LA TRIPULACIÓN

19

Gladia pisaba tierra solariana. Aspiró el aroma de la vegetación no del todo parecido a los aromas de Aurora, y de pronto fue como si no hubieran pasado veinte décadas.

Sabía que nada podía devolverle los momentos pasados, como lo hacían los olores. Ni las vistas, ni los sonidos.

Sólo aquel olor ligero, único, que la devolvía a la infancia, a la libertad de corretear cuidadosamente vigilada por una docena de robots, a la excitación de ver a otros niños, de detenerse a veces, para mirarse tímidamente, acercándose uno a otro, despacio, paso a paso, alargando las manos para tocarse y luego la voz de un robot diciendo le: "Basta, señorita Gladia." Y se la llevaban, mirando por encima del hombro al otro niño, que llevaba también un grupo de robots vigilantes.

Recordó el día en que se le dijo que sólo podría ver a otros seres humanos por holovisión. Ver, le dijeron, no mirar. Los robots decían mirar como si fuera una palabra que no debieran mentar, así que la murmuraban.

A ellos sí podía mirarles, pero ellos no eran seres humanos.

El principio no fue tan malo. Las imágenes con las que podía hablar eran tridimensionales, y se movían libremente. Podían hablar, correr, hacer cabriolas si así lo deseaban, pero no podían tocarse. Y, luego, le dijeron que podría mirar a uno que había visto muchas veces y que le gustaba. Era un hombre hecho y derecho, un poco mayor que ella, pero parecía joven, como ocurría en Solaria. Tendría permiso para seguir viéndole, y, si lo deseaba, siempre que fuera necesario.

Lo deseaba. Recordaba cómo fue… exactamente cómo fue aquel primer día. Ni uno ni otro podían hablar por la emoción. Se acercaron para mirarse, temerosos de tocarse. Se trataba del matrimonio.

Y lo fue, naturalmente. Y volvieron a encontrarse, mirándose sin ver porque estaban casados. Finalmente llegarían a tocarse. Era lo que se esperaba de ellos.

Fue el día más excitante de su vida…

Rabiosamente, Gladia detuvo sus pensamientos. ¿Para qué seguir?

Ella, tan anhelante y cálida, él tan frío y distante. Y siguió siendo frío. Cuando iba a visitarla, a intervalos fijos, para los ritos que pudieran (o no pudieran) lograr fecundarla, le recibía con tan clara repugnancia, que no tardó en desear que se olvidara de ella. Pero él era un hombre cumplidor de su deber y no lo hizo nunca.

Entonces llegó el día, después de años de arrastrar su infelicidad, en que lo encontró muerto con el cráneo aplastado. Ella era la única posible sospechosa. Elijah Baley la salvó entonces y la sacó de Solaria y la llevó a Aurora.

Ahora había vuelto, y aspiraba el olor de Solaria.

Nada más le resultaba familiar. La casa, a distancia, no se parecía en nada a la que recordaba vagamente. En veinte décadas había sido modificada, derribada, reconstruida. No podía siquiera percibir nada familiar con el propio terreno.

Se encontró alargando la mano hacia atrás para tocar la nave colonizadora que la había traído a este mundo que olía a hogar pero que ya no lo era…, quería tocar lo que le resultara familiar por comparación.

Daneel, que estaba junto a ella, a la sombra de la nave, preguntó:

—¿Ve los robots, Gladia?

Había, en efecto, un grupo a unos cien metros de distancia entre los árboles de una huerta, mirándola gravemente, inmóviles, brillando al sol su bien pulido metal grisáceo que Gladia recordaba de los antiguos robots.

—Los veo, Daneel.

—¿Hay algo familiar en ellos, señora?

—En absoluto. Parecen modelos nuevos. No puedo recordar a ninguno y estoy segura de que ellos tampoco pueden recordarme. Si D.G. esperaba sacar algo de mi supuesta familiaridad con los robots de mi finca, tendrá que olvidarlo.

—No parece que estén haciendo nada, señora —dijo Giskard,

—Se comprende. Somos intrusos y han venido a observarnos y a informar sobre nosotros de acuerdo con las órdenes que hayan recibido.

No obstante, ahora no tienen a nadie a quien informar, y se limitan a observar en silencio. Careciendo de otras órdenes, presumo que no harán otra cosa, pero tampoco dejarán de vigilar.

—No estaría de más, Gladia —dijo Daneel— que nos retiráramos a nuestro sector de la nave. Creo que el capitán está supervisando la construcción de defensas y no está aún dispuesto para ir a investigar. Sospecho que no aprobará que haya abandonado su camarote sin su permiso.

Gladia se irguió, altiva:

—No pienso retrasar el pisar la superficie de mi tierra solo para satisfacer su capricho.

—Tengo entendido que los miembros de la tripulación están ocupados por las cercanías y algunos ya se han dado cuenta de su presencia aquí.

—Y se están acercando —observó Giskard—. Si desea evitar la contaminación…

—Estoy preparada. Filtros nasales y guantes.

Gladia no comprendía la naturaleza de las estructuras que se estaban levantando sobre el suelo, junto a la nave. La mayoría de los tripulantes, absortos en la construcción, no había visto a Gladia y a sus dos compañeros, por encontrarse a la sombra (estaban en la estación calurosa de esa parte de Solaria, con tendencia a aumentar y disminuir la temperatura más que en Aurora, porque el día solario tenía seis horas más que el aurorano).

Los tripulantes que se acercaban eran cinco. Uno de ellos, el más alto y más fuerte, señalaba en dirección a Gladia. Los otro cuatro miraban, inquietos por el momento como si solamente sintieran curiosidad. A una señal del primero, volvieron a acercarse cambiando ligeramente de dirección como para llegar directamente al trío aurorano.

Gladia observó en silencio y con las cejas levantadas despectivamente, Daneel y Giskard esperaban, impasibles. Éste dijo en voz baja a Daneel:

—No sé dónde está el capitán. No puedo distinguirle en medio de la tripulación.

—¿Nos retiramos? —preguntó Daneel en voz alta.

—Sería vergonzoso —respondió Gladia. —Éste es mi mundo.

Se mantuvo en su lugar y los cinco tripulantes fueron acercándosele lentamente.

Habían estado trabajando, era una labor dura ("como robots", pensó Gladia, con desprecio) y sudaban. Gladia percibió el hedor que venía de ellos. Esto habría servido para alejarla más que las amenazas, pero decidió no moverse. Los filtros de nariz, estaba segura, mitigarían el efecto del olor.

El tripulante alto se acercó más que los demás. Tenía la piel bronceada. Sus brazos desnudos brillaban por la humedad y ponía de relieve su musculatura. Contaría unos treinta años (por lo que Gladia podía juzgar sobre la edad de esos seres de vida breve) y si hubiera estado bien vestido y lavado, podía resultar bien parecido.

Le dijo:

—Usted debe de ser la dama espacial de Aurora que hemos traído en nuestra nave. —Hablaba despacio, tratando de conseguir un acento aristocrático en su idioma galáctico. Por supuesto, no lo logró porque hablaba como un colono, mucho peor que D.G.

Gladia contestó, afirmando sus derechos territoriales;

—Soy de Solaria colono. —Se detuvo, turbada. Había pasado mucho tiempo pensando en Solaria y ahora que habían desaparecido veinte décadas, su acento fue fuertemente solario, con las aes abiertas y las erres arrastradas, mientras que la i sonaba espantosamente como oi.

Volvió a decir, con voz más baja y menos imperativa, en la que el acento de universidad de Aurora, el galáctico estándar de los mundos espaciales, se percibió claramente:

—Soy de Solaria, colono.

El colono rió y se volvió a los otros:

—Habla con finura, tuvo que esforzarse. ¿Verdad, compañeros?

Los demás se echaron a reír y uno dijo:

—Hazla hablar un poco más, Niss. A lo mejor aprendemos todos a hablar como las pajaritas espaciales. —Y apoyó una mano en la cadera.

Sin dejar de sonreír Niss les pidió:

—Cállense todos. —Y se hizo el silencio al momento. Se volvió de nuevo a Gladia y se presentó—: Soy Berto Niss, tripulante de Primera Clase. ¿Y su nombre, mujercita?

Gladia no se atrevió a hablar de nuevo. Niss insistió:

—Estoy siendo cortés, mujercita. Le hablo como un caballero, como un espacial. Sé que es lo bastante vieja como para ser mi bisabuela. ¿Cuántos años tiene, mujercita?

—¡Cuatrocientos! —gritó uno de los hombres, detrás de Niss—, pero no lo parece.

— ¡Ni cien! —dijo otro.

—Parece adecuada para un poco de intercambio —sugirió un tercero— y a lo mejor lleva mucho tiempo sin probarlo. Pregúntale si está dispuesta, Niss. Sé bien educado y pídele si podemos hacerlo por turnos.

Gladia enrojeció y Daneel intervino:

—Tripulante de Primera Clase Niss, sus compañeros están ofendiendo a la señora Gladia. ¿Quieren retirarse?

Niss se volvió a mirar a Daneel, al que había ignorado totalmente hasta entonces. La sonrisa se borró de su rostro al contestar:

—Oiga: Esta mujercita es intocable. Lo dijo el capitán. No la molestaremos. Sólo unas palabras inofensivas. Esa cosa es un robot. No nos meteremos con él y él no puede dañarnos. Conocemos lo de las tres leyes de la Robótica. Le ordenamos que se aparte de nosotros. Pero usted es un espacial y el capitán no ha ordenado respecto a usted. Así que —le señaló con un dedo— no intervenga, no se meta con nosotros, o le estropearemos su bonita piel y a lo mejor se echa a llorar.

Daneel no dijo nada. Niss movió la cabeza asintiendo.

—Muy bien. Me gusta ver a alguien lo bastante listo para no empezar algo que no podría terminar.

Se volvió a Gladia y le dijo:

—Ahora, mujercita espacial, la dejaremos tranquila porque el capitán no quiere que se la moleste. Si uno de estos hombres ha hecho un comentario algo grosero, es natural. Démonos la mano y seamos amigos… Espacial, colono, ¿qué diferencia hay?

Tendió la mano a Gladia, que retrocedió horrorizada. La mano de Daneel saltó hacia adelante en un movimiento que fue casi demasiado rápido para que pudiera verse, y agarró la muñeca de Niss:

—Tripulante de Primera Clase Niss —dijo entre dientes— no se atreva a tocar a la señora.

Niss bajó los ojos, miró su mano y los dedos que la sujetaban con firmeza. En voz baja y amenazadora, ordenó:

—Dispone de tres segundos para soltarme.

La mano de Daneel se apartó:

—Debo hacer lo que me pide porque no quiero lastimarle, pero debo proteger a la señora. Si ella no quiere que la toquen, y creo que es lo que desea, me veré obligado a tomar la decisión de lastimarle. Le ruego que acepte mi promesa de que haré cuanto pueda para minimizar el dolor.

Uno de los tripulantes gritó alegremente:

—Dale en las narices, Niss. Es un charlatán.

—Mire, espacial —dijo Niss, — le he dicho por dos veces que se apartara y usted me ha tocado. Ahora se lo diré por tercera vez y basta. Haga un solo movimiento, diga una sola palabra, y le partiré en dos. Esta mujercita me estrechará la mano amistosamente. Luego nos iremos. ¿Le parece justo?

Gladia exclamó con voz entrecortada:

—No quiero que me toque. Haz lo que sea necesario.

—Señor, con el debido respeto, la señora no desea que la toquen —dijo Daneel—. Debo rogarle, y a todos ustedes…, que se marchen.

Niss sonrió y un robusto brazo hizo como si quisiera apartar a Daneel, y hacerlo con fuerza. El brazo izquierdo de Daneel volvió a dispararse y Niss se encontró otra vez sujeto por la muñeca.

—váyase, por favor, señor —repitió Daneel.

Niss siguió mostrando los dientes, pero ya no sonreía. Levantó violentamente el brazo. La mano de Daneel también se alzó un instante y poco a poco se detuvo. Su rostro no reflejaba ningún esfuerzo. Bajó la mano, tirando del brazo de Niss y, entonces, con un rápido giro le dobló el brazo contra su ancha espalda y lo mantuvo allí.

Niss, que se encontró inesperadamente de espaldas a Daneel, levantó su otro brazo por encima de la cabeza en busca del cuello de Daneel. Su otra muñeca fue sujetada y bajada más allá de lo posible y Niss gimió por el dolor.

Los otros cuatro tripulantes, que habían estado mirando alegremente, permanecieron ahora en sus puestos inmóviles, silenciosos, con la boca abierta. Niss les miró y gimió;

—¡Ayudadme!

—No le ayudarán, señor, porque el castigo del capitán será peor si lo intentan —dijo Daniel, —Debo pedirle que me prometa que no molestará más a la señora y que se retirarán tranquilamente todos. De lo contrario, lo lamentaré mucho, tripulante de Primera Clase Niss, tiraré de sus brazos y se los descoyuntaré.

Mientras hablaba apretó las muñecas con más fuerza y Niss emitió un gemido sordo.

—Le ruego me perdone señor, pero actúo bajo severas órdenes. ¿Me lo promete?

Niss se revolvió hacia atrás con rabia, pero antes de que su bota entrara en contacto con Daneel, éste se había apartado hacia un lado y derribado al atacante. Cayó pesadamente boca abajo.

—¿Me lo promete, señor? —repitió Daneel, tirando con suavidad de las muñecas de modo que los brazos del tripulante se alzaron ligeramente. Niss gritó y dijo medio incoherente:

—Lo prometo. Suélteme.

Daneel lo soltó al momento y dio un paso atrás. Lenta y dolorosamente. Niss se volvió, moviendo los brazos poco a poco y haciendo girar las muñecas con una mueca de dolor. Luego, cuando su brazo derecho estuvo cerca de la pistolera que llevaba, trató torpemente de sacar el arma.

El pie de Daneel cayó sobre su mano y se la mantuvo pegada a tierra.

—No haga esto, señor, o me veré obligado a romperle alguno de los huesecitos de su mano. —Se agachó y sacó el arma de la funda. —Ahora, levántese.

—Bien, señor Niss —dijo otra voz—. Obedezca y póngase de pie.

D.G. Baley estaba a su lado, con la barba erizada, el rostro ligeramente sofocado y su voz peligrosamente tranquila.

—Ustedes cuatro —ordenó— entréguenme sus armas, de una en una. Vamos, un poco más deprisa. Una…, dos…, tres…, cuatro. Ahora sigan firmes un rato más. Señor —esta vez se dirigía a Daneel—, deme el arma que tiene en las manos. Bien, cinco. Y, ahora, señor Niss, cuádrese.

Y depositó las armas en el suelo, a su lado.

Niss se puso firme, con los ojos inyectados en sangre; el rostro contraído, sufriendo visiblemente.

—Ahora, que alguien, por favor me diga lo que ha ocurrido, dijo D.G.

—Capitán —se interpuso Daneel rápidamente—, el señor Niss y yo hemos tenido un pequeño altercado en broma. No ha habido daños.

—Sin embargo, el señor Niss parece haberse lastimado.

—Ha sido un daño pasajero, capitán —explicó Daneel.

—Bien, lo discutiremos más tarde…, señora. —Volvió la cabeza para dirigirse a Gladia. —No recuerdo haberle dado permiso para salir de la nave. Volverá a su camarote con sus dos acompañantes, inmediatamente.

Yo soy el capitán aquí, y esto no es Aurora. Haga lo que le digo.

Daneel apoyó una mano consoladora en el codo de Gladia. Ella, levantó la barbilla, se volvió y subió por la pasarela hasta la nave, con Daneel a su lado y seguida por Giskard.

D G. se volvió hacia la tripulación.

—Ustedes cinco —dijo, y su voz no cambió de tono— entren conmigo. Llegaremos al fondo de esto, o de ustedes.

Y señaló a un subalterno que recogiera las armas y se las llevara.

20

D.G. miró a los cinco, ceñudo. Estaba en su cámara, la única parte de la nave que parecía holgada y vagamente lujosa.

Señalando a cada uno por turno, dijo:

—Bueno, así es como lo vamos a hacer. Usted me dirá exactamente lo que ocurrió, palabra por palabra, movimiento tras movimiento. Cuando haya terminado, me dirá si algo fue diferente o no se ha mencionado. Luego, usted lo mismo, y después usted y hasta que llegue a usted, Niss.

Me figuro que todos se portaron mal, que hicieron algo indeciblemente estúpido que les causó a todos, pero especialmente a Niss, una considerable humillación, sabré que mienten; dado que la mujer espacial me contará lo ocurrido y estoy dispuesto a creer cada una de sus palabras. Una mentira servirá para empeorar las cosas, más de lo que están. Ahora —rugió—, ¡empiecen!

El primer tripulante contó rápidamente y a borbotones la historia de lo ocurrido, después el segundo, corrigiendo algo y ampliando, luego el tercero y el cuarto. D.G. escuchó el relato con rostro pétreo, y a continuación indicó a Bert Niss que se hiciera a un lado. Habló así a los otros cuatro:

—Y mientras ese espacial le aplastaba a Niss el rostro contra el suelo, ¿qué hacían ustedes cuatro? ¿Lo contemplaban? ¿Asustados sin poder moverse? ¿Los cuatro? ¿Contra un solo hombre?

Uno de ellos rompió el silencio para decir:

—Todo ocurrió en un santiamén, capitán. Cuando nos disponíamos a actuar lodo había terminado.

—¿Y cómo pensaban actuar en el caso de que consiguieran ponerse en movimiento?

—Pues apartando al espacial de nuestro camarada.

—¿Creen que hubieran podido?

Esta vez nadie se decidió a hablar. D.G. se inclinó hacia ellos.

—Bien, he aquí la situación: No tenían por qué acercarse a los extranjeros, así que pagarán una multa de una semana de sueldo. Y ahora pongamos las cosas en su punto. Si cuentan lo ocurrido a cualquiera de los demás, tripulación o no, ahora o más tarde, borrachos o sobrios…, pasará cada uno de ustedes a la categoría de aprendiz. No importa quién de ustedes sea el que hable, los cuatro serán castigados, así que procuren vigilarse. Ahora vayan a sus puestos de trabajo, y si durante el viaje vuelven a desmandarse, aunque solamente sea estornudar en contra del reglamento, irán fuera.

Los cuatro salieron, abrumados, mudos, asustados. Niss se quedó, tenía un cardenal en pleno rostro y los brazos doloridos. D.G. le observó amenazador, mientras miraba a derecha e izquierda, el suelo, a cualquier parte menos a su capitán. Solamente cuando sus ojos huidizos se cruzaron con los relampagueantes del capitán D.G. éste le espetó:

—Está usted precioso ahora que ha peleado con un afeminado espacial más pequeño que usted. La próxima vez, escóndase cuando vea acercarse a uno de ellos.

—Sí, capitán —respondió Niss, avergonzado.

—¿No me oyó, Niss, cuando les advertí antes de salir de Aurora, que a la mujer espacial y a sus acompañantes no se les debía molestar ni dirigirles la palabra?

—Capitán, yo sólo quería saludarla cortésmente. Sentíamos curiosidad por verla de cerca. No queríamos molestarla.

—¿Que no querían molestarla? Le preguntaron qué edad tenía. ¿Acaso les importaba?

—Era sólo curiosidad. Queríamos saber…

—Uno de ustedes hizo una insinuación sexual.

—Yo, no, capitán.

—¿Otra persona? ¿Se excusaron?

—¿Excusamos con una espacial? —Niss parecía horrorizado.

—¡Naturalmente. Obraron en contra de mis órdenes.

—No queríamos molestarla —insistió Niss.

—¿Tampoco querían molestar al hombre?

—Me puso la mano encima, capitán.

—Ya lo sé. ¿Por qué?

—Porque me estaba dando órdenes.

—¿Y no estaba dispuesto a tolerarlo?

—¿Lo hubiera tolerado usted, capitán?

—Está bien. No iba a tolerarlo. Pero cayó por ello. Cayó boca abajo. ¿Cómo ocurrió?

—No lo sé bien, capitán. Fue muy rápido. Como si se hubiera disparado. Tenía una garra como de hierro.

—Pues, claro —afirmó D.G.—. ¿Qué esperaba usted, idiota? Es de hierro.

—¡Capitán!

—Niss, ¿es posible que no conozca la historia de Elijah Baley?

Niss se rascó una oreja desconcertado.

—Sé que fue el tatarabuelo de su tatarabuelo o algo así, capitán.

—Sí, todo el mundo lo relaciona con mi nombre. ¿Ha visto alguna vez la historia de su vida?

—No suelo ver esas cosas, capitán. No, si se trata de historia. –Se encogió de hombros pero al hacerlo le dolió, intentó frotarse la espalda, pero no se atrevió a hacerlo.

—¿Ha oído hablar alguna vez de R. Daneel Olivaw?

Niss frunció las cejas:

—Era el amigo de Elijah Baley.

—En efecto. Por lo menos sabe algo. ¿Sabe qué significa la R. de R. Daneel Olivaw?

—Quiere decir robot, ¿verdad? Era su amigo robot. En aquellos tiempos había robots en la Tierra.

—Los había y sigue habiéndolos. Pero Daneel no era un simple robot. Era un robot espacial con aspecto de hombre espacial. Piense en ello, Niss. Adivine quién es en realidad el espacial con quien peleó.

Niss abrió los ojos, y enrojeció:

—Quiere decir que el espacial era un ro…

—Se trata de R. Daneel Olivaw.

—Pero, capitán, eso fue hace doscientos años.

—Sí, y la mujer espacial era una amiga íntima de mi antepasado Elijah. Hace doscientos treinta y tres años que vive, por si acaso quiere saberlo, ¿y no cree que un robot pueda durar tanto? Intentó luchar contra un robot, imbécil.

—¿Por qué no lo dijo? —preguntó Niss indignado.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Se lo preguntó usted? Mire, Niss, ha oído lo que les he dicho a los demás. También eso reza con usted, pero mucho más. Ellos son simples tripulantes, a usted lo había elegido para jefe de la tripulación. Lo había elegido. Si va a ocuparse de la tripulación, le hace falta más cerebro que músculos. De modo que ahora le va a resultar más difícil, porque tendrá que demostrarme que tiene cerebro en contra de mi opinión de que no lo tiene.

—Capitán, yo…

—No hable. Óigame. Si se divulga la historia, los otros cuatro pasarán a ser aprendices, pero usted no será nada. Nunca más volverá a bordo. No habrá ninguna nave que lo acepte, se lo prometo. Ni como tripulante ni como pasajero. Pregúntese qué dinero puede usted ganar en Baleymundo, y haciendo… ¿Qué? Eso, si habla de lo ocurrido, si se enfrenta con la mujer espacial de un modo u otro, incluso si se queda mirándola más de medio segundo seguido o a sus dos robots. Y tendrá que preocuparse de que nadie de la tripulación se comporte de modo ofensivo. Será usted el responsable… Y su multa es de dos semanas de sueldo.

—Pero, capitán —protestó Niss— los otros…

—Esperaba menos de ellos, Niss, así que los multo menos. Salga de aquí.

21

D.G. jugó, distraído, con el fotocubo que estaba sobre su mesa. Cada vez que lo daba vuelta se oscurecía, luego se iluminaba al reposar sobre una de sus caras, como base. Al iluminarse, aparecía la imagen tridimensional y sonriente de una mujer.

Entre la tripulación corría el rumor de que cada una de las seis caras hacía aparecer una mujer distinta. El rumor era correcto.

Jamin Oser contemplaba la rápida aparición y desaparición de las imágenes sin el menor interés. Ahora que la nave estaba segura o tan segura como podía estarlo contra cualquier tipo de ataque, era hora de pensar en la siguiente actuación.

Pero D.G. enfocaba el asunto indirectamente, o tal vez no lo enfocaba de ningún modo. Dijo:

—Fue, naturalmente, culpa de la mujer,

Oser se encogió de hombros y se pasó la mano por la barba, como para asegurarse de que él, por lo menos, no era una mujer. Al revés que D.G., Oser lucía un enorme bigote, D.G. explicó:

—Por lo visto, el encontrarse en su planeta natal le hizo perder toda discreción. Abandonó la nave aunque yo le había pedido que no lo hiciera.

—Debió de habérselo ordenado.

—No hubiera servido de nada. Es una aristócrata mimada, acostumbrada a hacer su santa voluntad y a mandar a sus robots. Además, yo pienso utilizarla y quiero su cooperación, no sus mohines. Y también… ¡era la amiga de mi antepasado!

—Y viva aún —murmuró Oser, sacudiendo la cabeza. —Me pone la carne de gallina. Una mujer vieja, vieja, vieja.

—Lo sé, pero parece muy joven. Es atractiva aún. Y decidida. No quiso retirarse cuando se le acercaron los tripulantes, no quiso estrechar la mano de uno de ellos… Bueno, ya se acabó.

—Así y todo, capitán, ¿fue conveniente decirle a Niss que se había enfrentado con un robot?

—Tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo, Oser. Si él hubiera seguido creyendo que le había dominado y humillado ante cuatro de sus hombres un espacial afeminado, mucho más pequeño que él, no nos habría servido para nada nunca jamás. Eso lo hubiera deshecho para siempre. Y no queremos que ocurra nada que inicie el rumor de que los espaciales, los espaciales humanos, son superhombres. Por ello tuve que ordenarles tan insistentemente que no hablaran del incidente. Niss se ocupará de ellos… Y si llegara a saberse, también se sabrá que el espacial era un robot. Hay que creer que hay un lado bueno en todo este asunto.

—¿Dónde, capitán? —preguntó Osear.

—Me hizo pensar en los robots. ¿Qué sabemos de ellos? ¿Qué sabes tú?

Oser se encogió de hombros.

—Eso es algo en lo que no suelo pensar, capitán.

—O algo en lo que alguien piensa sin cesar. Por lo menos algún colono. Sabemos que los espaciales tienen robots, que confían en ellos, que no van a ninguna parte sin ellos, que no pueden hacer nada sin ellos, que son parásitos de ellos y tenemos la seguridad de que van hacia la decadencia por su culpa. Sabemos que la Tierra, en otros tiempos, tuvo también robots, obligada por los espaciales, y que van desapareciendo gradualmente de la Tierra y no se les encuentra ya en sus ciudades, solamente en el campo. Sabemos que los mundos colonizados no los tienen y no quieren tenerlos en ninguna parte… ni en la ciudad ni en el campo. Así que los colonos no se los encuentran nunca en sus propios mundos y apenas en la Tierra (su voz tenía una curiosa inflexión cada vez que decía "Tierra", como si uno oyera la mayúscula y, tras ella, musitadas, las palabras “hogar” y "madre"). ¿Y qué más sabemos?

—Que exigen las tres leyes de la Robótica —dijo Oser.

—Cierto. —D.G. apartó a un lado el fotocubo y se inclinó hacia delante. —Especialmente la primera ley: “Un robot no puede lastimar a un ser humano ni, por no intervenir, permitir que el ser humano sea lesionado".

Sí. Pues bien, no confíes en ella. No significa nada. Todos nos sentimos completamente a salvo de los robots, y es estupendo si eso nos proporciona confianza, pero no lo es si lo que nos proporciona es una falsa confianza. R. Daneel lastimó a Niss y se quedó tan tranquilo, pese a la primera ley.

—Estaba defendiendo a…

—Exactamente. ¿Y si sopesamos los daños? ¿Y si fue un caso de o lastimar a Niss o permitir que su ama espacial fuera lastimada? Naturalmente, ella pasaba primero.

—Es de sentido común.

—Por supuesto. Y aquí estamos en un planeta de robots, algo así como un centenar de millones de robots. ¿Qué órdenes han recibido? ¿Cómo calibran el conflicto entre distintos daños? ¿Cómo podemos estar seguros de que ninguno de ellos nos tocará? Algo, en este planeta, ha destruido ya dos naves.

Oser comentó, inquieto:

—Este Daneel es un robot fuera de lo corriente, parece más un hombre que nosotros. Tal vez no debamos generalizar por su causa. El otro robot, ¿cuál es su nombre… ?

—Giskard. Es fácil de recordar. Mi nombre es Daneel Giskard.

—Yo pienso en ti como capitán, capitán. En todo caso, R. Giskard se limitó a no intervenir. Parece un robot y actúa como tal. Hay un montón de robots ahí, en Solaria, vigilándonos ahora mismo y sin hacer nada.

Sólo vigilándonos.

—¿Y si existen unos robots especiales que sí pueden lesionarnos?

—Creo que estamos preparados contra ellos.

—Ahora lo estamos. Por eso el incidente entre Daneel y Niss ha sido una buena lección. Estamos convencidos de que solamente lo pasaríamos mal si algunos de los solarios siguieran en su planeta. No tienen por qué estar. Pueden haberse ido. Puede ser que los robots o por lo menos algunos especialmente diseñados sean peligrosos. Y si Gladia puede movilizar sus robots en este lugar, y hacer que la defiendan a ella y a nosotros también, estamos en condiciones de neutralizar cualquier cosa que hayan dejado activada.

—¿Puede hacerlo? —preguntó Oser.

—Lo veremos —dijo D.G.

22

—Gracias, Daneel —dijo Gladia. —Te portaste bien.— Pero su rostro parecía todavía crispado. Sus labios estaban apretados y exangües y las mejillas pálidas. Luego, en voz más baja, añadió: —Ojalá no hubiera venido.

—Es un deseo inútil Gladia —declaró Giskard—. Mi amigo Daniel y yo permaneceremos fuera de tu camarote para estar seguros de que no volverás a ser molestada.

El corredor estaba vacío y siguió estándolo, pero Daneel y Giskard siguieron hablando según su sistema de ondas por debajo de la captación humana, intercambiando ideas a su modo breve y condensado. Dijo Giskard:

—Gladia tomó una mala decisión al no retirarse. Está muy claro.

—Supongo, amigo Giskard, que no había posibilidad de hacer cambiar su decisión.

—Era demasiado firme, amigo Daneel, y tomada con demasiada rapidez. Lo mismo ocurría con la decisión de Niss, el colono. Tanto su curiosidad sobre Gladia, como su desprecio y animosidad hacia ti, fueron demasiado fuertes como para intervenir sin causarle grave daño cerebral. A los otros cuatro sí pude manejarles. Fue perfectamente posible evitar que intervinieran. Su asombro ante tu habilidad para detener a Niss los dejo helados y sólo tuve que reforzar muy ligeramente su estado.

—Fue una suerte, amigo Giskard. De haberse unido los cuatro al señor Niss, me hubiera tenido que enfrentar con la difícil decisión de obligar a Gladia a una humillante retirada o lesionar gravemente a uno o dos de los colonos, para asustar a los demás. Creo que hubiera tenido que elegir la primera alternativa, pero ésa también me habría causado un gran pesar.

—Pero, ¿estás bien, amigo Daneel?

—Muy bien. La lesión al señor Niss fue mínima.

—Físicamente, amigo Daneel. No obstante, en su mente experimentó una gran humillación, que para él resultó mucho peor que el daño físico. Como yo lo sentía, no hubiera podido hacer lo que tú hiciste tan fácilmente. Sin embargo, amigo Daneel…

—Sí, amigo Giskard…

—Me preocupa el futuro. En Aurora, a lo largo de todas las décadas de mi existencia, he podido trabajar sin prisas, esperar oportunidades para actuar ligeramente sobre las mentes sin dañarlas; reforzar lo que ya estaba allí, debilitar lo que ya estaba atenuado, empujar suavemente en la dirección del impulso ya existente. Pero, ahora, hemos llegado a un momento de crisis en que las emociones serán intensas, habrá que tomar decisiones rápidamente, y los acontecimientos nos desbordarán. Si tengo que hacer algo provechoso, tendré que actuar también a toda velocidad, y las tres leyes de la Robótica me lo prohíben. Sopesar las sutilezas comparativamente sobre los daños físicos y mentales, lleva tiempo. Si hubiera estado a solas con Gladia en el momento en que se acercaron los colonos, no sé qué camino hubiera podido seguir que no hubiera llevado consigo graves daños a Gladia, a dos o más de los colonos, y a mí mismo… o posiblemente a todos los que estaban involucrados.

—¿Qué podemos hacer, amigo Giskard?

—Puesto que es totalmente imposible modificar las tres leyes, amigo Daneel, tenemos que volver a la conclusión de que no podemos hacer nada sino esperar el fracaso.