El edificio de la oficina del fiscal del distrito, que ostentaba esa insulsa denominación desde 1935, había sido anteriormente el manicomio Bumblebee, fundado en 1899 por la generosidad (y locura temporal, según argumentaron en vano sus familiares desheredados) del británico sir George Bumblebee. El edificio de ladrillo rojo, oscurecido por un siglo de hollín, se alzaba con aspecto siniestro en la plaza del pueblo. Se hallaba a un kilómetro y medio de la comisaría central de la Policía del estado y a una hora y cuarto de Walnut Crossing.
El interior era aún menos atractivo que el exterior, por la razón opuesta. En la década de los sesenta lo habían modernizado, aunque habían mantenido la estructura externa. Candelabros sucios y zócalos de madera de arce fueron sustituidos por fluorescentes deslumbrantes y muros de mampostería blancos. A Gurney se le ocurrió que la dura iluminación moderna podría servir para mantener a raya los fantasmas desquiciados de sus anteriores inquilinos; una extraña idea en la que pensar para un hombre que iba de camino a negociar los detalles de un contrato laboral, así que se concentró en lo que Madeleine le había dicho esa mañana cuando estaba saliendo:
—Él te necesita a ti más que tú a él.
Sopesó la frase mientras esperaba a pasar por el elaborado sistema de seguridad del vestíbulo. Franqueada esa barrera, siguió una serie de flechas hasta una puerta en cuyo panel de vidrio esmerilado se leían las palabras fiscal del distrito en elegantes letras negras.
Dentro, la mujer del escritorio de recepción le sostuvo la mirada cuando entró. Gurney sabía que el hecho de que un hombre eligiera a una mujer como asistente se basaba en competencia, sexo o prestigio. La mujer que tenía delante parecía ofrecer esas tres cosas. A pesar de que rondaría los cincuenta años, su cabello, piel, maquillaje, ropa y figura estaban tan bien cuidados que sugerían una atención al aspecto físico que era casi eléctrico. Su mirada de valoración era fría al mismo tiempo que sensual. Un pequeño rectángulo de latón colocado sobre su mesa indicaba que se llamaba Ellen Rackoff.
Antes de que ninguno de los dos hablara, se abrió una puerta situada a la derecha del escritorio y Sheridan Kline entró en la sala de recepción. Saludó con algo parecido al afecto.
—¡Las nueve en punto clavadas! No me sorprende. Me da la sensación de que es una persona que hace exactamente lo que dice que va a hacer.
—Es más fácil que la alternativa.
—¿Qué? Ah, sí, sí, por supuesto. —Sonrisa más grande, pero menos afectuosa—. ¿Té o café?
—Café.
—Yo también. Nunca he entendido el té. ¿Es más de perros o de gatos?
—De perros, supongo.
—¿Se ha fijado alguna vez en que la gente a la que le gustan los perros toma café? ¿El té es para los amantes de los gatos?
Gurney no creía que valiera la pena reflexionar sobre ello. Kline hizo un gesto para que lo siguiera a su oficina, luego extendió el gesto en dirección a un sofá de piel de estilo contemporáneo, se acomodó en un sillón a juego situado al otro lado de una mesa baja de cristal y sustituyó su sonrisa por una expresión de seriedad casi cómica.
—Dave, deje que le diga lo contento que estoy de que haya decidido ayudarnos.
—Suponiendo que haya un papel adecuado para mí.
Kline pestañeó.
—La cuestión territorial es muy delicada —dijo Gurney.
—No podría estar más de acuerdo. Deje que le sea franco, que hable con la bata abierta, como se dice.
Gurney disimuló una mueca en una sonrisa educada.
—La gente que conozco en el Departamento de Policía de Nueva York me cuenta cosas impresionantes de usted. Fue el investigador principal en algunos de los casos más sonados, el hombre clave, el tipo que lo comprendió todo; sin embargo, cuando llegó el momento de las felicitaciones, siempre cedió el mérito a otro. Se dice que tenía el mayor talento y el menor ego del departamento.
Gurney sonrió, no por el cumplido, que sabía que era calculado, sino por la expresión de Kline, que parecía sinceramente desconcertado por la noción de reticencia a aceptar las medallas.
—Me gusta el trabajo. No me gusta ser el centro de atención.
Kline miró un buen rato como si estuviera tratando de identificar un aroma esquivo en su comida; al final se rindió.
Se inclinó hacia delante.
—Dígame, ¿cómo cree que puede ser importante en este caso?
Ésa era la cuestión crítica. Pensar en una buena respuesta le había ocupado la mayor parte del trayecto desde Walnut Crossing.
—Como analista consultor.
—¿Qué significa eso?
—El equipo de investigación del DIC es responsable de recopilar, inspeccionar y preservar pruebas, interrogar testigos, seguir pistas, comprobar coartadas y formular hipótesis de trabajo en relación con la identidad, los movimientos y motivos del asesino. Esa última pieza es crucial, y es en la que creo que puedo ayudar.
—¿Cómo?
—Examinar los hechos de una situación compleja y desarrollar una narración razonable es la única parte de mi trabajo en la que era bueno.
—Lo dudo.
—Otras personas son mejores a la hora de interrogar a sospechosos, descubrir indicios en la escena…
—¿Como balas que nadie más sabía dónde buscar?
—Eso ha sido suerte. Normalmente, hay alguien mejor que yo en cada pequeño elemento de una investigación. Ahora bien, cuando se trata de encajar las piezas, de ver lo que importa y lo que no, eso puedo hacerlo. En el departamento no siempre tenía razón, pero la tenía con bastante frecuencia para marcar una diferencia.
—Así que tiene un ego, al fin y al cabo.
—Si quiere llamarlo así. Conozco mis limitaciones y mis virtudes.
También sabía de sus años de interrogatorios que ciertas personalidades respondían a ciertas actitudes, y no se equivocaba con Kline. La mirada del hombre reflejaba una comprensión más cómoda de ese aroma exótico que había estado tratando de etiquetar.
—Deberíamos discutir la compensación —dijo Kline—. Había pensado en una tarifa horaria que hemos establecido con ciertas categorías de consultores en el pasado. Puedo ofrecerle setenta y cinco dólares por hora, más gastos (gastos dentro de lo razonable) a partir de ahora mismo.
—Está bien.
Kline tendió su mano de político.
—Estoy ansiando trabajar con usted. Ellen ha reunido un paquete de formularios, declaraciones juradas y acuerdos de confidencialidad. Tardará un rato si quiere leer lo que firma. Ella le llevará a un despacho libre. Hay detalles que tendremos que trabajar sobre la marcha. Personalmente le pondré al día de cualquier información que reciba del DIC o de mi propia gente, y le incluiré en las reuniones generales como la de ayer. Si ha de hablar con personal de investigación, hágalo a través de mi oficina. Para hablar con testigos, sospechosos, personas de interés, lo dicho, a través de mi oficina. ¿Le parece bien?
—Sí.
—No malgasta palabras. Yo tampoco. Ahora que estamos trabajando juntos, deje que le pregunte algo. —Kline se recostó y juntó los dedos, dando más peso a su pregunta—. ¿Por qué dispararía a alguien antes y luego lo acuchillaría catorce veces?
—Un número alto suele apuntar a un acto de rabia o a un esfuerzo a sangre fría de crear una apariencia de rabia. La cifra exacta podría no ser significativa.
—Pero dispararle antes…
—Sugiere que el propósito de los cortes con el cristal era distinto al homicidio.
—No le sigo —dijo Kline, que inclinó la cabeza como un ave curiosa.
—A Mellery le dispararon de cerca. La bala le seccionó la arteria carótida. No había señales en la nieve de que dejaran caer la pistola o la arrojaran al suelo. Por lo tanto, el asesino debió de tomarse su tiempo para quitar el material con el que había envuelto el cañón para amortiguar el sonido y luego guardarse el arma en un bolsillo o en una cartuchera antes de pasar a la botella rota y colocarse en situación de apuñalar a la víctima, ahora tendida inconsciente en la nieve. La herida de la arteria estaría salpicando mucha sangre en ese momento. Así pues, ¿por qué molestarse con la botella? No era para matar a la víctima, que a efectos prácticos ya estaba muerta. No, el objetivo del asesino tuvo que ser, o bien eliminar las pruebas del disparo…
—¿Por qué? —preguntó Kline, moviéndose hacia delante en su silla.
—No sé por qué. Es sólo una posibilidad. Pero es más probable, dado el contenido de las notas que precedieron a la agresión y las molestias que se tomó llevando la botella rota, que el apuñalamiento tenga algún significado ritual.
—¿Satánico? —La expresión de terror convencional de Kline apenas ocultaba su apetito por el potencial mediático de semejante móvil.
—Lo dudo. Por locas que parezcan las notas, no me suenan tan locas en ese sentido particular. No, me refiero a «ritual» en el sentido de que cometer el asesinato de un modo específico era importante para él.
—¿Una fantasía de venganza?
—Podría ser —dijo Gurney—. No sería el primer asesino en pasar meses o años imaginando cómo sería saldar cuentas con alguien.
Kline parecía preocupado.
—Si la parte clave del ataque era el apuñalamiento, ¿por qué molestarse con la pistola?
—Incapacitación instantánea. Quería asegurarse, y una pistola es una forma más segura que una botella rota para incapacitar a la víctima. Después de toda la planificación que acompañaba este asunto, no quería que algo saliera mal.
Kline asintió, luego saltó a otra pieza del rompecabezas.
—Rodriguez insiste en que el asesino es uno de los huéspedes.
Gurney sonrió.
—¿Cuál?
—No está preparado para decirlo, pero apostaría su dinero en ello. ¿No está de acuerdo?
—La idea no es completamente absurda. Los huéspedes se alojan en los terrenos del instituto, lo cual los pone a todos, si no en la escena, al menos convenientemente cerca de ella. Son, sin lugar a dudas, un grupo extraño: drogadictos, emocionalmente erráticos, al menos uno con relaciones con la mafia.
—Pero…
—Hay problemas prácticos.
—¿Cómo cuáles?
—Huellas de pisadas y coartadas, para empezar. Todos coinciden en que la nevada empezó alrededor del anochecer y continuó hasta la medianoche. Las huellas de las pisadas del asesino entraron en la propiedad desde la calle después de que la nevada hubiera cesado por completo.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—Las huellas están en la nieve, pero no hay nieve nueva en las huellas. Para que uno de los huéspedes hubiera dejado esas huellas, tendría que haber salido del edificio principal antes de que cayera la nevada, porque no hay huellas en la nieve que se alejen de la casa.
—En otras palabras…
—En otras palabras, habrían echado en falta a alguien ausente desde el anochecer a la medianoche. Pero eso no ocurrió.
—¿Cómo lo sabe?
—Oficialmente no lo sé. Digamos que oí un rumor de Jack Hardwick. Según los resúmenes de los interrogatorios, cada individuo es visto por al menos otros seis individuos en distintos momentos de la tarde. Así que, a menos que todos estén mintiendo, nadie se ausentó.
Kline parecía reticente a dejar de lado la posibilidad de que todos estuvieran mintiendo.
—Quizás alguien de la casa contó con ayuda —dijo.
—¿Quiere decir que alguien de la casa contrató a un sicario?
—Algo así.
—Si fuera así, ¿para qué estar allí?
—No le sigo.
—La única razón de que los huéspedes sean sospechosos en cualquier grado es su proximidad física al asesinato. Si alguien contrató a un sicario para que cometiera el crimen, ¿por qué ponerse tan cerca para empezar?
—¿Excitación?
—Supongo que es concebible —dijo Gurney con una obvia falta de entusiasmo.
—Muy bien, olvidémonos de los huéspedes por el momento —dijo Kline—. ¿Qué tal un golpe mafioso preparado por alguien que no fuera uno de los huéspedes?
—¿Es la segunda teoría de Rodriguez?
—Cree que es una posibilidad. Por su expresión, intuyo que no comparte esta opinión.
—No le veo la lógica. No creo que se le hubiera ocurrido siquiera si Patty Cakes no fuera uno de los huéspedes. Primero, ahora mismo no se sabe nada de Mark Mellery que pudiera convertirlo en objetivo de la mafia…
—Espere un momento. Supongamos que el gurú persuasivo consiguiera que uno de sus huéspedes (alguien como Patty Cakes) le confesara algo, ya sabe, en pro de la armonía interior o de la paz espiritual o del rollo que Mellery le estuviera vendiendo a esta gente.
—¿Y?
—Y quizá después, cuando llega a casa, el tipo se pone a pensar que a lo mejor ha sido un poco impulsivo con tanta honradez y franqueza. La armonía con el universo puede ser algo fantástico, pero quizá no merezca el riesgo de que alguien posea información que podría causarte graves problemas. Quizá cuando está lejos del encanto del gurú, el tipo vuelve a pensar de un modo más pragmático. Tal vez contrata a alguien para eliminar el riesgo que le preocupa.
—Es una hipótesis interesante.
—Pero…
—Pero no hay ningún sicario en el mundo que se moleste con la clase de enigmas que tenemos en este asesinato. Los hombres que matan por dinero no se molestan en colgar las botas en las ramas de árboles ni dejan poemas en los cadáveres.
Kline dio la impresión de que podría rebatir tal opinión, pero se detuvo cuando alguien abrió la puerta tras una somera llamada. La elegante criatura de la recepción entró con una bandeja lacada en la cual había dos tazas de porcelana con sus correspondientes platitos, una elegante cafetera, un delicado azucarero, una jarrita de leche y un plato Wedgwood con cuatro galletas. Puso la bandeja en la mesita de café.
—Ha llamado Rodriguez —dijo la mujer, mirando a Kline. Luego, como si respondiera a una pregunta telepática, añadió—: Está en camino, ha dicho que llegaría dentro de cinco minutos.
Kline miró a Gurney como si estuviera tratando de interpretar su reacción.
—Rod me ha llamado antes —explicó—. Parecía ansioso por manifestar algunas opiniones sobre el caso. Le sugerí que se pasara mientras usted seguía aquí. Quiero que todo el mundo sepa lo mismo al mismo tiempo. Cuanto más sepamos, mejor. Sin secretos.
—Buena idea —dijo Gurney, sospechando que Kline quería tenerlos allí al mismo tiempo por una razón que nada tenía que ver con la franqueza, más bien por su afición a controlarlo todo mediante el conflicto y la confrontación.
La asistente de Kline salió del despacho, pero no antes de que Gurney captara la sonrisa de Mona Lisa en su rostro, que confirmaba lo que había pensado.
Kline sirvió sendos cafés. La porcelana parecía antigua y cara; sin embargo, él la manejaba sin ningún orgullo ni preocupación, lo cual reforzaba en Gurney la impresión de que el maravilloso fiscal del distrito era de buena cuna y de que las fuerzas del orden constituían un paso hacia algo más consecuente con su origen patricio. ¿Qué era lo que Hardwick le había susurrado en la reunión del día anterior? Algo sobre un deseo de ser gobernador. Quizás el viejo y cínico Hardwick tuviera razón otra vez. O puede que Gurney estuviera viendo demasiadas cosas sólo en la manera en que un hombre sostenía una taza.
—Por cierto —dijo Kline, apoyándose en la silla—, que la bala en la pared, la que pensaban que era una trescientos cincuenta y siete, no lo era. Era sólo una hipótesis basada en el tamaño del agujero en la pared. Balística dice que es una treinta y ocho especial.
—Es raro.
—Muy común, en realidad. El arma estándar en la mayoría de departamentos de Policía hasta los años ochenta.
—Calibre común, pero elección rara.
—No le sigo.
—El asesino se tomó muchas molestias para amortiguar el sonido del disparo, para hacerlo lo más silencioso posible. Si el ruido era una preocupación, una treinta y ocho especial era una elección de arma rara. Una veintidós habría tenido mucho más sentido.
—Quizás es la única arma que tenía.
—Quizá.
—Pero ¿no lo cree?
—Es un perfeccionista. Tuvo que asegurarse bien de que contaba con la pistola adecuada.
Kline dedicó a Gurney su mirada de contrainterrogatorio en un juicio.
—Se está contradiciendo. Primero ha dicho que las pruebas muestran que quería que el disparo fuera lo más silencioso posible. Luego que eligió el arma equivocada para eso. Ahora está diciendo que no es la clase de tipo que elegiría un arma equivocada.
—Un disparo silencioso era importante. Pero quizás algo era más importante.
—¿Como qué?
—Si hay un aspecto ritual en este asunto, la elección de la pistola formaría parte de ello. La obsesión por cometer el crimen de determinada manera podría ser prioritaria sobre el problema del sonido. El asesino lo haría del modo en que se sentía obligado a hacerlo y se ocuparía del sonido lo mejor posible.
—Cuando dice ritual, oigo psicópata. ¿Cómo de loco cree que está este tipo?
—Loco no es un término que me resulte útil —dijo Gurney—. Jeffrey Dahmer fue considerado legalmente sano, y se comía a sus víctimas. A David Berkowitz le juzgaron legalmente sano, y mataba a gente porque su perro satánico le decía que lo hiciera.
—¿Cree que es con eso con lo que estamos tratando?
—No exactamente. Nuestro asesino es vengativo y obsesivo; obsesivo hasta el punto de la perturbación emocional, pero probablemente no hasta el punto de comerse partes de cadáveres ni de seguir las órdenes de un perro. Es obvio que está muy enfermo, pero no hay nada en las notas que refleje los criterios del DSM para la psicosis.
Alguien llamó a la puerta.
Kline torció el gesto en ademán reflexivo, frunció los labios, pareció sopesar la opinión de Gurney, o quizá sólo estaba tratando de dar la impresión de ser un hombre que no se distraía con facilidad por una simple llamada a la puerta.
—Adelante —dijo finalmente en voz alta.
La puerta se abrió, y entró Rodriguez. El capitán no logró ocultar por completo su desagrado al ver a Gurney.
—¡Rod! —bramó Kline—. Qué bien que hayas venido. Siéntate.
Eligió un sillón situado de cara a Kline, tras evitar de forma llamativa el sofá en el que estaba sentado Gurney.
El fiscal del distrito sonrió de buena gana. Gurney supuso que era por la perspectiva de ser testigo de un choque entre dos puntos de vista bien diferentes.
—Rod quería venir a compartir su perspectiva actual sobre el caso. —Parecía un árbitro que presenta un boxeador a otro.
—Estoy deseando oírlo —dijo Gurney con voz tranquila.
No lo bastante tranquila para evitar que Rodriguez la interpretara como una provocación encubierta. No requería que lo instaran más a compartir su punto de vista.
—Todo el mundo se ha concentrado en los árboles —dijo, en voz lo bastante alta para hacerse oír en una sala mucho más grande que la oficina de Kline—. ¡Estamos olvidando el bosque!
—¿El bosque es…? —preguntó Kline.
—El bosque tiene que ver con la enorme cuestión de la oportunidad. Todo el mundo se estaba liando con especulaciones y con la locura de pequeños detalles del método. Nos estamos distrayendo de la cuestión número uno: una casa llena de drogadictos y otros repugnantes criminales con fácil acceso a la víctima.
Gurney se preguntó si la reacción era resultado de la sensación del capitán de que su control del caso estaba amenazado o si había algo más.
—¿Qué está sugiriendo que podría hacerse? —preguntó Kline.
—He ordenado que se vuelva a interrogar a todos los huéspedes, y he encargado un análisis de antecedentes más profundo. Vamos a estudiar a fondo las vidas de esos locos cocainómanos. Creo que puedo afirmar que uno de ellos lo hizo, y es sólo cuestión de tiempo hasta que descubramos quién fue.
—¿Qué le parece, Dave? —El tono de Kline era demasiado informal, como si estuviera tratando de ocultar el placer derivado de provocar una batalla.
—Volver a los interrogatorios y realizar comprobaciones de historial podría ser útil —dijo Gurney sin entusiasmo.
—¿Útil pero no necesario?
—No lo sabremos hasta que lo hayamos hecho. También podría ser útil considerar la cuestión de la oportunidad o del acceso a la víctima en un contexto más amplio. Por ejemplo, los hoteles o los hostales cercanos podrían ser un lugar casi tan conveniente como los cuartos de huéspedes del instituto.
—Apuesto a que fue un huésped —dijo Rodriguez—. Cuando un nadador desaparece en aguas infestadas de tiburones, no es porque lo haya secuestrado un tipo que pasaba haciendo esquí acuático. —Miró a Gurney, cuya sonrisa interpretó como un reto—. ¡Pongámonos serios!
—¿Estamos mirando los hostales, Rod? —preguntó Kline.
—Estamos mirándolo todo.
—Bien. Dave, ¿hay algo más que pueda estar en su lista de prioridades?
—Nada que no esté ya proyectado. Trabajo de laboratorio con la sangre; fibras extrañas en el cadáver y el entorno de la víctima; marca, disponibilidad y cualquier peculiaridad de las botas; coincidencias balísticas en el proyectil; análisis de la grabación de la llamada del sospechoso a Mellery, con mejoras en los sonidos de fondo, e identificación del origen de la torre de transmisión, si fue una llamada de móvil; registros de llamadas de fijos y móviles de los actuales huéspedes; análisis caligráfico de las notas, con identificación de papel y tinta; perfil psicológico basado en las comunicaciones y el modus operandi del asesino; comprobación cruzada de las cartas amenazadoras en la base de datos del FBI. Creo que eso es todo. ¿Me he olvidado de algo, capitán?
Antes de que Rodriguez pudiera responder, lo cual no parecía tener prisa por hacer, la asistente de Kline abrió la puerta y entró en el despacho.
—Disculpe, señor —dijo con una deferencia que parecía destinada al consumo público—. Está aquí la sargento Wigg para ver al capitán.
Rodriguez torció el gesto.
—Que pase —dijo Kline, cuyo apetito para la confrontación parecía no tener límites.
La pelirroja sin género de la comisaría central del DIC llevaba el mismo vestido azul liso y el mismo portátil.
—¿Qué quieres, Wigg? —preguntó Rodriguez, más enfadado que curioso.
—Hemos descubierto algo, señor, y creo que es importante informarle.
—¿Y bien?
—Es sobre las botas, señor.
—¿Las botas?
—Las botas del árbol, señor.
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Puedo poner esto en la mesa de café? —preguntó Wigg, en referencia a su portátil.
Rodriguez miró a Kline. Éste le dio su permiso.
Treinta segundos y unas pocas pulsaciones después, los tres hombres estaban mirando en una pantalla partida dos fotos de huellas de botas aparentemente idénticas.
—Las de la izquierda son las huellas reales de la escena. Las de la derecha son las huellas hechas en la misma nieve con las botas recuperadas del árbol.
—Así que las botas que marcaron la senda son las que encontramos al final de la senda. No hacía falta que vinieras hasta esta reunión para decírnoslo.
Gurney no pudo resistirse a interrumpir.
—Creo que la sargento Wigg ha venido a decirnos lo contrario.
—¿Está diciendo que las botas del árbol no eran las botas que llevaba el asesino? —preguntó Kline.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo Rodriguez.
—Pocas cosas tienen sentido en este caso —dijo Kline—. ¿Sargento?
—Las botas son de la misma marca, del mismo estilo, del mismo número. Ambos pares son nuevos. Pero son sin duda pares distintos. La nieve, especialmente la nieve a cinco grados bajo cero, proporciona un medio excelente para inspeccionar el detalle. El detalle relevante en este caso es una minúscula deformidad en esta porción de las pisadas.
La sargento señaló con un lápiz afilado a una casi imperceptible mancha en el tacón de la bota de la derecha, la del árbol.
—Esta deformidad, que probablemente se produjo durante el proceso de manufactura, aparece en todas las huellas que hicimos con esta bota, pero no así en ninguna de las huellas de la escena. La única explicación plausible es que las hicieron botas diferentes.
—Seguramente podría haber otras explicaciones —dijo Rodriguez.
—¿Cuál se le ocurre, señor?
—Sólo estoy señalando la posibilidad de que algo esté siendo pasado por alto.
Kline se aclaró la garganta.
—Por el bien de la discusión, supongamos que la sargento Wigg tiene razón y estamos tratando con dos pares: un par que llevaba el asesino y otro que deja colgado en el árbol al final de la senda. ¿Qué cuernos significa? ¿Qué nos dice?
Rodriguez miró la pantalla del ordenador con resentimiento.
—Nada que nos sirva para encontrar al asesino.
—¿Dave?
—Me dice lo mismo que la nota dejada sobre el cadáver. Es sólo otra clase de nota. Dice: «Pilladme si podéis, pero no podréis, porque soy más listo que vosotros».
—¿Cómo demonios un segundo par de botas le dice eso? —Había rabia en la voz de Rodriguez.
Gurney respondió con una calma casi adormilada; aquélla era su reacción característica frente a la ira, al menos desde que tenía uso de razón.
—Solas no me dirían nada. Pero si las añadimos a los otros detalles peculiares, la imagen completa parece cada vez más un juego elaborado.
—Si es un juego, el objetivo es distraernos, y está teniendo éxito —se burló Rodriguez.
Cuando Gurney no respondió, Kline lo azuzó.
—Tiene aspecto de no estar de acuerdo con eso.
—Creo que el juego es más que una distracción. Creo que es lo principal.
Rodriguez se levantó de su silla con cara de asco.
—A menos que me necesites para algo, Sheridan. He de volver a mi oficina.
Después de estrechar la mano de Kline de un modo adusto, se marchó. Kline ocultó cualquier posible reacción a la abrupta partida.
—Bueno, dígame —continuó al cabo de un momento, inclinándose hacia Gurney—, ¿qué deberíamos hacer que no estemos haciendo? Está claro que no ve la situación igual que Rod.
Gurney se encogió de hombros.
—No hay nada malo en investigar con más atención a los huéspedes. Habría que hacerlo, en algún momento. Pero el capitán ha depositado más esperanzas que yo en que eso conduzca a una detención.
—¿Está diciendo que es básicamente una pérdida de tiempo?
—Es un proceso de eliminación necesario. Simplemente no creo que el asesino sea uno de los huéspedes. El capitán sigue enfatizando la importancia de la oportunidad, la supuesta conveniencia de que el asesino estuviera en la propiedad. Pero yo lo veo como un inconveniente: demasiadas opciones de que lo vean saliendo de su habitación o volviendo a ella, demasiadas cosas que ocultar. ¿Dónde guardaría la silla plegable, las botas, la botella, la pistola? Los riesgos y complicaciones serían inaceptables para esta clase de individuo.
Kline alzó una ceja con curiosidad, y Gurney continuó.
—En una escala de personalidad desorganizada a organizada, este tipo revienta la escala de la organización. Su atención al detalle es extraordinaria.
—¿Se refiere e cambiar las cinchas de la silla de playa para hacer que sea toda blanca y reducir su visibilidad en la nieve?
—Sí, también es muy tranquilo bajo presión. No salió corriendo de la escena del crimen, se fue caminando. Las huellas de pisadas desde el patio al bosque muestran tan poca prisa que parece que estuviera paseando.
—Ese furioso apuñalamiento de la víctima con una botella de whisky rota no me suena tranquilo.
—Si hubiera ocurrido en un bar, tendría razón. Pero recuerde que la botella estaba cuidadosamente preparada de antemano, incluso lavada y limpia de huellas dactilares. Diría que la aparición de la furia estaba tan planificada como todo lo demás.
—Muy bien —coincidió lentamente Kline—. Tranquilo, calmado, organizado, ¿qué más?
—Un perfeccionista en la forma de comunicarse. Educado, con gusto por el lenguaje y la métrica. Sólo entre nosotros, no es más que una conjetura, diría que los poemas tienen una extraña formalidad que percibo como el afectado refinamiento que en ocasiones se ve en la sofisticación de primera generación.
—¿De qué demonios está hablando?
—Hijo educado de padres no educados, desesperado por distinguirse. Pero como he dicho, es sólo una conjetura y no tengo ninguna prueba sólida.
—¿Algo más?
—Buenos modales por fuera, cargado de odio por dentro.
—¿Y no cree que sea uno de los huéspedes?
—No. Desde su punto de vista, la ventaja de una mayor proximidad quedaría superada por la desventaja de un mayor riesgo.
—Es usted un hombre muy lógico, detective Gurney. ¿Cree que el asesino es tan lógico?
—Oh, sí. Tan lógico como enfermizo. Se sale de la escala en las dos cosas.