13

Aunque era mediodía, las nubes cada vez más gruesas daban al valle la sensación de un anochecer de invierno. Gurney puso en marcha la calefacción del coche porque tenía las manos heladas. Cada año las articulaciones de sus dedos se le estaban poniendo más sensibles, lo que le recordaba la artritis de su padre. Las flexionó abriéndolas y cerrándolas sobre el volante.

«Un gesto idéntico».

Recordaba haberle preguntado en una ocasión a ese hombre taciturno e inalcanzable si le dolían los nudillos hinchados.

—Es sólo la edad, no hay nada que hacer —le había contestado su padre, en un tono que desalentaba la discusión.

Su mente vagó de nuevo hacia Caddy. ¿Por qué Mellery no le había hablado de su nueva esposa? ¿No quería que hablara con ella? Y si no había mencionado que estaba casado, ¿qué más podría haber omitido?

Y entonces, por una oscura asociación mental, se preguntó por qué la sangre era roja como una rosa pintada. Trató de recordar el texto completo del tercer poema: «No hice lo que hice / por gusto ni dinero, / sino por unas deudas / pendientes de saldar. / Por sangre que es tan roja / como rosa pintada. / Para que todos sepan: / lo que siembran, cosechan».

Una rosa era un símbolo del color rojo. ¿Qué añadía al llamarla «rosa pintada»? ¿Se suponía que eso tenía que hacerla sonar más roja? ¿O más parecida a la sangre?

La ansiedad de Gurney para llegar a casa se intensificó por el hambre. Era media tarde, y lo único que había tomado en todo el día era el café de la mañana en Abelard.

A Madeleine, pasar demasiado tiempo sin comer le hacía sentir náuseas; a él lo volvía más sentencioso, un estado mental difícil de reconocer en uno mismo. Gurney había descubierto algunos barómetros para calibrar su humor, y uno de ellos estaba localizado en el lado occidental de la carretera, a las afueras de Walnut Crossing. La Camel’s Hump era una galería de arte que presentaba el trabajo de pintores, escultores y otros espíritus creativos locales. Su función barométrica era simple. Una mirada a la ventana le producía, cuando estaba de buen humor, una apreciación de la excentricidad de sus vecinos artísticos; cuando estaba de mal humor le daba una comprensión nítida de su vacuidad. Aquél era un día de vacuidad: una advertencia justa al girar por la carretera que iba a llevarlo hacia el hogar y la esposa, un motivo para pensárselo dos veces antes de expresar opiniones fuertes.

Las señales de la nevada de la mañana, desaparecidas hacía mucho de la autopista del condado y las partes bajas del valle, estaban presentes en parches de nieve dispersos a lo largo del camino de tierra que se elevaba a través de una depresión en las colinas y terminaba en el granero y el prado de Gurney. Las franjas de nubes daban al prado una sensación monótona e invernal. Vio con una chispa de irritación que habían conducido el tractor desde el granero y lo habían aparcado junto al cobertizo que albergaba sus accesorios: la segadora, el perforador, el quitanieves. La puerta del cobertizo había quedado abierta, señalando de manera irritante el trabajo por hacer.

David entró en la casa por la puerta de la cocina. Madeleine estaba sentada junto a la chimenea en el otro extremo de la sala. La bandeja en la mesita de café —con su corazón de manzana, cabos y semillas de uvas, cáscara de queso cheddar y migas de pan— sugería que acababa de consumir un agradable almuerzo. Aquello le recordó el hambre que tenía. Madeleine levantó la mirada del libro, le ofreció una sonrisita.

David fue al lavabo y dejó correr el agua hasta que la temperatura descendió al nivel gélido que a él le gustaba. Era consciente de una sensación de transgresión —un desafío a la opinión de Madeleine de que beber agua demasiado fría no era bueno—, seguida por otra de vergüenza, al darse cuenta de que podía ser lo bastante mezquino, hostil e infantil para saborear un combate tan delirante. Tenía la urgencia de cambiar de tema, hasta que reparó en que no había ningún tema que cambiar. Habló de todos modos.

—Veo que has llevado el tractor hasta el cobertizo.

—Quería ponerle el quitanieves.

—¿Hubo algún problema?

—Pensaba que sería mejor tenerlo colocado antes de que hubiera una tormenta de nieve de verdad.

—Me refería a cuál es el problema de colocarlo.

—Es pesado. Pensaba que, si esperaba, podrías ayudarme.

Él asintió de un modo ambiguo, pensando: «Ya estás otra vez presionándome para hacer un trabajo que has empezado tú, aunque sabías que yo tendré que acabarlo». Consciente de los peligros de su humor, pensó que lo más sensato sería no decir nada. Llenó el vaso con agua muy fría del grifo y se la bebió despacio.

Mirando a su libro, Madeleine dijo:

—Ha llamado esa mujer de Ithaca.

—¿Mujer de Ithaca?

Ella no hizo caso de la pregunta.

—¿Te refieres a Sonya Reynolds? —preguntó David.

—Exacto. —Su voz era tan aparentemente desinteresada como la de él.

—¿Qué quería? —preguntó.

—Buena pregunta.

—¿Qué quiere decir «buena pregunta»?

—Quiero decir que no especificó qué quería. Dijo que podías llamarla a cualquier hora antes de medianoche.

David detectó una pulla clara en la última palabra.

—¿Ha dejado un número?

—Aparentemente cree que ya lo tienes.

David volvió a llenarse el vaso con agua helada y se la bebió, deteniéndose a reflexionar entre trago y trago. La situación de Sonya era emocionalmente problemática, pero no veía forma de tratar con eso, a no ser que fuera abandonando el proyecto de arte de los retratos policiales que formaba la base de su relación con la galería, y no estaba dispuesto a hacerlo.

Tomando cierta distancia de estas extrañas conversaciones con Madeleine, descubrió que su propia incomodidad y su falta de confianza eran desconcertantes. No dejaba de ser curioso que un hombre tan profundamente racional como él se enredara tan sin remedio, que fuera tan emocionalmente frágil. Sabía de sus cientos de entrevistas con sospechosos de crímenes que los sentimientos de culpa siempre subyacen en esa clase de enredos, en esa clase de confusión. Pero la verdad era que no había hecho nada de lo que sentirse culpable.

«Nada de lo que sentirse culpable». Ahí radicaba el problema, en lo absoluto de esa afirmación. Quizá no había hecho nada recientemente por lo que sentirse culpable —nada sustancial, nada que se le ocurriera de inmediato—, pero si el contexto se extendía a quince años, su declaración de inocencia sonaría dolorosamente falsa.

Dejó el vaso de agua en el fregadero, se secó las manos, caminó hasta la puerta cristalera y miró al mundo gris. Un mundo entre el otoño y el invierno. La nieve fina volaba como arena en el patio. Si alargaba la vista a los últimos quince años, difícilmente podría alegar inocencia, porque tendría que recordar el accidente. Como si se apretara una herida para juzgar el estado de la infección, se obligó a sustituir la expresión «el accidente» por las palabras específicas que tanto le costaba pronunciar:

«La muerte de nuestro hijo de cuatro años».

Dijo las palabras en voz muy baja, para sus adentros, poco más que un susurro. La voz en sus propios oídos sonó erosionada y hueca, como la voz de otra persona.

No podía soportar los pensamientos y las sensaciones que acompañaban a esas palabras. Trató de apartarlas aferrándose a la siguiente distracción.

Tras aclararse la garganta y volverse desde la puerta cristalera hacia Madeleine, que estaba al otro lado de la sala, dijo con un exceso de entusiasmo.

—¿Y si nos ocupamos del tractor antes de que oscurezca?

Madeleine levantó la mirada de su libro. Si aquella alegría artificial de su tono le había sonado inquietante o reveladora, no lo dejó entrever.

Montar la pala quitanieves supuso una hora de resoplar, dar golpes, tirar, engrasar y ajustar, después de lo cual Gurney continuó hasta pasar una segunda hora partiendo troncos para la pila de leña mientras Madeleine preparaba una cena de sopa de calabaza y costillas de cerdo a la brasa con zumo de manzana. Luego hicieron fuego, se sentaron uno al lado del otro en el sofá en la acogedora sala de estar contigua a la cocina y se dejaron llevar a la clase de serenidad somnolienta que sigue al trabajo duro y la buena comida.

Ansiaba creer que estos pequeños oasis de paz presagiaban un retorno a la relación que habían tenido, que las evasiones emocionales y colisiones de años recientes eran, en cierto modo temporales, pero era una creencia que le costaba sostener. En ese mismo momento, esa esperanza frágil estaba siendo suplantada, trozo a trozo, momento a momento, por la clase de ideas en las que su mente de detective se concentraba con mayor comodidad: ideas sobre la prevista llamada telefónica de Charybdis y la tecnología de teleconferencias que le permitiría escuchar.

—Es una noche perfecta para hacer fuego —dijo Madeleine, que se apoyó suavemente en él.

David sonrió y trató de volver a concentrarse en las llamas naranjas y en la calidez simple y suave del brazo de su esposa. El cabello de Madeleine tenía un olor maravilloso, y David tuvo la fantasía pasajera de que podía perderse en él para siempre.

—Sí —respondió—. Perfecto.

Cerró los ojos, deseando que la bondad del momento contrarrestara esas energías mentales que siempre lo conducían a resolver enigmas. Para Gurney, lograr incluso una pequeña satisfacción era irónicamente una lucha. Envidiaba el apego entusiasta de Madeleine por el instante fugaz y el placer que encontraba en ello. Para él, vivir el momento siempre era nadar contracorriente: su mente analítica prefería de un modo natural los reinos de la probabilidad y la posibilidad.

Se preguntaba si era una forma de escape heredada o aprendida. Probablemente ambas cosas se reforzaban entre sí. Posiblemente…

¡Dios santo!

Se sorprendió a sí mismo en el acto absurdo de analizar su propensión al análisis. Otra vez se arrepintió y trató de estar presente en la sala. «Que Dios me ayude a estar aquí», se dijo, aunque tenía poca fe en la plegaria. Esperaba que no lo hubiera dicho en voz alta.

Sonó el teléfono. Lo sintió como una moratoria, un permiso para darse un respiro de la batalla.

Se levantó del sofá y fue al estudio a responder.

—Davey, soy Mark.

—¿Sí?

—He estado hablando con Caddy. Me ha dicho que se ha encontrado contigo hoy, en el jardín de meditación.

—Sí.

—Ah…, bueno…, la cuestión es… Me siento avergonzado, ¿sabes?, por no habértela presentado. —Hizo una pausa, como si esperara respuesta, pero Gurney no dijo nada.

—¿Dave?

—Estoy aquí.

—Bueno…, en fin, quería pedirte disculpas por no presentarte. Ha sido irreflexivo por mi parte.

—No hay problema.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—No pareces contento.

—No estoy descontento, sólo un poco sorprendido de que no la mencionaras.

—Ah…, sí…, supongo que tenía tantas cosas en la cabeza que no se me ocurrió. ¿Sigues ahí?

—Estoy aquí.

—Tienes razón, debe parecer peculiar que no la mencionara. No se me ocurrió. —Hizo una pausa, luego añadió con una risa extraña—. Supongo que a un psicólogo le parecería interesante que alguien olvide mencionar que está casado.

—Mark, deja que te pregunte algo. ¿Me estás diciendo la verdad?

—¿Qué? ¿Por qué me preguntas esto?

—Me estás haciendo perder el tiempo.

Hubo un prolongado silencio.

—Mira —dijo Mellery con un suspiro—, es una larga historia. No quería involucrar a Caddy en este…, en este lío.

—¿De qué lío estamos hablando exactamente?

—Las amenazas, las insinuaciones.

—¿No sabe nada de las cartas?

—¿Para qué? Sólo se asustaría.

—Ha de conocer tu pasado. Está en tus libros.

—Hasta cierto punto. Pero estas amenazas son otra historia. Sólo quería ahorrarle la preocupación.

Eso le sonó casi plausible. Casi.

—¿Hay algún elemento en concreto de tu pasado que estés especialmente ansioso de ocultar a Caddy, a la Policía o a mí?

Esta vez la indecisión, antes de que Mellery dijera que no, contradecía de un modo tan evidente la negativa que Gurney se rio.

—¿Qué tiene tanta gracia?

—No sé si eres el peor mentiroso que he conocido, Mark, pero estás entre los elegidos.

Después de otro largo silencio, Mellery empezó a reír también: una risa suave, compungida, que sonó más como un sollozo ahogado. Dijo con voz desinflada:

—Cuando todo lo demás falla, es el momento de decir la verdad. La verdad es que, poco antes de que Caddy y yo nos casáramos, tuve una breve aventura con una mujer que se alojaba aquí. Pura locura por mi parte. Salió mal, como cualquier persona cuerda podría haber predicho.

—¿Y?

—Y eso fue todo. Sólo de pensarlo… Me recuerda a todo el ego subido, a la lujuria y al pésimo juicio de mi pasado.

—Quizá me estoy perdiendo algo —dijo Gurney—. ¿Qué tiene eso que ver con no decirme que estabas casado?

—Vas a pensar que estoy paranoico. Pero llegué a pensar que la aventura podría estar relacionada en cierto modo con este asunto de Charybdis. Temía que si sabías de Caddy, querrías hablar con ella, y… la última cosa en el mundo que quiero es que ella quede expuesta a lo que podría estar relacionado con mi ridícula e hipócrita aventura.

—Ya veo. Por cierto, ¿quién es el dueño del instituto?

—¿El dueño? ¿En qué sentido?

—¿Cuántos sentidos hay?

—En espíritu, yo soy el dueño del instituto. El programa está basado en mis libros y cintas.

—¿En espíritu?

—Legalmente, Caddy es la dueña de todo: de la propiedad inmobiliaria y de otros activos tangibles.

—Interesante. Así que tú eres el artista del trapecio, pero Caddy es la dueña del circo.

—Podrías decirlo así —replicó Mellery con frialdad—. Ahora he de colgar. Puedo recibir la llamada de Charybdis en cualquier momento.

Y la llamada llegó justo tres horas después.