EL PLAN Y LA HIJA

46

Hacía mucho tiempo desde que Amadiro pensara en los robots humanoides. Era un pensamiento doloroso y, no sin dificultad, se había esforzado por mantener su mente alejada de aquel tópico. Y ahora, inesperadamente, Mandamus lo había sacado a colación.

El robot humanoide fue la carta de triunfo de Fastolfe en aquellos lejanos días en que Amadiro estuvo a un milímetro de hacerse con el juego, con el triunfo y con todo. Fastolfe había diseñado y construido doscientos robots humanoides (de los cuales todavía existía uno) y nadie más pudo construir ninguno. El equipo completo del Instituto de Robótica, trabajando conjuntamente, no pudo o no supo construirlos.

Todo lo que Amadiro pudo salvar de su gran derrota había sido la carta de triunfo. Fastolfe se vio obligado a hacer pública la naturaleza del diseño humanoide.

Esto significaba que podían construirse los humanoides y fueron construidos, pero he aquí que no los quisieron. Los auroranos no los admitieron en su sociedad.

La boca de Amadiro se torció con la amargura del recordado disgusto. La historia de la mujer solariana que había utilizado sexualmente a Jander, uno de los robots humanoides de Fastolfe, había trascendido de uno u otro modo. En teoría los auroranos no tenían nada que objetar a tal situación. No obstante, cuando dejaron de pensar en ello, a las mujeres auroranas no les gustó la idea de tener que competir con mujeres robots. Ni los auroranos quisieron competir con hombres robots.

El Instituto se había esforzado al máximo en explicar que los robots humanoides no estaban destinados a Aurora, sino que iban a servir de pioneros, como la oleada inicial que, en un futuro, sembraría y adaptaría nuevos planetas habitables, para que los ocuparan auroranos después de que fueran terraformados.

También eso fue rechazado, al crecer las sospechas y objeciones. Alguien había llamado a los humanoides "la cuña inicial". La expresión se extendió y el Instituto se vio obligado a abandonar.

Amadiro, testarudo, insistió en guardar los ya existentes para un futuro uso, para una utilización que jamás se había materializado.

¿Por qué tanta objeción a los humanoides? Amadiro sintió un leve renacer de la irritación que casi había envenenado su vida en aquellas décadas. El propio Fastolfe, aunque de mala gana, aceptó apoyar el proyecto y, para hacerle justicia, así lo hizo, aunque sin la dedicación que prestaba a los asuntos que le llegaban al corazón… Pero no había servido de nada. Y sin embargo…, y sin embargo. . ¡si Mandamus tuviera de verdad un proyecto in mente que pudiera ponerse en práctica y necesitara los robots! A Amadiro no le gustaban demasiado expresiones tales como:

"Era mejor así." "Tenía que ser." Pero solamente con un gran esfuerzo lograba no pensar, mientras el ascensor les bajaba a un punto muy por debajo del nivel de la calle, el único lugar de Aurora que pudiera parecerse, aunque en una mínima proporción, a las fabulosas Cuevas de Acero de la Tierra.

Mandamus salió del ascensor obedeciendo a un gesto de Amadiro y se encontró en un corredor débilmente iluminado. Hacía frío y había una ligera ventilación. Se estremeció. Amadiro se reunió con él. A cada uno le seguía un robot.

—Poca gente viene aquí —observó Amadiro con indiferencia.

—¿A qué profundidad nos encontramos? —preguntó Mandamus,

—A unos quince metros. Hay varios niveles. En éste es donde están almacenados los robots humanoides.

Amadiro se detuvo de pronto, como si pensara, luego se dirigió decidido hacia la izquierda.

—Por aquí.

—¿No hay letreros indicadores?

—Como ya le he dicho, no viene mucha gente por aquí. Y los que vienen ya saben dónde deben ir para encontrar lo que necesitan. Mientras hablaba, llegaron a una puerta de aspecto sólido y formidable a la tenue luz; a un lado y otro había un robot. No eran humanoides.

Mandamus los miró críticamente y dijo:

—Son modelos sencillos.

—Muy sencillos No creerá usted que íbamos a desperdiciar algo complicado para guardar una puerta.

Amadiro alzó la voz, pero la mantuvo sin inflexiones:

—Soy Kelden Amadiro.

Los ojos de ambos robots relucieron fugazmente. Avanzaron un paso, alejándose de la puerta, que se abrió silenciosamente, hacia arriba. Amadiro indicó a su acompañante que entrara y al pasar junto a los robots, dijo lentamente:

—Déjenla abierta y ajusten la luz a las necesidades personales.

—No creo que nadie pueda entrar aquí —observó Mandamus.

—Por supuesto que no. Estos robots reconocen mi fisonomía y la grabación de mi voz: ambas son necesarias antes de abrir la puerta.—Hablando para sí, añadió: —En los mundos espaciales no se necesitan cerraduras, ni llaves, ni combinaciones de ningún tipo. Los robots nos guardan siempre y con fidelidad.

—A veces he pensado que si algún aurorano se apoderara de uno de esos desintegradores que parecen llevar los colonizadores para ir a cualquier parte, las puertas cerradas no le detendrían. Podría destruir los robots en un instante y luego ir a donde quisiera y hacer lo que le pareciera. Amadiro le lanzó una mirada furiosa.

—¿Para qué querría un espacial servirse de semejante arma en un mundo espacial? Vivimos nuestras vidas sin armas y sin violencias. ¿No comprende que por eso es por lo que he dedicado mi vida a la derrota y destrucción de la Tierra y sus envenenados engendros? Sí, tuvimos violencia en otros tiempos, pero de eso hace muchos años. Cuando los mundos espaciales se establecieron por primera vez y aún no nos habíamos desprendido del veneno de la Tierra, de donde procedíamos, y antes de que hubiéramos aprendido el valor de la seguridad robótica.

¿Acaso la paz y la seguridad no valen la pena de luchar por ellas? Mundos sin violencia. ¡Mundos en los que domina la razón! ¿Estuvo bien que nosotros entregáramos montones de mundos habitables a bárbaros de vida breve que, como usted dice, llevan desintegradores adonde quiera que vayan?

—Y no obstante —murmuró Mandamus—, está dispuesto a emplear la violencia para destruir la Tierra.

—La violencia, si es breve y por una causa justificada, es el precio que probablemente tendremos que pagar para poner fin, y para siempre, a la violencia.

—Soy lo suficientemente espacial —dijo Mandamus— como para desear que incluso esta violencia sea minimizada.

Habían entrado ya en una estancia grande y cavernosa y, en el momento de entrar, las paredes y el techo cobraron vida gracias a una luz difusa que no deslumbraba.

—Bien, ¿es esto lo que desea, doctor Mandamus? —preguntó Amadiro.

Mandamus miró a su alrededor, estupefacto. Al fin, consiguió exclamar:

—¡Increíble!

Allí había un firme regimiento de seres humanos con un poco más de vida en ellos de lo que unas estatuas hubieran mostrado, pero con bastante menos vida de la que un ser humano dormido hubiera evidenciado.

—Están de pie —murmuró Mandamus.

—Así ocupan menos espacio. Es obvio.

—Pero llevan de pie unas quince décadas. No puede ser que todavía estén en condiciones de funcionar. Seguro que sus articulaciones están heladas, sus órganos muertos.

Amadiro se encogió de hombros.

—Quizá. Si sus articulaciones se han deteriorado, y esto es algo que no se puede descartar, creo que pueden reemplazarse en caso de que sea necesario. Todo depende de que haya un motivo para hacerlo.

—Habría un motivo —dijo Mandamus. Paseó la mirada de una a otra cabeza. Miraban fijamente, aunque en direcciones ligeramente diferentes y esto les daba un aspecto inquietante, como si estuvieran a punto de romper filas.

Mandamus prosiguió:

—Cada uno tiene un aspecto distinto y se diferencian en altura, corpulencia y otros detalles.

—Sí. ¿Le sorprende? Nos proponíamos que éstos, junto con los que pudiéramos construir, fueran los pioneros del desarrollo de nuevos mundos. Para que lo hicieran debidamente, queríamos que fueran tan humanos como fuera posible, lo que significaba hacerlos tan individualizados como los auroranos. ¿No le parece sensato?

—Totalmente, y me alegro de que así sea. He leído todo lo que he podido sobre los dos protohumaniformes que el propio Fastolfe construyó… Daneel Olivaw y Jander Panell. He visto los hológrafos de ambos y parecen idénticos.

—Sí —respondió Amadiro, impaciente—. No solamente idénticos sino que cada uno es virtualmente una caricatura de lo que se considera el espacial ideal. Éste fue el romanticismo de Fastolfe. Estoy seguro de que hubiera creado una raza de robots humanoides intercambiables, de ambos sexos, poseyendo una belleza etérea, o lo que él creía serlo, que los hacía absolutamente inhumanos. Fastolfe puede ser un robotista brillante, pero fue un hombre increíblemente estúpido.

Y Amadiro sacudió la cabeza. Haber sido vencido por un hombre tan increíblemente estúpido, pensó… pero al momento alejó tal pensamiento. No había sido vencido por Fastolfe, sino por aquel infernal hombre de la Tierra. Sumido en sus pensamientos, no oyó la siguiente pregunta de Mandamus.

—Perdóneme —murmuró ligeramente irritado—. Le pregunté, "¿los diseñó usted, doctor Amadiro?".

—No, por una curiosa coincidencia, que me asombra por su peculiar ironía: éstos fueron diseñados por la hija de Fastolfe, Vasilia. Es tan brillante como él y mucho más inteligente. Puede que sea ésta una de las razones por las que nunca se llevaron bien.

—He oído la historia referente a ellos —empezó Mandamus.

—Yo también he oído la historia —le hizo callar Amadiro—, pero no importa. Basta con que ella realice muy bien su trabajo y de que no haya el menor peligro de que simpatice con alguien que, pese al accidente de que se trate de su padre biológico, es y debe seguir siendo para siempre odioso y ajeno a ella. Incluso, ¿sabe que se hace llamar Vasilia Aliena?

—Lo sé. ¿Tiene usted registrados los esquemas cerebrales de estos robots humanoides?

—Naturalmente.

— ¿Para cada uno de ellos?

—Claro.

—¿Y puedo verlos?

—Si hay una buena razón para ello.

—La habrá —contestó con firmeza Mandamus—. Puesto que estos robots fueron diseñados para actividades pioneras, ¿puedo asumir que están equipados para explorar un mundo y enfrentarse a condiciones primitivas?

—Es más que evidente.

—Perfecto. Pero puede que tengan que sufrir alguna modificación. ¿Supone que Vasilia Fast… Aliena, querrá ayudarme, si fuera necesario? Es obvio que debe estar más familiarizada con los esquemas cerebrales.

—En efecto, No obstante, ignoro si estaría dispuesta a ayudarle. Sé que en este momento es físicamente imposible, porque no se encuentra en Aurora.

Mandamus pareció sorprendido y disgustado.

—¿Dónde está pues, doctor Amadiro?

—Ya ha visto los humaniformes y no quiero exponerme más a este ambiente desagradable. Me ha tenido esperando más que suficiente y no debe quejarse si yo le hago esperar ahora. Cualquier otra pregunta que quiera formularme, vamos a contestarla a mi despacho.

47

Una vez en el despacho, Amadiro demoró las cosas.

—Espéreme aquí —dijo tajante, y salió.

Mandamus esperó, envarado, poniendo sus pensamientos en orden, preguntándose cuándo volvería Amadiro… o si volvería. ¿Iba a ser detenido o simplemente echado? ¿Se había cansado Amadiro de esperar la explicación?

Mandamus se negaba a creerlo. Había conseguido una clara idea del desesperado de deseo de Amadiro de saldar una vieja cuenta. Parecía evidente que Amadiro no se cansaría de escuchar, siempre y cuando creyera que había la menor posibilidad de que Mandamus hiciera posible la venganza.

Mientras miraba distraído el despacho de Amadiro, Mandamus se preguntó si entre las fichas computarizadas que tenía casi al alcance de la mano habría alguna información que pudiera serle útil. Sería conveniente no tener que depender directamente de Amadiro para todo.

La idea era totalmente inútil. Mandamus desconocía la clave de entrada de las flechas y, aun sabiéndola, había allí varios de los robots personales de Amadiro, en sus hornacinas, que lo pararían si daba el menor paso hacia cualquier cosa que estuviera marcada en sus mentes como "delicada". Incluso sus propios robots lo pararían.

Amadiro tenía razón. Los robots eran tan útiles, eficientes e incorruptibles, como guardianes que detectaran la simple idea de algo criminal, ilegal o solamente turbio, algo que a nadie se le ocurriera sospechar. La tendencia de por sí atrofiada, por lo menos contra otros espaciales. Se preguntó cómo podían arreglárselas los colonizadores sin robots. Mandamus trató de imaginar choques de personalidades humanas, sin defensas robóticas que amortiguaran la interacción, sin ninguna presencia robótica que les diera una sensación de seguridad y les obligara, sin darse cuenta en la mayoría de las veces, a conformarse con el debido código de moralidad.

Dadas las circunstancias, era imposible para los colonizadores ser otra cosa que bárbaros, y no se les podía dejar la Galaxia. Amadiro tenía razón en aquello y la había tenido siempre, mientras que Fastolfe estaba en el más absoluto error.

Mandamus asintió, como si se hubiera persuadido otra vez de la absoluta corrección de lo que estaba planeando. Suspiró y deseó que aquello no fuera necesario. Luego se dispuso a repasar, una vez más, la razón que le demostraba que sí era necesario. Amadiro volvió a entrar. Amadiro aún tenía un aspecto impresionante, aunque estaba a un año de cumplir veintiocho décadas. Era, en mucho, lo que un espacial tenía que ser y parecer, excepto por la desgraciada deformación de su nariz. Amadiro le dijo:

—Siento haberle hecho esperar, pero tenía un asunto del que ocuparme. Soy el jefe del Instituto y esto comporta unas responsabilidades.

—¿Puede decirme dónde se encuentra la doctora Vasilia Aliena? Así podré describirle mi proyecto sin más retraso.

—Está de viaje. Va a visitar a cada uno de los mundos espaciales para averiguar en qué punto están respecto de la investigación robótica. Cree que, aunque el Instituto de Robótica se fundó para coordinar la investigación individual en Aurora, la coordinación interplanetaria favorecía la causa. En realidad, una gran idea.

Mandamus rió con desgana, y comentó:

—No le dirán nada. Dudo que algún mundo espacial quiera cederle a Aurora más poder del que ya tiene.

—No esté demasiado seguro. La situación colonizadora nos ha desbaratado a todos.

—¿Sabe dónde se encuentra ahora?

—Tenemos su itinerario.

—Hágala regresar, doctor Amadiro.

Amadiro frunció el entrecejo.

—Dudó de que resulta fácil hacerlo. Quiere estar lejos de Aurora hasta que muera su padre.

—¿Por qué? —preguntó Mandamus, sorprendido.

—No lo sé, ni me importa. Pero lo que sí sé es que a usted se le ha terminado el tiempo. ¿Lo comprende? Vaya al grano o márchese.

Señaló, sombrío, la puerta y Mandamus comprendió que la paciencia del otro ya no podía aguantar más.

—Está bien —dijo Mandamus—. Hay aún un tercer punto por el que la Tierra es única.

Habló con facilidad y precisión, como si estuviera exponiendo algo que había ensayado con frecuencia y pulido minuciosamente con el único fin de presentárselo a Amadiro. Y Amadiro se fue encontrando cada vez más absorto ¡Era perfecto! Amadiro experimentó un tremendo alivio. Había acertado al asumir que el joven no era un loco. Estaba perfectamente cuerdo.

Vio el triunfo. Saldría bien. Naturalmente, el punto de vista del joven, tal como estaba planteado, se apartaba un poco del camino que Amadiro creía que debía seguir, pero eso se corregiría si era preciso.

Las modificaciones eran siempre posibles. Y cuando Mandamus terminó, Amadiro dijo con una voz que se esforzaba por mantener firme:

—No necesitamos a Vasilia. En el Instituto disponemos de expertos para poder empezar enseguida. Doctor Mandamus —en su voz se notaba un nuevo tono respetuoso—, deje que todo se desarrolle tal como está planeado; creo que saldrá bien, y será usted Director del Instituto en el momento en que yo sea Presidente del Consejo.

Mandamus sonrió brevemente, mientras Amadiro se recostaba en su butaca y, con la misma brevedad, se permitía contemplar el futuro con satisfacción y confianza, algo que no había podido hacer en el curso de veinte largas y agotadoras décadas.

¿Cuánto tiempo les llevaría? ¿Décadas? ¿Una década? ¿Parte de una década?

Poco tiempo. Poco tiempo. Debían acelerarlo por todos los medios a fin de que pudiera vivir para ver aquel viejo acuerdo anulado y él, Señor de Aurora y, por lo tanto, de los mundos espaciales (con la Tierra y los mundos de los colonizadores, condenados) incluso señor de la Galaxia, antes de morir.

48

Cuando el doctor Han Fastolfe murió, siete años después de que Amadiro y Mandamus se conocieran y empezaran su proyecto, la hiperonda proclamó la noticia con fuerza explosiva hasta el último rincón de los mundos ocupados. Mereció la mayor atención en todas partes. En los mundos espaciales era importante porque Fastolfe había sido el hombre más poderoso de Aurora, y por lo tanto de la Galaxia, por más de veinte décadas. En los mundos de los colonizadores y en la Tierra, fue importante porque había sido un amigo, todo lo que un espacial podía serlo, y ahora la cuestión era saber si cambiaría la política espacial y, de ser así, cómo cambiaría.

La noticia llegó también a Vasilia Aliena, y le agravó la amargura que había empañado sus relaciones con su padre biológico casi desde el principio. Se había mentalizado para no sentir nada el día en que muriera y, sin embargo, no quiso encontrarse en el mismo mundo donde él estuviera al ocurrir la muerte. No quería oír las preguntas que se le harían por todas partes, pero más frecuentes y más hirientes en Aurora.

La relación padre-hijo entre los espaciales era débil y hasta indiferente. Con la longevidad, era natural. Tampoco nadie se interesaría por Vasilia en este aspecto, excepto porque Fastolfe era un jefe de partido siempre eminente y Vasilia una igualmente destacada partidaria del otro bando. Era desastroso. Se había tomado la molestia de hacer de Vasilia Aliena su nombre legal, poniéndolo en todos los documentos, en todas las entrevistas, en cualquier tipo de trato. No obstante, sabía con seguridad que la mayoría de la gente pensaba en ella como en Vasilia Fastolfe. Era como si nada pudiera borrar aquel parentesco totalmente sin sentido, de modo que tenía que conformarse con que se la llamara únicamente por su nombre, que, por lo menos, era poco corriente.

Y esto también parecía relacionar su imagen con la mujer solariana que, por razones totalmente distintas renegó de su primer marido, como Vasilia renegó de su padre. La mujer solariana tampoco podía vivir con su primer apellido y terminó también con su nombre: Gladia.

Vasilia y Gladia, desplazadas, renegadas… Incluso se parecían. Vasilia echó una mirada al espejo del camarote de su nave. Hacía mucho tiempo que no había visto a Gladia, pero estaba segura de que el parecido perduraba. Ambas eran menudas y esbeltas. Ambas eran rubias y sus rostros muy parecidos.

Pero era Vasilia la que siempre perdía y Gladia la que siempre ganaba. Cuando Vasilia dejó a su padre y lo borró de su vida, él encontró a Gladia: ella era la flexible y pasiva hija que él quería, la hija que Vasilia jamás podría ser. Pero Vasilia, pese a todo, estaba amargada. Era una especialista en robótica, tan competente y hábil, por lo menos, como había sido el propio Fastolfe, mientras que Gladia era solamente una artista que se divertía coloreando los campos magnéticos y con la fantasía de la indumentaria robótica. ¿Cómo podía Fastolfe sentirse satisfecho perdiendo a una y ganando, a cambio, a la otra que no era nada?

Y cuando aquel policía de la Tierra, Elijah Baley, llegó a Aurora, logró que Vasilia revelara de sus pensamientos y de sus sentimientos más de lo que jamás confiara a nadie. Con Gladia, sin embargo, fue todo dulzura y la ayudó, a ella y a su protector Fastolfe a ganar, contra todo lo previsto aunque hasta aquel mismo día Vasilia no pudo comprender claramente cómo pudo ocurrir.

Fue Gladia la que estuvo junto a la cama de Fastolfe durante su enfermedad, la que había tenido su mano entre las suyas hasta el final, y la que había oído sus últimas palabras. Por qué se sentía Vasilia resentida, no lo comprendía, porque ella, en ningún caso hubiera reconocido la existencia del anciano hasta el extremo de acompañarle en su paso a la noexistencia en un sentido absoluto, más que subjetivo; no obstante, estaba rabiosa por la presencia de Gladia.

"Es lo que siento —se dijo retadora—, y no debo explicaciones a nadie."

Y había perdido a Giskard. Giskard había sido su robot, su robot personal de cuando era jovencita, el robot cedido por un padre que parecía afectuoso. A través de Giskard aprendió robótica y por él sintió un sincero afecto. De niña, no especuló nunca sobre las tres leyes ni se ocupó con la filosofía del automatismo positrónico. Giskard parecía afectuoso, se comportaba como si lo fuera, y esto bastaba para una niña. Jamás encontró tanto afecto en un ser humano y, por supuesto, no en su padre.

Hasta aquel día, no había sido tan débil como para llegar al extremo de jugar al imbécil juego del amor con nadie. Su amargura por la pérdida de Giskard le había enseñado que cualquier ganancia inicial no compensaba la pérdida final.

Cuando abandonó su casa, renegando de su padre, él no dejó que Giskard fuera con ella, aunque, en el transcurso de su reprogramación, lo había mejorado infinitamente. Y cuando murió su padre, legó Giskard a la mujer solariana. También le había dejado Daneel, pero a Vasilia no le interesaba aquella pálida imitación de hombre. Quería a Giskard, que era suyo. Vasilia viajaba ahora de regreso a Aurora. Su viaje había terminado, y los motivos del mismo habían acabado, en realidad, meses atrás, pero se quedó en Hésperos porque necesitaba un descanso y así lo había notificado al Instituto. Pero ahora que Fastolfe ya había muerto podía regresar. Y aunque no pudiera cambiar todo el pasado, sí podría cambiar parte del mismo. Giskard volvería a ser suyo.

Estaba decidida a conseguirlo.

49

Amadiro era ambivalente en cuanto a su reacción al regreso de Vasilia. No había regresado hasta que el viejo Fastolfe (podía pronunciar su nombre fácilmente ahora que estaba muerto) llevaba un mes en su sepultura. Esto le halagaba en su opinión sobre sí mismo. Después de todo, había contado a Mandamus que el motivo de que ella permaneciera alejada de Aurora era porque no quería volver hasta que su padre hubiera muerto. Luego, Vasilia era diáfana. Carecía de la exasperante cualidad de Mandamus, su nuevo favorito, de parecer que siempre guardaba otra idea sin expresar, bien escondida, por más que pareciera haber descargado por completo el contenido de su mente.

Por el contrario, ella era desagradablemente difícil de controlar, de seguir sin discutir el camino que él le indicara. Era capaz de indagar hasta el fondo sobre los espaciales de otros mundos, durante los años que había pasado lejos de Aurora, pero también de interpretarlo todo de forma oscura y enigmática.

Así que la recibió con un entusiasmo que era un intermedio entre simulado y sincero.

—Vasilia, me alegro de volver a tenerte entre nosotros. El Instituto vuela con una sola ala cuando tú no estás.

Vasilia se echó a reír.

—Vamos, Kelden… —Solamente ella no se sentía inhibida, ni vacilaba, llamándole por su nombre, aunque contaba dos décadas y media menos que él—. La única ala que queda es la suya, y ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que dejó de estar seguro de que con su única ala había suficiente?

—Desde que decidiste alargar a años tu ausencia. ¿Has encontrado Aurora muy cambiado en este tiempo?

—En absoluto…, lo que tal vez debiera preocuparnos. No cambiar equivale a decadencia.

—Una paradoja. No hay decadencia sin un cambio a peor.

—Kelden, el hecho de no cambiar es un cambio a peor, si lo comparamos con los vecinos mundos de los colonizadores. Cambian rápidamente, extendiendo su control a otros muchos mundos y sobre cada mundo individualmente y por completo. Aumentan su fuerza, su poder y su seguridad, mientras nosotros estamos sentados soñando y descubriendo cómo nuestro invariable poderío disminuye poco a poco en comparación.

—¡Maravilloso, Vasilia! Tengo la impresión de que lo has memorizado cuidadosamente durante tu vuelo hacia aquí. Sin embargo, ha habido un cambio en la situación política de Aurora.

—Se refiere a que mi padre biológico ha muerto.

Amadiro abrió los brazos con una pequeña inclinación de cabeza.

—Tú lo dices. Él fue, en gran parte, responsable de nuestra parálisis, y se ha ido así que imagino que ahora habrá cambios, aunque no necesariamente visibles.

—Tiene secretos para mí, ¿no es cierto?

—¿Crees que lo haría?

—Estoy segura. Esa falsa sonrisa suya le delata siempre.

—Entonces, debo aprender a mostrarme grave contigo… Ven, tengo tu informe. Dime ahora lo que no has incluido en él.

—Está todo incluido… Bueno, casi todo. Cada mundo espacial declara con vehemencia que le molesta la arrogancia colonizadora. Cada uno en particular está firmemente decidido a resistir a los colonizadores hasta el fin, siguiendo con entusiasmo el liderazgo de Aurora, con vigor y valentía, para desafiar a la muerte.

—Seguir nuestro liderazgo, sí. ¿Y si no les proporcionamos un líder?

—Entonces, esperarán y tratarán de arreglarse al no verse dirigidos por nosotros. De lo contrario… Bueno, todos están dedicados al avance tecnológico y se muestran reacios a revelar lo que están haciendo exactamente. Cada uno trabaja independientemente y ni siquiera se unifican entre ellos. No hay ni un solo equipo de investigación, en ninguno dé los mundos, que se parezca a nuestro Instituto de Robótica. Cada mundo está lleno de investigadores individuales, y cada investigador guarda celosamente sus propios trabajos para que no los vean los demás.

Amadiro se mostró casi complaciente al decir:

—No esperaba que hubieran adelantado tanto como nosotros.

—Y es malo que no lo hayan hecho —replicó Vasilia cortante—. Con todos los mundos espaciales llenos de individualistas, el progreso es demasiado lento. Los colonizadores se reúnen regularmente en convenciones, tienen sus propios institutos, y aunque de momento quedan lejos de nosotros… nos alcanzarán. Así y todo, he conseguido descubrir unos cuantos adelantos tecnológicos logrados en los mundos espaciales y están todos consignados en mi informe. Todos ellos trabajan en el intensificador nuclear, por ejemplo, pero no creo que este artilugio haya llegado más allá del nivel de demostración en el laboratorio, en ninguno de los mundos. Algo que aún no está aquí si resultara práctico a bordo de las naves.

—Ojalá estés en lo cierto en esto, Vasilia, El intensificador nuclear es un arma que vendría muy bien a nuestra flota, porque acabaría de una vez con los colonizadores. Pero pienso que, en general, sería mejor que Aurora poseyera un arma antes que sus hermanos espaciales… Pero dijiste que estaba incluido en tu informe casi todo. He oído ese casi. ¿Qué es lo que no está incluido?

— ¡Solaria!

—Ah, el más joven y más peculiar de los mundos espaciales.

—Casi no pude sacarles nada, directamente. Me vieron con absoluta hostilidad, como verían a cualquier no-solariano, ya fuera espacial o colonizador. Y cuando digo "vieron", lo digo en el verdadero sentido de la palabra. Permanecí casi un año en su mundo, mucho más tiempo que en cualquier otro, y en todos esos meses jamás "vi" a un solo solariano cara a cara. En todos los casos le miré a él o a ella, en holograma por hiperhonda. Nunca traté con nada tangible, solamente imágenes. El mundo era cómodo, en realidad increíblemente lujoso y para un amante de la naturaleza totalmente intacto, ¡ah, pero cómo eché de menos "ver"!

—Bueno, la visión es una costumbre solariana. Todo el mundo lo sabe, Vasilia. Vive y deja vivir.

— ¡Bah! —rezongó Vasilia—, Su tolerancia puede estar fuera de lugar. ¿Están sus robots en posición de no-repetición?

—En efecto. Y te aseguro que nadie nos está escuchando.

—Así lo espero, Kelden. Tengo una muy clara impresión de que los solarianos están a punto de lograr un intensificador nuclear miniatura antes que los otros mundos, antes que nosotros. Tal vez lo consigan portátil y capaz de funcionar con un mínimo consumo de energía, lo suficientemente pequeño para que resulte práctico en naves espaciales.

Amadiro frunció profundamente el entrecejo.

—¿Cómo lo han conseguido?

—No podría decirlo. No supondrá que me enseñaron los planos, ¿verdad? Mis impresiones son tan incipientes que no me atreví a ponerlas en el informe, pero por lo poco que he oído aquí… u observado allí… creo que están haciendo progresos importantes. Esto es algo en lo que deberíamos pensar cuidadosamente.

—Lo haremos. ¿Hay algo más que quieras decirme?

—Sí, y tampoco consta en el informe. Solaria lleva varias décadas trabajando en robots humanoides y creo que esta meta, por lo menos la han alcanzado. Ningún otro mundo espacial, excepto nosotros, ha intentado siquiera el asunto. Cuando fui preguntando, en cada mundo, qué estaban haciendo respecto de los robots humanoides, la reacción fue unánime. Encontraban el concepto horripilante y desagradable. Sospecho que todos ellos habían observado nuestro fracaso y les había llegado al alma.

—Pero Solaria, no. ¿Por qué?

—En primer lugar, siempre habían vivido en la sociedad más robotizada de la Galaxia. Están rodeados de robots: diez mil por individuo. El mundo está saturado de ellos. Si pasearas por él, sin rumbo fijo, en busca de humanos, no encontrarías a nadie. Así, ¿por qué unos pocos solarios viviendo en semejante mundo, iban a inquietarse por unos cuantos robots de más, sólo porque son humanoides? También está ese desgraciado engendro pseudohumano diseñado por Fastolfe y construido por él y que todavía existe…

—Daneel —dijo Amadiro.

—Sí, ése. Él… Bueno, estuvo en Solaria hace veinte décadas y los solarianos lo trataron como a un humano. No se han recuperado aún del sofoco. Aunque no les importaban los humanoides, se sentían humillados por haber sido engañados. Fue una inolvidable demostración de que Aurora estaba muy por delante de ellos en esa faceta de robótica, por lo menos. Los solarianos se sienten excesivamente orgullosos de ser los más avanzados roboticistas de la Galaxia y, desde siempre, han estado trabajando individualmente en los humaniformes, aunque sólo sea para borrar aquella vergüenza. De haber sido más, o de haber tenido un Instituto que coordinara su trabajo, indudablemente los habrían producido hace mucho tiempo. En todo caso, creo que ahora ya lo han conseguido.

—Pero no estás segura, ¿verdad? Esto no es más que una sospecha basada en indicios recogidos aquí y allá.

—Exactamente, pero es una sospecha muy sólida y que merece una mayor investigación. En tercer lugar, juraría que están trabajando en comunicación telepática. Había cierto equipo que, imprudentemente, me dejaron ver. Y una vez que tuve a la vista uno de sus roboticistas, la pantalla de la hiperhonda dejó entrever una pizarra en la que se veía una matriz de diseño positrónico, que no se parecía a nada de lo que recuerdo haber visto en mi vida y, no obstante, me pareció que el trazado podía encajar con un programa telepático.

—Sospecho, Vasilia, que este dato está hecho de mucha más fantasía que lo de los robots humanoides.

Una expresión de ligero embarazo cruzó por el rostro de Vasilia:

—Debo confesar que tal vez en esto tenga razón.

—La verdad, Vasilia, es que me suena a mera fantasía. Si el trazado que creíste ver no era como nada de los que recuerdas haber visto jamás, ¿cómo pudiste pensar que podía encajar con algo?

—A decir verdad —murmuró Vasilia, indecisa—, yo también me lo he estado preguntando. Sin embargo, cuando lo vi, la palabra "telepatía" saltó de pronto en mi mente.

—Aunque la telepatía sea imposible, incluso en teoría.

—Se cree imposible, incluso en teoría. Y eso no es exactamente lo mismo.

—Nunca nadie ha sido capaz de progresar en ello.

—De acuerdo, pero ¿por qué al ver el trazado, se me ocurrió la palabra "telepatía"?

—Ah, en este caso, Vasilia, puede haber un impulso psíquico personal que es inútil tratar de analizar. Yo lo olvidaría…, algo más?

—Una cosa más, y la más desconcertante de todas. Entre un indicio y otro, recogí la impresión, Kelden, de que los solarianos se proponen abandonar su planeta.

—¿Por qué?

—No lo sé. Sus habitantes, por escasos que sean, van disminuyendo. Quizá quieran empezar de nuevo en alguna otra parte antes de desaparecer del todo.

—¿Qué clase de "empezar de nuevo"? ¿Adonde podrían ir?

Vasilia sacudió la cabeza.

—Le he dicho todo lo que sé.

—Está bien —dijo Amadiro lentamente—, lo tendré en cuenta. Cuatro cosas: intensificador nuclear, robots humanoides, robots telepáticos y abandono del planeta. Francamente, no creo en ninguna de las cuatro, pero persuadiré al Consejo para que autorice unas preguntas al regente de Solaria. Y, ahora, Vasilia, creo que necesitas un descanso,así que ¿por qué no te tomas unas semanas libres y te acostumbras de nuevo al sol de Aurora y al buen tiempo, antes de volver al trabajo?

—Es muy amable por su parte, Kelden, pero quedan aún dos cosas que me gustaría tratar —declaró Vasilia sin levantarse.

Los ojos de Amadiro buscaron involuntariamente la cinta horaria:

—No te llevará mucho tiempo, ¿verdad, Vasilia?

—Me llevará todo el tiempo que sea necesario, Kelden.

—¿Qué es lo que quieres?

—Para empezar, ¿quién es ese joven sabelotodo que parece creer que dirige el Instituto, ése, cómo-se-llama, Mandamus?

—Ya se conocen, ¿verdad? —dijo Amadiro con una sonrisa que disimulaba cierta inquietud—. Como puedes ver, las cosas cambian en Aurora.

—Pero esta vez no para mejorar —repuso Vasilia, sombría—. ¿Quién es?

—Es exactamente lo que tú has descrito: un sabelotodo. Es un joven brillante, muy entendido en robótica, igualmente entendido en física general, química, planetología…

—¿Y qué edad tiene este monstruo de erudición?

—Algo menos de cinco décadas.

—¿Y qué será este jovencito cuando se haga mayor?

—Un hombre tan sabio como brillante, quizá.

—No simule no entender lo que pregunto, Kelden. ¿Está usted pensando en prepararle para ser el siguiente jefe del Instituto?

—Me propongo vivir aún varias décadas.

—Esto no es una respuesta.

—Es la única respuesta que tengo.

Vasilia se volvió inquieta en su asiento y su robot, de pie tras ella, dirigió sus ojos de un lado a otro como preparándose para esquivar un ataque… empujado a este comportamiento, quizá, por la inquietud de Vasilia. De pronto, declaró:

—Kelden, yo voy a ser la próxima directora. Está decidido. Así me lo prometió.

—Es cierto pero, en realidad, una vez que yo muera, Vasilia, la junta presidencial hará su elección. Incluso si dejara tras de mí un documento indicando quién debe ser el nuevo director, la Junta puede corregirme. Así está estipulado en el reglamento de fundación del Instituto.

—Redacte usted su documento, que de la Junta me encargaré yo.

Y Amadiro, con la frente mucho más fruncida, declaró:

—Esto es algo que no voy a seguir discutiendo de momento. ¿Cuál es la otra cosa que querías decirme? Por favor, sé breve.

Se quedó mirándolo, airada, por un instante, luego, como si mordiera las palabras, dijo:

—¡Giskard!

—¿El robot?

—Naturalmente. ¿Conoce usted a cualquier otro Giskard del que yo pueda hablarle?

—Bien, ¿de qué se trata?

—Es mío.

Amadiro pareció sorprendido.

—Es…, o era,.., propiedad legal de Fastolfe.

—Giskard era mío cuando yo era pequeña.

—Fastolfe te lo prestó y eventualmente te lo retiró. No hubo transferencia formal de propiedad, ¿verdad?

—Era mío, moralmente. Pero, en todo caso, ya no pertenece a Fastolfe. Ha muerto.

—Pero hizo testamento. Y si recuerdo correctamente, por dicho testamento, dos robots, Giskard y Daneel, son ahora propiedad de la mujer solaria.

—Pero yo lo quiero. Yo soy la hija de Fastolfe…

—¿Eh?

—Tengo derecho a Giskard —insistió Vasilia, sofocada—. ¿Por qué una desconocida, una extranjera, va a tenerlo?

—En primer lugar, porque Fastolfe lo testó así. Y ella es ciudadana aurorana,

—¿Quién lo dice? Para todos los auroranos es "la mujer solariana".

Amadiro dio un puñetazo en el brazo de su butaca en un súbito acceso de cólera.

—Vasilia, ¿qué es lo que quieres de mí? La mujer solariana no me gusta. En realidad, me disgusta profundamente y si hubiera un medio de —miró a los robots, como deseoso de no inquietarles— sacarla del planeta, lo haría. Pero no puedo cambiar el testamento. Incluso si hubiera forma legal de hacerlo, que no la hay, no sería prudente. Fastolfe está muerto.

—Precisamente ésta es la razón por la que Giskard debería ser mío ahora.

Amadiro la ignoró.

—Y el partido que presidía está deshaciéndose. En las últimas décadas sólo lo mantenía unido su carisma personal. Ahora, lo que me gustaría es recoger los fragmentos de esa coalición y añadirlos a la mía. Así, podré reunir un grupo que sea lo suficientemente fuerte para dominar al Consejo y ganar el control de las próximas elecciones.

—¿Y ser usted el próximo presidente?

—¿Por qué no? Aurora podría elegir peor, porque me daría la oportunidad de revocar nuestra vieja política desastrosa antes de que sea demasiado tarde. Lo malo es que no tengo la popularidad de Fastolfe. No poseo su don de aparentar santidad como disfraz de estupidez. En consecuencia, si pareciera triunfar de un modo sórdido e injusto sobre un muerto, no quedaría bien. Nadie debe decir que, derrotado por Fastolfe mientras éste vivía, revoqué su testamento por despecho, una vez que hubo muerto. No quiero que algo tan ridículo como esto se interponga en el camino de las grandes decisiones de vida o muerte que debe tomar Aurora. ¿Lo comprendes? ¡Tendrás que renunciar a Giskard!

Vasilia se levantó, tiesa, con los ojos semicerrados.

—Ya lo veremos.

—Ya lo hemos visto. Esta reunión ha terminado y si ambicionas ser el director del Instituto, no quiero volver a oírte amenazarme por nada. Así que si te propones atacarme ahora, del modo que sea, te aconsejo que lo pienses bien.

—No lo amenazo —dijo Vasilia, con toda su expresión corporal contradiciendo sus palabras. Se marchó en un revuelo, después de indicar, innecesariamente, a su robot que la siguiera.

50

La emergencia o, mejor dicho, la serie de emergencias, empezó unos meses después, cuando Maloon Cicis entró en el despacho de Amadiro para la habitual conferencia matutina. Ordinariamente, Amadiro le esperaba con satisfacción; Cicis era siempre un tranquilizante en el transcurso de un día ocupado. Era el único miembro del Instituto que no tenía ambiciones y que no calculaba sobre el día de la muerte o jubilación de Amadiro. Cicis era, de hecho, el subordinado perfecto. Era feliz siendo servicial y le encantaba contar con la confianza de Amadiro.

Por esta razón, Amadiro estaba entristecido, en el transcurso del último año, al notar un cierto deterioro, una ligera concavidad en el pecho, un toque de rigidez en los movimientos de su perfecto subordinado. ¿Acaso Cicis estaba envejeciendo? Solamente era unas pocas décadas mayor que Amadiro.

Amadiro sintió, con desagrado, que quizá junto con la degeneración gradual de tantas facetas de la vida espacial, la longevidad también fallaba. Se propuso mirar las estadísticas, pero siempre se olvidaba de hacerlo, o sentía un miedo inconsciente de hacerlo.

No obstante, en esta ocasión, el aspecto de vejez de Cicis se cubría de una violenta emoción. Su rostro estaba rojo (poniendo de relieve las canas de su cabello color bronce) y parecía estar virtualmente a punto de reventar de asombro.

Amadiro no tuvo siquiera que preguntar lo que ocurría. Cicis lo soltó como si se tratara de algo que no podía contener.

Cuando terminó de soltarlo, Amadiro dijo, estupefacto:

—¿Que todas las emisiones de radio han cesado? ¿Todas?

—Todas, jefe. Deben de haber muerto todos, o se han ido. Ningún mundo habitado podría evitar emitir alguna radiación electromagnética en nuestro nivel de…

Amadiro le mandó callar. Uno de los puntos de Vasilia, el cuarto, según recordó, había sido que los solarianos se estaban preparando para abandonar su mundo. Había parecido una sugerencia sin sentido; las cuatro habían parecido más o menos insensatas. Le dijo que lo tendría en cuenta y, naturalmente, no lo había hecho. Ahora, por lo visto, eso resultaba ser un error. ¿Por qué lo había considerado insensato cuando Vasilia había planteado el caso y seguía pareciéndole insensato? Se lo preguntaba ahora, como lo había preguntado entonces, aunque no esperaba ninguna respuesta. (¿Qué respuesta podía haber?)

—¿A qué parte del espacio pueden haber ido, Maloon?

—No hay respuesta para eso. jefe.

— Bien, pues, ¿cuándo se fueron?

—Tampoco la hay para eso. Hemos sabido la noticia esta mañana. Lo malo es que la intensidad radiacional es muy baja en Solaria. Hay muy pocos habitantes y los robots están bien protegidos. La intensidad es bastante más baja que la de cualquier otro mundo espacial; dos veces más baja que la nuestra.

—Así que un buen día alguien se dio cuenta de que era muy baja y de hecho había bajado a cero, pero en realidad nadie la captó mientras iba bajando. ¿Quién se dio cuenta?

—Una nave de Nexonia,jefe.

—¿Cómo?

—La nave se vio forzada a orbitar cerca del sol de Solaria a fin de llevar a cabo unas reparaciones urgentes. Pidieron permiso por hiperhonda y no obtuvieron respuesta. No tenían otra opción que ignorarlo, continuar en órbita y llevar a cabo las reparaciones. En todo el tiempo no hubo la menor interferencia. Hasta mucho más tarde, cuando se hubieron alejado, comprobando sus datos, no descubrieron que no sólo no habían obtenido respuesta, sino que tampoco habían captado radiaciones de ningún tipo. No hay modo de averiguar exactamente cuándo cesó la radiación. El único comprobante recibido de cualquier mensaje desde Solaria, fue hace más de dos meses.

—¿Qué hay de los otros tres puntos? —masculló Amadiro.

—¿Cómo dice, jefe?

—Nada, nada —dijo Amadiro, pero permaneció ceñudo y profundamente abstraído.