Déjà vu.
El procedimiento de entrada era el mismo que la otra vez. La recepción del edificio —irónicamente diseñada para repeler a los visitantes— era tan antiséptica como un depósito de cadáveres, aunque menos pacífica. Había un nuevo guardia en la cabina de seguridad, pero la iluminación le daba la misma palidez de quimioterapia que al último. Y, una vez más, el investigador Blatt, con el cabello peinado con gomina, condujo a Gurney a la claustrofóbica sala de conferencias.
Blatt entró primero en la estancia, que a Gurney le pareció más descuidada que la vez anterior. En la moqueta desteñida, había manchas en las que no se había fijado antes. El reloj, colgado no muy recto y demasiado pequeño para la pared, marcaba las doce del mediodía. Como de costumbre, Gurney llegaba justo a tiempo: menos una virtud que una neurosis. Tanto llegar tarde como llegar temprano le hacían sentirse incómodo.
Blatt se sentó a la mesa. Wigg y Hardwick ya estaban allí, en las mismas sillas que en la primera reunión. Una mujer con expresión tensa estaba de pie junto a la cafetera del rincón, obviamente contrariada por el hecho de que a Gurney no lo acompañara la persona a la que ella estaba esperando. Se parecía tanto a Sigourney Weaver que Gurney se preguntó si estaba haciendo un esfuerzo consciente por cultivar el parecido.
Las tres sillas más cercanas al centro de la mesa ovalada estaban inclinadas hacia delante, como en la otra ocasión. Cuando Gurney se dirigió a por el café, Hardwick sonrió como un tiburón.
—Detective de primera clase Gurney, tengo una pregunta para usted.
—Hola, Jack.
—O mejor aún, tengo una respuesta para usted. Veamos si adivina de qué pregunta se trata. La respuesta es «un cura apartado del sacerdocio en Boston». Para ganar el gran premio lo único que ha de hacer es adivinar la pregunta.
En lugar de responder, Gurney cogió una taza, se fijó en que no estaba muy limpia, volvió a guardarla, probó otra, luego una tercera y, al final, volvió a la primera.
Sigourney estaba dando golpecitos con el pie y mirando su Rolex en una parodia de impaciencia.
—Hola —dijo Gurney, llenando con resignación la taza manchada con lo que esperaba que fuera café antisépticamente caliente—. Soy Dave Gurney.
—Yo soy la doctora Holdenfield —respondió la mujer, como si estuviera mostrando una escalera de color como respuesta a una pareja de doses—. ¿Sheridan está en camino?
Algo complejo en el tono de la mujer captó la atención de Gurney. Y el nombre de Holdenfield le sonaba.
—No lo sé. —Se preguntó qué clase de relación podría existir entre el fiscal del distrito y la doctora—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué clase de doctora es?
—Psicóloga forense —dijo con aire ausente, sin mirarlo a él, sino al suelo.
—Como he dicho, detective —intervino Hardwick, en voz demasiado alta para el tamaño de la sala—, si la respuesta es un cura de Boston apartado del sacerdocio, ¿cuál es la pregunta?
Gurney cerró los ojos.
—Por el amor de Dios, Jack, ¿por qué no me lo dices?
Hardwick arrugó la cara en expresión de desagrado.
—Entonces tendría que explicarlo dos veces, para ti y para el comité ejecutivo. —Señaló con la cabeza hacia las sillas inclinadas.
La doctora miró otra vez su reloj. La sargento Wigg observó lo que ocurría en la pantalla de su portátil como respuesta a las teclas que estaba pulsando. Blatt parecía aburrido. La puerta se abrió y entró Kline, con aspecto preocupado, seguido por Rodriguez, que llevaba una gruesa carpeta y tenía un semblante más malévolo que nunca. También vio a Stimmel, con aspecto de rana pesimista. Cuando se sentaron, Rodriguez arqueó las cejas en ademán de interrogación.
—Adelante —dijo Kline.
Rodriguez fijó su mirada en Gurney, con los labios apretados en una línea fina.
—Ha ocurrido un suceso trágico. Un agente de policía de Connecticut enviado a casa de Gregory Dermott, según se me ha informado debido a su insistencia, ha sido asesinado.
Todos los ojos en la sala, con diversos grados de curiosidad desagradable, se volvieron hacia Gurney.
—¿Cómo? —Formuló la pregunta con calma, sobreponiéndose a una punzada de ansiedad.
—Igual que su amigo. —Había algo agrio e insinuante en el tono de Rodriguez que Gurney decidió pasar por alto.
—Sheridan, ¿qué demonios está pasando aquí? —La doctora, que estaba de pie en un extremo de la mesa, sonó tan hostil como Sigourney en Alien, y Gurney decidió que tenía que hacerlo a propósito.
—¡Becca! Lo siento, no te había visto. Estamos muy atareados. Una complicación de último momento. Aparentemente otro asesinato. —Se volvió hacia Rodriguez—. Rod, ¿por qué no pones a todos al corriente de lo ocurrido con el policía de Connecticut? —Sacudió rápidamente la cabeza, como si tuviera agua en los oídos—. ¡Es el caso más enrevesado que he visto jamás!
—Cierto —coincidió Rodriguez, abriendo la carpeta—. A las 11.25 de esta mañana hemos recibido una llamada del teniente John Nardo, del Departamento de Policía de Wycherly, Connecticut, en relación con un homicidio en la propiedad de un tal Gregory Dermott, conocido por nosotros como el propietario del apartado postal en el caso Mark Mellery. A Dermott se le había brindado protección policial temporal ante la insistencia del investigador especial David Gurney. A las ocho de esta mañana…
Kline levantó la mano.
—Espera un segundo, Rod. Becca, ¿conoces a Dave?
—Sí.
La fría y cortante respuesta afirmativa parecía concebida para evitar cualquier presentación más extensa, pero Kline continuó de todos modos.
—Vosotros dos tendréis mucho de qué hablar: la psicóloga con el historial de perfiles más preciso, y el detective con más detenciones por homicidio de la historia del Departamento de Policía de Nueva York.
El elogio pareció dejar a todo el mundo incómodo, pero también hizo que Holdenfield mirara a Gurney con cierto interés por vez primera. Y aunque él no era un entusiasta de los profilers profesionales, supo por qué su nombre le era familiar.
Kline continuó, al parecer decidido a destacar a sus dos estrellas.
—Becca lee sus mentes, Gurney les da caza: Cannibal Claus, Jason Strunk, Peter Possum «Comosellame»…
La doctora se volvió hacia Gurney, abriendo un poco más los ojos.
—¿Piggert? ¿Fue su caso?
Gurney asintió.
—Una detención muy celebrada —dijo ella con un atisbo de admiración.
Gurney logró esbozar una sonrisita abstraída. Lo ocurrido en Wycherly —y la pregunta respecto a que si el poema que había enviado por correo tenía alguna relación con la muerte del agente de policía— lo estaba devorando.
—Continúa, Rod —dijo Kline de un modo abrupto, como si el capitán hubiera sido el causante de la interrupción.
—A las ocho de esta mañana, Gregory Dermott fue a la oficina postal de Wycherly acompañado por el agente Gary Sissek. Según Dermott, volvieron a las ocho y media. A esa hora preparó un poco de café y tostadas y revisó su correo, mientras el agente Sissek permanecía fuera para comprobar los perímetros de la propiedad y la seguridad externa de la casa. A las nueve, Dermott fue a buscar al agente Sissek y descubrió su cadáver en el porche de atrás. Llamó a Emergencias. Los primeros en responder protegieron la escena del crimen y encontraron una nota enganchada en la puerta de atrás, cerca del cadáver.
—¿Bala y múltiples heridas de corte como los demás? —preguntó Holdenfield.
—Heridas de corte evidentes, no se ha confirmado todavía lo de la bala.
—¿Y la nota?
Rodriguez leyó de un fax en su carpeta.
—«¿De dónde he venido? / ¿Adónde he ido? / ¿Habrá aún más muertos / por desconocerlo?».
—El mismo rollo extraño —dijo Kline—. ¿Qué opinas, Becca?
—El proceso podría estar acelerándose.
—¿El proceso?
—Hasta ahora todo había sido cuidadosamente planeado: la elección de las víctimas, la serie de notas, todo. Pero en esta ocasión es diferente, más reactivo que planificado.
Rodriguez se mostró escéptico.
—Es el mismo ritual de apuñalamiento, el mismo tipo de nota.
—Pero fue una víctima no planeada. Parece que el señor Dermott era el objetivo original, pero mataron a este policía por una cuestión de oportunidad.
—Sin embargo, la nota…
—La nota podría haber sido para colocarla en el cadáver de Dermott, si todo hubiera ido bien, o podría haberla compuesto sobre el terreno, dadas las circunstancias. Podría ser significativo que sólo tenga cuatro versos. ¿No tenían ocho las otras? —Miró a Gurney en busca de confirmación.
Éste asintió, todavía medio perdido en una especulación culpable. Se forzó a volver al presente.
—Estoy de acuerdo con la doctora Holdenfield. No había pensado en el posible significado de los cuatro versos frente a los ocho, pero tiene sentido. Una cosa que añadiría es que, aunque no pudiera planificarlo del mismo modo que los demás, el elemento de odio a la Policía que forma parte de la mentalidad del asesino integra este crimen en el patrón general, al menos parcialmente, y podría dar cuenta de los aspectos rituales a los que se refería el capitán.
—Becca ha dicho algo sobre el ritmo acelerado —dijo Kline—. Ya tenemos cuatro víctimas. ¿Eso significa que vendrán más?
—Cinco, de hecho.
Todas las miradas convergieron en Hardwick.
El capitán levantó el puño y extendió un dedo como enunciando cada nombre:
—Mellery. Schmitt. Kartch. El agente Sissek. Eso son cuatro.
—El reverendo Michael McGrath es el quinto —dijo Hardwick.
—¿Quién?
La pregunta salió al mismo tiempo de Kline (excitado), el capitán (vejado) y Blatt (consternado).
—Hace cinco años un párroco de la diócesis de Boston fue liberado de sus deberes pastorales debido a acusaciones relacionadas con abusos a varios monaguillos. Hizo algún pacto con el obispo, achacó al alcoholismo su conducta inapropiada, acudió a una larga terapia de rehabilitación, se perdió de vista, final de la historia.
—¿Qué demonios pasó con la diócesis de Boston? —se mofó Blatt—. Joder, estaba repleta de pedófilos.
Hardwick no le hizo caso.
—Final de la historia hasta hace un año, cuando McGrath fue hallado muerto en su apartamento. Múltiples cortes en la garganta. Una nota sobre el cadáver. Era un poema de ocho líneas en tinta roja.
El rostro de Rodriguez se estaba ruborizando.
—¿Desde cuándo sabes esto?
Hardwick miró su reloj.
—Desde hace media hora.
—¿Qué?
—Ayer el investigador especial Gurney hizo una petición regional a todos los departamentos de los estados del noreste para buscar modus operandi similares al del caso Mellery. Esta mañana hemos recibido un resultado: el difunto padre McGrath.
—¿Algún detenido o acusado por su asesinato? —preguntó Kline.
—No. El tipo de Homicidios de Boston con el que hablé… Tuve la impresión de que no le daban prioridad al caso.
—¿Qué se supone que significa eso? —El capitán sonó petulante.
Hardwick se encogió de hombros.
—Un antiguo pedófilo muere acuchillado, el asesino deja una nota que se refiere vagamente a pasados errores. Parece que alguien ha decidido saldar cuentas. Quizá los polis pensaron que tenían otros marrones, un montón más de criminales que detener con motivos menos nobles que haberse tomado la justicia por su mano. Así que tal vez no prestaron demasiada atención.
Rodriguez tenía aspecto de sufrir una indigestión.
—Pero no lo dijo realmente.
—Por supuesto que no lo dijo.
—Así pues —dijo Kline en su voz de recapitulación—, al margen de lo que la Policía de Boston hizo o dejó de hacer, el hecho es que el padre McGrath es el número cinco.
—Sí, el número cinco… —intervino Hardwick—, aunque, en realidad, es el número uno, pues le rebanaron el cuello un año antes que a los otros cuatro.
—Así pues, Mellery, que pensábamos que era el primero, era en realidad el segundo —concluyó Kline.
—Lo dudo mucho —dijo Holdenfield. Cuando tuvo la atención de todos, continuó—: No hay pruebas de que el cura fuera el primero (podría haber sido el décimo, por lo que sabemos), pero aunque fuera el primero, hay otro problema. Un asesinato hace un año, luego cuatro en menos de dos semanas: no es un patrón habitual. Esperaría otros en medio.
—A menos —la interrumpió Gurney con suavidad— que algún factor distinto de la psicopatología del asesino esté guiando el ritmo y la selección de las víctimas.
—¿En qué está pensando?
—Creo que es algo que las víctimas tienen en común, además del alcoholismo, algo que todavía no hemos descubierto.
Holdenfield movió la cabeza especulativamente de un lado a otro y puso una cara que insinuaba que no estaba de acuerdo con la suposición de Gurney, pero que tampoco encontraba forma de rebatirla.
—Así que podríamos descubrir o no vínculos con viejos cadáveres —dijo Kline, con aspecto de no estar muy seguro de cómo se sentía al respecto.
—Por no mencionar algunos nuevos —dijo Holdenfield.
—¿Qué se supone que significa eso? —Se estaba convirtiendo en la pregunta favorita de Rodriguez.
Holdenfield no mostró reacción al tono irritado.
—El ritmo de los crímenes, como había empezado a decir antes, sugiere que el juego final ha comenzado.
—¿Juego final? —Kline entonó la expresión como si le gustara cómo sonaba.
Holdenfield continuó.
—En este caso más reciente, se vio impulsado a actuar de un modo no planeado. El proceso podría estar escapando a su control. Mi sensación es que no podrá controlarlo mucho tiempo.
—¿Controlar qué? —Blatt deslizó la pregunta como planteaba la mayoría de sus preguntas, con una especie de hostilidad congénita.
Holdenfield lo consideró un momento sin mostrar ninguna expresión, luego miró a Kline.
—¿He de ser muy didáctica?
—Estaría bien que abordaras un par de puntos clave. Corríjanme si me equivoco —dijo, mirando en torno a la mesa y claramente sin esperar que le corrigieran—, pero, con la excepción de Dave, no creo que los demás tengamos mucha experiencia en asesinatos en serie.
Rodriguez tenía aspecto de estar a punto de protestar por algo, pero se contuvo.
Holdenfield esbozó una sonrisa triste.
—¿Al menos todos conocen en líneas generales la tipología Holmes del asesinato en serie?
El surtido de murmullos y asentimientos en torno a la mesa fue, por lo general, afirmativo. Sólo Blatt planteó una pregunta.
—¿Sherlock Holmes?
Gurney no estaba seguro de si era una broma estúpida o sólo una muestra de estupidez.
—Ronald M. Holmes, un poco más contemporáneo, y una persona real —dijo Holdenfield con un tono exageradamente bondadoso que Gurney no logró situar.
¿Era posible que estuviera imitando al televisivo señor Rogers dirigiéndose a un niño de cinco años?
—Holmes clasificó a los asesinos en serie según sus motivaciones: los que están guiados por voces imaginadas; el tipo con una misión para librar al mundo de un grupo de personas intolerables: negros, homosexuales, lo que quiera; el tipo que busca la dominación total; el que busca emociones y se excita matando; y el asesino sexual. Pero todos tienen una cosa en común…
—Todos están como putas cabras —dijo Blatt con una risa petulante.
—Buena observación, sargento —dijo Holdenfield con letal dulzura—, pero lo que realmente tienen en común es una terrible tensión interior. Matar a alguien les proporciona un alivio temporal de esa tensión.
—¿Como el sexo?
—Investigador Blatt —dijo Kline enfadado—, quizá sea buena idea que se guarde sus preguntas hasta que Rebecca termine sus comentarios.
—Su pregunta es, en realidad, muy pertinente. Un orgasmo alivia la tensión sexual. No obstante, en una persona normal no crea una espiral descendente disfuncional que exige orgasmos cada vez más frecuentes y a un coste cada vez mayor. En ese sentido, creo que los asesinatos en serie tienen más en común con la drogodependencia.
—Adicción al crimen —dijo Kline despacio, de un modo especulativo, como si estuviera ensayando un titular para una conferencia de prensa.
—Es una frase dramática —intervino Holdenfield—, pero hay algo de verdad en ella. Más que la mayoría de la gente, el asesino en serie vive en su propio mundo de fantasía. Puede dar la sensación de que se mueve normalmente en sociedad. Sin embargo, no extrae ninguna satisfacción de su vida pública ni tiene interés en las vidas reales de otras personas. Vive sólo para sus fantasías, fantasías de control, dominación, castigo. Para él, estas fantasías constituyen una superrealidad, un mundo en el cual se siente importante, omnipotente, vivo. ¿Alguna pregunta en este sentido?
—Tengo una —dijo Kline—. ¿Tiene ya alguna idea de qué tipo de asesino en serie estamos buscando?
—Sí, pero me gustaría oír lo que el detective Gurney tiene que decir al respecto.
Gurney suponía que la seria expresión académica de Holdenfield era tan falsa como su sonrisa.
—Un hombre con una misión —dijo.
—¿Limpiando el mundo de alcohólicos? —Kline sonó medio curioso, medio escéptico.
—Creo que «alcohólicos» puede ser parte de la definición de las víctimas, pero hay más, a juzgar por su elección específica.
Kline respondió con un gruñido evasivo.
—En términos de un perfil más amplio, algo más que «un hombre con una misión», ¿cómo definiría a nuestro asesino?
Gurney decidió devolverle la moneda a la doctora.
—Tengo algunas ideas, pero me encantaría oír lo que la doctora Holdenfield tiene que decirnos sobre eso.
Holdenfield se encogió de hombros y luego habló deprisa y de manera improvisada.
—Varón blanco de treinta años, alto coeficiente intelectual, sin amigos, sin relaciones sexuales normales. Educado pero distante. Casi con certeza tuvo una infancia problemática, con un trauma central que influye en su elección de las víctimas. Puesto que sus víctimas son hombres de mediana edad, es posible que el trauma esté relacionado con su padre y una relación edípica con su madre…
Blatt la interrumpió.
—No está diciendo que este hombre literalmente… O sea, está diciendo que… ¿Con su madre?
—No necesariamente. Esto es todo cuestión de fantasía. Vive en y por su fantasía.
La voz de Rodriguez se afiló de impaciencia.
—Estoy teniendo un problema real con esa palabra, doctora. ¡Cinco cadáveres no son fantasías!
—Tiene razón, capitán. Para usted y para mí no son fantasías en absoluto. Son gente real, individuos con vidas únicas, merecedores de respeto, merecedores de justicia, pero no es lo que son para un asesino en serie. Para él son meros actores en su obra, no seres humanos como usted y yo entendemos el término. Son sólo atrezo bidimensional que él imagina: fragmentos de su fantasía, como los elementos rituales hallados en las escenas de los crímenes.
Rodriguez negó con la cabeza.
—Lo que está diciendo podría tener cierto sentido en el caso de un asesino en serie trastornado, pero ¿con eso qué? O sea, tengo otros problemas con todo este enfoque. Quiero decir, ¿quién decidió que era un caso de asesinatos en serie? Está siguiendo ese camino sin el menor… —Vaciló, al parecer al darse cuenta de repente de la estridencia de su voz y de lo poco oportuno de atacar a una de las asesoras favoritas de Sheridan Kline. Continuó en un registro más suave—. Me refiero a que los asesinatos secuenciales no son siempre obra de un asesino en serie. Hay otras formas de verlo.
Holdenfield parecía sinceramente desconcertada.
—¿Tiene hipótesis alternativas?
Rodriguez suspiró.
—Gurney no deja de hablar de algún otro factor además de la bebida que cuenta en la elección de las víctimas. Un factor obvio podría ser su implicación común en alguna acción pasada, accidental o intencional, que hiriera al asesino, y lo único que estamos viendo aquí es la venganza sobre el grupo responsable de esa herida. Podría ser tan simple como eso.
—No digo que un escenario como ése sea imposible —argumentó Holdenfield—, pero la planificación, los poemas, los detalles, el ritual…, todo parece demasiado patológico para una simple venganza.
—Hablando de patológico —dijo con voz áspera Jack Hardwick, como un hombre que se está muriendo con entusiasmo de cáncer de garganta—, éste podría ser el momento perfecto para poner a todo el mundo al día de los últimos indicios.
Rodriguez lo fulminó con la mirada.
—¿Otra pequeña sorpresa?
Hardwick continuó sin mostrar la menor reacción.
—A petición de Gurney, enviamos a un equipo de técnicos al hostal donde él pensaba que el asesino podría haber pasado la noche anterior al asesinato de Mellery.
—¿Quién lo autorizó?
—Yo lo hice, señor —dijo Hardwick. Parecía orgulloso de su transgresión.
—¿Por qué no he visto ningún documento sobre eso?
—Gurney no creía que hubiera tiempo —mintió Hardwick.
Se llevó la mano al pecho con una curiosa y afligida expresión de «creo que me va a dar un ataque al corazón» y soltó un explosivo regüeldo. Blatt, espabilado de un ensueño privado, se separó de golpe de la mesa con tanta energía que su silla casi cayó hacia atrás.
Antes de que Rodriguez, crispado por la interrupción, pudiera centrarse de nuevo en su preocupación burocrática, Gurney cogió la bola de Hardwick y la lanzó en forma de explicación de por qué quería un equipo de recogida de pruebas en The Laurels.
—En la primera carta que el asesino envió a Mellery usó el nombre X. Arybdis. En griego, la X es equivalente a una CH inglesa, y Charybdis es el nombre de un remolino asesino en la antigua mitología griega, relacionado con otro peligro fatal llamado Scylla. La noche antes del asesinato de Mellery, un hombre y una mujer mayor que usaban el apellido Scylla se alojaron en ese hostal. Me sorprendería mucho que eso fuera una coincidencia.
—¿Un hombre y una mujer mayor? —Holdenfield parecía intrigada.
—Posiblemente el asesino y su madre, aunque el registro, de manera extraña, estaba firmado «señor y señora». ¿Quizás eso apoya el elemento edípico de su perfil?
Holdenfield sonrió.
—Es casi demasiado perfecto.
Una vez más la frustración del capitán estuvo a punto de estallar, pero Hardwick habló primero, retomando el asunto donde Gurney lo había dejado.
—Así que enviamos al equipo de pruebas a esa extraña cabaña que está decorada como un templo en homenaje a El mago de Oz. Se metieron a fondo (por dentro, por fuera, boca abajo) y ¿qué encontraron? Cero. Nada. Ni una puta cosa. Ni un pelo, ni un borrón de huella, ni un ápice de nada que señalara que un ser humano hubiera estado en algún momento en esa habitación. La jefa del equipo no podía creerlo. Me llamó, me dijo que no había ni rastro de huellas dactilares en lugares donde siempre hay huellas dactilares: escritorios, encimeras, pomos, tiradores de cajones, cierres de ventanas, teléfonos, mandos de ducha, grifos de lavabo, controles remotos de la tele, interruptores, una docena de otros lugares donde siempre encuentras huellas. Nada. Ni una. Ni siquiera una parcial. Así que le dije que empolvaran todo (todo), paredes, suelo, hasta el puto techo. La conversación se puso complicada, pero fui convincente. Entonces empieza a llamarme cada media hora para decirme que siguen sin encontrar nada y lo mucho que le estoy haciendo perder su precioso tiempo. Pero la tercera vez que llama hay algo diferente en su voz: está un poco más calmada. Me dice que han encontrado algo.
Rodriguez se esforzó en ocultar su decepción, pero Gurney lo notó. Hardwick continuó después de otra pausa dramática.
—Encontraron una palabra en la parte exterior de la puerta del cuarto de baño. Una palabra: «Redrum».
—¿Qué? —bramó Rodriguez, no tan cauteloso en ocultar su incredulidad.
—Redrum. —Hardwick repitió la palabra despacio, dando a entender que ya lo sabía, como si fuera la clave de algo.
—¿Redrum? ¿Como en la película? —preguntó Blatt.
—Espera un momento, espera un momento —dijo Rodriguez, pestañeando con frustración—. ¿Me estás diciendo que tu equipo de investigación necesitó, cuánto, tres, cuatro horas para encontrar una palabra escrita a la vista de todos en una puerta?
—No a la vista —dijo Hardwick—. La escribió del mismo modo que usó para dejarnos los mensajes invisibles en las notas a Mark Mellery, ¿recuerda?
El capitán le dirigió una mirada silenciosa.
—Vi eso en el archivo del caso —dijo Holdenfield—. Unas palabras que escribió en la parte de atrás de las notas con el aceite de su propia piel. ¿Es eso posible?
—No hay ningún problema —dijo Hardwick—. De hecho, las huellas dactilares no son otra cosa que aceite. Simplemente utilizó ese recurso para su propósito. Quizá se frotó los dedos en la frente para que tuvieran más aceite. Pero sin duda funcionó entonces y volvió a hacerlo en The Laurels.
—Pero estamos hablando del «redrum» de la peli, ¿no? —repitió Blatt.
—¿Peli? ¿Qué peli? ¿Por qué estamos hablando de una peli? —Rodriguez estaba pestañeando otra vez.
—El resplandor —dijo Holdenfield con creciente excitación—. Una famosa escena. El niño escribe la palabra «redrum» en una puerta del dormitorio de su madre.
—Redrum es murder[1] escrito al revés —anunció Blatt.
—Dios, ¡es todo tan perfecto! —dijo Holdenfield.
—Supongo que todo este entusiasmo significa que tendremos una detención en las próximas veinticuatro horas. —Rodriguez parecía estar tensándose para expresar el máximo sarcasmo.
Gurney no le hizo caso y se dirigió a Holdenfield.
—Es interesante que quisiera recordarnos el «redrum» de El resplandor.
Los ojos de ella brillaron.
—La palabra perfecta de la película perfecta.
Kline, que durante un buen rato había estado observando el juego de la mesa como un aficionado miraría uno de los partidos de squash de su club, finalmente intervino.
—Muy bien, señores, es hora de que me cuenten el secreto. ¿Qué demonios es tan perfecto?
Holdenfield miró a Gurney:
—Usted le cuenta lo de la palabra, yo le contaré lo de la película.
—La palabra está escrita hacia atrás. Es tan sencillo como eso. Ha sido así desde el principio del caso. Igual que la senda de pisadas hacia atrás en la nieve. Y, por supuesto, es la palabra murder la que está al revés. Nos está diciendo que todo el caso está al revés. «Poli necio vil».
Kline fulminó a Holdenfield con su mirada de contrainterrogatorio.
—¿Estás de acuerdo con eso?
—Básicamente sí.
—¿Y la película?
—Ah, sí, la película. Trataré de ser tan concisa como el detective Gurney. —Pensó unos momentos y habló como si eligiera con cuidado cada una de sus palabras—. La película trata de una familia en la cual una madre y su hijo están aterrorizados por un padre loco. Éste resulta ser un alcohólico con un historial de borracheras violentas.
Rodriguez negó con la cabeza.
—¿Nos está diciendo que un padre loco, violento y alcohólico es nuestro asesino?
—Oh, no, no. No el padre, sino el hijo.
—¿El hijo? —La expresión de Rodriguez se había retorcido en nuevos extremos de incredulidad.
Mientras continuaba, Holdenfield deslizó su tono a algo cercano a la voz del señor Rogers.
—Creo que el asesino nos está diciendo que tuvo un padre como el padre de El resplandor. Creo que podría estar explicándose.
—¿Explicándose? —La voz de Rodriguez estaba próxima a un petardeo.
—Todo el mundo quiere presentarse según sus propios términos, capitán. Estoy seguro de que se encuentra con eso a todas horas en su trabajo. A mí, sin duda, me pasa. Todos tenemos una justificación de nuestra propia conducta, por extraña que pueda ser. Todo el mundo quiere que se reconozca su justificación, incluso los mentalmente trastornados, quizá sobre todo los mentalmente trastornados.
En la sala se impuso un silencio general, que al final rompió Blatt.
—Tengo una pregunta. Usted es psiquiatra, ¿no?
—Consultora en psicología forense. —El señor Rogers se metamorfoseó en Sigourney Weaver.
—Exacto, lo que sea. Sabe cómo funciona la mente. Así que ésta es la pregunta: este tipo sabía en qué número pensaría alguien antes de que lo pensara, ¿cómo lo hizo?
—No lo hizo.
—Y tanto que lo hizo.
—Aparentemente lo hizo. Supongo que se está refiriendo a los incidentes que leí en el archivo del caso en relación con los números 658 y 19. Pero no hizo realmente lo que está diciendo. Es simplemente imposible saber de antemano qué número se le ocurrirá a otra persona en circunstancias no controladas. Por consiguiente, no lo hizo.
—Pero sí lo hizo —insistió Blatt.
—Hay al menos una explicación —dijo Gurney.
Procedió a describir el escenario que se le había ocurrido cuando Madeleine lo estaba llamando al móvil desde su buzón, a saber, cómo el asesino podría haber usado una impresora portátil para imprimir la carta con el número diecinueve en su coche después de que Mark Mellery lo hubiera dicho por teléfono.
Holdenfield parecía impresionada.
Blatt se mostró decepcionado, una clara señal, pensó Gurney, de que acechando en algún lugar de ese cerebro crudo y cuerpo sobreejercitado había un romántico enamorado de lo raro y lo imposible. Pero la decepción fue sólo momentánea.
—¿Qué ocurre con el 658? —preguntó Blatt, con su mirada combativa danzando entre Gurney y Holdenfield—. No hubo ninguna llamada telefónica entonces, sólo una carta. ¿Cómo podía saber que Mellery iba a pensar en ese número?
—No dispongo de una respuesta para eso —dijo Gurney—, pero tengo una pequeña anécdota que podría ayudar a alguien a encontrar una respuesta.
Rodriguez mostró cierta impaciencia, pero Kline se inclinó hacia delante, interesado, lo que pareció contener al capitán.
—El otro día tuve un sueño sobre mi padre —empezó Gurney.
Vaciló involuntariamente. Su propia voz le sonaba diferente. Oyó en ella un eco de la profunda tristeza que el sueño le había generado. Holdenfield lo miró con curiosidad, pero no de manera desagradable. Se obligó a continuar.
—Después de despertarme, me descubrí pensando en un truco de cartas que mi padre solía hacer cuando venía gente a casa por Año Nuevo y se había tomado unas copas, lo que siempre le daba energías. Abría un mazo e iba por la sala pidiendo a tres o cuatro personas que eligieran una carta. Luego se concentraba en una de esas personas y le decía que mirara bien la carta que había elegido y que volviera a dejarla en el mazo. Entonces le daba el mazo a esa persona y le pedía que barajara. Después empezaba con toda su charla de que leía la mente, que podía durar otros diez minutos, y al final terminaba revelando teatralmente cuál era la carta, lo cual, por supuesto, ya sabía desde el momento en que la elegían.
—¿Cómo? —preguntó Blatt, desconcertado.
—Cuando estaba preparando la baraja al principio, justo antes de abrir las cartas en abanico, lograba identificar al menos una carta y luego controlar su posición en el abanico.
—¿Supongamos que no la elegía nadie? —preguntó Holdenfield, intrigada.
—Si nadie la elegía, encontraba una razón para interrumpir el truco al crear alguna clase de distracción (recordando de repente que tenía que poner la tetera o algo así), de manera que nadie podía darse cuenta de que había un problema en el truco en sí. Pero casi nunca tenía que hacerlo. Por la forma en que presentaba el abanico, la primera o la segunda o la tercera persona a la que se lo ofrecía casi siempre elegía la carta que él quería. Y si no, sólo tenía que hacer su pequeña rutina en la cocina. Después volvía y empezaba con el truco otra vez. Y por supuesto siempre tenía una forma perfectamente plausible de eliminar a la gente que elegía las cartas equivocadas, de manera que nadie podía darse cuenta de lo que estaba pasando en realidad.
Rodriguez bostezó.
—¿Esto está relacionado de algún modo con el asunto del 658?
—No estoy seguro —dijo Gurney—, pero la idea de alguien pensando que está eligiendo una carta al azar, cuando en realidad ese azar está controlado…
La sargento Wigg, que había estado escuchando con creciente interés, intervino.
—Su truco de cartas me recuerda esa estafa de detective privado de finales de los noventa.
Ya se debiera a su voz inusual, situada en un registro en el que lo masculino y lo femenino se solapaban, o al hecho poco frecuente de que estuviera hablando, la cuestión es que captó la atención instantánea de todos.
—El destinatario recibe una carta de una supuesta empresa de detectives privados en la que ésta se disculpa por una invasión de intimidad. La compañía «confiesa» que en el curso de una vigilancia habían seguido por error a este individuo durante varias semanas y lo habían fotografiado en diversas situaciones. Aseguran que la legislación les exige devolver todas las copias existentes de estas fotos. Entonces llega la pregunta trampa: como algunas de las fotos parecen ser de naturaleza comprometedora, ¿el individuo querría que le enviaran las fotos a un apartado postal en lugar de a su casa? En ese caso, tendrá que enviarles cincuenta dólares para cubrir los gastos adicionales.
—Alguien lo bastante estúpido para caer en eso se merece perder los cincuenta dólares —se burló Rodriguez.
—Oh, alguna gente perdió mucho más que eso —dijo Wigg plácidamente—. No se trataba de cobrar los cincuenta dólares. Era sólo una prueba. El que hizo la trampa envió más de un millón de esas cartas, y el único propósito de la petición de cincuenta dólares era crear una lista refinada de personas que se sintieran lo bastante culpables sobre su conducta para no querer que cayeran fotos de sus actividades en manos de sus esposas. A esos individuos se los sometía entonces a una serie de peticiones económicas mucho más exorbitantes relacionadas con la devolución de las fotografías comprometedoras. Algunos terminaron pagando hasta quince mil dólares.
—¡Por fotos que nunca existieron! —exclamó Kline con una amalgama de indignación y admiración por el ingenio de la estafa.
—La estupidez de la gente nunca deja de asom… —empezó Rodriguez, pero Gurney lo interrumpió.
—¡Cielo santo! ¡Eso es! Eso era la petición de 289 dólares. Es lo mismo. ¡Es un test!
Rodriguez parecía desconcertado.
—¿Un test de qué?
Gurney cerró los ojos para visualizar mejor la carta que Mellery había recibido.
Torciendo el gesto, Kline se volvió hacia Wigg.
—Ese timador, ¿has dicho que envió un millón de cartas?
—Ésa es la cifra que recuerdo de los informes de prensa.
—Entonces, obviamente, es una situación muy diferente. Aquello era básicamente una campaña de marketing directo fraudulento, una gran red arrojada para pillar a unos pocos peces culpables. No es de eso de lo que estamos hablando. Estamos hablando de notas manuscritas escritas a un puñado de personas, personas para las que el número seiscientos cincuenta y ocho tenía algún significado personal.
Gurney abrió lentamente los ojos y miró a Kline.
—Pero no lo tenía. Al principio yo lo supuse, porque ¿de qué otra manera se le pudo ocurrir? Así que no dejé de plantearle a Mark Mellery esa pregunta, ¿qué significaba el número para él? ¿A qué le recordaba? ¿Lo había visto escrito alguna vez? ¿Era el precio de algo, una dirección, la combinación de una caja fuerte? Pero no dejaba de insistir en que el número no significaba nada para él, que simplemente se le había ocurrido de manera aleatoria. Y creo que estaba diciendo la verdad. Así que tiene que haber otra explicación.
—Eso significa que vuelve al punto de partida —dijo Rodriguez, poniendo los ojos en blanco con exagerado cansancio.
—Quizá no. Tal vez la estafa que nos ha contado la sargento Wigg está más cerca de la verdad de lo que pensamos.
—¿Está tratando de decirme que nuestro asesino mandó un millón de cartas? ¿Un millón de cartas manuscritas? Eso es ridículo, por no decir imposible.
—Estoy de acuerdo en que un millón de cartas sería imposible, a menos que contara con mucha ayuda, lo cual parece poco probable. Pero ¿qué número sería posible?
—¿Qué quiere decir?
—Supongamos que nuestro asesino tenía un plan que requería enviar cartas a un montón de personas, cartas manuscritas, para que cada destinatario tuviera la impresión de que su carta era una comunicación personal única. ¿Cuántas cartas cree que podría haber escrito en, digamos, un año?
El capitán levantó las manos, dando a entender que la pregunta no era sólo imposible de responder, sino también frívola. Kline y Hardwick parecían más serios, como si estuvieran realizando alguna clase de cálculo. Stimmel, como siempre, proyectaba una inescrutabilidad anfibia. Rebecca Holdenfield estaba observando a Gurney con creciente fascinación. Blatt tenía aspecto de que estaba tratando de determinar la fuente de un mal olor.
Wigg fue la única que habló.
—Cinco mil —dijo—. Diez mil, si estuviera muy motivado. Hasta quince mil, pero eso sería difícil.
Kline la observó con los ojos entrecerrados, con expresión de abogado escéptico.
—Sargento, ¿en qué se basan exactamente esos números?
—Para empezar, un par de suposiciones razonables.
Rodriguez negó con la cabeza, dando a entender que nada en este mundo era más falible que las suposiciones razonables de otras personas. Si Wigg se fijó, no le importó lo suficiente para dejar que la distrajeran.
—Primero está la suposición de que el modelo de la estafa del detective privado es aplicable. Si lo es, se deduce que la primera comunicación, la que pedía el dinero, sería enviada al máximo número de personas, y las comunicaciones posteriores sólo a las personas que respondieron. En nuestro caso, sabemos que la primera comunicación consistía en dos notas de ocho líneas, un total de dieciséis líneas cortas, más una dirección de tres líneas en el sobre exterior. Salvo por las direcciones, las cartas serían todas iguales, lo que haría que la escritura fuera repetitiva y rápida. Calculo que cada una tardaría en completarse unos cuatro minutos. Eso serían quince por hora. Si dedicaba sólo una hora al día, habría redactado más de cinco mil en un año. Dos horas: casi once mil. En teoría, podría hacer muchas más, pero existen límites incluso para la persona más obsesiva.
—De hecho —dijo Gurney al darse cuenta del nerviosismo de un científico que finalmente ve un patrón en un mar de datos—, once mil serían más que suficientes.
—¿Suficientes para qué? —preguntó Kline.
—Suficientes para hacer el truco del seiscientos cincuenta y ocho, para empezar —dijo Gurney—. Y ese pequeño truco, si lo hizo como estoy pensando que lo hizo, también explicaría la petición de 289,87 dólares en la primera carta a cada una de las víctimas.
—Guau —dijo Kline, levantando la mano—. Frene. Está yendo demasiado deprisa.