DOCUMENTACIÓN COMPLEMENTARIA

1. INGLATERRA EN TIEMPO DE SHAKESPEARE: SOCIEDAD, RELIGIÓN, FAMILIA

Cuando William Shakespeare escribió sus obras, la nación inglesa atravesaba una época de cambios extraordinarios en la sociedad, la política, la economía y la religión —y por lo tanto, en la cultura en general, y en la relación entre el individuo y su entorno—. De esta crisis iba a surgir una Inglaterra que a la muerte de Shakespeare ya no tenía ningún parecido con la Inglaterra que conocieron sus padres. Norman Jones explica que el detonante de estos cambios, aunque no la única causa, fue sin duda el conflicto religioso surgido del choque entre el catolicismo y la reforma protestante:

William Shakespeare nació en una cultura moribunda. En 1564 Inglaterra estaba aún tambaleándose por la enorme fractura social producida por la Reforma luterana. Nuevas ideas, junto con la voluntad de los gobernantes, habían destruido el mundo social y religioso que sus padres conocieron de niños. Las iglesias, que habían encarnado en buena medida la identidad de pueblos, gremios y familias, se habían limpiado de «supersticiones» o habían desaparecido, junto con los monasterios que habían propagado el sistema medieval de la salvación. Oficialmente, el purgatorio había dejado de existir y con él desaparecía la razón para ejercer la filantropía social. John Shakespeare, padre de William, perteneció a una generación atrapada entre la cultura anterior a la Reforma y la cultura que iba a emerger al final del siglo. Si alguien le hubiese preguntado qué le iba a deparar el futuro a su hijo, habría sacudido la cabeza y habría dicho «quién sabe». Tanto él como sus contemporáneos habían visto el mundo cambiando a una velocidad inimaginable. ¿Qué vería su hijo?

A los niños nacidos en la década de 1560 les legaron la tarea de erigir una cultura nueva, de corte protestante, sobre las ruinas de la religión anterior. Siendo la primera generación inglesa que heredó la Reforma, inventaron una nueva cultura intelectual, renovaron la ideología política de su país, se vieron obligados a encontrar un nuevo lugar para el individuo en su sociedad, reimaginaron su identidad nacional, y construyeron un nuevo orden económico. A la muerte de Shakespeare en 1616, él y sus contemporáneos —Francis Bacon, Philip Sidney, Christopher Marlowe, Francis Drake, Walter Raleigh, Ben Jonson, Robert Smythson, William Perkins, Robert Cecil, Jacobo I y muchos otros— habían sido testigos del cambio y habían contribuido a remodelar Inglaterra.

(Norman Jones, «Shakespeare’s England», en David Scott Kastan, ed., A Companion to Shakespeare, Oxford, Blackwell, 1999, pág. 25).

La familia isabelina no se mantuvo al margen de esta crisis y las obras de Shakespeare reflejan tensiones que podrían darse en cualquier núcleo familiar. La familia patriarcal se vertebraba en torno a la figura del cabeza de familia, siempre un varón, al que la esposa, los hijos y los criados le debían obediencia absoluta. El cabeza de familia era el responsable de representar al hogar en el exterior y mantener el orden y la concordia en su interior. La obligación de la esposa era ayudarle en esta tarea y, aunque estaba sometida al marido como cualquier otro miembro de la familia, compartía responsabilidades en el hogar. Se la consideraba una compañera que debía apoyar las decisiones del cabeza de familia. Esto quizá explica por qué en Romeo y Julieta la señora Capuleto se ve obligada a apoyar a su marido en sus planes para casar a su hija Julieta con Paris. Pero, como advierte Susan Amussen, es preciso distinguir entre la sociedad y la familia en la época de Shakespeare y la sociedad y la familia que se hallan en sus obras:

Cualquier lector de las obras dramáticas de Shakespeare puede comprender fácilmente la importancia de la familia en la Inglaterra isabelina. Desde las luchas omnipresentes entre padres e hijos sobre el matrimonio hasta la impaciencia que sienten por reunirse con su familia aquellos que se han visto separados de ella, las obras de Shakespeare utilizan en muchas ocasiones la familia como tema central. Pero las familias descritas en las obras dramáticas sólo tienen una relación parcial con las familias de la Inglaterra de Shakespeare. Es razonable imaginar al público de las obras de Shakespeare comparando las familias representadas en la escena con su propio entorno familiar.

(Susan Dwyer Amussen, «The Family and the Household», en David Scott Kastan, ed., A Companion to Shakespeare, Oxford, Blackwell, 1999, pág. 85).

La sociedad de Shakespeare se distancia de la sociedad de Romeo y Julieta en al menos un aspecto importante: la edad ideal para contraer matrimonio. A ojos de los contemporáneos de Shakespeare, Julieta, que aún no ha cumplido catorce años, sería seguramente demasiado joven para casarse. En la Inglaterra isabelina era habitual que una mujer no contrajese matrimonio antes de cumplir los veinte años. Para algunos contemporáneos de Shakespeare, Romeo y Julieta podría haber sido una reflexión sobre las consecuencias funestas que acechan al matrimonio prematuro de unos jóvenes inmaduros.

2. ROMEO Y JULIETA, ¿ICONOS DEL AMOR ROMÁNTICO?

La relación amorosa de Romeo y Julieta es para muchos parangón del amor romántico y representación del amor ideal. Esta visión idealizada de la atracción mutua que surge a primera vista entre los dos jóvenes de Verona no la habrían compartido algunos contemporáneos de Shakespeare. El flechazo que experimentan Romeo y Julieta, tal y como lo presenta Shakespeare, con esa urgencia por casarse para gozar el uno del otro, muestra parecido con la descripción de la mera atracción sexual de que son presa los amantes jóvenes, según Baldassare Castiglione pone en boca del humanista Pietro Bembo en El cortesano:

La causa, pues, de todos estos males es la sensualidad principalmente, la cual en la mocedad puede mucho; porque la virtud del cuerpo en aquella sazón le da tanta fuerza cuanta es la que quita a la razón y por eso fácilmente derrueca al alma y le hace que siga el apetito. Y por cierto no es maravilla, porque hallándose ella presa y aherrojada en la prisión de la carne y siendo aplicada al cargo de gobernar y sostener el cuerpo, apartada de la contemplación espiritual, no puede por sí misma entender claramente la verdad: y así esle forzado para alcanzar algún conocimiento de las cosas, que vaya mendigando de los sentidos el principio dellas y por eso les da crédito, y tras ellos se anda y a ellos toma por guía, en especial cuando son tan poderosos que casi la fuerzan; y porque ellos son engañosos, hínchenla de errores y de falsas opiniones, por donde casi siempre acaece que los hombres mozos andan envueltos en este amor vicioso, enemigo total de la razón, y así son hechos indinos y inhábiles para gozar las mercedes y bienes que el amor da a sus verdaderos esclavos, y tras esto nunca en sus amores sienten otros placeres sino los mismos que sienten las bestias, y los afanes son más graves. Siendo luego firme este fundamento, el cual no puede ser más verdadero, digo que el revés de todo esto que hemos dicho acaece a los que son de edad más madura: porque si estos, cuando ya el alma no está tan cargada con la carga del cuerpo, y cuando el calor natural comienza a entibiarse, se encienden y se levantan tras aquella hermosura de que tratamos, y hacia a ella vuelven todo el deseo, guiado por eleción de razón, no quedan engañados, sino que perfetamente la alcanzan y la poseen y la gozan, y deste poseella y gozalla les nace bien contino, porque la hermosura es cosa buena y por consiguiente el verdadero amor della ha de ser bueno y siempre ha de producir efetos buenos en las almas de aquellos que con el freno de la razón corrigen la malicia del sentido, lo cual pueden hacer los viejos mucho más fácilmente que los mozos.

(Baldassare Castiglione, El cortesano, ed. Rogelio Reyes Cano, trad. Juan Boscán, Madrid, Espasa, 1984, pág. 340).

La opinión de Pietro Bembo, según nos la transmite Castiglione, la habría compartido al menos un contemporáneo de Shakespeare, el poeta Arthur Brooke. En su poema sobre los dos amantes de Verona, que constituye la fuente más inmediata de la tragedia shakespeariana, Brooke hace hincapié en el amor ilícito, no en el amor romántico, de Romeo y Julieta. Su matrimonio clandestino es fruto de una pasión sin freno, y como tal es deshonesto y reprobable porque ignora la voluntad paterna y se lleva a cabo a escondidas. En el proemio al lector que precede al poema, Brooke ve así el amor y el matrimonio de Romeo y Julieta:

El glorioso triunfo del hombre casto sobre la lujuria de la carne lasciva, induce a los hombres a un honesto moderamiento de sus afectos desordenados y el vergonzoso y desgraciado fin de aquellos que han cedido su libertad al sucio deseo, enseña a los hombres a refrenarse y no caer en la deshonestidad. Y del mismo modo que, por diversas maneras, el ejemplo del hombre bueno incita a los hombres a ser buenos, la maldad del hombre malo aconseja a los hombres no ser malos. Y para este buen fin sirven todos los malos finales de malos principios. Y con este propósito, buen lector, se ha escrito esta trágica historia, para describirte esta pareja de amantes desdichados, esclavizados por su deseo deshonesto, que ignorando la autoridad y el consejo de sus padres y parientes, fiándose de alcahuetes borrachos y frailes supersticiosos (los instrumentos naturales de la indecencia), entregándose a toda clase de aventuras peligrosas para satisfacer su lujuria, valiéndose de la confesión oral (la puerta a la prostitución y la traición) para obtener sus propósitos, abusando del nombre honorable del matrimonio legal para cubrir la vergüenza de su criminal contrato, y finalmente, con ayuda de todos los medios de una vida deshonesta, se apresuran a su desgraciada muerte.

(Arthur Brooke, The Tragicall Historye of Romeus and Juliet, 1562, en Geoffrey Bullough, Narrative and Dramatic Sources of Shakespeare, vol. I, London, Routledge and Kegan Paul, 1957, 1961, págs. 284-285).

Para Brooke, Romeo y Julieta son responsables directos de su propio fin, un fin que les está bien merecido por violar todas las normas humanas y divinas para consumar su amor por medios deshonestos. Brooke escribió este proemio a su poema en 1562, treinta años antes de que Shakespeare imaginara su versión de la tragedia. Es difícil saber si los primeros espectadores de la obra y el propio Shakespeare compartirían su opinión. El mensaje final de la obra es ambivalente y está sujeto a la lectura personal de cada lector o espectador, pero la visión de Romeo y Julieta como simple encarnación de un amor ideal, puro, romántico y edulcorado es una simplificación. Y, sin embargo, ni siquiera Brooke pudo sustraerse del todo al poder del mito. Su poema acaba contradiciendo su propio proemio al lector, al describir la tumba de Romeo y Julieta, que ha sido erigida

… lest that length of time might form our myndes remove

The memory of so perfect, sound, and so approved love

(… para que el paso del tiempo no pueda borrar de nuestras mentes

el recuerdo de un amor tan pleno, tan firme y tan probado).

(Arthur Brooke, The Tragicall Historye of Romeus and Juliet, 1562, en Geoffrey Bullough, Narrative and Dramatic Sources of Shakespeare, vol. I, London, Routledge and Kegan Paul, 1957, 1961, pág. 363, vv. 3011-3012).

3. TEATRO, RELIGIÓN Y EDUCACIÓN ÉTICO-POLÍTICA

En el proemio al lector, el poema de Arthur Brooke condenaba tanto el modo en que Romeo y Julieta se casan como el fin que persiguen con el matrimonio, gozar el uno del otro. Pero al mismo tiempo, Brooke observa que el teatro tiene un fin moral porque «la maldad del hombre malo aconseja a los hombres no ser malos», y el trágico fin de Romeo y Julieta puede servir de advertencia a jóvenes impetuosos. Sin embargo, muchos de sus contemporáneos no opinaban igual, hasta el punto de que en 1642, unos cincuenta años después del estreno de Romeo y Julieta, los puritanos (calvinistas británicos) y partidarios de Oliver Cromwell, prohibieron las representaciones teatrales públicas y cerraron los teatros de Londres. El drama, según algunos contemporáneos de Shakespeare, es moralmente reprobable, porque el vicio representado en escena incita al espectador. Además, el teatro isabelino no podía mostrar mujeres en las tablas, lo que obligaba a que los papeles femeninos estuviesen representados por hombres, generalmente muchachos, que tenían que vestirse con ropa de mujer. Para algunos moralistas, esto era aún peor, porque iba en contra de lo que prescribía la Biblia (véase Deuteronomio, 22.5). Basándose en la Biblia y en la autoridad de Calvino, John Rainoldes declina en una carta la invitación de Thomas Thornton a asistir a unas representaciones que tuvieron lugar en Oxford en 1592:

Sir, porque su amable invitación de ayer para unas obras de teatro demuestra que no estáis satisfecho con la respuesta y la razón que os he dado por las cuales no voy a asistir, he considerado necesario escribiros para deciros lo que si el tiempo hubiera bastado para comunicároslo de palabra, no me cabe duda de que os hubierais quedado satisfecho: porque he percibido que habláis de hombres en ropas de mujer, que algunos de los actores van a ir vestidos así: y que admitís que si esto fuese ilegal, yo tendría razón en ser reacio a aprobarlo con mi presencia. Ahora bien, por mi parte, yo estoy realmente persuadido de que es ilegal porque las Escrituras dicen que una mujer no vestirá lo que pertenece a un hombre, ni un hombre se pondrá ropas de mujer: porque todos los que eso hacen son abominables para el Señor tu Dios: y como esto se dice en general de todo, y no habiendo en las Escrituras excepción hecha de las obras de teatro (al menos que yo sepa), debe interpretarse en general, como referido también a ellas…

(Carta de John Rainoldes a Thomas Thornton, 6 de noviembre de 1592, citada por Lisa Jardine en Still Harping on Daughters: Women and Drama in the Age of Shakespeare, Brighton, Sussex, The Harvester Press, 1983, pág. 14).

Opiniones como esta alimentaron la defensa del teatro, que fue siempre en la Inglaterra renacentista motivo de debate y controversia. Una de las estrategias empleadas por los que defendían las representaciones teatrales fue insistir en su valor educativo, en su utilidad como instrumento de contención ético-política. En su Apología a favor de los actores (An Apology for Actors, 1612), el dramaturgo Thomas Heywood hace hincapié en que el teatro estimula a la obediencia civil:

[las obras de teatro] se escriben con este fin, y se representan con este método, enseñar a los súbditos obediencia a su Rey, mostrar al pueblo el fin desgraciado de aquellos que han provocado tumultos, conmociones e insurrecciones, mostrarles el estado floreciente de aquellos que viven en la obediencia, exhortándoles a la lealtad, alejándoles de la traición y la felonía.

(Thomas Heywood, An Apology for Actors, citado en Louis Montrose, The Purpose of Playing: Shakespeare and the Cultural Politics of the Elizabethan Stage, Chicago, The University of Chicago Press, 1996, pág. 44).

4. ROMEO Y JULIETA, ¿TRADICIÓN O SUBVERSIÓN?

Esta visión del teatro como estrategia de contención, capaz de inducir a la obediencia y al respeto del orden establecido, más que como práctica crítica, subversiva, instigadora de la rebelión y la desobediencia, no la compartirían hoy día todos los lectores o espectadores de Romeo y Julieta. Muchos críticos opinan que contención y subversión son dos caras de la misma moneda que se manifiestan simultáneamente en una misma obra. Según François Laroque, las voces de la tradición y la fuerza de la subversión coexisten en Romeo y Julieta:

Romeo y Julieta, la historia del amor contrariado por el destino, está tan profundamente anclada en una serie de tradiciones —tales como el mito, la leyenda, el folklore, la novella, por citar algunas— que presentarla como una obra dramática subversiva puede parecer paradójico y, quizás, incluso perverso. Pero las polaridades centrales de la obra, que exploran las fricciones entre las altas y bajas esferas, las vidas públicas y privadas, la vejez y la juventud, la autoridad y la rebeldía, el amor divino y humano, generan poderosos torbellinos de energía que en parte explican la duradera fascinación que ha ejercido sobre públicos de todo el mundo.

A la atmósfera bulliciosa de las inclinaciones eróticas que emanan de la posibilidad del matrimonio, la música, el baile, el disfraz y la máscara y también de las llamas de las antorchas en la noche y los días calurosos del verano de Verona, se deben añadir sin duda los abundantes juegos de palabras, calambures, dobles sentidos y paradojas, cuya fuente principal es Mercucio, el bufón de la obra. Estos juegos de palabras y conceptos ingeniosos forman parte de una tradición (figuras retóricas, códigos petrarquistas, convenciones del arte del soneto) así como de la subversión de esta misma tradición. Romeo y Julieta nos introduce en un mundo boca abajo en el que las normas regulares —ya sean sintácticas, sociales o sexuales— se ponen en suspenso o se dejan de lado temporalmente. La violencia de los enfrentamientos civiles se refleja en la violencia del lenguaje, o más bien en la violencia impuesta al lenguaje. El género mismo de la obra —una tragedia de amor— es en sí mismo una subversión de la tragedia ya que los dos primeros actos corresponden a la estructura de una comedia shakespeariana… Las relaciones de género también se subvierten, porque esta obra de Shakespeare presenta una Julieta dinámica, casi masculina, frente a un Romeo débil y afeminado.

(François Laroque, «Tradition and Subversion in Romeo and Juliet, en Jay L. Halio, Shakespeare’s Romeo and Juliet: Texts, Contexts and Interpretation, Newark, University of Delaware Press, 1995, pág. 18).

Para François Laroque, el choque entre tradición y subversión se encarna fundamentalmente en tres personajes de la obra, el ama, Fray Lorenzo y Mercucio:

En Romeo y Julieta, la tradición es sin lugar a dudas una cortapisa que reduce la libertad de los individuos, obligándoles a mantener los odios heredados de la disputa entre clanes familiares, la «ira paterna tan extrema» como dice el soneto que hace de prólogo, en lugar de dejarse guiar por sus propias inclinaciones. (…) Pero Shakespeare trata la relación de una manera más compleja, más dialéctica, puesto que la tradición en la obra combina orden y desorden, disciplina e indisciplina (hacia el Príncipe y las leyes de Verona). Además, personajes como el ama y Fray Lorenzo, que representan las voces de la tradición, ofrecen soliloquios llenos de potencial subversivo. Sus diversas acciones y actitudes en la obra también favorecen la resistencia clandestina de los amantes a sus tradiciones familiares. Después de todo, ¿no traspasa Fray Lorenzo los límites permitidos por la tradición de la Iglesia y su propia responsabilidad como religioso cuando manipula las fuerzas de la vida y la muerte y deja que Julieta permanezca «cuarenta y dos horas / como efigie pasajera de la muerte» (IV.i, pág. 126)? Mercucio es también una figura enormemente ambigua que encarna el cinismo tradicional de las juergas de muchachos jóvenes mientras que al mismo tiempo deja que las fuerzas oscuras del sueño, el deseo y la muerte le obsesionen en su sobrecogedor parlamento sobre la reina Mab (I.iv).

(François Laroque, «Tradition and Subversion in Romeo and Juliet, en Jay L. Halio, Shakespeare’s Romeo and Juliet: Texts, Contexts and Interpretation, Newark, University of Delaware Press, 1995, pág. 32).

Para Sasha Roberts, en cambio, es Julieta el personaje de la obra que más claramente cuestiona el orden establecido:

Julieta presenta un problema para todos aquellos que quieren idealizarla: siendo una niña de trece años, y dada su sexualidad precoz, su independencia y su seguridad en sí misma, ¿se la puede aceptar como un modelo de comportamiento femenino? A Julieta se la ha recuperado como una heroína ideal romántica por tres razones: su modestia inicial, su capacidad para amar y su rápido progreso hacia la madurez.

(Sasha Roberts, William Shakespeare: Romeo and Juliet, Plymouth, Northcote House y The British Council, 1998, pág. 48).

Para Sasha Roberts, Julieta subvierte los ideales de su época, que exigían de la mujer perfecta silencio y sumisión. Desde el principio, Julieta no da muestras de sumisión hacia su futuro marido, sino que domina la conversación y prepara el plan que hará posible su matrimonio. Al despedirse de Romeo en la escena del jardín (II.i), Julieta lo compara a un pajarillo atado a una cinta de seda que ella maneja a su gusto. Al imaginarse manipulando los movimientos de un hombre, Julieta subvierte las tradicionales relaciones patriarcales. Y Roberts concluye:

Julieta se enfrenta a los mandatos ideológicos de su época de modestia y sumisión femeninas. (…) Lejos de ser una heroína simple y convencional, Julieta es un personaje complejo, conflictivo, multidimensional, cuya femineidad puede leerse de modos opuestos. En mi opinión, más que representar un ideal femenino, Julieta evoca la figura de la mujer brava, la mujer que cuestiona los dictados de la sociedad patriarcal y las convenciones sociales.

(Sasha Roberts, William Shakespeare: Romeo and Juliet, Plymouth, Northcote House y The British Council, 1998, pág. 53).

5. IMÁGENES, ESTILO, PERSONAJE Y FUNCIÓN DRAMÁTICA

Romeo y Julieta es una de las obras dramáticas de Shakespeare donde el autor parece prestar más atención a la experimentación lingüística. Para muchos es una de sus piezas más «poéticas», «líricas» o «retóricas», debido al uso de la rima (poco frecuente en las demás obras de Shakespeare) y a la abundancia de imágenes, metáforas y figuras retóricas. Pero también es una de las obras donde el lenguaje cotidiano y coloquial, a veces incluso soez, brilla con frecuencia, haciendo gala de un realismo palpable. Wolfgang Clemen ha visto en Romeo y Julieta una relación entre lenguaje y caracterización que se advierte en el uso que Shakespeare hace de la adecuación entre metáfora, estilo (registro culto o coloquial), personaje y situación dramática:

Si nos preguntamos cómo consigue Shakespeare individualizar a sus personajes a través del uso de imágenes en Romeo y Julieta, nos viene a la mente en primer lugar el lenguaje del ama. Aunque se trate del ejemplo más brillante de habla individualizada en la obra de Shakespeare de este período, el habla del ama se caracteriza no tanto por sus metáforas como por ciertos rasgos de estilo, sintaxis y ritmo. Pero el contraste entre el habla de Mercucio y el habla de Romeo es también un contraste entre el uso que hacen, tan diferente, de las imágenes. El elevado tono lírico del lenguaje idealizado de Romeo contrasta con el habla realista y chispeante de Mercucio, que está llena de comparaciones drásticas, juegos de palabras ingeniosos y descripciones vivas y concretas. En la secuencia de escenas, Shakespeare hace un uso rico y eficaz de este contraste: escenas joviales, turbulentas, que no conocen el reposo, aparecen junto al tono más lírico y solemne de las escenas entre los dos amantes. El contraste de las imágenes, sin embargo, se desarrolla gradualmente. En la cuarta escena del primer acto (I.iv), Mercucio y Romeo se encuentran todavía en el mismo plano de juegos verbales agudos y metáforas amorosas de corte tradicional. El famoso parlamento sobre la reina Mab de Mercucio —aunque está más en una vena poética que realista— muestra que incluso en este pasaje tan imaginativo Mercucio no pierde contacto con la realidad firme, ya que en sus imágenes y comparaciones encontramos una gran cantidad de elementos concretos y palpables, minuciosamente observados y procedentes del mundo cotidiano. En lo que respecta a las diferencias entre las metáforas de Romeo y de Julieta, Charlotte Earl ha observado que las imágenes de Julieta están teñidas por los objetos familiares de su entorno y de la experiencia de su infancia, mientras que las imágenes de Romeo son menos concretas y más espiritualizadas. Esta sutil distinción demuestra que, en las imágenes que usan, se advierten rasgos propios del entorno y del estado de ánimo del personaje.

(Wolfgang Clemen, The Development of Shakespeare’s Imagery, London, Methuen, 1977, 2.ª edición, págs. 68-69).

6. ROMEO Y JULIETA, O EL ARTE DEL BUEN GOBIERNO

La perfecta adecuación entre personaje, recursos retóricos y situación dramática que caracteriza a Romeo y Julieta se advierte incluso en personajes aparentemente menores. Para hacer de ellos seres individualizados, Shakespeare apenas necesita unas breves pinceladas, como ocurre en el caso del Príncipe de Verona, Della Scala. Su presencia en escena es escasa: sólo aparece tres veces (actos I, III y IV) y Shakespeare le adjudica solamente dieciséis intervenciones, muchas de uno o dos versos. Sin embargo, es un personaje importante al que se le concede, como a Próspero en La tempestad, el honor de cerrar la obra y el privilegio de decir las últimas palabras. Su importancia excede este cometido, ya que como gobernante es, hasta cierto punto, responsable de que continúe el desorden civil en Verona. Mantener la paz en el Estado es una de las preocupaciones de los tratados políticos del Renacimiento. Para Maquiavelo, el príncipe ideal debe aspirar a ser amado y temido por sus súbditos, pero debe ante todo garantizar el orden:

Pasando a las otras cualidades que antes mencioné, digo que todo príncipe debe desear que le consideren piadoso y no cruel; sin embargo, tiene que procurar no usar mal la piedad. A César Borgia se le consideraba cruel, pero su crueldad había reorganizado la Romaña, la había unido y le había devuelto la paz y la lealtad. (…) Por tanto, un príncipe no debe preocuparse de tener fama de cruel por mantener a sus súbditos unidos y fieles, porque, con muy pocos ejemplos, será más piadoso que aquellos que por ser demasiado humanos dejan que sigan los desórdenes, de los que nacen asesinatos y robos; porque estos suelen perjudicar a la entera sociedad, mientras que las ejecuciones que decreta el príncipe sólo ofenden a individuos concretos (…)

No obstante, debe ser prudente al creer y al actuar y no crearse miedos por sí mismo, y proceder de forma que, conciliando la prudencia y la humanidad, la excesiva confianza no lo vuelva incauto, y la excesiva desconfianza no lo vuelva insoportable.

Esto da pie a una discusión: si es mejor ser amado que temido, o a la inversa. La respuesta es que ambas cosas son deseables, pero puesto que son difíciles de conciliar, en el caso de que haya que prescindir de una de las dos, es más seguro ser temido que ser amado.

(Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, trad. Eli Leonetti Jungl, Madrid, Espasa, 2001, págs. 115-116).

A diferencia del príncipe ideal de Maquiavelo, Della Scala no es ni amado ni temido. Su primer parlamento en la obra, dirigido a los habitantes de Verona, demuestra que nadie le escucha: «¡Súbditos rebeldes, enemigos de la paz / que profanáis el acero con sangre ciudadana! / ¡No escuchan! — ¡Vosotros, hombres, bestias» (I.i). En su penúltimo parlamento admite su negligencia: «y yo, cerrando los ojos a vuestras discordias, / pierdo dos parientes. Todos estamos castigados» (V.iii). Un príncipe renacentista, como nos recuerda uno de los emblemas de Alciato, tenía una misión que cumplir: servir de guía a sus súbditos, como el delfín guía el ancla del barco en la tormenta (véase emblema CXLIII, PRINCEPS SVBDITORVM INCOLVMITATEM PROCVRANS, traducido por el Pinciano como «Que el Príncipe ha de procurar el provecho de sus súbditos»). La debilidad del poder político de Verona, encarnado en Della Scala, hace posible la tragedia. El amor de Romeo y Julieta se desarrolla en un clima de inestabilidad social que el Príncipe no sabe corregir. El destierro de Romeo, que ha intentado separar a los que luchaban, es un error político más. Según otro de los emblemas de Alciato, el príncipe debe ser clemente (véase emblema CXLIX, PRINCIPIS CLEMENTIA, en versión del Pinciano «La clemencia del príncipe»). Si Romeo y Julieta es un drama de amor, romántico o no, y un drama retórico, también es, en cierto modo, un drama político.