Gurney tenía una sensación incómoda. Le había acompañado de manera intermitente desde la visita inicial de Mellery a Walnut Crossing. Ahora se dio cuenta con desazón de que respondía al anhelo de la relativa claridad de un crimen real; de una escena del crimen que pudiera peinar y examinar, medir y diagramar, de huellas dactilares y de pisadas, de cabellos y fibras que analizar e identificar; de testigos que interrogar, sospechosos que localizar, coartadas que comprobar, relaciones que investigar, un arma que hallar, proyectiles para balística. Nunca antes se había sentido tan frustrantemente comprometido en un problema tan ambiguo desde el punto de vista legal, con tantas obstrucciones al procedimiento normal.
Durante el trayecto de descenso de la montaña desde el instituto al pueblo, especuló con los temores de Mellery: por un lado, un acechador malevolente; por otro, una intervención policial perjudicial para sus huéspedes. La convicción de Mellery de que el remedio sería peor que la enfermedad mantenía la cuestión en el limbo.
Gurney se preguntó si Mellery sabía más de lo que contaba. ¿Sabía de algo que hubiera hecho en el pasado que pudiera ser la causa de la presente campaña de amenazas e insinuaciones? ¿El doctor Jekyll sabía lo que había hecho Mr. Hyde?
El tema de la conferencia de Mellery, de dos mentes en guerra dentro de un mismo cuerpo, le interesaba por otras razones. Resonaba en él desde hacía años la percepción de que esas divisiones del alma son con frecuencia evidentes en el rostro, y más patentes aún en los ojos, y sus esfuerzos artísticos con los retratos policiales habían reforzado esa sensación. Una y otra vez había visto caras que eran, en realidad, dos caras. El fenómeno resultaba más fácil de observar en una fotografía. Lo único que tenías que hacer era cubrir de manera alternativa cada mitad de la cara con una hoja de papel, pasando por el centro de la nariz, de manera que sólo vieras un ojo cada vez. Luego anotabas una descripción del carácter de la persona que veías a la izquierda, y otra de la que veías a la derecha. Era asombroso lo diferentes que podían ser esas descripciones. Un hombre podría parecer pacífico, tolerante y sabio en un lado, y resentido, frío y manipulador en el otro. En las caras en las que se podía observar un destello de malicia que conducía al asesinato, ese destello muchas veces estaba presente en un ojo y ausente del otro. Quizá nuestros cerebros estaban preparados para combinar las características dispares de los dos ojos, haciendo que las diferencias entre ellos resultaran difíciles de ver, pero en las fotografías lo difícil era pasarlas por alto.
Gurney recordó la foto de Mellery que aparecía en la cubierta de su libro. Tomó nota mentalmente de examinar mejor los ojos cuando llegara a casa. También recordaba que tenía que devolver la llamada de Sonya Reynolds, que Madeleine había mencionado con cierta malicia. A unos kilómetros de Peony, aparcó en una zona de gravilla y hierba que separaba la carretera del Esopus Creek, sacó el móvil y marcó el número de la galería de Sonya. Después de cuatro tonos, una voz suave lo invitó a dejar un mensaje tan largo como deseara.
—Sonya, soy Dave Gurney. Sé que te prometí un retrato esta semana, y espero llevártelo el sábado, o al menos enviarte por mail un archivo gráfico del que puedas imprimir una muestra. Casi está terminado, pero todavía no estoy satisfecho. —Hizo una pausa, consciente del hecho de que su voz había bajado a ese registro más suave que provocaba una mujer atractiva, un hábito que le había señalado Madeleine en cierta ocasión. Se aclaró la garganta y continuó—. La esencia de todo esto es el carácter. La cara debería ser consistente con el asesinato, sobre todo los ojos. En eso estoy trabajando. Por eso tardo tanto.
Hubo un clic en la línea y apareció la voz de Sonya, sin aliento.
—David, estoy aquí. No he llegado al teléfono, pero he oído lo que has dicho. Y entiendo perfectamente que necesitas hacerlo bien. Pero sería genial que pudieras entregarlo el sábado. Hay un festival el domingo, mucho tráfico en la galería.
—Lo intentaré. Puede que sea a última hora.
—¡Perfecto! Cerraré a las seis, pero estaré trabajando aquí otra hora más. Ven entonces. Tendremos tiempo de hablar.
Le sorprendió que la voz de Sonya pudiera hacer que cualquier cosa sonara como una proposición sexual. Por supuesto, sabía que estaba poniendo demasiada imaginación en la situación. También sabía que estaba siendo estúpido.
—A las seis está bien —se oyó decir, al tiempo que recordaba que la oficina de Sonya con sus grandes sofás y alfombras afelpadas estaba amueblada más como una sala íntima que como un negocio.
Dejó el teléfono de nuevo en la guantera y se sentó mirando el valle. Como de costumbre, la voz de Sonya había interrumpido sus pensamientos racionales, y su mente parecía ir de un lado a otro: la oficina demasiado acogedora de Sonya, la inquietud de Madeleine, la imposibilidad de que alguien supiera por adelantado el número en el que pensaría otra persona, rojo como la sangre, como una rosa pintada, tú y yo tenemos una cita señor 658, Charybdis, el apartado postal equivocado, el temor de Mellery a la Policía, Peter Piggert (el cabrón asesino en serie), Justin (el joven encantador), la rica y entrada en años Caddy, doctor Jekyll y Mr. Hyde, y esto y lo otro, sin venir a cuento, vueltas y más vueltas. Bajó la ventanilla del lado del pasajero, el que daba al río, se recostó, cerró los ojos y trató de concentrarse en el sonido del agua que discurría por el lecho rocoso.
Le espabiló una llamada en la ventanilla cerrada, junto a su oreja. Levantó la cabeza y se encontró con una cara inexpresiva y rectangular, con los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo, el semblante ensombrecido por el ala rígida de un sombrero gris de policía. Bajó la ventanilla.
—¿Algún problema, señor? —La pregunta sonó más amenazadora que solícita y el «señor» más rutinario que educado.
—No, gracias. Sólo necesitaba cerrar los ojos un momento. —Miró el reloj del salpicadero. El momento, vio, había durado quince minutos.
—¿Adónde se dirige?
—A Walnut Crossing.
—Ya veo. ¿Ha bebido algo hoy, señor?
—No, agente, no he bebido.
El hombre asintió y dio un paso atrás para mirar por encima del coche. La boca, el único rasgo visible que podía traicionar su actitud, era desdeñosa, como si considerara la negativa de Gurney respecto a la bebida una mentira transparente y pronto fuera a encontrar pruebas que lo corroboraran. Caminó con exagerada pausa en torno a la parte de atrás del coche, luego por el lado del pasajero, rodeó la parte delantera y al fin volvió a la ventanilla de Gurney. Después de un largo silencio evaluativo, habló con una amenaza contenida más apropiada de una obra de Harold Pinter que de una comprobación de rutina de un vehículo.
—¿Es consciente de que ésta no es una zona de aparcamiento autorizado?
—No me he dado cuenta —dijo Gurney sin levantar la voz—. Sólo pretendía parar un minuto o dos.
—¿Puedo ver su carné de conducir y sus papeles, por favor?
Gurney los sacó de su cartera y se los pasó por la ventanilla. No era su hábito en tales situaciones presentar pruebas de su estatus de detective de primer grado retirado del Departamento de Policía de Nueva York, con las conexiones que eso podría implicar, pero percibió, cuando el agente se volvía caminando hacia su coche patrulla, una arrogancia que se salía de lo habitual y una hostilidad que se traduciría como mínimo en un retraso injustificable. De modo que sacó reticentemente otra tarjeta de la cartera.
—Espere un momento, agente, ésta también podría ser útil.
El agente cogió la tarjeta con precaución. Entonces Gurney vio un atisbo de cambio en las comisuras de la boca del policía, y no en la dirección de la amistad. Parecía una combinación de decepción y rabia. El policía se lo devolvió todo, tarjeta, carné de conducir y papeles por la ventanilla con expresión desdeñosa.
—Que pase un buen día, señor —dijo en un tono que expresaba el sentimiento opuesto. Volvió a su vehículo, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y se alejó por donde había venido.
No importaba lo sofisticadas que fueran las pruebas psicológicas, pensó Gurney, ni lo elevados que fueran los requisitos educativos, no importaba lo rigurosa que fuera la formación en la academia, siempre habría policías que no deberían ser policías. En este caso, el policía no había cometido ninguna infracción específica, pero había algo duro y lleno de odio en él —Gurney podía sentirlo, verlo en su semblante—, y era sólo cuestión de tiempo antes de que colisionara con su imagen especular. Entonces ocurriría algo terrible. Entre tanto, mucha gente se vería retrasada e intimidada sin objetivo alguno. Era uno de esos policías que hacía que a la gente no le gustara la Policía.
Quizá Mellery tuviera cierta razón.
Durante los siguientes siete días, el invierno llegó al norte de los Catskills. Gurney pasó la mayor parte de su tiempo en el estudio, alternando entre el proyecto de las fotos policiales y un minucioso examen de las notas de Charybdis, moviéndose con soltura entre esos dos mundos y desviándose repetidamente de las ideas de los dibujos de Danny y del caos interior que los acompañaban. Lo obvio habría sido hablar de ello con Madeleine, descubrir por qué había decidido plantear la cuestión —literalmente sacarla del sótano— y por qué estaba esperando con esa paciencia tan peculiar a que él dijera algo. Pero no podía reunir la determinación necesaria. Así que lo apartaba de su mente y volvía a la cuestión de Charybdis. Al menos en eso podía pensar sin sentirse perdido, sin que se le acelerara el pulso.
Reflexionaba con frecuencia, por ejemplo, sobre la tarde siguiente a su última visita al instituto. Como había prometido, Mellery lo había llamado a casa esa noche y le había relatado la conversación que había mantenido con Gregory Dermott de GD Security Systems. Dermott había sido lo bastante amable como para responder a todas sus preguntas —las que había escrito Gurney—, pero la información no llevaba a ninguna parte. El hombre tenía alquilado el apartado postal desde hacía aproximadamente un año, desde que había trasladado su negocio de consultoría de Hartford a Wycherly; nunca había tenido ningún problema antes, y desde luego ni cartas ni cheques mal dirigidos; era la única persona con acceso al buzón; los nombres Arybdis, Charybdis y Mellery no significaban nada para él; nunca había oído hablar del instituto. Al insistirle sobre la cuestión de si alguien más de su compañía podía haber usado el buzón de manera no autorizada, Dermott había explicado que eso era imposible, porque no había nadie más en su compañía. GD Security Systems y Gregory Dermott eran una sola cosa. Era consultor de seguridad de muchas empresas con bases de datos sensibles que requerían protección contra los hackers. Nada de lo que dijo arrojó ninguna luz sobre la cuestión del cheque mal dirigido.
Y tampoco las búsquedas de historial de Internet que había realizado Gurney. Las fuentes concurrían en los puntos principales: Gregory Dermott tenía una licenciatura en Ciencias por el MIT, una reputación sólida como experto en informática y una lista de clientes de primer orden. Ni él ni GD Security estaban relacionados en modo alguno con ningún pleito, juicio, embargo, ni tenían mala prensa, ni en el presente ni en el pasado. En resumen, era una presencia impoluta en un campo impoluto. Sin embargo, alguien, por alguna razón todavía impenetrable, se había apropiado de su número de apartado postal. Gurney no dejaba de plantearse la misma pregunta desconcertante: ¿por qué pedir que se envíe un cheque a alguien que casi con toda seguridad lo va a devolver?
Le deprimía no parar de pensar en ello, seguir caminando por ese callejón sin salida como si a la décima vez fuera a descubrir algo que no había descubierto a la novena. Pero era mejor que pensar en Danny.
La primera nevada importante de la temporada se produjo el primer viernes de noviembre. Empezó con unos copos dispersos que cayeron al anochecer, y fue incrementándose en las siguientes dos horas, para luego disminuir. Paró en torno a medianoche.
Cuando Gurney estaba volviendo a la vida con su café del sábado por la mañana, el disco pálido del sol se estaba elevando sobre un risco boscoso a un par de kilómetros al este. No había soplado viento durante la noche, y todo lo que había fuera, desde el patio al tejado del granero, estaba cubierto con casi diez centímetros de nieve.
No había dormido bien. Se había quedado atrapado durante horas en un bucle interminable de preocupaciones enlazadas. Algunas, que ahora se disolvían a la luz del día, implicaban a Sonya. En el último momento, él había pospuesto su planeado encuentro after-hours. La incertidumbre de lo que podría ocurrir allí —su incertidumbre sobre lo que quería que ocurriera— le habían hecho aplazarlo.
Se sentó, como había hecho durante la semana anterior, de espaldas a la sala donde la caja atada con una cinta que contenía los dibujos de Danny descansaba sobre la mesita. Dio un sorbo al café y miró el prado, cubierto por un manto blanco.
La visión de la nieve siempre le recordaba su olor. En un impulso fue a la puerta cristalera y la abrió. La sensación gélida del aire le arrancó una cadena de recuerdos: nieve apilada hasta la altura del pecho en las calles; sus manos rosadas, que le dolían de tanto hacer bolas; trozos de hielo metidos en la lana de los puños de la chaqueta; ramas de árboles que se combaban hasta el suelo; coronas de Navidad en las puertas; calles vacías; luminosidad allí donde miraba.
Era una cosa curiosa del pasado: cómo se apilaba esperándote, en silencio, invisible, casi como si no estuviera allí. Podías verte tentado a pensar que había desaparecido, que ya no existía. Entonces, como un faisán que sale al descubierto, rugiría en una explosión de sonido, color y movimiento, asombrosamente vivo.
Quería rodearse del olor de la nieve. Descolgó su chaqueta de la percha que había junto a la puerta, se la puso y salió. La capa de nieve era demasiado gruesa para los zapatos normales que llevaba, pero no quería cambiárselos en ese momento. Caminó hacia el estanque. Cerró los ojos y respiró hondo. Había caminado menos de cien metros cuando oyó que se abría la puerta de la cocina y la voz de Madeleine que lo llamaba.
—¡David, vuelve!
Se dio la vuelta y vio a su mujer a medio salir por la puerta, con expresión de alarma. Empezó a regresar.
—¿Qué pasa?
—¡Corre! —dijo ella—. En la radio… ¡Mark Mellery está muerto!
—¿Qué?
—Mark Mellery ha muerto, acaban de decirlo por la radio. ¡Lo han asesinado! —Retrocedió hasta la casa.
—Dios mío —dijo Gurney, que sintió una opresión en el pecho. Corrió los últimos metros hasta la casa y entró en la cocina sin quitarse los zapatos cubiertos de nieve—. ¿Cuándo ha sido?
—No lo sé. Esta mañana, anoche, no lo sé. No lo han dicho.
Escuchó. La radio seguía encendida, pero el locutor había pasado a otra noticia, algo relacionado con una bancarrota corporativa.
—¿Cómo ha sido?
—No lo han dicho. Sólo han dicho que aparentemente ha sido un homicidio.
—¿Alguna otra información?
—No. Sí. Algo sobre el instituto donde ocurrió. El Instituto Mellery para la Renovación Espiritual, en Peony, Nueva York. Han dicho que la Policía está allí.
—¿Nada más?
—Creo que no. ¡Qué espantoso!
Gurney asintió lentamente, pero su mente volaba.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
Contempló las diversas opciones que tenía, y desechó todas, menos una.
—Informar al oficial al mando de mi relación con Mellery. Lo que ocurra después es cosa suya.
Madeleine respiró profundamente y pareció tratar de esbozar una sonrisa que aparentase valentía, pero apenas lo logró.