Amadiro se mordió el labio inferior, sus ojos miraron a Mandamus, que parecía perdido en sus pensamientos, y dijo, a la defensiva:
—Ella insistió. Me dijo que solamente ella podía manejar a ese Giskard, que solamente ella podía ejercer una influencia suficientemente fuerte sobre el robot y evitar así que utilizara sus poderes mentales.
—Nunca me dijo nada de eso a mí, doctor Amadiro.
—No estaba seguro de lo que había que decir, joven. No estaba seguro de que ella tuviera razón.
—¿Y está seguro, ahora?
—Completamente seguro. Ella no recuerda nada de lo que ocurrió.
—Así que no sabemos nada de lo que ocurrió.
Amadiro asintió.
—Exactamente, Y no se acuerda nada de lo que me había dicho antes.
—¿No estará haciendo comedia?
—Me preocupé de que le hicieran un electroencefalograma de urgencia. Había cambios visibles desde los datos anteriores.
—¿Hay probabilidad de que con el tiempo recobre la memoria?
Amadiro movió la cabeza, entristecido:
—¿Quién sabe? Pero lo dudo.
Mandamus, con los ojos todavía bajos, todavía sumido en sus pensamientos, dijo:
—Ya no importa. Podemos dar por cierta su explicación sobre Giskard, y sabemos que tiene el poder de afectar la mente. Ese conocimiento es crucial, y ahora es nuestro. El caso es que ha sido una suerte que nuestra colega robotista fracasara. Si Vasilia hubiera dispuesto del control de ese robot, ¿cuánto tiempo supone que habría transcurrido para que usted y yo también nos encontráramos bajo su control, suponiendo que creyera que valía la pena controlarnos?
Amadiro asintió de nuevo.
—Supongo que algo así debe de tener in mente. No obstante, ahora mismo es difícil saber lo que se proponía. Parece que,superficialmente al menos, no ha sufrido otro daño que la pérdida específica de la memoria. Aparentemente recuerda todo lo demás, pero ¿quién sabe cómo puede afectar esto al proceso profundo del pensamiento y su habilidad como robotista? Que Giskard haya podido hacer esto a alguien tan experto como ella, le transforma en un fenómeno increíblemente peligroso.
—¿No se le ha ocurrido, doctor Amadiro, que los colonizadores pueden tener razón en su desconfianza de los robots?
—Casi, Mandamus.
Mandamus se frotó las manos y comentó:
—Por su actitud deprimida supongo que todo este asunto no se descubrió hasta después de que pudieran abandonar Aurora.
—Supone correctamente. El capitán colonizador tiene en su nave a la mujer Solaria y a sus dos robots y va en dirección de la Tierra.
—¿Y cómo nos afecta esto a nosotros?
—De ningún modo derrotados, a mi entender —dijo, despacio, Amadiro— Si terminamos nuestro proyecto, hemos ganado con o sin él. Y podemos completarlo. Lo que Giskard puede hacer con las emociones o a las emociones, no lo puede con los pensamientos. Podrá decir cuándo un sentimiento cruza una mente humana, o incluso distinguir un sentimiento de otro, o cambiar uno por otro, o inducir al sueño, o a la amnesia… cosas así, pero no puede ser listo. No puede entender palabras o ideas.
—¿Está seguro?
—Así lo dijo Vasilia.
—Tal vez no sabía bien de lo que estaba hablando. Después de todo, no supo controlar a su robot, como dijo que era capaz de hacer. Esto no es una prueba de su exactitud o comprensión.
—Pero yo le creo. Conseguir leer el pensamiento requeriría tal complejidad en sus circuitos positrónicos que es totalmente imposible que una criatura pudiera cambiárselos al robot, hace veinte décadas. En realidad, es mucho más avanzado que el actual estado del arte, Mandamus. Tiene que estar de acuerdo.
—Así parece, ¿Y se dirigen a la Tierra?
—Estoy seguro de que sí.
—Pero esta mujer, tal como se ha criado, ¿sería capaz de ir al planeta Tierra?
—No puede elegir si Giskard la controla.
—¿Y por qué iba a querer Giskard que fuera a la Tierra? ¿Puede estar enterado de nuestro proyecto1' Usted parece creer que no sabe nada.
—Estoy seguro de que no sabe nada. Sus motivaciones para ir a la Tierra serán situarse él y la mujer solariana fuera de nuestro alcance.
—Pudo manejar a Vasilia, así que creo que no nos teme.
—Una arma de largo alcance —comentó, glacial, Amadiro— lo aniquilaría. Sus propias habilidades deben tener un radio de acción limitado. Es posible que no se basen más que en su campo electromagnético y estén sometidas a la ley inversa. Así que si no ponemos fuera del alcance de su mente, descubrirá que no está fuera del alcance de nuestras armas.
Mandamus, ceñudo, pareció inquieto.
—Parece usted sentir un gusto no espacial por la violencia, doctor Amadiro. Aunque pienso que en un caso como éste, la fuerza es permisible.
—¿En un caso como éste? ¿Un robot capaz de hacer daño a los seres humanos? Ya lo creo que sí. Tendremos que buscar un pretexto para enviar a una buena nave en su persecución. No sería prudente explicar la situación actual.
—No —respondió, enfático, Mandamus—. Piense en cuántos desearían tener control personal de semejante robot.
—Cosa que no podemos permitir. Y que es otra de las razones por las que creo que la destrucción del robot es el medio preferible y más seguro.
—Puede que tenga razón —asintió Mandamus, aunque de mala gana—, pero creo también que no es prudente pensar sólo en la destrucción. Debo ir a la Tierra… ¡ahora! Hay que acelerar el proyecto hasta su conclusión, aunque falten los puntos sobre las íes. Una vez hecho, ya estará hecho. Incluso un robot capaz de alterar las mentes, al no estar bajo el control de nadie no será capaz de desbaratar lo que vamos a hacer. Y si hiciera algo, tal vez no importaría.
—No hable en singular. Yo también iré — declaró Amadiro.
—¿Usted? La Tierra es un mundo horrible. Yo debo ir, pero, ¿por qué usted?
—Porque también debo ir. Ya no puedo quedarme más tiempo aquí haciendo cábalas. Usted no ha esperado por esto toda una vida, como yo, Mandamus. Usted no tiene tantas cuentas que saldar como yo.
Gladia se encontraba de nuevo en el espacio y Aurora sólo podía verse como un globo. D.G. estaba ocupado y toda la nave tenía un aire vago, pero penetrante, de emergencia, como si estuviera su pie de guerra, como si fuera perseguida o esperara serlo.
Gladia sacudió la cabeza. Pensaba con fluidez; se encontraba bien; pero cuando volvía a pensar en los momentos pasados en el Instituto, poco después de que Amadiro la dejara, una realidad curiosamente insistente la invadía. Había un vacío de tiempo. En un momento dado estaba sentada en el diván, medio adormilada, al siguiente había cuatro robots y una mujer en la habitación, que no estaban allí antes.
Se había quedado dormida, pero no se daba cuenta, no recordaba que lo hubiera hecho. Había un vacío de no existencia. Pensando en lo pasado, había reconocido a la mujer más tarde. Era Vasilia Aliena, la hija a la que Gladia había reemplazado en el afecto de Han Fastolfe. Realmente Gladia no había visto nunca a Vasilia, aunque la conocía por las imágenes de hiperonda. Gladia siempre pensó en ella como en otro ser hostil y lejano. Existía un vago parecido que los demás comentaban siempre, pero que la propia Gladia insistía en que no era así. Había una conexión peculiar antitética con Fastolfe.
Una vez instalada en la nave, y a solas con sus robots, formuló la inevitable pregunta;
—¿Qué estaba haciendo Vasilia Aliena en la habitación y por qué se me permitió dormir una vez que llegó ella?
—Gladia —dijo Daneel—, yo contestaré a la pregunta, ya que se trata de un asunto que el amigo Giskard encontraría difícil de discutir.
—¿Por qué iba a encontrarlo difícil, Daneel?
—Vasilia llegó con la esperanza de poder convencer a Giskard de que entrara a su servicio.
—¿Y quitármelo? —exclamó Gladia, indignada. Giskard no le acababa de gustar, pero no tenía nada que ver. Lo que era suyo, era suyo. —¿Y me dejaron dormir mientras ustedes dos trataban el asunto?
—Creímos, señora, que necesitaba dormir. También Vasilia nos ordenó que la dejáramos dormir. Finalmente, en nuestra opinión Giskard no pasaría a su servicio de ningún modo. Por todas estas razones, no la despertamos.
—Ni por un momento puedo pensar que Giskard pudiera decidir abandonarme —dijo Gladia indignada—. Sería ilegal según la ley de Aurora y, lo que es más importante, ilegal según las tres leyes de la robótica. Sería una buena idea regresar a Aurora y acusarla ante el Tribunal de Reclamaciones.
—No sería aconsejable en este momento, señora.
—¿Qué pretexto alegó para querer a Giskard? ¿Alegó alguno?
—De niña le habían asignado a Giskard.
—¿Legalmente?
—No, señora. El doctor Fastolfe le permitió simplemente utilizarlo.
—Entonces no tenía ningún derecho sobre Giskard.
—Se lo hicimos notar, señora. Por lo visto era puramente sentimental por parte de Vasilia.
—Después de haber sobrevivido a la pérdida de Giskard antes de que yo llegara a Aurora —rezongó Gladia—, podía haber seguido del mismo modo que estaba, sin llegar a cometer ninguna ilegalidad por apoderarse de mi propiedad. —Luego, inquieta, añadió: —De todos modos debiste despertarme.
—Vasilia traía cuatro robots —explicó Daniel—. De haber estado despierta y si hubieran discutido las dos, podíamos haber tenido dificultades para manejar debidamente a los robots.
—Te aseguro, Daneel, que yo podría haberlos manejado debidamente.
—Sin duda, señora. Pero también podía hacerlo Vasilia, ya que es una de las más expertas robotistas de la Galaxia.
Gladia miró a Giskard:
—¿Y tú no tienes nada que decir?
—Sólo que fue mejor como lo hicimos, señora.
Gladia contempló, pensativa, aquellos ojos ligeramente fosforescentes del robot, tan diferentes de los prácticamente humanos de Daneel, y le pareció que el incidente no era, después de todo, demasiado importante. Una nadería. Había otras cosas por las que preocuparse. Estaban yendo a la Tierra.
Curiosamente, no volvió a pensar más en Vasilia.
—Estoy preocupado —dijo Giskard en su murmullo confidencial en el que las ondas sonoras apenas vibraban en el aire.
La nave colonizadora se alejaba suavemente de Aurora y aún no se había iniciado la persecución. La actividad a bordo había entrado en la fase de rutina y con la automatización, todo estaba en silencio. Gladia dormía ahora con naturalidad.
—Me preocupa Gladia, amigo Daneel.
Daneel comprendía las características de los circuitos positrónicos de Giskard lo bastante bien como para no necesitar largas explicaciones. Le tranquilizó:
—Fue necesario, amigo Giskard, ajustarla. De haber seguido preguntando, hubiera podido averiguar tus actividades mentales y el ajuste habría resultado peligroso. Bastante daño ha tenido ya por haberlo descubierto Vasilia. Lo que no sabemos es a quiénes, o a cuántos, habrá confiado su descubrimiento.
—No obstante —dijo Giskard—, no quise tener que hacer este ajuste. Si Gladia hubiera deseado olvidar, hubiera bastado un simple ajuste sin riesgos. Pero ella quería, con decisión y rabia, saber más del asunto. Lamentaba no haber tenido un papel más importante; me vi obligado a doblegar fuerzas de considerable intensidad.
—Incluso esto fue necesario, amigo Giskard.
—Pero la posibilidad de causarle daño era considerable en este caso. Si imaginas esa fuerza como una cuerda fina y elástica (y esto es una analogía muy pobre, aunque no se me ocurre otra porque lo que percibo en la mente carece de analogía fuera de ella), tan fina y elástica como las inhibiciones ordinarias que suelo tratar, que al ser tan finas y tan insustanciales se desvanecen tan pronto como las toco… Pero una fuerza resistente como ésta, por el contrario, salta y retrocede cuando se rompe, y el retroceso rompe otra que nada tenga que ver con las fuerzas de inhibición, dando un latigazo y enroscándose en otras fuerzas y reforzándolas sobre manera. En cualquiera de los dos casos, ocurren cambios imprevistos en las emociones y comportamiento de un ser humano y esto, con toda seguridad, produce daños.
Daneel preguntó con voz algo más fuerte:
—¿Tienes la impresión de haber dañado a Gladia, amigo Giskard?
—No lo creo. Fui sumamente cuidadoso. Trabajé en ella durante todo el tiempo que tú le estuviste hablando. Tuve buen cuidado de que llevaras el peso de la conservación y correr asi el riesgo de que te pillara entre una verdad inconveniente y una mentira. Pero a despecho de todo mi cuidado, amigo Daneel, corrí un gran riesgo y me preocupa que lo corría voluntariamente. Me acerqué tanto a la violación de la primera ley que requirió un tremendo esfuerzo por mi parte hacerlo. Estaba seguro de que no podría…
—¿Qué, amigo Giskard?
—De no haber comentado tú lo que pensabas de la ley Cero.
—Entonces, ¿la aceptas?
—No, no puedo. ¿Tú puedes? Frente a la posibilidad de dañar a un ser humano o de permitir que se le dañe, ¿podrías dañar o permitir el daño en nombre de la humanidad abstracta? ¡Piensa?
—No estoy seguro —contestó Daneel con voz temblorosa y apenas audible. Luego, haciendo un esfuerzo continuó—. A lo mejor, sí. El mero concepto me empuja, y a tí también. Te ayudó a decidir correr el riesgo de ajustar la mente de Gladia.
—Así fue —asintió Giskard—, y cuanto más pensemos en la ley Cero más nos empujará. Pero, me pregunto, ¿puede hacerlo más que de un modo marginal? ¿No nos llevará a tomar decisiones algo más arriesgadas de lo que corrientemente haríamos?
—No obstante, sigo convencido de la validez de la ley Cero, amigo Giskard.
—También lo estaría yo si pudiéramos definir lo que entendemos por "humanidad".
Después de una pausa, dijo Daneel:
—¿No aceptaste la ley Cero cuando inmovilizaste a los robots de Vasilia y borraste de su mente el conocimiento de tus poderes mentales?
—No, amigo Daneel. Realmente, no. Estuve tentado de aceptarla, pero en realidad, no.
—Sin embargo, tus actos…
—Fueron dictados por un conjunto de motivos. Me hablaste de tu concepto de la ley Cero y parecía que tenía cierta validez, pero no la suficiente como para cancelar la primera ley o incluso el uso enérgico que hizo Vasilia de la segunda ley y lo que ordenó con ella. Luego, cuando me llamaste la atención sobre la aplicación de la ley Cero a la psicohistoria, pude notar la subida de la energía positrónica pero no lo bastante para reemplazar la primera ley y menos aún la fuerte segunda ley.
—Así y todo, amigo Giskard, anulaste a Vasilia.
—Cuando ordenó a los robots que te desmantelaran, amigo Daneel, y mostró placer ante esa idea, tu necesidad, sumada a lo que el concepto de ley Cero había hecho ya, dominó la segunda ley y rivalizó con la primera. Fue la combinación de la ley Cero, la psicohistoria, mi lealtad a Gladia y tu desamparo lo que dictó mi acción.
—Mi desamparo apenas podía afectarte, amigo Giskard. No soy más que un robot, y aunque mi necesidad podía afectar mis propios actos por la tercera ley, no puede afectar los tuyos. Destruíste a la capataza de Solaria sin la menor vacilación; debiste haber contemplado la mía sin verte empujado a actuar.
—En efecto, amigo Daneel, y normalmente hubiera sido así. No obstante, el mencionar la ley Cero redujo la intensidad de la primera ley a un tono anormalmente bajo. La necesidad de salvarte fue suficiente para cancelar lo que quedaba de ella y yo…, bueno, actué como lo hice.
—No, amigo Giskard. La idea de dañar a un robot no hubiera debido afectarte. Ni debía, de ningún modo, contribuir a olvidar la primera ley, por débil que ésta se hubiera vuelto.
—Lo curioso, amigo Daneel, es que no sé cómo ocurrió. Quizá fue que he observado que continúas pensando como un ser humano pero…
—Sí, amigo Giskard.
—En el momento en que los robots se acercaron a tí y Vasilia hizo gala de su placer salvaje, mis circuitos positrónicos se reformaron de modo anómalo. Por un momento, pensé en ti como en un ser humano y reaccioné de acuerdo a ello.
—Estuvo mal.
—Lo sé. Pero…, pero si volviera a ocurrir, creo que ese cambio anómalo volvería a tener lugar.
—Es extraño —observó Daneel— pero oyéndote decirlo, me encuentro pensando que hiciste bien. Creo que si la situación fuera a la inversa, estoy casi seguro de que yo también haría lo mismo, que pensaría en ti como un ser humano.
Daneel, tímidamente y despacio, alargó la mano; Giskard la miró, indeciso. Luego, también muy despacio, alargó la suya. Las puntas de los dedos rozaron y poco a poco cada uno tomó la mano del otro y se las estrecharon casi como si realmente fueran los amigos que se llamaban uno a otro.
Gladia miró alrededor con velada curiosidad. Estaba en la cabina de D.G. por primera vez. Aparentemente, no era mucho más lujosa que la que habían preparado para ella. La cabina de D.G. tenía un panel de visión más complicado, y una consola llena de luces y botones que servirían, supuso, para mantener a D.G. en contacto con el resto de la nave.
—Le he visto poco desde que salimos de Aurora, D.G.
—Me halaga que se haya dado cuenta —respondió D.G. sonriendo—. Y a decir verdad, Gladia, yo me he dado cuenta de lo mismo. Con toda la tripulación masculina, resalta usted bastante.
—No es una razón muy halagadora de echarme de menos. Con toda la tripulación humana, me figuro que Daneel y Giskard también resaltarán. ¿Les ha echado de menos tanto como a mí?
—En realidad les echo tan poco en falta que solamente ahora me doy cuenta que no están con usted. —Miró alrededor. —¿Y dónde están?
—En mi cabina. Me pareció una tontería arrastrarles conmigo dentro de los confines de este pequeño mundo que es la nave. Parecieron dispuestos a dejarme salir sola, lo que me sorprendió. Pensándolo bien, no tuve que ordenarles vivamente que no me siguieran.
—¿No es muy raro? Tengo entendido que los auroranos no están nunca sin sus robots.
—¿Y qué? Hace mucho tiempo, cuando llegué a Aurora por primera vez, tuve que aprender a sufrir la presencia de seres humanos junto a mí, algo para lo que no me había preparado mi educación Solaria. Aprender a pasarme sin mis robots, estando entre colonizadores será mucho menos difícil para mí que lo otro.
—Bien. Muy bien. Debo confesar que prefiero estar con usted sin la mirada fosforescente de Giskard fija en mí, o mejor aún sin la sonrisita de Daneel.
—Si no sonríe.
—A mí me lo parece; una insinuante y lasciva sonrisita.
—Está loco. Daneel no es así.
— Porque usted no le vigila como hago yo. Su presencia es inhibitoria. Me obliga a comportarme bien.
—Vaya, no faltaba más.
—No es preciso que lo diga con tanto énfasis. Pero no importa, permítame excusarme por haberla visto tan poco desde que salimos de Aurora.
—No es necesario.
—Debe de serlo puesto que lo sacó a relucir. Pero deje que le explique. Hemos estado en pie de guerra. Estábamos seguros, marchándonos como lo hicimos, de que las naves auroranas nos perseguirían.
—Yo diría que están encantados de haberse quitado de encima un grupo de colonizadores.
—Claro, pero usted no es una colonizadora y podría ser a usted a quien quisieran. Estaban muy impacientes por recuperarla después de Baleymundo.
—Ya me recuperaron. Les informé y ahí acabó todo.
—¿No querían nada más que su informe?
—Nada más. —Gladia se calló y por un momento pareció como si algo apuntara vagamente en su memoria. Pero, fuera lo que fuese, pasó y repitió, indiferente: —Nada más.
—Todo esto carece de sentido, pero no intentaron detenernos mientras usted y yo estábamos en Aurora ni después, cuando volvimos a bordo y nos preparamos para salir de órbita. —No voy a discutirlo. No tardaremos mucho en dar el "Salto". Después ya nada debe preocupamos.
—A propósito, ¿por qué lleva una tripulación enteramente masculina? Las naves auroranas llevan siempre tripulaciones mixtas.
—También las naves colonizadoras. Las corrientes. Ésta es una nave mercante.
— ¿Qué diferencia hay?
—El ser mercante implica peligro. Es una vida dura dispuesta siempre a la lucha. Las mujeres a bordo crearían problemas.
— ¡Qué tontería! ¿Qué problemas les creo yo?
—No vamos a discutirlo. Además, es lo tradicional. Los hombres no lo tolerarían.
—¿Cómo lo sabe? —rió Gladia—. ¿Lo ha intentado alguna vez?
—No, pero tampoco hay largas colas de mujeres reclamando un puesto en mi nave.
—Yo estoy aquí. Estoy disfrutando mucho.
—Usted recibe un trato especia!. De no ser por su ayuda en Solaria pudo haber mucho jaleo. En realidad, lo hubo. Pero bueno, dejémoslo.
—Tocó uno de los botones de la consola y apareció brevemente una cuenta regresiva. —Vamos a "saltar" dentro de dos minutos. Nunca ha estado en Tierra, ¿verdad, Gladia?
—No, claro que no.
—Ni ha visto el sol, no un sol.
—No, aunque lo he visto en dramas históricos por hipervisión, pero me figuro que lo que nos enseñan en la pantalla no es realmente el sol.
—Seguro que no lo es. Si no le importa, bajaremos las luces. Las luces disminuyeron sensiblemente y Gladia descubrió en el panel de visión unas estrellas más brillantes y mucho más abundantes que en el cielo de Aurora.
—¿Es visión telescópica? —preguntó a media voz.
—Más o menos. Disminuir energía. Quince segundos.— Contó hacia atrás. Hubo un movimiento en el campo de estrellas y de pronto una muy brillante quedó casi centrada. D.G. tocó otro botón y dijo :
—Estamos completamente fuera del plano planetario. ¡Bien! Un poco arriesgado. Debimos habernos alejado más de la estrella aurorana antes de "saltar", pero tenemos cierta prisa. Esto es el sol.
—¿Esta estrella tan brillante, quiere decir?
—Sí… ¿Qué le parece?
Un poco desconcertada sobre qué respuesta era la que D.G. esperaba, Gladia se limitó a decir:
—Muy brillante.
Apretó otro botón y la vista se oscureció perceptiblemente.
—Sí… y no hará ningún bien a sus ojos si se queda mirando. Pero no es el brillo lo que cuenta. En apariencia, es sólo una estrella, pero piense. Este es el sol original. Fue la estrella cuya luz brilló sobre el único planeta en donde existían seres humanos. En el que los seres humanos iban evolucionando poco a poco. En el que la vida se formó hace miles de millones de años, una vida que se desarrollaría y formaría seres humanos. En la Galaxia hay trescientos mil millones de estrellas, y cien mil millones de galaxias en el Universo y solamente hay una de todas esas estrellas que presidió el nacimiento humano, y ésa es la estrella.
Gladia estuvo a punto de decir: "Bueno, pero alguna estrella tenía que ser la estrella", pero lo pensó mejor y dijo débilmente:
—Muy impresionante.
—No es solamente impresionante —dijo D.G. medio a oscuras—. No hay un solo colono en la Galaxia que no considere esa estrella como suya. La radiación de las estrellas que brillan sobre nuestros planetas habitados es radiación prestada, es radiación alquilada. Allí…, precisamente allí, está la verdadera radiación que nos dio la vida. Es esa estrella y el planeta que gira alrededor, la Tierra, que nos mantiene a todos fuertemente unidos. Si no compartiéramos nada más, compartiríamos esa luz en las pantallas y nos bastaría. Ustedes, los espaciales, la han olvidado y es por eso por lo que se van separando unos de otros y por lo que, a la larga, no sobrevivirán.
—Hay sitio para todos, capitán —murmuró Gladia.
—Sí, claro. Yo no haría nada para que los espaciales no sobrevivieran. Sólo creo que esto es lo que va a ocurrir y que podría no ser así si los espaciales olvidaran su irritante sentido de superioridad, sus robots y su obsesión por la longevidad.
— ¿Es así como me ve, D.G.? —pregunto Gladia.
—Tuvo sus más y sus menos —dijo D.G.—. Pero ha mejorado, se lo concedo.
—Gracias —respondió con evidente ironía—, Y aunque le cueste trabajo creerlo, también los colonizadores tienen su orgullosa arrogancia. Pero también usted ha mejorado, se lo concedo.
D.G. se echó a reír.
—Con todo este intercambio de amabilidades esto terminará en una enemistad eterna.
—No lo creo —respondió Gladia riendo a su vez, y le sorprendió un poco ver que la mano de él estaba sobre la suya… Y se sorprendió mucho más al descubrir que ella no había retirado la mano.
—Me inquieta, amigo Giskard, que Gladia no se encuentre bajo nuestra observación directa.
—No es necesario a bordo de esta nave, amigo Daneel. No detecto sentimientos peligrosos, y el capitán está con ella en este momento. Además, tendrá sus ventajas el que ella se encuentre cómoda sin nosotros mientras estemos todos en la Tierra. Es posible que tú y yo tengamos que entrar de pronto en acción sin querer que su presencia y seguridad sean factores que nos compliquen.
—Entonces, ¿has manipulado ahora su separación de nosotros?
—Apenas. Curiosamente, he descubierto en ella una fuerte tendencia a imitar el modo de vida de los colonizadores en este aspecto. Siente un tenue anhelo de independencia, frenado sobre todo por la sensación de que, con ello, está violando su espacialidad. Es el mejor modo que tengo de describirlo. Las sensaciones y emociones no son fáciles de interpretar, porque nunca las he encontrado entre los espaciales. Asi que me limité a aflojar la inhibición de espacialidad con apenas tocarla.
—Asi que, ¿dejará de querer utilizar nuestros servicios, amigos Giskard? Eso me preocuparía.
—No debería. Si ella decidiera que quiere una vida libre de robots y que así iba a ser más feliz, es lo que nosotros querremos para ella también. De todos modos, estoy seguro de que todavía le seremos útiles. Esta nave es pequeña y en ella no se corre gran peligro. En presencia del capitán se siente segura y esto disminuye su necesidad de nosotros. En la Tierra, todavía nos va a necesitar, aunque confío que no tanto como en Aurora. Como te digo, una vez en la Tierra podemos precisar una mayor flexibilidad de acción.
—¿Todavía no puedes adivinar la naturaleza de la crisis que amenaza a la Tierra? ¿Sabes lo que vamos a tener que hacer?
—No, amigo Daneel, no lo sé. Eres tú el que posee el don de la comprensión. ¿Hay algo, quizá que puedes ver?
Daneel guardó silencio un momento. Luego dijo:
—He tenido pensamientos.
—¿Qué clase de pensamientos?
— Acuérdate que en el Instituto de Robótica, antes de que Vasilia entrara en la habitación donde Gladia dormía, el doctor Amadiro tuvo dos intensas punzadas de ansiedad. La primera fue cuando se mencionó el intensificador nuclear, la segunda cuando Gladia declaró que iba a la Tierra. Me parece que ambas están conectadas. Presiento que la crisis de la que tratamos tiene que ver con el uso de un intensificador nuclear en la Tierra, que hay tiempo aún para pararlo, y que el doctor Amadiro teme que hagamos precisamente esto si vamos a la Tierra.
—Tu mente me dice que no estás satisfecho de la idea. ¿Por qué no, amigo Daneel?
—Un intensificador nuclear apresura los procesos de fusión ya iniciados mediante un chorro de partículas W. Por tanto, me pregunto si el doctor Amadiro se propone utilizar uno o más intensificadores nucleares para hacer estallar los reactores de microfusión que proporcionan energía a la Tierra. Las explosiones nucleares así provocadas llevarían consigo a la destrucción por calor y fuerzas mecánicas, a través del polvo y productos radiactivos que serían lanzados a la atmósfera. Incluso si esto no bastara para herir mortalmente a la Tierra, la destrucción del suministro de energía llevaría seguramente, y a largo plazo, al colapso de la civilización terrestre.
—Ésta es una idea horrible —declaró Giskard, sombrío— y parece casi seguro que es la respuesta a la naturaleza de la crisis que andamos buscando. Entonces, ¿por qué no estás satisfecho?
—Me he tomado la libertad de utilizar la computadora de la nave para obtener información sobre el planeta Tierra. La computadora es, como cabe esperar en una nave colonizadora, extremadamente rica en este tipo de información. Parece ser que la Tierra es el único mundo humano que no emplea en gran escala reactores de microfusión como fuente de energía. Utiliza, casi por completo, energía solar directa, con estaciones de energía solar a lo largo de toda la órbita geoestacionaria. Un intensificador nuclear no puede hacer nada, excepto destruir pequeños mecanismos como… naves espaciales y algún que otro edificio. El daño podría ser importante, pero no amenazaría la existencia de la Tierra.
—Puede ser, amigo Daneel, que Amadiro tenga algo que destruya los generadores de energía solar.
—Si es así, ¿por qué reaccionó al oír mencionar los intensificadores nucleares? No pueden, de ningún modo, afectar los generadores de energía solar.
Giskard asintió con lentos movimientos de cabeza:
—Un punto a tu favor. Y, ahora, ¿por qué si el doctor Amadiro estaba tan horrorizado ante la idea de que fuéramos a la Tierra, no hizo ningún esfuerzo por hacemos detener mientras estábamos aún en Aurora? O, si solamente descubrió nuestra huida después de que saliéramos de órbita, ¿por qué no envió una nave aurorana a interceptarnos antes de que diéramos el "salto" al planeta? Puede ser que sigamos una pista equivocada, que en alguna parte hayamos cometido un grave error, que…
Un clamor insistente e intermitente se oyó por toda la nave y Daniel observó:
—El "salto" se ha hecho con seguridad, amigo Giskard. Lo experimenté hace unos minutos. Pero todavía no hemos llegado a la Tierra y la intercepción que has mencionado, diría que ya ha llegado, así que no seguimos necesariamente una pista equivocada…
D.G. tuvo que admitir una perversa admiración. Cuando los auroranos estaban realmente dispuestos a actuar, se ponía de manifiesto su perfecta técnica. Indudablemente habían enviado a una de sus naves más modernas, por lo que se podría deducir al momento que debía de ser muy importante lo que les obligaba a actuar.
Y esa nave había detectado la presencia de la de D.G. a los quince minutos de su aparición en el espacio normal y, además, desde gran distancia.
La nave de Aurora estaba utilizando un equipo de hiperonda de enfoque limitado. La cabeza del que hablaba podía verse con claridad mientras estaba bien enfocada. Todo lo demás era una nebulosa gris. Si el que hablaba movía la cabeza un decímetro del punto de enfoque, ésta se perdía en la nebulosa gris. Los sonidos también quedaban limitados. El resultado era que uno veía y oía solamente lo mínimo de la nave enemiga (D.G. ya la había calificado de nave "enemiga") de forma que protegiera su intimidad.
La nave de D.G. también poseía una hiperonda de enfoque limitado, pero D.G. se dijo lleno de envidia que le faltaban el brillo y la elegancia de la versión aurorana. Por supuesto, su nave no era lo mejor que podían hacer los colonizadores pero, de todas formas, los espaciales les aventajaban tecnológicamente. Los colonos tenían aún mucho que aprender. La cabeza aurorana enfocada era clara y de aspecto tan real que angustiaba verla sin cuerpo, hasta el extremo de que D.G. no se hubiera sorprendido de verla gotear sangre. Mirándola mejor, se notaba que el cuello se perdía en la nebulosa gris inmediatamente después de que empezara a verse el principio de un bien cortado uniforme.
La cabeza se identificó, con meticulosa etiqueta, como comandante Lisiform de la nave aurorana Borealis. D.G. también se identificó a su vez echando la barba hacia adelante como si quisiera estar seguro de que ésta quedara bien enfocada. Opinaba que su barba le daba un aspecto de ferocidad que no podía sino impresionar a un débil y rasurado espacial. D.G. adoptó el tradicional aire desenvuelto que tan irritante resultaba para un oficial espacial, como la tradicional arrogancia de éste molestaba a los colonizadores Preguntó:
—¿Qué razón tiene para ponerse al habla conmigo, comandante Lisiform?
El comandante aurorano tenía un acento exagerado que era posible que lo considerara tan formidable como D.G. consideraba su barba. D.G. encontró agotador intentar penetrar el acento y comprenderle.
—Tenemos entendido —respondió Lisiform— que lleva a bordo una ciudadana aurorana, llamada Gladia Solaris. ¿No es así, capitán Baley?
—La señora Gladia se encuentra, en efecto, a bordo de esta nave, comandante.
—Gracias, capitán. Mi información me lleva a suponer que van con ella dos robots de fabricación aurorana, R. Daneel Olivaw y R. Giskard Reventlov. ¿No es así, capitán?
—En efecto.
—En ese caso, debo informarle que en este momento R, Giskard Reventlov es un mecanismo peligroso. Poco antes de que su nave abandonara el espacio aurorano, dicho robot lesionó gravemente a una ciudadana aurorana en oposición a las tres leyes. El robot, por consiguiente, debe ser desmantelado y reparado.
—¿Está sugiriendo, comandante, que nosotros desmantelemos y reparemos al robot en esta nave?
—No, señor, de ningún modo. Su personal, careciendo de la experiencia robótica, no lo desarmaría debidamente y, de hacerlo, no podría repararlo.
—Entonces, podríamos destruirlo sencillamente.
—Es demasiado valioso para ello; capitán Baley, el robot es un producto aurorano, y por tanto responsabilidad de Aurora. No deseamos que sea causa de daños a la gente de su nave y del planeta Tierra, si aterrizan allá. En consecuencia, les rogamos que nos lo entreguen.
—Comandante, agradezco su preocupación. Sin embargo, el robot es propiedad legal de la señora Gladia, que está con nosotros. Puede ser que no consienta en separarse de su robot y, aunque no quisiera darle lecciones de ley aurorana, creo que sería ilegal, según su ley, obligarla a tal separación. Aunque ni yo ni mi tripulación nos consideramos gobernados por esa ley, no nos gustaría colaborar ayudándoles en lo que su propio gobierno podría juzgar como acto ilegal.
Se percibió un asomo de impaciencia en la voz del comandante.
—No es cuestión de ilegalidad, capitán. Un mal funcionamiento en un robot, con posible peligro para la vida humana, pasa por encima de los derechos ordinarios de un propietario. Sin embargo, si hay la menor dificultad, mi nave está dispuesta a aceptar a la señora Gladia con su robot, Daneel, y el robot en cuestión, Giskard. Así no habrá separación entre Gladia Solaris y su propiedad robótica, hasta su regreso a Aurora. Entonces allí la ley puede seguir su curso.
—Es posible, comandante, que la señora Gladia no desee abandonar mi nave ni permitir que su robot lo haga.
—No tiene otro remedio, capitán. Mi gobierno me ha otorgado poderes legales para reclamarla, y como ciudadana aurorana debe obedecer.
—Pero yo no estoy legalmente obligado a entregar nada de lo que está en mi nave a requerimiento de un poder extranjero. ¿Y si no tengo en cuenta su demanda?
—En ese caso, capitán, no tendrá otra alternativa que considerarlo un acto no amistoso. Me permito señalarle que nos encontramos dentro de la esfera del sistema planetario del que la Tierra forma parte. No ha vacilado en enseñarme la ley de Aurora. Así que me perdonará si le hago ver que su gente no considera adecuado iniciar hostilidades dentro del espacio de este sistema planetario.
—Estoy enterado, comandante, y no deseo ninguna hostilidad, ni quiero que mi acto sea tenido por no amistoso. No obstante, me dirijo a la Tierra con cierta urgencia y estoy perdiendo tiempo con esta conversación y perdería mucho más si avanzara hacia usted, o esperara a que usted viniera hacia mí, única forma de llevar a cabo el traslado físico de la señora Gladia y sus robots. Yo preferiría seguir hacia la Tierra y aceptar formalmente toda responsabilidad respecto del robot Giskard y de su comportamiento hasta el momento en que ella y sus robots regresen a Aurora.
—¿Puedo sugerirle capitán, que instale a la mujer y los robots en una nave salvavidas y destaque a un miembro de su tripulación para que la conduzca hacia nosotros? Una vez entregada la mujer y los robots, nosotros nos comprometemos a escoltar el salvavidas hasta cerca de la Tierra y le compensaremos adecuadamente por el tiempo y las molestias. Un mercader no debería objetar el arreglo.
—No objeto nada, comandante, nada en absoluto —respondió D.G. sonriendo—. Pero, el hombre, el tripulante elegido para pilotear la nave salvavidas podría hallarse en gran peligro si se encuentra a solas con ese peligroso robot.
—Capitán, si la propietaria lo controla con firmeza, su tripulante no correrá más peligro en la nave salvavidas del que correría en su nave. Le compensaremos por el riesgo.
—Pero si el robot, después de todo, puede ser controlado por su propietaria, no será tan peligroso como para que no pueda quedarse con nosotros.
El comandante frunció el entrecejo:
—Capitán, espero que no esté usted tratando de jugar conmigo. Ha oído mi petición y me gustaría que fuera cumplimentada al instante.
—Supongo que puedo consultar con la señora Gladia.
—Si lo hace inmediatamente. Por favor, explíquele exactamente de qué se trata. Si, entretanto, trata de dirigirse a la Tierra, lo consideraré como un acto hostil y tomaré la acción apropiada. Puesto que, como me ha dicho, su viaje al planeta Tierra es urgente, le aconsejo que no tarde en consultar y adopte la inmediata decisión de cooperar con nosotros. Así no se retrasará demasiado.
—Haré lo que pueda —dijo D.G. con rostro inexpresivo, alejándose del punto de enfoque.
—¿Y bien? —preguntó D.G., serio.
Gladia parecía desesperada .Maquinalmente miró a Daneel y a Giskard, pero ambos permanecieron silenciosos e inmóviles. Entonces dijo:
—No quiero volver a Aurora, D.G. No es posible que quieran destruir a Giskard; está perfectamente, se lo aseguro. No es más que un subterfugio. Me quieren por alguna razón. Supongo que no habrá modo de parar esto, ¿verdad?
—Se trata de una nave de guerra aurorana, una de las grandes —contestó D.G.—. Ésta no es más que una nave mercante. Disponemos de escudos de energía y no pueden destruirnos al primer golpe, pero nos vencerán sin remedio y sin tardanza, y nos destruirán.
—¿No dispone de ningún medio para atacarles?
—¿Con mis armas? Lo siento, Gladia, pero sus escudos pueden resistir cualquier cosa que les lance siempre y cuando disponga de energía que gastar. Además…
—¿Sí?
—Casi me han acorralado. No sé por qué pensé que me interceptarían antes de "saltar", pero conocían mi ruta y llegaron antes y me esperaron. Estamos dentro del Sistema Solar, el sistema planetario del que la Tierra forma parte. Aquí no podemos luchar. Incuso si yo quisiera hacerlo, la tripulación no me obedecería.
—¿Por qué no?
—Llámelo suposición. El Sistema Solar es espacio sagrado para nosotros, si prefiere que se lo describa en términos melodramáticos. No podemos profanarlo luchando.
—¿Me permite tomar parte en la discusión, señor? —interrumpió Giskard.
D.G., ceñudo, miró a Gladia. Ésta dijo:
—Permítaselo, por favor. Estos robots son sumamente inteligentes. Ya sé que le cuesta creerlo, pero…
—Escucharé. No hay que presionarme.
—Señor —dijo Giskard—, estoy seguro de que es a mí a quien quieren. No puedo permitirme ser la causa de daños a seres humanos. Si usted no puede defenderse, y está seguro de ser destruido en un conflicto con la otra nave, no tiene otra alternativa que entregarme. Estoy seguro de que si se les ofrece dejar que se queden conmigo no se opondrán a que usted desee retener a Gladia y al amigo Daneel. Es la única solución.
—No —exclamó, tajante, Gladia—. Me perteneces y no quiero entregarte. Iré contigo si el capitán decide que debes ir. Yo me ocuparé de que no seas destruido.
—¿Puedo hablar yo también? —preguntó Daneel.
D.G. extendió las manos en cómica desesperación:
—Por favor, ¡hablen todos!
—Si decide entregar a Giskard, debe comprender las consecuencias. Creo que Giskard piensa que si se le entrega, los de la nave aurorana no le harán nada y que lo soltarán. Y no lo creo así. Creo más bien que los auroranos piensan realmente que es peligroso y tal vez tengan instrucciones de destruir al salvavidas cuando éste se acerque, matando a cualquiera que se encuentre a bordo.
—¿Por qué razón lo harían? —preguntó D.G.
—Ningún aurorano ha encontrado nunca ni conciben un robot peligroso. No correrían el riesgo de llevar uno a bordo de una de sus naves. Sugiero, capitán, que se retire. ¿Por qué no "saltar" otra vez lejos de la Tierra? Estamos a bastante distancia de la masa planetaria que podría impedirlo.
—¿Retirarme? ¿Quieres decir huir? No puedo hacerlo.
—Entonces, tendrá que entregamos —murmuró Gladia con expresión de resignada desesperanza.
—No voy a entregarles. Ni voy a huir —dijo D.G. con violencia—. Y no puedo luchar.
—¿Qué solución, entonces? —preguntó Gladia.
—Una cuarta alternativa, Gladia, debo rogarle que se quede aquí con sus robots hasta que vuelva.
D.G. reflexionó. Durante la conversación hubo tiempo suficiente para señalar la situación de la nave aurorana. Estaba un poco más alejada del sol que su propia nave y esto era bueno. "Saltar" hacia el sol, a tal distancia del mismo, sería arriesgado; "saltar" de lado, por decirlo así, era un regalo. Claro que podría ocurrir un accidente por la desviación probable; pero, a lo mejor, no. Él mismo había asegurado a la tripulación que no se haría el menor disparo (que en cualquier caso, tampoco serviría de gran cosa). Era obvio que estaban seguros de que el espacio de la Tierra les protegería mientras no profanaran su paz, oponiendo violencia. Era puro misticismo que el propio D.G. hubiera tratado despectivamente, si no hubiera compartido la creencia.
Volvió a aparecer enfocado. Había sido una espera larga, pero no había habido inpaciencia por parte del otro lado. Habían hecho gala de una paciencia ejemplar.
—El capitán Baley, presente –anunció—. Quiero hablar con el comandante Lisiform.
No tuvo que esperar mucho.
—Aquí el comandante Lisiform. ¿Puede darme su respuesta?
—Entregaremos a la mujer y a los dos robots.
—¡Muy bien! Una prudente decisión.
—Los entregaremos tan de prisa como podamos.
—Repito que es una decisión prudente.
—Gracias. —Y D.G. dio la señal y su nave "saltó". No hubo tiempo, ni necesidad, de contener el aliento. Todo terminó tan pronto como había empezado. O, por lo menos, el lapso fue insensible.
El piloto anunció:
—Nueva posición de la nave enemiga comprobada, capitán.
—Bueno —respondió D.G.—. Ya saben lo que hay que hacer.
La nave había emergido del "salto" a toda velocidad respecto de la nave aurorana y se estaba haciendo la corrección del rumbo (no excesiva, cabía esperar).
D.G. volvió a la pantalla:
—Estamos muy cerca, comandante, y camino a hacer la entrega.
Puede disparar si así lo desea, pero nuestros escudos están en posición y antes de que pueda machacarlos les habremos alcanzado a fin de hacer la entrega.
—¿Manda un salvavidas? —El comandante abandonó el enfoque.
D.G. esperó y volvió a aparecer el comandante con el rostro contraído—. ¿Que es esto? Su nave lleva rumbo de colisión.
—Si, así parece —asintió D.G.—. Es el medio más rápido de hacer la entrega.
—Destruirá su nave.
—Y la suya también. Su nave es por lo menos cincuenta veces más valiosa que la mía, tal vez más. Un mal intercambio para Aurora.
—Pero inicia la lucha en espacio de la Tierra, capitán. Sus costumbres no se lo permiten.
—Ah, conoce nuestras costumbres y se aprovecha de ellas. Pero no combato. No he disparado ni un erg de energía, ni pienso hacerlo. Sencillamente sigo en trayectoria. La trayectoria se cruzará en su posición, pero como estoy seguro de que se apartará antes de que el choque tenga lugar, es obvio que no deseo la menor violencia.
—Pare. Hablemos de esto.
—Estoy harto de hablar, comandante. ¿Nos decimos un afectuoso adiós? Si no se aparta, perderé quizá cuatro décadas, con la tercera y cuarta no demasiado buenas. ¿Cuántas perderá usted?.
Y D.G. salió de la pantalla y no volvió.
La nave aurorana lanzó un destello de radiación para probar si la nave tenía realmente los escudos en posición.
Los tenía.
Los escudos de las naves les defendían de la radiaciones electromagnéticas y partículas subatómicas, incluyendo incluso neutrinos, y podían aguantar la energía cinética de pequeñas masas, partículas de polvo,incluso arena meteórica. Los escudos no podían aguantar energías cinéticas de importancia, como una nave lanzada a velocidad supermeteórica. Incluso las masas peligrosas, sin guiar, por ejemplo un meteoroide, podían manejarse. Las computadoras apartarían automáticamente la nave de cualquier meteoroide que viniera y fuera demasiado grande para que el escudo pudiera detenerlo. Eso, no obstante, no funcionaría contra una nave que pudiera virar a la vez que virara su objetivo. Y si la nave colonizadora era la más chica de las dos, era asimismo la más maniobrable. Sólo había un medio de que la nave de Aurora pudiera evitar la destrucción.
D.G. vigilaba cómo la otra nave iba aumentando de tamaño en su pantalla de visión y se preguntó si Gladia, en su cabina, se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Debió de haber notado la aceleración, pese a la suspensión hidráulica de su cabina y de la acción compensatoria del campo de pseudogravedad.
Y de pronto, la otra nave desapareció de la vista, habiendo "saltado" para alejarse, y D.G. con gran pena, descubrió que estaba conteniendo el aliento y que su corazón se había desbocado. ¿Acaso no tenía confianza en la influencia protectora de la Tierra ni en su propio y seguro diagnóstico de la situación?
D.G. habló por el transmisor con voz que, con voluntad de hierro, había transformado en helada:
—¡Muy bien, tripulación! ¡Corrijan el rumbo y diríjanse a la Tierra!