17

Eran exactamente las 10.00 cuando Gurney llamó a la comisaría de Policía de Peony para comunicar su nombre, dirección, número de teléfono y ofrecer un breve resumen de su relación con la víctima. El agente con el que habló, el sargento Burkholtz, le dijo que la información se pasaría al equipo del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del estado que se había encargado del caso.

Gurney supuso que podrían contactar con él en el curso de las siguientes veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Le sorprendió recibir la llamada al cabo de menos de diez minutos. La voz le resultaba familiar, pero no consiguió situarla de inmediato. Además, el hombre se presentó sin mencionar su nombre.

—Señor Gurney, habla el investigador jefe en la Escena del Crimen de Peony. Tengo entendido que tiene información para nosotros.

Gurney vaciló. Estaba a punto de pedir al agente que se identificara —una cuestión de procedimiento normal— cuando el timbre de voz, de repente, generó un recuerdo del rostro y el nombre que lo acompañaba. El Jack Hardwick que recordaba de un sensacional caso en el que habían trabajado juntos era un hombre enérgico y soez, de rostro colorado, con el pelo muy corto y prematuramente blanco, y con unos ojos claros de perro malamut. Era un bromista implacable, y pasar media hora con él podía parecerte medio día; de un día en que no parabas de desear que terminara. Sin embargo, también era listo, duro, incansable y políticamente incorrecto con ganas.

—Hola, Jack —dijo Gurney, disimulando su sorpresa.

—Cómo… ¡Coño! ¡Alguien te lo ha dicho! ¿Quién coño te lo ha dicho?

—Tienes una voz memorable, Jack.

—¡Voz memorable, las pelotas! ¡Si han pasado diez años, joder!

—Nueve.

La detención de Peter Possum Piggert había sido uno de los logros más sonados en la carrera de Gurney, el que le había valido su ascenso al preciado rango de detective de primer grado, y la fecha era de las que recordaba.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie me lo ha dicho.

—¡Y un cuerno!

Gurney se quedó en silencio, recordando la propensión de Hardwick a tener siempre la última palabra y las conversaciones estúpidas que se prolongaban indefinidamente hasta que lo conseguía.

Después de tres largos segundos, Hardwick continuó en un tono menos combativo.

—Nueve malditos años. Y de repente apareces de la nada, justo en medio de lo que podría ser el caso de homicidio más sensacional en el estado de Nueva York desde que pescaste la mitad de abajo de la señora Piggert en el río. Es una coincidencia de cojones.

—En realidad era la mitad de arriba, Jack.

Después de un breve silencio, el teléfono explotó con la larga risa de rebuzno, que era la marca de la casa de Hardwick.

—¡Ah! —gritó sin aliento al final del rebuzno—. Davey, Davey, Davey, siempre tan detallista.

Gurney se aclaró la garganta.

—¿Puedes decirme cómo murió Mark Mellery?

Hardwick vaciló, atrapado en el incómodo espacio que hay entre la relación personal y la normativa, allí donde los polis habitaban durante la mayor parte de sus vidas y se ganaban la mayor parte de sus úlceras. Optó por ser completamente sincero; no porque se requiriera decir la verdad sin tapujos (Gurney no tenía posición oficial en el caso y no tenía derecho a ninguna información), sino porque esa verdad era de lo más escabroso.

—Alguien le cortó el cuello con una botella rota.

Gurney gruñó como si le hubiera dado un puñetazo en el corazón. Su primera reacción, no obstante, fue rápidamente reemplazada por algo más profesional. La respuesta de Hardwick había colocado en su sitio una de las piezas sueltas en la mente de Gurney.

—¿Era por casualidad una botella de whisky?

—¿Cómo demonios lo sabes? —El tono de Hardwick viajó en cuatro palabras del asombro a la acusación.

—Es una larga historia. ¿Quieres que me pase por ahí?

—Será mejor que lo hagas.

El sol, que esa mañana era visible como un disco frío detrás de una capa gris de nubes invernales, había quedado oscurecido casi por completo por un cielo grumoso y plomizo. La luz sin sombras provocaba una sensación ominosa, el rostro de un universo frío, indiferente como el hielo.

A Gurney este hilo de pensamiento le parecía de lo más extravagante y lo dejó de lado al detener su coche detrás de la fila de vehículos policiales aparcados de manera irregular en el arcén cubierto de nieve, delante del Instituto Mellery para la Renovación Espiritual. La mayoría de ellos llevaban la insignia azul y amarilla de la Policía del estado de Nueva York, incluida una furgoneta del laboratorio forense regional. Dos eran coches blancos del Departamento del Sheriff y otros dos coches patrulla verdes de la Policía de Peony. Gurney recordó la broma de Mellery de que sonaba como el nombre de un cabaret gay, así como la expresión de su rostro en el momento en que lo había dicho.

Los macizos de asteres, apretados entre los coches y el murete de pizarra, habían quedado reducidos por la severidad del invierno a una masa embarullada de brotes marrones que mostraban extraños florecimientos de nieve algodonosa. Gurney bajó del coche y se dirigió a la entrada. Un agente de ceño paramilitar y uniformado con pulcritud custodiaba la puerta de entrada. Gurney reparó en que quizá tenía uno o dos años menos que su propio hijo.

—¿Puedo ayudarle, señor?

Las palabras eran educadas, pero la expresión no.

—Me llamo Gurney y he venido a ver a Jack Hardwick.

El joven parpadeó dos veces al oír aquellos dos nombres. Su expresión sugería que al menos uno de ellos le estaba provocando un reflujo ácido.

—Espere un momento —dijo, sacando un walkie-talkie del cinturón—. Tendrán que escoltarle.

Al cabo de tres minutos llegó el escolta, un investigador del DIC que parecía un imitador de Tom Cruise. A pesar del frío del invierno, sólo llevaba un chaleco negro que le colgaba abierto por encima de una camisa negra y tejanos. Conociendo el estricto código de vestimenta de la Policía del estado, Gurney supuso que esa indumentaria informal significaba que lo habían hecho venir directamente a la escena del crimen cuando estaba fuera de servicio o en una actividad encubierta. El borde de una Glock de nueve milímetros en una funda de hombro de color negro mate, visible bajo el chaleco, parecía una afirmación de actitud tanto como una herramienta de trabajo.

—¿Detective Gurney?

—Retirado —dijo Gurney, como si añadiera una nota al pie.

—¿Sí? —dijo Tom Cruise sin interés—. Ha de estar bien. Sígame.

Cuando siguió a su guía por el camino que rodeaba el edificio principal y se dirigía hacia la residencia que había detrás de éste, le sorprendió la diferencia que una nevada de diez centímetros había causado en la apariencia del lugar. Había creado un lienzo simplificado y había eliminado detalles superfluos. Caminar por el minimalismo del paisaje blanco era como pisar un planeta recién creado; una idea en absurda discordancia con la realidad enrevesada que tenía ante sí. Rodearon la vieja casa georgiana donde Mellery había vivido y se detuvieron de golpe al borde del patio cubierto de nieve donde había perdido la vida.

El lugar de su muerte era obvio. La nieve aún conservaba la impresión de un cuerpo, y en torno a la zona de la cabeza y los hombros de esa importa se extendía una enorme mancha de sangre. Gurney había visto antes ese asombroso contraste rojo y blanco. El recuerdo indeleble correspondía a la mañana de Navidad de su primer año en el cuerpo. Un policía alcohólico al que su mujer le había cerrado la puerta de su casa se suicidó disparándose en el corazón, sentado sobre un montón de nieve.

Gurney eliminó de su mente la vieja imagen y centró su aguzada mirada profesional en la escena que tenía ante sí.

Un especialista en huellas se había arrodillado junto a una fila de pisadas en la nieve, al lado de la mancha de sangre principal, y estaba rociándolas con algo. Desde su posición, Gurney no veía la etiqueta de la lata, pero suponía que era cera para huellas de nieve, un producto químico que se utilizaba para estabilizar las huellas en la nieve lo suficiente para la aplicación posterior de un compuesto para moldes dentales. Las huellas en la nieve eran extremadamente frágiles, pero cuando se trataban con cuidado proporcionaban un nivel de detalle extraordinario. Aunque había sido testigo del proceso con cierta frecuencia, no pudo menos que admirar la mano firme y la intensa concentración del especialista.

Habían colocado cinta policial amarilla en un polígono irregular en torno a la mayor parte del patio, incluida la puerta trasera de la casa. Habían establecido pasillos de la misma cinta amarilla a ambos lados del patio: para incluir y preservar las rutas de llegada y partida de un conjunto distinto de pisadas procedentes de la dirección del enorme granero situado al lado de la casa, que llegaban a la zona de la mancha de sangre y luego se alejaban del patio, por encima del césped cubierto con un manto de nieve, hacia el bosque.

La puerta trasera de la casa estaba abierta. Un miembro del equipo de la Escena del Crimen estaba en el umbral. Parecía estudiar el patio desde la perspectiva de la casa. Gurney sabía exactamente lo que el hombre estaba haciendo. Cuando estabas en la escena del crimen, tendías a pasar mucho tiempo sólo en captar una sensación, muchas veces intentando verla como podría haberla visto la víctima en sus momentos finales. Había reglas claras y bien entendidas para localizar y recoger indicios —sangre, armas, huellas dactilares, huellas de pisadas, cabello, fibras, desconchaduras de pintura, sustancias minerales o vegetales fuera de lugar, etcétera—, pero también había un problema de enfoque fundamental. Por decirlo de un modo sencillo, tenías que permanecer con la mente abierta respecto a lo que había ocurrido, dónde había ocurrido exactamente y cómo había ocurrido, porque si saltabas a conclusiones demasiado apresuradas, era fácil perderse indicios que no encajaban en tu visión del escenario. Al mismo tiempo, debías empezar a desarrollar al menos una hipótesis amplia para guiar tu búsqueda de pruebas. Uno podía cometer dolorosos errores por convencerse demasiado deprisa de cómo era el escenario de un crimen, pero también podía perderse mucho tiempo y recursos de personal peinando con un cepillo fino varios kilómetros cuadrados buscando Dios sabe qué.

Lo que hacían los buenos detectives —lo que Gurney estaba seguro que estaba haciendo el detective del umbral— era una especie de inconsciente ir adelante y atrás entre una perspectiva inductiva y otra deductiva. ¿Qué veo aquí y qué secuencia de hechos sugieren estos datos? Y, si ese escenario es válido, ¿qué pruebas adicionales debería buscar y dónde debería buscarlas?

La clave del proceso, según Gurney se había convencido después de mucho ensayo y error, estaba en mantener el justo equilibrio entre observación e intuición. El mayor peligro era el ego. Un detective supervisor que se queda indeciso sobre la posible explicación de los datos de una escena del crimen podría desperdiciar tiempo al no concentrar los esfuerzos del equipo en una dirección concreta lo bastante pronto, pero el tipo que sabe, el que a primera vista anuncia con agresividad lo que ha ocurrido exactamente en una habitación salpicada de sangre y pone a todo el mundo a probar que tiene razón, puede terminar causando problemas muy graves, entre los que la pérdida de tiempo sería el menos importante.

Gurney se preguntó qué enfoque prevalecería en ese momento.

Fuera de la barrera de cinta amarilla, en el lado más alejado de la mancha de sangre, Jack Hardwick estaba dando instrucciones a dos hombres jóvenes de aspecto demasiado serio: uno de ellos era el aspirante a Tom Cruise que acababa de conducirlo hasta allí, y el otro parecía su hermano gemelo. En los nueves años transcurridos desde que habían trabajado juntos en el infame caso Piggert, la edad de Hardwick parecía haberse duplicado. El rostro era más rojo y más gordo; el cabello, más escaso; y la voz había desarrollado esa clase de aspereza que es consecuencia del tabaco y del tequila.

—Hay veinte huéspedes —estaba diciendo a los dobles de los personajes de Top Gun—. Cada uno de vosotros se ocupa de nueve de ellos. Declaraciones preliminares, nombres, direcciones, números de teléfono. Verificad datos. Dejadme a Patty Cakes y al quiropráctico. También hablaré con la viuda. A las cuatro de la tarde me ponéis al día.

Intercambiaron más comentarios entre ellos en voz demasiado baja para que Gurney les oyera, puntuados por la risa crispante de Hardwick. El joven que lo había escoltado desde la puerta delantera hizo un último comentario, ladeando la cabeza significativamente en dirección a Gurney. Acto seguido, el dúo partió hacia el edificio principal.

Cuando se perdieron de vista, Hardwick se volvió y ofreció a Gurney un saludo a medio camino entre una sonrisa y una mueca. Sus extraños ojos azules, que habían sido brillantemente escépticos, parecían cargados de un cinismo cansado.

—Que me aspen si no es el profesor Dave —dijo con voz áspera, rodeando la zona encintada en dirección a Gurney.

—Sólo un humilde instructor —le corrigió Gurney, que se preguntó qué más habría tratado de averiguar Hardwick sobre su puesto de profesor de Criminología en la universidad estatal, que ocupaba después de dejar el Departamento de Policía de Nueva York.

—Ahórrate la humildad. Eres una estrella, amigo, y lo sabes.

Se estrecharon las manos sin demasiado afecto. A Gurney le sorprendió que la actitud bromista del viejo Hardwick se hubiera retorcido hasta convertirse en algo tóxico.

—No hay muchas dudas sobre el lugar de la muerte —comentó Gurney, que señaló con la cabeza hacia la mancha de sangre.

Estaba ansioso por ir al grano, informar a Hardwick de lo que sabía y largarse de allí.

—Hay dudas sobre todo —proclamó Hardwick—. Muerte y duda son las dos únicas certezas de la vida.

Al no obtener respuesta de Gurney, continuó:

—Te garantizo que habrá menos dudas sobre el lugar de la muerte que acerca de otras cosas. Maldito lunático. La gente de aquí habla de la víctima como si fuera del Deepdick Chopup en la tele.

—¿Te refieres a Deepak Chopra?

—Sí, Dipcock o lo que sea. Dios, ¡dame un respiro!

A pesar de aquella incómoda reacción, que estaba ganando terreno en su interior, Gurney no dijo nada.

—¿A qué demonios viene la gente a lugares como éste? ¿A escuchar a un capullo New Age con un Rolls-Royce que habla sobre el significado de la vida?

Hardwick negó con la cabeza ante la estupidez humana, sin dejar de mirar con el ceño fruncido a la parte de atrás de la casa, como si la arquitectura del siglo XVIII tuviera buena parte de la culpa.

La irritación superó la reticencia de Gurney.

—Por lo que yo sé —dijo con voz plana—, la víctima no era ningún capullo.

—No he dicho que lo fuera.

—Me lo había parecido.

—Estaba haciendo una observación general. Estoy seguro de que tu colega era una excepción.

Hardwick le estaba sacando de quicio.

—No era mi colega.

—Tenía esa impresión por el mensaje que le dejaste a la Policía de Peony y que amablemente me pasaron. Parece que vuestra relación venía de lejos.

—Lo conocí en la universidad, no había tenido contacto con él desde hacía veinticinco años y recibí un mensaje suyo de correo electrónico hace dos semanas.

—¿Sobre qué?

—Unas cartas que recibió en el buzón. Estaba inquieto.

—¿Qué clase de cartas?

—Poemas, sobre todo. Poemas que sonaban como amenazas.

La revelación hizo que Hardwick se detuviera a pensar antes de continuar.

—¿Qué quería de ti?

—Consejo.

—¿Qué consejo le diste?

—Le aconsejé que llamara a la Policía.

—Supongo que no lo hizo.

El sarcasmo irritó a Gurney, pero se contuvo.

—Había otro poema —dijo Hardwick.

—¿Qué quieres decir?

—Un poema, una sola hoja de papel que dejaron sobre el cadáver, con una roca como pisapapeles. Todo muy limpio.

—Es muy preciso. Un perfeccionista.

—¿Quién?

—El asesino. Posiblemente muy trastornado, pero sin duda un perfeccionista.

Hardwick miró a Gurney con interés. La actitud socarrona había desaparecido, al menos temporalmente.

—Antes de que vayamos más allá, he de saber cómo supiste lo de la botella rota.

—Sólo una corazonada.

—¿Sólo una corazonada de que era una botella de whisky?

—Four Roses, para ser más precisos —dijo Gurney, sonriendo con satisfacción cuando vio los ojos desorbitados de Hardwick.

—Explica cómo lo sabes —exigió Hardwick.

—Fue un poco un salto mental, basado en referencias en los poemas —dijo Gurney—. Lo verás cuando los leas. —En respuesta a la pregunta que se estaba formando en el rostro del otro hombre, agregó—: Encontrarás los poemas junto con otros dos mensajes en el cajón del escritorio del estudio. Al menos, ése fue el último sitio donde vi que los guardaba Mellery. Es la habitación con la chimenea grande, la que da al salón central.

Hardwick continuó mirándolo como si hacerlo fuera a resolver alguna cuestión importante.

—Ven conmigo —dijo al fin—, quiero enseñarte algo.

Lo guio con un silencio inusual hasta la zona de aparcamiento, situada entre el enorme granero y la calle, y se detuvo donde ésta se unía al sendero circular y donde empezaba un pasillo de cinta policial amarilla.

—Éste es el lugar más cercano a la calle donde podemos distinguir con claridad las huellas de pisadas que creemos que pertenecen al asesino. Pasó un quitanieves por la calle y por el sendero después de que la nevada parara en torno a las dos de la mañana. No sabemos si el criminal entró en la propiedad antes o después de que lo limpiaran. Si fue antes, cualquier huella en la calle exterior o en el sendero habría quedado borrada por el rastrillo. Si fue después, no habrían quedado huellas. Pero desde este punto, las huellas son perfectamente claras y fáciles de seguir por la parte de atrás del granero, al patio, a través de la zona abierta que lleva al bosque, por el bosque, hasta un manto de agujas de pino junto a Babble Road.

—¿No hizo ningún esfuerzo por ocultarlas?

—No —dijo Hardwick, que parecía molesto—. Ninguno. A menos que se me esté escapando algo.

Gurney lo miró con curiosidad.

—¿Cuál es el problema?

—Dejaré que lo veas tú mismo.

Caminaron a lo largo del pasillo de cinta amarilla, siguiendo las huellas hasta el otro lado del granero. Las pisadas, claramente marcadas en la por lo demás impoluta capa de ocho centímetros de nieve, eran de botas de montaña grandes (Gurney calculó que serían del número cuarenta y cinco o cuarenta y seis). A la persona que había llegado por ahí a altas horas de la mañana no le había importado que se fijaran en su recorrido.

Mientras rodeaban el granero por la parte de atrás, Gurney vio que habían vetado una zona más ancha con cinta amarilla. Un fotógrafo de la Policía estaba tomando fotos con una cámara de alta resolución mientras un especialista con traje protector blanco y un gorro en la cabeza esperaba su turno con un kit de recopilación de indicios. Cada foto se hacía al menos dos veces, con y sin regla en el marco para conocer la escala, y los objetos se fotografiaban a varias distancias focales: amplias para establecer la posición relativa con los demás objetos de la escena; normal para presentar el objeto; y de cerca para captar el detalle.

El centro de su atención era una silla plegable endeble de las que vendían en cualquier tienda de saldos. Las huellas conducían directamente a la silla. Delante de ella, clavadas en la nieve, había una docena de colillas de cigarrillo. Gurney se agachó para examinarlas y vio que eran de la marca Marlboro. Las huellas continuaban luego desde la silla, rodeando un matorral de rododendros hacia el patio donde todo parecía indicar que se había cometido el homicidio.

—Dios mío —dijo Gurney—. Se quedó ahí sentado fumando.

—Sí. Un poco de relajación antes de cortarle el cuello a la víctima, según parece. Supongo que tu ceja levantada es una forma de preguntar de dónde ha salido la sillita de mierda. Yo también me lo pregunté.

—¿Y?

—La mujer de la víctima aseguró que no la había visto antes. Parecía horrorizada por su baja calidad.

—¿Qué? —Gurney usó la palabra como un látigo. Los comentarios desdeñosos de Hardwick se habían convertido en uñas en una pizarra.

—Sólo un poco de frivolidad. —Se encogió de hombros—. No puedes dejar que una degollación te deprima. Pero, en serio, probablemente fue la primera vez en su pija vida que Caddy Smythe-Westerfield Mellery se acercaba tanto a una silla tan barata.

Gurney lo sabía todo del humor policial y de lo necesario que era para enfrentarse a los horrores rutinarios del trabajo, pero había ocasiones en que le crispaba los nervios.

—¿Me estás diciendo que el asesino llevó su propia silla de playa?

—Eso parece —dijo Hardwick, que hizo una mueca por lo absurdo.

—Y después de que terminara de fumar (¿cuántos?, ¿una docena de Marlboros?), ¿se acercó a la puerta trasera de la casa, atrajo a Mellery para que saliera al patio y le cortó la garganta con una botella rota? ¿Ésa es la reconstrucción hasta ahora?

Hardwick asintió con reticencia, como si empezara a sentir que el escenario del crimen sugerido por los indicios parecía un poco disparatado. Y la cosa iba a peor.

—En realidad —dijo—, decir que le cortó la garganta es expresarlo con suavidad. A la víctima la apuñalaron en la garganta al menos una docena de veces. Cuando los ayudantes del forense estaban trasladando el cadáver a la furgoneta para llevárselo a la autopsia, casi se les cayó la puta cabeza.

Gurney miró en dirección al patio y, aunque estaba completamente oscurecida por los rododendros, la imagen de la enorme mancha de sangre volvió a su mente tan llena de color y agudeza como si estuviera mirándola a la luz de los focos.

Hardwick lo observó durante un rato, mordiéndose el labio en pose reflexiva.

—De hecho —dijo por fin—, ésa no es la parte más rara. La parte rara de verdad viene después, cuando sigues las huellas.