EL ROBOT TELEPÁTICO

51

Mandamus no se enteró de lo ocurrido en Solaria hasta que regresó, unos meses más tarde, de un tercer y largo viaje a la Tierra. En su primer viaje, seis años atrás, Amadiro había conseguido con cierta dificultad enviarle como emisario acreditado de Aurora para discutir unos asuntos sobre una incursión de una nave mercantil en territorio espacial. Había tenido que soportar la ceremonia y aburrimiento burocráticos y quedó rápidamente patente que como tal emisario su actividad era muy limitada. Claro que, realmente, no importaba porque se había enterado de lo que deseaba saber. Regresó con la noticia.

—Dudo, doctor Amadiro, de que tengamos el menor problema. No hay forma, no hay forma posible de que los funcionarios de la Tierra puedan controlar salidas o entradas. Cada año millones de colonos visitan la Tierra procedentes de cualquiera de las docenas de mundos y cada año un igual número de millones de visitantes regresan a sus hogares. Cada colonizador parece sentir que la vida no es completa a menos que él o ella respire periódicamente el aire del planeta y pise sus abarrotados espacios subterráneos. Me imagino que buscan sus raíces. No parecen experimentar la absoluta pesadilla que es la existencia en la Tierra.

—Lo sé, Mandamus —dijo Amadiro fatigado.

—Sólo intelectualmente, señor. No puede comprenderse del todo hasta haberlo experimentado. Una vez logrado, encontrará que ninguno de sus "conocimientos" le preparará en lo más mínimo para la realidad. No entiendo que alguien quiera regresar, una vez que haya sido…

—Nuestros antepasados no quisieron volver, después de haber abandonado el planeta.

—No —asintió Mandamus—, pero los vuelos interestelares no eran entonces tan avanzados como ahora. Solían llevar meses y el. "salto" interespacial era peligroso. Ahora se tardan días y los "saltos" son rutinarios y nunca salen mal. Si hubiera sido tan fácil regresar a la Tierra en tiempo de nuestros antepasados como lo es ahora, me pregunto si nos hubiéramos desprendido como lo hicimos.

—No filosofe, Mandamus. Vayamos al grano.

—Por supuesto. Además de las idas y venidas de las interminables riadas de colonizadores, millones de gente de la Tierra salen cada año como emigrantes a uno u otro de los mundos colonizados. Algunos regresan casi inmediatamente, porque no han podido adaptarse. Otros crean nuevos hogares, pero vuelven con cierta frecuencia como visitantes. Es imposible controlar las salidas y entradas, y la Tierra ni siquiera lo intenta. Tratar de montar métodos sistemáticos para identificar y seguir la pista de los visitantes, podría entorpecer la abundancia de llegadas y la Tierra se da cuenta de que cada visitante trae dinero. El negocio turístico, si queremos llamarlo así, es, actualmente, su industria más provechosa.

—Creo entender que lo que me está diciendo es que podemos llevar los robots humanoides a la Tierra sin problemas.

—Sin el menor problema. Respecto de eso no me cabe la menor duda. Ahora que los tenemos debidamente programados, podemos mandarlos a la Tierra, en grupos de seis, con documentos falsificados. No podemos evitar su respeto robótico y su temor por los seres humanos, pero no creo que esto les descubra. Será interpretado como el temor y respeto habitual del colono hacia su planeta ancestral… Pero también creo que no debemos, de ningún modo, hacerles llegar a uno de los aeropuertos metropolitanos. Los grandes espacios entre ciudades están virtualmente desiertos excepto por primitivos robots obreros y las naves que lleguen allí pasarán inadvertidas… o por lo menos desatendidas.

—Me parece muy arriesgado —observó Amadiro.

51a

Dos grupos de robots humanoides fueron enviados a la Tierra y se mezclaron con los habitantes de la ciudad antes de dirigirse a las áreas deshabitadas y de comunicarse con Aurora por medio de hiperrayo resguardado.

Mandamus, después de pensarlo mucho y dudarlo largo tiempo propuso:

—Tendré que volver, señor. No puedo tener la seguridad de que hayan encontrado el punto preciso.

—¿Y está seguro de que usted conoce el punto preciso, Mandamus.? —preguntó Amadiro sarcástico.

—He ahondado minuciosamente en la historia antigua de la Tierra, señor. Sé que puedo encontrarlo.

—No creo que pueda persuadir al Consejo para que le manden en una nave de guerra.

—Ni yo lo querría. Sería peor que inútil. Quiero una nave unipersonal, con suficiente energía para ir y volver.

Y de esta forma, hizo Mandamus su segundo viaje a la Tierra, bajando en una región cercana a una de las pequeñas ciudades. Con una mezcla de alivio y satisfacción, encontró varios de los robots en el punto preciso y se quedó con ellos para supervisar su trabajo, dar algunas órdenes a él relativas, y hacer unos delicados ajustes en su programación. Después, bajo la mirada desinteresada de unos primitivos robots agrícolas, formados en la Tierra, Mandamus se dirigió a la vecina ciudad.

Fue un riesgo calculado y Mandamus, que no era ningún héroe, sentía cómo el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Pero salió bien. Hubo cierta sorpresa en la puerta de entrada cuando el funcionario vio que un humano se presentaba, mostrando todas las huellas de haber pasado mucho tiempo a la intemperie.

Mandamus llevaba papeles que le identificaban como a colonizador y el funcionario se encogió de hombros. A los colonos no les importaba la intemperie y era normal, entre ellos, hacer pequeñas excursiones por los campos y los bosques que rodeaban la poco sugestiva parte alta de una ciudad que brotaba del suelo.

El funcionario echó una mirada fugaz a sus papeles y nadie más volvió a pedírselos. El acento de Mandamus, ajeno al de la Tierra (tan poco aurorano como pudo hacerlo) se aceptó sin comentarios, y por lo que pudo intuir, nadie se preguntó si era o no un espacial. Pero, ¿por qué iban a preguntárselo? Los tiempos en que los espaciales mantenían una avanzada en la Tierra, quedaban doscientos años atrás y los emisarios oficiales de los mundos del espacio eran pocos y, últimamente, cada vez menos. Los provincianos de la Tierra quizá ni recordaban que existieran espaciales.

A Mandamus le precupaba que los guantes finísimos y transparentes que llevaba pudieran ser detectados o que sus filtros de nariz se notaran, pero no ocurrió nada. No hubo el menor impedimento en sus viajes a la capital ni a las demás ciudades. Disponía de bastante dinero y el dinero tenía mucha fuerza en la Tierra (y a decir verdad, también en los mundos espaciales). Se acostumbró a que ningún robot le pisara los talones y cuando se encontraba con alguno de los robots humanoides de Aurora en alguna de las ciudades, tenía que explicarle con firmeza que no debía seguirle.

Escuchó sus informes, les dio todo tipo de instrucciones que parecían necesitar y preparó la llegada de nuevas partidas de robots, fuera de las ciudades. Eventualmente, encontró el camino de regreso a su nave y se marchó. No fue interpelado al salir, como no lo había sido al llegar.

—La verdad—dijo, pensativo, a Amadiro—, esa gente de la Tierra no es tan bárbara.

—¿No lo es?

—En su propio mundo, se comportan como humanos. De hecho hay algo muy atractivo en su amistad.

—¿Acaso está empezando a lamentar la tarea que ha emprendido?

—Me produce una angustiosa sensación cuando circulo entre ellos y pienso que no saben lo que va a ocurrirles. No puedo disfrutar con lo que estoy haciendo.

—Claro que puede, Mandamus. Piense que una vez terminada la tarea estará seguro del puesto de director del Instituto antes de que transcurra mucho tiempo. Eso bastará para endulzarle el trabajo.

Y a partir de entonces, Amadiro no perdió de vista a Mandamus.

51b

En el tercer viaje de Mandamus, se había disipado gran parte de su anterior inquietud y pudo comportarse casi como si fuera de la Tierra. El proyecto se desarrollaba lentamente pero sin cambios, a lo largo de la línea de progreso prevista.

No había tenido problemas de salud en sus anteriores visitas, pero en este tercero, debido tal vez a su exceso de confianza, debió de haberse expuesto en exceso. Durante cierto tiempo, por lo menos, experimentó un alarmante goteo de nariz, acompañado de tos. Una visita a uno de los dispensarios de la capital, terminó en una inyección de gammaglobulina que le alivió en seguida, pero encontró el dispensario más terrible que la enfermedad. Sabía que allí todo el mundo podía sufrir de algo contagioso; o podía encontrarse en peligroso contacto con los que estaban enfermos.

Pero ahora, por fin, estaba de regreso en la ordenada tranquilidad de Aurora y se sentía increíblemente agradecido por ello. Amadiro le estaba enterando de la crisis Solaria.

—¿No se había enterado de nada? —preguntó Amadiro.

Mandamus sacudió negativamente la cabeza:

—De nada, señor. La Tierra es un mundo increíblemente provinciano. Ochocientas ciudades con un total de ocho mil millones de habitantes… solamente interesados por las ochocientas ciudades con sus respectivas personas. Parece como si los colonizadores existieran solamente para visitar la Tierra y que los espaciales no existieran. En realidad, las noticias, en cualquiera de las ciudades, tratan, un noventa por ciento de las veces, de la capital. La Tierra es un mundo cerrado, claustrófilo , tanto mental como físicamente.

—Sin embargo, dice usted que no son bárbaros.

—La claustrofobia no es necesariamente barbarismo. A su modo, son civilizados.

—¡A su modo…! Bien, dejémoslo. El problema del momento es Solaria. Ni uno solo de los mundos espaciales se moverá. El principio de no interferencia es supremo e insisten en que los problemas internos de Solaria, son solamente para los solarianos. Nuestro propio presidente se muestra tan inerte como cualquier otro, aun cuando Fastolfe está muerto pero su mano no descansa sobre nosotros. Yo, solo, no puedo hacer nada…, por lo menos hasta que sea presidente.

—¿Cómo pueden suponer que los problemas internos de Solaria no deben ser interferidos, si los solarianos se han marchado?

Amadiro comentó, sarcástico:

— ¿Cómo puede ser que usted vea al momento la locura del caso y ellos no…? Dicen que no hay pruebas fehacientes de que los solarios se hayan ido todos, y que mientras ellos, o algunos de ellos, estén en su mundo, ningún otro mundo espacial tiene derecho a intervenir sin ser llamado.

—¿Cómo explican la ausencia de actividad radiacional?

—Dicen que los solarios pueden haberse trasladado bajo tierra o que pueden haber inventado algo, algún avance tecnológico, que impida el escape de radiación. También dicen que nadie les vio marcharse y que no tienen adonde ir. Claro, no se les vio marcharse porque nadie estaba vigilando.

—¿Cómo pueden decir que los solarianos no tienen adonde ir? —dijo Mandamus—. Hay infinidad de mundos vacíos.

—El argumento es que los solarianos no pueden vivir sin su increíble abundancia de robots, y que no pueden llevarlos consigo. Si vinieran aquí, por ejemplo, ¿cuántos robots supone que les permitiríamos traer… si se lo permitiéramos?

—¿Y cuál es su argumento en contra?

—Ninguno. De todos modos, tanto si se han ido como si no, la situación es rara y desconcertante y me parece increíble que nadie quiera movilizarse para investigar. He advertido a todo el mundo, con tanta fuerza como he podido, que la inercia y la apatía serán nuestro final; que tan pronto como los mundos colonizados se enteren de que Solaria está…, o podría estar…,vacío, ellos no vacilarían en investigar el asunto. Esos invasores tienen una curiosidad insensata que ojalá tuviéramos algunos de nosotros. Ellos, sin pensarlo dos veces, arriesgarán sus vidas si vislumbran algún provecho que les resulte interesante.

—¿En este caso cuál sería el provecho, doctor Amadiro?

—Si los solarios se han ido, tienen que haber dejado, a la fuerza, casi todos sus robots. Son…, o eran…, robotistas especialmente ingeniosos, y los colonizadores, pese a todo su odio por los robots, no vacilarán en apropiarse de ellos y facturárnoslos a nosotros a cambio de buen dinero espacial. La verdad, es que ya lo han anunciado.

Dos naves de colonizadores han aterrizado ya en Solaria. Hemos despachado nuestra protesta, pero no la tendrán en cuenta y tampoco haremos nada más. Todo lo contrario. Alguno de los mundos espaciales está haciendo investigaciones en secreto sobre la naturaleza de los robots que se recuperen y cuál sería su precio.

—No está mal —musitó Mandamus.

—¿Que no está mal que nos comportemos como los propagandistas colonizadores dicen que lo hacemos? ¿Que actuemos como si estuviéramos en plena degeneración y nos transformemos en blandas pulpas decadentes? —¿Por qué repetir sus palabras huecas, señor? El caso es que estamos tranquilos, somos civilizados y todavía no nos han dado donde nos duele. Si no fuera así, lucharíamos contra ellos, violentamente, y, estoy seguro, los aplastaríamos. Todavía estamos por delante de ellos, técnicamente.

—Pero el daño que nos causen no será, a buen seguro, agradable.

—Lo que significa que no debemos estar dispuestos a ir a la guerra. Si Solaria ha sido abandonado y los colonizadores quieren saquearlo, quizá deberíamos dejarles. Después de todo, puedo predecir que estaremos dispuestos a ponernos en marcha dentro de unos meses.

Una expresión ansiosa y feroz iluminó el rostro de Amadiro:

—¿Meses?

—Estoy seguro. Así que lo primero que debemos hacer es evitar que nos provoquen. Lo arruinaríamos todo si fuéramos hacia un conflicto que no necesitamos librar, y sufriéramos pérdidas que no necesitamos sufrir, ni aunque ganáramos. Después de todo, dentro de muy poco tiempo, vamos a vencerlos, sin lucha y sin pérdidas… ¡Pobre Tierra!

—Si van a darle lástima —protestó Amadiro con falsa indiferencia— mejor que no les haga nada.

—Por el contrario —dijo Mandamus, glacial—. Es precisamente porque estoy del todo decidido a hacerles algo…, y ya sabe lo que les haré…. por lo que me dan lástima. ¡Será usted presidente!

—Y usted director del Instituto.

—Un modesto puesto comparado con el suyo.

—¿Y después de que muera? —preguntó rabioso.

—No he ido tan lejos en mis previsiones.

—Estoy complemente… —empezó a decir Amadiro, pero fue interrumpido por el zumbido persistente de la unidad de aviso. Sin mirar y casi maquinalmente, Amadiro apretó el botón de :32,3. Miró la ancha tira de papel que salía de la ranura y una leve sonrisa apareció en sus labios:

—Las dos naves colonizadoras que aterrizaron en Solaria…

—¿Qué señor? —preguntó Mandamus ceñudo.

—¡Destruidas! ¡Ambas destruidas!

—¿Cómo?

—En un fuerte estallido de radiación, fácilmente detectable desde el espacio. ¿Se da cuenta de lo que significa? Los solarianos no han abandonado, después de todo, y nuestro mundo más débil puede fácilmente hacer frente a las naves colonizadoras. Es un puñetazo en pleno rostro para los colonizadores y algo que no podrán olvidar fácilmente… Tome, Mandamus, lea usted mismo.

Mandamus apartó el papel.

—Pero esto no significa necesariamente que los solarianos sigan en el planeta. Pueden haberlo sembrado de trampas.

—¿Y cuál es la diferencia? Ataque personal o trampa, las naves fueron destruidas.

—Esta vez los tomaron por sorpresa. ¿Qué me dice de la próxima vez, cuando vayan preparados? ¿Y qué me dice si consideran el caso como un ataque deliberado de los espaciales?

—Responderemos que los solarianos no hacían sino defenderse de una invasión deliberada de los colonizadores.

—Pero, señor, ¿cree usted que librarán una batalla verbal? ¿Y si los colonizadores no quieren molestarse en hablar y consideran la destrucción de sus naves como un acto de guerra y contraatacan instantáneamente?

—¿Por qué iban a hacerlo'7

—Porque están tan locos como estaríamos nosotros una vez heridos en nuestro orgullo; mucho más, puesto que tienen un mayor historial de violencia.

—Les venceremos.

—Usted mismo reconoce que nos causarán grandes e inaceptables daños, incluso si son vencidos.

—¿Y qué quiere que haga? Aurora no destruyó esas naves.

—Persuadir al Presidente de que haga patente que Aurora no tuvo nada que ver con ello, que ninguno de los mundos espaciales tuvo nada que ver, que la responsabilidad es solamente de Solaria.

—¿Y abandonar Solaria? Sería un acto de cobardía.

Mandamus podía apenas dominar su excitación:

—Doctor Amadiro, ¿no ha oído hablar nunca antes de una retirada estratégica? Hay que persuadir a los mundos espaciales de que esperen un poco mientras buscamos un pretexto plausible. Sólo faltan unos meses hasta que nuestro plan para con la Tierra fructifique. Puede parecer duro para todo el mundo mantenerse al margen y excusarse con los colonizadores, que no saben lo que les viene encima…, pero nosotros sí. En realidad, usted y yo, con lo que sabemos, podemos contemplar este acontecimiento como un regalo de lo que se llamaba los dioses. Deje que los colonizadores se preocupen por Solaria mientras preparamos su destrucción en la Tierra, sin que se den cuenta. ¿O preferiría perderlo todo cuando estamos al mismo borde de la victoria final?

Amadiro se encontró cediendo ante la mirada fija, penetrante, de los profundos ojos de Mandamus.

52

Amadiro jamás lo había pasado peor que en el período siguiente a la destrucción de las dos naves colonizadoras. Afortunadamente, pudo persuadirse al Presidente de que siguiera una política que Amadiro calificaba de ''dominantemente flexible". La frase satisfizo la imaginación del Presidente, aun cuando no quería decir nada. Además, el Presidente era diestro en eso de dominar con flexibilidad. El resto del Consejo fue más difícil de manejar; Amadiro, exasperado, se agotó pintándoles los horrores de la guerra y la necesidad de buscar el momento oportuno para atacar…. y no el inoportuno…, caso de que hubiera guerra. Inventó excusas aceptables para justificar por qué no había llegado el momento y se sirvió de ellas en sus discusiones con otros directivos de los demás mundos espaciales. La natural hegemonía de Aurora tenía que pesar al máximo, si quería que los demás crecieran.

Pero cuando el capitán D.G. Baley llegó con su nave y su petición, Amadiro comprendió que no podía hacer nada más. Era excesivo.

—Es del todo imposible —comentó a Mandamus—. ¿Vamos a permitir que aterrice en Solaria, con su barba, su ridicula indumentaria y su acento incomprensible? ¿Confía, acaso, en que yo ruegue al Consejo que autorice la entrega de una mujer espacial? Sería un acto totalmente sin precedentes en nuestra historia. ¡Una mujer espacial!

—Usted se ha referido siempre a esta particular mujer espacial –comentó Mandamus— como "la mujer solariana".

—Es "la mujer solariana" para nosotros, pero se la considerará una espacial tratándose de colonos. Si su nave aterriza en Solaria, como dice que va a hacer, puede que sea destruida como fueron las otras, junto con él y con la mujer. Entonces, puede que mis enemigos me acusen, con cierta justificación, de asesinato… y mi carrera política tal vez no sobreviva.

Mandamus insistió:

—Piense, en cambio, en el hecho de que casi llevamos siete años trabajando a fin de conseguir la total destrucción de la Tierra y que nos faltan únicamente unos meses para completar el proyecto. ¿Le parece bien arriesgarse, de golpe, a una guerra y arruinarlo todo cuando estamos tan cerca de la victoria final?

—El caso es que yo no puedo elegir en el asunto, amigo mío. El Consejo no me secundaría si trato de convencerles de que entreguen la mujer a un colonizador. El mero hecho de haberlo sugerido será tenido en cuenta contra mí. Mi carrera política se tambalea y además podemos tener una guerra—. Por si fuera poco, la idea de una mujer espacial muriendo al servicio de un colonizador, es intolerable.

—Casi parece que siente afecto por la mujer solariana.

—Sabe de sobra que no. Deseo de todo corazón que hubiera muerto hace veinte décadas, pero no así, no en una nave colonizadora. De todas formas debo recordarle que es antepasada suya en quinto grado.

Mandamus pareció más agrio que de costumbre.

—¿De qué sirve que me diga esto? Soy un espacial, consciente de mí mismo y de mi sociedad. No soy miembro de un conglomerado tribal adorador de antepasados.

Luego guardó silencio un momento y su rostro delgado pareció concentrarse, antes de proseguir:

—Doctor Amadiro, ¿no podría explicar al Consejo que esta antepasada mía iría, no como rehén espacial, sino por su profundo conocimiento de Solaria, donde pasó su infancia y juventud, haciéndola así parte esencial de la exploración, que podría resultar tan beneficiosa para nosotros como para los colonizadores? Después de todo, ¿no sería en verdad deseable saber lo que esos miserables solarios se proponen? La mujer traería, presumiblemente, un informe de los acontecimientos… si sobrevive.

Amadiro sacó el labio interior y comentó.

—La idea podría dar resultado si la mujer subiera a bordo voluntariamente, si declarara que comprende la importancia de la misión y desea llevar a cabo su deber patriótico. Llevarla a bordo, a la fuerza, es impensable.

—Bien, supongamos que yo voy a visitar a esta antepasada mía y trato de persuadirla de que embarque voluntariamente y, supongamos también, que usted se comunica con ese capitán por hiperonda y le dice que puede aterrizar en Aurora y llevarse a la mujer si es capaz de convencerla de que vaya con él voluntariamente…, o por lo menos que diga que va voluntariamente, sea cierto o no.

—Me figuro que no perderemos nada por hacer este esfuerzo, pero no veo qué podamos ganar.

A pesar de todo y con gran sorpresa de Amadiro, ganaron. Había escuchado estupefacto cuando Mandamus le contó los detalles.

—Mencioné el asunto de los robots humanoides, y es obvio, que ella no sabía nada, de lo que deduzco que Fastolfe tampoco lo sabía. Esta ha sido una de esas cosas que me obsesionaban. Luego le hablé mucho de mi ascendencia, obligándola así a hablar de Elijah Baley.

— ¿Y qué dijo? —preguntó Amadiro con rabia.

—Nada, excepto que me habló de él y recordó. Este colono que quiere llevársela es un descendiente de Baley y creí que tal vez influiría en ella y la haría considerar la petición colonizadora más favorablemente.

El caso fue que dio resultado y que por unos días Amadiro se sintió más aliviado de aquella tensión que le amargaba desde que empezó la crisis Solaria.

Pero el alivio duró muy pocos días.

53

Un detalle que resultó ventajoso para Amadiro en aquellos días fue que no había vuelto a ver a Vasilia, durante la crisis solariana. No habría sido el momento apropiado para verla. No deseaba que le diera la lata con su estúpida obsesión por un robot que decía ser suyo…, con un desprecio total por la legalidad de la situación…, en un momento en que una verdadera crisis ocupaba todos sus nervios y pensamientos. Ni deseaba tampoco exponerse a la pelea que surgiría fácilmente entre ella y Mandamus sobre quién presidiría, eventualmente, el Instituto de Robótica.

En todo caso, ya había tomado la decisión de que Mandamus fuera su sucesor. A lo largo de la crisis Solaria, se había fijado en lo que era importante. Incluso cuando el propio Amadiro se sintió inseguro, Mandamus se mantuvo fríamente tranquilo. Fue Mandamus el que concibió la idea de que la mujer Solaria acompañara al capitán colono voluntariamente y fue él quien se encargó de que así fuera.

Y si su plan para la destrucción de la Tierra funcionaba como debía…, y así sería…, Amadiro veía bien que Mandamus le sucediera, eventualmente, en la Presidencia del Consejo. Sería lo justo, pensó Amadiro en un arranque de altruismo.

Por consiguiente, aquella noche no malgastó ni un solo pensamiento en Vasilia. Abandonó el Instituto seguido de un pequeño grupo de robots que le acompañaron hasta su coche. Éste, conducido por un robot con otros dos en el asiento trasero junto a él, pasó silenciosamente en un atardecer lluvioso hasta su residencia, donde otros dos robots le acompañaron al interior. Y en todo ese tiempo no pensó ni una sola vez en Vasilia. Así pues, encontrársela sentada en su salón, frente a su aparato de hiperonda, contemplando un complicado ballet de robots, con varios de los de Amadiro en sus hornacinas y dos de los suyos detrás de su butaca, no le asombró tanto en un principio y provocó su indignación no tanto por la intimidad violada, como por pura sorpresa. Tardó algún tiempo en dominarse y controlar su respiración lo bastante como para poder hablar. Después, con rabia, pudo decir:

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?

Vasilia estaba tranquila. Después de todo, no le sorprendía el aspecto de Amadiro:

—Lo que estoy haciendo aquí es esperar verle. Entrar no ha sido difícil. Sus robots me conocen muy bien y saben mi posición en el Instituto. ¿Por qué no iban a permitirme entrar si les aseguraba que tenía una cita con usted?

—Lo cual no era cierto. Has violado mi intimidad.

—En realidad, no. Hay un límite en la confianza que uno puede esperar de los robots de otro. Mírelos. Ni una sola vez han apartado sus ojos de mí. Si hubiera querido tocar sus pertenencias, mirar sus papeles, aprovecharme en algún modo de su ausencia, le aseguro que no habría podido. Mis dos robots no podían nada contra los de usted.

—Sabes de sobra —dijo Amadiro, amargado— que has obrado de un modo no-espacial. Eres despreciable y no lo olvidaré.

Vasilia palideció algo al oírle. En voz baja y dura, le increpó:

—Espero que no lo olvide, Kelden, porque he hecho lo que he hecho sólo por usted… y si yo reaccionara como debo, por su actitud despreciable, me marcharía ahora y le dejaría continuar siendo el hombre derrotado que ha sido, a lo largo de la pasadas décadas, y para el resto de su vida.

—No seguiré siendo un hombre derrotado… hagas lo que hicieres.

—Parece como si se lo creyera, pero verá; no sabe lo que yo sé. Debo decirle que sin mi intervención seguirá siendo un derrotado. Me tiene sin cuidado lo que está tramando. No me importa lo que ese agriado y flaco, Mandamus, haya fabricado para usted…

—¿Por qué le mencionas? —preguntó Amadiro al instante.

—Porque lo quiero así —respondió Vasilia con cierto desprecio—. Sea lo que fuere que haya hecho o crea que está haciendo…, y no se asuste porque no tengo la menor idea de lo que puede ser…, no saldrá bien. Aunque no sepa de qué se trata, lo que sí sé es que no saldrá bien.

—No dices más que tonterías,

—Pues, preste atención a las tonterías, Kelden, si no quiere que todo se le venga abajo. Y no solamente usted, sino posiblemente los mundos espaciales, todos ellos. A lo mejor no quiere escucharme. Allá usted. ¿Qué va a hacer?

—¿Por qué tengo que escucharte? ¿Qué razón hay para que te escuche?

—En primer lugar, le dije que los solarianos se preparaban para abandonar su mundo. Si me hubiera escuchado entonces, no le habría tomado por sorpresa cuando lo hicieron.

—La crisis solariana todavía redundará en nuestro beneficio.

—No, no lo hará. Puede creerlo así, pero no será. Lo destruirá…, haga lo que hiciere para hacer frente a la emergencia…, a menos que me permita darle mi opinión.

Amadiro tenía los labios pálidos y temblorosos. Los dos siglos de derrota que Vasilia había mencionado habían pesado sobre él y la crisis de Solaria no había arreglado nada, así que carecía de la fortaleza interior para ordenar a sus robots que la echaran, como debió haber hecho. Con voz apagada le dijo:

—Habla, pues, pero sé breve.

—No creería lo que tengo que decirle, si lo hiciera, así que deje que lo haga a mi manera. Puede pararme; en cualquier momento, pero destruirá los mundos espaciales. Claro que durarán mientras yo viva y no seré yo la que pase a la historia, a la historia, por cierto, de los colonizadores, como el mayor fracasado. ¿Qué, hablo?

Amadiro se encogió en su butaca.

—Habla pues. y cuando hayas terminado… márchate.

—Eso voy a hacer, Kelden, a menos que me ruegue…, muy atentamente…, que me quede para ayudarle. ¿Empiezo?

Amadiro no respondió y Vasilia empezó:

—Le dije que durante mi estancia en Solaria me di cuenta de unos peculiares planos positrónicos que habían diseñado, unos circuitos que me llamaron la atención vivamente, porque parecían representar intentos de producción de robots telepáticos. Ahora bien, ¿cómo pude imaginar esto?

Amadiro observó amargamente:

—Ignoro qué empujes patológicos hacen funcionar tus pensamientos.

Vasilia apartó el comentario con una mueca:

—Gracias, Kelden… He pasado varios meses pensando en esto, puesto que soy lo suficientemente lista para creer que el asunto no afectaba la patología sino algún recuerdo subliminal. Mi mente regresó a la infancia, cuando Fastolfe, al que entonces consideraba mi padre, en uno de sus momentos generosos…, de vez en cuando experimentaba esos estados de ánimo…, me dio mi propio robot.

—¿Otra. vez Giskard? —masculló con impaciencia Amadiro.

—Sí, Giskard. Siempre Giskard. Era aún adolescente y ya tenía el instinto del robotista, o mejor dicho, había nacido con dicho instinto. De momento no poseía excesivos conocimientos matemáticos, pero entendía de diseños, de esquemas. Al paso de las décadas fue mejorando mi conocimiento de las matemáticas, pero no creo que avanzara mucho en mi apreciación de esquemas. Mi padre solía decirme: "pequeña Vas, —también se servía de diminutivos cariñosos para ver cómo me afectaban—, tienes el genio de los esquemas". Y creo que así era…

—Por favor, te concedo este genio, pero no sigas. Entretanto, sé que no he cenado aún, ¿lo sabías?

—Bueno, encargue la cena e invíteme a compartirla.

Amadiro, digustado, levantó el brazo haciendo una rápida señal. Al instante se hizo evidente el silencioso movimiento de los robots dedicados a su trabajo.

—Me entretenía inventando circuitos para Giskard –prosiguió Vasilia—. Me acercaba a Fastolfe…, a mi padre como le consideraba entonces…, y le enseñaba lo que había hecho. Él sacudía la cabeza, se reía y me decía: "Si añades cosas al cerebro del pobre Giskard, ya no podrá hablar y sentirá mucho dolor." Recuerdo haberle preguntado si Giskard podía realmente sentir dolor y mi padre contestó: "No sé lo que puede sentir, pero actuaría igual que nosotros si experimentáramos mucho dolor, así que es mejor imaginar, o decir, que sentiría dolor." O bien le enseñaba uno de mis esquemas y sonreía indulgente, diciéndome: "Bueno, daño no puede hacerle, pequeña Vas, resultará interesante probarlo." Y probaba.

A veces le quitaba el circuito y a veces se lo dejaba. No era simplemente enredar en Giskard por sadismo, como supongo que me hubiera sentido tentada de hacerlo si yo no hubiera sido yo. El caso es que estaba muy encariñada con Giskard y no quería hacerle daño. Cuando me parecía que una de mis mejoras, yo siempre las consideraba mejoras, hacía que Giskard hablara con más soltura o reaccionara más de prisa o de forma más interesante, y no parecía dañarle, se lo dejaba… Y entonces, un día…

Un robot situado junto a Amadiro no se hubiera atrevido a interrumpir a un invitado a menos que se tratara de una verdadera emergencia, pero Amadiro no tuvo ninguna dificultad en interpretar el significado de la espera. Preguntó:

—¿Está lista la cena?

—Sí, señor —contestó el robot.

Amadiro hizo un gesto impaciente en dirección a Vasilia y le dijo:

—Te invito a cenar conmigo.

Anduvieron hasta el comedor de Amadiro, que Vasilia no conocía. Amadiro, después de todo, era un particular, notorio por su falta de relaciones sociales. Más de una vez se le había dicho que le convendría recibir en su casa, y siempre respondía sonriendo educadamente: "Un precio demasiado alto."

"Tal vez debido a su falta de relaciones —pensó Vasilia— se notaba una absoluta falta de originalidad o creatividad en su mobiliario. Nada podía ser más feo que la mesa, la vajilla y los cubiertos. Las paredes eran solamente planos verticales pintados de color apagado. El conjunto más bien quitaba el apetito", pensó.

La sopa con que empezaron, un caldo claro, era tan indiferente como los muebles, y Vasilia empezó a tomarla sin entusiasmo. Amadiro comentó:

—Mi querida Vasilia, como ves soy paciente. No tengo ninguna objeción a que escribas tu autobiografía si así lo deseas, pero ¿te propones recitarme varios capítulos? Si es así, debo decirte claramente que no me interesan lo más mínimo.

—Se sentirá sumamente interesado dentro de muy poco. Sin embargo, si está enamorado del fracaso y quiere seguir sin conseguir nada de lo que se proponga conseguir, dígamelo. Comeré en silencio y luego me iré. ¿Es esto lo que desea?

Amadiro suspiró;

—Sigue, Vasilia,

—Y ella continuó:

—Un día tropecé con un esquema más complicado, más agradable, más excitante que los que jamás había visto y, a decir verdad, que nunca más he vuelto a ver. Me hubiera gustado mostrárselo a mi padre, pero se había ido a una reunión o tal vez a otro de los mundos. No sabía cuándo volvería y guardé mi esquema, pero cada día lo miraba con más interés, más fascinada. Por fin, ya no pude esperar más. Sencillamente, no podía esperar. Lo encontraba tan precioso que me parecía absurdo que pudiera ser dañino. Era sólo una niña, en mi segunda década,y aún no había perdido el sentido de la irresponsabilidad, así que modifiqué el cerebro de Giskard mediante la incorporación de aquel circuito.

Y no le hizo el menor daño. Lo vi inmediatamente. Me respondió con perfecta claridad y, por lo menos me lo pareció, fue mucho más rápido y más inteligente que antes. Lo encontré más atractivo y más entrañable que nunca.

Me sentía encantada y nerviosa a la vez. Lo que había hecho, modificando a Giskard sin el permiso de Fastolfe, era estrictamente contrario a las órdenes que había establecido para mí, y lo sabía de sobra. Cuando modifiqué el cerebro de Giskard, me justifiqué diciéndome que sería sólo por poco tiempo y que luego neutralizaría la modificación. Pero una vez hecha ésta, comprendí claramente que no la neutralizaría. No, no lo haría. En realidad, no volví a modificar a Giskard por temor a desbaratar lo que acababa de hacer. , . Ni tampoco dije nunca a Fastolfe lo que había inventado y Fastolfe jamás descubrió que Giskard había sido modificado sin su consentimiento. ¡Jamás!

Después, Fastolfe y yo nos separamos, y no quiso desprenderse de Giskard. Grité que era mío y que le quería, pero la gran bondad de Fastolfe, de la que presumió toda su vida… eso de amar todas las cosas, grandes y pequeñas, nunca se cruzó en el camino de dr satisfacción a mis deseos. Recibí otros robots que no me importaban, pero él se quedó con Giskard. Y cuando murió, dejó Giskard a la mujer solariana, ¡un último y amargo bofetón para mí!

Amadiro consiguió solamente comer la mitad de la mousse de salmón.

—Si todo lo que me has contado es para defender tu caso de conseguir la transferencia de la propiedad de Giskard, de la mujer Solaria a ti, no va a servirte para nada. Ya te he explicado por qué no puedo ignorar el testamento de Fastolfe.

—Hay más que eso, Kelden, mucho más. Infinitamente más. ¿Desea que deje de hablar?

Amadiro estiró los labios en una sonrisa forzada, y accedió:

—Habiendo escuchado hasta aquí, voy a hacerme el loco y escuchar algo más.

—Sería loco de verdad si no lo hiciera, porque ahora he llegado al grano… Jamás he dejado de pensar en Giskard, en la crueldad y en la injusticia que se hizo privándome de él, pero no volví a pensar en el esquema que me había servido para modificarle sin que nadie se enterara. Estoy completamente segura de que no hubiera podido reproducirlo, de haberlo intentado, y, por lo que recuerdo, no se parecía a nada de lo que he ido viendo en robótica, hasta que…, hasta que, fugazmente, vi algo parecido durante mi estancia en Solaria.

El esquema solario me pareció familiar, pero sin saber por qué. Me llevó unas semanas de pensar intensamente hasta que saqué de algún lugar escondido en mi subconsciente la vaga idea del esquema que había soñado y sacado de la nada veinticinco décadas atrás. Y aunque no puedo recordarlo xon exactitud, sé que el esquema solario era como un reflejo del mío y nada más. Era sólo la más escueta sugerencia de algo que yo había captado de su milagrosa y compleja simetría. Pero estudié el esquema solario con la experiencia ganada en veinticinco décadas de inmersión en teoría robótica y me sugirió telepatía. Si aquel esquema sencillo, poco interesante, me lo sugería, ¿qué debió ser mi original, lo que inventé de niña y que nunca más recobré?

Amadiro le recordó:

—No dejas de decirme que estamos llegando al grano, Vasilia. Pero ¿Me tendrías por poco razonable si te pidiera que dejaras de lamentarte y de recordar, y me dijeras por fin en pocas y claras palabras de qué se trata?

—Con sumo gusto. Lo que le estoy diciendo, Kelden, es que sin yo saberlo, convertí a Giskard en un robot telepático y que lo ha sido desde entonces.

54

Amadiro miró largamente a Vasilia y, como la historia parecía haber terminado, volvió a su mousse de salmón y comió pensativo. De pronto exclamó:

—¡Imposible! ¿Me tomas por idiota?

—Le tomo por un fracasado. Ni digo que Giskard pueda leer las conversaciones en las mentes, ni que pueda transmitir y recibir palabras o ideas. Quizás eso sea imposible, incluso en teoría. Pero estoy completamente segura de que puede detectar emociones y el fluir de la actividad mental y tal vez incluso modificarla.

Amadiro sacudió violentamente la cabeza.

—¡Imposible!

—¿Imposible? Piense un poco. Veinte décadas atrás, cuando usted casi había logrado su propósito, Fastolfe estaba en sus manos y el Presidente Horder era su aliado. ¿Y qué ocurrió? ¿Por qué salió todo mal?

—El enviado de la Tierra… —empezó a decir Amadiro, atragantándose.

—¡El hombre de la Tierra! —repitió Vasilia, burlona—. El hombre de la Tierra. ¿O fue la mujer solariana? ¡Ni uno ni otro. Ninguno de los dos! ¡Fue Giskard, que estuvo allí todo el tiempo percibiendo, ajustando!

—¿Por qué iba a interesarse? No es más que un robot.

—Un robot leal a su dueño, a Fastolfe. Por la primera ley tenía que procurar que a Fastolfe no le ocurriera nada y, siendo telepático, no podía interpretar eso simplemente como daño físico. Sabía que si Fastolfe no se salía con la suya, no podía fomentar la colonización de los mundos habitables de la Galaxia, sufriría una profunda decepción… y eso, en el mundo telepático de Giskard, sólo podía significar "daño". No podía permitir que ocurriera, e intervino para evitarlo.

—No, no, no —protestó Amadiro disgustado—. Quieres que sea así por un deseo loco y romántico, pero no fue así. Recuerdo perfectamente lo que ocurrió. Fue el terrícola. No hace falta ningún robot telepático para explicar los acontecimientos.

—Y, desde entonces, ¿qué ha ocurrido, Kelden? —preguntó Vasilia—. ¿En veinte décadas ha conseguido alguna vez ganar a Fastolfe? Con todo a su favor, con el claro fracaso de la política de Fastolfe, ¿ha podido alguna vez disponer de la mayoría en el Consejo? ¿Ha podido alguna vez modificar la opinión del Presidente y conseguir poseer verdadero poder? ¿Cómo explica eso, Kelden? En esas veinte décadas el hombre de la Tierra no ha estado en Aurora. Lleva muerto más de dieciséis décadas, porque su breve vida sólo duró cerca de ocho décadas. Sin embargo, usted sigue fracasando… El suyo es un ininterrumpido récord de fracasos. Incluso ahora que Fastolfe está muerto, no ha conseguido aprovecharse satisfactoriamente de los restos de su coalición, ¿o encuentra que el éxito sigue eludiéndole?

¿Qué le queda? El hombre de la Tierra ha desaparecido. Fastolfe ha muerto. Giskard es el que ha trabajado en contra de usted todo este tiempo… y Giskard permanece. Ahora es leal a la mujer solariana, como lo fue a Fastolfe. La mujer solaria no siente el menor afecto por usted, creo.

El rostro de Amadiro se contrajo, presa de rabia y frustración.

—No es verdad. Nada de eso es así. Estás imaginando las cosas.

Vasilia permaneció imperturbable.

—No imagino nada. Explico las cosas. Le he explicado cosas que usted no ha podido explicarse. ¿O tiene una explicación alternativa? Yo puedo proporcionarle el remedio. Transfiera la propiedad de Giskard, de la mujer solariana a mí y, de pronto, los acontecimientos empezarán a virar en beneficio suyo.

—No —dijo Amadiro—, ya están virando a mi favor.

—Puede creerlo, pero no es así, mientras Giskard trabaje en contra de usted. Por mucho que se acerque al final ganador, por muy seguro que esté de la victoria, todo se desvanecerá mientras no tenga a Giskard de su parte. Esto ocurrió hace veinte décadas y ocurrirá ahora.

El rostro de Amadiro se aclaró de pronto:

—Pensándolo bien, aunque no tenga a Giskard ni tú tampoco, no importa, puedo demostrarte que Giskard no es telepático. Si lo fuera, si poseyera la habilidad de arreglar las cosas a su gusto, o a gusto del ser humano que lo posee, ¿por qué permitió que se llevara la mujer solariana a lo que probablemente será su muerte?

—¿Su muerte? ¿De qué está hablando, Kelden?

—¿Sabes, Vasilia, que dos naves colonizadoras fueron destruidas en Solaria? ¿O no has hecho otra cosa, últimamente, que soñar en esquemas y en los brillantes días de tu infancia en que modificabas tu robot preferido?

—El sarcasmo no le sienta bien, Kelden. Me he enterado de lo de las naves por las noticias. ¿Que hay de ellas?

—Ha salido una tercera nave colonizadora para investigar. Puede ser igualmente destruida.

—Posiblemente, Pero también puede tomar precauciones.

—Las tomó. Reclamó y recibió a la mujer solariana, con la idea de que, conociendo bien el planeta, podría ayudarles a evitar la destrucción.

—No es fácil, dado que lleva veinte décadas fuera.

—Efectivamente. Lo previsible, pues,es que muera con ellos. Para mí, personalmente, no significaría nada. Me encantaría saber que ha muerto ya, y creo que a tí también. Pero dejando de lado nuestras preferencias, nos proporcionaría un buen motivo para quejamos a los mundos colonizados y para ellos sería difícil explicar que la destrucción de las naves fuera un acto deliberado por parte de Aurora. ¿Íbamos a destruir a uno de los nuestros…? La cuestión es, Vasilia, ¿por qué Giskard, si dispone de los poderes que tú pretendes que posee…, y la lealtad…, permitiría que la mujer solariana se ofreciera voluntariamente a ser llevada a lo que probablemente será su muerte?

Vasilia mostró su estupefacción:

—¿Y fue por propia voluntad?

—Absolutamente. Fue por su propia voluntad. Habría sido políticamente imposible forzarla a hacerlo contra su voluntad.

—Pero no comprendo…

—No hay nada que comprender, excepto que Giskard es un simple robot.

Por unos instantes Vasilia permaneció quieta en su sitio, con una mano apoyada en la barbilla. Luego dijo, pensativa:

—No se permiten robots en los mundos colonizados, ni en sus naves. Eso quiere decir que marchó sola. Sin robots.

—Pues, no. Tuvieron que aceptar sus robots personales si querían que fuera voluntariamente. Se llevaron a aquella imitación de hombre, el robot Daneel, y el otro fue —hizo una pausa y pronunció el nombre entre dientes— …Giskard. ¿Quién si no? Así que ese milagroso robot de tu fantasía va también camino de su destrucción. Ya no podría…

Calló.

Vasilia se puso en pie, con los ojos echando chispas y el rostro enrojecido:

—¿Quiere decir que Giskard fue con ella? ¿Ha salido de este mundo y va en una nave colonizadora? Kelden, puede que nos haya arruinado a todos.

55

Ni uno ni otro terminaron la cena.

Vasilia salió rápidamente del comedor y desapareció en el reservado. Amadiro, esforzándose por permanecer fríamente lógico, le gritó a través de la puerta cerrada, sabiendo que dañaba su propia dignidad personal haciéndolo. Insistió:

—Es una prueba tanto más definitiva de que Giskard no es más que un simple robot. ¿Por qué iba a estar dispuesto a ir a Solaria a enfrentarse con la destrucción, como su dueña?

De repente cesó el ruido del agua y el chapoteo. Vasilia salió con el rostro recién lavado y casi petrificado en su esfuerzo por parecer tranquila. Dijo:

—No comprende nada, ¿verdad? Me asombra, Kelden. Piense bien, Giskard no puede correr peligro nunca mientras pueda influir en las mentes humanas. Ni tampoco la mujer solariana mientras Giskard cuide de ella El colono que la llevó debe de haber descubierto, al interrogarla, que llevaba veinte décadas fuera de Solaria, así que realmente no puede continuar creyendo que va a servirle de mucho. Con ella se llevó a Giskard, pero tampoco sabía que éste podía servirle… ¿O pudo saberlo?

Reflexionó y luego musitó:

—No, no hay forma de que lo supiera. Si en más de veinte décadas nadie ha descubierto que Giskard posee habilidades mentales, es que Giskard está claramente interesado en que nadie lo descubra… y, si es así, nadie ha podido hacerlo.

—Tú pretendes haberlo descubierto —observó Amadiro, rabioso.

—Yo poseía un conocimiento especial, Kelden, e incluso hasta ahora no me he dado cuenta de lo que es obvio… y solamente por la sugerencia de Solaria. Giskard debe de haber oscurecido también mi mente a este respecto, o lo hubiera visto antes. Me pregunto si Fastolfe sabía…

—Es más fácil aceptar que Giskard es simplemente un robot.

—Va usted directamente a la ruina, Kelden, pero no creo que yo se lo vaya a permitir, por mucho que lo desee… En resumen, el colono vino en busca de la mujer solariana y se la llevó, incluso después de saber que le serviría de poco… o de nada. Y la mujer solariana se fue voluntariamente, aun temiendo viajar en una nave colonizadora con unos bárbaros contagiosos…, y pese a que su destrucción en Solaria debió de parecerle una posible consecuencia.

Se me ocurre que todo esto es obra de Giskard, que obligó al colono a reclamar a la mujer solariana, en contra de toda razón, y obligó a la mujer a acceder a la petición también contra toda razón.

—Pero, ¿por qué? — preguntó Amadiro—, ¿Puedo formular esta sencilla pregunta? ¿Por qué?

—Supongo, Kelden, que Giskard sintió que era importante alejarse de Aurora. ¿Adivinó que estaba a punto de descubrir su secreto? De ser así, puede no haber estado seguro de su actual habilidad para manejarme. Después de todo, soy una robotista muy experta. Además, recordaría que en un tiempo fue mío, y un robot no ignora fácilmente a lo que le obliga su lealtad. Quizás el único modo que le pareció adecuado para mantener a salvo a la mujer solariana, fue alejarse de mi influencia.

Miró a Amadiro y añadió con firmeza:

—Kelden, debemos hacerle regresar. No permitamos promocionar la causa colonizadora desde el puerto seguro de un mundo colonizador. Ya ha hecho bastante daño entre nosotros. Hagámosle volver, y usted debe hacerme su propietaria legal. Le aseguro que soy capaz de manejarlo, y de hacerlo trabajar para nosotros. Recuerde: ¡Soy la única que puede manejarlo!

—No veo ninguna razón de preocupamos. En ei caso probable de que sea un mero robot, será destruido en Solaria y nos desharemos tanto de él como de la mujer. En el caso improbable de que sea lo que tú dices que es, no será destruido en Solaria y tendrá que regresar a Aurora. Después de todo, la mujer solariana, aunque no es aurorana de nacimiento, ha vivido demasiado tiempo en Aurora para ser capaz de afrontar la vida entre los bárbaros… Cuando insista en regresar a la civilización, Giskard no tendrá otra alternativa que regresar con ella.

—Después de todo, Kelden, ¿no comprende aún las habilidades de Giskard? Si cree que es importante permanecer alejado de Aurora, fácilmente adaptará las emociones de la mujer solariana de modo que soporte la vida en un mundo colonizado, lo mismo que la hizo ofrecerse voluntaria para subir a una nave colonizadora.

—Está bien, si es necesario sencillamente escoltaremos la nave colonizadora, a la mujer y a Giskard, en su viaje de vuelta a Aurora.

—¿Cómo se propone hacerlo?

—Es fácil. Puede hacerse. Los de Aurora no somos idiotas aunque tu opinión establece claramente que sólo tú eres la única persona racional del planeta. La nave va a Solaria a investigar la destrucción de otras dos naves anteriores, y confío en que no creerás que dependeremos de sus buenos oficios o incluso de los de la mujer Solaria. Mandamos a una de nuestras naves de guerra a Solaria y no creemos que tenga problemas. Si todavía quedan solarios en el planeta, muy bien, destruirán las primitivas naves colonizadoras, pero no podrán tocar una nave de guerra aurorana. Si la nave de los colonos, gracias a la magia de Giskard…

—Nada de magia. Influencia mental.

—Si la nave colonizadora, por la razón que sea, despegara de la superficie de Solaria, nuestra nave la interceptaría y, con toda corrección, reclamaría la devolución de la mujer solariana y de sus robots. Si esto fracasara, insistirán para que su nave acompañe a la nuestra hasta Aurora. No habrá la menor hostilidad. Nuestra nave se limitará a escoltar a una aurorana a su mundo nativo. Una vez que la mujer solariana y sus dos robots desembarquen en Aurora, la nave colonizadora podrá seguir camino a su propio destino.

Vasilia asintió con cierta duda:

—Parece un buen plan, Kelden, pero ¿sabe lo que sospecho que va a ocurrir?

—¿Qué,Vasilia?

—En mi opinión, la nave despegará de la superficie de Solaria, pero la nuestra no. Lo que haya en Solaria, Giskard puede manejarlo, pero me temo que nadie más.

—Si esto ocurre —declaró Amadiro ;on una sonrisa torva— creeré que, después de todo, puede que haya algo de verdad en tu fantasía, pero no ocurrirá.

56

A la mañana siguiente, el principal robot personal de Vasilia, delicadamente diseñado para parecer una mujer, se acercó a la cama de Vasilia.

Ésta se movió y sin abrir los ojos preguntó:

—Qué hay, Nadila? (no tenía necesidad de abrir los ojos. En muchas décadas nadie se había acercado, nunca, a la cama de Vasilia).

Nadila contestó con dulzura:

—Señora, su presencia es deseada en el Instituto por el doctor Amadiro.

—¿Qué hora es? —preguntó abriendo los ojos.

—Son las 5:17, señora.

—¿Aún no ha amanecido? —preguntó Vasilia indignada.

—No, señora.

—¿Cuándo quiere que vaya?

—Ahora, señora.

—¿Por qué?

—Sus robots no nos han informado, señora, pero dicen que es importante.

Vasilia apartó las sábanas.

—Primero desayunaré, Nadila, y antes me ducharé. Informa a los robots de Amadiro que se acomoden en las hornacinas de visitantes y que esperen. Si insisten en que hay prisa, recuérdales que están en mi casa.

Vasilia, fastidiada, no se apresuró demasiado. Aquella mañana su arreglo personal fue más minucioso y su desayuno mucho más lento. (En general, no perdía mucho tiempo, ni en una cosa ni en otra. Las noticias, que estaba contemplando, no indicaban nada que pudiera justificar la llamada de Amadiro.)

Para cuando el coche (en el que iban ella y cuatro robots: dos suyos y los dos de Amadiro) la dejó en el Instituto, el sol empezaba a asomar por el horizonte. Amadiro la miró y dijo:

—Ya era hora de que llegaras,

Las paredes de su despacho todavía irradiaban luz, aunque ya no era necesaria.

—Lo siento —se excusó Vasilia—. Comprendo que la salida del sol es una hora muy tardía para empezar a trabajar.

—Déjate de juegos, Vasilia, por favor. Pronto tendré que estar en la sala del Consejo. El Presidente se ha levantado antes que yo… Vasilia, te pido humildemente perdón, por haber dudado de tí.

—Así que la nave colonizadora ha despegado sana y salva.

—Si y nuestra nave ha sido destruida como tú vaticinaste… El hecho no se conoce todavía, pero la noticia se sabrá, evidentemente.

Vasilia abrió los ojos. Había vaticinado este resultado pero más como una declaración de confianza, aunque éste no era el momento de decirlo.

Lo que dijo, en cambio, fue:

—Entonces, ¿acepta que Giskard posee poderes extraordinarios?

Amadiro confesó con prudencia;

—No creo que el asunto quede matemáticamente demostrado, pero estoy dispuesto a aceptarlo en espera de más información. Lo que quiero saber es qué vamos a hacer a continuación. El Consejo no sabe nada de Giskard y no me propongo decírselo.

—Me alegro de que sus ideas sean tan ciaras hasta este extremo, Kelden.

—Pero tú eres la que comprende a Giskard y la que mejor puede decidir lo que hay que hacer, ¿Qué les digo a los del Consejo y cómo explico lo ocurrido sin descubrir la verdad?

—Depende. Ahora que la nave colonizadora ha abandonado Solaria, ¿a dónde se dirige? Después de todo, si regresa a Aurora, no hay otra cosa que hacer que preparar su llegada.

—No vuelve a Aurora —dijo enfáticamente Amadiro—. Parece que en esto también tenías razón. Giskard, suponiendo que dirija la maniobra, parece dispuesto a alejarse. Hemos interceptado los mensajes de la nave a su mundo. En clave, naturalmente, pero no hay una sola clave colonizadora que no hayamos descifrado…

—Sospecho que también ellos han descifrado las nuestras. Me pregunto por qué todo el mundo no decide mandarlos normalmente y así nos ahorraríamos trabajo.

Amadiro se encogió de hombros.

—¿Qué más da? El caso es que la nave regresa a su propio planeta.

—¿Con la mujer Solaria y los robots?

—Naturalmente.

—¿Está seguro? ¿No los habrán dejado en Solaria?

—Estamos completamente seguros. —Y Amadiro mostró cierta impaciencia. —Por lo visto, la mujer Solaria fue la responsable de que pudieran despegar.

—¿Ella? ¿Cómo?

—Aún no lo sabemos.

—Tuvo que ser Giskard —insistió Vasilia—. Hizo que pareciera que fue la mujer.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Debemos recuperar a Giskard.

—Sí, pero no veo cómo puedo convencer al Consejo que se arriesgue a una crisis interestelar por la devolución de un robot.

—Porque no será así. Usted reclame la devolución de la mujer solariana, esto es algo que tiene derecho a exigir. ¿Y cree por un momento que volvería sin sus robots? ¿O que Giskard le permitiría regresar sin él? ¿O que el mundo colonizado quiera retener a los robots si la mujer regresa? Reclámela a ella. Con firmeza. Es una ciudadana aurorana, prestada para una misión a Solaria, misión que se ha cumplido y que por tanto debe ser devuelta. Preséntelo de forma beligerante, como si fuera una amenaza de guerra.

—No podemos arriesgarnos a una guerra, Vasilia.

—No nos arriesgamos. Giskard no puede actuar de modo que conduzca directamente a la guerra. Si los líderes colonos se resisten, y a su vez se muestran beligerantes, Giskard hará lo necesario y modificará la actitud de los jefes colonizadores para que autoricen el regreso pacífico de la mujer a Aurora. Y él, naturalmente, tendrá que volver con ella.

—Y una vez que haya regresado —observó Amadiro, abatido—, nos alterará supongo, y nos olvidaremos de su poder y no le tendremos en cuenta y él podrá seguir con sus planes.

Vasilia echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Nada de eso. Yo conozco bien a Giskard y sé cómo manejarlo. Tráigamelo y convenza al Consejo de que no acate el testamento de Fastolfe… Puede hacerse y usted lo hará… y que me asignen a Giskard. Entonces, sólo trabajará para nosotros; Aurora gobernará la Galaxia; usted pasará las últimas décadas de su vida como Presidente del Consejo y yo le sucederé como director del Instituto de Robótica.

—¿Estás segura de que todo ocurrirá así?

—Absolutamente segura. Limítese a enviar el mensaje y que sea enérgico. Yo le garantizo lo demás: la victoria para los espaciales y para nosotros, la derrota para la Tierra y los colonizadores.