Cuando se levantó, no fue porque sintiera que había descansado —ni siquiera estaba del todo despierto—, sino porque levantarse parecía preferible a hundirse de nuevo en un sueño que lo había dejado sin ningún recuerdo de sus detalles, pero con una sensación clara de claustrofobia. Era como una de las resacas que había experimentado en sus días de facultad.
Se obligó a ducharse, lo cual sólo mejoró levemente su humor; luego se vistió y fue a la cocina. Le alivió ver que Madeleine había preparado suficiente café para los dos. Ella estaba sentada a la mesa del desayuno, pensativa, mirando por la puerta cristalera y sosteniendo su gran taza esférica humeante con ambas manos, como para calentárselas. Se sirvió una taza de café y se sentó frente a ella.
—Buenos días —dijo.
Ella esbozó una vaga sonrisita por toda respuesta.
David siguió la mirada de su esposa por el jardín hasta la ladera boscosa situada al otro extremo del pasto. Un viento enfurecido estaba desnudando los árboles de las pocas hojas que les quedaban. Por lo general, los vientos fuertes ponían nerviosa a Madeleine, desde que un enorme roble cayó en la carretera delante de su coche el día que se habían mudado a Walnut Crossing, pero esa mañana parecía demasiado preocupada para fijarse.
Al cabo de un minuto o dos, Madeleine se volvió hacia él, y su expresión se intensificó como si acabara de reparar en algo de su atuendo o de su porte.
—¿Adónde vas? —preguntó.
David vaciló.
—A Peony. Al instituto.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —La voz de David sonó áspera por la irritación—. Porque Mellery todavía se niega a informar de su problema a la policía local, y quiero empujarle un poco más en esa dirección.
—Eso puedes hacerlo por teléfono.
—No tan bien como cara a cara. Además, quiero recoger copias de todos los mensajes escritos y una copia de su grabación de la llamada de anoche.
—¿No está FedEx para eso?
Él la miró.
—¿Qué problema hay en que vaya al instituto?
—El problema no es adónde vas, sino por qué vas.
—¿Para convencerlo de que acuda a la Policía? ¿Para recoger los mensajes?
—¿De verdad crees que vas a conducir hasta Peony sólo para eso?
—¿Por qué demonios más?
Ella le dedicó una mirada larga, casi compasiva, antes de responder.
—Vas —dijo— porque te has enganchado a esto y no puedes soltarlo. Vas porque no puedes quedarte al margen.
Entonces ella cerró los ojos muy despacio. Era como el difuminado del final de una película.
David no sabía qué decir. Con mucha frecuencia, Madeleine terminaba así las discusiones, diciendo o haciendo algo que parecía saltar por encima del hilo de sus ideas y dejándolo en silencio.
Esta vez pensó que conocía la razón del efecto que le causaba, al menos parte de la razón. En su tono había oído un eco de su discurso al terapeuta, el discurso que de manera tan vívida había recordado unas horas antes. La coincidencia le resultaba inquietante. Era como si el presente y el pasado de Madeleine, se hubieran unido contra él para susurrarle uno en cada oído.
Se quedó un buen rato en silencio.
Al final, Madeleine llevó las tazas de café al fregadero y las lavó. A continuación, en lugar de dejarlas en el escurreplatos como solía hacer, las secó y volvió a colocarlas en el armarito que había sobre el aparador.
Sin dejar de mirar en el armarito, como si hubiera olvidado por qué estaba allí, preguntó.
—¿A qué hora te vas?
Él se encogió de hombros y miró por la estancia como si la respuesta adecuada pudiera estar en una de las paredes. Al hacerlo, su mirada se vio atraída por un objeto situado en la mesita de café que había delante de la chimenea, al fondo de la sala. Era una caja de cartón, del mismo tamaño y forma de las que podían conseguirse en una licorería. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención y la retuvo fue la cinta blanca que rodeaba la caja y quedaba anudada por encima con un sencillo lazo blanco.
Dios bendito. Eso era lo que ella había traído del sótano.
Aunque la caja parecía más pequeña de cómo la recordaba de hacía tantos años y el cartón de un marrón más oscuro, la cinta era inconfundible, inolvidable. Los hindúes tenían razón: el blanco y no el negro era el color natural para penar.
Sintió un vacío en los pulmones, como si la gravedad le estuviera dejando sin aliento, y atrajera su alma hacia abajo. Danny. Los dibujos de Danny. «Mi pequeño Danny». David tragó saliva y apartó la mirada, la desvió de tan inmensa pérdida. Se sentía demasiado débil para moverse. Miró a través de la puerta cristalera, tosió, se aclaró la garganta, trató de sustituir recuerdos agitados con sensaciones inmediatas, trató de regir la mente diciendo algo, oyendo su propia voz, quebrando el espantoso silencio.
—No creo que llegue tarde —dijo. Le hizo falta toda su fuerza, toda su voluntad, para levantarse de la silla—. Debería estar en casa a tiempo para comer —añadió sin sentido, sin apenas saber lo que estaba diciendo.
Madeleine lo observó con una sonrisa lánguida que no llegaba a ser una sonrisa y no dijo nada.
—Será mejor que me vaya —dijo él—. He de llegar a tiempo a esto.
A ciegas, casi tropezando, la besó en la mejilla y se dirigió al coche. Se olvidó de coger la chaqueta.
El paisaje era diferente esa mañana, más invernal, con el color del otoño casi desaparecido de los árboles. Claro que él apenas lo notó. Estaba conduciendo maquinalmente, casi sin ver, consumido por la imagen de la caja, por el recuerdo de su contenido, por el significado de su presencia en la mesa.
¿Por qué? ¿Por qué ahora, después de tantos años? ¿Con qué fin? ¿En qué estaba pensando Madeleine? Había atravesado Dillweed, había pasado por Abelard sin apenas fijarse. Se sentía mareado. Tenía que concentrarse en otra cosa, calmarse.
Concéntrate en adónde vas, en por qué vas. Trató de forzar su mente en la dirección de los mensajes, los poemas, el número diecinueve. Mellery pensando en el número diecinueve. Encontrándolo en la carta. ¿Cómo podía haberlo hecho? Era la segunda vez que Arybdis o Charybdis —o como fuera que se llamara— lograba algo imposible. Había ciertas diferencias entre los dos casos, pero el segundo era tan desconcertante como el primero.
La imagen de la caja en la mesita del café le desconcertaba sin piedad, así como el contenido de la caja: recordaba haberlo empaquetado hacía tanto tiempo… Los garabatos a lápiz de Danny. Oh, Dios. La hoja de cositas naranjas que Madeleine había insistido en que eran caléndulas. Y el gracioso dibujo que podría haber sido un globo verde o quizás un árbol o un chupa-chups. Oh, Jesús.
Antes de darse cuenta, estaba aparcando en la cuidada zona de estacionamiento de gravilla del instituto, sin que apenas hubiera registrado el recorrido en su conciencia. Miró a su alrededor, tratando de centrarse, batallando por colocar su mente en el mismo lugar que su cuerpo.
Poco a poco se relajó, sintiéndose casi adormilado, con la vacuidad que solía seguir a una emoción intensa. Miró su reloj. La cuestión es que había llegado justo a tiempo. Al parecer, esa parte de él funcionaba sin intervención consciente, como un sistema nervioso autónomo. Cerró el coche, preguntándose si el frío habría llevado al interior a los jugadores de rol, y enfiló el serpenteante camino que conducía a la casa. Como en su anterior visita, Mellery abrió la puerta antes de que él llamara.
Gurney entró para refugiarse del viento.
—¿Alguna novedad?
Mellery negó con la cabeza y cerró la antigua y pesada puerta, pero no antes de que media docena de hojas secas se deslizaran al otro lado del umbral.
—Vamos al despacho —dijo—. Hay café, zumo…
—Un café está bien —dijo Gurney.
Una vez más eligieron los sillones de orejas situados junto al fuego. En la mesa baja que había entre ellos se hallaba un gran sobre de papel Manila. Haciendo un gesto hacia él, Mellery dijo:
—Fotocopias de los mensajes escritos y una grabación de la llamada. Ahí lo tienes todo.
Gurney cogió el sobre y se lo colocó en el regazo.
Mellery lo miró con expectación.
—Deberías ir a la Policía —dijo Gurney.
—Ya hemos discutido eso antes.
—Hemos de volver a hacerlo.
Mellery cerró los ojos y se masajeó la frente como si le doliera. Cuando abrió de nuevo los ojos, parecía haber tomado una decisión.
—Ven a mi conferencia esta mañana. Es la única forma de que lo entiendas. —Habló rápidamente como para desalentar cualquier objeción—. Lo que ocurre aquí es muy sutil, muy frágil. Enseñamos a nuestros huéspedes qué es la conciencia, la paz, la claridad. Ganarnos su confianza es fundamental. Los estamos exponiendo a algo que puede cambiar sus vidas. Pero es como escribir en el cielo. En un cielo en calma es legible, pero a la que haya un poco de viento se vuelve un galimatías. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
—No estoy seguro.
—Tú ven a la conferencia —le rogó Mellery.
Eran exactamente las 10.00 cuando Gurney siguió a Mellery a una gran sala situada en la planta baja del edificio principal. Parecía la sala de estar de un caro hotel rural. Había una docena de sillones y media docena de sofás orientados hacia una gran chimenea. La mayoría de los veinte asistentes ya estaban sentados. Unos pocos se entretuvieron en un aparador en el que había una cafetera de plata y una bandeja con croissants.
Mellery caminó con aire desenvuelto hasta un lugar situado delante de la chimenea y se encaró a su público. Los que estaban junto al aparador se apresuraron a ocupar sus asientos y todos se sumieron en un silencio expectante. Mellery señaló a Gurney un sillón situado junto a la chimenea.
—Os presento a David —anunció Mellery, que sonrió en dirección a Gurney—. Quiere saber más sobre lo que hacemos, de modo que le he invitado a sentarse con nosotros en nuestra reunión matinal.
Varias voces ofrecieron amables saludos, y todas las caras exhibieron sonrisas, la mayoría de las cuales parecían auténticas. Él captó la mirada de la mujer de aspecto frágil que lo había abordado de manera obscena el día anterior. Parecía recatada e incluso se ruborizó un poco.
—Los roles que han dominado nuestras vidas —empezó Mellery sin más preámbulo— son aquellos en los que no reparamos. Las necesidades que nos arrastran de un modo más implacable son aquellas de las que somos menos conscientes. Para ser felices y libres hemos de ver los roles que desempeñamos por lo que son, y sacar a la luz del día nuestras necesidades ocultas.
Estaba hablando de un modo calmado y directo que captaba por completo la atención de su público.
—El primer escollo en nuestra búsqueda es el de suponer que ya nos conocemos, que conocemos nuestros motivos, que sabemos por qué nos sentimos de este modo frente a las circunstancias y la gente que nos rodea. Para poder progresar, necesitaremos tener una mente más abierta. Para descubrir la verdad en mí mismo, debo dejar de insistir en que ya la conozco. Nunca quitaré la roca de mi camino si no logro verla tal y como es.
Justo cuando Gurney estaba pensando que esta última observación estaba expandiendo la niebla New Age, la voz de Mellery se alzó con brusquedad.
—¿Sabéis cuál es esa roca? Esa roca es la imagen que tenemos de nosotros mismos, de quien creemos que somos. La persona que creo que soy mantiene encerrada a la persona que soy en realidad, sin luz ni comida ni amigos. La persona que creo que soy ha estado tratando de asesinar a la persona que soy en realidad desde el nacimiento de ambas.
Mellery hizo una pausa, aparentemente sobrecogido por una emoción desesperada. Miró a su público, y ellos apenas parecían respirar. Cuando reanudó el discurso, su voz había bajado a un tono de conversación, pero todavía estaba cargado de sentimiento.
—La persona que creo que soy está aterrorizada de la persona que soy en realidad, aterrorizada de lo que los demás puedan pensar de esa persona. ¿Qué me harían si supieran qué clase de persona soy realmente? ¡Es mejor estar a salvo! ¡Es mejor esconder la persona real, matar de hambre a la persona real, enterrar a la persona real!
De nuevo hizo una pausa y dejó que el fuego errático de su mirada remitiera.
—¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo nos convertimos en ese conjunto de gemelos disfuncionales: la persona inventada en nuestra cabeza y la persona real encerrada y agonizante? Creo que empieza muy pronto. Sé que en mi propio caso los gemelos estaban bien establecidos, cada uno en su propio lugar inquieto, cuando tenía nueve años. Os contaré una historia y pido disculpas a aquellos que ya me la han oído contar.
Gurney echó un vistazo por la sala, notando entre los rostros atentos unas cuantas sonrisas de reconocimiento. La perspectiva de escuchar una de las historias de Mellery por segunda o tercera vez, lejos de aburrir o molestar a nadie, sólo parecía incrementar su anticipación. Era como la respuesta de un niño pequeño a la promesa de que iban a volver a explicarle su cuento favorito.
—Un día, cuando me iba a la escuela, mi madre me dio un billete de veinte dólares para que hiciera unas compras al volver a casa por la tarde: una botella de leche y una barra de pan. Cuando salí de la escuela a las tres, me detuve en un pequeño puesto que había junto al patio de la escuela y me compré una Coca-Cola antes de ir al colmado. Era un lugar al que iban algunos de los chicos después de clase. Puse el billete de veinte dólares sobre el mostrador para pagar la Coca-Cola, pero antes de que el hombre del mostrador lo cogiera para darme el cambio, uno de los otros chicos se acercó y lo vio: «Eh, Mellery, ¿de dónde has sacado los veinte pavos?», dijo. Bueno, resulta que el chico era el más fuerte de cuarto, que era el curso en el que estaba. Yo tenía nueve años, y él, once. Había repetido dos veces y daba miedo, no era alguien con el que debería salir o hablar siquiera. Se metía en un montón de peleas, y contaban que se colaba en casas ajenas para robar. Cuando me preguntó de dónde había sacado el dinero, iba a decirle que me lo había dado mi madre para comprar leche y pan, pero temía que se burlara de mí, que me llamara niño de mamá, y quise decir algo que lo impresionara, así que dije que lo había robado. Me miró con interés, lo cual me hizo sentir bien. Entonces me preguntó a quién se lo había robado, y le dije lo primero que se me ocurrió. Le dije que se lo había robado a mi madre. Él asintió, sonrió y se alejó. Bueno, yo me sentí aliviado e incómodo al mismo tiempo. Al día siguiente, me había olvidado. Pero al cabo de una semana, se me acercó en el patio y me dijo: «Eh, Mellery, ¿has robado más dinero a tu madre?». Le dije que no. Y él me contestó: «¿Por qué no le robas otros veinte pavos?». Yo no sabía qué decir, me limité a mirarlo. Entonces él puso una sonrisa que daba miedo y me soltó: «Róbale veinte dólares y dámelos, o le contaré a tu madre que le robaste veinte dólares la semana pasada». Sentí que se me helaba la sangre.
—Dios mío —dijo una mujer con cara de caballo que estaba en un sillón color borgoña, al otro lado de la chimenea, mientras otros murmullos de empática rabia hacían eco en la sala.
—¡Qué capullo! —gruñó un hombre corpulento con mirada asesina.
—Sentí pánico. Imaginaba que acudía a mi madre y le contaba que le había robado veinte dólares. Lo absurdo de aquello (lo improbable que era que ese pequeño gánster se acercara a mi madre) nunca se me ocurrió. Mi mente estaba demasiado sobrecargada de miedo, miedo a que se lo contara y miedo a que mi madre lo creyera. No tenía ninguna confianza en la verdad. Así pues, en este estado de pánico irreflexivo, tomé la peor decisión posible. Robé veinte dólares del bolso de mi madre esa noche y se los di a él al día siguiente. Por supuesto, la semana siguiente me volvió a pedir lo mismo. Y también la siguiente. Y así sucesivamente durante seis semanas, hasta que por fin mi padre me pilló in fraganti mientras cerraba el cajón de arriba de la cómoda de mi madre con un billete de veinte dólares en la mano. Confesé. Les conté a mis padres toda la historia horrible y vergonzosa. Pero la cosa empeoró. Llamaron a nuestro pastor, monseñor Reardon, y me llevaron a la rectoría de la iglesia para que volviera a contar la historia. La noche siguiente, el pastor nos hizo acudir otra vez para que nos reuniéramos con el pequeño chantajista y con sus padres, y volver a contar la historia. Ni siquiera eso fue el final. Mis padres me dejaron sin paga semanal durante un año para que les devolviera el dinero que había robado. Cambió la forma en que me veían. El chantajista inventó una versión de los hechos para contársela a todo el mundo en la escuela. Tal historia lo dejaba a él como a una especie de Robin Hood, y a mí, como una rata chivata. Y de cuando en cuando, me hacía una mueca gélida que sugería que algún día podría empujarme desde el tejado de un bloque de pisos.
Mellery se detuvo en su relato y se masajeó la cara con las palmas de las manos, como si soltara los músculos que habían estado tensos por el recuerdo.
El hombre fornido negó con la cabeza sombríamente y repitió:
—¡Qué capullo!
—Eso era exactamente lo que pensé —dijo Mellery—. ¡Qué capullo manipulador! Cuando me acordaba de ese lío, mi siguiente idea era siempre: «¡Qué capullo!». Era todo lo que podía pensar.
—Tenías razón —dijo el hombre fornido con una voz que sonaba acostumbrada a que lo escucharan—. Eso es exactamente lo que era.
—Eso es exactamente lo que era —coincidió Mellery, aumentando la intensidad—, exactamente lo que era. Pero yo nunca pasé de lo que él era para preguntarme qué era yo. Era tan obvio lo que era él que nunca me pregunté lo que era yo. ¿Quién diantre era aquel niño de nueve años y por qué hizo lo que hizo? No basta con decir que estaba asustado. ¿Asustado de qué, exactamente? ¿Y quién se creía que era?
Gurney se sorprendió al descubrirse atrapado por el relato. Mellery había captado su atención por completo, como la del resto de los presentes en la sala. Había pasado de ser un observador a ser un participante en esta repentina búsqueda de sentido, motivo, identidad. Mellery había empezado a pasearse por delante del enorme hogar mientras hablaba, como si lo impulsaran recuerdos y preguntas que no lo dejaban tranquilo. Las palabras salieron trastabillando de su boca.
—Cuando pensaba en ese chico (en mí a la edad de nueve años), pensaba en él como una víctima, una víctima de chantaje, una víctima de su propio deseo inocente de amor, admiración, aceptación. Lo único que quería era caerle bien al chico grande. Era una víctima de un mundo cruel. Pobre niño, pobre ovejita en las fauces de un tigre.
Mellery dejó de pasear y se volvió para mirar a su público. Ahora habló con voz suave.
—Pero ese niño era también algo más. Era un mentiroso y un ladrón.
El público estaba dividido entre los que parecían querer protestar y los que asentían con la cabeza.
—Mintió cuando le preguntaron de dónde había sacado los veinte dólares. Aseguró que era un ladrón para impresionar a alguien al que suponía un ladrón. Luego, enfrentado a la amenaza de que lo acusaran de ladrón ante su madre, se convirtió en un ladrón real antes de que ella pensara que lo era. Lo que más le preocupaba era controlar lo que la gente pensaba de él. En comparación con lo que pensaban los demás, no le importaba mucho si era un mentiroso o un ladrón, ni qué efecto tendría su conducta en la gente a la que mentía o robaba. Dejad que lo exprese de este modo. No le importaba lo suficiente para impedir que mintiera o robara. Sólo le importaba lo suficiente para corroerle como ácido su autoestima cuando mentía y robaba. Únicamente le importaba lo suficiente para hacer que se odiara a sí mismo y deseara estar muerto.
Mellery se quedó unos segundos en silencio para dejar que sus comentarios calaran y luego continuó.
—Esto es lo que quiero que hagáis. Elaborad una lista de gente a la que no soportáis, de gente con la que estáis enfadados, de gente que os ha hecho daño, y preguntaos: «¿Cómo me metí en esa situación? ¿Cómo me metí en esa relación? ¿Cuáles eran mis motivos? ¿Qué le habrían parecido mis acciones en la situación a un observador imparcial?». No os concentréis, repito, no os concentréis en las cosas terribles que hizo la otra persona. No estamos buscando a alguien a quien culpar. Eso lo hemos hecho toda la vida y no nos ha llevado a ninguna parte. Lo único que logramos fue una lista larga e inútil de gente a la que culpar por todo lo que nos fue mal. La verdadera pregunta, la única pregunta que importa es: «¿Dónde estaba yo en todo esto? ¿Cómo abrí la puerta que daba a la habitación?». Cuando tenía nueve años abrí la puerta a mentir para ganar admiración. ¿Cómo abristeis vosotros la puerta?
La mujer pequeña que había insultado a Gurney estaba cada vez más desconcertada. Levantó la mano con incertidumbre y preguntó.
—¿No ocurre en ocasiones que una persona mala hace algo terrible a una persona inocente, entra en su casa y roba, por ejemplo? Eso no sería culpa de la persona inocente, ¿no?
Mellery sonrió.
—Les ocurren cosas malas a buenas personas. Pero esas buenas personas no se pasan el resto de sus vidas sintiendo rabia y reproduciendo una y otra vez su resentida cinta de vídeo del robo. Las confrontaciones personales que más nos inquietan, aquellas de las que no podemos desprendernos, son en las que desempeñamos un papel que no estamos dispuestos a reconocer. Por eso el dolor dura, porque nos negamos a mirar su fuente. No podemos separarnos, porque nos negamos a mirar al punto de vinculación.
Mellery cerró los ojos, al parecer reuniendo fuerzas para continuar.
—El peor dolor en nuestras vidas procede de los errores que nos negamos a reconocer: cosas que hemos hecho que están tan en desarmonía con quienes somos que no podemos contemplarlas. Nos convertimos en dos personas en una sola piel, dos personas que no se soportan. El mentiroso y la persona que desprecia a los mentirosos. El ladrón y la persona que desprecia a los ladrones. No hay dolor como el dolor de esa batalla, que arde bajo el nivel de conciencia. Salimos corriendo para huir, pero corre con nosotros. Allá adonde vayamos, la batalla nos acompaña.
Mellery caminó adelante y atrás por delante de la chimenea.
—Haced lo que os he dicho. Confeccionad una lista de personas a las que culpáis por los problemas de vuestra vida. Cuanto más enfadados estéis con ellos, mejor. Anotad sus nombres. Cuanto más convencidos estéis de vuestra propia inocencia, mejor. Anotad lo que hicieron y cómo os hirieron. Luego preguntaos cómo abristeis la puerta. Si vuestra primera idea es que este ejercicio no tiene sentido, preguntaos por qué estáis tan ansiosos de rechazarlo. Recordad que no se trata de absolver a otras personas de sus culpas. No tenéis poder para absolverlas. La absolución corresponde a Dios, no a vosotros. Vuestra tarea se reduce a una pregunta: «¿Cómo abrí la puerta?».
Hizo una pausa y miró por la sala, para establecer contacto visual con el máximo posible de huéspedes.
—¿Cómo abrí yo la puerta? La felicidad para el resto de vuestras vidas depende de lo honradamente que respondáis esta pregunta.
Se detuvo, en apariencia exhausto, y anunció una pausa «para tomar café, té, el aire, ir al lavabo, etcétera». Cuando la gente se levantó de los sofás y sillones y fue saliendo, Mellery miró inquisitivamente a Gurney, que permaneció sentado.
—¿Ha ayudado algo? —preguntó.
—Ha sido impresionante.
—¿En qué sentido?
—Eres un orador excepcional.
Mellery asintió, de un modo ni modesto ni inmodesto.
—¿Has visto lo frágil que es todo esto?
—¿Te refieres a la relación de comunicación que estableces con tus huéspedes?
—Supongo que «relación de comunicación» es una expresión tan buena como otra cualquiera, siempre y cuando te refieras a una combinación de confianza, identificación, conexión, apertura, fe, esperanza y amor; y siempre y cuando entiendas lo delicadas que son estas flores, sobre todo cuando empiezan a abrirse.
Gurney estaba pasándolo mal tomando una decisión sobre Mark Mellery. Si el tipo era un charlatán, era el mejor con el que se había encontrado.
Mellery levantó una mano y llamó a una mujer joven que estaba junto a la cafetera.
—Ah, Keira, ¿puedes hacerme un favor enorme y llamar a Justin?
—¡Por supuesto! —dijo ella sin vacilar, hizo una pirueta y partió en su búsqueda.
—¿Quién es Justin? —preguntó Gurney.
—Un joven sin el que cada vez soy más incapaz de estar. En un principio llegó aquí como huésped cuando tenía veintiún años, es el más joven que admitimos. Volvió tres veces, y la tercera vez ya no se fue.
—¿Qué hace?
—Supongo que podrías decir que hace lo mismo que yo.
Gurney miró a Mellery con expresión socarrona.
—Justin, desde su primera visita aquí, estaba en la longitud de onda correcta, siempre entendía lo que se estaba diciendo, los matices, todo. Es un joven perspicaz, contribuye de manera asombrosa en todo lo que hacemos. El mensaje del instituto estaba hecho para él, y él estaba hecho para el mensaje. Tiene futuro con nosotros, si quiere.
—Mark Jr. —dijo Gurney, más para sí mismo que otra cosa.
—¿Disculpa?
—Suena al hijo ideal. Absorbe y aprecia todo lo que ofreces.
Un joven de aspecto delgado e inteligente entró en la sala y se dirigió hacia ellos.
—Justin, quiero presentarte a un viejo amigo, Dave Gurney.
El joven extendió la mano con una combinación de afectuosidad y timidez.
Después de estrecharse las manos, Mellery llevó a Justin a un lado y habló con él en voz baja.
—Quiero que te ocupes del siguiente tramo de media hora, dales varios ejemplos de dicotomías internas.
—Encantado —dijo el joven.
Gurney esperó hasta que Justin fue al aparador a buscar café, y luego le dijo a Mellery.
—Si tienes tiempo, hay una llamada que me gustaría que hagas antes de que me vaya.
—Volvamos a la casa.
Estaba claro que Mellery quería poner distancia entre sus huéspedes y cualquier cosa que pudiera estar relacionada con sus dificultades presentes.
Por el camino, Gurney le dijo que quería que llamara a Gregory Dermott y le pidiera más detalles sobre la historia y seguridad de su apartado postal, así como sobre cualquier recuerdo adicional que pudiera tener en relación con el cheque de 289,87 dólares, extendido a nombre de X. Arybdis, que había devuelto. En concreto, ¿había alguien más en la empresa de Dermott autorizado a abrir el correo? ¿La llave estaba siempre en su posesión? ¿Había una segunda llave? ¿Cuánto tiempo llevaba alquilando ese apartado? ¿Alguna vez había recibido un cheque por error? ¿Los nombres de Arybdis o Charybdis, o de Mark Mellery, tenían algún significado para él? ¿Alguien le había dicho alguna vez algo sobre el Instituto de Renovación Espiritual?
Al ver que Mellery estaba empezando a parecer sobrecargado, Gurney sacó una ficha del bolsillo y se la entregó.
—Las preguntas están todas aquí. Puede que el señor Dermott no tenga ganas de responderlas, pero merece la pena intentarlo.
Mientras caminaban, entre lechos de flores marchitas, Mellery parecía hundirse cada vez más en sus preocupaciones. Cuando alcanzaron el patio que había detrás de la casa elegante, se detuvo y habló en el tono bajo de quien teme que lo escuchen.
—No dormí nada anoche. Esa cuestión del «diecinueve» ha estado volviéndome completamente loco.
—¿No se te ha ocurrido ninguna relación? ¿Ningún posible significado?
—Nada. Tonterías. Un terapeuta me dio una vez un cuestionario de veinte preguntas para descubrir si tenía problemas con la bebida y puntué diecinueve. Mi primera mujer tenía diecinueve años cuando nos casamos. Cosas así: asociaciones aleatorias, nada que nadie pudiera predecir qué pensaría, por muy bien que me conociera.
—Sin embargo, alguien lo hizo.
—¡Eso es lo que me está volviendo loco! Mira los hechos. Dejan un sobre cerrado para mí en mi buzón. Recibo una llamada telefónica en la que se me dice que está ahí y que piense en el número que quiera. Pienso en el diecinueve. Voy al buzón a coger el sobre y la carta del sobre menciona el número diecinueve. Exactamente el número en el que he pensado. Podía haber sido el 71.951. Pero pensé en el diecinueve, y ése era el número que salía en la carta. Dices que las experiencias extrasensoriales son una chorrada, pero ¿cómo puedes explicarlo de otro modo?
Gurney replicó en un tono tan calmado como agitado era el de Mellery.
—Se nos escapa algo. Estamos mirando el problema de un modo que nos está haciendo formular la pregunta equivocada.
—¿Cuál es la pregunta correcta?
—Cuando lo descubra, serás el primero en saberlo. Pero te garantizo que no tendrá nada que ver con las experiencias extrasensoriales.
Mellery negó con la cabeza; el gesto recordaba más un temblor que una forma de expresión. Luego miró atrás, a su casa y al patio en el que estaba. Su mirada inexpresiva decía que no estaba seguro de cómo habían llegado allí.
—¿Podemos entrar? —sugirió Gurney.
Mellery volvió a concentrarse y dio la sensación de que recordaba algo.
—Se me había olvidado (lo siento) que Caddy está en casa esta tarde. No puedo… O sea, sería mejor que…, lo que quiero decir es que no podré hacer ahora mismo la llamada a Dermott. Tendré que hacerla sobre la marcha.
—Pero ¿la harás hoy?
—Sí, sí, por supuesto. Sólo he de buscar el momento adecuado. Te llamaré en cuanto hable con él.
Gurney asintió, mirando en los ojos de su antiguo compañero, viendo en ellos el temor que provoca una vida que se derrumba.
—Una pregunta antes de irme. He oído que le pedías a Justin que hablara de dicotomías internas y me estaba preguntando a qué te referías.
—No te has perdido gran cosa —dijo Mellery torciendo un poco el gesto—. Dicotomía se refiere a una división, una dualidad con algo. Lo uso para describir los conflictos internos.
—¿Como el doctor Jekill y Mr. Hyde?
—Sí, pero va más allá. Los seres humanos estamos cargados de conflictos internos. Forman nuestras relaciones, crean nuestras frustraciones, arruinan nuestras vidas.
—Dame un ejemplo.
—Puedo darte un centenar. El conflicto más simple es el conflicto entre la forma en que nos vemos nosotros mismos y la forma en que nos ven los demás. Por ejemplo, si estamos discutiendo y tú me gritas, vería la causa en tu incapacidad de controlar tu temperamento. En cambio, si yo te grito a ti, no veré la causa en mi temperamento, sino en tu provocación, algo en ti frente a lo cual mi grito es una respuesta apropiada.
—Interesante.
—Parece que tendemos a creer que mi situación causa mis problemas y, en cambio, es tu personalidad la que causa los tuyos. Esto crea problemas. Mi deseo de tenerlo todo a mi manera parece tener sentido, mientras que tu deseo de tenerlo todo a tu manera parece infantil. Un mejor día sería uno en el que yo me sienta bien y tú te comportes mejor. La forma en que veo las cosas es la forma en que son. La forma en que las ves tú está sesgada por tus planes.
—Ya lo entiendo.
—Esto es sólo el principio, apenas araña la superficie. La mente es una masa de contradicciones y conflictos. Mentimos para conseguir que otros confíen en nosotros. Escondemos nuestro verdadero ser en una persecución de la intimidad. Perseguimos la felicidad de formas que nos alejan de ella. Cuando nos equivocamos, luchamos a brazo partido por demostrar que tenemos razón.
Absorto en el contenido de su programa, Mellery hablaba con brío y elocuencia. Incluso en medio de su presente tensión, tenía el poder de concentrarse.
—Tengo la impresión —dijo Gurney— de que estás hablando de una fuente de dolor personal, no sólo de la condición humana en general.
Mellery asintió lentamente.
—No hay dolor peor que tener a dos personas viviendo en un cuerpo.