Cuando Gurney cruzó el puente de Tappan Zee y enfiló su trayecto por la Ruta 17, la nieve estaba cayendo con más intensidad, y parecía encoger en la práctica el mundo visible. Cada pocos minutos abría la ventanilla para que una ráfaga de aire helado mantuviera su mente en el presente.
A pocos kilómetros de Goshen casi se salió de la carretera. Sólo la fuerte vibración de los neumáticos en la banda sónica impidió que se estrellara en la cuneta.
Trató de no pensar en nada más que el coche, el volante y la carretera, pero era imposible. Empezó a imaginar el interés de los medios por el caso. Habría una conferencia de prensa en la cual Sheridan Kline, sin lugar a dudas, se felicitaría por el papel de su equipo de investigación, por hacer del país un lugar más seguro y por terminar con la carrera sanguinaria de un criminal demoniaco. Los medios ponían a Gurney de los nervios. Su estúpida cobertura de un crimen era un crimen a su vez. Lo convertían en un juego. Por supuesto, a su propia manera, él también lo hacía. Por lo general, veía un homicidio como un enigma por resolver, a un asesino como a un oponente al que vencer. Estudiaba los hechos, imaginaba los ángulos, salvaba las trampas y entregaba su presa a las fauces de la maquinaria judicial. Luego pasaba a la siguiente muerte por causas no naturales que exigiera una mente inteligente que la aclarara. Sin embargo, en ocasiones veía las cosas de un modo muy diferente, cuando le superaba el cansancio de la caza, cuando la oscuridad hacía que todas las piezas del rompecabezas se volvieran similares o que ni siquiera parecieran piezas, cuando su cerebro atribulado vagaba desde su cuadrícula geométrica y seguía sendas más primitivas, que le daban atisbos del verdadero horror de la tragedia que le ocupaba y en la cual había decidido zambullirse.
En un lado, estaba la lógica de la ley, la ciencia de la criminología, las sentencias. En el otro, estaban Jason Strunk, Peter Possum Piggert, Gregory Dermott, dolor, rabia homicida, muerte. Y entre estos dos mundos surgía la cuestión peliaguda, inquietante, ¿qué tenían que ver uno y otro?
Abrió de nuevo la ventanilla y dejó que la nieve le golpeara en la cara de perfil.
Preguntas profundas y sin sentido, diálogos internos que no conducían a ninguna parte: era algo tan familiar en su paisaje interior como para otro hombre podía serlo calcular las posibilidades de victoria de los Red Sox de Boston. Esta forma de pensar era una mala costumbre y no auguraba nada bueno. En las ocasiones en que había insistido tozudamente en exponérsela a Madeleine, se había topado con aburrimiento o impaciencia.
—¿En qué estás pensando de verdad? —decía ella, dejando su labor de punto y mirándolo a los ojos.
—¿Qué quieres decir? —preguntaba él en respuesta, de un modo poco sincero, pues sabía exactamente qué quería decir.
—No puede preocuparte de verdad ese sinsentido. Averigua lo que te preocupa de verdad.
«Averigua lo que te preocupa de verdad».
Era más fácil decirlo que hacerlo.
¿Qué le preocupaba? ¿La inmensa incompetencia de la razón ante las pasiones salvajes? ¿El hecho de que el sistema de justicia era una jaula que no podía mantener al demonio cautivo más que una veleta podía detener el viento? Lo único que sabía era que había algo allí, en la parte de atrás de su mente, mordiendo sus otras ideas y sentimientos como una rata.
Cuando trataba de identificar el problema más corrosivo en medio del caos, se encontraba perdido en un mar de imágenes desbocadas.
Cuando trataba de vaciar su mente, de relajarse y de no pensar en nada, había dos imágenes que no desaparecían.
Una era el cruel placer en los ojos de Dermott cuando recitó su horrible rima sobre la muerte de Danny. La otra era el eco de la furia acusatoria en sí mismo, con la que había difamado a su propio padre cuando había contado cómo, supuestamente, había agredido a su madre. No era sólo una actuación. Una ira terrible se elevaba desde algún lugar interior y lo saturaba. ¿Esa autenticidad significaba que de verdad odiaba a su padre? ¿Era la rabia que había explotado al contar esa horrible historia, la rabia reprimida del abandono: el feroz resentimiento de un niño hacia un padre que no hacía otra cosa que trabajar, dormir y beber, un padre que siempre estaba alejándose, siempre inalcanzable? Gurney estaba asombrado de lo mucho y lo poco que tenía en común con Dermott.
¿O era al revés, una pantalla de humo que cubría la culpa que sentía por haber abandonado a ese hombre frío y cerrado en su edad anciana, por haber tenido la mínima relación posible con él?
¿O era un autodesprecio desplazado que surgía de su propio doble fracaso como padre: su fatal falta de atención hacia un hijo y cómo evitaba al otro?
Madeleine probablemente habría dicho que la respuesta podía ser cualquiera de las mencionadas o ninguna de las mencionadas, pero que, fuera cual fuese, no era importante. Lo que era trascendente tenía que ver con lo que uno creía en su interior que era lo correcto, aquí y ahora. Y a menos que la idea le resultara desalentadora, ella le sugeriría que empezara por devolver la llamada a Kyle. No es que Madeleine tuviera un especial aprecio por él —de hecho, no parecía que le cayera bien en absoluto: su Porsche le resultaba estúpido; su mujer, pretenciosa—, pero para ella la química personal era algo secundario respecto a hacer lo correcto. Gurney se maravillaba de que una persona tan espontánea pudiera también llevar una vida tan regida por los principios. Era lo que la hacía ser como era. Era lo que la convertía en un faro en el cenagal de su propia existencia.
Lo correcto, ahora mismo.
Inspirado, se detuvo en la amplia entrada abandonada de una vieja granja y sacó su cartera para buscar el número de Kyle. (Nunca se había molestado en introducir el nombre de su hijo en el sistema de reconocimiento de voz, una omisión que le dio una punzada en su conciencia). Llamarlo a las tres de la mañana parecía una locura, pero la alternativa era peor. Lo pospondría, lo pospondría otra vez y luego encontraría una explicación racional para no llamarlo.
—¿Papá?
—¿Te he despertado?
—La verdad es que no. Estaba levantado. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Yo, eh…, sólo quería hablar contigo, devolverte la llamada. No lo he hecho muy bien, parece que llevas tiempo tratando de localizarme.
—¿Seguro que estás bien?
—Sé que es una hora extraña para llamar, pero no te preocupes, estoy bien.
—Vale.
—He tenido un día difícil, pero ha terminado bien. La razón de que no respondiera a tus llamadas antes… He estado metido en un lío complicado, pero no es excusa. ¿Necesitabas algo?
—¿Qué clase de lío?
—¿Qué? Ah, lo habitual, una investigación de homicidios.
—Pensaba que te habías retirado.
—Lo estaba. Bueno, lo estoy. Pero me implicaron en un caso. Conocía a una de las víctimas. Es una larga historia. Te la contaré la próxima vez que te vea.
—Guau. ¿Lo has vuelto a hacer?
—¿Qué?
—Has pillado a otro asesino en serie, ¿eh?
—¿Cómo lo sabes?
—Víctimas. Has dicho víctimas, en plural. ¿Cuántas eran?
—Cinco que sepamos, planeaba matar a veinte más.
—Y tú lo has pillado. ¡Caray! Los asesinos en serie no tienen ni la menor oportunidad contigo. Eres como Batman.
Gurney rio. No se había reído mucho últimamente. Y no podía recordar la última vez que lo había hecho en una conversación con Kyle. Pensándolo bien, era una conversación inusual también por otros motivos: llevaban al menos dos minutos hablando sin que Kyle mencionara algo que acabara de comprar o que estuviera a punto de adquirir.
—En este caso, Batman ha tenido mucha ayuda —dijo Gurney—, pero no llamaba por eso. Quería devolverte tus llamadas, enterarme de qué estaba pasando contigo. ¿Alguna novedad?
—No mucho —dijo Kyle con sequedad—. He perdido mi empleo. Kate y yo hemos roto. Puede que cambie de carrera y vaya a la Facultad de Derecho. ¿Qué opinas?
Al cabo de un segundo de asombrado silencio, Gurney rio aún más fuerte.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Qué demonios ha pasado?
—La industria financiera se ha derrumbado (como habrás oído), junto con mi trabajo, mi matrimonio, mis dos casas y mis tres coches. Aunque es gracioso lo deprisa que puedes adaptarte a una catástrofe inimaginable. En cualquier caso, lo que me estaba preguntando es si debería ir a la Facultad de Derecho. Eso es lo que quería preguntarte. ¿Crees que tengo la mente adecuada para eso?
Gurney propuso a Kyle que viniera de la ciudad el fin de semana, y así podrían hablar sobre la situación con todo el detalle que quisiera durante todo el tiempo que quisiera. Su hijo accedió, incluso parecía contento con ello. Cuando colgó el teléfono, Gurney se quedó sentado unos buenos diez minutos, asombrado.
Había otras llamadas que quería hacer. Por la mañana llamaría a la viuda de Mark Mellery y le contaría que todo había terminado por fin, que Gregory Dermott Spinks estaba bajo custodia y que las pruebas de su culpabilidad eran claras, concretas y abrumadoras. Probablemente ella ya habría recibido una llamada personal de Sheridan Kline y quizá también de Rodriguez. Sin embargo, debía llamarla, aunque sólo fuera por su relación con Mark.
Luego estaba Sonya Reynolds. Según su acuerdo, le debía al menos uno de sus retratos especiales de ficha policial. Se le antojó poco importante, una pérdida de tiempo trivial. Aun así, la llamaría y al menos hablaría de ello y terminaría haciendo aquello a lo que se había comprometido originalmente. Pero nada más. La atención de Sonya era agradable, gratificante para el ego, incluso quizás un poco excitante, pero conllevaba un precio excesivamente alto, era demasiado peligrosa para cosas que importaban más.
El viaje de doscientos cincuenta kilómetros desde Wycherly a Walnut Crossing se prolongó cinco horas en lugar de tres, por culpa de la nieve. Cuando Gurney salió de la autovía del condado al camino que serpenteaba por la montaña hasta su casa, había caído en una especie de estupor de piloto automático. La ventana, abierta un resquicio durante la última hora, había proporcionado bastante frío a su cara y oxígeno a sus pulmones para posibilitar la conducción. Al llegar al prado que en suave pendiente separaba el granero de la casa, se fijó en que los copos de nieve que antes el viento había impulsado en horizontal por las carreteras estaban cayendo rectos. Condujo despacio por el césped, girando hacia el este justo antes de detenerse ante la casa, para que después, cuando la tormenta hubiera pasado, el calor del sol impidiera que se formara hielo en el parabrisas. Se quedó sentado, casi incapaz de moverse.
Estaba tan profundamente exhausto que cuando sonó su teléfono, tardó varios segundos en reconocer el sonido.
—¿Sí? —Su saludo podría haberse confundido con un silbido.
—¿Habla David? —La voz femenina le sonaba familiar.
—Sí, soy David.
—Ah, sonabas… extraño. Soy Laura. Del hospital. Querías que llamara… si pasaba algo —añadió con una pausa suficiente para dar a entender cierta esperanza en que su petición tuviera raíces más profundas que la razón que le había dado.
—Exacto. Gracias por acordarte.
—Es un placer.
—¿Ha ocurrido algo?
—El señor Dermott ha fallecido.
—¿Disculpa? ¿Puedes repetírmelo?
—Gregory Dermott, el hombre del que querías estar informado, murió hace diez minutos.
—¿Causa de la muerte?
—Nada oficial, todavía, pero el escáner que le hicieron en el ingreso mostraba fractura de cráneo con hemorragia masiva.
—Sí. Supongo que no es una sorpresa con una lesión de ese tipo. —Le parecía que estaba sintiendo algo, pero la sensación era lejana e imposible de definir.
—No, no con esa clase de herida.
La sensación era débil pero inquietante, como un pequeño grito en medio de un viento rugiente.
—No. Bueno, gracias, Laura. Ha estado bien que llames.
—Claro. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?
—Creo que no —dijo él.
—Será mejor que duermas un poco.
—Sí. Buenas noches, y gracias otra vez.
Primero colgó el teléfono, luego apagó los faros del coche y volvió a hundirse en el asiento, demasiado agotado para moverse. Con la ausencia repentina de la luz de los faros, todo lo que le rodeaba le pareció impenetrablemente oscuro.
Lentamente, mientras sus pupilas se adaptaban, la absoluta negrura del cielo y el bosque cambió a un gris oscuro y el pasto cubierto de nieve a un gris más suave. Al este, donde a duras penas alcanzaba a discernir la cumbre, donde el sol se levantaría al cabo de una hora, parecía distinguirse un aura tenue. La nieve había dejado de caer. La casa de al lado del coche era inmensa, fría y tranquila.
Trató de analizar lo que había ocurrido en los términos más simples. El niño en el dormitorio con una madre solitaria y un padre demente y borracho. Los gritos y la sangre y la impotencia. El terrible daño físico y mental permanente. Los delirios homicidas de venganza y redención. El pequeño Spinks creció para convertirse en el loco Dermott que había asesinado a, por lo menos, cinco hombres y había estado a punto de matar a veinte más. Gregory Spinks, cuyo padre le había cortado la garganta a su esposa. Gregory Dermott, al que le habían aplastado fatalmente el cráneo en la casa donde todo había empezado.
Gurney miró afuera, a la silueta apenas visible de la colina. Sabía que había una segunda historia que considerar, una que necesitaba comprender mejor, la de su propia vida: el padre que no le hizo caso; el hijo crecido al que él, a su vez, no hizo caso; la obsesiva carrera profesional que le había dado tanta fama y tan poca paz; el hijo pequeño que había muerto cuando él no estaba mirando; y Madeleine, que parecía comprenderlo todo. Madeleine, la luz que casi había perdido. La luz que había puesto en peligro.
Estaba demasiado cansado para mover incluso un dedo, tenía demasiado sueño para sentir algo. En su mente apareció un vacío compasivo. Durante un rato, no estaba seguro de cuánto, fue como si no existiera, como si todo en él se hubiera reducido a un punto sin dimensión, un alfiler de conciencia y nada más.
Abrió los ojos de repente, justo cuando el borde ardiente del sol empezaba a brillar a través de las copas desnudas de los árboles, en la cumbre. Observó la uña radiante de luz que se hinchaba lentamente en un gran arco blanco. Entonces reparó en otra presencia.
Madeleine, con su parka naranja brillante —la misma que había llevado el día que él la había seguido hasta el mirador—, estaba de pie junto a la ventanilla del coche, mirándolo. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Minúsculos cristales de hielo brillaron en el borde algodonoso de su capucha. Bajó la ventanilla.
Al principio no dijo nada, pero en su rostro vio —vio, sintió, notó, no sabía cómo le había alcanzado la emoción— una amalgama de aceptación y amor. Aceptación, amor y un profundo alivio de que una vez más hubiera vuelto a casa vivo.
Le preguntó con una naturalidad llena de emoción si quería desayunar.
Con la vitalidad de una llama saltarina, la parka naranja de Madeleine capturó el sol que ascendía. David salió del coche y la rodeó con sus brazos, para aferrarse a ella como si Madeleine fuera la vida misma.