30

Cuando se levantó, al alba, pensó que hacía semanas, meses quizá, que no se sentía tan reconfortado. Podría ser una exageración decir que había desentrañado el misterio de la bota y que así había tirado la primera ficha de dominó, pero era eso lo que sentía al conducir por el condado hacia el este, en dirección al sol naciente, de camino al hostal de Filchers Brook Road, en Peony.

Se le ocurrió que interrogar a «los maricas» sin hablar antes con la oficina de Kline o con el DIC podría considerarse una interpretación laxa de las reglas. Pero qué demonios, si alguien quería darle una colleja después, sobreviviría. Además, tenía la sensación de que las cosas empezaban a irle de cara. «Hay una marea en los asuntos de los hombres…».

A un kilómetro del cruce de Filchers Brook, sonó su teléfono. Era Ellen Rackoff.

—El fiscal del distrito tiene una información que quiere que le transmita. Me ha pedido que le diga que la sargento Wigg del laboratorio del DIC ha mejorado la cinta que grabó Mark Mellery de la llamada telefónica que recibió del asesino. ¿Conoce la llamada?

—Sí —dijo Gurney, recordando la voz camuflada y que Mellery pensó en el número diecinueve y luego descubrió que ese número estaba en la carta que el asesino le había dejado en el buzón.

—El informe de la sargento Wigg dice que el análisis de la onda de sonido muestra que los ruidos de fondo del tráfico en la cinta estaban regrabados.

—¿Repítalo?

—Según Wigg, la cinta contiene dos generaciones de sonido. La voz del que llamaba y el sonido de fondo de un motor (que ella dice que sin duda es el motor de un automóvil) eran la primera generación. O sea, eran sonidos en vivo, del momento de la transmisión de la llamada. Pero los otros sonidos de fondo, sobre todo los del tráfico que pasaba, eran de segunda generación. O sea, estaban siendo reproducidos en una grabadora durante la llamada en vivo. ¿Está usted ahí, detective?

—Sí, sí, sólo estaba… tratando de entender algo de eso.

—¿Quiere que se lo repita?

—No, la he oído. Es… muy interesante.

—El fiscal del distrito Kline opinaba que podría pensar eso. Le gustaría que usted lo llamara cuando averigüe qué significa.

—Seguro que lo haré.

Dobló por Filchers Brook Road y al cabo de un kilómetro y medio localizó un letrero a su izquierda que proclamaba que la perfectamente cuidada propiedad de detrás era The Laurels. El cartel era una graciosa placa oval, con letras de caligrafía delicada. Un poco más allá del cartel había un espaldar en forma de arco sobre el que crecía laurel de montaña. Un estrecho sendero pasaba a través del arco. Aunque las flores habían desaparecido meses atrás, cuando Gurney pasó conduciendo por la abertura, una jugarreta mental añadió un aroma floral, y un posterior salto le recordó el comentario del rey Duncan sobre el castillo de Macbeth, donde esa noche sería asesinado: «Este castillo tiene un agradable emplazamiento…».

Detrás del espaldar había una pequeña zona de aparcamiento de gravilla tan bien rastrillada como en un jardín zen. Una senda de la misma gravilla prístina conducía desde la zona de aparcamiento hasta la puerta delantera de una inmaculada casa de tejas de cedro. En lugar de timbre, había una antigua aldaba de hierro. Cuando Gurney fue a cogerla, la puerta se abrió y reveló la presencia de un hombre pequeño de ojos alerta e inquisidores. Todo en él parecía recién lavado, desde el polo de color lima a su piel rosada, pasando por un cabello de tono demasiado rubio para aquel rostro de mediana edad.

—Ah —dijo con la satisfacción nerviosa de un hombre cuyo pedido de pizza llega, por fin, veinte minutos tarde.

—¿Señor Plumstone?

—No, yo no soy el señor Plumstone —dijo el hombrecillo—. Soy Bruce Wellstone. La aparente armonía entre los nombres es pura coincidencia.

—Ya veo —dijo Gurney, desconcertado.

—Y usted, supongo que es policía.

—Investigador especial Gurney, de la oficina del fiscal. ¿Quién le dijo que venía?

—El policía que llamó por teléfono. No tengo buena memoria para los nombres. Pero ¿por qué estamos en el umbral? Pase.

Gurney lo siguió por un corto pasillo hasta una zona de asientos amueblada con recargado estilo victoriano. Se preguntaba quién podría haber sido el policía del teléfono, y dejó ver en su mirada un atisbo de duda.

—Lo siento —dijo Wellstone, evidentemente malinterpretando la expresión de Gurney—. No estoy familiarizado con el procedimiento en casos como éste. ¿Preferiría ir directamente a la Cabaña Esmeralda?

—¿Disculpe?

—A la Cabaña Esmeralda.

—¿Qué cabaña esmeralda?

—La escena del delito.

—¿Qué delito?

—¿No le han dicho nada?

—¿De qué?

—De por qué está aquí.

—Señor Wellstone, no quiero ser rudo, pero quizá debería empezar por el principio y decirme de qué está hablando.

—¡Esto es exasperante! Se lo conté todo al sargento por teléfono. De hecho, se lo conté todo dos veces, porque no parecía entender lo que le estaba diciendo.

—Ya veo su frustración, señor, pero quizá podría decirme qué le dijo.

—Que me habían robado mis chapines de rubí. ¿Tiene idea de lo que cuestan?

—¿Sus chapines de rubí?

—Dios mío, no le han dicho nada, ¿verdad? —Wellstone empezó a respirar profundamente como si tratara de contener algún tipo de ataque. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, parecía reconciliado con la ineptitud de la policía y le habló a Gurney con la voz de un maestro de escuela primaria—. Me robaron mis chapines de rubí, que valen mucho dinero, de la Cabaña Esmeralda. Aunque no tengo pruebas, no me cabe duda de que los robó el último huésped que la ocupó.

—¿Esta cabaña esmeralda forma parte del establecimiento?

—Por supuesto que sí. Toda la propiedad se llama The Laurels por razones obvias. Hay tres edificios: la casa principal, en la que estamos, más dos cabañas, que son la Cabaña Esmeralda y la Cabaña Miel. La decoración de la primera de ellas se basa en El mago de Oz, la mejor película que se ha rodado jamás. —El brillo en sus pupilas parecía retar a Gurney a mostrar su desacuerdo—. El elemento central de la decoración era una espléndida reproducción de los zapatos mágicos de Dorothy. Esta mañana los he echado en falta.

—¿Y denunció esto a…?

—A ustedes, por supuesto, porque aquí está.

—¿Llamó al Departamento de Policía de Peony?

—Desde luego que no llamé al Departamento de Policía de Chicago.

—Tenemos dos problemas distintos aquí, señor Wellstone. La Policía de Peony sin duda vendrá en relación con el robo. Pero yo no estoy aquí por eso. Estoy investigando un asunto diferente, y necesito plantearle algunas preguntas. A un detective de la Policía del estado que pasó el otro día le dijeron (un tal señor Plumstone, creo) que hace tres noches se alojó aquí una pareja de avistadores de aves, un hombre y su madre.

—¡Ése fue!

—¿Qué?

—¡El que me robó los chapines de rubí!

—¿El avistador de aves le robó los zapatos?

—El avistador de aves, el ladrón, el cabrón manilargo, sí, él.

—¿Y la razón de que no se lo mencionara al detective de la Policía del estado…?

—No lo mencioné porque no lo sabía. Le he dicho que no he descubierto el robo hasta esta mañana.

—Entonces, ¿no ha estado en la cabaña desde que el hombre y su madre pidieron la cuenta?

—No pidieron la cuenta, simplemente se fueron en algún momento del día. Habían pagado por adelantado, así que, ya ve, no había necesidad de nada más. Nos esforzamos para que exista cierta civilizada informalidad aquí, lo cual por supuesto hace que la traición de nuestra confianza resulte mucho más irritante. —Hablar de ello había llevado a Wellstone al borde de ahogarse en su propia bilis.

—¿Es normal esperar tanto antes de…?

—¿Antes de preparar una habitación? Es normal en esta época del año. Noviembre es nuestro mes más flojo. La siguiente reserva de la Cabaña Esmeralda es para la semana de Navidad.

—¿El hombre del DIC no pasó por la cabaña?

—¿El hombre del DIC?

—El detective que estuvo aquí hace dos días, del Departamento de Investigación Criminal.

—Ah, bueno, habló con el señor Plumstone, no conmigo.

—¿Quién es exactamente el señor Plumstone?

—Ésa es una excelente pregunta. Es una pregunta que yo mismo me he estado planteando. —Lo dijo con amargura, luego negó con la cabeza—. Lo siento. No debo permitir que cuestiones emocionales no pertinentes se entrometan en un asunto policial. Paul Plumstone es mi socio. Somos los dueños de The Laurels. Al menos somos socios en este momento.

—Ya veo —dijo Gurney—. Volviendo a mi pregunta, ¿el hombre del DIC fue a la cabaña?

—¿Por qué iba a hacerlo? Es decir, aparentemente estaba aquí por ese horrible crimen en el instituto. Quería saber si habíamos visto a algún personaje sospechoso merodeando. Paul (el señor Plumstone) le dijo que no y el detective se fue.

—¿No le insistió para que le diera información específica sobre sus huéspedes?

—¿Los avistadores de aves? No, por supuesto que no.

—¿Por supuesto que no?

—La madre era casi inválida y el hijo, aunque resultó ser un ladrón, no era el tipo de persona que provoca una matanza encarnizada.

—¿Qué clase de persona diría que era?

—Diría que era del lado frágil. Sin duda del lado frágil. Tímido.

—¿Diría que era gay?

Wellstone se mostró pensativo.

—Interesante cuestión. Casi siempre estoy seguro, de que sí o de que no, pero en este caso no lo estoy. Tuve la impresión de que quería darme la impresión de que era gay. Pero eso no tiene mucho sentido, ¿no?

«No a menos que todo el personaje fuera una actuación», pensó Gurney.

—Además de frágil y tímido, ¿de qué otra manera lo describiría?

—Ladrón.

—Me refiero a cómo era físicamente.

Wellstone torció el gesto.

—Bigote. Gafas tintadas.

—¿Tintadas?

—Como gafas de sol, lo bastante oscuras para que no se le vieran los ojos (odio hablar con alguien cuando no puedo verle los ojos, ¿usted no?), pero lo bastante ligeras para poder llevarlas en un interior.

—¿Algo más?

—Sombrero de fieltro, una de esas cosas peruanas en la cara, como una bufanda, un abrigo abultado.

—¿Cómo tuvo la impresión de que era frágil?

El ceño de Wellstone se tensó en una especie de consternación.

—¿Su voz? ¿Sus modales? Bueno, no estoy seguro. Lo único que recuerdo haber visto, visto de verdad, era un enorme abrigo acolchado y sombrero, gafas de sol y un bigote. —Sus ojos se abrieron como si, de repente, se hubiera sentido ofendido—. ¿Cree que era un disfraz?

¿Gafas de sol y bigote? A Gurney le sonaba más a una parodia de disfraz. Pero incluso ese giro extra podía encajar en la extrañeza del modelo. ¿O estaba pensando demasiado? En cualquier caso, si era un disfraz, era un disfraz efectivo, pues los dejaba sin descripción física útil.

—¿Recuerda algo más sobre él? ¿Cualquier cosa?

—Obsesionado con nuestros amigos emplumados. Tenía unos prismáticos enormes, parecían de esos de infrarrojos que ves en las pelis de comandos. Dejó a su madre en la cabaña y pasó todo su tiempo en el bosque, buscando camachuelos, camachuelos de pecho rosa.

—¿Le dijo eso?

—Ah, sí.

—Es sorprendente.

—¿Por qué?

—No hay camachuelos de pecho rosa en los Catskills en invierno.

—Pero incluso dijo… ¡Cabrón mentiroso!

—Dijo incluso ¿qué?

—La mañana antes de irse, entró en el edificio principal y no podía dejar de deshacerse en elogios con los malditos camachuelos. No paraba de repetir que había visto cuatro camachuelos de pecho rosa. Cuatro, cuatro camachuelos de pecho rosa, decía, como si yo lo pusiera en duda.

—Tal vez quería asegurarse de que lo iba a recordar —respondió Gurney casi para sus adentros.

—Pero me ha dicho que no pudo haberlos visto porque no hay. ¿Por qué querría que recordara algo que no ocurrió?

—Buena pregunta, señor. ¿Puedo echar un rápido vistazo a la cabaña ahora?

Desde la sala de estar, Wellstone lo condujo a través de un comedor de estilo igualmente victoriano, lleno de sillas de roble ornamentadas y espejos, y salieron por una puerta lateral a un sendero cuyos inmaculados adoquines de color crema, aunque no exactamente iguales, le recordaron el camino de baldosas amarillas de El mago de Oz. El sendero terminaba en una cabaña de cuento cubierta de hiedra, de color verde brillante, a pesar de la estación del año.

Wellstone metió la llave y abrió la puerta; se quedó a un costado. En lugar de entrar, Gurney miró desde el umbral. La estancia que vio era en parte sala de estar y en parte un templo a la película, con su colección de carteles, un sombrero de bruja, una varita mágica, figuras del León Cobarde y el Hombre de Hojalata y una réplica en peluche de Toto.

—¿Quiere entrar y ver la caja de exhibición de la que se llevaron los chapines?

—Mejor no —dijo Gurney, retrocediendo al sendero—. Si es la única persona que ha estado dentro desde que se fueron sus invitados, preferiría mantenerlo así hasta que podamos traer a un equipo de procesamiento de pruebas.

—Pero ha dicho que no estaba aquí para…, un momento, ha dicho que estaba aquí por «otro asunto», ¿no es eso lo que ha dicho?

—Sí, señor, es correcto.

—¿De qué clase de «procesamiento de pruebas» está hablando? O sea, qué… Oh, no, ¿no estará pensando que mi avistador de pájaros de manos largas es su Jack el Destripador?

—Francamente, señor, no tengo ninguna razón para pensar que lo sea. Pero he de contemplar todas las posibilidades, y sería prudente que examináramos con más atención la cabaña.

—Oh, Dios mío. No sé qué decir. Si no es un crimen, es otro. Bueno, supongo que no puedo impedir el proceso policial, por estrambótico que parezca. Y no hay mal que por bien no venga. Aunque todo esto no tenga nada que ver con el horror de la colina, podría terminar descubriendo una pista que me ayudase a recuperar mis chapines robados.

—Siempre es una posibilidad —dijo Gurney con una sonrisa educada—. Mañana vendrá un equipo de especialistas en recogida de pruebas. Entre tanto, mantenga la puerta cerrada. Ahora deje que se lo pregunte una vez más, porque es muy importante, ¿está seguro de que nadie más que usted ha estado en la cabaña en los dos últimos días, ni siquiera su compañero?

—La Cabaña Esmeralda fue mi creación y es de mi responsabilidad exclusiva. El señor Plumstone es responsable de la Cabaña Miel, incluida su desafortunada decoración.

—¿Perdón?

—El motivo de la Cabaña Miel es una historia ilustrada de la apicultura que le dejaría ciego. ¿He de decir algo más?

—Una última pregunta, señor. ¿Tiene el nombre y la dirección del avistador de pájaros en su registro de invitados?

—Tengo el nombre y la dirección que me dio. Considerando el robo, dudo de su autenticidad.

—Será mejor que vea el registro y tome nota de todos modos.

—Oh, no es necesario mirar el registro. Lo recuerdo con perfecta y dolorosa claridad. Señor y señora (una extraña manera de que un caballero se describa a sí mismo y a su madre, ¿no le parece?), señor y señora Scylla. La dirección era un apartado de correos en Wycherly, Connecticut. Puedo darle incluso el número del apartado postal.