10

Peony era una ciudad dos veces borrada de la historia que quería reflejar. Estaba al lado de Woodstock, y aspiraba al mismo pasado de camisetas teñidas y psicodelia de concierto de rock, aunque Woodstock, a su vez, nutría su propio sucedáneo de aura gracias a la asociación de su nombre con el concierto de neblina de marihuana que, en realidad, se había celebrado en una granja situada a ochenta kilómetros, en Bethel. La imagen de Peony era el producto de humo y espejos, y sobre estos cimientos quiméricos se habían alzado estructuras comerciales predecibles: librerías New Age, antros de tarotistas, emporios druídicos y Wicca, tiendas de tatuajes, espacios de performances artísticas, restaurantes vegetarianos. Constituía un centro de gravedad para niños del flower power que ya se acercaban a la senilidad, para pánfilos en viejas furgonetas Volkswagen y chiflados eclécticos vestidos con cualquier cosa, desde piel hasta plumas.

Por supuesto, entre todos estos elementos de extraño colorido había multitud de oportunidades intercaladas para que los turistas se gastaran el dinero: tiendas y comedores cuyos nombres y decoración eran sólo un poco extravagantes y cuyas tarifas estaban concebidas para visitantes con dinero a los que les gustaba imaginar que estaban explorando la vanguardia cultural.

La red de carreteras que irradiaba del distrito comercial de Peony llevaba al dinero. Los precios de las propiedades inmobiliarias se habían duplicado o triplicado después del 11-S, cuando los neoyorquinos de posibles y paranoia galopante quedaron cautivados por la fantasía de un santuario rural. Casas en las colinas que rodeaban el pueblo crecieron en tamaño y número, los Ford Bronco y los Chrevrolet Blazer dejaron paso a los Hummer y a los Land Rover, y quienes llegaban a pasar fines de semana en el campo iban vestidos con lo que Ralph Lauren les decía que llevaba la gente en el campo.

Cazadores, bomberos y maestros cedieron su lugar a abogados, banqueros de inversiones y mujeres de cierta edad cuyos acuerdos de divorcio financiaban sus actividades culturales, tratamientos cutáneos y participación en actividades de expansión mental con gurús de esto y lo otro. De hecho, Gurney sospechaba que el apetito de la población local por las soluciones a los problemas vitales basadas en gurús podría haber persuadido a Mark Mellery de establecer su negocio allí.

Salió de la autopista del condado justo antes del centro del pueblo, siguiendo sus instrucciones de Google Maps para llegar a Filchers Brook Road, que serpenteaba en su ascenso por una colina boscosa. Esto lo llevó en última instancia a un murete de pizarra autóctona de casi un metro veinte de altura situado al borde de la calle. El murete iba en paralelo a la calle, retirado unos tres metros, durante casi medio kilómetro y estaba tapado en parte por un macizo de asteres azul pálido. En medio de la extensión del pequeño muro había dos aberturas separadas unos quince metros, la entrada y la salida de un camino circular. Un discreto letrero de bronce fijado en la pared de la primera de estas aberturas rezaba: Instituto Mellery para la renovación espiritual.

Cuando dobló por el sendero de entrada pudo comprobar cuál era la estética del lugar. Allá donde miraba, Gurney tenía la impresión de perfección no planeada. Al lado del sendero de grava, las flores de otoño parecían crecer en azarosa libertad. Sin embargo, estaba seguro de que esta imagen despreocupada, no diferente de la de Mellery, recibía una cuidadosa atención. Como en muchas de las casas de ricos discretos, la nota entonada era de meticulosa informalidad, la naturaleza como debería ser, sin que quedara ninguna flor mustia sin podar. Siguiendo el sendero, Gurney llegó a la fachada de una gran mansión georgiana, tan bien cuidada como los jardines.

De pie delante de la casa había un hombre de aspecto altivo con barba pelirroja que lo miraba con interés. Gurney bajó la ventanilla y preguntó dónde se hallaba la zona de aparcamiento. El hombre respondió con acento británico de clase alta que tenía que seguir el camino hasta el final.

Desgraciadamente, éste condujo a Gurney a salir de nuevo a Filchers Brook Road por la otra abertura en el muro de piedra. Dio la vuelta para volver a entrar y siguió otra vez el camino hasta la fachada de la casa, donde el espigado inglés de nuevo lo miró con interés.

—El final del camino me llevó a la calle —dijo Gurney—. ¿No he entendido algo?

—¡Qué estúpido soy! —gritó el hombre con exagerado disgusto que entraba en conflicto con su porte natural—. Creo que lo sé todo, pero la mayor parte del tiempo me equivoco.

Gurney tenía el pálpito de que podría estar en presencia de un loco. También en ese punto se fijó en una segunda figura. A la sombra de un rododendro gigante, observándolos con intensidad, había un hombre bajo y fornido, con aspecto de que podría estar esperando para una prueba de Los Soprano.

—Ah —gritó el inglés, señalando con entusiasmo camino adelante—, allí tiene su respuesta. Sarah lo llevará bajo su ala protectora. ¡Es la persona adecuada para usted! —Dicho esto, con gran teatralidad, se volvió y se alejó, seguido a cierta distancia por el gánster de cómic.

Gurney siguió conduciendo hasta encontrarse con la mujer que estaba junto al sendero, con expresión solícita en su rostro regordete. Su voz exudaba empatía.

—Dios mío, Dios mío, lo hemos tenido conduciendo en círculos. No es una forma bonita de darle la bienvenida. —El nivel de preocupación en sus ojos era alarmante—. Deje que le aparque el coche, así podrá ir directo a la casa.

—No es necesario. ¿Podría decirme dónde está la zona de aparcamiento?

—¡Por supuesto! Usted sígame. Me aseguraré de que no se pierda esta vez. —Su tono hacía que la tarea pareciera de mayores proporciones de lo que uno podría imaginar.

La mujer le hizo una señal a Gurney para que la siguiera. Fue un ademán amplio, como si estuviera guiando una caravana. En la otra mano, a un costado, llevaba un paraguas cerrado. Su ritmo deliberado expresaba preocupación ante la posibilidad de que Gurney la perdiera de vista. Al llegar a un hueco entre los arbustos, se hizo a un lado, y señaló a Gurney un estrecho desvío del sendero que pasaba a través de los arbustos. Cuando Gurney llegó a su altura, ella extendió el paraguas hacia su ventana abierta.

—¡Cójalo! —gritó.

Gurney se detuvo, desconcertado.

—Ya sabe lo que dicen del clima de montaña —explicó ella.

—No me hará falta.

Gurney pasó junto a la mujer y accedió a la zona de aparcamiento, un lugar que parecía capaz de acomodar el doble de coches de los que había allí, que David cifró en dieciséis. El espacio rectangular estaba enclavado entre las ubicuas flores y arbustos. Una gran haya situada en un extremo separaba la zona de aparcamiento de un granero rojo de tres plantas, cuyo color era vívido bajo el sol inclinado.

Eligió un espacio entre dos gargantuescos monovolúmenes. Mientras estaba aparcando, reparó en una mujer que observaba el proceso desde detrás de un lecho de dalias. Al salir del coche, Gurney sonrió educadamente. Era una mujer primorosa como una violeta, de huesos pequeños y rasgos delicados, con un aspecto anticuado. Si fuera una actriz, pensó Gurney, sería una candidata natural para representar a Emily Dickinson en La bella de Armherst.

—Me preguntaba si podría decirme dónde puedo encontrar a Mark… —Pero la violeta lo interrumpió con su propia pregunta.

—¿Quién coño le ha dicho que puede aparcar aquí?