Era de mañana en Solaria, de mañana en la finca…, su finca. A distancia se veía la vivienda que podía haber sido su vivienda. Veinte décadas habían desaparecido de algún modo y Aurora parecía ser un sueño lejano que nunca había existido.
Se volvió a D.G. que estaba apretándose el cinturón que sujetaba su fina prenda exterior, un cinturón del que pendían dos armas. Sobre su cadera izquierda colgaba el látigo neurónico; sobre la derecha, un arma más corta y más abultada que supuso sería un desintegrador.
—¿Vamos a la vivienda? —preguntó Gladia.
—A acercarnos —respondió D.G. algo distraído. Iba inspeccionando por tumo cada una de las armas acercándoselas al oído como si tratara de escuchar un apagado zumbido que le indicara que estaban vivas.
—¿Los cuatro solos? —Maquinalmente miró a cada uno de los otros: D.G. Daneel…
—Daneel, ¿dónde está Giskard?
—Le pareció que sería prudente actuar como avanzada. Como robot, puede pasar inadvertido entre los otros robots… y si descubre algo anómalo, nos advertirá. En todo caso, es menos necesario que usted o que el capitán.
—Buena precisión robótica —comentó D.G., sombrío. —Menos mal. Venga, vamos hacia allá.
—¿Los tres solos? —dijo Gladia, temerosa. —Sinceramente, me falta la capacidad robótica de Giskard de aceptar si es o no necesario.
—Es difícil decir si somos necesarios o superfluos, señora Gladia. Dos naves fueron destruidas, todos los miembros de las naves perdieron la vida. Aquí la seguridad no está en la cantidad.
—Con eso no me hace sentir mejor, D.G.
—Intentaré explicárselo. Las primeras naves no estaban preparadas. Nuestra nave, sí. Y yo también. —Se golpeó ambas caderas. —Y usted tiene un robot que ha demostrado ser un excelente y eficaz protector. Y lo que es más, usted es nuestra mejor arma. Sabe como ordenar a los robots que hagan lo que quiere que hagan, y eso puede ser crucial. Es la única entre nosotros capaz de hacerlo; las primeras naves no traían a nadie como usted.
Vamos, pues…
Empezaron a caminar; poco después Gladia dijo:
—No caminamos hacia la casa.
—No, todavía no. Primero nos dirigiremos hacia ese grupo de robots. Supongo que los está viendo.
—Sí, los veo, pero no hacen nada.
—En efecto. Cuando desembarcamos había muchos más robots presentes. La mayoría se han ido, pero éstos se han quedado, ¿Por qué?
—Si se lo preguntamos, nos lo dirán.
—Usted se lo preguntará, señora Gladia.
—Le contestarán a usted, D.G., tan fácilmente como a mí. Somos ambos humanos.
D.G. se paró en seco, y lo mismo hicieron los otros dos. Se volvió a Gladia y le preguntó, sonriendo:
—Mi querida señora Gladia, ¿ambos humanos? ¿Una espacial y un colono? ¿Qué le ocurre?
—Para un robot ambos somos igualmente humanos —respondió tajante—. Y, por favor, déjese de juegos. Yo no jugué a espacial y terrícola con su antepasado.
La sonrisa de D.G. desapareció.
—Es cierto. Perdóneme, señora. Intentaré dominar mi sentido sarcástico porque, después de todo, en este mundo somos aliados.
Un momento después, añadió:
—Ahora, señora, lo que deseo que haga es descubrir las órdenes que han recibido los robots. —., si es que las han recibido; si hay algún robot que, por casualidad, pueda conocerla; si hay seres humanos en la propiedad o en el planeta, u otra cosa que se les ocurra preguntar. No deberían representar un peligro; son robots y nosotros somos humanos; no pueden lastimarla. Claro —observó, recordando—, su Daneel dejó a Niss magullado, pero fue en unas condiciones que aquí no existen. Y Daneel puede ir con usted.
Daneel declaró respetuosamente:
—En cualquier caso, yo acompañaría a la señora Gladia, capitán. Es mi función.
—También la de Giskard, presumo —cortó D.G., —y, sin embargo, se ha ido.
—Con un propósito, capitán, que ha discutido conmigo y que hemos creído esencial para la protección de la señora Gladia.
—Está bien. Ahora, avancen, yo les cubriré a los dos. —Empuñó el arma de su cadera derecha. —Si les grito "Al suelo" échense inmediatamente.
Esta cosa no sabe distinguir.
—Por favor, no la use más que como último recurso, D.G. –rogó Gladia. —No habrá ocasión contra los robots… Vamos, Daneel.
Y echó a andar, decidida y rápida, hacia un grupo de una docena de robots, quietos ante una línea de matas bajas, con el sol de la mañana reflejándose aquí y allá sobre sus bruñidos exteriores.
Los robots no retrocedieron ni avanzaron. Permanecieron tranquilamente en sus puestos. Gladia los contó. Once visibles. Podía haber otros, pero ocultos.
Estaban diseñados al estilo solariano. Muy bruñidos. Muy relucientes. Ninguna apariencia de ropa y muy poco realismo. Eran casi como abstracciones matemáticas del cuerpo humano, ninguno del todo parecido al otro.
Tuvo la impresión de que no eran ni tan flexibles, ni tan complejos como los robots auroranos, pero parecían más decididamente adaptados a tareas específicas.
Se detuvo a unos cuatro metros de la línea de robots, y Daneel (lo notó) se paró tan pronto como lo hizo ella. Se quedó a un metro de distancia, a su espalda. Estaba lo suficientemente cerca como para poder intervenir al instante en caso de necesidad, pero lo bastante alejado como para que quedara claro que era ella el verdadero portavoz de la pareja.
Tenía la seguridad de que los robots que estaban delante consideraban a Daneel como a un humano, pero también sabía que Daneel era demasiado consciente de su calidad de robot como para confiarse en la falsa interpretación de los otros robots.
—¿Quién de ustedes hablará conmigo? —preguntó Gladia.
Siguió un breve silencio, como si se celebrara una conferencia sin palabras. Luego, un robot dio un paso adelante:
—Señora, yo hablaré.
—¿Tienes nombre?
—No, señora. Sólo tengo un número de serie.
—¿Cuánto tiempo llevas operando?
—He sido operativo veintinueve años, señora.
—¿Alguien en este grupo es más antiguo que tú?
—No, señora. Por eso soy yo, antes que otro, el que les habla.
—¿Cuántos robots están empleados en esta propiedad?
—Desconozco la cifra, señora.
—Más o menos.
—Quizá diez mil, señora.
—¿Hay algunos que lleven operando más de veinte décadas?
—Hay alguno entre los robots agrícolas, señora. Los amos prefieren robots de modelo reciente.
Gladia asintió y, volviéndose a Daneel, comentó:
—Es de sentido común. En mis tiempos ocurría lo mismo.
Se volvió de nuevo al robot y le preguntó:
—¿A quién pertenece esta propiedad?
—Es la propiedad de Zoberlon, señora.
—¿Cuánto tiempo hace que pertenece a la familia Zoberlon?
—Desde mucho tiempo antes de que yo empezara a operar. No sé bien desde cuándo, pero la información puede conseguirse.
—¿A quién perteneció antes de tomar posesión los Zoberlon?
—No lo sé, señora, pero puede conseguirse la información.
—¿Has oído hablar alguna vez de la familia Delmarre?
—No, señora.
Gladia se volvió a Daneel y dijo algo, decepcionada:
—Intento dirigir al robot poco a poco, como hubiera podido hacerlo Elijah, pero creo que no sé hacerlo como es debido.
—Por el contrario, señora Gladia —respondió gravemente Daneel—, me parece que ha conseguido mucho. No es probable que algún robot de esta propiedad, salvo quizás alguno de los agrícolas, pueda acordarse de usted. En su época, ¿estuvo alguna vez con los agricultores?
Gladia sacudió la cabeza:
—¡Nunca! No recuerdo haber visto a ninguno, siquiera a distancia.
—Está claro, pues, que en la finca no la conocen.
—Exactamente. Y el pobre D.G. nos ha traído para nada. Si esperaba algo que yo pudiera conseguir, ha fracasado.
—Saber la verdad es siempre útil, señora. No ser conocido, en este caso, es menos útil que serio, pero no saber si uno es conocido o no, todavía será menos útil. ¿No hay otros puntos en los que conseguir información?
—Sí, veamos. —Por unos segundos se dedicó a pensar, luego dijo en voz baja: —Es curioso. Cuando hablo con los robots, lo hago con un pronunciado acento solario. Pero contigo no hablo así.
—No es de extrañar, señora Gladia. Los robots hablan con ese acento porque son solarianos. Esto la devuelve a los años de juventud y les habla maquinalmente, como hablaba entonces. Pero vuelve a ser la misma cuando se vuelve hacia mí, porque yo formo parte de su mundo actual.
Una sonrisa lenta iluminó el rostro de Gladia y dijo:
—Cada vez razonas más como un ser humano, Daneel.
Se volvió a los robots y se dio cuenta de la gran paz que la rodeaba. El cielo era de un azul casi limpio, excepto por una fina línea de nubes al oeste del horizonte (que indicaba que la tarde podía malograrse). Se oía el rumor de las hojas movidas por la brisa, el zumbido de los insectos, la llamada solitaria de un pájaro. Pero nada que sonara a seres humanos.
Podía haber multitud de robots alrededor, pero trabajaban silenciosamente. No se oía el ruido exuberante de los seres humanos, al que se había ido acostumbrando (dolorosamente al principio) en Aurora.
Pero ahora, de vuelta en Solaria, encontró la paz maravillosa. Todo no había sido malo en Solaria. Tenía que admitirlo. Con voz ligeramente autoritaria dijo rápidamente al robot:
—¿Dónde están sus amos?
Sin embargo, era inútil apresurar o alarmar a un robot o tomarlo desprevenido. Le contestó sin el menor asomo de agitación.
—Se han ido, señora.
—¿A dónde han ido?
—No lo sé, señora. No se me dijo.
—¿Quién de ustedes lo sabe?
Silencio. Gladia aprovechó para insistir:
—¿Hay algún robot en la propiedad que pueda saberlo?
—No sé de ninguno, señora.
—¿Se llevaron robots al marcharse?
—Sí, señora.
—Pero a ti no te llevaron. ¿Por qué los dejaron?
—Para que hiciéramos nuestro trabajo, señora.
—Pero están aquí, sin hacer nada. ¿Es esto trabajar?
—Guardamos la finca de los intrusos, señora.
— ¿Como nosotros?
—Sí, señora.
—Pero nosotros ya estamos aquí, y siguen sin hacer nada. ¿Por qué?
—Observamos, señora. No tenemos órdenes aún.
—¿Han informado de sus observaciones?
—Sí, señora.
— ¿A quién?
—Al capataz, señora.
—¿Dónde está el capataz?
— En la mansión, señora.
—¡Ah! —Gladia dio media vuelta y anduvo de prisa hacia D.G., seguida por Daneel.
—¿Y bien? —inquirió D.G. con las armas aún preparadas, pero las devolvió a las fundas al verlos acercarse.
—Nada —respondió Gladia—. Ningún robot me conoce. Ningún robot está enterado de adonde han ido los solarios. Pero informan que hay un capataz.
—¿Un capataz?
—En Aurora y en los otros mundos espaciales, el capataz de una gran propiedad con muchos robots suele ser un humano cuya profesión consiste en organizar y dirigir grupos de robots trabajadores en los campos, minas y plantas industriales.
—Entonces, han dejado a solarios.
Gladia sacudió la cabeza.
—Solaria es una excepción. La proporción de robots y humanos ha sido siempre tan alta que no se acostumbraba a asignar a un hombre o mujer para controlarlos. Este trabajo lo ha hecho siempre otro robot, uno especialmente programado para ello.
—Entonces, en la mansión hay un robot —indicó D.G. con la cabeza que es más avanzado que éstos y que podría ser provechosamente interrogado.
—Quizá, pero no estoy segura de que sea prudente intentar entrar en la mansión.
D.G. comentó sarcástico:
—Será solamente otro robot.
—La mansión puede estar cosida de trampas.
—Y este campo puede estarlo también.
—Sería mejor enviar a uno de los robots a la mansión —aconsejó Gladia— a que dijera al capataz que unos humanos desean hablarle.
—No va a ser necesario —dijo D.G.. —Ya se ha hecho. El capataz ha salido y no es un robot ni un hombre. Lo que estoy viendo es una mujer.
Gladia lo miró sorprendida. Avanzando rápidamente hacia ellos venía una mujer alta, bien formada y sumamente atractiva. Incluso a distancia no cabía la menor duda respecto de su sexo.
D.G. sonrió. Pareció erguirse, echar los hombros hacia atrás y llevarse una mano a la barba como para asegurarse de que estaba peinada y suave.
Gladia le miró, disgustada, y le dijo:
—Esta mujer no es solariana.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó D.G.
—Ninguna Solaria permitiría que otros seres humanos la miraran tan libremente. Mirarla, no verla.
—Conozco la diferencia, señora. Sin embargo, usted me permitió que la mirara.
—He vivido más de veinte décadas en Aurora. Así y todo, queda lo bastante de Solaria en mí como para no dejar que los demás me miren así.
—Tiene mucho que enseñar, señora. Diría que es más alta que yo y bella como una puesta de sol.
La capataza se había detenido a unos veinte metros. Los robots se apartaron a un lado para que ninguno de ellos se encontrara entre la mujer, por una parte, y los tres de la nave por otra.
—Las costumbres pueden variar en veinte décadas —observó D.G.
—No en algo tan básico como la repugnancia de los solarianos al contacto físico —respondió Gladia tajante—. Ni en doscientas décadas. Sin darse cuenta había vuelto a caer en el acento solario.
—Creo que desestima la plasticidad social. Pero, bueno, solariana o no, supongo que es una espacial… Si hay otras espaciales como ella, estoy dispuesto a la coexistencia pacífica.
La expresión de censura de Gladia se acentuó:
—¿Qué, se propone seguir mirándola así una hora o dos más? ¿Nó quiere que interrogue a la mujer?
D.G. se sobresaltó y se volvió a mirar a Gladia, obviamente fastidiado.
—Usted encárguese de interrogar a los robots, como hasta ahora. Yo interrogo a los humanos.
—Especialmente a las hembras, supongo.
—No me gusta presumir, pero…
—Sobre este tema no he conocido nunca a un hombre que no presuma.
Daneel interrumpió:
—No creo que la mujer espere más. Si quiere conservar la iniciativa, capitán, acérquesele ahora. Yo le seguiré, como hago con Gladia.
—No creo necesitar protección —dijo D.G. bruscamente.
—Es usted un ser humano y yo no debo permitir que por inacción mía le ocurra algo.
D.G. se adelantó, de prisa, seguido por Daneel. Gladia, que no estaba dispuesta a quedarse atrás, sola, les siguió despacio.
La capataza observaba tranquila. Llevaba una suave túnica blanca que le llegaba a medio muslo que se sujetaba a la cintura. Tenía un escote profundo y tentador y sus pezones eran claramente visibles a través de fino tejido de la túnica. Nada indicaba que llevara otras prendas más que ésta y un par de zapatos.
Cuando D.G. se detuvo, les separaba un espacio de un metro. Su cutis, pudo verlo, era perfecto; tenía los pómulos salientes, los ojos grandes y separados, ligeramente oblicuos, su expresión serena.
—Señora —dijo D.G. hablando con el acento más parecido al aurorano patricio que pudo conseguir; —¿tengo el placer de hablar con la capataza de esta propiedad?
La mujer le escuchó un momento y luego dijo con un acento tan fuertemente solario que parecía casi cómico saliendo de una boca tan perfecta:
—Usted no es un ser humano.
Y entró en acción tan rápidamente que Gladia, todavía a unos metros de distancia, no pudo darse cuenta de lo que había ocurrido. Vio solamente un movimiento y a D.G. caído boca arriba, inmóvil, y a la mujer junto a él con sus dos armas en las manos.
Lo que dejó a Gladia estupefacta en aquel instante de desconcierto, fue ver que Daneel no se había movido ni para prevenir, ni para atacar.
Pero tan pronto como le vino la idea la desechó, porque Daniel ya la había tomado por la muñeca izquierda y se la retorcía diciendo: “Suelte las armas al instante" y lo decía en un tono de voz tan perentorio como no se le había oído nunca. Era inconcebible que se dirigiera así a un ser humano.
La mujer le contestó en si mismo tono aunque su registro era más fino: "No es un ser humano." Alzó la mano derecha y disparó el arma que sostenía. Por un momento, un resplandor iluminó el cuerpo de Daneel. Gladia, incapaz de hablar, dado su estado emocional, sintió que se le nublaba la vista. En su vida había perdido el conocimiento, pero esto parecía ser el preludio.
Daneel no se desintegró, ni se oyó ninguna explosión. Gladia comprendió que le habría sujetado la muñeca que empuñaba el desintegrador. La otra mano sostenía el látigo neurónico y fue éste el que descargó a boca de jarro contra Daneel. De haber sido humano, la tremenda estimulación de sus nervios sensoriales podía haberlo matado o dejado permanentemente inútil. Pero era humano solamente en apariencia y su equivalente del sistema nervioso no reaccionaba al látigo. Daneel ahora le tomó el otro brazo y se lo levantó. Volvió a ordenar:
—Suelta esas armas o te arranco los brazos.
—¿De verdad? —rezongó la mujer. Sus brazos se contrajeron y en un segundo, Daneel se encontró levantado del suelo. Sus piernas se balancearon como un péndulo, hacia atrás y hacia adelante, colgado de los brazos. Con el pie golpeó con fuerza a la mujer y ambos cayeron al suelo pesadamente.
Gladia, sin llegar a decirlo, se dio cuenta de que la mujer, aunque parecía tan humana como Daneel, no era tampoco humana. Una ráfaga de ira inundó a Gladia, que se sintió de pronto solidaria hasta la médula…, ira porque un robot se atreviera a emplear la fuerza contra un humano. De acuerdo que pudo haber reconocido a Daneel por lo que era, pero, ¿cómo se atrevía a golpear a D.G.?
—¿Cómo te atreves? —le gritó en solario tan fuerte que hasta molestó a su propio oído… pero, ¿cómo si no, hablarle a un robot solario?
—¿Cómo te atreves, muchacha? ¡Deja toda resistencia inmediatamente!
Los músculos de la mujer parecieron relajarse total y simultáneamente, como si una corriente eléctrica hubiera cesado bruscamente. Sus bellos ojos miraron a Gladia sin la suficiente humanidad como para parecer asombrados. Dijo con voz confusa, vacilante:
—Lo siento, señora.
Daneel se levantó y contempló atentamente a la mujer que seguía en el suelo sobre la hierba. D.G., conteniendo un gemido, luchaba por levantarse. Daneel se inclinó para recoger las armas, pero Gladia lo alejó, furiosa:
—Entrégame esas armas, muchacha.
La mujer respondió:
—Sí, señora.
Gladia las tomó, eligió rápidamente el desintegrador y se lo entregó a Daneel.
—Destruyela cuando te parezca mejor, Daneel. Es una orden.
Pasó el látigo neurónico a D.G. y le dijo:
—Esto es inútil aquí, excepto contra mí y contra usted. ¿Se encuentra bien?
—No, no estoy nada bien —masculló D.G., frotándose una cadera. —¿Quiere decir que es un robot?
—¿Acaso una mujer le hubiera derribado así?
—Hasta ahora ninguna. Dije que podía haber robots especiales en Solaria, programados para resultar peligrosos.
—Naturalmente —le espetó Gladia—, pero cuando vio algo que se parecía a su idea de una mujer hermosa, se le olvidó.
—Sí, es fácil adivinar las cosas después de que han pasado.
Gladia se volvió otra vez al robot:
—¿Cuál es tu nombre, muchacha?
—Me llaman Landaree, señora.
—Levántate, Landaree.
Landaree se levantó, como lo había hecho Daneel…, como si se alzara sobre muelles. Su lucha con Daneel parecía no haberla lastimado.
Gladia preguntó:
—¿Por qué, en contra de la primera ley, has atacado a estos seres humanos?
—Señora —insistió Landaree con firmeza—, no son seres humanos.
—¿Y dices que yo tampoco soy un ser humano?
—No, señora, usted es un ser humano.
—Entonces, como ser humano, te digo que estos dos hombres son humanos… ¿Me oyes?
—Señora —dijo Landaree con más dulzura, —éstos no son humanos.
—En verdad son seres humanos. Te lo digo yo. Tienes prohibido atacarles o lastimarles.
Landaree guardó silencio.
—¿Comprendes lo que te he dicho? —La voz de Gladia se hizo mucho más solariana, al darle mayor intensidad.
—Señora —Landaree repitió, —éstos no son humanos.
Daneel dijo a Gladia a media voz:
—Señora, le han dado órdenes de tal tipo y firmeza que no podrá fácilmente contrarrestarlas.
—Lo veremos —declaró Gladia, respirando con agitación:
Landaree miró a su alrededor. Durante los minutos del conflicto, el grupo de robots se había aproximado más a Gladia y a sus dos compañeros. Al fondo había dos robots que, según Gladia, no pertenecían al grupo original y arrastraban con cierta dificultad un aparato grande y macizo.
Landaree les hizo una señal y se acercaron algo más de prisa. Gladia exclamó:
—Robots, ¡parad!
Se detuvieron. Landaree anunció:
—Señora, estoy cumpliendo con mi deber. Sigo mis instrucciones.
—Daneel, ¡desintégrala! —ordenó Gladia.
Luego Gladia pudo razonar lo que había ocurrido. La reacción de Daneel fue más rápida que la de un humano, y sabía que se enfrentaba a un robot contra el que no rezaban las tres leyes. Sin embargo, parecía tan humana que incluso el conocimiento preciso de que se trataba de un robot no dominó del todo su inhibición. Siguió la orden más despacio de lo que hubiera debido. Landaree, cuya definición de "ser humano" no era la misma que la de Daneel, no se sintió inhibida por su presencia y atacó con más rapidez. Volvió a apoderarse del desintegrador y de nuevo lucharon los dos.
D.G. agarró su látigo neurónico y se sumó, corriendo, a la pelea. Con la culata del arma golpeó con fuerza la cabeza del robot aunque sin el menor efecto, y ella de un patada lo envió al suelo, de espaldas.
Gladia gritó con las manos alzadas:
—¡ Basta, robot!
Landaree respondió con potente voz de contralto:
—Todos vengan. Los dos aparentes varones no son humanos. Destruidles sin lastimar a la hembra.
Si Daneel podía sentirse cohibido por una apariencia humana, lo mismo les ocurría y con mayor intensidad a los sencillos robots solarios, que se fueron acercando despacio y a intervalos.
—¡Parad! —chilló Gladia. Los robots pararon, pero la orden no hizo el menor efecto en Landaree.
Daneel seguía agarrado al desintegrador, pero se estaba doblando hacia atrás forzado por la aparente superior fortaleza de Landaree.
Gladia, desesperada, miró a su alrededor con la esperanza de encontrar algo que le sirviera de arma. D.G. intentaba manipular su transmisor: Abrumado, gruñó:
—Está estropeado. Creo que caí encima de él.
—¿Qué vamos a hacer?
—Tratar de regresar a la nave. De prisa.
—Corra, entonces —dijo Gladia. —Yo no puedo abandonar a Daneel.
—Se enfrentó con los robots dispuestos al ataque y les gritó, salvaje—: Landaree, ¡basta! Landaree ¡basta!
—No puedo parar, señora. Mis instrucciones son precisas. Landaree, después de doblegar los dedos de Daneel, volvía a empuñar el desintegrador. Gladia se colocó delante de su robot:
—No lastimes a este ser humano.
—Señora —insistió Landaree, con el arma apuntando a Gladia, sin la menor vacilación, —está colocada delante de algo que parece humano pero que no lo es. Mis instrucciones son destruirlos cuando los vea —y, alzando la voz, ordenó—: Vosotros dos… ¡a la nave!
Los dos robots reanudaron su avance, llevando el pesado armatoste.
—Robots, ¡parad! —volvió a chillar Gladia, y el avance se detuvo. Los robots se estremecieron, como si se esforzaran para seguir avanzando, pero imposibilitados de hacerlo. Gladia prosiguió.
—No puedes destruir a mi amigo Daneel sin destruirme a mí… y tú misma admites que yo soy humana y, por tanto, no debo ser lastimada.
—Señora —dijo Daneel en voz baja—, no atraiga daños sobre usted con su esfuerzo por protegerme.
—Todo es inútil, señora —declaró Landaree—. Puedo apartarla fácilmente de su actual posición y destruir al no humano que está detrás de usted. Como al hacerlo puedo lastimarla, le ruego, con todo respeto, que se aparte voluntariamente de su actual posición.
—Debe hacerlo, señora —suplicó Daneel.
—No, Daneel. No me moveré de aquí. En el tiempo que ella emplee para sacarme, tú echa a correr.
—No puedo correr más de prisa que el rayo desintegrador… Y si trato de correr disparará a través de usted, antes que dejar de hacerlo. Sus instrucciones son probablemente inflexibles. Lamento que todo esto pueda causarle dolor.
Daneel tomó a Gladia que se debatía y la alzó ligeramente a un lado.
Los dedos de Landaree apretaron el contacto, pero jamás llegaron a completar la presión. Permaneció inmóvil.
Gladia, que se había tambaleado hasta quedar en una posición sentada, se levantó. Prudentemente D.G., que no se había movido de su sitio durante los últimos intercambios verbales, se acercó a Landaree. Daneel le quitó tranquilamente el desintegrador, sin que ella se resistiera.
—Creo —dijo Daneel— que este robot está definitivamente desactivado.
La empujó suavemente y cayó de golpe, con sus miembros, torso y cabeza en la misma postura que tenía cuando estaba de pie. Su brazo seguía doblado, su mano sostenía un arma invisible y su dedo se apoyaba en un contacto inexistente.
A través de los árboles, a un lado de la extensión de césped donde se había desarrollado el drama, se acercaba Giskard, sin que su cara robótica demostrara la menor curiosidad, aunque sí sus palabras.
—¿Qué ha ocurrido en mi ausencia? —preguntó.
El regreso a la nave fue expectante. Ahora que el frenesí y el miedo habían terminado, Gladia se sentía acalorada y furiosa y D.G. cojeaba dolorosamente. Avanzaban despacio, en parte por la cojera y en parte porque los dos robots solarios seguían llevando su pesado aparato, arrastrándose bajo su peso. D.G. los miró por encima del hombro.
—Ahora que la capataza está desactivada, obedecen mis órdenes.
Gladia dijo entre dientes:
—¿Por qué no se decidió a correr y venir a pedir ayuda? ¿Por qué se quedó allí mirando sin hacer nada?
—Pues —respondió D.G. intentando simular una indiferencia que le hubiera resultado fácil de haberse encontrado mejor— negándose usted a abandonar a Daneel, dudé en hacer de cobarde por comparación.
—¡Loco! Yo estaba segura. Jamás me hubiera hecho daño alguno.
—Señora —intervino Daneel—, me disgusta tener que contradecirla, pero creo que lo hubiera hecho, a medida que su impulso de destruirme iba en aumento.
—Y qué listo tú empujándome a un lado. ¿Querías ser destruido? —Le echó en cara Gladia, descompuesta.
—Sí, antes que verla a usted lastimada, señora. Mi falla en detener al robot por causa de las inhibiciones producidas por su apariencia humana demostró mi poco satisfactorio límite de utilidad para usted.
—Así y todo —insistió Gladia— por el hecho de ser humana habría dudado en dispararme por un perceptible período de tiempo, y entretanto podías haberte apoderado del desintegrador.
—Yo no podía apostar su vida, señora, en algo tan incierto como su momento de duda.
—Y usted —dijo Gladia sin aparentar haber oído a Daneel y volviéndoe otra vez a D.G.— no debió haber traído el desintegrador en ningún caso.
—Señora —protestó D.G., ceñudo—, tenga en cuenta que hemos estado a punto de morir. A los robots no les importa y yo, en cierto modo, me he ido acostumbrando al peligro. Pero, para usted, ha sido una desagradable novedad. Como resultado está haciendo una pataleta infantil: yo la perdono,.., pero, por favor, escúcheme. No podía saber que me iban a quitar el desintegrador con tal facilidad. De no llevar el arma, la capataza me habría causado la muerte con sus manos desnudas, tan rápida y efectivamente, como podía hacerlo con el desintegrador. Tampoco valía la pena correr, en respuesta a otra de sus quejas. No podía ir más de prisa que el desintegrador. Ahora continúe, si todavía necesita dar rienda suelta a su
frustración, pero no estoy dispuesto a seguir razonando con usted.
Gladia miró de D,G. a Daneel y dijo en voz baja:
—Creo que soy razonable. Muy bien, olvidemos lo que podríamos haber hecho.
Habían llegado a la nave. Miembros de la tripulación salieron a su encuentro. Gladia observó que estaban armados. D.G. llamó a su segundo:
—Oser, me figuro que ves ese objeto que traen esos dos robots.
—Sí, señor.
—Bien, haz que lo suban a bordo. Haz que se coloque en la cámara de seguridad y que se guarde allí. La cámara se cerrará y se mantendrá cerrada con llave. —Se apartó un instante, pero regresó. —Y, Oser, tan pronto lo hayas hecho, nos prepararemos para despegar.
—Capitán, ¿nos quedaremos también con los robots?
—No, son de diseño demasiado simple para que tengan mucho valor, y dadas las circunstancias, llevárnoslos podría crear problemas indeseables.
Lo que traen es mucho más valioso que ellos.
Giskard contempló cómo el armatoste era subido despacio y con cuidado a la nave. Dijo:
—Capitán, intuyo que esto es un objeto muy peligroso.
—Yo tengo la misma impresión. Sospecho que la nave sería destruida después de nosotros.
—¿Esto? —preguntó Gladia—. ¿Qué es esto?
—No estoy del todo seguro, pero creo que es un intensificador nuclear. He visto modelos experimentales en Baleymundo, y éste parece un hermano mayor.
— ¿Qué es un intensificador nuclear?
— Como su nombre lo indica, señora Gladia, es un aparato que intensifica la fusión nuclear.
—¿Y cómo lo hace?
—Verá, suponga que la nave tiene su suministro de energía, como lo tiene ahora, por ejemplo. Hay pequeñas cantidades de protones derivados de nuestra provisión de carburante de hidrógeno ultracalientes que se fusionan para producir energía. El hidrógeno se calienta constantemente para producir protones libres que, cuando están suficientemente calientes, se fusionan a su vez para producir energía. Si la corriente de partículas W del intensificador nuclear choca con los protones fusionados, éstos se fusionan más rápidamente y producen más calor. El calor produce más protones y hace que se fusionen más de prisa de lo que debieran, y su fusión produce aún más calor, lo que intensifica el círculo vicioso. En una mínima fracción de segundo se fusiona suficiente carburante para formar una diminuta bomba termonuclear y la nave entera, y todo lo que hay en ella, se volatiliza.
Gladia pareció asustada.
—¿Por qué no arde todo? ¿Por qué no estalla todo el planeta?
—Supongo que no hay peligro de que esto ocurra, señora. Los protones tienen que estar ultracalientes y en fusión. Los protones fríos no están en condiciones de fusionarse aunque la tendencia se intensifique al máximo del aparato; así y todo, no basta para permitir la fusión. Por lo menos, esto fue lo que creí entender en una conferencia a la que asistí. Y no afecta a nada más que al hidrógeno, creo saber. Incluso en el caso de protones ultracalientes, el calor producido no aumentaría desmedidamente.
La temperatura se enfría con la distancia del alcance del intensificador, así que solamente puede lograrse una cantidad limitada de fusión. La suficiente para destruir la nave, por supuesto, pero no se trata de volar los océanos ricos en hidrógeno, por ejemplo, incluso si parte del océano estuviera ultracaliente… y, desde luego, no, estando frío.
—Pero, y si la máquina se pusiera en marcha accidentalmente en la cámara donde está guardada…
—No creo que pueda ponerse en marcha. —D.G. abrió la mano y en ella descansaba un cubo de dos centímetros de metal pulido. —Por lo poco que sé de estas cosas, esto es un activador, y el intensificador nuclear no puede hacer nada sin él.
—¿Está seguro?
—No del todo, pero tendremos que arriesgarnos: debemos llevar el aparato a Baleymundo. Ahora, subamos a bordo.
Gladia y sus dos robots ascendieron por la pasarela y entraron en la nave. D.G. los siguió, y habló rápidamente con uno de sus oficiales. Después, disimulando su evidente cansancio, dijo a Gladia:
—Volver a cargar la nave y prepararnos para el despegue nos llevará un par de horas. Cada momento de retraso aumenta el peligro.
—¿Peligro?
—No supondrá que esa horrenda mujer robot es la única de su tipo que existe en Solaria, ¿verdad? Tampoco supondrá que el intensificador nuclear que hemos capturado es el único en su clase. Me figuro que llevará tiempo trasladar hasta aquí a otros robots humanoides y otros intensificadores nucleares… quizás, un tiempo considerable… Debemos concederles tan poco como nos sea posible. Y, entretanto, señora, vayamos a su camarote y tratemos de cierto asunto necesario.
—¿Cuál es este asunto necesario, capitán?
—Bueno —respondió D.G. indicándoles el camino—, en vista de que puedo haber sido víctima de una traición, creo que voy a proceder a un consejo de guerra algo informal.
Una vez que se hubo sentado con un quejido audible, D.G. expuso:
—Lo que realmente necesito es una ducha caliente, un masaje, una buena comida y la oportunidad de dormir, pero todo eso tendrá que esperar a que despeguemos del planeta. En su caso también tendrá que esperar, señora. Pero hay cosas que no deben esperar… Mi pregunta es: ¿dónde estabas, Giskard, mientras nosotros nos enfrentábamos con un peligro considerable?
—Capitán, no tuve la impresión de que si solamente habían dejado robots en el planeta éstos representaran un peligro para nosotros. Además, Daneel se quedó con ustedes.
—Capitán, acepté que Giskard hiciera un reconocimiento y le aseguré que yo permanecería con Gladia y con usted.
—Lo decidieron los dos, ¿verdad? ¿Se consultó a alguien más?
—No, capitán —contestó Giskard.
—Si estaban seguros de que los robots eran inofensivos, Giskard, ¿cómo explicas el que dos naves fueran destruidas?
—Me pareció, capitán, que debían de haber quedado seres humanos en el planeta, pero que harían lo imposible para no ser vistos por usted. Quise saber dónde estaban y qué hacían. Salí en su busca cubriendo la distancia tan rápidamente como pude. Interrogué a todos los robots que encontré.
—¿Descubriste algún ser humano?
—No, capitán.
—¿Examinaste la casa de donde salió la capataza?
—No, capitán, pero tengo la seguridad de que no había seres humanos en ella, y sigo teniéndola.
—Pero estaba allí la capataza.
—Sí, capitán, pero la capataza era un robot.
—Un robot peligroso.
—Con gran disgusto por mi parte, capitán, no me di cuenta de ello.
—Sientes disgusto, ¿verdad?
—Es una expresión que he elegido para describir el efecto causado en mis circuitos positrónicos. Es una burda analogía del término que los humanos emplean, capitán.
—¿Cómo no te diste cuenta de que un robot podía ser peligroso?
—Según las tres leyes de la Robótica…
Gladia interrumpió:
—Basta, capitán. Giskard sólo sabe lo que está programado para saber. Ningún robot es peligroso para los seres humanos, a menos que haya una lucha mortal entre los humanos, entonces el robot debe intentar impedirla. En semejante lucha, Daneel y Giskard indudablemente nos hubieran defendido, causando el menor daño posible a los otros.
—¿De veras? —D.G. se apoyó dos dedos sobre el puente de la nariz y apretó. —Daneel sí nos defendió. Pero luchábamos contra robots, no contra seres humanos, así que no tenía el menor problema en decidir a quién debía defender y hasta qué punto. No obstante, demostró fracasar rotundamente dado que las tres leyes no le impiden atacar a otros robots. Giskard se quedó al margen, regresando en el preciso instante en que todo había terminado. ¿Es posible que exista una corriente de simpatía entre los robots? ¿Es posible que los robots, al defender a los humanos contra los robots, sientan lo que Giskard llama "disgusto" por tener que hacerlo y así, fracasar o… ausentarse…
— ¡No! —gritó Gladia con fuerza.
—¿No? —repitió D.G.—. Bueno, yo no presumo de experto en robotica. ¿Lo es usted, señora Gladia?
—En absoluto —dijo Gladia—, pero toda mi vida he vivido con robots. Lo que insinúa es ridículo. Daneel estaba dispuesto a dar su vida por mí y Giskard habría hecho lo mismo.
—¿Cualquier robot lo habría hecho así?
—Naturalmente.
—No obstante, la capataza, esa Landaree, estaba decidida a atacarme y destruirme. Digamos que misteriosamente había detectado que Daneel, pese a las apariencias, era tan robot como ella… Pese, repito, a las apariencias, y que no tuvo ninguna inhibición cuando se trató de dañarlo. Pero, ¿cómo explica que me atacara siendo yo un ser humano? Vaciló con usted, admitiendo que era humana, pero no conmigo. ¿Cómo pudo un robot discriminar entre nosotros dos? Tal vez no era realmente un robot.
—Era un robot —afirmó Gladia—. Claro que lo era. Pero… la verdad es que no entiendo por qué obró como lo hizo. Jamás, hasta ahora, había visto tal cosa. Lo único que se me ocurre es que los solarianos, habiendo aprendido a fabricar robots humanoides, los diseñaron sin la protección de las tres leyes, aunque juraría que los solarios, de todos los espaciales, habrían sido los últimos en hacerlo así. Los solarios están tan excedidos en número por sus propios robots que son totalmente dependiente de ellos, en mucha mayor proporción que cualquier otro espacial, y por la misma razón les temen más. Por ello se introdujo ese servilismo e incluso un poco de estupidez a todos los robots solarios. Las tres leyes eran más fuertes en Solaria que en cualquier otra parte, nunca más débiles. Sin embargo, no se me ocurre otro modo de explicar a Landaree más que suponiendo que la primera ley…
—Perdóneme, Gladia, por interrumpirla —dijo Daneel—. ¿Me autoriza a intentar una explicación del comportamiento de la capataza?
D.G. comentó, mordaz:
—Teníamos que llegar a esto. Sólo un robot puede explicar a otro robot.
—Señor —insistió Daneel—, a menos que comprendamos a la capataza no podrán tomarse medidas efectivas en el futuro contra el peligro en Solaria. Creo que tengo la explicación de su comportamiento.
—Adelante —ordenó D.G.
—La capataza no tomó inmediatamente medidas contra nosotros. Estuvo vigilándonos un momento, aparentemente indecisa sobre cómo actuar. Cuando usted, capitán, se acercó y le habló, anunció que usted no era humano y le atacó al momento. Cuando yo intervine y grité que ella era un robot, anunció que yo tampoco era humano y también me atacó al momento. Sin embargo, cuando la señora Gladia se adelantó y le gritó, la capataza reconoció que ella sí era humana y, por un instante, se dejó dominar.
—Sí, lo recuerdo bien, Daneel, pero, ¿qué significa esto?
—Me parece, capitán, que es posible alterar el comportamiento de un robot sin tocar las tres leyes con la condición, por ejemplo de alterar la definición de un ser humano. Después de todo, un ser humano es solamente lo que se define como tal.
— ¡Ah!, ¿sí? ¿Y qué consideras tú que es un ser humano?
A Daneel no le afectaba la presencia o no de sarcasmo. Respondió:
—Fui construido con una detallada descripción de la apariencia y comportamiento de los seres humanos, capitán. Todo cuanto encaja con dicha descripción es, para mí, un ser humano. Así, usted tiene el aspecto y el comportamiento de un ser humano, mientras que la capataza tenía el aspecto, pero no el comportamiento. Para ella, por el contrario, la propiedad clave del ser humano era la palabra, capitán. El acento solariano es característico. Para ella algo que pareciera un ser humano, estaba definido solamente si hablaba como un solariano. Aparentemente, cualquiera que pareciera humano pero que no hablara con acento solario, tenía que ser inmediatamente destruido, como debía serlo cualquier nave que transportara a tales seres.
—Puede que estés en lo cierto —observó D.G., pensativo.
—Usted, capitán, tiene el acento de colonizador, tan característico, a su modo, como el acento solariano, pero ambos son muy distintos. Tan pronto como le habló, se definió como no-humano para ella, que lo anunció así y le atacó.
—Y tú hablas con acento aurorano y fuiste igualmente atacado.
—Sí, capitán, pero la señora Gladia habla con auténtico acento solario, así que fue reconocida como humana.
D.G. reflexionó un momento, y luego dijo:
—Eso es un arreglo muy peligroso, incluso para los que podrían servirse de él. Si un solariano, por cualquier razón, en cualquier momento, se dirigiera a un robot de una forma que el robot no considerara auténtico acento solariano, ese solario sería atacado al instante. Si yo fuera solariano, me asustaría acercarme a tal robot. El mismo esfuerzo que yo hiciera para hablar en puro solariano, podría ser mi perdición y mi muerte.
—En efecto, capitán —prosiguió Daniel—, me figuro que ésta es la razón por la que los fabricantes de robots no limitan, en general, la definición de un ser humano sino que la dejan tan amplia como les es posible. No obstante, los solarios han abandonado el planeta. Esto lleva a suponer que el mejor indicativo de que los solarios se han ido realmente y no están aquí para toparse con el peligro, es que los robots capataces tengan esa peligrosa programación. Los solarios están solamente preocupados, en la actualidad, porque alguien que no sea solario se permita poner el pie en el planeta.
—¿Ni siquiera otros espaciales?
—Creo que sería difícil, capitán, definir a un ser humano, de modo que se incluyeran la docena o más de los diferentes acentos espaciales y se excluyeran la diversidad de acentos colonizadores. El basar la definición al acento solario característico, ya resulta difícilísimo de por sí.
—Eres muy inteligente, Daneel. Yo desapruebo los robots, no en sí sino por su influencia desestabilizadora sobre la sociedad. Pero, con un robot como tú a mi lado, como lo estuviste antaño, junto a mi antepasado…
Gladia lo interrumpió:
—Me temo que no, D.G. Daneel no será nunca un regalo, ni será jamás vendido, ni puede ser fácilmente llevado a la fuerza.
D.G. levantó la mano, sonriendo y negando:
—Solamente soñaba, señora Gladia. Le aseguro que las leyes de Baleymundo harían impensable la posesión de un robot.
De pronto, dijo Giskard:
—¿Me concede permiso, capitán, para añadir unas palabras?
— ¡Ah, el robot que consiguió eludir la acción y regresó cuando todo había terminado felizmente!
—Lamento que lo ocurrido parezca ser como usted ha expuesto.
¿Me autoriza, de todos modos, capitán, a que añada unas palabras?
—Bien, hable.
—Al parecer, capitán, su decisión de traer a la señora Gladia en esta expedición, ha salido muy bien. De no haber estado ella y de haberse aventurado usted a su misión de explorador con miembros de la tripulación como acompañantes, habrían sido rápidamente muertos y la nave destruida. Solamente la capacidad de hablar solario de la señora Gladia y su valor al enfrentarse con la capataza, cambió el desenlace.
—En absoluto —dijo D.G.—, porque todos habríamos sido destruidos, incluso Gladia, de no ser por el hecho fortuito de que el robot se desactivó espontáneamente.
—No fue fortuito, capitán —le contradijo Giskard—, no es normal que un robot se desactive espontáneamente. Tiene que haber una razón para ello y se me ocurre una posibilidad. Gladia ordenó parar al robot en diferentes ocasiones, según me ha dicho mi amigo Daneel, pero las instrucciones que movían al robot eran más poderosas. No obstante, las órdenes de Gladia sirvieron para inutilizar la resolución de la capataza, capitán. El hecho de que Gladia era indudablemente humana incluso para la definición que tenía el robot, y que actuaba de tal modo que haría necesario tener que lastimarla…, incluso matarla…, la inutilizó todavía más. Así, en el momento crucial, las dos fuerzas contrarias, es decir, la destrucción de seres no humanos y tener que evitar dañar a seres humanos…, llegaron a equilibrarse y el robot se heló, fue incapaz de hacer nada. Sus circuitos se quemaron.
Gladia frunció las cejas, desconcertada, y empezó:
—Pero… —Pero no continuó.
Giskard prosiguió:
—Creo conveniente que usted informe de lo ocurrido a la tripulación. En todo caso, servirá para acallar su desconfianza respecto a la señora Gladia si insiste en lo que su iniciativa y valor ha hecho por cada uno de la tripulación, es decir, mantenerlos con vida. También serviría para darles una excelente opinión de usted, de su previsión al insistir en traerla a bordo, quizá contra la opinión de sus propios oficiales.
D.G. soltó una enorme carcajada:
—Señora Gladia, ahora comprendo por qué no quiere separarse de esos robots. No solamente son tan inteligentes como los seres humanos, sino que son igualmente astutos. La felicito por tenerlos… Y ahora, si no le importa, debo apresurar a la tripulación. No quiero permanecer en Solaria ni un momento más de lo necesario. Le prometo no molestarla más; sé que necesita refrescarse y descansar tanto como yo.
Después de que se marchó. Gladia permaneció sumida en profundos pensamientos. Luego se volvió a Giskard y le dijo en aurorano corriente, una versión vulgar del galáctico estándar, muy extendido en Aurora y difícil de comprender para cualquier no aurorano:
—Giskard, ¿qué son esas tonterías de circuitos quemados?
—Señora, lo sugerí solamente como una posibilidad y nada más. Creí que debía dar todo el énfasis posible a su papel en relación al final de la capataza.
—Pero, ¿cómo podías pensar que él creería que un robot podía quemarse tan fácilmente?
—Sabe muy poco de robots, señora. Puede que comercie con ellos, pero pertenece a un mundo que no los utiliza.
—Pero yo sí sé mucho de ellos, lo mismo que tú. La capataza no mostró ningún indicio de circuitos desequilibrados; no tartamudeó, ni tembló, ni su comportamiento mostró ninguna dificultad. Solamente… se paró.
—Señora —dijo Giskard—, como no conocemos las especificaciones precisas con las que se diseñó la capataza, deberíamos conformarnos con la ignorancia sobre lo que provocó su desactivación.
Gladia sacudió la cabeza, dubitativa.
—De todos modos… es desconcertante.