13

Había aterrizado en blando sobre mi propia falda, pero no estaba en condiciones de levantarme de nuevo. Parecía que todos los huesos de mis piernas se hubieran volatilizado, temblaba de arriba abajo y mis dientes castañeaban salvajemente.

—¡Levántate! —Gideon me tendió una mano. Había vuelto a colocarse la espada en el cinturón, y me estremecí al ver que tenía sangre pegada—. ¡Vamos, Gwendolyn! La gente empieza a mirar.

Ya hacía rato que se había hecho de noche, pero habíamos aterrizado bajo una farola en algún lugar del parque. Un corredor con cascos en las orejas nos dirigió una mirada de extrañeza al pasar.

—¿No te había dicho que te quedaras en el coche? —Como no reaccionaba, Gideon me sujetó el brazo y me estiró hacia arriba. Estaba pálido como un muerto—. Esto ha sido totalmente irresponsable y… terriblemente peligroso y… —Tragó saliva y me miró a los ojos—. Y, maldita sea, muy valiente por tu parte.

—Pensaba que se notaría al tocar las costillas —murmuré sin parar de castañear los dientes—. No pensaba que fuera una sensación… parecida a cuando cortas una tarta. ¿Cómo es que ese hombre no tenía huesos?

—Seguro que tenía —repuso Gideon—. Tuviste suerte y la hoja pasó entre ellos.

—¿Se morirá?

Gideon se encogió de hombros.

—Si fue un pinchazo limpio, no. Pero la cirugía del siglo XVIII no puede compararse precisamente con la de Anatomía de Grey.

¿Qué demonios significaba un pinchazo limpio?

¿Cómo podía ser limpio un pinchazo?

¿Qué había hecho? ¡Muy posiblemente acababa de matar a un hombre!

La idea casi hizo que volviera a desplomarme, per Gideon me sostuvo.

—Ven, tenemos que volver a Temple. Los otros estarán preocupados.

Por lo visto, sabía exactamente en qué lugar del parque nos encontrábamos, porque me arrastró con paso decidido camino abajo, pasando junto a dos mujeres que paseaban a sus perros y que nos miraron intrigadas.

—Por favor, deja de hacer ruido con los dientes. Es siniestro —imploró Gideon.

—Soy una asesina —murmuré yo.

—¿No has oído nunca la expresión «en defensa propia»? Te defendiste a ti misma, o, mejor dicho, a mí, para ser exactos.

Gideon esbozó una sonrisa, y en ese momento se me ocurrió que hacía solo una hora hubiera jurado que nunca sería capaz de reconocer algo así.

Y de hecho no lo era.

—No es que fuera necesario… —objetó.

—¡Ya lo creo que era necesario! ¿Cómo tienes el brazo? ¡Estás sangrando!

—No tiene importancia. El doctor White lo curará.

Durante un rato caminamos juntos sin decir nada. El aire fresco de la noche me sentó bien: poco a poco mi pulso se tranquilizó y mis dientes dejaron de castañetear.

—Me dio un vuelco el corazón cuando te vi ahí de pronto —confesó Gideon finalmente.

Me había soltado el brazo. Por lo visto, creía que ya estaba en condiciones de sostenerme sobre mis piernas sin su ayuda.

—¿Por qué no llevabas una pistola? —le espeté—. ¡El otro hombre tenía una!

—No una, sino dos —repuso Gideon.

—¿Y por qué no las utilizó?

—Lo hizo. Mató al pobre Wilbour y el disparo de la segunda pistola no me acertó por poco.

—Pero ¿por qué no volvió a disparar?

—¿A ti qué te parece? Pues porque cada pistola tiene un solo disparo —aclaró Gideon—. Las pequeñas y prácticas armas de fuego que conoces de las películas de James Bond aún no se habían inventado.

—¡Pero ahora sí que se han inventado! ¿Por qué te llevas al pasado una estúpida espada y no una pistola como Dios manda?

—No soy ningún asesino a sueldo —contestó Gideon.

—Pero esto es… quiero decir, ¿qué ventaja tiene, si no, venir del futuro? ¡Oh! ¡Pero si estamos aquí!

Habíamos ido a parar justo Apsley House, en Hyde Park Corner, donde paseantes nocturnos, corredores y propietarios de perros nos miraban con curiosidad.

—Cogeremos un taxi hasta Temple —dijo Gideon.

—¿Llevas dinero encima?

—¡Claro que no!

—Bueno, yo llevo el móvil —dije, y lo pesqué de mi escote.

—¡Ah, el «cofrecillo plateado»! ¡Ya me había imaginado algo así! Cabeza de… ¡trae aquí!

—¡Oye, que es mío!

—¿Y qué? ¿Conoces el número por casualidad?

Gideon ya estaba marcando.

—Perdóneme, querida. —Una señora mayor me estaba tirando de la manga—. No he podido resistirme a preguntárselo. ¿Es usted del teatro?

—Hummm…, sí —repuse.

—Ah, me lo figuraba. —La señora tenía dificultades para retener a su pachón, que tiraba de la correa hacia otro perro que se encontraba a pocos metros—. Tiene un aspecto tan maravillosamente auténtico… Eso solo pueden conseguirlo las figurinistas. ¿Sabe?, yo de joven también cosí mucho… ¡Polly, mala, no tires así!

—Enseguida vienen a recogernos —murmuró Gideon mientras me devolvía el móvil—. Iremos andando hasta la esquina de Piccadilly.

—¿Y dónde se puede admirar su obra? —preguntó la señora.

—Hummm… Por desgracia, esta noche era la última representación —repuse.

—Oh, qué lástima.

—Sí. Yo también lo siento.

Gideon me arrastró hacia delante.

—Adiós.

—No entiendo cómo pudieron encontrarnos esos hombres, ni quién pudo ordenar a Wilbour que nos llevara a Hyde Park. No había tiempo para preparar una emboscada.

Gideon caminaba murmurando entre dientes. Allí en la calle aún despertábamos más curiosidad que en el parque.

—¿Hablas conmigo? —le pregunté.

—Alguien sabía que estaríamos allí. Pero ¿cómo pudo enterarse?

—Wilbour… su ojo estaba…

De pronto tuve una imperiosa necesidad de vomitar.

—¿Qué estás haciendo?

Me entraron arcadas, pero no vomité.

—¡Gwendolyn, tenemos que llegar ahí abajo! Respira hondo y se te pasará.

Me quedé donde estaba. Aquello me superaba.

—¿Qué se me pasará? —Aunque en realidad tenía ganas de ponerme a chillar, me obligué a hablar despacio y claro—. ¿Pasará también el hecho de que acabo de matar a un hombre? ¿Pasará también que mi vida haya dado un giro de trecientos sesenta grados de la noche a la mañana? ¿Pasará también que un maldito engreído con el pelo largo y medias de seda que toca el violín no tenga otra cosa que hacer que darme órdenes sin parar aunque hace un momento haya salvado su asquerosa vida? Si me lo preguntas, ¡te diré que no me faltan motivos para vomitar! Y, por si te interesa, ¡tú eres uno de ellos!

Perfecto, la última frase tal vez había sonado un poco chillona, pero no demasiado. De pronto me di cuenta de lo bien que te quedas soltándolo todo de una vez. Por primera vez en ese día me sentí realmente liberada y por primera vez dejé de sentirme mal.

Gideon me miraba tan desconcertado que me hubiera puesto a reír si no me hubiera sentido tan desesperada. ¡Menuda novedad! ¡Parecía que por fin también él se había quedado sin habla!

—Ahora quiero ir a casa —espeté, tratando de poner término a mi discurso triunfal de la forma más digna posible.

Por desgracia, no lo conseguí del todo, porque, al pensar en mi familia, de repente mis labios empezaron a temblar y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.

¡Maldita sea, ahora no!

—No pasa nada, tranquila —me calmó Gideon.

La sorprendente suavidad de su tono fue demasiado para mi capacidad de autocontrol. Las lágrimas empezaron a rodarme por las mejillas sin que pudiera evitarlo.

—Oye, Gwendolyn, lo siento. —De repente se acercó a mí, me cogió de los hombros y me atrajo hacia él—. Soy un idiota, he olvidado lo que esto debe de representar para ti —me murmuró al oído—. Y eso que todavía puedo recordar lo extraño que me sentí cuando salté por primera vez, a pesar de las muchas horas de esgrima, pero no hablar de las clases de violín…

Me pasó la mano por los cabellos, y yo me puse a sollozar aún más fuerte.

—No llores más —dijo él sin saber qué hacer—. Todo irá bien.

No, nada iba bien. Todo era espantoso. La frenética persecución de esta noche, cuando me habían tomado por una ladrona, los ojos siniestros de Rakoczy, el conde con su voz helada y aterradora y la mano que me oprimía el cuello, y finalmente el pobre Wilbour y ese hombre al que había clavado una espada en la espalda. ¡Y ahora, para colmo, ver que ni siquiera conseguía decirle lo que pensaba a Gideon sin estallar en lágrimas y soportar que él tuviera que consolarme!

Me dejé llevar por las emociones.

¡Por Dios, dónde estaba mi sentido de la dignidad! Avergonzada, me enjuagué las lágrimas con la mano.

—¿Un pañuelo? —preguntó Gideon, y sonriendo se sacó del bolsillo un pañuelo amarillo limón con puntas de encaje—. Por desgracia, en el rococó aún no había Kleenex, pero te lo regalo.

Iba a cogerlo cuando una limusina negra se detuvo a nuestro lado.

En el interior del coche nos esperaba mister George, con la calva perlada de sudor. Al verle, los pensamientos que daban vueltas sin parar en mi cabeza se calmaron un poco y me sobrevino un cansancio mortal.

—Estábamos muertos de angustia —indicó mister George—. Oh, Dios mío, Gideon, ¿qué te ha pasado en el brazo? ¡Estás sangrando! ¡Y Gwendolyn parece terriblemente trastornada! ¿Está herida?

—Solo agotada —repuso Gideon escuetamente—. La llevaremos a casa.

—Pero eso no puede ser. Tenemos que examinarlos a los dos y hay que curar tu herida enseguida.

—Hace rato que ha dejado de sangrar, solo es un arañazo, de verdad. Gwendolyn quiere irse a casa.

—Tal vez aún no haya elapsado lo suficiente. Y mañana tiene que ir a la escuela y…

La voz de Gideon volvió a adoptar su característico tono arrogante, pero esta vez no iba dirigido a mí.

—Mister George, ha estado tres horas fuera, tiempo suficiente para que pueda pasar tranquila las próximas dieciocho horas.

—Probablemente, sí —repuso miester George—. Pero va contra las reglas y, además, deberíamos saber si…

—¡Mister George!

Finalmente, mister George cedió: se volvió y golpeó con los nudillos la ventana de la cabina del conductor. El panel se deslizó hacia abajo con un zumbido.

—Gire a la derecha en Berkeley Street —indicó—. Daremos un pequeño rodeo. Boudonplace, número 81.

Respiré aliviada cuando el coche empezó a rodar por Berkeley Street. Por fin podía ir a casa con mamá.

Mister George me miraba muy serio. Era una mirada compasiva, como si nunca antes hubiera visto a alguien tan digno de lástima.

—¿Qué demonios ha pasado?

La sensación plomiza de cansancio persistía.

—Nuestro carruaje fue atacado por tres hombres en Hyde Park —explicó Gideon—. El cochero murió de un disparo.

—Oh, Dios mío —exclamó mister George—. Aunque no comprendo por qué, tiene sentido.

—¿Qué sentido?

—Está en los Anales. 14 de septiembre de 1782. Un Vigilante de segunda fila llamado James Wilbour aparece muerto en Hyde Park. Una bala de pistola le ha arrancado media cara. Nunca se descubrió quién había sido el autor del ataque.

—Pues ahora lo sabemos —repuso Gideon indignado—. Ya sé qué aspecto tenía su asesino, pero no conozco su nombre.

—Y yo lo maté —murmuré con voz apagada.

—¿Qué?

—Se lanzó contra el que había atacado a Wilbour y le clavó la espada en la espalda —explicó Gideon.

—¿Qué hizo qué? —preguntó mister George con los ojos dilatados de asombro.

—Eran dos contra uno —murmuré—. No podía quedarme mirando.

—Eran tres contra uno —me corrigió Gideon—. Y ya había acabado con uno de ellos. Te dije que debías quedarte en el carruaje pasara lo que pasase.

—No parecía que pudieras aguantar mucho tiempo más —repuse sin mirarle.

Gideon calló.

Mister George miró a Gideon, luego a mí, y finalmente dijo sacudiendo la cabeza:

—¡Qué desastre! ¡Tu madre me matará, Gwendolyn! Se suponía que debía ser una acción totalmente inofensiva. Una conversación con el conde, en la misma casa, sin riesgo alguno. No hubieras debido correr peligro ni por un segundo. Y en lugar de eso has viajado por media ciudad y te han atacado unos salteadores… ¡Gideon, por Dios! ¿En qué estabas pensando?

—Todo hubiera ido perfectamente si alguien no nos hubiera traicionado —replicó Gideon, que ahora parecía furioso—. Alguien que estaba en situación de convencer a Wilbour para que nos llevara a una cita en el parque.

—Pero ¿por qué iba a querer matarlos nadie? ¿Y quién podía saber que harían esta visita justo ese día? Todo esto no tiene ningún sentido. —Mister George se mordió el labio—. Oh, ya hemos llegado.

Miré hacia arriba. Sí, ahí estaba nuestra casa, con todas las ventanas iluminadas. En algún lugar allí dentro me esperaba mamá. Y mi cama.

—Gracias —dijo Gideon.

Me volví hacia él.

—¿Por qué?

—Tal vez… tal vez realmente no hubiera aguantado mucho más —confesó esbozando una pequeña sonrisa—. Creo que has salvado mi patética vida.

No sabía qué decir. Lo único que podía hacer era mirarle, cuando me di cuenta de que mi labio inferior se ponía a temblar.

Rápidamente, Gideon volvió a sacar su pañuelo de puntillas, y esta vez lo cogí.

—Será mejor que te limpies la cara con él; si no, tu madre acabará por pensar que has estado llorando.

Se suponía que debía hacerme reír, pero en ese momento era sencillamente imposible, si bien no me puse a lloriquear de nuevo como una tonta.

El conductor abrió la puerta del coche y mister George bajó.

—La acompaño hasta la entrada, Gideon. Será solamente un minuto.

—Buenas noches —conseguí balbucear.

—Que duermas bien —murmuró Gideon sonriendo—. Hasta mañana.

* * *

—¡Gwen! ¡Gwenny! —Caroline me zarandeaba para despertarme—. Llegarás tarde si no te levantas enseguida.

Me tapé la cabeza con la manta, irritada. No quería despertarme; aún estando medio dormida, sabía perfectamente que me esperaban recuerdos terribles si abandonaba el bienhechor estado de somnolencia.

—¡De verdad, Gwenny! ¡Ya son y cuarto!

Apreté en vano los ojos con fuerza. Demasiado tarde. Los recuerdos se habían lanzado sobre mí como… hummm… Atila sobre… ¿los vándalos? (Realmente era una nulidad en historia).

Los acontecimientos de los dos últimos días pasaron ante mí como una película en tecnicolor. Pero no recordaba cómo había llegado a mi cama; solo que mister Bernhard me había abierto la puerta la noche anterior.

—Buenas noches, miss Gwendolyn. Buenas noches, mister George.

—Buenas noches, mister Bernhard. Traigo a Gwendolyn a casa un poco antes de lo planeado. Por favor, transmita mis saludos a lady Arista.

—Desde luego, sir. Buenas noches, sir.

Los rasgos de mister Bernhard habían permanecido tan inmóviles como siempre mientras cerraba la puerta detrás de mister George.

—Bonito vestido, miss Gwendolyn —había dicho luego dirigiéndose a mí—. ¿De finales del siglo XVIII?

—Sí, eso creo.

Estaba tan cansada que hubiera podido hacerme un ovillo sobre la alfombra y quedarme dormida allí mismo. Nunca me había alegrado tanto de poder meterme en mi cama como en ese momento. Solo temía cruzarme en mi camino al tercer piso con la tía Glenda, Charlotte y lady Arista y tener que soportar un montón de reproches preguntas y comentarios sarcásticos.

—Por desgracia, las señoras ya han cenado, pero he preparado un pequeño piscolabis para usted en la cocina.

—Oh, realmente es muy amable de su parte, mister Bernhard, pero…

—Quiere irse a la cama —repuso mister Bernhard esbozando una sonrisa apenas perceptible—. Las señoras están en la sala de música y no la oirán si se desliza como un gato. Luego informaré a su madre de que está aquí y le daré la cena para que se la lleve arriba.

Estaba demasiado cansada para sombrarme de su tacto y sus atenciones. Me había limitado a murmurar «Muchas gracias, mister Bernhard» y había subido las escaleras. Solo recordaba vagamente el piscolabis y la conversación con mamá, porque para entonces ya estaba medio dormida. Seguro que no había podido masticar ni un bocado; aunque también podía ser que me hubieran traído una sopa.

—¡Oh, qué bonito! —Caroline había descubierto el vestido, que estaba colgado sobre una silla junto con la ropa interior con fruncidos—. ¿Lo has traído del pasado?

—No, ya lo llevaba puesto antes. —Me incorporé—. ¿Mamá te ha explicado la noticia?

Caroline asintió.

—La verdad es que no pudo explicar mucho. La tía Glenda chillaba tanto que ahora seguro que también lo saben los vecinos. Tal como hablaba, parecía que mamá fuera una vulgar estafadora que le había robado a la pobre Charlotte su gen de los viajes en el tiempo.

—¿Y Charlotte?

—Se fue a su habitación y no ha vuelto a salir, a pesar de las súplicas de la tía Glenda. La tía Glenda se puso a gritar que le habían destrozado la vida a Charlotte y que todo era culpa de mamá. La abuela dijo que la tía Glenda debía tomarse una pastilla, porque si no se vería obligada a llamar a un médico. Y, entretanto, la tía Maddy no paraba de hablar del águila, el zafiro, el serbal y el reloj de la torre.

—Debió de ser terrible —comenté.

—Terriblemente emocionante —repuso Caroline—. A Nick y a mí nos parece muy bien que tengas tú el gen y no que sea Charlotte. Creo que tú lo puedes hacer todo igual de bien que Charlotte, aunque la tía Glenda diga que tienes el cerebro del tamaño de un guisante y dos pies izquierdos. Es tan basta… —Acarició la tela brillante del corpiño—. ¿Te pondrás el vestido para mí hoy después de la escuela?

—Claro —murmuré—. Pero también puedes probártelo tú, si quieres.

Caroline rió entre dientes.

—¡Es demasiado grande para mí, Gwenny! Y ahora tienes que levantarte en serio; si no, no te darán el desayuno.

No me desperté de verdad hasta que no estuve bajo la ducha, y, mientras me lavaba el pelo, mis pensamientos no dejaron de girar en torno a la noche anterior, o, para ser más exactos, en torno a la media hora (tiempo percibido) que había pasado en brazos de Gideon llorando a lágrima viva.

Recordé cómo me había atraído hacia él y me había acariciado los cabellos. Estaba tan trastornada que hasta ese momento no había pensado en absoluto en lo cerca que habíamos estado de pronto el uno del otro, lo que solo contribuía a que entonces me resultara aún más penoso recordarlo. Sobre todo porque, en contra de su estilo habitual, había estado realmente muy cariñoso (aunque solo por pura compasión), y yo me había propuesto firmemente aborrecerle hasta el fin de mis días.

—¡Gwenny! —Caroline golpeaba la puerta del lavabo—. ¡Acaba de una vez! No puedes pasarte toda la vida en el baño.

Tenía razón. No podía quedarme allí eternamente. Tenía que volver a salir a la nueva vida que me había tocado de pronto. Cerré el grifo del agua caliente y dejé que el agua helada corriera sobre mí hasta hacer desaparecer de mi cuerpo hasta el menor rastro de suciedad. Mi uniforme de la escuela se había quedado en el cuarto de costura de madame Rossini y tenía dos blusas en la ropa sucia, por lo que tuvo que ponerme el de repuesto, que ya me iba un poco pequeño. La blusa se tensaba sobre el pecho y la falda era un pelín corta. Tanto daba. Los zapatos azul marino también se habían quedado en Temple, de modo que me puse mis deportivas negras; aunque de hecho estaba prohibido, no era probable que el director Gilles entrara en clase precisamente hoy para hacer una ronda de inspección de calzado.

No tenía tiempo de usar el secador, de manera que me sequé los cabellos con una toalla tan bien como pude y me pasé el peine. El pelo, mojado y liso, me caía sobre los hombros. No quedaba ni rastro de los suaves rizos de madame Rossini había hecho surgir el día anterior como por arte de magia.

Durante un rato contemplé mi cara en el espejo. No podía decirse que estuviera fresca como una rosa, pero sí mejor de lo que podía esperarse. Me repartí por las mejillas y la frente un poco de la crema antiarrugas de mamá. Como repetía siempre mi madre, nunca es demasiado pronto para empezar.

No me hubiera importado en absoluto prescindir del desayuno, pero, por otro lado, tarde o temprano tendría que encontrarme con Charlotte y la tía Glenda, de modo que cuanto antes lo hiciera mejor.

Al llegar al primer piso, mucho antes de entrar en el comedor, ya las oí hablar.

—El gran pájaro es un símbolo de desgracia —oí que decía la tía abuela Maddy.

—¡Caramba, menuda novedad! —A la tía Maddy le encantaba dormir, y el desayuno era para ella la única comida prescindible del día. Normalmente, nunca se levantaba antes de las diez—. Me gustaría que alguien me escuchara —continuó.

—¡Maddy, por favor! Nadie sería capaz de sacar nada en claro de tu visión. Ya hemos tenido que oírla al menos diez veces.

La que hablaba era lady Arista.

—Eso es —convino la tía Glenda—. Si oigo una vez más las palabras «huevo de zafiro», me pondré a gritar.

—Buenos días —saludé.

Siguió un corto silencio en el que todos me miraron con los ojos tan abiertos como los de Dolly, la oveja clonada.

—Buenos días, querida —dijo lady Arista finalmente—. Espero que hayas dormido bien.

—Sí, de maravilla, gracias. Estaba muy cansada.

—Seguro que todo esto te queda un poco grande —me espetó la tía Glenda mirándome de arriba abajo.

De hecho, era cierto. Me dejé caer en la silla, frente a Charlotte, que no había tocado su tostada. Mi prima me miró como si mi aparición fuera lo que le había hecho perder el apetito.

De todos modos, mamá y Nick me dirigieron una sonrisa de complicidad y Caroline me alargó una fuente de cereales con leche.

La tía Maddy, con su bata rosa, me saludó con la mano desde el otro extremo de la mesa.

—¡Angelito! ¡Estoy tan contenta de verte! Por fin podrás poner un poco de luz en toda esta confusión. Con el escándalo que había ayer en la noche era imposible enterarse de nada. Glenda empezó a revolver viejas historias de entonces, de cuando Lucy se fugó con ese guapo joven De Villiers. Nunca he entendido por qué armaron todos tanto alboroto, solo porque Grace la dejó vivir unos días en su casa. Una pensaría que todo este asunto es cosa del pasado; pero no, apenas empieza a crecer la hierba en algún sitio, llega algún camello y se pone a mordisquearla.

Caroline rió entre dientes. Sin duda se estaba imaginando a la tía Glenda como camello.

—Esto no es ninguna serie de la tele, tía Maddy —resopló la tía Glenda.

—Gracias a Dios —repuso la tía Maddy—. Si fuera una, haría tiempo que había perdido el hilo.

—Es muy sencillo —aclaró Charlotte fríamente—. Todos pensaban que yo tenía el gen, pero en realidad es Gwendolyn la que lo tiene. —Apartó el plato y se levantó—. Ya veremos cómo se las arreglará.

—¡Charlotte, espera! —Pero la tía Glenda no pudo evitar que Charlotte saliera pitando de la habitación. Antes de correr tras ella, aún tuvo tiempo de lanzar una mirada venenosa a mamá—. ¡Deberías avergonzarte, Grace!

—Realmente es un peligro público —dijo Nick.

Lady Arista lanzó un profundo suspiro.

Mamá también suspiró.

—Ahora tengo que ir al trabajo. Gwendolyn, he quedado con mister George en que hoy irá a recogerte a la escuela. Te enviarán para elapsar al año 1956, en un sótano seguro; allá podrás hacer tranquilamente tus deberes.

—¡Brutal! —exclamó Nick.

Lo mismo pensaba yo.

—Y luego vuelve enseguida a casa —dijo lady Arista.

—Para entonces ya será de noche —repuse.

¿En adelante iba a ser siempre así mi vida? ¿Desde la escuela ir a elapsar a Temple, sentarme allí en un sótano aburrido y hacer los deberes y luego ir a casa a cenar? ¡Aquello era una auténtica pesadilla!

La tía abuela Maddy maldijo en voz baja porque la manga de su bata había rozado la mermelada de su tostada.

—Siempre digo que a esta hora uno debería estar en la cama.

—Y yo —repuso Nick.

Como cada mañana, mamá nos dio un beso a los tres para despedirse, y luego me puso la mano en el hombro y dijo en voz baja:

—Si por casualidad vieras a mi papi, por favor dale un beso de mi parte.

Lady Arista se estremeció ligeramente al oírlo. En silencio, tomó unos sorbitos de té, miró al reloj y dijo:

—Tendrás que darte prisa si quieres llegar a la hora a la escuela.

* * *

—Aún no sé cómo, pero te aseguro que un día abriré un despacho de detectives —afirmó Leslie.

Las dos nos habíamos saltado la clase de geografía de mistress Counter y estábamos charlando apretujadas en el interior de un cubículo del lavabo de las chicas. Leslie estaba sentada en la tapa del váter con un grueso archivador sobre las rodillas, y yo me apoyaba con la espalda contra la puerta, que estaba cubierta de inscripciones superpuestas hechas con bolígrafo y rotulador como «Jenny ama a Adam», «Malcolm es un borde» y «La vida es una mierda», entre otras.

—Sencillamente, llevo la investigación de misterios en la sangre —dijo Leslie—. Tal vez estudie también historia y me especialice en mitos y escritos antiguos. Y luego haré como lo de Tom Hanks en Ángeles y demonios. Aunque, naturalmente, yo tengo mejor aspecto, y además contrataré a un ayudante realmente divertido.

—Hazlo —repuse—. Seguro que será emocionante. Mientras tanto, yo me quedaré confinada para el reto de mi vida en el año 1956 en un sótano sin ventanas.

—Solo tres horas al día —replicó.

Leslie estaba al corriente de todo, y parecía que podía captar el complicado entramado de datos mucho mejor y mucho más deprisa que yo. Mi amiga había escuchado todas mis explicaciones hasta la historia de los hombres en el parque, incluida la interminable letanía de mis remordimientos de conciencia.

«Es mejor que te defiendas antes que dejarte cortar te a ti misma como una torta», había sido su comentario, que, curiosamente, me había ayudado más que todos los razonamientos de mister George o de Gideon juntos.

—Míralo de este modo —me susurró ahora—. Piensa que si tienes que hacer deberes en un sótano, al menos no tendrás que toparte con condes siniestros que dominan la telequinesis.

«Telequinesis» era el concepto que Leslie había encontrado para describir la capacidad del conde de estrangularme a metros de distancia a mí. Y mediante la telequinesis, decía, uno también puede comunicarse sin abrir la boca. Me había prometido que esa misma tarde profundizaría más en el tema.

Leslie se había pasado el día anterior y parte de la noche buscando información en internet sobre el conde de Saint Germain y el resto del material que le había proporcionado, y rechazó mis efusivas muestras de agradecimiento alegando que se lo pasaba de muerte con todo aquello.

—Parece ser que ese conde de Saint Germain es un personaje histórico bastante impenetrable, tanto que ni siquiera consta su fecha de nacimiento exacta. Y existen muchos enigmas sobre su origen —dijo, mientras su rostro se encendía literalmente de entusiasmo—. Se dice que no envejecía, algo que algunos atribuyen a la magia y otros a una alimentación equilibrada.

—Era viejo —repuse yo—. Tal vez estuviera bien conservado, pero puedo asegurarte que era viejo.

—Bien, entonces este punto queda rebatido —prosiguió Leslie—. Debió de ser una personalidad fascinante, porque aparece en numerosas novelas y, para determinados círculos esotéricos, es una especie de gurú, un iniciado, lo que quiera que signifique eso. Pertenecía a diversas sociedades secretas, a los masones, los rosacruces y algunas más, era un músico notable, tocaba el violín y componía, hablaba una docena de lenguas fluidamente y se dice que podía, agárrate bien, viajar en el tiempo. En todo caso, él afirmaba haber asistido a diversos acontecimientos que era imposible que hubiera presenciado.

—Bueno, supongo que en realidad podía haberlo hecho.

—Sí. Qué locura, ¿no? Además, tenía gran interés por la alquimia. En Alemania tenía su propia torre alquímica para realizar sus experimentos…

—Alquimia. Eso tiene alguna relación con la piedra filosofal, ¿verdad?

—Exacto. Y con la magia. Pero la piedra filosofal significa cosas distintas para cada persona. Había individuos que solo querían fabricar oro artificialmente, lo que condujo a todo tipo de aberraciones. Todos los reyes y príncipes estaban interesadísimos por la gente que afirmaba ser alquimista porque naturalmente iban locos por obtener oro. Pero, aunque de los intentos de fabricar oro surgió, por ejemplo, la porcelana, en la mayoría de los casos no surgía nada de nada, y por eso también a veces los alquimistas eran considerados herejes o estafadores y eran arrojados a prisión o decapitados.

—Era culpa suya —repuse—. No tenían más que estar atentos en clase de química.

—Pero en realidad lo que preocupaba a los alquimistas no era el oro —continuó Leslie—. Ese era, por aquí decirlo, la tapadera para sus experimentos. La piedra filosofal es más bien un sinónimo de la inmortalidad. Los alquimistas pensaban que si se combinaban los componentes adecuados (ojos de sapo, sangre de una virgen, pelos de la cola de un gato negro, jajá, tranquila, es broma), que si se combinaban, digo, los componentes adecuados con los procesos químicos adecuados, al final surgiría una sustancia que convertiría al que la bebiera en inmortal. Los adeptos del conde de Saint Germain afirman que él poseía la receta, y que, por tanto, era inmortal. Sin embargo, hay fuentes que indican que murió en 1784 en Alemania; aunque también hay otras fuentes que mencionan informes de personas que le vieron muchos años más tarde vivito y coleando.

—Hummm… —murmuré—. No creo que sea inmortal, pero es posible que esté tratando de conseguirlo. Quizá ese sea el secreto que se esconde tras el Secreto. Lo que ocurre cuando el Círculo se cierra…

—Es posible. Pero esta es solo una cara de la moneda, impuesta forzadamente por fervorosos adeptos de teorías de la conspiración esotéricas que no tienen inconveniente en manipular los datos de las fuentes en beneficio propio. Observadores críticos, en cambio, parten de la base de que los mitos que rodean la figura de Saint Germain son, en su mayor parte, puras fantasías de sus seguidores, y que tienen su origen en hábiles escenificaciones creadas por ellos mismos.

Leslie soltó todo esto tan deprisa y con tanto entusiasmo que no pude evitar echarme a reír.

—¿Por qué no vas a ver a mister Whitman y le preguntas si puedes escribir un trabajo sobre el tema? —le propuse—. Has investigado tanto que incluso podrías escribir todo un libro sobre el tema.

—No creo que la ardilla sepa valorar mis esfuerzos —replicó Leslie—. Al fin y al cabo, es uno de los adeptos de Saint Germain (como Vigilante, a la fuerza tiene que serlo), y para mí él es claramente el malvado en esta historia; me refiero a Saint Germain, no a mister Ardilla. Te amenazó y te agarró por el cuello. Y tu madre dijo que debías andar con cuidado con él. Lo que significa que sabe más de lo que admite. Y en realidad solo pudo saberlo a través de la tal Lucy.

—Creo que todos saben más de lo que admiten —suspiré—. En cualquier caso, todos saben más que yo. ¡Incluso tú!

Leslie rió.

—Considérame sencillamente como una parte de tu cerebro guardada en reserva. El conde siempre rodeó sus orígenes de un gran misterio. El nombre y el título, en todo caso, eran inventados. Posiblemente era hijo ilegítimo de María Ana de Habsburgo, la vida del rey Carlos II de España. En cuanto al padre, existen dudas entre varios personajes. Otra teoría afirma que era hijo de un príncipe transilvano que fue criado en Italia en la casa del último duque de Médicis. De todas maneras, nada de esto es realmente demostrable, de modo que todo el mundo da palos de ciego. Pero ahora nosotras dos tenemos una nueva teoría.

—Ah, ¿sí?

Leslie puso los ojos en blanco.

—¡Naturalmente! Ahora sabemos que uno de sus progenitores tenía que proceder de la familia De Villiers.

—¿Y de dónde hemos sacado eso?

—¡Vamos, Gwen! Tú misma has dicho que el primer viajero del tiempo se llamaba De Villiers, y por eso el conde debe de ser un miembro, legítimo o ilegítimo, de la familia; eso lo entiendes, ¿no? Si no, tampoco sus descendientes llevarían el apellido.

—Hummm… sí —dije dudando. Seguía sin aclararme del todo con las genealogías familiares—. De todos modos, me parece que la teoría transilvana también tiene su interés. No puede ser casualidad lo de ese Rakoczy de allí.

—Seguiré investigando sobre eso —prometió Leslie—. ¡Cuidado!

La puerta de fuera se abrió y alguien entró en los lavabos. La chica —al menos nosotras supimos que era un chica— entró en el cubículo de al lado para hacer pipí, y Leslie y yo nos mantuvimos en silencio hasta que volvió a salir.

—Sin lavarse las manos —señaló Leslie—. Puaj. Me alegro de no saber quién era.

—Se han acabado las toallitas de papel —advertí yo.

Empezaba a sentir que se me entumecían las piernas.

—¿Crees que tendremos problemas? —le pregunté—. Seguro que mistress Counter se dará cuenta de que no estamos. Y si no lo hace, alguien se chivará.

—Para mistress Counter todos los alumnos son interminables; no se dará cuenta nada. Desde que iba a quinto me llama Lilly, y a ti te confunde con Cynthia. ¡Precisamente con Cynthia! No, no, lo que estamos haciendo aquí es mucho más importante que la geografía. Tienes que prepararte de la mejor manera posible. Cuanto más sepas de tu adversario, mejor.

—Si al menos supiera quién es mi adversario…

—No puedes fiarte de nadie —me advirtió Leslie, exactamente igual que mi madre—. Si estuviéramos en una película, al final el malo sería quien menos te esperas. Pero, como no estamos en una película, yo apostaría por el tipo que ha tratado de estrangularte.

—Pero ¿quién nos echó encima a los hombrse de negro en Hyde Park? ¡El conde no lo hubiera hecho nunca! Necesita a Gideon para que visite a los otros viajeros del tiempo y les extraiga sangre para cerrar el Círculo.

—Sí, es verdad. —Leslie se mordisqueó el labio inferior con aire pensativo—. Pero es posible que en esta película haya varios malvados. Lucy y Paul también podrían serlo. Recuerda que robaron el cronógrafo. ¿Y qué me dices del hombre de negro del número 18?

Me encogí de hombros.

—Esta mañana estaba ahí, como siempre. ¿Por qué lo dices? ¿Crees que también acabará por sacar una espada?

—No, más bien diría que debe de ser un Vigilante que está ahí plantado como un pasmarote por principio. —Leslie volvió a concentrarse en su archivador—. Por otra parte, sobre los Vigilantes como tales no he podido encontrar nada; parece que es una logia muy secreta. Pero algunos de los nombres que has mencionado, como Churchill, Wellington, Newton, aparece también entre los masones, de modo que podemos partir de la base de que existe al menos un tipo de relación entre las dos logias. En internet no he encontrado nada sobre un chico ahogado llamado Robert White, pero en la biblioteca se pueden revisar todas las ediciones del Times y del Observer de los últimos cuarenta años. Estoy segura de que allí encontré algo. ¿Qué más había? Ah, sí, el serbal, el zafiro y el cuervo… Bueno, naturalmente esto se puede interpretar de mil maneras; pero de todos modos en este tipo de historias esotéricas cualquier cosa puede significar cualquier cosa, así que es imposible llegar a una conclusión fiable. Tenemos que tratar de orientarnos por los hechos más que por todas esas cosas sin importancia. Sencillamente, tienes que descubrir algo más. Sobre todo, de Lucy y Paul y por qué robaron el cronógrafo. Por lo visto, ellos saben algo que los otros no saben. O que no quieren reconocer. O sobre lo que tienen una opinión distinta de antemano.

De nuevo se abrió la puerta de los lavabos. Esta vez los pasos eran pesados y enérgicos. Y se dirigían directamente hacia la puerta de nuestra cabina.

—¡Leslie Hay y Gwendolyn Shepherd! ¡Van a salir de aquí inmediatamente y volver a clase!

Leslie y yo callamos estupefactas. Luego Leslie dijo:

—Mister Whitman, supongo que sabe que este es el lavabo de las chicas, ¿no?

—Contaré hasta tres —repuso mister Whitman—. Uno…

Antes de que llegara a tres, abrimos la puerta.

—Esto les costará una amonestación en el libro de clase —nos informó mister Whitman mientras nos observaba como una ardilla severa—. Me han decepcionado mucho las dos. Sobre todo tú, Gwendolyn. Que hayas ocupado el puesto de tu prima no significa que puedas hacer lo que te dé la gana. Charlotte nunca desatendió sus deberes escolares.

—Sí, mister Whitman —repuse.

Esa muestra de autoritarismo no encajaba en absoluto con él. Normalmente, mister Whitman se mostraba encantador con los alumnos, y, como mucho, en alguna ocasión podía ser sarcástico.

—Y ahora vayan a clase.

—¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? —preguntó Leslie.

Mister Whitman no respondió y alargó la mano para cogerle el archivador.

—¡Mientras tanto confiscaré esto!

—Ah, no, de ninguna manera.

Leslie apretó el archivador contra su pecho.

—¡Dame eso, Leslie!

—Es que lo necesito… ¡para clase!

—Contaré hasta tres…

Al llegar a «dos», Leslie entregó el archivador murmurando entre dientes. Fue terriblemente humillante tener que entrar en el aula, empujadas por mister Whitman; además, mistress Counter pareció tomarse nuestro intento de hacer novillos como algo personal, porque nos ignoró por completo durante el reto de la clase.

—¿Han fumado algo? —preguntó Gordon.

—No, tonto —replicó Leslie—. Solo queríamos charlar tranquilas un rato.

—¿Se han saltado la clase porque querían charlar? —Gordon se dio una palmada en la frente—. ¡Increíble! ¡Mujeres!

—Ahora mister Whitman podrá revisar de arriba abajo tu archivador —le dije a Leslie—. Y entonces sabrán él y los Vigilantes que te lo he explicado todo, lo cual seguro que está prohibidísimo.

—Sí, seguro que lo está —repuso Leslie—. Tal vez envíen a un hombre de negro para que se deshaga de mí porque sé cosas que nadie debe saber.

La perspectiva parecía regocijarla.

—¿Y si lo que dices no fuera tan descabellado?

—Entonces… bueno, esta tarde iré a comparte un espray de pimienta, y aprovecharé para comprarme uno yo también. —Leslie me dio una palmada en el hombro—. ¡Venga ya! No vamos a permitir que nos amedrenten, ¿verdad?

—No. No vamos a permitirlo.

Envidiaba a Leslie por su inquebrantable optimismo. Ella siempre miraba las cosas por el lado bueno, aunque costara encontrárselo.