EL VIEJO CAUDILLO

42

Kelden Amadiro no era inmune a la plaga humana del recuerdo. En realidad, estaba más afectado por ello que la mayoría. En su caso, además, la tenacidad del recuerdo llevaba como acompañamiento la intensidad de su profunda y prolongada frustración y rabia.

Veinte décadas atrás todo iba viento en popa para él. Era el jefe fundador del Instituto de Robótica (seguía siéndolo aún) y por un momento creyó que no dejaría de conseguir el control total y absoluto del Consejo, aplastando a su gran enemigo, Han Fastolfe, dejándole en una desvalida posición.

Si hubiera…, si solamente hubiera…

(Cómo se esforzaba para no pensar en ello y cómo su recuerdo se le ponía delante una y otra vez como si nunca pudiera soportar suficiente dolor y desesperación.)

De haber ganado él, la Tierra habría permanecido solitaria y aislada y hubiera puesto los medios para que decayera, se arruinara y terminara disolviéndose. ¿Por qué no? La gente de vida breve de un mundo enfermo y superpoblado estaba mucho mejor muerta… Cien veces mejor muerta que viviendo la vida que se había obligado a vivir.

Y los mundos espaciales, tranquilos y seguros, se habrían ido extendiendo. Fastolfe se había quejado siempre de que los espaciales eran excesivamente longevos y demasiado cómodos con sus apoyos robóticos para ser pioneros, pero Amadiro le habría demostrado que se equivocaba. Sin embargo, Fastolfe había ganado. En el momento en que la derrota parecía segura, se había lanzado increíblemente, inesperadamente al espado vacío, por decirlo así, y había vuelto con la victoria en las manos… ganada sabe Dios dónde.

Fue el hombre de la Tierra, naturalmente, Elijah Baley…

Pero el recuerdo incómodo de Amadiro era el que tropezaba siempre con el hombre de la Tierra y se alejaba. No podía imaginar aquel rostro, oír aquella voz, recordar el hecho. Con el nombre bastaba. Veinte décadas no habían sido suficientes para amortiguar en lo más mínimo el odio que sentía, o mitigar algo su dolor. Y con Fastolfe a cargo de la política, los miserables terrícolas habían huido de su corrupto planeta estableciéndose en uno y otro mundo. El torbellino de los avances terrícolas deslumhró los mundos espaciales y les sumió en una glacial parálisis.

¡Cuántas veces se había dirigido Amadiro al Consejo y señalado que la Galaxia se estaba escapando de los dedos espaciales, que Aurora contemplaba sin ver cómo los mundos eran ocupados por subhombres y que año tras año la apatía se apoderaba cada vez más del espíritu espacial!

—¡Despierten! .había gritado—. ¡Despierten! ¡Vean cómo crecen sus números! ¡Cómo los mundos colonizados se multiplican! ¿A qué esperan? ¿A que los agarren por el cuello?

Y Fastolfe contestaba siempre con aquella voz suya, sedante como una nana, y los auroranos y los demás espaciales (que siempre seguían el liderazgo de Aurora, cuando ésta rehuía tal liderazgo) se tranquilizaban y volvían a su sopor. Lo obvio no parecía afectarles. Los hechos, las cifras, el indiscutible empeoramiento de los asuntos de década en década, les dejaban indiferentes.

¿Cómo era posible que se les gritara la verdad continuamente, que se les comunicaran todas las predicciones, y tener que contemplar que una firme mayoría seguía a Fastolfe como corderos?

¿Cómo era posible que el propio Fastolfe contemplara cómo todo lo que decía era pura locura y, sin embargo, no se apartara nunca de su política? No era solamente que insistiera, obcecado, en hacer las cosas mal, era que sencillamente nunca pareció darse cuenta de que estaba equivocado.

Si Amadiro hubiera sido el tipo de hombre fantasioso, hubiera imaginado seguramente que algún hechizo o algún encantamiento apático había caído sobre los mundos espaciales. Hubiera imaginado que en alguna parte, alguien poseía el poder de adormecer los cerebros activos y cegar a la verdad los ojos perspicaces.

Como añadido final a la exquisita agonía, la gente compadecía a Fastolfe por haber muerto frustrado. Frustrado, decían porque los espaciales no quería adueñarse de nuevos mundos para ellos.

Era la propia política de Fastolfe la que les había impedido hacerlo. ¿Qué derecho tenía a sentirse frustrado? ¿Qué hubiera hecho si como Amadiro hubiera visto y denunciado la verdad y se hubiera sentido incapaz de obligar a los espaciales, a bastantes espaciales, a que le prestaran atención?

¡Cuántas veces había pensado que sena mejor que la Galaxia estuviera vacía antes que bajo el dominio de los subhombres! Si poseyera algún poder mágico que pudiera destruir la Tierra, el mundo de Elijah Baley, con sólo mover la cabeza, ¡con qué gusto lo haría!

Pero el hecho de refugiarse en tales fantasías era solamente un signo de su total desesperación. Era la otra cara de su fútil y recurrente deseo de abandonarse a la muerte, si sus robots se lo permitieran. Y por fin llegó el momento en que se le dio el poder de destruir la Tierra obligándole a ello incluso contra su voluntad. Ese momento fue cuando conoció a Levular Mandamus, hacía unos tres cuartos de década.

43

—¡Recuerdos! Tres cuartos de década atrás…

Amadiro levantó la vista y observó que Maloon Cicis había entrado en el despacho. Indudablemente había hecho la señal y tenía derecho a entrar si no respondían a ella.

Amadiro suspiró y dejó la pequeña computadora. Cicis era su mano derecha desde que se creara el Instituto. Había envejecido a su servicio. Nada drásticamente visible, solamente un aire de ligero deterioro. Su nariz parecía algo más asimétrica de lo que había sido antaño.

Se frotó su propia nariz bulbosa y se preguntó hasta qué punto le envolvía su propio deterioro. En tiempos había medido un metro con noventa y cinco, una buena estatura incluso para el estándar espacial. Se mantenía tan erguido como antes, pero cuando se midió recientemente, no consiguió llegar a más de uno con noventa y tres. ¿Empezaba ya a encorvarse, a encogerse, a acercarse al fin?

Apartó esas tristes ideas que ya de por sí eran un indicio seguro de envejecimiento más que simples medidas, y preguntó:

—¿Qué hay, Maloon?

Cicis poseía ahora un nuevo robot personal que le seguía los pasos, un robot modernista con un acabado muy bruñido. Si uno no puede mantener joven al propio cuerpo, siempre puede adquirir un robot joven y nuevo. Esto también era una señal de envejecimiento. Amadiro estaba decidido a no provocar sonrisas entre los jóvenes siendo presa de ese engaño, especialmente dado que Fastolfe, que era ocho décadas mayor que Amadiro, jamás lo había hecho.

Cicis anunció:

—Se trata otra vez de ese Mandamus,jefe.

—¿Mandamus?

—No deja de insistir en verle.

Amadiro pensó por un instante:

—¿Te refieres a ese idiota descendiente de la mujer Solaria?

—Sí, jefe.

—Bien, pues no quiero verle. ¿Todavía no has conseguido que lo entienda, Maloon?

—Sí, pero me pide que le entregue una nota y dice que después le recibirá.

—No lo creo, Maloon —dijo Amadiro lentamente—, ¿Qué dice la nota?

—No la entiendo, jefe. No está en galáctico.

—En tal caso, ¿por qué voy a entenderlo yo mejor que tú?

—No lo sé, pero me pidió que se la entregara. Si quiere molestarse en mirarla, jefe, y decirme algo, yo saldré y me desharé de él otra vez.

—Bien, deja que la vea —dijo Amadiro, meneando la cabeza. Miró la nota con asco. Decía:

Ceterum censeo, delenda est Carthago.

Amadiro leyó el mensaje, miró torvamente a Maloon, y volvió la vista de nuevo al mensaje. Al fin, preguntó:

—Debiste haberte fijado, ya ves que no es galáctico. ¿Le preguntaste lo que significa?

—Lo hice jefe. Me dijo que era latín, pero eso no me aclara nada. Insistió en que usted lo comprendería. Es un hombre muy decidido y agregó que esperaría todo el día, hasta que usted lo leyera.

—¿Qué aspecto tiene?

—Flaco, Serio, probablemente sin pizca de humor. Alto, pero no tan alto como usted. Ojos hundidos, de mirada intensa, labios finos.

—¿Qué edad puede tener?

—Por la textura de su piel, yo diría que unas cuatro décadas o así. Es muy joven.

—En ese caso, debemos perdonarle por su juventud. Hazle pasar.

—¿Va a recibirle? —preguntó Cicis, sorprendido.

—Acabo de decirlo, ¿no es verdad? Hazle pasar.

44

El joven entró casi a paso de marcha. Se quedó tieso frente a la mesa y dijo:

—Le agradezco, señor, que haya aceptado recibirme. ¿Me autoriza a que mis robots se reúnan conmigo?

Amadiro enarcó las cejas.

—Me agradará verlos. ¿Me permite que conserve los míos junto a mí?

Hacía muchos años que alguien no pronunciaba la vieja fórmula de los robots. Era una de esas antiguas y buenas costumbres que se perdían en el olvido, como la noción de los buenos modales caída en desuso al considerar la gente que los robots personales eran parte de uno mismo.

—Sí, señor contestó Mandamus, y entraron dos robots. Amadiro se fijó en que no lo hicieron hasta que se les dio permiso. Eran robots nuevos, claramente eficientes y mostraban todas las señales de una buena artesanía.

—¿Diseño propio, doctor Mandamus? —Siempre tenían más valor los robots que eran diseñados por sus propios dueños.

—Efectivamente, señor.

—Entonces, ¿es usted un robotista?

—Sí, señor. Me gradué en la Universidad de Eos.

—Trabajó con…

Mandamus interrumpió.

—No, con el doctor Fastolfe, no, señor. Trabajé a las órdenes del doctor Maskelinik.

—¡Ah, no es usted miembro del Instituto!

—He solicitado mi ingreso, señor.

—Ya. —Amadiro ordenó los papeles que tenía sobre la mesa y dijo rápidamente, sin mirarle. —¿Dónde aprendió latín?

—No lo sé para hablarlo, pero sé lo suficiente para entender la cita y dónde encontrarla.

—Eso es ya de por sí interesante. ¿Cómo se le ocurrió?

—No puedo dedicar cada momento de mi vida a la robótica, así que tengo otros intereses. Uno de ellos es la planetología, con especial referencia a la Tierra. Eso me llevó a la historia del planeta y su cultura.

—Éste no es un estudio popular entre los espaciales.

—No, señor, y es una lástima. Uno debería conocer siempre a sus propios enemigos, igual que usted, señor.

—¿Igual que yo?

—Sí, señor. Creo que está usted enterado de muchas facetas de la Tierra y que, en este aspecto, sabe más que yo, porque lleva más tiempo estudiando el tema.

—¿Y cómo lo sabe?

—He tratado de conocerle lo más posible, señor.

—¿Porque yo soy otro de sus enemigos?

—No, señor, sino porque quiero que sea usted mi aliado.

—¿Aliado suyo? ¿Se propone utilizarme? ¿No le parece que está usted siendo un poco impertinente?

—No, señor, porque estoy seguro de que querrá ser aliado mío.

Amadiro se quedó mirándolo.

—No obstante, sigo creyendo que es usted algo más que un poco impertinente. Dígame, ¿comprende bien esta cita que ha encontrado para mí?

—Sí, señor.

—Entonces tradúzcamela al galáctico estándar.

—Dice, "En mi opinión, Cartago debe ser destruida".

—Y esto, en su opinión, ¿qué significa?

—El que hablaba era Marco Poncio Catón, senador de la república de Roma, una unidad política de la antigua Tierra. Había derrotado a su principal enemigo, pero no lo había destruido. Catón sostenía que Roma no podía sentirse segura hasta que Cartago fuera enteramente destruida… y así fue.

—Pero ¿quién es Cartago para nosotros, joven?

—Existe lo que se llama analogías.

—¿Y eso significa?

—Que también los mundos espaciales tienen un enemigo principal, y en mi opinión debe ser destruido.

—Nombre al enemigo.

—El planeta Tierra, señor.

Amadiro tamborileó ligeramente sobre la mesa.

— ¿Y quiere que yo sea su aliado en ese proyecto? ¿Da por sentado que me sentiré feliz y ansioso por serlo? Dígame, doctor Mandamus, ¿cuándo digo yo, en alguno de mis numerosos discursos y escritos sobre el tema, que la Tierra debe ser destruida?

Mandamus apretó los labios y respiró hondo:

—No estoy aquí —dijo— para tenderle una trampa y meterle en algo que pueda ser utilizado contra usted. No he sido enviado aquí ni por el doctor Fastolfe ni por ninguno de su partido. Tampoco soy de su partido. Tampoco intento decir lo que tiene en su mente. Digo solamente lo que está en la mía. En mi opinión, la Tierra debe ser destruida.

—¿Cómo se propone destruirla? ¿Sugiere que dejemos caer bombas nucleares hasta que las explosiones, la radiación y las nubes de polvo destruyan el planeta? Porque, de ser así, ¿cómo evitaría que las naves vengadoras de los colonizadores hagan lo mismo con Aurora y con los otros mundos espaciales que puedan alcanzar? La Tierra pudo haber sido volada con impunidad hace quince décadas. Ahora ya no.

Mandamus parecía asqueado.

—No me proponía nada de eso, doctor Amadiro. No destruiría innecesariamente a seres humanos, aunque fueran de la Tierra. No obstante, hay un medio para destruir ese planeta sin tener que matar necesariamente a toda su gente…, y no habría represalias.

—Es usted un soñador —dijo Amadiro— o un poco loco.

—Deje que se lo explique.

—No, joven. Dispongo de poco tiempo, y su cita, que entendí perfectamente, despertó mi curiosidad; el poco tiempo que tengo se lo he dedicado en gran parte a usted.

Mandamus se puso en pie.

—Lo comprendo, doctor Amadiro, y le ruego me perdone por hacerle perder tanto tiempo. Pero, piense en lo que le acabo de decir y si siente curiosidad, ¿por qué no me llama cuando disponga de más tiempo del que ahora le queda? Sin embargo, no espere demasiado porque, si es preciso, buscaré en otras direcciones: estoy decidido a destruir la Tierra. Como puede ver, soy sincero con usted.

El joven inició una sonrisa que distendió sus flacas mejillas sin que cambiara en nada el aspecto de su cara.

—Adiós… y gracias otra vez. —Dio media vuelta y se fue.

Amadiro se quedó mirando, pensativo, luego apretó un botón en un lado de su mesa.

—Maloon —dijo cuando entró Cicis—, quiero que se vigile a este joven las veinticuatro horas del día, y quiero saber con quién habla. Todos. Los quiero a todos identificados e interrogados. A los que indique, me los traerás… Pero, Maloon, todo debe hacerse con disimulo y con una actitud de amistosa y cariñosa persuasión. Como bien sabes, todavía no soy el amo. Pero iba a serlo. Fastolfe contaba treinta y seis décadas y estaba claramente en decadencia.Amadiro era ocho décadas más joven.

45

Amadiro recibió informes durante nueve días.

Mandamus hablaba con sus robots, a veces con colegas de la universidad, y con menos frecuencia con individuos de residencias vecinas a la suya. Sus conversaciones eran puramente triviales y, mucho antes de que transcurrieran nueve días, Amadiro había decidido que no haría esperar más al joven. Mandamus se encontraba al principio de una larga vida y podía tener treinta décadas por delante; a Amadiro le quedaban solamente unas ocho o diez como mucho.

Y Amadiro pensando en lo que el ¿oven le había dicho sintió, cada vez con mayor inquietud,que no podía dejar pasar la oportunidad que tenía de destruir el planeta Tierra, o ignorarlo. ¿Podía permitir que la destrucción tuviera lugar después de la muerte, y no poder verla? Era igualmente malo que ocurriera durante su vida, pero con otros dedos apoyados en los contactos.

No, tenía que verlo él, tenía que ser testigo él, tenía que hacerlo él, ¿por qué si no, había soportado su larga frustración? Mandamus podía ser un insensato o un loco, pero en ese caso Amadiro tenía que saber a ciencia cierta si era un insensato o un loco.

Llegado a este punto de sus elucubraciones, Amadiro llamó a Mandamus a su despacho.

Amadiro se dio cuenta de que haciéndolo se humillaba, pero la humillación era el precio que tenía que pagar para estar seguro de que no había la menor oportunidad de que la Tierra fuera destruida sin él. Y era un precio que estaba dispuesto a pagar.

Se escudó ante la posibilidad de que Mandamus entrara sonriendo, despectivamente triunfante. También tendría que soportarlo. Después de tanto soportar, si las sugerencias del joven resultaban desatinadas, haría que se le castigara al máximo de lo que una sociedad civilizada permitía, pero si por el contrario…

Se sintió complacido cuando Mandamus entró en su despacho en actitud razonablemente humilde y le agradeció, aparentemente sincero, la segunda entrevista. Amadiro consideró que debía mostrarse amable.

—Doctor Mandamus —le dijo—, al despedirle sin escuchar su plan, fui culpable de descortesía. Dígame, pues, lo que se propone y le escucharé hasta que quede bien claro, como sospecho que ocurrirá, que su plan es, tal vez, más el resultado del entusiasmo que de la fría razón. Entonces le volveré a despedir, pero sin el menor desprecio por mi parte; confío en que usted, por la suya, lo aceptará sin enfadarse.

—No me podría enfadar por habérseme concedido una justa y paciente audiencia, doctor Amadiro, pero ¿y si lo que voy a decirle es sensato y ofrece esperanzas?

—En ese caso —respondió despacio Amadiro—, sería concebible que ambos pudiéramos trabajar juntos.

—Sería maravilloso, señor. Juntos podemos lograr mucho más que separados. Pero ¿habría algo más tangible que el privilegio de trabajar conjuntamente? ¿Podría haber una recompensa?

Amadiro pareció disgustado; contestó:

—Le estaría agradecido, por supuesto, pero lo único que yo soy es Consejero y jefe del Instituto de Robótica. Habría un límite a lo que pudiera hacer por usted.

—Lo comprendo, doctor Amadiro. Pero, ¿dentro de esos límites no podría tener algo a cuenta? ¿Ahora? —Y miró fijamente a Amadiro.

Amadiro frunció el entrecejo al encontrarse ante un par de ojos penetrantes y decididos. ¡Ni rastro de humildad en ellos!

—¿En qué piensa? —preguntó Amadiro con frialdad.

—En nada que no pueda usted darme, doctor Amadiro. Hágame miembro del Instituto.

—Si posee los méritos…

—No tema. Los poseo.

—No podemos dejar la decisión al candidato. Tenemos que…

—Vamos, doctor Amadiro, ésta no es forma de iniciar una relación. Por haberme tenido en observación en todo momento, desde la última vez que nos vimos, no puedo creer que no se haya enterado de mis méritos. Como resultado debe saber que estoy en condiciones de ingresar. Si, por cualquier razón, sintiera que no estoy a la altura, no esperaría que mi ingenio fuera suficiente para elaborar un plan para la destrucción de nuestra particular Cartago, y no me habría vuelto a llamar.

Por un momento Amadiro sintió una llamarada en su interior. En aquel instante, se dijo que ni siquiera la destrucción de la Tierra valía la pena de soportar la actitud de aquel niño. Pero sólo fue un instante. Luego, su sentido de la debida proporción reapareció y se dijo que una persona tan joven pero tan atrevida, y tan glacialmente segura de sí, era el tipo de hombre que necesitaba. Además, había estudiado el expediente de Mandamus y era indudable que estaba cualificado para ingresar en el Instituto.

Entonces Amadiro, sin alterarse (a costa de su presión sanguínea), dijo:

—Tiene razón. Reúne los méritos necesarios.

—Nómbreme. Estoy seguro de que su computadora dispone de las formas necesarias para hacerlo. No tiene más que inscribir mi nombre, mi escuela, mi año de graduación y cualquier otra estadística trivial que considere necesaria y firmarla.

Sin responder ni una palabra, Amadiro se volvió a su computadora. Introdujo la información necesaria, recuperó la ficha, la firmó y se la entregó a Mandamus:

—Lleva la fecha de hoy. Ya es miembro del Instituto.

Mandamus estudió el documento y se lo entregó a uno de sus robots, que lo guardó en un pequeño portafolio, que se colocó bajo el brazo.

—Gracias —dijo Mandamus— es usted muy amable, espero no fallarle nunca ni darle motivos para lamentar esta amable apreciación de mis habilidades. No obstante, queda una cosa más.

— ¿De verdad? ¿Y qué es ello?

—Podríamos discutir la naturaleza del premio final en caso de éxito. Éxito total.

—¿No podríamos dejar esto para el momento en que se consiga el éxito total o esté razonablemente a punto de lograrse?

—Si se trata de racionalidad, sí. Pero yo soy una criatura que sueña lo mismo que razona. Y me gustaría soñar un poco.

—Bien, ¿y qué le gustaría soñar?

—Creo, doctor Amadiro, que el doctor Fastolfe no está nada bien. Ha vivido largo tiempo y no puede demorarse su muerte por muchos años.

— ¿Y en ese caso?

—Una vez que haya muerto, el partido de usted se hará más agresivo y los miembros más tibios del partido del doctor Fastolfe encontrarán oportuno pasarse al suyo. La próxima elección, sin Fastolfe, será indudablemente suya.

—Es posible. ¿Y bien?

—Pasará a ser de facto el líder del Consejo y el guía de la política exterior de Aurora, en realidad, la política exterior de los mundos espaciales. Y si mis planes se cumplen, su dirección tendrá tanto éxito que el Consejo no podrá evitar elegirle presidente a la primera oportunidad.

—Sus sueños vuelan, joven. Y si todo lo que prevé llega a buen fin, ¿qué?

—No dispondría del tiempo necesario para regir Aurora y dirigir el Instituto de Robótica. Así que lo único que le pido es que cuando decida dimitir de su posición actual como jefe del Instituto, se prepare para apoyarme cono sucesor en el cargo. No podrían rechazar su elección personal.

—Hay algo así como reunir méritos para el cargo —objetó Amadiro.

—Los reuniré.

—Esperemos y veamos.

—Estoy dispuesto a esperar para ver, pero descubrirá que mucho antes de que logremos el éxito, deseará concederme esta petición. Por lo tanto, le ruego que se vaya acostumbrando a la idea.

—Y todo ésto antes de que me haya dicho una sola palabra. Bien, ya es miembro del Instituto y me esforzaré por acostumbrarme a su sueño personal, pero ahora pongamos fin a los preliminares y dígame cómo se propone destruir la Tierra.

Casi maquinalmente, Amadiro hizo el gesto que indicaba que sus robots no debían recordar nada de aquella conversación. Y Mandamus, con una leve sonrisa, hizo lo mismo con los suyos.

—Empecemos, pues —dijo Mandamus.

Pero antes de que pudiera empezar, Amadiro inició el ataque.

— ¿Está seguro de no estar a favor de la Tierra?

Mandamus se sobresaltó.

—Me he acercado a usted con una proposición para destruir a la Tierra.

—Sin embargo, es usted descendiente de la mujer solariana… en la quinta generación, tengo entendido.

—Sí, señor, y es del dominio público. ¿Qué tiene que ver?

—La mujer solariana es y ha sido durante mucho tiempo, íntimamente asociada, amiga y protegida, de Fastolfe. Por tanto, me asombra que no simpatice con sus puntos de vista en favor de la Tierra.

—¿Por mi ascendencia? —Mandamus parecía sinceramente asombrado. Por un momento lo que podía ser una llamarada de fastidio o incluso de ira pareció afilar su nariz, pero se disipó y prosiguió tranquilo. —Una persona también íntimamente asociada, amiga y protegida suya, es la doctora Vasilia Fastolfe, la hija del doctor Fastolfe. Es descendiente de la primera generación. Me pregunto si no simpatizará con sus ideas.

—También me lo pregunté yo en el pasado, pero no simpatiza con ellas, y en su caso, he dejado de preocuparme,

—Pues puede también dejar de preocuparse por mi caso, señor. Soy un espacial y quiero ver a todos los espaciales controlando la Galaxia.

—Muy bien. Siga con la descripción de su plan.

—Lo haré, pero, si no le importa, desde el principio. Doctor Amadiro, los astrónomos están de acuerdo en que hay millones de planetas del tipo de la Tierra en nuestra Galaxia, planetas donde los humanos pueden vivir después de los necesarios ajustes al ambiente, pero sin ninguna necesidad de terraformarlos. Sus atmósferas son respirables, tienen un océano de agua, la tierra y el clima son apropiados y la vida existe. En realidad sus atmósferas no contendrían oxígeno sin la presencia, por lo menos, del plancton del océano.

La tierra suele ser estéril, pero una vez que ella y el océano sufran una terraformación biológica, es decir, una vez que se les haya sembrado vida de la Tierra, la vida florece y el planeta puede ocuparse. Cientos de estos planetas han sido registrados y estudiados y casi la mitad de ellos están ocupados ya por los colonizadores.

Pero ni un sólo planeta habitable de todos los que han sido descubiertos dispone de la enorme variedad y exceso de vida que tiene la Tierra. Ninguno tiene nada mayor o más complejo que una pequeña formación de invertebrados del tipo de gusanos o insectos o, en el mundo de las plantas, nada más avanzado que unos matorrales del tipo de los helechos. De inteligencia, ni hablar, ni de nada que se parezca a la inteligencia.

Amadiro escuchó la seca exposición y se dijo: "Habla de rutina. Se ha aprendido todo eso de memoria." Cambió de postura y replicó:

—No soy un planetólogo, doctor Mandamus, pero le pido que me crea si le digo que todo lo que me cuenta ya lo sé.

—Como le digo, doctor Amadiro, voy a empezar desde el principio… Los astrónomos están cada vez más convencidos de que tenemos un amplio surtido de planetas habitables en la Galaxia y que todos, o casi todos, son marcadamente diferentes a la Tierra. Por alguna razón, la Tierra es un planeta sorprendentemente peculiar, y la evolución en él ha adquirido un ritmo radicalmente rápido y un modo anormal.

Amadiro interrumpió:

—El argumento habitual es que si hubiera otras especies inteligentes en la Galaxia tan avanzadas como nosotros, ya se habrían dado cuenta de nuestra expansión y se nos hubieran dado a conocer de una forma u otra.

—Sí, señor —asintió Mandamus—. En realidad, si en la Galaxia hubiera otras especies inteligentes más avanzadas que nosotros, no habríamos tenido la oportunidad de desarrollarnos. Así que parece cierto que somos la única especie de la Galaxia capaz de viajar por el hiperespacio. Que seamos la única especie inteligente de la Galaxia tal vez no sea del todo cierto, pero es más que probable que lo seamos.

Amadiro escuchaba ahora con una media sonrisa resignada. El joven se mostraba didáctico, como un hombre marcando el ritmo de su monomanía en tono apagado. Era una de las indicaciones de los locos, y la pequeña esperanza sustentada por Amadiro de que ese Mandamus supiera realmente algo que pudiera cambiar el rumbo de la historia, estaba empezando a desvanecerse. Dijo:

—Sigue contándome lo conocido, doctor Mandamus. Todo el mundo sabe que la Tierra parece única y que nosotros somos la única especie inteligente de la Galaxia…

—Pero nadie parece plantearse la sencilla pregunta: ¿Por qué? Los de la Tierra y los colonizadores no se lo preguntan. Lo aceptan. Adoptan una actitud mística hacia la Tierra y la consideran un mundo sagrado, de forma que su naturaleza peculiar se da por sentada. En cuanto a los espaciales, no nos la planteamos. La ignoramos. Hacemos lo imposible por no pensar en la Tierra, ya que, de hacerlo, podríamos ir más lejos y considerarnos descendientes de la gente de aquel planeta.

Amadiro objetó:

—No veo ninguna virtud en la pregunta. No necesitamos buscar respuestas complejas al "Por qué". Procesos fortuitos desempeñan un papel importante en la evolución y, hasta cierto punto, en todas las cosas. Si existen millones de mundos habitables, la evolución se manifiesta en cada uno de ellos en proporción distinta. En la mayoría, la proporción tendrá cierto valor intermedio; en otros, será claramente lenta, en otros marcadamente rápida; o quizás en uno será excesivamente lenta y en otro excesivamente rápida. La Tierra resulta ser donde el proceso es excesivamente rápido y nosotros nos encontramos aquí por eso. Ahora bien, si nos preguntamos "Por qué", la respuesta suficiente, es "Casualidad".

Amadiro esperó que el otro demostrara su locura, estallando, rabioso, ante aquella opinión preeminentemente lógica, presentada en broma, y que servía para hacer añicos su tesis. Sin embargo, Mandamus se limitó a mirarle fijamente por unos segundos con sus ojos hundidos, y luego dijo plácidamente:

—No. Es preciso algo más que una casualidad afortunada para acelerar al máximo la evolución. En cada planeta, excepto en la Tierra, la velocidad de evolución está íntimamente relacionada con el flujo de la radiación cósmica en la que se baña el planeta. Esta velocidad no es resultado de la casualidad, sino el resultado de la radiación cósmica que produce mutaciones a ritmo lento. En la Tierra algo produce muchas más mutaciones que en otros planetas habitables y no tiene nada que ver con los rayos cósmicos porque no se dan con demasiada profusión en la Tierra. Vea usted ahora con más claridad, si el "Por qué" podría ser importante.

—Pues bien, doctor Mandamus, puesto que le sigo escuchando con más paciencia de la que creía poseer, conteste usted la pregunta que formula con tanta insistencia. ¿O conoce usted la pregunta pero no la respuesta?

—Tengo una respuesta —contestó Mandamus— y se basa en que la Tierra es única en lo secundario.

—Deje que me anticipe —objetó Amadiro—. Se refiere a su gran satélite, Seguro, doctor Mandamus, que no habla de ello como de un descubrimiento suyo.

—En absoluto —respondió Mandamus, molesto—, pero tenga en cuenta que los grandes satélites parecen ser corrientes. Nuestro sistema planetario tiene cinco, la Tierra tiene siete, y así sucesivamente. Todos los grandes satélites, excepto uno, giran alrededor de gigantes de gas. Solamente el satélite de la Tierra, la Luna.gira alrededor un planeta poco mayor que ella.

—¿Puedo atreverme a emplear de nuevo la palabra "casualidad", doctor Mandamus?

—En este caso sí puede ser casualidad, pero la Luna sigue siendo única.

—De acuerdo. ¿Qué posible conexión puede tener el satélite con la profusión de vida en la Tierra?

—Puede no ser obvio y una conexión improbable, pero es mucho más improbable que esos dos ejemplos únicos en un solo planeta puedan no tener ninguna conexión. Yo he encontrado esa conexión.

—¿De verdad? —preguntó Amadiro súbitamente alerta. Ahora era el momento en que debía manifestarse la prueba evidente de su locura. Miró de soslayo a la cinta horaria de la pared. Realmente no le quedaba mucho más tiempo que malgastar, pese que toda su curiosidad seguía despierta.

—La Luna —prosiguió Mandamus— se aparta lentamente de la Tierra debido al efecto de la mareas sobre ella. Las grandes mareas son una consecuencia única de la existencia de ese gran satélite. El sol de la Tierra también produce mareas, pero son un tercio de las producidas por la Luna, lo mismo que nuestro sol produce pequeñas mareas en Aurora.

Como la Luna se aleja debido a su acción sobre las mareas, en los comienzos de la historia de su sistema planetario se encontraba mucho más cerca de la Tierra. Cuanto más cerca esté la Luna de la Tierra, mayores son las mareas. Estas tenían dos efectos importantes sobre la Tierra. Mantenían continuamente flexible la corteza terrestre y hacían más lenta la rotación, ambas logradas a través del movimiento y la fricción de las aguas del océano sobre los bajíos… de forma que la energía rotacional se convertía en calor. Por tanto, la Tierra tiene la corteza más delgada que la de cualquier otro planeta habitable conocido que despliegue acción volcánica y que posea un sistema activo de placas tectónicas.

Amadiro comentó:

— Pero incluso todo eso puede no tener nada que ver con la profusión de vida en la Tierra. En mi opinión, doctor Mandamus, debe llegar al fondo del asunto o marcharse.

—Le ruego, doctor Amadiro, que tenga un poco más de paciencia. Es muy importante comprender el fondo del asunto una vez que lleguemos a él. He hecho una cuidadosa computarización simulada del desarrollo químico de la corteza terrestre, teniendo en cuenta el efecto causado por las mareas y las placas tectónicas, algo que nadie había hecho hasta ahora de forma tan difícil y meticulosa como yo he conseguido hacer, si me permite que me alabe.

— ¡Oh, no deje de hacerlo! —murmuró Amadiro.

—Y resulta, con toda claridad —le mostraré todos los datos necesarios cuando así lo desee— que el uranio y el torio se juntan en la corteza terrestre y en la capa superior en concentraciones de hasta mil veces más altas que en cualquier otro mundo habitable. Además, se juntan irregularmente, de modo que hay desparramada alguna que otra bolsa donde el uranio y el torio están aun en mayor concentración,

—¿Y, deduzco, que peligrosamente altas en radiactividad?

—No, doctor Amadiro. El uranio y el torio tienen una radiactividad muy débil incluso estando relativamente concentrados. Todo eso, repito, es debido a la presencia de la Luna.

—¿Debo asumir, entonces, que la radiactividad, aunque no lo bastante intensa para ser peligrosa para la vida, es suficiente para aumentar el grado de mutación? ¿Es así, doctor Mandamus?

—Así es. Habría extinciones más rápidas de vez en cuando, pero también un desarrollo más rápido de especies nuevas, resultando una enorme variedad y profusión de formas de vida. Y esto sólo en la Tierra alcanzaría el punto de desarrollo de una especie y una civilización inteligentes.

Amadiro movió afirmativamente la cabeza. El joven no estaba loco. Podía estar equivocado, pero no estaba loco. Y a lo mejor también estaba en lo cierto.

Amadiro no era un planetólogo, de modo que iba a tener que comprobar en los libros, para ver si Mandamus había descubierto solamente lo ya conocido, como hacían muchos entusiastas. Sin embargo, había un punto mucho más importante que tenía que comprobar inmediatamente.

Con voz suave le dijo:

—Ha hablado sobre la posible destrucción de la Tierra. ¿Hay alguna relación entre eso y las propiedades excepcionales del planeta?

—Uno sólo puede aprovecharse de las propiedades excepcionales de una única manera —respondió Mandamus en voz igualmente suave.

—En este caso particular, ¿de qué manera7

—Antes de discutir el método, doctor Amadiro, debo explicarle que en ciertos aspectos la cuestión de si la destrucción es físicamente posible, depende de usted.

—¿De mi?

—Sí —dijo Mandamus con firmeza—. De usted. ¿Por qué iba a venir yo a contarle esa larga historia sino para persuadirle de que sé muy bien de lo que estoy hablando, y esté dispuesto a cooperar conmigo de la manera que sea esencial para mi éxito?

Amadiro respiró profundamente:

—Y si yo me negara, ¿alguien más serviría a su propósito?

—Si se niega, podría dirigirme a otros. ¿Se niega usted?

—Puede que no, pero me pregunto lo esencial que soy para usted.

—La respuesta es, no tan esencial como lo soy yo para usted. Usted debe cooperar conmigo.

—¿Debo?

—Me gustaría que lo hiciera, si lo prefiere dicho de este modo. Pero si quiere que Aurora y los espaciales triunfen ahora y para siempre sobre la Tierra y los colonizadores, entonces sí debe cooperar conmigo, le guste o no el planteamiento.

—Dígame qué es, exactamente, lo que debo hacer.

—Para empezar, dígame si es o no verdad que el Instituto diseñó y construyó robots humanoides.

—Sí, lo hicimos. Cincuenta en conjunto. Eso fue hace unas quince o veinte décadas.

—¿Tanto tiempo? ¿Y qué ocurrió con ellos?

—Fallaron —contestó Amadiro, indiferente.

Mandamus se recostó en la silla con expresión horrorizada.

— ¿Fueron destruidos?

Amadiro enarcó las cejas:

—¿Destruidos? Nadie destruye nunca robots costosos. Están almacenados. Se les retiraron las unidades de energía y se les dejó una batería especial de microfusión de larga duración en cada uno de ellos para mantener mínimamente vivos los circuitos positrónicos.

—Así que ¿pueden ser devueltos a la acción total?

—Estoy seguro de que sí.

La mano derecha de Mandamus tamborileó un ritmo controlado sobre el brazo de su butaca. Luego dijo, sombrío:

—Entonces, podemos ganar.