Kelden Amadiro no se sentía feliz. La gravedad de la superficie de la Tierra le parecía demasiado alta; la atmósfera, demasiado densa; el rumor y el olor exteriores, sutil y desagradablemente diferentes de los de Aurora. No había ninguna vivienda que pudiera presumir de civilizada. Los robots habían construido algo parecido a refugios. Había abundantes provisiones de boca y retretes de urgencia que funcionaban adecuadamente pero eran ofensivamente inadecuados en los demás aspectos.
Lo peor de todo, aunque la mañana era agradable y el día claro, es que nacía demasiado brillante el sol de la Tierra. Pronto la temperatura sería muy elevada, el aire demasiado húmedo, los insectos no tardarían en aparecer. Al principio, Amadiro no comprendía por qué tenía los brazos llenos de ampollas que le escocían, hasta que Mandamus se lo explicó. Ahora, mientras se rascaba, iba protestando:
—¡Espantoso! ¡Pueden ser portadores de infecciones!
—Creo —dijo Mandamus con aparente indiferencia— que a veces lo hacen. Pero no es probable. Tengo lociones para aliviar el escozor y podemos quemar ciertas sustancias que los insectos encuentran ofensivas, aunque yo también encuentro ofensivo su olor.
—Quémelas —ordenó Amadiro.
Mandamus, sin variar el tono, continuó:
—Y yo no quiero hacer nada, por insignificante que sea, olor , un poco de humo…, que aumente la posibilidad de ser detectados.
Amadiro le miró con suspicacia:
—Me ha dicho una y mil veces, que esta región jamás es visitada por la gente de la Tierra o por sus robots agrícolas.
—Muy bien, pero no es una observación matemática. Es una observación sociológica; siempre cabe la posibilidad de que nos descubran.
Amadiro cortó, sombrío:
—La máxima seguridad reside en terminar el proyecto de una vez. Me dijo que hoy quedaría listo.
—Ésta es también una observación sociológica, doctor Amadiro. Tendría que estar listo hoy. Eso querría yo, pero no puedo garantizarlo matemáticamente.
—¿Cuánto tardará en garantizarlo?
Mandamus abrió las manos en un gesto equivalente a "¡quién sabe!"
—Doctor Amadiro, tengo la impresión de que ya le he explicado esto, pero estoy dispuesto a repetírselo. Me ha llevado siete años llegar hasta aquí. Contaba con algunos meses más de observación personal, en las catorce estaciones diferentes, repartidas en la superficie de la Tierra. Ya no puedo hacerlo porque debemos terminar antes de que seamos localizados y posiblemente interrumpidos por el robot Giskard. Esto quiere decir que tengo que hacer mis comprobaciones comunicándome con nuestros robots humanoides situados en las estaciones de enlace. No puedo confiar en ellos como en mí mismo. Debo examinar y comprobar sus informes y, si fuera posible, ir a uno o dos puntos, antes de sentirme satisfecho… Esto llevará días…, tal vez una o dos semanas.
—¡Una o dos semanas! ¡Imposible! ¿Cuánto tiempo cree que puedo soportar este planeta, Mandamus?
—Señor, en una de mis anteriores visitas me quedé casi un año en el planeta, y en otra ocasión, más de cuatro meses.
—¿Y le gustó?
—No, señor, pero tenía un trabajo que realizar y lo hice… sin tener en cuenta mis gustos.
Y Mandamus miró fríamente a Amadiro. Éste se ruborizó y dijo más apaciguado:
—Está bien, ¿por dónde vamos?
—Estoy comprobando aún los informes que me van llegando. No trabajamos según un sistema diseñado para laboratorio, ¿sabe? Tenemos una corteza planetaria extraordinariamente heterogénea con que enfrentarnos. Afortunadamente, el material radiactivo está ampliamente repartido, pero en lugares que son peligrosamente frágiles y debemos situar relevos en tales puntos y dejarlos al cuidado de robots. Si estos relevos no están, en algunos casos, debidamente situados y ordenados, la intensificación nuclear se apagará y habremos malgastado todos esos años y esfuerzos para nada. O puede ocurrir una intensificación localizada que tenga la fuerza de una explosión que se apagaría y dejaría el resto de la corteza sin alterar. En uno y otro caso, el daño total sería insignificante. Lo que precisamos, doctor Amadiro, es que los materiales radiactivos y, por tanto, gran parte de la corteza terrestre se vayan volviendo …, despacio…, firmemente…, irreversiblemente… —iba mordiendo las palabras al ir pronunciándolas a intervalos—, más y más intensamente radiactivos, de forma que la Tierra vaya progresivamente volviéndose inhabitable. La estructura social del planeta se desmoronará y habrá terminado para siempre como refugio efectivo de la humanidad. Supongo, doctor Amadiro, que esto es lo que quiere. Es lo que le describí hace años y lo que entonces dijo que quería.
—Y sigo queriéndolo, Mandamus, no sea tonto.
—Entonces aguante las incomodidades, señor, o vayase y yo seguiré durante el tiempo que sea necesario.
—No, no —masculló Amadiro—. Debo estar aquí cuando lo haga, pero no puedo evitar la impaciencia. ¿Cuánto tiempo ha previsto hasta las terminación del proceso? Quiero decir, ¿desde que inicie la primera ola de intensificación hasta que la Tierra sea inhabitable?
—Depende del grado de intensificación que aplique inicialmente. No sé, en este momento, qué grado va a ser necesario, pero todo depende de la eficiencia conjunta de los relevos, así que he preparado un control variable. Deseo dejar arreglado un período de diez a veinte décadas.
—¿Y si arregla un período más corto?
—Cuanto menos tiempo programemos, más rápidamente se volverán radiactivas las porciones de la corteza terrestre y más rápidamente se calentará y se volverá peligroso el planeta. Esto significa que gran parte de su población no podrá ser trasladada a tiempo.
—¿Importa? —preguntó Amadiro.
—Cuanto más rápidamente se deteriore la Tierra, más probable es que los habitantes y los colonizadores sospechen una causa tecnológica…, y que seamos nosotros los posibles sospechosos. Los colonizadores nos atacarán con furia y, defendiendo la causa de su mundo sagrado, lucharán hasta la extinción, siempre y cuando puedan infligirnos grandes pérdidas. Esto es algo que ya discutimos antes y parecíamos estar de acuerdo. Es preferible dar mucho tiempo, durante el cual nos prepararíamos para lo peor y durante el cual una Tierra desconcertada puede achacar la creciente y lenta radiactividad a algún fenómeno natural que no pueda comprender. Esto, en mi opinión, es algo que se ha vuelto más urgente que ayer.
—¿Y por qué? —inquirió Amadiro, ceñudo— Tiene usted la expresión agria y puritana que me hace creer que ha encontrado el medio de echar toda responsabilidad sobre mis hombros.
—Con todo respeto, señor, en este caso no es nada difícil. Fue una imprudencia mandar a uno de nuestros robots a destruir a Giskard.
—Por el contrario, debía hacerse. Giskard es el único que puede destruirnos.
—Pero primero debe encontrarnos… y no lo hará. Y si lo hiciera, somos expertos robotistas. ¿No cree que podríamos manejarle?
—¿Lo cree usted? También lo creía Vasilia y conocía a Giskard mejor que nosotros… Sin embargo, no pudo manejarlo. En cierto modo la nave que tenía que hacerse cargo de él y destruirlo a distancia, tampoco pudo. Así que ha llegado a la Tierra. De un modo u otro hay que destruirlo.
—Pero no se hizo. No ha habido ningún informe al respecto.
—Las malas noticias son a veces retenidas por un gobierno prudente… y los gobernantes de la Tierra, aunque bárbaros, pueden ser prudentes. Si nuestro robot fracasó y fue interrogado, habrá caído en un bloqueo irreversible. Esto significa que hemos perdido un robot, un lujo que podemos permitimos, pero nada más. Y si Giskard anda suelto todavía, más razones tenemos para apresuramos.
—Si hemos perdido un robot, hemos perdido mucho más que un robot si logran deducir la localización de este centro de operaciones. No debimos, por lo menos, utilizar un robot local.
—Utilizamos el que estaba inmediatamente disponible. Y no revelará nada. Creo que puede confiar en mi programación.
—Pero, por su mera existencia, no puede evitar revelar, congelado o no, que es de manufactura aurorana. Los robotistas de la Tierra, y hay algunos en este planeta, lo detectarán con seguridad. Así que es más razonable hacer aumentar la radiactividad con extrema lentitud. Debe transcurrir el tiempo suficiente para que la Tierra olvide el incidente y no lo asocie con el cambio progresivo en la radiactividad. Debemos contar por lo menos con diez décadas, o quince, y mejor veinte. Se apartó para volver a inspeccionar sus instrumentos y restablecer el contacto con los relevos seis y diez, que todavía le producían quebraderos de cabeza. Amadiro se quedó mirándolo con una mezcla de desprecio y repulsión, y masculló para sí:
—Sí, pero yo no dispongo de veinte décadas más, o de quince, ni tal vez de diez. Usted sí…, pero yo no.
Era por la mañana muy temprano, en Nueva York. Giskard y Daneel lo dedujeron del aumento gradual de la actividad.
—En alguna parte, arriba y lejos de la Ciudad —dijo Giskard— está amaneciendo. Una vez, hablando con Elijah Baley, veinte décadas atrás, me referí a la Tierra como el Mundo del Amanecer. ¿Continuará así por mucho más tiempo o ha dejado ya de serlo?
—Éstas son ideas morbosas, amigo Giskard. Será mejor que nos preocupemos por lo que debemos hacer hoy para ayudar a que la Tierra siga siendo el Mundo del Amanecer.
Gladia entró en la habitación, en chinelas y salida de baño, con el cabello recien lavado y secado.
—¡Ridículo! –exclamó—. Las mujeres de la Tierra van por los corredores hacia los reservados masificados, despeinadas y desarregladas. Creo que lo hacen a propósito. No es correcto peinarse camino del reservado. Al parecer, el ir despeinada pone en evidencia el aspecto cuidado de después, Hubiera debido traer todo un equipo de mañana. ¡Si hubieran visto cómo me miraron cuando aparecí con mi salida de baño! Al abandonar el reservado, uno debería estar a la última moda. Dime, Daneel…
—Señora, ¿puedo hablar con usted?
—No más de una palabra, Daneel. No sé si te has dado cuenta de que éste va a ser un gran día y mis entrevistas por la mañana van a empezar ahora mismo.
—Esto es precisamente lo que quiero discutir con usted, señora. En un día tan importante, todo irá mejor si no estamos con usted.
—¿Qué?
—El efecto que desea causar en los habitantes de la Tierra, bajaría sensiblemente si se rodeara de robots.
—No estaré rodeada. Sólo ustedes dos. ¿Cómo puedo prescindir de ustedes?
—Es necesario que aprenda a hacerlo, señora. Mientras estamos a su lado, se la tiene por distinta de la gente de aquí. Da la impresión de que les tiene miedo.
—Necesito cierta protección, Daneel —dijo preocupada—. Recuerden lo que ocurrió anoche.
—Señora, no pudimos evitar lo que ocurrió anoche y no podíamos protegerla… si hubiera sido necesario. Afortunadamente, no era usted el blanco anoche. El desintegrador estaba apuntando a Giskard, a la cabeza de Giskard.
—¿Por qué Giskard?
—¿Cómo podía un robot apuntarle a usted o a cualquier ser humano? El robot, por alguna razón que ignoro, apuntaba a Giskard. El estar cerca de usted aumentaba el peligro, recuerde que cuando se extienda la noticia de los acontecimientos de ayer, incluso el gobierno de la Tierra intentará suprimir los detalles, correrá el rumor de que se trataba de un robot que disparó un desintegrador. Esto despertará la indignación pública contra los robots…, contra nosotros…, e incluso contra usted si persiste en que se la siga viendo con nosotros. Sería mejor que estuviera sola.
—¿Cuánto tiempo?
—Por lo menos mientras dure su misión, señora. El capitán podrá ayudarla mucho más en los tiempos venideros que nosotros. Conoce bien a los de la Tierra. Ellos le tienen en gran estima… y él la tiene a usted por lo mejor, señora.
—¿Se nota la opinión que tiene de mí? —preguntó Gladia.
—Aunque soy un robot, creo que sí. Y en cualquier momento que nos necesite, nos tendrá a su lado, naturalmente… Por ahora, creemos que la mejor manera de servirla y protegerla es dejarla en manos del capitán Baley.
—Lo pensaré.
Daneel se volvió y habló silenciosamente con Giskard:
—¿Lo quiere así?
—Por supuesto —respondió Giskard—. Siempre ha estado algo inquieta en mi presencia y no sufriría demasiado con mi ausencia. Hacia tí, amigo Daneel, sus sentimientos son ambivalentes. Le recuerdas mucho al amigo Jander, cuya desactivación, hace muchas décadas, fue tan dolorosa para ella. Esto ha sido a la vez una fuente de repulsión y atracción, así que no ha sido necesario hacer gran cosa. Disminuí su atracción hacia ti y aumenté su atracción hacia el capitán. Prescindirá fácilmente de nosotros.
—Vamos entonces en busca del capitán —dijo Daneel.
Abandonaron juntos la habitación y entraron en el vestíbulo que daba paso al apartamento.
Daneel y Giskard habían estado en la Tierra en anteriores ocasiones; Giskard más recientemente. Conocían el uso del directorio computarizado que les daba la Sección, Ala y número del apartamento que se había asignado a D.G. y comprendían también, además, los códigos de color que les indicaban las adecuadas direcciones y los ascensores. Era temprano para que el tráfico humano fuera notable, pero los humanos con los que se cruzaban o se les acercaban, miraban primero estupefactos a Giskard, luego volvían la cabeza con forzada indiferencia. Los pasos de Giskard eran algo irregulares, cuando estuvieron cerca de la puerta del apartamento de D.G. No se notaba mucho, pero Daneel se dio cuenta. En voz baja preguntó:
—¿Te sientes mal, amigo Giskard?
—He tenido necesidad de borrar estupefacción, aprensión e incluso atención en cierto número de hombres y mujeres… y en un jovencito, lo que ha sido más difícil. No disponía de tiempo para asegurarme de que no les causaba daño.
—Era importante hacerlo. No debemos ser retenidos.
—Lo comprendo, pero la ley Cero no se me da muy bien. No tengo tu facilidad en este aspecto. —Y como si deseara olvidarse de su propio malestar, prosiguió: —He notado con frecuencia que la hiperresistencia en los circuitos positrónicos se nota primero al andar y estar de pie y después en el habla.
Daneel llamó a la puerta. Dijo:
—En mi caso ocurre lo mismo, amigo Giskard. Mantener el equilibrio en sólo dos soportes es difícil incluso en las mejores circunstancias. El desequilibrio controlado, como al andar, es aún más difícil. Oí decir una vez que en un principio intentaron producir robots con cuatro piernas y dos brazos. Les llamaron "centauros”. Trabajaban bien, pero resultaban inaceptables porque tenían el aspecto básicamente no humano.
—Pues ahora —suspiró Giskard— me encantaría tener cuatro piernas, amigo Daneel. No obstante, creo que mi malestar está disipándose.
D.G. había llegado a la puerta. Les recibió con una amplia sonrisa. Miró en una y otra dirección a lo largo del corredor, y su sonrisa desapareció, reemplazándola por una expresión de máxima preocupación.
—¿Qué están haciendo aquí sin Gladia? Es que…
—Capitán —dijo Daneel—, Gladia está muy bien. No corre ningún peligro. ¿Podemos entrar y explicárselo?
D.G. pareció malhumorado, pero los hizo pasar. Su voz adoptó el tono que uno naturalmente emplea con las máquinas que no funcionan bien, y preguntó:
—¿Por qué la han dejado sola? ¿Qué circunstancias podían permitir dejarla completamente sola?
—No está más sola que otras personas, ni corre mayor peligro —explicó Daniel— Si la interroga luego sobre el caso, creo que le dirá que no puede resultar efectiva aquí, si va siempre seguida de sus robots espaciales. Creo que le dirá que todo lo que necesita en consejo y protección debería proporcionárselo usted y no sus robots. Esto es lo que yo creo que desea, por lo menos, ahora. Si en algún momento vuelve a necesitarnos, estaremos a su disposición.
La expresión de D.G. se dulcificó y volvió a sonreír.
—Desea mi protección, ¿verdad?
—En este momento, capitán, desea más su presencia que la nuestra.
La sonrisa de D.G. se hizo más amplia.
—¿Quién puede censurarla? Me arreglaré e iré a su departamento tan pronto como pueda.
—Pero primero, señor…
—¡Oh! —dijo D.G.— ¿hay un quid pro quo?
—Sí, señor. Estamos ansiosos por descubrir lo más que podamos sobre el robot que disparó el desintegrador anoche contra la tribuna.
—¿Piensan en que pueda haber más peligro para Gladia? —preguntó D.G.
—Ninguno de este tipo. El robot anoche no disparó contra Gladia. Siendo robot no podía hacerlo. Disparó contra Giskard.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Esto es lo que queremos descubrir. Por este motivo deseamos que llame a Quintana, subsecretaría de Energía y le diga que es importante, y que le complacería a usted y al gobierno de Baleymundo, si no le importa añadir esto…, que me permitiera hacerle unas preguntas sobre un tema relevante. Deseamos que haga usted lo que pueda para persuadirla de que consienta en la entrevista.
—¿No deseas nada más de mí? ¿Persuadir a una funcionaría importante y ocupada para que se someta a ser interrogada por un robot?
—Señor, aceptará si usted insiste. Además, como su centro está muy lejos, nos sería muy útil que nos contratara una lanzadera que nos llevara allá. Tenemos mucha prisa, como puede darse cuenta.
—¿Nada más que estas pequeñeces? —preguntó D.G.
—Sólo en parte, capitán. Necesitamos un buen conductor y, por favor, páguele muy bien para que consienta en llevar al amigo Giskard, que es obviamente un robot. Yo tal vez no le importe.
—Supongo que te das cuenta, Daneel, de que me pides algo nada razonable.
—No creía que lo fuera, capitán, pero si usted lo considera así, no digamos más. No tenemos más alternativa que volver con Gladia, que no se sentirá nada feliz porque hubiera preferido estar con usted. Dio media vuelta disponiéndose a salir, indicando a Giskard que le siguiera, pero D.G. exclamó:
—Espera. Hay un contacto de comunicación público ahí fuera. Quédense aquí y esperen.
Los dos robots permanecieron, de pie. Daneel preguntó:
—¿Tuviste que esforzarte mucho, amigo Giskard?
Giskard parecía haber recobrado el equilibrio.
—No podía hacer nada. Se oponía fuertemente a tratar con Quintana y más aún a conseguirnos un transporte rápido. No hubiera podido alterar esos sentimientos sin causarle daños. Pero cuando sugeriste volver junto a Gladia, su actitud cambió drásticamente. Lo esperabas así, ¿verdad, amigo Daneel?
—Sí,
—Al parecer, cada vez me necesitas menos. Hay más de un modo de ajustar las mentes. Pero terminé haciendo algo. El cambio de idea del capitán fue acompañado de una emoción muy fuerte hacia Gladia. Aproveché la oportunidad de reforzarla.
—Ésta es la razón que necesitabas. Yo no podía haberlo hecho.
—Pero llegarás a hacerlo, amigo Daneel. Quizá muy pronto.
—Lo creas o no —dijo D.G. al regresar— te recibirá, Daneel. La lanzadera y su conductor llegarán al momento. Cuanto antes marchen, mejor será. Yo voy ahora mismo hacia el apartamento de Gladia.
Los dos robots salieron al .corredor a esperar. Giskard comentó:
—Se siente muy feliz.
—Así parece, amigo Giskard, pero me temo que lo fácil ha terminado para nosotros. Hemos podido arreglar que Gladia nos deje libres para movernos. Luego, persuadimos con cierta dificultad al capitán para que consiguiera que la subsecretaría nos recibiera. Pero, con ella podemos no conseguir nada.
El conductor echó una mirada a Giskard y pareció perder los ánimos.
—Oiga —dijo a Daniel—, se me dijo que cobraría doble por llevar a un robot, pero los robots no están autorizados en las ciudades y podría verme comprometido. El dinero no me servirá si pierdo mi licencia. ¿No podía llevarle solamente a usted, señor?
—Yo también soy un robot, señor. Estamos en la ciudad y no es culpa suya. Tratamos de salir de ella y usted nos ayudará. Vamos a visitar a un alto funcionario del gobierno que, espero, arreglará esto y su obligación cívica es ayudarnos. Si se niega a llevarnos, conductor, obrará en beneficio de mantener robots en la ciudad, y esto puede considerarse contrario a la ley.
La expresión del conductor cambió. Abrió la puerta y ordenó:
—Suban. —Pero cerró cuidadosamente la .gruesa mampara transparente que le separaba de sus pasajeros.
—¿Te costó mucho, amigo Giskard?
—Muy poco, amigo Daneel. Lo que dijiste me facilitó el trabajo. Es sorprendente que una colección de declaraciones que son individualmente ciertas puedan usarse, combinadas, para conseguir un resultado que no se hubiera logrado con la verdad.
—Lo he observado con frecuencia en las conversaciones humanas, amigo Giskard, incluso entre humanos normalmente sinceros. Sospecho que esta práctica está justificada en la mente de esas personas por servir un buen propósito.
—La ley Cero, ¿verdad?
—O su equivalente…,si la mente humana posee dicho equivalente. Amigo Giskard, has dicho hace un momento que yo voy a tener tus poderes, quizá pronto. ¿Me estás preparando para ello?
—En efecto, amigo Daneel.
—¿Por qué? ¿Puedo preguntártelo?
—Otra vez la ley Cero. El pasado episodio de la inestabilidad de mis piernas me ha hecho ver cuan vulnerable he sido al intentar el uso de la ley Cero. Antes de terminar el día, puedo volver a tener que obrar según la ley Cero para salvar al mundo y a la humanidad y tal vez no pueda. En tal caso, debes estar en condiciones de hacerlo tú. Te estoy preparando, poco a poco, para que, llegado el momento, pueda impartirte las últimas instrucciones y hacer que todo encaje.
—No sé cómo lo conseguirás, amigo Giskard.
—No te costará entenderlo cuando llegue el momento. Utilicé esta técnica en pequeña escala sobre robots que envié a la Tierra en la época en que no estaban aún prohibidos en las ciudades, y fueron ellos los que me ayudaron a ajustar las mentes de los líderes hasta el extremo de aprobar la decisión de mandar colonos a los mundos.
El conductor, cuya lanzadera no corría sobre ruedas sino que permanecía a unos centímetros del suelo en todo momento, había pasado por corredores especiales reservados para tales vehículos y 1o había hecho con tal rapidez que justificaba el nombre que se le daba. Ahora salió a un corredor normal que corría paralelamente, aunque a cierta distancia, a la izquierda de una autopista. La lanzadera, más lenta ahora, hizo un giro a la izquierda, zumbó por debajo de la autopista, salió al otro lado y después, medio kilómetro más allá, se detuvo ante un edificio de adornada fachada.
La puerta se abrió automáticamente. Daneel salió primero, esperó a que lo hiciera Giskard y entregó al conductor una hoja metálica que había recibido de D.G. El conductor la miró detenidamente, luego se cerraron las puertas de golpe, y escapó a toda velocidad sin decir media palabra.
Hubo una pausa antes de que se abriera la puerta en respuesta a su llamada y Daneel supuso que los habían estado observando. Cuando se abrió, una joven les guió rápidamente por el interior del edificio. Evitó mirar a Giskard, pero mostró algo más que curiosidad por Daneel. Encontraron a la subsecretaría Quintana sentada tras una mesa enorme. Les sonrió y dijo con una alegría algo forzada:
—Dos robots, sin la compañía de seres humanos. ¿Estoy segura?
—Enteramente, señora —respondió gravemente Daniel—. Para nosotros tampoco es corriente ver a un ser humano sin la compañía de sus robots.
—Les aseguro que también tengo robots. Les llamo subordinados y uno de ellos les ha acompañado hasta aquí. Me asombra que no se haya desmayado al ver a Giskard. Creo que lo hubiera hecho si no la hubiera advertido antes y si usted no fuera tan extraordinariamente interesante de aspecto, Daneel. Pero dejemos esto. El capitán Baley insistió tanto en su deseo de que les recibiera, y mi interés por mantener buenas relaciones con un importante mundo colonizador es tanto también, que he aceptado la entrevista. Pero, mi jornada sigue muy cargada y les agradeceré que terminemos pronto… ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Señora Quintana… —empezó Daneel.
—Un momento. ¿Pueden sentarse? Anoche le vi sentado.
—Podemos sentarnos, pero estamos igualmente cómodos de pie… No nos importa.
—Pero a mí, sí. Para mí no sería cómodo estar de pie… y si me siento me dolerá el cuello de tanto mirar hacia arriba. Por favor, acerquen sillas y siéntense. Gracias… Ahora, Daneel, ¿de qué se trata?
—Señora, supongo que se acuerda del incidente del desintegrador disparado anoche contra la tribuna, después del banquete.
—En efecto. Y lo que es más, sé que fue un robot humanoide el que sostenía el arma, aunque no vamos a admitirlo oficialmente. Y aquí me tiene sentada con dos robots, detrás de mi mesa, y sin protección. Y uno de ustedes también es humanoide.
—Pero yo no tengo desintegrador, señora —sonrió Daneel.
—Espero que no… El otro humanoide no se le parecía nada, Daneel. Usted es una obra de arte, ¿lo sabía?
—Estoy perfectamente programado, señora.
—Me refiero a su apariencia. Pero, ¿qué me decía del desintegrador?
—Señora, ese robot tiene una base en alguna parte de la Tierra y debo saber dónde está. He venido de Aurora para encontrar esa base y evitar semejantes incidentes que puedan romper la paz entre nuestros mundos. Tengo razones para creer…
—¿Usted es el que ha venido? ¿No es el capitán? ¿No es Gladia?
—Nosotros, señora, Giskard y yo. No estoy en posición de poder contarle toda la historia de cómo nos hicimos cargo de la tarea, y tampoco puedo darle el nombre del ser humano bajo cuyas instrucciones trabajamos.
—¡Vaya! ¡Espionaje internacional! Fascinante. ¡Qué lástima que no pueda ayudarles!, pero no sé de dónde procede el robot. No tengo la menor idea de dónde se encuentra su base. Ni siquiera sé por qué han venido a mí en busca de esta información. En su lugar, Daneel, yo hubiera ido al Departamento de Seguridad… —Se inclinó hacia él—. ¿Tiene piel verdadera en su rostro, Daneel? Es una imitación extraordinaria, si no lo es…
—Alargó la mano hacia él y la posó delicadamente en su mejilla—. Incluso el tacto es perfecto.
—Sin embargo, señora, no es verdadera piel. Si se corta… no se cura sola. Por el contrario, un desgarrón puede remendarse fácilmente o puede ponerse un parche.
—¡Uf! —Y Quintana arrugó la nariz. —Pero ya hemos terminado, porque no puedo ayudarles en cuanto al hombre del desintegrador. No sé nada.
—Señora, permítame que le explique algo más. Este robot puede formar parte de un grupo interesado en los procesos primitivos para la obtención de energía, que usted me describió anoche…, la fisión. Créalo así, que hay gente interesada en la fisión y en el contenido de uranio y torio en la corteza terrestre. ¿Dónde podría haber un lugar conveniente para que lo utilicen como base?
—¿Una vieja mina de uranio, quizá? Ni siquiera sé dónde puede haber una. Debe comprender, Daneel, que la Tierra siente una aversión casi supersticiosa por todo lo nuclear y por la fisión en particular. Encontrará menos que que nada sobre fisión en nuestros trabajos sobre energía, y solamente lo estrictamente esencial en producción para expertos. Incluso yo sé muy poco; pero claro, yo soy administrativa, no científica.
—Una pregunta más, señora. Interrogamos al supuesto asesino sobre la situación de su base, y lo hicimos insistentemente. Estaba programado para sufrir inactivación permanente, una total congelación de sus circuitos cerebrales, en caso de interrogación y se desactivó. Pero, antes de que ocurriera, en su lucha final entre obediencia y desactivación, abrió dos o tres veces la boca, como si quisiera…, posiblemente…, decir tres sílabas. La tercera silaba, o palabra, o simplemente sonido, fue "milla". ¿Significa esto algo relacionado con la fisión?
Quintana movió lentamente la cabeza.
—No, no puedo decir que signifique algo. En todo caso no es una palabra que pueda encontrarse en un diccionario de galáctico estándar. Lo siento, Daneel. Ha sido agradable volver a verle, pero tengo la mesa llena de trabajo. Perdóneme.
Daneel dijo como si no la hubiera oído.
—Tengo entendido que milla podría ser una expresión arcaica referida a cierta unidad de longitud, algo posiblemente más largo que un kilómetro.
—Suena totalmente irrelevante, aunque fuera verdad. ¿Qué sabría un robot de Aurora sobre expresiones arcaicas y antiguas…? —Calló de pronto. Sus ojos se abrieron y palideció. Dijo:— ¿Es posible?
—¿Qué es posible, señora?
—Hay un lugar —dijo Quintana, medio perdida en sus pensamientos— que todo el mundo evita… tanto la gente como los robots. Si me gustara dramatizar, diría que fue un lugar de mal agüero. Tanto, que ha sido completamente borrado. Ni siquiera está en los mapas. Es la quintaesencia de todo lo que representa la fisión. Recuerdo haberme tropezado con el lugar en una vieja película de referencia, al principio de ocupar este cargo. Se hablaba de ello constantemente como del lugar de un "incidente” que arrancó para siempre de las mentes la idea de la fisión como fuente de energía. El lugar se llama Isla Tres Millas.
—Entonces es un lugar aislado, absolutamente aislado y libre de posibles intrusiones —musitó Daniel—, el tipo de lugar que uno encontraría consultando antiguos tratados sobre fisión, y por tanto lo reconocería como base ideal, donde guardar absoluto secreto y con un nombre de tres palabras, de las cuales "milla" es la tercera. Este es el lugar, señora… ¿Puede indicarnos cómo ir hasta allá y facilitarnos de algún modo la salida de la ciudad, y que se nos lleve a Isla Tres Millas o lo más cerca posible?
Quintana sonrió. Cuando sonreía parecía más joven:
—Está claro que si tienen entre manos un caso interesante de espionaje intelectual, no pueden permitirse perder tiempo, ¿no es cierto?
—No, señora, no podemos.
—Pues bien, entra dentro de mis obligaciones echar una mirada a Isla Tres Millas. ¿Por qué no les llevo en coche aéreo? Puedo defenderme conduciéndolo.
—Señora, su cantidad de trabajo…
—Nadie lo tocará. Estará aquí cuando vuelva.
—Pero abandonaría la ciudad…
—¿Y qué? No estamos en los viejos tiempos. Antes de la dominación espacial, la gente de la Tierra no abandonaba nunca sus ciudades, es cierto, hemos avanzado y colonizado la Galaxia por más de veinte décadas. Todavía quedan algunos, menos educados, que mantienen la vieja actitud provinciana, pero la mayoría gozamos de movilidad. Supongo que queda siempre la impresión de que podemos reunimos esporádicamente con algún grupo colonizador. Yo no pienso hacerlo, pero vuelo frecuentemente en mi aerocoche y hace cinco años volé hasta Chicago y, después, regresé… Esperen aquí. Voy a preparar el vuelo.
Salió como un torbellino. Daneel la miró y murmuró:
—Amigo Giskard, no me parece que esto sea característico en ella. ¿Has hecho algo?
—Un poco. Cuando entramos me pareció que la joven que nos acompañó se sentía atraída por tu aspecto. Yo estaba seguro de que existía el mismo factor en la mente de Quintana, anoche, en el banquete…, aunque me encontraba muy lejos de ella, y había demasiada gente en el salón para poder estar seguro. Sin embargo, una vez empezada nuestra conversación, la atracción era inconfundible. Poco a poco fui reforzándola y todas las veces que sugería que la entrevista iba a terminar, parecía menos decidida. En ningún momento se opuso a que continuaras. Por fin sugirió el aerocoche porque supongo que había llegado al punto en que ya no podía soportar perder la oportunidad de estar contigo un poco más.
—Esto puede complicar las cosa —dijo Daneel, pensativo.
—Pero es por una buena causa. Piénsalo en términos de la ley Cero.
—Y al decirlo daba la impresión de que estaba sonriendo…, si su cara permitía tal expresión.
Quintana exhaló un suspiro cuando posó el aerocoche sobre una porción de cemento adecuada para su propósito. Dos robots se acercaron al instante para el examen obligatorio del vehículo y para renovar su energía en caso necesario. Ella miró hacia la izquierda inclinándose por delante de Daneel al hacerlo.
—Está en aquella dirección –dijo—, a varios kilómetros del río Susquehanna. Hace mucho calor. —Se enderezó de mala gana y sonrió a Daneel. —Esto es lo peor al abandonar la ciudad. Aquí el ambiente está totalmente descontrolado. Imagine, permitir semejante calor. ¿No siente el calor, Daneel?
—Tengo un termostato interno, señora, que funciona a la perfección.
—Magnífico. Ojalá tuviera yo uno. En esta área no hay caminos, Daneel. Ni hay robots que puedan guiarle, porque no se acercan jamás a un área muy extensa. Podemos dar tumbos por todo el lugar sin llegar a la base, aunque pasáramos a quinientos metros de ella.
—No diga "podríamos", señora. Es absolutamente necesario que usted permanezca aquí. Lo que va a ocurrir será seguramente peligroso, y puesto que carece de acondicionamiento de aire, la tarea podría ser superior a su aguante físico, incluso sino fuera peligroso. ¿Puede esperarnos, señora? Sería muy importante para mí que quisiera hacerlo.
—Esperaré.
—Podemos tardar varias horas.
—Por aquí hay de todo y la pequeña ciudad de Harrisburg no está lejos.
—En este caso, señora, debemos ponemos en camino.
Saltó ágilmente del aerocoche y Giskard le siguió. Se dirigieron hacia el norte. Era casi mediodía y el sol de verano resplandecía reflejado en las partes bruñidas del cuerpo de Giskard.
—Cualquier indicio de actividad mental que puedas detectar será de los que andamos buscando —dijo Daniel— No debe de haber nadie más en varios kilómetros.
—¿Estás seguro de que podrás pararles, si les encontramos, amigo Daneel?
—No, amigo Giskard. No tengo la menor seguridad…, pero debemos hacerlo.
Levular Mandamus gruñó y miró a Amadiro con una sonrisa tensa en su flaco rostro.
—Asombroso –dijo— y de lo más satisfactorio.
Amadiro se secó la frente y las mejillas con un trozo de toalla, y preguntó:
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que cada relevo funciona perfectamente.
—Entonces, ¿puede empezar la intensificación?
—Tan pronto como pueda calcular el grado apropiado de concentración de partículas W.
—¿Cuánto tiempo tardará?
—Quince minutos. Treinta.
Amadiro miró con aire de concentración sombría, hasta que Mandamus le dijo:
—Está bien. Ya lo tengo. Es el 2,72 en la escala arbitraria que he establecido. Esto nos concederá quince décadas hasta que alcancemos el nivel superior de equilibrio que se mantendrá sin cambios esenciales durante millones de años. Y este nivel nos asegurará que la Tierra podrá mantener unos pocos grupos repartidos en áreas libres de radiación. Sólo tenemos que esperar quince décadas y un conjunto desorganizado de mundos colonizados caerá en nuestras manos como frutos maduros.
—Yo no viviré quince décadas más —declaró Amadiro lentamente.
—Lo lamento de veras, señor —cortó Mandamus, seco—, pero estamos hablando, ahora, de Aurora y de los mundos espaciales. Habrá otros que continuarán su trabajo.
—¿Usted, por ejemplo?
—Me prometió la dirección del Instituto y, como está viendo, me la he ganado. Desde una base política, puedo razonablemente esperar ser presidente algún día y entonces llevaré a término la política que crea necesaria para asegurarme la disolución final de los, para entonces, mundos anárquicos de los colonizadores.
—Confía usted mucho en sí mismo. ¿Qué pasará si suelta el chorro de partículas W y luego viene alguien y lo cierra, en el transcurso de las próximas quince décadas?
—Imposible, señor. Una vez puesto en marcha, un mecanismo atómico interno lo fijará en dicha posición. Todo el lugar puede desintegrarse, pero la corteza terrestre continuará ardiendo lentamente. Supongo que sería posible recrear un montaje enteramente nuevo, si alguien en el planeta Tierra o entre los colonizadores duplica mi trabajo, pero si lo hacen no harán sino aumentar la velocidad de la radioactividad, jamás disminuirla. La segunda ley de termodinámica se ocupará de ello.
—Mandamus, dice usted que se ha ganado la dirección del Instituto. No se olvide que soy yo el que decide.
—No señor, no es usted. Con todo respeto, los detalles del proceso me son familiares, pero no a usted. Estos detalles están cifrados en un lugar que no encontrará, y si lo encuentra, están guardados por robots que lo destruirán antes de permitir que caigan en sus manos. No puede apuntarse ningún tanto por esto, yo sí.
—Sin embargo, mi aprobación apresurará los trámites para usted. Si fuera a arrancarme la dirección, por los medios que fuera, sufrirá una continuada oposición por parte de los otros miembros del Consejo, y esto le estorbará durante todas las décadas que esté en el puesto. ¿Es solamente el título de director lo que desea o la oportunidad de experimentar todo lo que produce una verdadera jefatura?
—¿Cree que es el momento de hablar de política? Hace un rato todo era impaciencia por que yo pudiera entretenerme quince minutos en la computadora.
—Ah, pero ahora hablamos de ajustar el chorro de partículas W. ¿Quiere fijarlo a 2,72? ¿Era ésta la cifra? Y me pregunto si estará bien. ¿Cuál es el alcance máximo que puede manejar?
—El alcance va de cero a doce, pero lo necesario es 2,72. Más o menos 0,05, si quiere más detalles. Esto es lo que, basándome en los informes de los catorce relevos, nos dará un lapso de quince décadas para el equilibrio.
—Pero yo pienso que el número correcto es 12.
Mandamus se quedó mirando horrorizado:
—¿Doce? ¿Sabe lo que esto significa?
—Sí. Significa que tendremos a la Tierra demasiado radiactiva para poder vivir en ella dentro de una década o década y media, y que mataremos durante el proceso unos cuantos billones de personas.
—Y la certeza de una guerra segura con una enfurecida Federación de Colonizadores. ¿Por qué puede desear semejante holocausto?
—Se lo repetiré. No cuento vivir otras quince décadas, y yo quiero vivir para ver la destrucción de la Tierra.
—Pero también conseguiría la mutilación; la mutilación, por lo menos, de Aurora. No puede hablar en serio.
—Pues, sí. Llevo veinte décadas de fracaso y humillación que recuperar.
—Estas décadas fueron provocadas por Han Fastolfe y Giskard y no por la Tierra!
—No, las provocó uno de la Tierra, Elijah Baley.
—Que lleva muerto más de dieciséis décadas. ¿Qué valor puede tener un momento de venganza contra un hombre muerto hace tanto tiempo?
—No quiero discutir el asunto. Voy a hacerle una proposición. El título de director inmediatamente. Dimitiré de mi cargo tan pronto lleguemos a Aurora y le nombraré como sucesor.
—No. No quiero la dirección en estos términos. ¡Billones de muertos!
—¡Billones de terráqueos! Entonces no puedo confiar en que manipule los controles debidamente. Muéstreme.., a mí…, cómo dispone el instrumento de control y yo cargaré con toda la responsabilidad. Seguiré manteniendo la oferta de dimitir a mi llegada y le nombraré como sucesor.
—No. Significa la muerte de billones de personas del planeta y quién sabe cuántos millones de espaciales también. Por favor, doctor Amadiro, comprenda que no puedo hacerlo por más que me ofrezca, y usted no puede manipularlo sin mí. La puesta en marcha del mecanismo está cifrada en la huella de mi pulgar izquierdo.
—Se lo vuelvo a pedir.
—Tiene que estar loco para volver a pedírmelo pese a todo lo que le he dicho.
—Esto, Mandamus, es su opinión personal. No estoy tan loco que haya olvidado alejar a todos los robots locales con un encargo y otro. Estamos completamente solos.
Mandamus hizo una mueca despectiva:
—¿Con esto pretende amenazarme? ¿Va a matarme ahora que no hay robots presentes para impedírselo?
—Sí, Mandamus, lo haré si es preciso… —Y Amadiro sacó un pequeño desintegrador de una bolsa. —Éstos son difíciles de obtener en la Tierra, pero no es imposible…, si el precio es adecuado. Y yo sé cómo emplearlo. Le ruego que me crea si le digo que estoy dispuesto a volarle la cabeza ahora mismo… si no coloca su pulgar en el contacto y me permite ajusfar el dial a doce.
—No se atreverá. Si muero, ¿cómo ajustara el dial sin mí?
—No sea imbécil. Si le vuelo la cabeza, su pulgar izquierdo seguirá intacto. Incluso, y por un tiempo, estará a temperatura normal. Utilizaré ese pulgar, luego ajustaré el dial con la misma facilidad con que abro un grifo. Le preferiría vivo, puesto que su muerte puede ser molesta de explicar en Aurora, pero no será más molesta de lo que pueda soportar. Por lo tanto, le doy treinta segundos para decidirse. Si coopera, le mantengo la oferta de la dirección. Si no, todo ocurrirá según mi deseo, y usted mismo habrá muerto. Empecemos ahora. Uno…, dos…, tres… Mandamus miraba horrorizado a Amadiro; que seguía contando y le observaba por encima del desintegrador, con ojos duros e inexpresivos.
Y de repente, Mandamus chilló:
—Tire el desintegrador, Amadiro, o quedaremos ambos inmovilizados en virtud de que debemos ser protegidos del mal.
El aviso llegó demasiado tarde. Más rápido de lo que la vista puede apreciar, un brazo agarró la muñeca de Amadiro, paralizándosela con la presión, y el desintegrador cayó.
—Siento haber tenido que lastimarle, doctor Amadiro, pero no puedo permitir que apunte con un desintegrador a otro ser humano –dijo Daneel.
Amadiro no abrió la boca. Mandamus dijo fríamente:
—Son ustedes dos robots sin amo a la vista. A falta de éste, soy vuestro dueño ahora y les ordeno que se marchen y no vuelvan. Como ven, ya no hay peligro para ningún humano en este momento, por tanto nada puede oponerse a vuestra obligada obediencia a esta orden; vayanse al instante.
—Lo siento, señor, es inútil disimular nuestra identidad y nuestras habilidades, puesto que ya las conoce. Mi compañero, R. Giskard Reventlov puede detectar emociones… ¿Amigo Giskard?
—Al acercarnos, después de haber detectado su presencia desde lejos, capté, doctor Amadiro, una tremenda ira en su mente. En la suya, doctor Mandamus, un miedo extremo.
—La ira, si ira se notaba —explicó Mandamus—, era la reacción del doctor Amadiro por acercarse dos robots desconocidos, especialmente uno que era capaz de revolver en la mente humana y que ya ha lastimado, quizá permanentemente, la de Vasilia. Mi temor, si temor había, era también causado por su aproximación. Ahora controlamos nuestras emociones y no hay motivo para interferir. De nuevo les ordeno que se retiren definitivamente.
—Perdone, doctor Mandamus, solamente deseo asegurarme de que podemos seguir sus órdenes, tranquilos. ¿No había un desintegrador en la mano del doctor Amadiro y acaso no le apuntaba a usted?
—Me explicaba su funcionamiento y se disponía a guardarlo cuando se lo quitaron.
—¿Se lo devuelvo, pues, antes de marcharnos, señor?
—No —contestó Mandamus con un estremecimiento—, porque entonces tendrían una excusa para quedarse, a fin de…, cómo diría yo…, de protegemos. Lléveselo cuando se marchen y no tendrán por qué regresar.
—Tenemos entendido que están aquí en una región en que los seres humanos tienen prohibido penetrar… —comentó Daneel.
—Es una costumbre, no una ley, y una que en todo caso no reza para nosotros, puesto que no somos de la Tierra. Pero tampoco los robots están autorizados.
—Nos trajo aquí, doctor Mandamus, un alto funcionario del gobierno de la Tierra. Tenemos motivos para creer que se encuentran aquí a fin de aumentar el nivel de radioactividad de la corteza terrestre y causar daños graves e irreparables al planeta.
—En absoluto… —empezó Mandamus.
Entonces, Amadiro interrumpió por primera vez:
—¿Con qué derecho, robot, nos interrogas? Somos seres humanos y te hemos dado una orden. ¡Obedécela ahora mismo! Su tono autoritario era aplastante y Daneel se estremeció, mientras que Giskard iniciaba media vuelta. Pero Daneel insistió:
—Perdón, doctor Amadiro. No interrogo. Sólo busco tranquilizarme a fin de estar seguro de que puedo, sin riesgos, obedecer la orden. Tenemos razones para creer…
—No necesitas repetirlo —cortó Mandamus y en un instante, añadió—, doctor Amadiro, por favor, déjeme que conteste yo. Daneel, estamos aquí en misión antropológica. Nuestro propósito es encontrar el origen de ciertas costumbres humanas que influyen en el comportamiento entre espaciales. Estos orígenes sólo pueden encontrarse aquí, en la Tierra y es aquí, por lo tanto, donde los buscamos.
—¿Tienen permiso de la Tierra para ello?
—Hace siete años consulté con los funcionarios adecuados en la Tierra, y obtuve su permiso.
Daneel inquirió en voz baja.
—Amigo Giskard, ¿qué dices?
—Las indicaciones en la mente del doctor Mandamus son que lo que está diciendo no concuerda con la situación actual.
— ¿Está mintiendo?
—Es lo que creo
Mandamus, imperturbable, dijo:
—Puedes creerlo así, pero creer no es seguridad. No puedes desobedecer una orden apoyándote en una mera creencia. Lo sé y tú lo sabes.
Giskard insistió:
—Pero en la mente del doctor Amadiro, la rabia está solamente mitigada por fuerzas emocionales que no están a la altura de lo que se espera de ellas. Es posible separar estas fuerzas, por decirlo así, y permitir que la rabia se vacíe.
Y Amadiro exclamó:
— ¿Por qué se entretiene con esas cosas, Mandamus?
Mandamus gritó:
—Ni una palabra más, Amadiro. ¡Está haciéndoles el juego!
Pero Amadiro ni le escuchó.
—Se rebaja, y es inútil —y en un exceso de ira, sacudió el brazo de Mandamus, que pretendía contenerle.
—Conocen la verdad, ¿y qué? Robots, somos espaciales. Más que esto, somos auroranos, procedemos del mundo donde los construyeron. Más aún, somos altos funcionarios del mundo aurorano y deben interpretar las palabras "seres humanos", según el significado de las tres leyes de la Robótica, como auroranos. Si no nos obedecen ahora, nos dañarán y humillarán, así que violaran la primera y la segunda ley. Es cierto que estamos aquí para destruir a los habitantes de la Tierra, a muchísimos de ellos, pero aun siendo verdad, es totalmente irrelevante. Es como si se negaran a obedecer porque comemos la carne de los animales que hemos sacrificado. Ahora que les he explicado esto, ¡fuera!
Pero sus últimas palabras terminaron en un estertor. Los ojos de Amadiro parecieron salirse de las órbitas y cayó al suelo. Mandamus, con un grito incoherente, se inclinó sobre él. Giskard explicó:
—Doctor Mandamus, el doctor Amadiro no ha muerto. Por ahora se encuentra en un estado de coma del que se le puede sacar en cualquier momento. No obstante, habrá olvidado todo lo relacionado con este proyecto, y jamás podrá comprender nada que tenga que ver con el mismo si, por ejemplo, tratara de explicárselo. Al hacerlo, lo que no hubiera sido posible sin su propia admisión de que se proponía destruir gran cantidad de personas, le he dañado permanentemente partes de su memoria y de su proceso de pensamiento. Lo lamento, pero no he podido evitarlo.
—Verá usted, doctor Mandamus, hace algún tiempo, en Solaria –explicó Daniel— encontramos unos robots que definían los seres humanos como solarios únicamente. Reconocemos que si diferentes robots están sujetos a definiciones limitadas de un tipo u otro, sólo puede esperarse una destrucción sin medida. Es inútil tratar de que nosotros definamos al ser humano sólo tratándose de auroranos. Definimos al ser humano como miembro de la especie Homo sapiens, que incluye a los de la Tierra y a los colonizadores, y creemos que la prevención del daño a humanos, en grupos, y a la humanidad como un todo, se deriva de la prevención de daños a cualquier individuo específico.
Mandamus objetó, jadeando:
—Esto no es lo que dice la primera ley.
—Esto es lo que dice la ley Cero, y ésta tiene preferencia.
—No ha sido programado de este modo.
—Así es como me he programado yo. Y como sé desde el momento de nuestra llegada aquí que su presencia implica daño, no puede ordenarme que me aleje o evitar que le lastime. La ley Cero toma precedencia y debo salvar a la Tierra. Por consiguiente, le ruego que me ayude…, voluntariamente…, a destruir los mecanismos que tiene aquí. De lo contrario, me veré obligado a amenazarle con destruirle, como hizo el doctor Amadiro, aunque yo no utilizaré un desintegrador.
—¡Espera! ¡Espera! —gritó Mandamus—. Óyeme. Déjame explicarte. Que hayas vaciado la mente del doctor Amadiro es una buena cosa. Él quería destruir la Tierra, pero yo no quería. Por eso me apuntaba con el desintegrador.
—Pero fue usted el que originó la idea, el que diseñó y montó estos aparatos —dijo Daneel—. De lo contrario, el doctor Amadiro no le hubiera obligado a hacer algo. Lo habría hecho él mismo y no habría necesitado su ayuda. ¿No es verdad?
—Sí, es verdad. Giskard puede analizar mis sentimientos y verá si miento. Inventé todos estos aparatos y me disponía a utilizarlos, pero no como quería el doctor Amadiro. ¿Digo la verdad?
—Por lo que percibo, dice la verdad —declaró Giskard.
—Naturalmente. Lo que estoy haciendo es introducir una aceleración gradual de la natural radiactividad de la corteza terrestre. Durante ciento cincuenta años, los habitantes de la Tierra podrán trasladarse a otros mundos. Aumentará la población de los actuales colonizadores y aumentará la colonización de gran número de mundos adicionales. Desaparecerá la Tierra como un enorme mundo anómalo que amenaza siempre a los espaciales y embrutece a los colonizadores. ¿Digo la verdad?
—Por lo que percibo, dice la verdad —repitió Giskard.
—Mi plan, si tiene éxito, mantendría la paz y haría de la Galaxia un hogar para espaciales y colonizadores por igual. Por esta razón, cuando construí este dispositivo…
Señaló hacia él, apoyando su pulgar izquierdo en el contacto y, de pronto, abalanzándose sobre el control de volumen, gritó:
—¡Congelación!
Daneel dio un paso adelante y se detuvo, congelado, con la mano derecha alzada. Giskard no se movió. Mandamus se volvió, jadeando:
—Ya está. A 2,72. Es irreversible. Ahora se hará tal como yo quería. Ni podran declarar contra mí, porque de hacerlo iniciarían una guerra y la ley Cero lo prohibe.
Miró al cuerpo inanimado del doctor Amadiro y dijo con una fría mirada de desprecio:
— ¡Imbécil! ¡Nunca sabrás cómo hubiera debido hacerse!