—¿Lo dice en serio, D.G.? —preguntó Gladia—. ¿Se proponía de verdad colisionar con la nave?
—En absoluto —respondió D.G., indiferente—. No esperaba hacerlo. Simplemente me lancé contra ellos, sabiendo que retrocederían. Esos espaciales no iban a arriesgar sus largas y maravillosas vidas cuando podían fácilmente evitarlo.
—¿Esos espaciales? ¡Qué cobardes son!
—Siempre me olvido de que es una espacial, Gladia —carraspeó D.G.
—Sí, imagino que piensa que esto es un cumplido. ¿Y si hubieran sido tan locos como usted, si hubieran hecho gala de esa locura infantil que confunde con la valentía… y no se hubieran movido? ¿Qué habría hecho?
—Chocar con ellos —murmuró D.G.
—Y todos muertos.
—La transacción habría sido favorable a nosotros, Gladia. Una decrépita nave mercante procedente de un mundo colonizador, contra una moderna nave de guerra del avanzado mundo espacial. D.G. inclinó su silla hacia la pared y se puso las manos en la nuca (asombroso lo cómodo que se sentía, ahora que todo había terminado).
—Una vez vi un hiperdrama histórico en el que, hacia el final de una guerra, unos aviones cargados de explosivos se lanzaban deliberadamente contra unas magníficas naves de mar, para hundirlas. Por supuesto, el piloto de cada aeroplano perdía la vida.
—Eso era ficción —comentó Gladia—. No supondrá que la gente civilizada haga cosas así en la vida real, ¿verdad?
—¿Por qué no, si la causa lo merece?
—¿Qué sintió cuando se lanzó hacia una muerte gloriosa? ¿Exaltación? Lanzaba a toda su tripulación hacia la misma muerte.
—Lo sabían. No podíamos hacer otra cosa. La Tierra nos contemplaba.
—La gente de la Tierra ni siquiera estaba enterada.
—Lo digo metafóricamente. Nos encontrábamos en el espacio de la Tierra. No podíamos actuar de forma innoble.
—Bah, ¡qué tontería! Y también arriesgó mi vida.
D.G. se contempló las botas.
—¿Quiere oír algo completamente loco? Era lo único que me preocupaba.
—¿Qué yo perdiera la vida?
—No, eso precisamente no. Que iba a perderla a usted… Cuando esa nave me ordenó que la entregara, sabía que no lo haría, aunque usted me lo pidiera. Por el contrario, chocaría alegremente contra ellos así no la conseguirían. Y después, mientras iba viendo cómo su nave llenaba mi pantalla, pensé: "Si no se marchan, también la perderé" y fue entonces cuando mi corazón empezó a palpitar y yo a sudar. Sabía que se irían, pero la idea… —Movió la cabeza.
—No lo comprendo. No le preocupaba mi muerte, pero le preocupaba perderme. ¿No van juntas las dos cosas?
—Lo sé. No digo que sea racional. Me acordé de usted corriendo hacia la capataza para salvarme, sabiendo que ella podía matarla de un golpe. Y la recordé enfrentándose con toda la gente de Baleymundo y convenciéndola,, cuando jamás se había enfrentado a una gran multitud. Incluso pensé en usted yéndose a Aurora cuando era una joven, y aprendiendo una nueva forma de vida y sobreviviendo… Y me pareció que no me importaba morir, sólo me importaba perderla. Tiene razón. Es una insensatez.
—¿Se ha olvidado de mi edad? —preguntó Gladia, pensativa—. Cuando usted nació, yo era casi tan vieja como ahora. A su edad solía soñar con su lejano antepasado. Además, tengo una articulación artificial en la cadera. Mi dedo pulgar izquierdo, éste —lo movió— es enteramente protésico. Algunos de mis nervios han sido reconstruidos. Mis dientes son todos implantados, de cerámica. Y me habla como si en cualquier momento fuera a confesarme una pasión fogosa. ¿Por qué? ¿Para quién? Piense, D.G. ¡Míreme y véame como soy!
D.G. echó una silla hacia atrás, sobre dos patas, y se frotó la barba con un extraño ruido:
—Está bien. Me ha hecho sentir idiota, pero seguiré como ahora. Lo que sé de su edad es que va a sobrevivirme y que parecerá poco mayor que ahora cuando eso ocurra, así que es más joven que yo, no más vieja. Además, me tiene sin cuidado que sea mayor que yo. Lo que me gustaría es que se quedara conmigo, fuera a donde fuese para toda mi vida.
Gladia iba a hablar, pero D.G. intervino rápidamente:
—O si le parece más conveniente, que yo me quede junto a usted, vaya donde fuere, para toda mi vida, de ser posible. Si a usted no le parece mal.
—Soy una espacial —dijo Gladia con dulzura—. Usted es un colonizador.
—¿A quién le importa, Gladia? ¿A ti?
—Quiero decir que no habrá hijos. Ya he tenido los míos.
—¿Y a mí qué me importa? No hay peligro de que el nombre de Baley se extinga.
—Yo tengo una tarea. Me he propuesto llevar la paz a la Galaxia.
—Te ayudaré.
—¿Y tu trabajo mercante? ¿Vas a perder la oportunidad de hacerte rico?
—Lo haremos juntos. Sólo un poco para que mi tripulación se sienta feliz y me ayude a mantenerte en tu ocupación de establecer la paz.
—Pero la vida será aburrida para ti, D.G.
— ¿Lo crees así? A mí me parece que desde que estamos juntos ha sido excesivamente excitante.
—Y probablemente insistirás en que abandone a mis robots.
D.G. pareció entristecido:
—¿Es por eso por lo que has estado tratando de disuadirme? No me importaría que te quedaras con los dos, incluso con Daneel y su sonrisita lasciva; pero si vamos a vivir con los colonizadores…
—En ese caso supongo que tendré que intentar encontrar el valor de hacerlo.
Rió dulcemente y lo mismo hizo D.G. Alargó los brazos y Gladia puso sus manos en las suyas, diciendo:
—Estás loco. Yo estoy loca. Pero todo ha sido tan extraño desde la noche en que miré el cielo de Aurora y traté de encontrar el sol de Solaria, que supongo que estar loca es la única respuesta a las cosas.
—Lo que acabas de decir no es locura, es pura demencia, pero así es como quiero que seas –titubeó—. No, esperaré. Me afeitaré la barba antes de intentar besarte. Esto disminuirá las posibilidades de infección.
—¡No, no lo hagas! ¡Tengo curiosidad por saber lo que se siente!
Y no tardó en descubrirlo.
El comandante Lisiform anduvo de un extremo a otro de su camarote. Dijo:
—Era inútil perder la nave. No merecía la pena.
Su asesor político estaba tranquilamente sentado. Sus ojos no se molestaron en seguir las rápidas idas y venidas del comandante.
—Sí, claro —se limitó a decir.
—¿Qué tenían que perder los bárbaros? Viven solamente unas décadas y, de todas formas, la vida no significa nada para ellos.
—Sí, claro.
—Pero hasta ahora no había visto nunca una nave colonizadora haciendo eso. Tal vez sea una nueva táctica fanática. Nosotros no podemos defendernos contra ella. ¿Qué ocurriría si mandaran naves zumbando contra las nuestras, con los escudos levantados, a la máxima velocidad y sin seres humanos a bordo?
—Podríamos robotizar nuestras naves por completo.
—No serviría de nada. No podríamos permitirnos perder la nave. Lo que necesitamos es la cuchilla antiescudo de que están hablando. Algo que rasgue un escudo de arriba abajo.
—Entonces, ellos también inventarán una y nosotros tendremos que fabricar un escudo anticuchilla, y ellos también, y seguiremos igual pero a más alto nivel.
—Entonces necesitamos algo completamente nuevo.
—Bueno —comentó el consejero—, puede que aparezca algo. Su misión no era específicamente el asunto de la mujer Solaria y sus robots, ¿verdad? Hubiera sido perfecto haberlos forzado a abandonar la nave colonizadora, pero eso era secundario, ¿no es cierto?
—De todos modos, al Consejo no le va a gustar nada.
—Hablarles es cosa mía. El hecho importante es que Amadiro y Mandamus no sólo abandonaron la nave sino que están en un transbordador camino de la Tierra.
—En efecto.
—Y no solamente distrajo a la nave colonizadora, sino que incluso la retrasó. Esto quiere decir que Amadiro y Mandamus salieron sin ser vistos y estarán en la Tierra antes que nuestro bárbaro capitán.
—Eso creo. Pero ¿para qué?
—No lo sé. Si se tratara solamente de Mandamus, me olvidaría del asunto. No cuenta, pero ¿y Amadiro? ¡Abandonar las guerras políticas de casa en tiempo crucial, y venir a la Tierra! Algo tremendamente importante debe de ocurrir allí.
—¿Qué? —El comandante parecía disgustado de haber estado a punto de verse envuelto en algo de lo que no entendía nada.
—No tengo la menor idea.
—¿Supone que pueda tratarse de negociaciones secretas al más alto nivel para una modificación del tratado de paz que Fastolfe había negociado?
El asesor sonrió:
—¿Tratado de paz? Si cree esto, es que no conoce a nuestro doctor Amadiro. No viajaría a la Tierra para modificar una o dos cláusulas en un tratado de paz. Lo que busca es una Galaxia sin colonizadores y si va a la Tierra…, bueno, lo único que puedo decir es que no me gustaría encontrarme en la piel de los bárbaros colonizadores a partir de ahora.
—Confío, amigo Giskard, en que Gladia no se encuentre incómoda sin nosotros. ¿Puedes saberlo, a distancia?
—Puedo captar su mente, de modo débil pero inconfundible, amigo Daneel. Está con el capitán y hay una clara aura de excitación y alegría.
—Excelente, amigo Giskard.
—Pero menos excelente para mí, amigo Daneel. Me encuentro en un estado de vago desorden. He soportado una tremenda tensión.
—Me entristece oírlo, amigo Giskard. ¿Puedo preguntarte la razón?
—Hemos estado aquí durante mucho tiempo mientras el capitán negociaba con la nave aurorana.
—Sí, pero la nave aurorana se ha ido ya, así que el capitán ha negociado con éxito.
—Lo ha hecho de un modo del que tú , por lo visto, no te has dado cuenta. Yo sí, hasta cierto punto. Aunque el capitán no estaba aquí con nosotros, me costó poco captar su mente. Irradiaba una tensión y suspenso abrumadores y, por debajo de todo ello, una fuerte sensación de pérdida de algo.
—¿Pérdida, amigo Giskard? ¿Pudiste descubrir en qué consistía?
—No puedo describir mi método de análisis de semejantes cosas, pero la pérdida no parecía ser del tipo de las que había asociado en el pasado con generalidades o con objetos inanimados. Sentí el tacto…, ésta no es la palabra, pero no hay otra que sirva ni de lejos…, sentí la pérdida de una persona específica,
—Gladia.
—Sí.
—Esto parecería natural, amigo Giskard. Se enfrentaba con la posibilidad de tener que entregarla a la nave aurorana.
—La impresión era demasiado intensa. Demasiado dolorosa.
—¿Dolorosa?
—Es la única palabra que se me ocurre en relación con lo que capté. Había una dolorosa tensión asociada a la sensación de pérdida. No era como si Gladia se fuera a otra parte y por ello no la tendría cerca. Esto, después de todo, podía remediarse en el futuro. Era como si fuera a dejar de existir…, que falleciera…, y la perdiera para siempre.
—Sintió que los auroranos la matarían. Estoy seguro de que no iba a ocurrir, de que no era posible.
—En efecto, no era posible. Y no es eso. Sentí una sensación de responsabilidad personal asociada al profundo temor de pérdida. Tanteé en otras mentes a bordo de la nave y, juntándolo todo, llegué a la sospecha de que el capitán llevaba deliberadamente su nave a chocar contra la nave aurorana.
—También esto me parece imposible, amigo Giskard —murmuró Daneel.
—Tuve que aceptarlo. Mi primer impulso fue alterar la mente del capitán, arrancarle la presión emocional de forma que variara el rumbo, pero no pude. Estaba tan firmemente decidido, tan saturada su mente de determinación, y, pese al suspenso, a la tensión y al temor de pérdida, tan rebosante de confianza en el éxito…
—¿Cómo podía sentir a la vez temor de pérdida por la muerte y sensación de confianza en el éxito?
—Amigo Daneel, ya he dejado de maravillarme ante la capacidad de la mente humana de mantener dos emociones opuestas simultáneamente. Me limito a aceptarlo. En este caso, intentar alterar la mente del capitán hasta el extremo de hacerle apartar la nave de su ruta, lo hubiera matado. No podía hacerlo.
—Pero al no hacerlo, amigo Giskard, montones de seres humanos en esta nave, incluyendo a Gladia, y a varios cientos más en la nave autorana, morirían.
—Podían no morir si el capitán estaba en lo cierto en su sensación de confianza en el éxito. No podía provocar una muerte cierta para evitar otras probables. Ahí está la dificultad, amigo Daneel, de tu ley Cero. La primera ley trata con individuos y seguridades específicas. Tu ley Cero trata con grupos vagos y probabilidades.
—Los seres humanos a bordo de las naves no son grupos vagos. Son diversos individuos específicos tomados en conjunto.
—Pero cuando debo tomar una decisión es al individuo específico al que tengo que manipular directamente, y cuyo sino debe contar para mí. No puedo evitarlo.
—¿Qué hiciste, pues, amigo Giskard, o no pudiste hacer nada?
—Desesperado, amigo Daneel, intenté conectar con el comandante de la nave aurorana, que tras un pequeño "salto" se encontraba muy cerca de nosotros, pero no pude. La distancia era excesiva. No obstante, el intento no fue del todo inútil. Detecté algo, el equivalente a un ligero zumbido. Reflexioné un momento antes de darme cuenta que recibía la sensación de las mentes de todos los humanos a bordo de la nave aurorana. Separé el ligero zumbido de las sensaciones más prominentes que salían de nuestra propia nave, una tarea difícil.
—Casi imposible, diría yo, amigo Giskard.
—Como bien dices, casi imposible, pero lo conseguí con un gran esfuerzo. Sin embargo, por más que lo intenté no pude separar las mentes individuales. Cuando Gladia se enfrentó con aquel gran número de seres humanos en Baleymundo, percibí una confusión anárquica y una mezcla de mentes, pero por unos instantes logré separar unas de otras. En esta ocasión no ha sido posible.
Giskard calló, como perdido en sus recuerdos.
—Imagino que esto debe ser análogo al modo en que vemos las estrellas individuales en grandes grupos, cuando el conjunto está relativamente cerca de nosotros —dijo Daniel—. Pero, en una Galaxia distante no podemos separar unas estrellas de otras, sino ver solamente una bruma vagamente luminosa.
—Esto me parece una buena analogía, amigo Daneel. Como yo me concentraba en el zumbido suave y distante, me pareció detectar una leve capa de miedo. No estaba seguro, pero sentí que debía aprovecharme de ello. Jamás había intentado ejercer mi influencia sobre algo tan lejano, sobre algo tan impreciso como un mero zumbido, pero me esforcé desesperadamente por aumentar aquel miedo aunque solamente fuera un poquito. No sabría decir si tuve suerte o no.
—La nave aurorana huyó. Debiste de tener éxito.
—O no, vaya uno a saber. La nave pudo haber huido aunque yo no hubiera hecho nada.
Daneel pareció sumirse en sus pensamientos.
—Quizá. Si el capitán confiaba tanto en que huyera…
—Por el contrario, no estoy seguro de que existiera una base racional para tanta confianza —dijo Giskard—. Me pareció que lo que detectaba era una mezcla de temor y reverencia hacia la Tierra. Y la confianza era algo parecida a la que he detectado en los niños respecto a sus protectores, sus padres u otras personas. Tuve la impresión de que el capitán creía que no podía fracasar en los alrededores de la Tierra por la influencia de ésta. No voy a decir que el sentimiento fuera exactamente irracional, pero en todo caso a mí me pareció no racional.
—Indudablemente estás en lo cierto, amigo Giskard. El capitán ha hablado siempre de la Tierra, en nuestra presencia, con respeto. Puesto que la Tierra no puede influir en el éxito de un acto mediante influencias místicas, es posible suponer que tu influencia fue ejercida felizmente. Y, además…
Giskard con sus ojos levemente fosforescentes, dijo:
—¿En qué estás pensando, amigo Daneel?
—He estado pensando en la suposición de que el individuo humano es concreto mientras que la humanidad es abstracta. Cuando detectaste el leve zumbido procedente de la nave aurorana, no detectabas a un individuo, sino a una porción de la humanidad. ¿No podría ser que estuvieras a la distancia adecuada de la Tierra y que el rumor de fondo, suficientemente apagado, que detectaste fuera el zumbido de la actividad mental de la población humana de la Tierra? Y, ampliando esto, ¿puede uno dejar de imaginar que en la Galaxia está el zumbido de la actividad mental de la humanidad? ¿Cómo es posible, entonces, que la humanidad sea una abstracción? Es algo que puedes señalar. Piensa en eso en conexión con la ley Cero y verás que la extensión de las leyes de la Robótica es justificada…, justificada por tu propia experiencia.
Siguió una larga pausa y al fin dijo Giskard, despacio como si le arrancaran las palabras:
—Puede que tengas razón, amigo Daneel, pero si ahora aterrizamos en la Tierra, con una ley Cero que podemos utilizar, seguimos aún sin saber cómo utilizarla. Hasta aquí, nos parece que en la crisis que se cierne sobre la Tierra está involucrado el uso de un intensificar nuclear, pero que por lo que sabemos, no hay nada en la Tierra lo bastante significativo para que un intensificador pueda realizar su trabajo. Así que, ¿qué vamos a hacer en la Tierra?
—Todavía no lo sé —confesó Daneel, apesadumbrado.
¡Ruido!
Gladia escuchó, asombrada. No lastimaba su oído. No era el ruido de una superficie chocando contra otra. No era un alarido estridente, o un clamor, o unos golpes, o algo que pudiera expresarse onomatopéyicamente. Era más blando y menos insistente, subía y bajaba, llevaba consigo cierta irregularidad… ¡y estaba siempre presente!
D.G. la observó escuchando, inclinando la cabeza a un lado y a otro, y le dijo:
—Yo lo llamo "La voz de la ciudad", Gladia.
—¿No cesa nunca?
—En realidad, nunca; pero ¿qué otra cosa puedes esperar? ¿No has estado nunca en un campo oyendo el viento entre las hojas y el zumbido de los insectos, y los pájaros llamándose, y el agua deslizándose entre las piedras? Eso no cesa nunca.
—Es diferente.
—No, no lo es. Es lo mismo. El rumor es aquí la mezcla del rumor de las máquinas y de los diferentes ruidos que hace la gente, pero el principio es exactamente el mismo que el de las voces no humanas en el campo. Estás acostumbrada a los campos y por eso no oyes nada allí. No estás acostumbrada a esto, y lo oyes y probablemente lo encuentras molesto. La gente de la Tierra no lo oye sino en las ocasiones en que acaban de llegar del campo, y entonces le encanta escucharlo. Mañana no lo oirás. Gladia, pensativa, miró a su alrededor desde el pequeño balcón donde se encontraban.
—¡Cuántos edificios!
—Es verdad. Estructuras por todas partes extendiéndose hacia fuera por kilómetros y kilómetros. Y arriba… y abajo, también. Ésta no es solamente una ciudad al estilo de Aurora o de Baleymundo. Es una Ciudad, con C mayúscula, un tipo que existe solamente en la Tierra.
—Éstas son las Cavernas de Acero —dijo Gladia— Lo sé. Estamos bajo tierra, ¿verdad?
—Sí. Absolutamente. Debo confesarte que me llevó mucho tiempo acostumbrarme a este tipo de cosas cuando visité la Tierra por primera vez. Siempre que voy a una ciudad, me parece una escena de ciudad abarrotada. Caminos, calles, fachadas de tiendas y masas de gente, con la luz suave de los fluorescentes haciendo que todo parezca bañado por una luz solar sin sombras. Pero no es luz solar, y arriba, en la superficie, no sé si el sol está brillando en este momento o si lo cubren las nubes, o si está dejando a esta parte del mundo sumida en noche y oscuridad.
—Hace que la Ciudad parezca encerrada. La gente respira el aire de cada uno.
—Sí, lo hacemos en cualquier mundo, en cualquier parte.
—Pero no así. –Olisqueo— Huele.
—Cada mundo huele. Cada ciudad en la Tierra huele distinto. Te acostumbrarás.
—No sé si quiero acostumbrarme. ¿Por qué no se ahoga la gente?
—Porque la ventilación es excelente.
—¿Y qué ocurre cuando se estropea?
—No ocurre nada.
Gladia volvió a mirar alrededor y dijo:
—Cada edificio parece cargado de balcones.
—Es un signo de condición social. Muy poca gente tiene pisos con vistas al exterior, y si los tiene quiere las ventajas de tenerlos. La mayoría de los ciudadanos tienen pisos interiores, sin ventanas.
Gladia se estremeció.
—¡Qué horrible! ¿Cuál es el nombre de esta ciudad, D.G.?
—Nueva York. Es la ciudad más importante, pero no la mayor. En este continente, la Ciudad de México y Los Ángeles son las mayores, y también en otros continentes hay ciudades mayores que Nueva York.
—¿Por qué es Nueva York la más importante?
—Por lo mismo de siempre. El gobierno global está situado aquí: las Naciones Unidas.
—¿Naciones? —le apuntó con el dedo, triunfante—. La Tierra estaba dividida en varias unidades políticas independientes, ¿verdad?
—Sí, sí. Docenas de ellas. Esto fue antes de los viajes interespaciales, los tiempos pre-hiper. Pero el nombre permanece. Esto es lo maravilloso de la Tierra. Es historia congelada. Cada otro mundo es nuevo y sin profundidad. Sólo la Tierra es la humanidad en su esencia.
D.G. lo dijo casi en un murmullo y luego se refugió en el interior de la habitación, no muy grande y con un mobiliario de poca calidad. Gladia comentó, decepcionada:
—¿Por qué no se ve a nadie?
—No te preocupes, querida —se rió D.G.—. Si son desfiles y atención lo que deseas, los tendrás. Lo que pasa es que les pedí que nos dejaran solos un poco. En cuanto a mis hombres, tienen que amarrar la nave, limpiarla, renovar las provisiones, dedicarse a sus devociones…
—¿Mujeres?
—No, no es a lo que me refiero, aunque supongo que las mujeres tendrán su papel más tarde. Al decir devociones, me refiero a que la Tierra tiene aún sus religiones, y éstas consuelan a los hombres en cierto modo. Por lo menos aquí, en la Tierra. Aquí parecen tener mayor significado.
—Vaya —dijo Gladia medio despectiva—, historia congelada, como has dicho. ¿Supones que podríamos salir del edificio y pasear un poco?
—Acepta mi consejo, Gladia, y no quieras meterte en eso, ahora. Tendrás más y de sobra cuando empiece la ceremonia.
—Pero será terriblemente formal. ¿No podríamos saltamos la ceremonia?
—Imposible. Como en Baleymundo te dio por hacerte la heroína, tendrás también que serlo en la Tierra. De todos modos las ceremonias acabarán pronto. Cuando te hayas recuperado de ellas, buscaremos un guía y visitaremos realmente la ciudad.
—¿Habrá algún problema si nos llevamos a mis robots? —Señaló a Daneel y Giskard, que estaban al otro extremo de la estancia. —No me importa ir sin ellos cuando estoy contigo en la nave, pero si vamos a encontrarnos con montones de desconocidos, me siento más segura si los tengo conmigo.
—Desde luego, no habrá problema con Daneel. Es también un héroe por derecho propio. Fue el colega de mi antepasado, y pasa por humano. Giskard, que es claramente un robot, no debía ser autorizado, en teoría, a traspasar los límites de la ciudad, pero han hecho una excepción en su caso y espero que sigan haciéndola. A propósito, lamento que tengamos que esperar aquí y no podamos salir.
—No estoy segura de que me apetezca, precisamente ahora, exponerme a todo ese ruido —dijo Gladia.
—No, no. No me refiero a plazas públicas y carreteras. Me encantaría sacarte fuera, a los corredores de este edificio. Hay literalmente kilómetros y kilómetros, y son, en sí, como una ciudad en pequeño: centros comerciales, restaurantes, áreas de recreo, baños, ascensores, cintas transportadoras y demás Hay más color y variedad en un solo piso de un edificio de cualquier ciudad de la Tierra, que en toda una ciudad de colonizadores, o en todo un mundo espacial.
—Me da la impresión de que todo el mundo puede perderse.
—De ningún modo. Aquí todo el mundo conoce su propio vecindario, como en cualquier otra parte. Incluso los forasteros no tienen más que seguir las señales.
—Pienso que todo lo que tienen que andar, que se ven forzados a andar, es muy bueno físicamente, pero…—parecía dubitativa.
—Y también socialmente. En todo momento hay gente en los corredores y lo establecido es que se hable con los conocidos e incluso se salude a los desconocidos. Tampoco es absolutamente necesario andar. Hay ascensores por todas partes para los trayectos verticales. Los corredores principales son cintas transportadoras y se mueven para los trayectos horizontales. Naturalmente, fuera del edificio hay una línea que conecta con la red de autopistas. Eso vale la pena. Tendrás que circular.
—Ya he oído hablar de ellas. Hay tramos por donde se cruza que te llevan más y más de prisa, o más y más despacio, al saltar de una a otra. Yo sería incapaz de hacerlo. No me lo pidas.
—Claro que podrás hacerlo —dijo D.G. optimista—. Te ayudaré. Si es necesario, te llevaré a cuestas: lo único que te hace falta es algo de práctica. Entre la gente de este planeta hasta los niños de los jardines saben hacerlo, lo mismo que los ancianos que andan con bastón. Confieso que los colonos son más bien torpes, y yo no soy un portento de gracia, pero me defiendo y lo mismo harás tú.
Gladia exhaló un enorme suspiro:
—Bueno, pues lo intentaré si no hay otro remedio. Voy a decirte una cosa, mi querido D.G. Debemos conseguir una habitación razonablemente silenciosa para la noche. Quiero que enmudezca tu "Voz de la ciudad".
—Seguro que podrá arreglarse.
—Y no quiero tener que comer en la "Sección cocinas".
D.G. pareció dudoso:
—Arreglaremos para que nos traigan la comida; en realidad te vendría bien participar en la vida social de la Tierra. Después de todo, voy a estar contigo.
—Quizás algo más tarde, D.G., pero no ahora, al principio. Quiero un baño para mí sola.
—¡Oh, no, eso es imposible! En cada habitación que se nos asigne habrá un lavabo y un w.c., porque somos gente de categoría, pero si te propones ducharte o bañarte, tendrás que seguir a la gente. Hay una mujer que te enseña cómo funciona y te reserva un compartimiento individual o como se llame aquí. No te sentirás incómoda. Las mujeres de los mundos colonos son entrenadas en el uso de los reservados todos los días del año. Y a lo mejor terminas difrutándolo, Gladia. Tengo entendido que el reservado de mujeres es un lugar de mucha actividad y muy entretenido. Por el contrario, en el de los hombres no se permite decir una sola palabra. Muy aburrido.
—Todo eso es horrible —musitó Gladia—. ¿Cómo puedes soportar la falta de intimidad?
—En un mundo abarrotado es de absoluta necesidad —comentó D.G. sin darle demasiada importancia—. Lo que nunca has conocido, no lo echas en falta. ¿Quieres algún otro aforismo?
—Realmente, no.
Parecía tan abatida que D.G. le pasó un brazo por los hombros:
—Vamos, no será tan malo como piensas. Te lo prometo.
No fue exactamente una pesadilla, pero Gladia agradeció su anterior experiencia en Baleymundo que le dio una somera idea de lo que era ahora un verdadero mar de gente. Había mucha más aquí, en Nueva York, de la que había en el mundo de los colonizadores; pero, por el contrario, aquí estaba más aislada de las masas, que en la anterior ocasión.
—Los funcionarios del Gobierno estaban claramente deseosos de que se les viera con ella. Se percibía una lucha correcta y muda por conseguir colocarse lo suficientemente cerca para que se les viera juntos por hipervisión. Se quedaba aislada, no sólo de las masas al otro lado de los cordones de policía, sino también de D.G. y de sus dos robots. También se la veía sometida a las acometidas de la gente que solamente parecía pensar en las cámaras.
Tuvo que oír lo que le parecieron innumerables discursos, todos ellos afortunadamente cortos, sin escucharlos. Sonreía incesantemente, sin expresión, a ciegas, proyectando la visión de sus dientes de porcelana en todas direcciones indiscriminadamente.
Gladia recorrió en coche kilómetros y kilómetros de corredores a paso de tortuga, mientras incontables grupos de hormigas bordeaban el camino, vitoreándola y saludándola al verla pasar (se preguntó si alguna vez un espacial había recibido tanta adulación de la gente de la Tierra, y estaba segura de que su caso era enteramente sin precedentes).
En determinado momento, Gladia divisó un lejano grupo de personas reunidas junto a una pantalla de hipervisión y fugazmente se vio en ella. Estaban escuchando, lo sabía, una grabación de su discurso en Baleymundo. Gladia pensó en cuántas veces, en cuántos lugares y ante cuanta gente se retransmitía ahora, y cuántas veces había sido ya retransmitido desde que lo pronunció, y cuántas veces volvería a retransmitirse en el futuro, y si se oía todo, o en parte, en los mundos espaciales.
¿Acaso parecería una traidora a la gente de Aurora, y se tomaría esta recepción como prueba de ello?
Podía ser…, a lo mejor…, pero la tenía sin cuidado. Tenía que cumplir su misión pacificadora, de reconciliación y no cejaría, la llevara a donde la llevase, sin quejarse. Iría, incluso, hasta tolerar la increíble orgía del baño colectivo, y el estridente e inconsciente exhibicionismo en el reservado de mujeres aquella misma mañana (sin excesivas quejas).
Llegaron a una de las autopistas que D.G. había mencionado, y Gladia contempló, horrorizada, la interminable serpiente de coches de pasajeros que pasaban… y pasaban… y pasaban con su carga de personas que se dirigían a un trabajo que no podía posponerse para ver el desfile (o a las que, sencillamente, no les interesaba) y que miraban gravemente a la multitud y a la procesión durante el tiempo escaso que los tenían en frente. De pronto, el coche se metió por debajo de la autopista, por un corto túnel que no se diferenciaba en nada del camino que habían dejado arriba (toda la ciudad era una red de túneles) y salió otra vez.
La comitiva se detuvo ante un enorme edificio, más atractivo que el resto de los interminables bloques que representaban las unidades de la sección residencial de la Ciudad.
En el interior del edificio, hubo otra recepción en la que se sirvieron canapés y bebidas alcohólicas. Gladia, precavida, no tomó ni una cosa ni otra. Millares de personas la rodearon y una sucesión interminable se acercó a hablarle. Se había corrido la voz de que no debían estrecharle la mano, pero algunos lo hicieron y Gladia, esforzándose por no vacilar, apoyaba brevemente dos dedos en la mano tendida y los retiraba al instante. En un momento dado, un grupo de mujeres se preparó para dirigirse al personal más próximo y una llevó a cabo lo que era claramente una fórmula de cumplido. Discretamente preguntó a Gladia si le gustaría acompañarlas. No le atraía, pero pensó que ante ella se extendía una larga velada y que luego le resultaría más embarazoso desaparecer.
Una vez en el interior del reservado, hubo las risas y charlas habituales y Gladia, acomodándose a las circunstancias y fortalecida por el recuerdo de la mañana, utilizó las ventajas de una pequeña cámara con separaciones a. ambos lados, pero ninguna por delante.
Nadie parecía molesto y Gladia se esforzó por recordar que tenía que adaptarse a las costumbres locales. Por lo menos el lugar tenía una excelente ventilación y parecía irreprochablemente limpio.
En todo ese tiempo Daneel y Giskard habían sido ignorados. Eso, pensó Gladia, era pura amabilidad. Los robots ya no estaban permitidos dentro de los límites de la ciudad, aunque había millones en el campo. Insistir en la presencia de Daneel y Giskard significaba poner en entredicho lo legalmente establecido. Era más sencillo pretender, con tacto, que no figuraran para nada.
Cuando empezó el banquete, se sentaron discretamente a una mesa junto a D.G., no lejos de la presidencia. Gladia comió muy poco, preguntándose si aquella comida podía producirle disentería. D.G., no del todo satisfecho al verse relegado al cargo de guardián de los robots, no dejó de mirar a Gladia y ésta, alguna que otra vez, agitó la mano y le sonrió.
Giskard, igualmente vigilante, tuvo la oportunidad de decir a Daneel, en un murmullo encubierto por el persistente e interminable ruido de fondo de las voces y el chocar de los cubiertos:
—Amigo Daneel, hay altos funcionarios sentados en esta habitación. Es posible que alguno de ellos tenga información que pueda sernos útil.
—Puede, amigo Giskard. ¿Crees que dadas tus habilidades me guiarás a este respecto?
—No puedo. El fondo de actividad mental no me proporciona ninguna reacción emocional que pueda ser interesante. Tampoco las ideas fugaces de los más cercanos indican gran cosa. Pero tengo la certeza de que el clímax de la crisis se está aproximando rápidamente mientras estamos sentados aquí, sin hacer nada.
—Trataré de hacer lo que el colega Elijah hubiera hecho, y forzaré la situación.
Daneel no comía. Vigilaba a la gente con sus ojos tranquilos hasta encontrar lo que buscaba. Discretamente se levantó y se acercó a otra mesa, con la mirada fija en una mujer que lograba comer y sostener al mismo tiempo una animada conversación con el hombre que se sentaba a su izquierda. Era una mujer con pelo corto que mostraba infinidad de canas. Su rostro, aunque no joven, era agradable.
Daneel esperó un descanso natural en la conversación, y al ver que no ocurría, dijo con esfuerzo:
—Señora, ¿me permite interrumpirla?
Ella le miró sorprendida y abiertamente disgustada:
—Bien —dijo con brusquedad—, ¿de qué se trata?
—Señora —repitió Daneel—, perdone esta interrupción, ¿me autoriza usted a que hablemos unos momentos?
Le miró frunciendo el entrecejo y su expresión se dulcificó al decirle:
—Por su extrema corrección creo adivinar que es el robot, ¿verdad?
—Soy uno de los robots de la señora Gladia, señora.
—Sí, pero es el humano. ¿Es R. Daneel Olivaw?
—Éste es mi nombre, señora.
La señora se volvió al hombre que se sentaba a su izquierda, y le rogó.
—Perdóneme. No puedo negarme a hablar con este… robot. Su vecino sonrió, indeciso, y dedicó toda su atención al plato que tenía delante. La señora dijo a Daneel:
—Si tenía una silla, ¿por qué no se la trae aquí? Estaré encantada de que hablemos.
—Gracias, señora.
Cuando Daneel, de vuelta, se sentó a su lado, ella le preguntó:
—.Es de verdad R. Daneel Olivaw?
—Éste es mi nombre, señora —repitió.
—Quiero decir que si es el que trabajó hace años con Elijah Baley. ¿No será un nuevo modelo del mismo tipo? ¿No será R. Daneel Olivaw Cuarto, o algo parecido?
—Queda algo de mí que no ha sido reemplazado en las últimas veinte décadas… Ni siquiera modernizado o mejorado. Mi cerebro positrónico es el mismo que cuando trabajé con mi colega Elijah en tres mundos diferentes y una vez en una nave espacial. No ha sido alterado.
—¡Vaya! —Le miró admirada. —Es por supuesto un buen trabajo. Si todos los robots fueran como usted, no tendría nada que objetarles… ¿De qué quiere hablarme?
—Cuando la presentaron a la señora Gladia, señora, antes de que nos sentáramos todos, dijeron que era usted la Subsecretaría de Energía, Sophia Quintana.
—Tiene buena memoria. Ése es mi nombre y mi cargo,
—¿Se refiere el cargo a todo el planeta Tierra o sólo a la Ciudad?
—Soy Subsecretaría Global, se lo aseguro.
—Entonces, ¿es usted experta en campos energéticos?
Quintana sonrió. No parecía que la molestara ser interrogada. Quizá lo encontró divertido o quizá se sintió atraída por el aspecto de deferente gravedad de Daneel, o quizá por el mero hecho de que un robot la interrogara. En cualquier caso, dijo sonriente:
—Estudié Energética en la Universidad de California y poseo el título de Licenciada en la especialidad. En cuanto a si sigo siendo una experta, no estoy segura. He dedicado demasiados años a la Administración, y eso es algo que embota el cerebro, se lo aseguro.
—Pero seguirá estando bien enterada de los aspectos prácticos de la actual fuente de energía de la Tierra, ¿no es cierto?
—Sí. Confieso que así es. ¿Necesita saber algo respecto de ella?
—Hay algo que estimula mi curiosidad, señora.
—¿Curiosidad? ¿En un robot?
—Si un robot es lo suficientemente complejo, puede descubrir dentro de él algo que requiere información. Esto es una sensación análoga a la que, según he observado, los humanos llaman "curiosidad", y me tomo la libertad de servirme de dicha palabra en relación con mis propios sentimientos,
—Me parece justo. ¿Qué es lo que despierta su curiosidad, R. Daneel? ¿Puedo llamarle así?
—Sí, señora. Tengo entendido que la fuente de energía de la Tierra procede de las estaciones de energía solar en órbita geoestacionaria en el plano ecuatorial de la Tierra.
—Lo ha entendido correctamente.
—¿Dichas estaciones energéticas son la única fuente de energía de este planeta?
—No, son las fuentes primarias, pero no las únicas fuentes energéticas, Se utiliza considerable energía procedente del calor interno de la Tierra, de los vientos, de las olas, de los ríos. Disponemos de un conjunto muy complejo y cada variedad tiene sus ventajas. No obstante, la energía solar es la principal.
—No ha mencionado la energía nuclear, señora. ¿No utilizan la microfusión? Quintana enarcó las cejas.
—¿Es esto lo que despierta su curiosidad, R. Daneel?
—Sí, señora. ¿Qué razón hay para la carencia de fuentes de energía nuclear en la Tierra?
—Las tenemos, R. Daneel. Se encuentran en pequeña escala. Nuestros robots… Disponemos de varios en las zonas agrarias, ¿sabe? Están microfusionados. A propósito, ¿también usted?
—Sí, señora
—También disponemos —prosiguió la señora— de máquinas microfusionadas muy diseminadas, pero en conjunto son insignificantes.
—¿No es cierto, señora Quintana, que las fuentes de energía procedentes de la microfusión son sensibles a la acción de los intensificadores nucleares?
—Por supuesto. Claro que sí. Las fuentes de energía por microfusión estallarían y supongo que esto puede considerarse como "sensibles".
—Entonces, ¿no es posible que alguien, utilizando un intensificador nuclear dañe gravemente alguna porción crucial del abastecimiento energético a la Tierra?
Quintana se echó a reír:
—No, en absoluto. En primer lugar, no veo a nadie arrastrando un intensificador nuclear de un sitio a otro. Pesa toneladas y no creo que pueda manejarse por las calles y corredores de una ciudad. Es obvio que si alguien lo intentara sería descubierto. Además, aun suponiendo que pudiera utilizarse un intensificador nuclear, lo único que haría sería destruir a unos cuantos robots y algunas máquinas, antes de que lo descubrieran y lo pararan. No hay la menor oportunidad de que nos dañen por este medio. ¿Es ésta la tranquilidad que necesitaba, R. Daneel? —Sonaba casi a despedida.
—Sólo quedan uno o dos puntos que desearía aclarar, señora. ¿Por qué no hay una gran fuente de microfusión en la Tierra? Todos los mundos espaciales dependen de la microfusión, así como los otros mundos de los colonizadores. La microfusión es portátil, versátil y barata, no requiere esfuerzo de mantenimiento, ni reparación, ni recambios como requieren las estructuras del espacio.
—Y como bien dijo usted, R. Daneel, es sensible a los intensificadores nucleares.
—Y como usted dijo, señora, los intensificadores nucleares son demasiado pesados y voluminosos para que resulten prácticos.
Quintana sonrió abiertamente y asintió:
—Es usted muy inteligente, R. Daneel; jamás se me hubiera ocurrido que podía estar sentada a una mesa con un robot y sostener una discusión de este tipo. Sus robotistas auroranos son muy inteligentes…, demasiado…, porque me da miedo seguir con este tema. Temería que ocupara usted mi puesto en el gobierno. Sabe, hay una leyenda sobre un robot llamado Stephen Byerley, que ocupó un alto cargo en el gobierno.
—Debe de ser pura ficción, señora —observó seriamente Daniel—. No hay ningún robot en puestos gubernamentales en ningún mundo espacial. Somos, simplemente….robots.
—Me tranquiliza oírselo decir, por lo tanto continuaré. El asunto de las distintas fuentes de energía tiene sus raíces en la historia. Mientras se estuvo desarrollando el transporte hiperespacial, disponíamos de microfusión, así que los que abandonaron la Tierra se llevaron consigo fuentes energéticas de microfusión. Era necesaria también para las naves espaciales y para los planetas en el tiempo en que las generaciones los iban adaptando para ocupación humana. Se tardan muchos años en montar un adecuado complejo de estaciones de energía solar; antes que emprender semejante tarea, los emigrantes se quedaron con la microfusión. Así ocurrió con los espaciales en su tiempo, como ocurre ahora con los colonizadores. No obstante; en la Tierra, desarrollaron la microfusión y la energía solar del espacio casi al mismo tiempo, y, ambas se usaron más y más. Por fin, pudimos elegir utilizar o la microfusión o la energía solar, o ambas. Elegimos la energía solar.
—Es curioso. ¿Por qué no ambas?
—La verdad es que no es difícil responder a la pregunta, R. Daneel. La Tierra, en la época hiperespacial, había experimentado con una forma muy primitiva de energía nuclear, y no resultó una experiencia afortunada. Cuando llegó el momento de elegir entre la energía solar y la microfusión, los habitantes de la Tierra la consideraron como una forma de energía nuclear y no quisieron saber nada. Otros mundos que no habían conocido nuestra experiencia directa con la forma primitiva de la energía nuclear, no tenían motivos para dejar de lado la microfusión.
—¿Puedo preguntarle cuál es la forma primitiva de energía nuclear a la que se refiere, señora?
—La fisión del uranio. Es totalmente diferente de la microfusión. La fisión es la fragmentación de núcleos macizos, como por ejemplo el uranio. La microfusión es la unión de núcleos ligeros, como los del hidrógeno. Sin embargo, ambas son formas de energía nuclear.
—Presumo que el uranio sería el combustible para los aparatos de fisión.
—Sí, como también lo serían otros núcleos pesados, como el torio o el plutonio.
—Pero tanto el uranio como esos otros, son metales sumamente raros. ¿Pueden mantener una sociedad que utiliza la fisión?
—Esos elementos son raros en los otros mundos. En la Tierra no son precisamente corrientes, pero tampoco son muy raros. El uranio y el torio se encuentran muy diseminados en pequeñas cantidades en la corteza terrestre y están concentrados en escasos puntos.
—¿Y hay ahora en la Tierra, señora, aparatos creadores de energía por fisión?
—No —contestó Quintana, tajante—. En ninguna parte y de ningún tipo. Los seres humanos antes quemarían petróleo, o madera, que utilizar uranio fisionado. La palabra uranio es tabú en sociedad. No me haría usted estas preguntas, ni yo le daría estas respuestas, si fuera un ser humano y perteneciente a la Tierra.
Pero Daneel insistió:
—¿Está segura, señora? No hay ningún ingenio secreto que utilice la fisión y que por causa de la seguridad nacional…
—No, robot —contestó Quintana— Se lo aseguro…, no existe tal cosa. ¡Ninguno!
—Muchas gracias, señora, y le ruego me perdone por abusar de su tiempo y por insistir tanto en lo que parece ser un tema sensible. Con su permiso, voy a dejarla ahora.
Quintana agitó la mano, distraída.
—A su disposición, R. Daneel.
La señora se volvió de nuevo a su vecino, tranquila por saber que entre los de la Tierra la gente no trataba nunca de escuchar una conversación cercana, y si lo hacía, jamás lo admitiría. Dijo:
—¿Se imagina sostener una discusión sobre energética, con un robot?
En cuanto a Daneel, volvió a su sitio y dijo en voz baja a Giskard:
—Nada, amigo Giskard, nada que pueda sernos útil.
Luego añadió con cierta tristeza:
—A lo mejor formulé la pregunta equivocada. Mi colega Elijah habría formulado las pertinentes.