oriental, descubrir a los posibles agentes de la Inteligencia militar hebrea fue un cometido condenado al fracaso. Cualquiera de aquellos comensales —con los que crucé más de una mirada— podía ser el hombre. Prudentemente busqué la compañía de unos foráneos. No podía concederme la licencia de desayunar en solitario. Cuanto más tiempo permaneciera arropado por extraños, más sólida era la probabilidad de escapar indemne de las garras de mis invisibles controladores.
Al pie del self-service —con notable acierto— fui a escoger a una pareja de risueños japoneses. Yo sabía que las diferentes ramas de los servicios secretos judíos difícilmente enrolaban en sus staffs a individuos que no sean de su propia raza. Esta sagrada norma me llevó a confiar en los nipones. Y mire usted por dónde, los ceremoniosos Tatsuhiro Kataoka y Yutaka Matsukawa resultaron ser colegas. El primero, como editor de libros de arte, de la firma Kodansha, Ltd. El segundo, como fotógrafo de la misma editorial, con sede en Bunkyo-Ku (Tokio). Así, al menos, figura en las tarjetas que intercambiamos.
La ocasión —ni que pintada— fue exprimida como un limón. Tatsuhiro conocía España. En realidad, todo su bagaje «cultural» sobre mi país quedaba reducido a la obra de Picasso, Dalí y al barrio «chino» de Barcelona. Para mí fue más que suficiente, logrando lo que necesitaba: estirar el refrigerio durante una hora y, entre risas y chanzas, brindarme como «guía turístico». Los cándidos y providenciales amigos aceptaron de mil amores. De esta forma, tan simple como inesperada, vi cubierta la totalidad de aquella luminosa mañana.
Hacia las tres de la tarde —agradecidos y emocionados como niños por el fastuoso periplo por la Ciudad Vieja— nos despedimos «hasta otra».
No había tiempo que perder. Haciendo acopio de fuerzas y de la escasa serenidad que aún conservaba, requerí los servicios de uno de los recepcionistas, explicándole que deseaba dormir esa noche en la ciudad de Tiberíades y que, si fuera posible, telefoneara al Golán, confirmando la reserva. Ante mi insistencia, el judío llevó a cabo la diligencia en aquellos mismos momentos. No hubo problemas. El hotel, en el que me había alojado en 1985, disponía de plazas libres. El plan fue rematado con una segunda consulta: ¿a cuánto podía ascender la tarifa de un taxi hasta dicha población?
Dispuesto el cebo me encaminé a los ascensores. Faltaba, sin embargo, la operación más «delicada». ¿Cómo confundir a los hipotéticos y desconfiados miembros del Agaf? Si deambulaban por el hotel no tardarían en ser puntualmente informados de mis supuestos propósitos de viajar a orillas del mar de Galilea. En ese caso podían suceder dos cosas: que me siguieran o que confiaran la misión a otros agentes, en Tiberíades. El peligro radicaba en lo primero. Sólo tenía una opción. Era arriesgada, pero francamente, a estas alturas, todo me daba igual.
15.30 horas.
Apuré el tiempo al máximo. Si «aquello» daba fruto disponía de escasos minutos para recoger el equipaje, abonar la factura y embarcar.
15.35.
Me santigüé. Oculté dos cascos de cerveza bajo la sahariana y, a toda velocidad, me precipité hacia los elevadores, pulsando la planta del parking. Mi «objetivo» seguía en el mismo lugar, solitario y envuelto en las sombras del subterráneo. De columna en columna, evitando las miradas del guarda del peaje, fui aproximándome al Mercedes.
15.40 horas.
Encorvado, y con el corazón en la boca, me aposté al fin en el flanco derecho del turismo. Era menester esperar la entrada o salida de algún otro vehículo. Preparé las botellas vacías y, situándome frente a la rueda delantera derecha, asomé la nariz por encima del motor. La chapa, caliente, reveló que había sido utilizado poco antes. Seguramente habían inspeccionado nuestro recorrido turístico. Razón de más para sospechar que mi inminente «viaje» podía ser igualmente «supervisado».
15.45.
El rugido de un automóvil en la boca del aparcamiento cortó la espera. Era el momento de actuar. Estrellé las botellas contra el pavimento, haciendo coincidir el estallido con el ronroneo del coche que se precipitaba por la rampa. Lancé una última ojeada al vigilante y, con los dedos convertidos en serpientes, agrupé los afilados vidrios al pie de las dos ruedas ya mencionadas. Acto seguido procedí al desinflado de las gomas, amortiguando el silbido con el pañuelo.
15.50 horas.
Retorné a la habitación, cargando el equipaje. Dos minutos después, simulando una tranquilidad inexistente, liquidaba la abultada cuenta, empujando la puerta giratoria del Moriah. Había que trabajar con rapidez, aparentando la mayor calma posible. Difícil trago. Sobre todo, imaginando a los agentes camino del subterráneo…
Con total premeditación regateé durante varios segundos con el primero de los taxistas apostados en el hotel. El precio a Tiberíades era justo y razonable. Sin embargo, rechacé la oferta y pasé al segundo árabe. Esta vez me detuve frente a la ventanilla del conductor, justo para rogarle que abriera el portaequipajes. Cargados los bultos, con los nervios desatados, le di una escueta orden:
—¡A Tel Aviv!
A las 16 horas, el taxi partía veloz y, lo que era más importante, sin «escolta» alguna. La «travesura» con el Mercedes, aprendida de algunos amigos de los servicios españoles de Inteligencia, me daba una cierta ventaja. Si los burlados agentes acertaban a interrogar al primero de los taxistas, sólo obtendrían la confirmación de mi falso desplazamiento a Tiberíades. Teniendo en cuenta que el tiempo estimado desde Jerusalén al lago podía cifrarse en hora u hora y media, el beneficio resultante —a mi favor, claro— era prometedor. Pero no podía confiarme. Si detectaban mi presencia en el aeropuerto Ben Gurión, todo habría sido en vano.
El anuncio de una propina hizo volar al voluntarioso taxista. Cuarenta minutos más tarde, desquiciado, hacía un alto en la larga fila de pasajeros que, como yo, pretendía volar a Barcelona. El miedo, lejos de esfumarse, se multiplicó. Cada rostro, cada individuo que se aproximaba o alejaba, se convirtieron en una amenaza. Pero el cupo de mis errores no estaba colmado. Inconscientemente —producto de la tensión— olvidé presentar el equipaje a los funcionarios de seguridad. La azafata me lo recordó al depositarlo en la cinta transportadora. En efecto, la maleta, la mochila y las bolsas no presentaban la obligada y pequeña etiqueta que acredita el visto bueno de la policía. Me eché a temblar.
Una joven funcionaria se responsabilizó de mi impedimenta, exigiéndome la documentación. Teóricamente no tenía nada que ocultar. Pero la inquisitiva mirada de la muchacha me intimidó.
—¿Periodista? —preguntó con desconfianza.
Asentí sin voz.
—¿Y por qué ha venido a Israel?
Le expliqué como pude, haciendo mención de mis investigaciones como escritor. Impasible, siguió ojeando el pasaporte, obligándome a responder a una interminable sucesión de cuestiones:
—¿Le han acompañado durante su estancia?… ¿Quién?… ¿En coche o en bus?… ¿Le han entregado algo?… ¿En qué hoteles se alojó?… Por favor, las facturas… ¿Todos sus amigos en Israel son judíos?… ¿Qué escribe?… ¿Por qué lleva usted una mochila?…
Agotado, después de mostrar mil y un papeles, la hebrea solicitó la presencia de otro oficial de seguridad. No aparecía la factura del hotel Nazaret.
—Así que, según usted —repitió con calma el recién llegado—, ha trabajado y pernoctado en Nazaret… Y no encuentra la factura.
Malhumorado abrí mi inseparable cuaderno «de campo», buscando los nombres y teléfonos de los franciscanos amigos de la basílica de la Anunciación. Se los mostré y, receloso, tomó nota del número.
—Muy bien. Aguarde aquí.
Mientras su compañero se perdía en la barahúnda del aeropuerto, dispuesto a telefonear a los padres Uriarte y Rafael, verificando así mis afirmaciones, la funcionaria se ensañó con el equipaje. A pesar de haber abierto la maleta marrón en primer término, lo insólito de una mochila roja en el equipaje de un periodista inclinó la balanza de la fortuna. Convencida de la transparencia del cargamento introdujo la mano entre los libros, palpando los rincones de la maleta.
—¿Y esto?
La pregunta me dejó sin habla. Extrajo uno de los volúmenes y, de improviso, recordando algo, espetó:
—Esa mochila no le pega…
Sonreí sin ganas, explicándole que —para determinadas correrías y excursiones— resultaba más práctico.
Gracias al cielo la conversación quedó en suspenso. El oficial se presentó ante nosotros y, lacónico, ordenó:
—Está bien. Adelante.
La llamada a Nazaret varió el curso de la ingrata situación. Me apresuré a cerrar la maleta de los documentos y, aturrullado, sepulté el manojo de recibos y facturas en los diferentes compartimentos de la mochila. Al verla correr por la cinta transportadora respiré hondo. Y sin más demoras volé —más que caminar— hacia el control de pasaportes. Aquel atolondramiento al guardar los papeles estuvo a punto de costarme un último disgusto. Pero antes —Dios es misericordioso—, a las puertas del área internacional, me aguardaba una grata sorpresa.
—¡Marcos!
El guía, sonriente, dejó que le abrazara. Apenas cruzamos cuatro palabras. Me obsequió un pequeño paquete y, con los ojos húmedos, señalando la maleta que había custodiado tantos años, me deseó suerte, azuzándome para que cruzara el control.
Un minuto después, al presentar el pasaporte, el mundo se vino abajo. La señorita policía hojeó el documento. Me miró de frente y, con tres palabras, me aniquiló:
—Falta la visa.
Era lo que menos podía imaginar. Recogí el pasaporte y, estupefacto, repetí la operación de la funcionaria. En efecto: la obligada visa turística no aparecía entre las hojas. Evidentemente fue cumplimentada al entrar en el país. Es más: sin aquel trámite y el sellado de la «carta» no hubiera accedido al territorio. La visa, de eso estaba seguro, tal y como tengo por costumbre en todos mis viajes, había sido meticulosamente guardada entre las páginas del pasaporte. ¿Cómo era posible? Sin el documento, las autoridades judías podían retenerme. Me vi perdido. Inspeccioné hasta el último rincón de las ropas. Inútil empeño. Entonces comprendí. La volandera hojilla con caracteres verdes tenía que haberse traspapelado entre las facturas, quedando sepultada en Dios sabe qué lugar de la mochila.
Años atrás, en pleno aeropuerto de México D. F., sufrí un percance similar. Gracias a la persona que me acompañaba, tras revolver la maleta, la tragedia se solventó felizmente. Ahora las circunstancias eran radicalmente distintas. Si perdía el avión, mi suerte estaba sentenciada.
Opté por decirle la verdad. La funcionaria escuchó indiferente. Clamé a los cielos y —¿cómo no?— el «milagro» se produjo.
La hebrea repasó el pasaporte por segunda vez. Y yo, impaciente, aguardé la pregunta clave. Conocía el truco. Todo dependía del archivo policial y de mi respuesta. Me explicaré. Como extranjero no judío, la única posibilidad de salvar el control dependía de mis antecedentes y del grado de simpatía que fuera capaz de demostrar hacia el Estado de Israel. Este último y sencillo gesto —la policía de fronteras de determinados países lo domina a la perfección— debería reflejarse, como digo, en mis próximas palabras.
La responsable levantó la vista del pasaporte, tecleando sobre la terminal de un ordenador, oculto bajo el mostrador. La operación, elemental, consistía en averiguar mi fecha de entrada en Israel y mi currículum policial. Si el monitor —como así fue— respondía con un «NO EXISTE», frase clave que me liberara de toda sospecha, el desenlace final dependería de esa decisiva respuesta.
Y la máquina —el primer sorprendido fui yo— apostó por mi «inocencia».
—¿Cuándo entró en Israel?
—El 19 de noviembre pasado —repliqué sin titubeos.
Y la oficial, con mirada severa, lanzó la esperada pregunta:
—Muy bien. ¿Desea que le selle el pasaporte?
—¡En-can-ta-do!
Si mis intenciones hubieran albergado un mínimo de odio o recelo hacia el pueblo judío, lo natural habría sido rechazar la propuesta. En algunos países árabes, por ejemplo, un pasaporte con el sello de Israel significa desconfianza, penosos interrogatorios e, incluso, la negativa a ingresar en la nación.
El énfasis y entusiasmo que volqué en la palabra «encantado» fueron determinantes. La funcionaria sonrió y, estampando el sello de salida, me franqueó el paso.
Pero el Destino, siempre tortuoso, no parecía dispuesto a concederme un segundo de tregua. El vuelo de Iberia 889, anunciado para las 18 horas, fue demorado.
Sé que resulta absurdo —más o menos como practicar la política del avestruz—, pero, desquiciado y enfermo de miedo, fui a esconderme en los lavabos, permaneciendo allí hasta que, al fin, la megafonía alertó a los pasajeros con destino a Barcelona.
Y a las 19 horas, 11 minutos y 51 segundos —casi como un indulto—, el reactor despegó las ruedas de la llamada Tierra Santa, buscando las estrellas, cómplices de mi angustia.
Y en secreto y en silencio di gracias a la «fuerza» que siempre me acompaña, celebrando la fuga con dos largos tragos del sabra —el «espíritu de Israel»— que el buen Marcos había puesto en mis poco recomendables manos. Jamás un licor fue tan bien recibido… por un hombre tan destruido.