51

Lo primero que Gurney pensó fue que habían entrado por la puerta equivocada. Claro que eso tampoco tenía ningún sentido. Aparte de la que había en lo alto de la escalera, era la única puerta del sótano. Pero aquello no era un simple almacén.

Estaban de pie en el rincón de un gran dormitorio, tenuemente iluminado, amueblado de un modo tradicional, con una gruesa moqueta. Delante de ellos había una cama queen-size con colcha de flores y borde de volantes que se extendía alrededor de la base. Tenía varios almohadones mullidos con los mismos volantes a juego apoyados contra el cabecero. A los pies de la cama, había un arcón de cedro y encima de éste una gran ave de peluche hecha con algún tipo de tela de retazos. Una característica extraña en la pared de la izquierda atrajo la atención de Gurney: una ventana que a primera vista parecía proporcionar una visión de un campo abierto, pero la vista, se dio cuenta enseguida, era una transparencia en color tamaño póster, iluminada desde atrás, que presumiblemente pretendía aliviar la atmósfera claustrofóbica. Al mismo tiempo cayó en la cuenta del zumbido grave de algún tipo de sistema de circulación de aire.

—No lo entiendo —dijo Nardo.

Gurney estaba a punto de coincidir con él cuando se fijó en una mesita situada un poco más lejos, en la pared de la ventana falsa. Sobre la mesa había una lámpara de bajo consumo en cuyo círculo de luz ámbar vio tres marcos negros sencillos de los que se usan para exhibir diplomas. Se acercó para verlo mejor. En cada marco había una fotocopia de un cheque nominativo. Todos los cheques estaban extendidos a nombre de X. Arybdis. Todos eran por un importe de 289,87 dólares. De izquierda a derecha, estaban los firmados por Mark Mellery, Albert Schmitt y R. Kartch. Eran copias de los cheques originales que Gregory Dermott afirmaba haber recibido; los originales los había enviado sin cobrar a sus remitentes. Pero ¿por qué hacer copias antes de devolverlos? Y, más inquietante, ¿por qué demonios los había enmarcado? Gurney los cogió de uno en uno, como si una inspección más atenta pudiera proporcionar respuestas.

Entonces, de repente, mientras estaba mirando la firma del tercer cheque —R. Kartch—, la incontrolable sensación que había tenido sobre el nombre volvió a aflorar. Salvo que esta vez no sólo notó el desasosiego, sino que también averiguó la razón que la causaba.

—¡Maldición! —murmuró ante su ceguera.

De manera simultánea, Nardo emitió un ruido abrupto. Gurney lo miró, luego siguió la dirección de la mirada asombrada del teniente hasta el otro rincón de la amplia estancia. Allí, apenas visible entre las sombras, lejos del alcance de la débil luz proyectada por la lámpara de la mesa sobre los cheques enmarcados, parcialmente oculta por las orejas de un sillón Reina Ana y camuflada con un camisón del mismo tono rosado que la tapicería, distinguió a una mujer frágil sentada con la cabeza doblada hacia delante sobre su pecho.

Nardo soltó el clip de una linterna de cinturón y enfocó a la mujer.

Gurney suponía que su edad estaría situada en cualquier punto entre los cincuenta y los setenta años. La piel tenía una palidez mortal. El cabello rubio, peinado con profusión de rizos, no podía ser otra cosa que una peluca. Pestañeando, la mujer levantó la cabeza de manera tan gradual que apenas parecía estar moviéndose, girándola hacia la luz con una gracia curiosamente heliotrópica.

Nardo miró a Gurney, luego volvió a mirar a la mujer de la silla.

—He de hacer pis —dijo la mujer.

Su voz era alta, áspera, imperiosa. La altanera inclinación de la barbilla reveló una desagradable cicatriz en el cuello.

—¿Quién diablos es? —susurró Nardo, como si Gurney tuviera que saberlo.

De hecho, Gurney estaba seguro de que sabía exactamente quién era. También sabía que bajarle la llave a Nardo al sótano había sido un error garrafal.

Se volvió con rapidez hacia la puerta abierta, pero Gregory Dermott ya estaba allí de pie, con una botella de Four Roses en una mano y una 38 especial en la otra. No había rastro del hombre enfadado y voluble aquejado de migraña. Los ojos, que ya no se retorcían en una imitación de dolor y acusación, habían vuelto a lo que, suponía Gurney, era su estado normal: el derecho, entusiasta y determinado; el izquierdo, oscuro y frío como el plomo.

Nardo también se volvió.

—¿Qué…? —empezó a decir, pero dejó que la pregunta muriera en su garganta. Se quedó muy quieto, mirando, alternativamente, al rostro de Dermott y a la pistola.

El tipo dio un paso hacia el interior del dormitorio, echó un pie atrás con destreza, enganchó con éste el borde de la puerta y la cerró de golpe a su espalda. Se oyó un pesado clic metálico al encajar el cierre. Una tenue sonrisa inquieta se extendió en la comisura de la boca de Dermott.

—Solos al fin —dijo, mofándose del tono de un hombre que espera una charla agradable—. Tanto que hacer —añadió—, tan poco tiempo.

Al parecer, la situación le resultaba divertida. La sonrisa fría se ensanchó un momento como una lombriz que se estira para contraerse enseguida.

—Quiero que sepan de antemano cuánto aprecio su participación en mi pequeño proyecto. Su cooperación mejorará todo. Primero, un detalle menor. Teniente, ¿puedo pedirle que se tumbe boca abajo en el suelo? —En realidad no era ninguna pregunta.

Gurney leyó en los ojos de Nardo una especie de cálculo rápido, pero no sabía qué opciones estaba considerando. Ni siquiera sabía si tenía idea de lo que realmente estaba ocurriendo.

Creyó interpretar algo en la mirada de Dermott: la paciencia de un gato que vigila a un ratón que no cuenta con ninguna escapatoria.

—Señor —dijo Nardo, que fingió algún tipo de dolorosa preocupación—, sería una buena idea que bajara la pistola.

Dermott negó con la cabeza.

—No tan buena como piensa.

Nardo parecía desconcertado.

—Sólo deje la pistola, señor.

—Eso es una opción. Pero hay una complicación. Nada en la vida es sencillo, ¿no?

—¿Complicación? —Nardo estaba hablando con Dermott como si éste fuera un ciudadano inofensivo que temporalmente había dejado la medicación.

—Planeo dejar la pistola después de dispararle. Si quiere que la deje ahora mismo, entonces tendré que dispararle ahora mismo. No quiero hacer eso, y estoy seguro de que usted tampoco lo desea. ¿Se da cuenta del problema?

Mientras Dermott hablaba, levantó el revólver hasta un punto en el cual apuntaba a la garganta de Nardo. Ya fuera por la firmeza de la mano o por la calma burlona en la voz, algo en las maneras de Dermott convenció a Nardo de que necesitaba intentar una estrategia diferente.

—Si dispara ese arma —dijo—, ¿qué cree que ocurrirá a continuación?

Dermott se encogió de hombros; la estrecha línea de su boca se estaba ampliando de nuevo.

—Usted muere.

Nardo asintió de manera vacilante, como si un estudiante le hubiera dado una respuesta obvia pero incompleta.

—¿Y? ¿Luego qué?

—¿Qué diferencia hay? —Dermott volvió a encogerse de hombros. El cañón de su arma apuntó al cuello de Nardo.

El teniente parecía estar haciendo un esfuerzo por mantener el control, por encima de su furia o su miedo.

—No mucha para mí, pero un montón para usted. Si aprieta el gatillo, al cabo de menos de un minuto tendrá dos docenas de policías encima. Le harán pedazos.

Dermott parecía divertido.

—¿Cuánto sabe de los cuervos, teniente?

Nardo bizqueó ante la incongruencia.

—Los cuervos son increíblemente estúpidos —dijo Dermott—. Cuando le disparas a uno, viene otro. Cuando disparas a ése, viene otro, y luego otro, y otro. Sigues disparando y siguen llegando.

Era algo que Gurney había oído antes, eso de que los cuervos no dejaban que uno de los suyos muriera solo. Si un cuervo estaba muriendo, otros llegaban para situarse a su lado y acompañarlo. La primera vez que había oído esa historia, de labios de su abuela cuando tenía diez u once años, tuvo que salir de la habitación porque sabía que iba a llorar. Fue al cuarto de baño. Le dolía el corazón.

—Una vez vi una foto de un cuervo al que dispararon en una granja de Nebraska —dijo Dermott con una mezcla de asombro y desprecio—. Un granjero con una escopeta estaba de pie junto a una pila de cuervos muertos que le llegaba a la altura del hombro.

Hizo una pausa como para darle a Nardo tiempo para apreciar el absurdo impulso suicida de los cuervos y la relación entre sus destinos.

Nardo negó con la cabeza.

—¿De verdad cree que puede quedarse ahí sentado y disparar a un policía detrás de otro a medida que vayan entrando sin que le vuelen la cabeza? Eso no va a ocurrir.

—Por supuesto que no. ¿Nunca le ha dicho nadie que una mente literal es una mente pequeña? Me gusta la historia de los cuervos, teniente, pero hay formas más eficaces de exterminar alimañas que dispararles de una en una. Gasearlas, por ejemplo. Gasear es muy eficaz si cuentas con el sistema de propagación adecuado. Quizá se haya fijado en que todas las habitaciones de esta casa tienen rociadores. Todas salvo ésta. —Hizo una pausa otra vez, su ojo más animado centelleó con autofelicitación—. Así pues, si le disparo a usted y todos los cuervos vienen volando, yo abro dos pequeñas válvulas en dos pequeñas tuberías y veinte segundos después… —Su sonrisa adoptó un tono angelical—. ¿Tiene idea del efecto que tiene el cloro concentrado en el pulmón humano? ¿Y de lo rápido que es?

Gurney observó a Nardo pugnando por calibrar a ese hombre aterrador y sereno, así como su amenaza de gasear. Durante un inquietante momento, pensó que el orgullo y la rabia del policía iban a impulsarlo a un fatal salto adelante; sin embargo, Nardo se limitó a respirar varias veces, lo cual pareció aliviar parte de la tensión, y habló con voz que sonó sincera y ansiosa.

—Los compuestos de cloro son peligrosos. Trabajé con ellos en una unidad antiterrorista. Un tipo obtuvo accidentalmente un poco de tricloruro de nitrógeno como producto secundario de otro experimento. Ni siquiera se dio cuenta. Se voló el pulgar. Puede que no sea tan fácil como cree pasar sus productos químicos por un sistema de ventilación. No estoy seguro de que pueda hacerlo.

—No pierda el tiempo tratando de engañarme, teniente. Suena como si estuviera intentando seguir una técnica de manual policial. ¿Qué dice? ¿«Exprese escepticismo en relación con el plan del criminal, cuestione su credibilidad, provóquelo para que proporcione detalles adicionales»? Si quiere saber más, no hay necesidad de que me engañe, basta con que me pregunte. No tengo secretos. Lo que tengo, sólo para que lo sepan, son dos depósitos de alta presión de doscientos litros, llenos de cloro y amoniaco, y un compresor industrial conectado directamente con la tubería del rociador principal que alimenta el sistema general de la casa. Hay dos válvulas cerradas en esta estancia que unirán el combinado de cuatrocientos litros, y que soltarán una enorme cantidad de gas en forma altamente concentrada. En cuanto a la improbable formación periférica de tricloruro de nitrógeno y la explosión resultante, lo consideraría un plus delicioso, pero me contentaré con la simple asfixia del Departamento de Policía de Wycherly. Sería muy divertido verlos volar en pedazos a todos, pero uno ha de conformarse. La avaricia rompe el saco. —Señor Dermott, ¿de qué demonios trata todo esto?

Dermott arrugó el entrecejo en una parodia de alguien que podría estar considerando la pregunta en serio.

—Recibí una nota en el correo esta mañana: «Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, / con la noche y el día, porque escapar no puedes». —Citó las palabras del poema de Gurney con sarcástico histrionismo, echándole una mirada inquisitiva al hacerlo—. Amenazas huecas, pero debo dar las gracias a quien lo envió. Me recordó lo corta que puede ser la vida: nunca hay que dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.

—No entiendo lo que dice —contestó Nardo con sinceridad.

—Sólo haga lo que le digo y terminará entendiéndolo perfectamente.

—Bien, no hay problema. Pero no quiero que nadie resulte innecesariamente herido.

—No, por supuesto que no. —La sonrisa estirada, como de gusano, vino y se fue—. Nadie quiere eso. De hecho, para evitar heridas innecesarias, necesito que se tumbe boca abajo en el suelo ahora mismo.

Estaban de nuevo en el mismo punto. La pregunta era: ¿ahora qué? Gurney estaba mirando la cara de Nardo en busca de signos legibles. ¿Cuánto había entendido el teniente? ¿Había comprendido ya quién podía ser la mujer de la cama, o el psicópata sonriente con la botella de whisky y la pistola?

Al menos tenía que haberse dado cuenta, como mínimo, de que Dermott era el asesino del agente Sissek. Eso explicaría el odio en su mirada, algo que no podía ocultar. De repente, volvía a estar tenso. Nardo parecía cargado de adrenalina, con una emoción primitiva de «al cuerno las consecuencias» mucho más poderosa que la razón. Dermott también lo vio, pero lejos de acobardarle, pareció ponerle eufórico, renovar su energía. Su mano apretó suavemente la empuñadura del revólver; por primera vez, la sonrisa reveló un atisbo de los dientes.

Menos de un segundo antes de que una bala de calibre 38 acabara sin duda con la vida de Nardo, y menos de dos segundos antes de que una segunda bala terminara con la suya, Gurney rompió la situación con un furioso grito gutural:

—¡Haga lo que dice! ¡Túmbese en el puto suelo! ¡Al suelo, joder!

El efecto fue asombroso. Los dos hombres se quedaron paralizados; el arrebato de Gurney hizo añicos el impulso de la confrontación larvada.

El hecho de que nadie hubiera muerto le convenció de que estaba en la vía correcta, pese a que no estaba seguro de qué vía era exactamente. Le pareció que Nardo se sentía traicionado. Bajo su exterior más opaco, Dermott estaba desconcertado, pero se esforzaba, sospechó Gurney, por no permitir que la interrupción minara su control.

—Un consejo muy sensato de su amigo —le dijo Dermott a Nardo—. Yo en su lugar lo seguiría ahora mismo. El detective Gurney tiene una mente prodigiosa. Es un hombre muy interesante. Un hombre famoso. Puedes aprender mucho de una persona de una simple búsqueda en Internet. Le sorprendería la clase de información que aparece con un nombre y un código postal. La intimidad ya no existe.

El tono malvado de Dermott le provocó una arcada. Trató de recordarse que la especialidad de aquel tipo era persuadir a la gente de que sabía más de ellos de lo que realmente sabía. Sin embargo, la idea de que su error al no prever el problema del matasellos podía haber puesto en peligro a Madeleine era invasiva y casi insoportable.

Nardo se echó al suelo con reticencia y terminó tumbado sobre el estómago en la posición de un hombre que está a punto de hacer unas flexiones. Dermott le ordenó que pusiera las manos detrás de la nuca, «si no es mucho pedir». Durante un momento terrible, Gurney pensó que podría ejecutarlo de inmediato. En cambio, después de mirar al suelo con satisfacción al teniente, Dermott dejó la botella de whisky que llevaba en la mano en el arcón de cedro, al lado del gran ave de peluche, o mejor dicho, como ahora se dio cuenta Gurney, del gran ganso de peluche. Con un escalofrío recordó un detalle de los informes de laboratorio. Plumas de ganso. Entonces Dermott se agachó junto al tobillo derecho de Nardo, sacó una pequeña pistola automática de una funda que llevaba allí y se la colocó en su propio bolsillo. Una vez más, la sonrisa carente de humor destelló y se desvaneció.

—Saber dónde están todas las armas de fuego —explicó con una honradez aterradora— es la clave para evitar una tragedia. Hay demasiadas pistolas. Demasiadas pistolas en las manos equivocadas. Por supuesto, se argumenta muchas veces que las pistolas no matan, es la gente la que mata. Y han de admitir que hay cierta verdad en eso. La gente mata gente. Pero ¿quién va a saberlo mejor que los hombres de su profesión?

Gurney añadió a la corta lista de cosas que sabía con certeza el hecho de que esos discursos con aire de superioridad dirigidos a una audiencia cautiva —la pose educada, la gentileza amenazadora, los mismos elementos que habían caracterizado sus notas a sus víctimas— tenían un propósito vital: alimentar su propia fantasía de omnipotencia.

Probando que Gurney tenía razón, Dermott se volvió hacia él y como un acomodador servil susurró:

—¿Le importaría sentarse junto a aquella pared?

Indicó una silla de respaldo alto situada a la izquierda de la cama, junto a la mesita con los cheques enmarcados. Gurney fue a la silla y se sentó sin vacilar.

Dermott miró a Nardo y su expresión gélida contradijo el tono alentador.

—Lo tendremos todo preparado dentro de un momento. Sólo necesitamos un participante más. Aprecio su paciencia.

En el lado de la cara de Nardo visible para Gurney, el músculo de la mandíbula se tensó y un rubor rojo se elevó desde el cuello a la mejilla.

Dermott se movió con rapidez por la habitación hasta el otro rincón, se inclinó sobre el sillón de orejas y susurró algo a la mujer sentada.

—He de hacer pis —dijo ella, levantando la cabeza.

—La verdad es que no, ¿saben? —intervino Dermott mirando de nuevo a Gurney y Nardo—. Es una irritación creada por el catéter. Hace muchos años que lleva catéter. Una molestia por un lado, pero una conveniencia real por otro, también. El Señor da y el Señor quita. Cara y cruz. No puede haber la una sin la otra. ¿No era eso una canción?

Se detuvo como si tratara de situar algo, tarareó una tonada familiar con animada entonación y, sin soltar la pistola que sostenía en su mano derecha, ayudó a la mujer mayor a levantarse de la silla con la mano izquierda.

—Ven aquí, es hora de acostarse.

Al conducirla con sus pequeños pasos titubeantes por la habitación hasta la cama y ayudarla a ponerse en una posición semirreclinada contra las almohadas rectas, no dejó de repetir con su voz de niño pequeño:

—A rorro, a rorro, a rorro.

Mientras mantenía la pistola apuntando a una zona intermedia entre Nardo, en el suelo, y Gurney, en la silla, miró con pausa la estancia, pero nada en particular. Era difícil saber si estaba viendo lo que había allí o una capa superpuesta correspondiente a otra escena de otro tiempo o lugar. Acto seguido miró a la mujer en la cama del mismo modo y dijo con una especie de convicción fantasiosa de Peter Pan:

—Todo será perfecto. Todo será como siempre tuvo que ser.

Empezó a tararear unas pocas notas inconexas. Al continuar, Gurney reconoció la tonada de una canción de cuna: En torno a la morera. Quizá fue por la reacción incómoda que siempre experimentaba ante la falta de lógica de las canciones de cuna, o por las imágenes absurdas de ésa en concreto, o por la colosal falta de pertinencia de la música en un momento así, la cuestión es que oír esa melodía en esa estancia le dio ganas de vomitar.

Entonces Dermott añadió la letra, pero no la letra adecuada. Cantó como un niño: «Vamos a la cama otra vez, a la cama otra vez, a la cama otra vez. Vamos a la cama otra vez, temprano por la mañana».

—He de hacer pis —dijo la mujer.

Dermott continuó cantando su extraña tonadilla como si fuera una canción de cuna. Gurney se preguntó si el hombre estaba lo bastante distraído para permitir un salto por encima de la cama. Pensó que no. ¿Más adelante dispondría de un momento más apropiado? Si la historia del gas de cloro de Dermott era un plan de acción y no sólo una fantasía para dar miedo, ¿cuánto tiempo les quedaba? Suponía que no mucho.

Encima de ellos, la casa permanecía en completa calma. No había ninguna indicación de que ninguno de los otros policías de Wycherly hubiera descubierto la ausencia del teniente o de que, si alguien lo había hecho, se hubiera dado cuenta de qué implicaba. Gurney reparó en que no había voces altas, ni pies que se arrastraban, ningún atisbo de actividad exterior en absoluto, lo cual significaba que salvar la vida de Nardo, y la suya, probablemente dependería de lo que pudiera ocurrírsele a él en los siguientes cinco o diez minutos para desbaratar los planes del psicópata que estaba ahuecando los almohadones de la cama.

Dermott dejó de cantar. Caminó de lado por el borde de la cama hasta un punto desde el cual pudiera apuntar con igual facilidad a Nardo y a Gurney. Empezó a mover el arma adelante y atrás como si fuera un bastón, rítmicamente; apuntaba a uno y luego al otro, y vuelta a empezar. A Gurney se le ocurrió, quizá por el movimiento de sus labios, que Dermott estaba moviendo la pistola al ritmo de una canción. La posibilidad de que esa recitación silenciosa fuera puntuada al cabo de pocos segundos por una bala en una de sus cabezas parecía abrumadoramente real, lo bastante real para impulsar a Gurney a lanzar una pulla verbal.

Con la voz más tranquila y despreocupada posible, preguntó:

—¿Se pone alguna vez los chapines de rubí?

Los labios de Dermott dejaron de moverse, y su expresión facial se transformó en un vacío profundo y peligroso. Su pistola perdió el ritmo. La dirección del cañón se posó lentamente en Gurney como la bola de una ruleta que se detiene en un número perdedor.

No era la primera vez que estaba encañonado por un arma, pero nunca en sus cuarenta y siete años de vida se había sentido tan cerca de la muerte. Notaba una sensación de sequedad en la piel, como si la sangre se le estuviera retirando a un lugar más seguro. Luego, de manera extraña, sintió calma. Recordó los relatos que había leído de hombres sobre un mar helado, la tranquilidad alucinatoria que sentían antes de perder la conciencia. Miró a través de la cama a Dermott, a aquellos ojos emocionalmente asimétricos: uno como el de un cadáver de una antigua batalla; el otro encendido de odio. En ese segundo ojo percibió que se desarrollaba un rápido cálculo. Quizá la referencia de Gurney a los chapines robados en The Laurels había cumplido su propósito: plantear preguntas que requerían solución. Quizá Dermott se estaba preguntando cuánto sabía y cómo ese conocimiento podía afectar al desenlace de aquella situación.

El psicópata resolvió sus dudas con desalentadora rapidez. Sonrió, mostrando por segunda vez un atisbo de dientes pequeños y perlados.

—¿Recibió mis mensajes? —preguntó de un modo juguetón.

La paz que había envuelto a Gurney se estaba desvaneciendo. Sabía que responder la pregunta mal crearía un problema mayor. Y lo mismo no responderla. Esperaba que Dermott sólo se estuviera refiriendo a las dos cosas que parecían mensajes que había encontrado en The Laurels.

—¿Se refiere a la pequeña cita de El resplandor?

—Ése es uno —dijo Dermott.

—Obviamente apuntarse como «señor y señora Scylla». —Gurney sonó aburrido.

—Ése el segundo, pero el tercero era el mejor, ¿no le parece?

—El tercero me pareció estúpido —dijo Gurney, desesperadamente bloqueado, repasando sus recuerdos de la excéntrica posada y su medio propietario Bruce Wellstone.

Su comentario produjo un destello de rabia en Dermott, seguido de una especie de cautela.

—Me pregunto si de verdad sabe de qué estoy hablando, detective.

Gurney reprimió su urgencia de protestar. Había descubierto que con frecuencia el mejor farol es el silencio. Y era más fácil pensar cuando no estabas hablando.

La única cosa peculiar que podía recordar era que Wellstone había mencionado algo de unos pájaros, y que algo no tenía sentido en esa época del año. ¿Qué diablos de pájaros eran? ¿Y qué pasaba con el número? Algo respecto al número de pájaros…

Dermott estaba perdiendo la paciencia. Era el momento de otro golpe.

—Los pájaros —dijo Gurney con astucia.

Al menos esperaba que sonara a astucia y no a estupidez. Algo en los ojos de Dermott le decía que el golpe podía haber conectado. Pero ¿cómo? ¿Y entonces qué? ¿Qué importaba de los pájaros? ¿Cuál era el mensaje? ¿La parte incorrecta del año? ¿Para qué? Camachuelos de pecho rosa. Eso es lo que eran. ¿Y qué? ¿Qué tenían que ver esos camachuelos de pecho rosa con nada?

Decidió seguir con el farol y ver adónde le llevaba.

—Camachuelos de pecho rosa —dijo con una mueca enigmática.

Dermott trató de ocultar un destello de sorpresa bajo una sonrisa paternalista. Gurney deseaba saber de qué se trataba, quería saber qué estaba simulando saber. ¿Cuál era el maldito número que había mencionado Wellstone? No tenía ni idea de qué decir a continuación, de cómo responder a una pregunta directa si ésta se producía. No se produjo.

—Tenía razón con usted —dijo Dermott con petulancia—, desde nuestra primera conversación telefónica, supe que era más listo que la mayoría de su grupo de babuinos.

Hizo una pausa, asintiendo para sus adentros con aparente placer.

—Está bien —continuó—. Un mono inteligente. Será capaz de apreciar lo que está a punto de ver. De hecho, creo que seguiré su consejo. Al fin y al cabo, es una noche especial, una noche perfecta para unos zapatos mágicos.

Mientras seguía hablando, iba retrocediendo hacia una cajonera apoyada contra la pared del otro lado de la sala. Sin apartar la mirada de Gurney, abrió el cajón de arriba y sacó, con llamativo cuidado, un par de zapatos. El estilo le recordó a los zapatos de vestir de medio tacón y abiertos por detrás que se ponía su madre para ir a la iglesia, salvo que esos zapatos estaban hechos de cristal de color rubí, cristal que brillaba como sangre translúcida en la luz tenue.

Dermott cerró el cajón con el codo y volvió a la cama con los zapatos en una mano y la pistola en la otra, todavía apuntando a Gurney.

—Agradezco su aportación, detective. Si no hubiera mencionado los zapatos, no habría pensado en ellos. La mayoría de los hombres en su situación no serían tan serviciales.

Gurney supuso que la burla no sutil en el comentario pretendía hacerle ver que el asesino poseía un control tan absoluto de la situación que podía fácilmente sacar provecho de cualquier cosa que otro pudiera decir o hacer. Se inclinó sobre la cama, le quitó las viejas zapatillas gastadas de pana a la mujer y las sustituyó por los chapines de color rojo brillante. Sus pies eran pequeños, y los zapatos se deslizaron con suavidad.

—¿Dickie Duck se va a acostar? —preguntó la anciana, como un niño que recita su parte favorita de un cuento de hadas.

—Matará a la serpiente y le cortará la cabeza, luego Dickie Duck se irá a dormir —replicó él con voz cantarina.

—¿Dónde ha estado mi pequeño Dickie?

—Matando al gallo para salvar a la gallina.

—¿Por qué Dickie hace lo que hace?

—Por sangre que es tan roja como rosa pintada, para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.

Dermott miró a la anciana con expectación, como si la conversación ritual no hubiera terminado. Se inclinó hacia ella, para ayudarla con un susurro audible.

—¿Qué hará Dickie esta noche?

—¿Qué hará Dickie esta noche? —preguntó ella con el mismo susurro.

—Llamará a los cuervos hasta que estén todos muertos, luego Dickie Duck se irá a dormir.

La mujer movió las puntas de los dedos de manera ensimismada por los rizos de su peluca, como si imaginara que se peinaba de un modo etéreo. La sonrisa de su rostro le recordó a Gurney la de un heroinómano.

Dermott también la estaba observando. Su mirada era repugnantemente no filial, la punta de la lengua se movía adelante y atrás entre sus labios como un pequeño parásito resbaladizo. Entonces pestañeó y miró a su alrededor.

—Creo que estamos listos para empezar —dijo con brío.

Se aupó a la cama y trepó por encima de las piernas de la mujer hasta el otro lado, cogiendo el ganso del arcón al hacerlo. Se apoyó contra las almohadas al lado de ella y colocó el peluche en su regazo.

—Ya casi estamos.

El tono alegre del comentario habría sido apropiado para alguien que coloca una vela en un pastel de cumpleaños. En cambio, lo que estaba haciendo era meter el revólver, con el dedo todavía en el gatillo, en un bolsillo profundo cortado en la parte de atrás del ganso.

«Dios santo —pensó Gurney—. ¿Fue así como le disparó a Mark Mellery? ¿Fue así como el residuo de relleno de plumas terminó en la herida del cuello y en la sangre del suelo? ¿Es posible que en el momento de su muerte Mellery estuviera mirando un puto ganso?».

La imagen era tan grotesca que tuvo que contener una necesidad de reír. ¿O era un espasmo de terror? Fuera cual fuese la emoción, era brusca y poderosa. Se había enfrentado a muchos enajenados —sádicos, asesinos sexuales de toda calaña, sociópatas con piolets, incluso caníbales—, pero nunca antes se había visto forzado a idear una solución para escapar de una pesadilla tan compleja, a sólo un movimiento de dedo de que una bala acabara alojada en su cerebro.

—Teniente Nardo, levántese, por favor. Es la hora de su entrada. —El tono de Dermott era ominoso, teatral, irónico.

En un susurro tan bajo que Gurney no estaba seguro de haberlo oído o imaginado, la vieja mujer empezó a murmurar.

—Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. —Parecía más el tictac de un reloj que una voz humana.

Gurney observó que Nardo descruzaba las manos, estirando y apretando los dedos. Se levantó del suelo, a los pies de la cama, con la elasticidad de un hombre en muy buena forma. Su mirada dura pasó de la extraña pareja en la cama a Gurney y de nuevo a la cama. Si algo de esa escena le sorprendió, su rostro pétreo no lo delató. La única cosa obvia, por la forma en que miraba al ganso y al brazo de Dermott detrás de él, era que había adivinado dónde estaba la pistola.

En respuesta, Dermott empezó a acariciar la espalda del ganso con la mano libre.

—Una última pregunta, teniente, en relación con sus intenciones antes de que empecemos. ¿Piensa hacer lo que le diga?

—Claro.

—Interpretaré la respuesta literalmente. Voy a darle una serie de instrucciones y usted las sigue con precisión. ¿Está claro?

—Sí.

—Si fuera un hombre menos confiado, podría poner en duda su seriedad. Espero que valore la situación. Deje que ponga todas mis cartas sobre la mesa para impedir cualquier mal entendido. He decidido matarle. Es algo que ya no se puede alterar. La única cuestión que queda abierta es cuándo lo mataré. Esa parte de la ecuación depende de usted. ¿Me sigue hasta ahora?

—Usted me mata, pero yo decido cuándo. —Nardo habló con una especie de desprecio aburrido que a Dermott le pareció gracioso.

—Exacto, teniente. Usted decide cuándo. Pero sólo hasta cierto punto, por supuesto, porque en última instancia todos tendrán un fin apropiado. Hasta entonces puede permanecer vivo diciendo lo que yo le ordene que diga y haciendo lo que yo le ordene que haga. ¿Aún me sigue?

—Sí.

—Por favor, recuerde que, en cualquier momento, tiene la opción de morir al instante con el sencillo recurso de no seguir mis instrucciones. La obediencia añadirá momentos preciosos a su vida. La resistencia los restará. ¿Podría ser más simple?

Nardo lo miró sin pestañear.

Gurney deslizó los pies unos centímetros hacia las patas de su silla para situarse en la mejor posición posible para abalanzarse sobre la cama, esperando que la dinámica emocional entre los dos hombres explotara en cuestión de segundos.

Dermott dejó de acariciar el ganso.

—Por favor, vuelva a colocar los pies donde los tenía —dijo sin apartar la mirada de Nardo.

Gurney hizo lo que le ordenaron, con un nuevo respeto por la visión periférica de Dermott.

—Si vuelve a moverse, los mataré a los dos sin decir ni una palabra más. Ahora, teniente —continuó plácidamente Dermott—, escuche con atención cuál es su papel. Es usted un actor en una obra. Su nombre es Jim. La función es sobre Jim, su mujer y su hijo. La función es corta y sencilla, pero tiene un gran final.

—He de hacer pis —dijo la mujer con voz ausente, acariciando otra vez los rizos rubios con las yemas de los dedos.

—No pasa nada, madre —respondió sin mirarla—. Todo irá bien. Todo será como siempre debería haber sido.

Dermott ajustó la posición del ganso ligeramente en su regazo, para apuntar, supuso Gurney, hacia Nardo.

—¿Todo listo?

Si la mirada firme de Nardo fuera veneno, Dermott ya habría muerto tres veces. En cambio, sólo había un pequeño destello en la comisura de su boca que podría ser una sonrisa, una mueca o tal vez un atisbo de excitación.

—Por esta vez, tomaré su silencio por un sí. Pero le haré una advertencia amistosa. Cualquier posterior ambigüedad en sus respuestas resultará en el inmediato final de la obra y de su vida. ¿Me entiende?

—Sí.

—Bien. Se alza el telón. Empieza la obra. Estamos a finales de otoño. El momento del día es al caer la tarde, ya ha oscurecido. Ambiente inhóspito, un poco de nieve en la calle, un poco de hielo. De hecho, la noche se parece mucho a ésta. Es su día libre. Ha pasado el día en un bar del pueblo, bebiendo todo el día, con sus colegas borrachos. Llega a casa cuando empieza la función. Entra tambaleándose en el dormitorio de su mujer. Tiene la cara colorada y está enfadado. Sus ojos son apagados y estúpidos. Tiene una botella de whisky en la mano. —Dermott señaló la Four Roses que estaba en el arcón—. Puede usar esa botella de ahí. Cójala.

Nardo se acercó y la cogió. Dermott asintió de manera aprobadora.

—De un modo instintivo la ha evaluado como arma potencial. Está muy bien, es muy apropiado. Tiene una simpatía natural con la personalidad de su personaje. Ahora, con esa botella en la mano, se queda de pie, y la mueve de un lado a otro a los pies de la cama de su mujer. La mira con rabia estúpida a ella y a su hijo pequeño y a su ganso de peluche. Muestra los dientes como un estúpido perro rabioso. —Dermott hizo una pausa y examinó el rostro de Nardo—. Enséñeme los dientes.

Los labios de Nardo se tensaron y se separaron. Gurney se dio cuenta de que no había nada artificial en la rabia de esa expresión.

—¡Muy bien! —se entusiasmó Dermott—. ¡Perfecto! Tiene un talento auténtico para esto. Ahora se queda ahí con los ojos inyectados en sangre, con saliva en los labios, y le grita a su mujer, que está en la cama: «¿Qué coño está haciendo aquí?». Me señala a mí. Mi madre dice: «Calma, Jim, estaba enseñándonos su cuento a Dickie Duck y a mí». Usted dice: «Yo no veo ningún puto cuento». Mi madre le dice: «Mira, está aquí mismo, en la mesita». Pero usted tiene una mente sucia, algo que refleja en su cara sucia. Sus pensamientos sucios supuran como el sudor aceitoso en su apestosa piel. Mi madre le dice que está borracho y que debería irse a dormir a la otra habitación. Pero usted empieza a quitarse la ropa. Yo le grito que salga. Pero usted se quita toda la ropa y se queda ahí desnudo, mirándonos lascivamente. A mí me dan ganas de vomitar. Mi madre le grita, le grita que no sea tan asqueroso, que salga de la habitación. Usted dice: «¿A quién coño le estás hablando, zorra asquerosa?». Entonces parte la botella de whisky en el cabezal de la cama, salta sobre ella como un mono desnudo, con la botella rota en la mano. El nauseabundo hedor del whisky impregna la habitación. Su cuerpo apesta. Llama a mi madre zorra y…

—¿Cómo se llama? —le interrumpió Nardo.

Dermott parpadeó dos veces.

—Eso no importa.

—Claro que importa.

—He dicho que no importa.

—¿Por qué no?

Dermott parecía desconcertado por la pregunta, aunque sólo un poco.

—No importa cómo se llama porque nunca la llama por su nombre. La llama de distintas maneras, de maneras desagradables, pero nunca usa su nombre. Nunca le muestra ningún respeto. Quizás hace tanto tiempo que no usa su nombre que se le ha olvidado.

—Pero usted conoce su nombre, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. Es mi madre. Por supuesto que conozco el nombre de mi madre.

—Entonces, ¿cuál es?

—No le importa. A usted le da igual.

—Aun así, me gustaría saber cuál es.

—No quiero que su nombre esté en su sucio cerebro.

—Si he de simular ser su marido, he de saber su nombre.

—Ha de saber lo que yo quiero que sepa.

—No puedo hacerlo si no sé quién es esa mujer. No me importa lo que diga, para mí no tiene ningún sentido no conocer el nombre de mi propia esposa.

Gurney no tenía claro adónde quería ir a parar Nardo.

¿Se había dado cuenta finalmente de que iban a dirigirle para que representara la agresión de Jimmy Spinks sobre su esposa, Felicity, para que representara lo que había ocurrido veinticuatro años antes? ¿Había caído en la cuenta de que ese Gregory Dermott que un año antes había comprado esa casa podría muy bien ser el hijo de Jimmy y Felicity, el chico de ocho años al que los Servicios Sociales habían tomado bajo custodia tras el desastre familiar? ¿Se le había ocurrido que la mujer que estaba en la cama con una cicatriz en la garganta era casi con total seguridad Felicity Spinks, a la que su hijo había sacado del centro donde había permanecido ingresada desde hacía tanto tiempo?

¿Nardo tenía la esperanza de cambiar la dinámica homicida de la pequeña «obra» que se estaba desarrollando revelando de qué se trataba? ¿Estaba tratando de crear una distracción psicológica con la esperanza de encontrar una vía de escape? ¿O sólo estaba caminando a tientas en la oscuridad, tratando de retrasar lo más posible, como fuera posible, lo que Dermott tenía en la mente?

Por supuesto, cabía otra posibilidad. Lo que Nardo estaba haciendo, y la manera en que estaba reaccionando Dermott, podría no tener ningún sentido. Tal vez era la clase de disputa ridículamente trivial por la cual los niños pequeños se pegan con palas de plástico en un arenero y por la cual los hombres airados se pegan y se matan en peleas de bar. Desanimado, sospechó que esa última hipótesis era tan buena como cualquier otra.

—Que piense que no tiene sentido no tiene importancia —dijo Dermott, de nuevo ajustando medio centímetro el ángulo del ganso, con la mirada fija en la garganta de Nardo—. Nada de lo que piense usted tiene la menor importancia. Es hora de que se quite la ropa.

—Primero dígame su nombre.

—Es hora de que se quite la ropa, rompa la botella y salte en la cama como un mono desnudo. Como un estúpido, baboso y horrible monstruo.

—¿Cómo se llama?

—Es la hora.

Gurney vio un leve movimiento en el músculo del antebrazo de Dermott, lo cual significaba que su dedo se estaba tensando en el gatillo.

—Sólo dígame el nombre.

Cualquier duda que le quedara de lo que estaba ocurriendo había desaparecido. Nardo había trazado su línea en la arena y había apostado toda su hombría —de hecho su vida— a lograr que su adversario respondiera la pregunta. Dermott, por su parte, había invertido todo en mantener el control. Gurney se preguntó si Nardo tenía alguna idea de lo importante que era tener el control para el hombre al que estaba tratando de enfrentarse. Según Rebecca Holdenfield —de hecho, en opinión de cualquiera que supiera algo de los asesinos en serie—, el control era lo que merecía todo, cualquier riesgo. El control absoluto —con la sensación de omnisciencia y omnipotencia que generaba— era la euforia definitiva. Amenazar ese objetivo de frente, sin una pistola en la mano, era suicida.

Parecía que la ceguera ante ese hecho había puesto una vez más a Nardo a un milímetro de la muerte, y esta vez Gurney no podía salvarlo gritándole que se sometiera. Esa táctica no funcionaría una segunda vez.

Ahora el homicidio estaba a punto de producirse, su momento llegaba como una veloz nube de tormenta en los ojos de Dermott. Gurney nunca se había sentido tan impotente. No se le ocurría ninguna forma de detener ese dedo en el gatillo.

Fue entonces cuando oyó la voz, limpia y fría como plata pura. Era, sin lugar a dudas, la voz de Madeleine, que le decía algo que le había dicho años atrás en cierta ocasión cuando él se sentía irremisiblemente frustrado por el caso Jason Strunk.

«Sólo hay una salida de un callejón sin salida».

Por supuesto, pensó. Qué absurdamente obvio, caminar en sentido contrario.

Si pretendes detener a un hombre que tiene una abrumadora necesidad de controlarlo todo —de matar para obtener ese control— precisas hacer exactamente lo contrario de lo que te dicte el instinto. Tras reflexionar sobre la frase de Madeleine, se dio cuenta de lo que necesitaba hacer. Era atroz, patentemente irresponsable y legalmente indefendible, si no funcionaba. Pero sabía que funcionaría.

—Ahora, vamos, Gregory —susurró—. ¡Dispárele!

Hubo un momento de incomprensión compartida en el que ambos hombres pugnaron por asimilar lo que acababan de escuchar, como si pudieran pugnar por comprender un trueno en un día sin nubes. Dermott vaciló. La dirección del arma en el ganso se movió un poco hacia Gurney, hacia la silla situada contra la pared.

Los labios de Dermott se extendieron hacia ambos lados en su imitación mórbida de una sonrisa.

—¿Perdón?

En la afectada indiferencia, Gurney sintió un temblor de inquietud.

—Ya me ha oído, Gregory —dijo—. Le he dicho que le dispare.

—¿Usted me ha dicho… a mí?

Gurney suspiró con elaborada impaciencia.

—Me está haciendo perder tiempo.

—¿Perder…? ¿Qué demonios cree que está haciendo? —La pistola en el ganso se movió más en la dirección de Gurney. Su indiferencia había desaparecido.

Nardo tenía los ojos como platos. A Gurney le costaba calibrar las emociones que se mezclaban detrás del asombro. Como si fuera Nardo quien le exigía saber lo que estaba pasando, Gurney se volvió hacia él y dijo, con la máxima naturalidad que pudo:

—A Gregory le gusta matar a gente que le recuerda a su padre.

Hubo un sonido ahogado en la garganta de Dermott, como el principio de una palabra o un grito que se quedó encajado ahí. Gurney permaneció decididamente concentrado en Nardo y continuó con el mismo tono insulso.

—El problema es que necesita que le den un empujoncito de cuando en cuando. Se queda empantanado en el proceso. Y, por desgracia, comete errores. No es tan listo como cree. ¡Oh, Cielo santo! —Hizo una pausa y sonrió de manera especulativa a Dermott, cuyos músculos de la mandíbula estaban ahora visibles—. ¿Tiene posibilidades, verdad? El pequeño Gregory no es tan listo como cree. ¿Qué le parece, Gregory? ¿Cree que podría empezar un nuevo poema así? —Casi le guiñó el ojo, pero pensó que eso podría ser ir demasiado lejos.

Dermott lo miró con odio, confusión y algo más. Esperaba que ese algo más fuera un remolino de interrogantes que un obseso por el control se vería obligado a resolver antes de matar al único hombre capaz de ayudarle a hacerlo. La siguiente palabra de Dermott, con su entonación tensa, le dio esperanza.

—¿Errores?

Gurney asintió con aire apesadumbrado.

—Unos cuantos, me temo.

—Es usted un mentiroso, detective. Yo no cometo errores.

—¿No? ¿Cómo los llama entonces, si no los llama errores? ¿Cagadas de Dickie Duck?

Incluso en el momento de decirlo se preguntó si no había dado el paso fatal. En ese caso, en función de dónde le diera la bala, podría no saberlo nunca. Fuera como fuese, no quedaba una ruta de retirada segura. Gurney detectó una serie de minúsculas vibraciones en las comisuras de los labios de Dermott. Reclinado incongruentemente en esa cama, pareció mirar a Gurney desde una atalaya en el Infierno.

Gurney en realidad sólo sabía de un error que hubiera cometido Dermott, un error relacionado con el cheque de Kartch que finalmente había encajado en su lugar sólo un cuarto de hora antes, cuando había visto la copia enmarcada de ese cheque en la mesita. Pero suponiendo que pudiera afirmar que había reconocido el error y su significado desde el principio, ¿qué efecto habría tenido en el hombre que estaba tan desesperado por creer que poseía el control total?

Una vez más, la máxima de Madeleine llegó a su mente, marcha atrás. Si no puedes retroceder, adelante a toda velocidad. Se volvió hacia Nardo, como si pudiera no hacer caso del asesino en serie que estaba en la sala.

—Una de sus cagadas más tontas fue cuando me dio los nombres de los hombres que le habían enviado los cheques. Uno de los nombres era Richard Kartch. La cuestión es que éste envió el cheque en un sobre en blanco, sin nota alguna. La única identificación era el nombre impreso en el mismo cheque. El nombre que aparecía en el cheque era «R. Kartch», y ésa era también la forma en que firmaba. La R podría haber sido de Robert, Ralph, Randolph, Rupert y una docena de nombres más. Pero Gregory (aunque al mismo tiempo decía que no conocía de nada ni había tenido ningún contacto con el remitente, salvo por el nombre y la dirección en el cheque en sí) sabía que era Richard, lo cual yo vi en el buzón de la casa de Kartch en Sotherton. Así que, en ese momento, supe que estaba mintiendo. Y la razón era obvia.

Esto fue demasiado para Nardo.

—¿Lo sabía? Entonces, ¿por qué demonios no nos lo dijo para que pudiéramos detenerlo?

—Porque sabía lo que iba a hacer y por qué iba a hacerlo, y no tenía interés en detenerlo.

Nardo tenía aspecto de haber entrado en un universo alternativo, donde las moscas daban manotazos a las personas.

Un sonido agudo atrajo la atención de Gurney hacia la cama. La mujer mayor estaba entrechocando sus chapines de cristal rojos como Dorothy al salir de Oz de camino a Kansas. La pistola en el ganso apuntaba directamente a Gurney. Dermott estaba haciendo un esfuerzo (al menos Gurney esperaba que requiriera un esfuerzo) para dar la impresión de no inmutarse por la revelación de Kartch. Articuló las palabras con peculiar precisión.

—Sea cual sea el juego al que está jugando, detective, voy a terminarlo yo.

Gurney, con toda la experiencia interpretativa que pudo aprovechar, trató de hablar con la confianza de quien está apuntando con una Uzi al pecho de su enemigo.

—Antes de formular una amenaza —dijo con voz suave—, asegúrese de que comprende la situación.

—¿Situación? Si disparo, usted muere. Si disparo otra vez, él muere. Los babuinos entran por la puerta y mueren. Ésa es la situación.

Gurney cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared, con un suspiro profundo.

—¿Tiene idea…, alguna idea? —empezó, luego negó con la cabeza, cansado—. No, no, por supuesto que no. ¿Cómo iba a tenerla?

—¿Una idea de qué, detective? —Dermott usó el título con exagerado sarcasmo.

Gurney rio. Fue una suerte de risa trastornada, concebida para plantear nuevas preguntas en la mente de Dermott, pero en realidad estaba cargada con la energía de un creciente caos emocional que se apoderaba de su interior.

—¿Sabe a cuántos hombres he matado? —susurró, mirando a Dermott con salvaje intensidad, rezando para que el hombre no reconociera el propósito de consumir tiempo de su desesperada improvisación, rezando para que los policías de Wycherly se dieran cuenta de la ausencia de Nardo. ¿Cómo diablos no se habían dado cuenta todavía? ¿O lo habían hecho? El cristal seguía entrechocando.

—Los polis estúpidos matan gente todo el tiempo —dijo Dermott—, me importa bien poco.

—No me refiero a hombres. Me refiero a hombres como Jimmy Spinks. Adivine a cuántos hombres como Jimmy Spinks he matado.

Dermott pestañeó.

—¿De qué demonios está hablando?

—Estoy hablando de matar borrachos. De limpiar el mundo de animales alcohólicos, de acabar con la escoria de la Tierra.

Una vez más hubo una vibración casi imperceptible en la boca de Dermott. Había captado su atención, de eso no cabía duda. ¿Ahora qué? Qué otra cosa salvo deslizarse sobre la ola. No había otra salida. Improvisó:

—Una noche, en la terminal de autobuses de la autoridad portuaria, cuando era un poli novato, me pidieron que sacara a unos indigentes de la entrada trasera. Uno no se quería ir. Olía a whisky desde tres metros de distancia. Le volví a decir que saliera del edificio, pero en lugar de dirigirse a la puerta empezó a caminar hacia mí. Sacó un cuchillo de cocina del bolsillo, un cuchillo pequeño con el filo de sierra de los que usas para pelar una naranja. Blandió el cuchillo de manera amenazadora y no hizo caso de mi orden de soltarlo. Dos testigos que vieron la confrontación desde la escalera mecánica juraron que disparé en defensa propia. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero no es cierto. Si hubiera querido, podría haberlo reducido sin despeinarme siquiera. En cambio, le disparé en la cara y los sesos le salieron por la parte de atrás de la cabeza. ¿Sabe por qué lo hice, Gregory?

—Dickie, Dickie, Dickie Duck —dijo la mujer con un ritmo más rápido que el entrechocar de sus zapatos.

La boca de Dermott se empezó a abrir, pero no dijo nada.

—Lo hice porque se parecía a mi padre —dijo Gurney con una voz alta, enfadada—, se parecía a mi padre la noche que rompió una tetera en la cabeza de mi madre, una puta tetera estúpida con un puto payaso estúpido en ella.

—Su padre no era un gran padre —dijo Dermott con frialdad—, pero, claro, detective, usted tampoco.

Aquella acusación le despejó cualquier duda sobre lo que aquel tipo sabía sobre su vida. En ese momento consideró seriamente la opción de encajar una bala con tal de poner sus manos en torno a la garganta de Dermott.

La mirada lasciva se intensificó. Quizá Dermott captó la incomodidad de Gurney.

—Un buen padre debería proteger a su hijo de cuatro años, no dejar que lo atropellen, no dejar que el tipo que lo atropelló huyera.

—Hijo de puta —masculló Gurney.

Dermott, sonrió, aparentemente enloquecido de placer.

—Vulgar, vulgar, vulgar, y yo que pensaba que era un compañero poeta. Esperaba que pudiéramos seguir intercambiando versos. Tenía una tonadilla preparada para nuestro siguiente intercambio. Dígame qué le parece. «Un atropello sin una pista, / cayó sin red el equilibrista. / Si el detective vuelve solito, / ¿qué dirá la madre del niñito?».

Un siniestro sonido animal surgió del pecho de Gurney, una erupción de rabia estrangulada. Dermott estaba paralizado.

Nardo, aparentemente, había estado esperando el momento de máxima distracción. Su musculoso brazo derecho, con un poderoso movimiento circular, lanzó la botella de Four Roses sin abrir con una fuerza extraordinaria a la cabeza de Dermott. Cuando éste sintió el movimiento y empezó a mover la pistola en el ganso hacia Nardo, Gurney se abalanzó de cabeza sobre la cama y aterrizó con el pecho sobre el ganso, justo cuando la gruesa base de cristal de la botella llena de whisky alcanzaba de pleno la sien de Dermott. El revólver descargó una bala debajo de Gurney, y llenó el aire que lo rodeaba con una explosión de plumas atomizadas. La bala pasó por debajo de Gurney en dirección a la pared donde había estado apoyado, e hizo añicos la lámpara de la mesita que había proporcionado la única luz en la habitación. En la oscuridad oyó a Nardo respirando con dificultad entre dientes. La mujer empezó a emitir un llanto contenido, un sonido trémulo que sonó como una medio recordada canción de cuna. Entonces se oyó el sonido de un impacto terrorífico. La pesada puerta de metal de la habitación se abrió, giró sobre los goznes y golpeó la pared. De inmediato apareció la enorme figura de un hombre que entraba a toda velocidad y una figura más pequeña detrás.

—¡Quietos! —gritó el gigante.