Cuando Gurney le colgó el teléfono a Mike Gowacki, el de voz monocorde, eran las nueve y cuarto. Encontró a Madeleine ya en la cama, recostada contra los almohadones, con un libro en las manos. Guerra y paz. Llevaba tres años leyéndolo, cambiando intermitentemente entre ése y, de un modo incongruente, el Walden, de Thoreau.
—He de ir a la escena de un crimen.
Ella levantó la mirada del libro: con curiosidad, preocupada, solitaria.
Él sólo podía responder a la curiosidad.
—Otra víctima. Acuchillado en la garganta, pisadas en la nieve.
—¿Muy lejos?
—¿Qué?
—¿Has de ir muy lejos?
—A Sotherton, Massachusetts. Tres, cuatro horas, quizá.
—Así que no volverás hasta mañana.
—A desayunar, espero.
Madeleine sonrió con su sonrisa de «¿a quién crees que estás engañando?».
David empezó a irse, luego se detuvo y se sentó al borde de la cama.
—Es un caso extraño —dijo, dejando que su inseguridad se filtrara—. Cada día más extraño.
Madeleine asintió, aplacada en cierto modo.
—¿No crees que es el asesino en serie habitual?
—No la versión estándar, no.
—¿Demasiada comunicación con las víctimas?
—Sí. Y demasiada diversidad entre las víctimas, tanto desde el punto de vista personal como desde el geográfico. El típico asesino en serie no se desplaza de los Catskills al East Bronx o al centro de Massachusetts persiguiendo autores famosos, vigilantes nocturnos jubilados y solitarios desagradables.
—Han de tener algo en común.
—Todos fueron bebedores, y las pruebas indican que el asesino está centrado en esta cuestión. Pero han de tener algo más en común, de lo contrario, ¿por qué tomarse las molestias de elegir víctimas separadas trescientos kilómetros una de otra?
Se quedaron en silencio. Gurney, con aire ausente, suavizó las arrugas de la colcha en el espacio que los separaba. Madeleine lo observó un rato, con las manos descansando en su libro.
—Será mejor que me vaya —dijo él.
—Ten cuidado.
—Sí. —Se levantó despacio, casi artríticamente—. Te veré por la mañana.
Madeleine lo miró con una expresión que él nunca podía traducir en palabras, ni siquiera sabía si era buena o mala, pero que conocía bien. Sintió su impacto, casi físico, en el centro del pecho.
Era bien pasada la medianoche cuando salió de la autopista de peaje de Massachusetts, y la una y media cuando conducía por la calle principal desierta de Sotherton. Diez minutos después, en una calle llena de surcos, Quarry Road, llegó hasta una reunión desordenada de vehículos de policía, uno de los cuales tenía los faros encendidos. Aparcó a su lado. Cuando bajó del coche, un policía uniformado de aspecto irritado salió del vehículo iluminado.
—Quieto. ¿Adónde cree que va? —No sólo parecía enfadado, sino también exhausto.
—Me llamo Gurney, he venido a ver al detective Gowacki.
—¿Para qué?
—Me está esperando.
—¿De qué se trata?
Gurney se preguntó si los nervios del tipo venían de un día largo o de una actitud pésima por naturaleza. No soportaba muy bien ese tipo de actitudes.
—Se trata de que me ha pedido que venga. ¿Quiere una identificación?
El policía encendió su linterna y la enfocó a la cara de Gurney.
—¿Quién ha dicho que era?
—Gurney, de la oficina del fiscal, investigador especial.
—¿Por qué coño no lo ha dicho?
Gurney sonrió sin ninguna emoción que semejara simpatía.
—¿Va a decirle a Gowacki que estoy aquí?
Después de una pausa final de hostilidad, el hombre se volvió y se encaminó por el borde externo de un largo camino. Éste ascendía hacia una casa que parecía —bajo la luz de generador que iluminaba el terreno para los técnicos de la escena del crimen— a medio terminar. Sin que lo invitaran, Gurney lo siguió.
El sendero giraba a la izquierda al acercarse a la casa y llegaba a la abertura de un garaje en el sótano para dos vehículos, que en ese momento alojaba un coche. Al principio, Gurney pensó que las puertas del garaje estaban abiertas, hasta que se dio cuenta de que no había puertas. La capa de un dedo de nieve que cubría el sendero continuaba dentro. El policía se detuvo en la abertura, bloqueada por la cinta de la escena del crimen, y gritó:
—¡Mike!
No hubo respuesta. El agente se encogió de hombros, como si hubiera hecho un esfuerzo honesto, hubiera fracasado y eso fuera el final de la cuestión. Entonces se oyó una voz cansada procedente del patio que había detrás de la casa.
—Aquí.
Sin esperar, Gurney se dirigió en esa dirección rodeando el perímetro de la cinta.
—Tenga cuidado de no pasar la cinta.
La advertencia del policía le sonó como el último ladrido de un perro testarudo.
Rodeando la esquina trasera de la casa, vio que la zona, brillante como el día bajo los focos, no era exactamente el «patio» que había esperado. Igual que la casa, combinaba de manera extraña lo inacabado con lo decrépito. Un hombre de constitución pesada y con problemas de alopecia estaba de pie en un tramo de improvisados escalones en la puerta de atrás. Los ojos del hombre examinaron los dos mil metros cuadrados de espacio abierto que separaban la casa del matorral de zumaque.
El terreno estaba lleno de baches, como si no lo hubieran nivelado desde que rellenaron los cimientos. Trozos de madera de encofrado apilados aquí y allá habían adquirido un tono gris por estar a la intemperie. La casa estaba revocada sólo en parte y el aislante plástico antihumedad sobre la cubierta de contrachapado estaba descolorido por el sol. La impresión no era la de una obra en progreso, sino la de una construcción abandonada.
Cuando la mirada del hombre corpulento se posó en Gurney, examinó a éste unos segundos antes de preguntar:
—¿Usted es el hombre de los Catskills?
—Exacto.
—Camine otros tres metros por la cinta, luego pase por debajo y venga aquí, a la puerta de atrás. Tenga cuidado de no acercarse a esa fila de pisadas que van de la casa al sendero.
Presumiblemente era Gowacki, pero Gurney tenía aversión a adivinar, así que formuló la pregunta y obtuvo un gruñido de confirmación.
Al acercarse por el yermo que debería haber sido el patio trasero, se acercó lo bastante a las pisadas para observar que se parecían a las que habían hallado en el instituto.
—¿Le resultan familiares? —preguntó Gowacki, que miró a Gurney con curiosidad.
No había nada grueso en la percepción del detective grueso, pensó Gurney. Asintió. Era su turno de ser perspicaz.
—¿Esas pisadas le inquietan?
—Un poco —dijo Gowacki—. No las pisadas exactamente. Más bien la localización del cadáver en relación con las pisadas. Sabe algo, ¿no?
—¿La localización del cadáver tendría más sentido si la dirección de las pisadas fuera la contraria?
—Si la dirección fuera… Espere un momento… Sí, joder, ¡todo el sentido! —Miró a Gurney—. ¿Con qué coño estamos tratando aquí?
—Para empezar estamos tratando con alguien que ha matado a tres personas (tres que sepamos) en la última semana. Es un planificador y un perfeccionista. Deja muchos indicios, pero sólo los que quiere que veamos. Es extremadamente inteligente, probablemente bien educado, y quizá detesta a la Policía más de lo que odia a las víctimas. Por cierto, ¿el cuerpo sigue aquí?
Gowacki parecía estar asimilando la respuesta de Gurney.
—Sí, el cadáver está aquí —dijo por fin—. Quiero que lo vea. Pensaba que podría reparar en algo, a partir de lo que conoce de los otros dos casos. ¿Preparado para echar un vistazo?
La puerta de atrás de la casa llevaba a una zona pequeña sin terminar que probablemente pretendía ser un lavadero, dada la posición de las cañerías instaladas, pero no había lavadora ni secadora. Ni siquiera había un muro de mampostería sobre el aislamiento. La única iluminación la proporcionaba una bombilla desnuda en un portalámparas blanco clavado en una viga expuesta del techo.
El cadáver yacía boca arriba bajo esa luz dura y hostil; la mitad del cuerpo en el supuesto lavadero y la otra mitad en la cocina que se hallaba detrás del umbral sin pulir que los separaba.
—¿Puedo verlo más de cerca? —preguntó Gurney, haciendo una mueca.
—Para eso ha venido.
El examen más atento reveló un charco de sangre coagulada que, desde las múltiples heridas en la garganta, se había extendido por el suelo de la cocina y bajo una mesa de desayuno de bazar benéfico. La cara de la víctima estaba cargada de rabia, pero las líneas más amargas marcadas en aquel rostro duro y grande eran el producto de toda una vida y no revelaban nada sobre la agresión final.
—Tiene pinta de infeliz —dijo Gurney.
—Un miserable hijo de puta es lo que era.
—Colijo que han tenido problemas en el pasado con el señor Kartch.
—Sólo problemas. Todos ellos innecesarios.
Gowacki miró al cadáver como si su violento y sangriento final no hubiera sido suficiente castigo.
—Todas las ciudades tienen gente que causa problemas: borrachos cabreados, cerdos que convierten sus casas en pocilgas para joder a los vecinos, asquerosos cuyas mujeres han de pedir órdenes de alejamiento, capullos que dejan que sus perros ladren toda la noche, tipos raros cuyas madres no quieren a sus hijos a menos de un kilómetro. Aquí en Sotherton todos esos capullos se resumían en un tipo: Richie Kartch.
—Parece que era un gran hombre.
—Por curiosidad, ¿las otras dos víctimas eran algo parecido?
—La primera era lo opuesto de ésta. De la segunda todavía no tengo los detalles personales, pero dudo que se pareciera a este tipo. —Gurney volvió a fijarse en el rostro que lo miraba desde el suelo, tan airado en la muerte como aparentemente lo había estado durante la vida.
—Sólo pensaba que igual teníamos un asesino en serie que quería limpiar el mundo de capullos. Bueno, volviendo a sus comentarios sobre las pisadas en la nieve, ¿cómo sabe que tienen más sentido al revés?
—Así era en el primer asesinato.
Los ojos de Gowacki mostraron interés.
—La posición de la víctima indica que se enfrentó a un agresor que entró por la puerta de atrás. Sin embargo, las pisadas muestran que alguien entró por la puerta delantera y salió por detrás. No tiene sentido.
—¿Le importa que eche un vistazo en la cocina?
—Adelante. Fotógrafo, forense y tipos que buscan huellas están allí. No mueva nada. Todavía están con sus posesiones personales.
—El forense ha dicho algo sobre quemaduras de pólvora.
—¿Quemaduras de pólvora? Eso son heridas de cuchillo.
—Sospecho que hay una bala en medio de esta carnicería.
—¿Ve algo que se me ha pasado?
—Creo que veo un pequeño agujero en la esquina de ese techo, encima de la nevera. ¿Alguno de sus hombres lo ha comentado?
Gowacki siguió la mirada de Gurney hasta el lugar.
—¿Qué me está diciendo?
—Que primero dispararon a Kartch y luego lo acuchillaron.
—¿Y las huellas en realidad van en la otra dirección?
—Exacto.
—Deje que me aclare. ¿Está diciendo que el asesino entró por la puerta de atrás, le disparó a Richie en la garganta, éste cayó, y luego el asesino lo acuchilló una docena de veces en la garganta como si estuviera ablandando un bistec?
—Eso es más o menos lo que ocurrió en Peony.
—Pero las huellas…
—Las pisadas pudo hacerlas pegando una segunda suela en las botas, hacia atrás, para que parezca que entró por delante y se fue por detrás, cuando en realidad entró por detrás y salió por delante.
—Joder, ¡eso es ridículo! ¿A qué coño está jugando?
—Ésa es la palabra.
—¿Qué?
—Jugando. Un juego diabólico, pero es lo que está haciendo, y con ésta van tres veces. «No sólo os equivocáis, sino que vais al revés. Os doy pista tras pista y no podéis pillarme. Así de inútiles sois los polis». Ése es el mensaje que nos está dejando en cada escena del crimen.
Gowacki evaluó a Gurney con la mirada, lentamente.
—Ve a este tipo con mucha claridad.
Gurney sonrió y rodeó el cadáver para llegar a una pila de papeles que había sobre la encimera.
—¿Quiere decir que le resulta demasiado serio?
—No he de decirlo yo. No tenemos muchos asesinatos en Sotherton. Y aun los que tenemos, uno cada cinco años, son de los que se reducen a homicidio involuntario. Suelen implicar bates de béisbol o llaves para cambiar la rueda en el aparcamiento de un bar. Nada planeado. Y desde luego nada juguetón.
Gurney gruñó como muestra de compasión. Él había visto excesiva violencia ciega.
—Eso es sobre todo basura —dijo Gowacki, haciendo una señal hacia la pila de correo que Gurney estaba hojeando con mucho tiento.
Estaba a punto de asentir cuando debajo de todo de una pila desorganizada de Pennysavers, octavillas, revistas de armas, noticias de cobro de morosos y catálogos de excedentes militares, encontró un sobre pequeño y vacío, abierto descuidadamente por la solapa, dirigido a Richard Kartch. La caligrafía era hermosa y precisa. La tinta era roja.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó Gowacki.
—Debería poner esto en una bolsa de pruebas —dijo. Cogió el sobre por una esquina y lo colocó en un espacio libre de la encimera—. A nuestro asesino le gusta comunicarse con sus víctimas.
—Arriba hay más.
Gurney y Gowacki se volvieron hacia donde había surgido la nueva voz: un hombre joven y grande que se hallaba en el umbral del otro lado de la cocina.
—Debajo de un montón de revistas porno, en la mesita de al lado de la cama, hay otros tres sobres con tinta roja.
—Supongo que debería subir a echar un vistazo —dijo Gowacki, con la reticencia de un hombre con los suficientes kilos de más para pensárselo dos veces antes de subir un tramo de escaleras—. Bobby, él es el detective Gurney, del condado de Delaware, en Nueva York.
—Bob Muffit —se presentó el joven, que extendió la mano con nerviosismo hacia Gurney y evitó con la mirada el cadáver del suelo.
El piso de arriba tenía el mismo aspecto a medio construir y medio abandonado que el resto de la casa. El rellano daba acceso a cuatro puertas. Muffit los condujo a la primera de la derecha. Era un caos incluso para la consideración de cutre que ya se había establecido. En aquellas porciones de la moqueta que no estaban cubiertas de ropa sucia o latas vacías de cerveza, Gurney observó lo que parecían manchas secas de vómito. El aire tenía un olor acre, a sudor. Las persianas estaban cerradas. La luz procedía de la única bombilla que funcionaba de un aplique de tres situado en el centro del techo.
Gowacki se acercó a la mesita que se hallaba junto a la cama sin hacer. Al lado de una pila de revistas porno había tres sobres con caligrafía roja y junto a ellos un cheque nominativo. Gowacki no tocó nada directamente, sino que deslizó los cuatro elementos sobre una revista llamada Hot Buns, que usó como bandeja.
—Vamos a bajar a ver que tenemos aquí —dijo.
Los tres hombres volvieron sobre sus pasos a la cocina, donde Gowacki depositó los sobres y el cheque en la mesa de desayuno. Con una pluma y unas pinzas que sacó del bolsillo de la camisa, levantó la parte rasgada de cada sobre y sacó su contenido. Los tres sobres contenían poemas que parecían idénticos (hasta en su caligrafía de monja) a los poemas recibidos por Mellery.
La primera mirada de Mellery se posó en los versos: «Darás lo que has quitado / al recibir lo dado… Vamos a vernos solos, / señor 658».
Lo que captó su atención durante más tiempo, no obstante, fue el cheque. Estaba extendido a nombre de X. Arybdis y firmado por R. Kartch. Era sin lugar a dudas el cheque que Gregory Dermott le había devuelto a Kartch sin ingresarlo. Estaba extendido por el mismo importe que el de Mellery y Schmitt: 289,87 dólares. El nombre y la dirección: «R. Kartch, 349 Quarry Road, Sotherton, Mass., 01055» aparecía en la esquina superior izquierda del cheque.
«R. Kartch». Había algo en el nombre que inquietaba a Gurney.
Quizás era esa sensación que siempre tenía cuando miraba el nombre impreso de una persona muerta. Era como si el nombre en sí hubiera perdido el aliento de la vida, se hubiera empequeñecido, se hubiera soltado de lo que le había dado estatura. Era extraño, reflexionó, cómo puedes creer que estás en paz con la muerte, incluso creer que su presencia ya no te causa mucho efecto, que sólo es parte de tu profesión. Luego te llega de un modo tan extraño: en el detalle inquietante del nombre de un difunto. No importa lo mucho que uno trate de pasarla por alto, la muerte encuentra una forma de hacerse notar. Se filtra en tus sentimientos como el agua en la pared de un sótano.
Quizás era por eso por lo que algo en el nombre de R. Kartch le chocaba. ¿O había otra razón?