Por quinta vez en su vida, Gladia se encontró en una nave espacial. No recordaba, así de pronto, cuánto tiempo hacía que ella y Santirix fueron juntos al mundo de Euterpe porque, se decía, y era reconocido por todas partes, que sus bosques bajo la lluvia eran incomparables, especialmente a la luz romántica de su brillante satélite Gemsíone.
El bosque había resultado, en efecto, esplendoroso y verde, con los árboles perfectamente plantados en hileras y la vida animal cuidadosamente seleccionada para dar mayor colorido y placer, aunque evitando todas las criaturas desagradables o venenosas.
El satélite, de más de ciento cincuenta kilómetros de diámetro, estaba bastante cerca de Euterpe y brillaba como un resplandeciente foco de luz cegadora. Estaba tan cerca del planeta que podía vérsele ir de este a oeste en el cielo, adelantándose al movimiento de rotación, más lento, del planeta. Brillaba al subir al cenit y se iba apagando al hundirse otra vez en el horizonte.
Uno lo contemplaba fascinado la primera noche, menos, la segunda, y con un vago descontento la tercera…, suponiendo que el cielo estuviera despejado aquellas noches, que no solía estarlo.
Descubrió que los euterpanos nativos nunca lo miraban, aunque naturalmente lo alababan tumultuosamente ante los turistas. En general, Gladia disfrutó del viaje, pero lo que recordaba más vivamente era la alegría del regreso a Aurora y su decisión de no volver a viajar excepto en circunstancias de extrema necesidad. (Pensándolo bien, había sido por lo menos ocho décadas atrás.)
Por un momento vivió con el inquieto temor de que su marido insistiera en otro viaje, pero jamás volvió a planteárselo. Podía muy bien ser, pensó alguna vez, que él llegara a la misma conclusión y temiera que fuera ella la que quisiera viajar.
Evitar los viajes no les hacía diferenciarse de los demás. Los auroranos, en general, y también los espaciales, tendían a no moverse de casa.
Sus mundos, sus viviendas, eran demasiado cómodos. Después de todo, ¿qué placer podía ser mayor que el de sentirse cuidado por sus propios robots, robots que conocían el más mínimo ademán y, por ello mismo, sus costumbres y deseos sin necesidad de tener que decírselo?
Se movió inquieta. ¿Era eso lo que D.G. había querido decir al hablarle de decadencia de una sociedad robotizada?
Pero ahora volvía a estar en el espacio después de tanto tiempo y, además, en una nave de la Tierra.
No había visto gran cosa de ella, pero lo poco que había vislumbrado la angustiaba terriblemente. Le parecía que todo era rectilíneo, con ángulos cortantes y superficies lisas. Todo lo que era superfluo había sido eliminado aparentemente. Era como si nada, excepto lo funcional, debiera existir.
Aunque ella ignoraba lo que era exactamente funcional en un objeto determinado de la nave, sentía que era todo lo necesario, que no podía permitirse que nada interfiriera en la distancia más corta entre dos puntos. Todo lo aurorano (todo lo espacial, podía decirse, aunque Aurora era en este aspecto el más avanzado) se hacía a capas. La funcionalidad era la del fondo, uno no podía realmente prescindir de ella, excepto en lo que era puro ornamento, pero por encima había siempre algo para agradar a la vista y los sentidos, en general; y encima de esto, algo para satisfacer al espíritu.
¡Cuánto mejor era así! ¿O representaba tal exuberancia de creatividad humana que los espaciales no pudieran ya vivir con un Universo sin adornos… y era esto malo? ¿Iba el futuro a pertenecer a esos geometrizadores móviles? ¿O era solamente que los colonizadores no habían aprendido aún la dulzura de vida?
Pero entonces, si la vida tenía tanta dulzura, ¿por qué ella había encontrado tan poco?
No tenía nada más que hacer a bordo de esta nave sino plantearse esas preguntas y responder a ellas. Este D.G., este bárbaro descendiente de Elijah, había metido en su cabeza, con su tranquilo convencimiento, que los mundos espaciales estaban muriendo, aunque pudo ver en su breve estancia en Aurora (seguro que lo había visto) que era un mundo profundamente repleto de riqueza y seguridad.
Había intentado huir de sus propios pensamientos contemplando los holofilmes que le habían proporcionado y mirando con moderada curiosidad las imágenes temblorosas y rápidas en la superficie de proyección, cómo la historia de aventuras (todo era historia de aventuras) iba de acontecimiento en acontecimiento, con poco tiempo disponible para la conversación y ninguno para pensar o disfrutar. Igual que su mobiliario.
D.G. entró cuando estaba a mitad de una de las películas, pero ya realmente había dejado de prestar atención. No la tomó por sorpresa.
Sus robots, que guardaban la puerta, habían señalado su llegada con tiempo de sobra y no le habrían permitido entrar si no hubiera estado en situación de recibirle. Daneel entró con él.
—¿Cómo le va? —preguntó D.G. Luego, al ver que su mano apretaba un botón y las imágenes perdían intensidad y desaparecían, añadió: —No debió apagarlo. Lo hubiera visto con usted.
—No es necesario. Ya estaba cansada.
—¿Está usted cómoda?
—No del todo. Me siento… aislada.
—¡Lo lamento! Pero, yo también me sentí aislado en Aurora. No permitieron a ninguno de mis hombres que viniera conmigo.
—¿Y ésta es su revancha?
—En absoluto. En primer lugar le he permitido que sus dos robots la acompañen. En segundo lugar no soy yo, sino mi tripulación la que lo quiere así. No les gustan ni los espaciales ni los robots. Pero ¿por qué le importa tanto? ¿No disminuye este aislamiento su temor a la infección?
La mirada de Gladia era altiva, pero su voz sonó apagada:
—Me pregunto si no soy demasiado vieja para temer una infección. De todos modos ya he vivido mucho. También tengo mis guantes, mis filtros nasales y…, si fuera necesario, mi mascarilla. Además, dudo que se moleste en tocarme.
—Ni nadie —dijo D.G. en tono súbitamente amenazador, mientras su mano se acercaba al objeto que llevaba en la cadera derecha. Los ojos de Gladia siguieron el movimiento y preguntó:
—¿Qué es eso?
D.G. sonrió y su barba pareció brillar bajo la luz. Había pelos rojos entremezclados con los demás.
—Un arma —respondió, y la desenfundó. La tomó por una empuñadura que sobresalía de su mano, como si la fuerza con que la sostenía le apretara hada arriba. Delante, frente a Gladia, apareció un fino cilindro de unos quince centímetros de longitud. No había abertura visible.
—¿Mata a la gente esto? —preguntó Gladia tendiendo la mano.
D.G. lo retiró al instante.
—No trate nunca de alcanzar un arma, señora. Esto es peor que la mala educación, porque cualquier colono está entrenado para reaccionar violentamente ante un movimiento como el suyo, y podrían lastimarla.
Gladia, con los ojos desorbitados, apartó la mano y la colocó a su espalda.
—No amenace con violencias. Daneel no tiene sentido del humor en este aspecto. En Aurora, nadie es lo bastante bárbaro como para llevar armas.
—Bueno —dijo D.G. impertérrito ante el adjetivo—, tampoco tenemos robots para protegernos… Y éste no es un aparato para matar. Es, en cierto modo, peor. Emite una especie de vibración que estimula aquellos nervios responsables de la sensación dolorosa. Duele muchísimo más de lo que pueda imaginar. Nadie lo soportaría voluntariamente dos veces, y quienquiera que lleve esta arma raras veces tiene que emplearla. La llamamos el látigo neurónico.
—¡Repugnante! —exclamó Gladia, ceñuda—. Nosotros tenemos a nuestros robots, pero nunca lastiman a nadie, sólo en casos de emergencia, y aun entonces mínimamente.
D.G. se encogió de hombros.
—Esto suena a muy civilizado, pero un poco de dolor, un poco de muerte, incluso, es mejor que la decadencia del espíritu provocada por los robots. Además, el látigo neurónico no está previsto para matar, y su gente lleva armas en sus naves espaciales que pueden provocar la muerte en gran escala y la destrucción total.
—Esto es porque hemos tenido guerras al principio de nuestra historia, cuando nuestra herencia de la Tierra era todavía fuerte, pero hemos aprendido.
—Sí, emplearon estas armas contra la Tierra, al parecer, después de haber aprendido.
—Eso es… —empezó, pero luego cerró la boca como para tragarse lo que se disponía a decir.
—Ya lo sé —asintió D.G.—. Iba a decir "Eso es distinto". Piense en ello, y comprenderá por qué a mi tripulación no le gustan los espaciales. O por qué no me gustan a mí… Pero a mí va a serme muy útil, señora, así que no quiero que mis sentimientos me entorpezcan el camino.
—¿Cómo voy a serie útil?
—Es usted solariana.
—Siempre dice lo mismo. Han transcurrido más de veinte décadas. Ya no sé cómo es Solaria ahora. Lo ignoro todo de ella. ¿Qué era Baleymundo hace veinte décadas?
—Hace veinte décadas no existía, pero Solaria sí y yo apuesto lo que sea a que podrá recordar algo útil.
Se puso de pie, inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de saludo, que casi resultaba burlón, y se fue.
Gladia mantuvo un silencio pensativo y preocupado y luego dijo:
—No fue nada cortés, ¿verdad?
—Gladia —explicó Daneel—, el colono se encuentra claramente bajo una fuerte tensión. Está dirigiéndose hacia un mundo en el que dos de sus naves han sido destruidas y sus tripulaciones muertas. Va a enfrentarse con un gran peligro. Lo mismo que su tripulación.
—Tú siempre defiendes al ser humano, Daneel —dijo Gladia despechada—, El peligro también existe para mí, y no me enfrento a él voluntariamente, pero esto no me obliga a la descortesía.
Daneel no dijo palabra.
—Bueno, a lo mejor sí. Yo también he sido un poco incorrecta, ¿verdad?
—No creo que al colono le importara —comentó Daneel—. ¿Puedo sugerirle, señora, que se prepare para acostarse? Es muy tarde.
—Muy bien. Me prepararé, pero no creo que me sienta lo bastante relajada como para poder dormir, Daneel.
—Mi amigo Giskard me asegura que sí, señora, y suele tener razón en estas cosas.
Y sí que durmió.
Daneel y Giskard estaban a oscuras en el camarote de Gladia. Giskard dijo:
—Dormirá profundamente, amigo Daneel, y necesita descansar. Su viaje es peligroso.
—Tuve la impresión, amigo Giskard, de que influiste en ella para que aceptara venir. Presumo que tenías una buena razón.
—Amigo Daneel, sabemos tan poco de la naturaleza de la crisis que amenaza a la Galaxia, que no podemos rechazar a la ligera cualquier acción que pueda ampliar nuestros conocimientos. Debemos saber lo que está ocurriendo en Solaria y el único modo de hacerlo es yendo… y el único modo de ir es arreglamos para que vaya Gladia. En cuanto a influir en ella, apenas fue necesario. Pese a lo que decía en contra, estaba ansiosa por ir. La embargaba un deseo inmenso de ver Solaria. Dentro de ella había un gran dolor, que no cesaría hasta que fuera.
—Debe de ser así, puesto que lo dices tú, pero pese a todo me desconcierta. ¿No había dicho con frecuencia que su vida en Solaria fue desgraciada, que había adoptado completamente Aurora y que jamás quería volver a su hogar de origen?
—Sí, también lo tenía en mente con toda claridad. Ambas emociones, ambos sentimientos, existían juntos y simultáneamente. Con frecuencia lo he observado en las mentes humanas; dos emociones contrarias y simultáneamente presentes.
—Esta condición no me parece lógica, amigo Giskard.
—De acuerdo, y sólo puedo llegar a la conclusión de que los seres humanos no son lógicos, ni en todos momentos, ni en todos los aspectos. Ésta debe de ser la razón por la que es tan difícil desentrañar las leyes que rigen el comportamiento humano. En el caso de Gladia he percibido, de vez en cuando, este anhelo por Solaria. En general, estaba oculto, oscurecido por la más intensa antipatía que sentía por ese mundo. Cuando llegó la noticia de que Solaria había sido abandonada por sus habitantes, cambiaron sus sentimientos.
—¿Por qué? —¿Qué tenía que ver el abandono con las experiencias de juventud que llevaron a Gladia a esa antipatía? O, después de haber dominado su anhelo por ese mundo durante varias décadas, cuando era aún una sociedad trabajadora, ¿por qué perdió esa reserva una vez se supo que el planeta había sido abandonado por sus habitantes y de nuevo siente atracción por un mundo que ahora debería ser completamente desconocido para ella?
—No sabría explicártelo, amigo Daneel, puesto que cuanto más conozco la mente humana, más me desespera ser incapaz de comprenderla. No es una ventaja ver dentro de la mente. Con frecuencia te envidio la simplicidad del control de comportamiento que resulta de tu incapacidad de ver bajo la superficie.
Pero Daneel insistió:
—¿Has adivinado o supuesto una explicación, amigo Giskard?
—Supongo que siente pena por el planeta desierto. Ella lo abandonó hace veinte décadas…
—Fue obligada a abandonarlo.
—Pero ahora le parece que fue una deserción, e imagino que la acosa el doloroso pensamiento de haber dado el ejemplo; que si no se hubiera ido, nadie más lo hubiera hecho y que el planeta estaría aún poblado y feliz. Como no puedo leer sus pensamientos, me limito a tantear hacia atrás, quizás incorrectamente, a juzgar por sus emociones.
—Pero ella no pudo dar ejemplo, amigo Giskard. Como hace veinte décadas que se marchó, no podemos encontrar conexiones causales, v probarlas, entre el primer acontecimiento y el último.
—De acuerdo, pero los seres humanos encuentran a veces placentero mantener emociones dolorosas, censurándose sin razón o incluso contra toda razón. En todo caso, Gladia sintió un anhelo tan vivo por regresar, que sentí que era necesario aflojar el efecto inhibitorio que no le permitía aceptar ir. Bastó el más mínimo impulso. No obstante, aunque siento la necesidad de que vaya, puesto que es el medio para que nos lleve, tengo la angustiosa impresión de que las desventajas podrían ser mayores que las ventajas.
—¿Cómo, amigo Giskard?
—Que el Consejo estuviera impaciente por hacer que Gladia acompañara al colono, podría ser debido a su deseo de que Gladia esté ausente de Aurora durante un período crucial en que se esté preparando la derrota de la Tierra y de sus mundos de colonos.
Daneel parecía estar estudiando la declaración. Por lo menos tardó un poco en preguntar.
—¿Para qué serviría, en tu opinión, tener alejada a Gladia?
—No puedo decidirlo, amigo Daneel. Quiero tu opinión.
—No he estudiado el asunto.
— ¡Estúdialo ya! —De haber sido un humano, la observación de Giskard habría sido una orden.
Ahora, antes de que Daneel volviera a hablar, la pausa fue mucho más larga.
—Amigo Giskard, hasta el momento en que el doctor Fastolfe apareció en la vivienda de Gladia, jamás había mostrado el menor interés por los asuntos internacionales. Era simplemente una amiga del doctor Fastolfe y de Elijah Baley, pero esa amistad era de puro afecto personal y sin la menor base ideológica. Además, ambos ya no están con nosotros. Siente antipatía hacia el doctor Amadiro y él se la devuelve, pero eso también es personal. La antipatía es de hace dos siglos y ni uno ni otra han hecho nada material para solucionarla sino que han mantenido tozudamente esa antipatía. No hay motivo para que el doctor Amadiro, cuya influencia es dominante en el Consejo, pueda temer a Gladia, o se tome la molestia de eliminarla.
—Pasas por alto el hecho de que apartando a Gladia —dijo Giskard nos aparta a ti y a mí. Quizá tuvo la seguridad de que Gladia no se iría sin nosotros; así que, ¿no será que nos considera peligrosos?
—En el curso de nuestra existencia, amigo Giskard, nunca y de ninguna manera hemos dado la impresión de hacer peligrar al doctor Amadiro. ¿Qué motivos tendría para temernos? Desconoce tus habilidades y el uso que haces de ellas. ¿Por qué, entonces, se tomaría la molestia de alejarnos temporalmente de Aurora?
—¿Temporalmente, amigo Daneel? ¿Por qué asumes que lo que planea es temporal? Puede que sepa, mucho más que el colono, lo que ocurre en Solaria y sepa también que el colono y su tripulación serán destruidos… como Gladia y como tú y yo, con ellos. Puede que la destrucción de la nave del colono sea su meta principal, pero consideraría que el final de la amiga del doctor Fastolfe y los robots del doctor Fastolfe serían un regalo añadido.
Daneel objetó:
—Pero no se arriesgaría a una guerra contra los mundos de los colonos, porque podría ocurrir que la destrucción de la nave y el insignificante placer de nuestra destrucción, una vez todo sumado, no valiera la pena.
—No es posible, amigo Daneel, que sea precisamente la guerra lo que trama el doctor Amadiro; y como, en su opinión, no significa un riesgo el hecho de deshacerse de nosotros, ¿aumenta su placer sin aumentar un riesgo que no existe?
—Amigo Giskard —dijo Daneel tranquilamente, —esto no es razonable. En cualquier guerra emprendida en las actuales condiciones, los colonos ganarían. Están mejor preparados psicológicamente para los rigores de una guerra. Están más extendidos y pueden por tanto adoptar con éxito tácticas de guerrilla. Tienen relativamente poco que perder en sus mundos, relativamente primitivos, mientras que los espaciales tienen mucho que perder en sus mundos cómodos y altamente organizados. Si los colonos estuvieran dispuestos a intercambiar la destrucción de uno de sus mundos por la de uno de los espaciales, los espaciales tendrían que rendirse.
—Pero, ¿se iniciaría tal guerra en las actuales circunstancias? ¿Y si los espaciales dispusieran de una nueva arma que pudiera utilizarse para derrotar rápidamente a los colonos? ¿No podría ser ésta la crisis que se nos viene encima?
—En este caso, amigo Giskard, la victoria sería mejor y más efectiva de conseguirse en un ataque por sorpresa. ¿Por qué tomarse la molestia de instigar a una guerra que los colonos podrían lanzar por sorpresa contra los mundos espaciales y que causaría daños considerables?
—Tal vez los espaciales necesiten probar el arma, y la destrucción de las naves en Solaria represente la prueba.
—Los espaciales; serían muy poco ingeniosos si no encontraran un medio mejor de probar el arma que destruyendo una serie de naves en Solaria, descubriendo así la existencia de la nueva arma.
Esta vez fue Giskard el que se quedó pensativo.
—Está bien, amigo Daneel, ¿cómo explicarías el viaje que estamos haciendo? ¿Cómo explicarías la complacencia del Consejo, su buena voluntad, dejándonos acompañar al colono? El colono dijo que ordenarían a Gladia que fuera y, en efecto, así lo hicieron.
—No he estudiado el asunto, amigo Giskard.
—Estúdialo ahora —otra vez sonaba a orden.
—Así lo haré —respondió Daneel.
Siguió un silencio, un largo silencio, pero Giskard ni de palabra ni por gesto, mostró la menor impaciencia por esperar. Al fin, Daneel dijo… hablando despacio, como si tanteara su camino a lo largo de las extrañas avenidas del pensamiento:
—No creo que Baleymundo, ni cualquier otro de los mundos de los colonos, tenga el menor derecho a adueñarse de la propiedad robótica que hay en Solaria. Aunque los solarios se hayan ido, o quizá muerto. Solaria sigue siendo un mundo espacial, aunque está desocupado. Así razonarían los cuarenta y nueve mundos espaciales restantes y con razón. Sobre todo Aurora razonaría así… si se sintiera dueño de la situación.
Giskard lo pensó.
—¿Estás diciéndome, amigo Daneel, que la destrucción de las dos naves de los colonos fue el modo con que los espaciales demostraron ser los propietarios de Solaria?
—No, no se haría así si Aurora, la primera potencia espacial, se sintiera dueño de la situación. Aurora simplemente anunciaría que Solaria, deshabitada o no, estaba prohibida a las naves de los colonos, amenazando con represalias contra sus mundos si cualquier nave colonizadora penetrara en el sistema planetario de Solaria, y establecerían un cordón de naves y de estaciones sensoriales en dicho sistema planetario. No hubo tal advertencia, ni tal acción, amigo Giskard. ¿Por qué destruir naves que podían mantenerse fácilmente alejadas de ese mundo?
—Pero las naves fueron destruidas, amigo Daneel. ¿Utilizarás como explicación la falta de lógica de la mente humana?
—No, a menos que tenga que hacerlo. Demos por hecha, de momento, la destrucción. Ahora veamos las consecuencias… El capitán de una sola nave se acerca a Aurora, pide permiso para discutir la situación con el Consejo, insiste en llevarse consigo a un ciudadano aurorano para investigar los hechos ocurridos en Solaria. El Consejo cede en todo. Si la destrucción de las naves, sin previo aviso, es algo demasiado fuerte para Aurora, ceder a todas las peticiones del colono es un acto de suma debilidad. Lejos de buscar una guerra. Aurora, al ceder, parece estar dispuesta a cualquier cosa con tal de evitar la posibilidad de una guerra.
—Sí —dijo Giskard—, éste es un modo posible de interpretar los acontecimientos. Pero, ¿qué va a pasar?
—Me parece que los mundos espaciales no están tan débiles que deban comportarse con tal servilismo… Y si lo estuvieran, el orgullo de tantos siglos de dominio les impediría hacerlo. Lo que les mueve debe de ser algo más que debilidad. He señalado que no pueden instigar una guerra deliberadamente, así que es probable que estén tratando de ganar tiempo.
—¿Con qué fin, amigo Daneel?
—Quieren destruir a los colonos, pero aún no están preparados. Permiten que este colono obtenga lo que desea, para evitar una guerra hasta estar dispuestos a luchar a su modo. Lo único que me sorprende es que no ofrecieran mandar una nave de guerra aurorana. Si este análisis es correcto, y creo que lo es, Aurora no puede haber tenido nada que ver con los incidentes de Solaria. No se permitirían pequeñas vejaciones que sólo servirían para alertar a los colonos antes de que estuvieran listos con algo devastador.
—Entonces, ¿a qué estas pequeñas vejaciones como tú las llamas, amigo Daneel?
—Lo descubriremos, quizá, cuando desembarquemos en Solaria. Puede ser que Aurora sienta tanta curiosidad como nosotros y los colonos, y que ésta sea otra razón por la que han querido colaborar con el capitán, al extremo de permitir a Gladia que le acompañe.
Fue ahora Giskard el que guardó silencio. Finalmente dijo:
—¿Y cuál sería esa misteriosa devastación que planean?
—Hace un momento hemos hablado de una crisis provocada por el plan espacial para derrotar a la Tierra, pero nos servimos de la Tierra en sentido general, implicando a todos los terrícolas con sus descendientes en los mundos colonizados. Sin embargo, si sospechamos seriamente la preparación de un golpe devastador que permita a los espaciales derrotar a sus enemigos de una sola vez, podremos clarificar nuestro punto de vista. No pueden planear un ataque a un solo mundo de colonos. Individualmente, los mundos colonizados son vulnerables pero el resto devolvería inmediatamente el golpe. Tampoco pueden planear un ataque a varios o a todos los mundos colonizados. Hay demasiados y están extendidos demasiado difusamente. No es fácil que todos los ataques tuvieran éxito y los que sobrevivieran, enfurecidos y desesperados, llevarían la desolación a todos los mundos espaciales.
—Entonces amigo Daneel, tu razonamiento es que tratarán de atacar la Tierra.
—Si, amigo Giskard. La Tierra contiene la gran mayoría de seres humanos de vida breve; es la fuente perenne de los emigrantes a los mundos de los colonizadores y es la principal materia prima para fundar nuevos mundos; es la reverenciada madre patria de todos los colonos. Si la Tierra fuera destruida, el movimiento colonizador podría no recobrarse.
—Pero, entonces, ¿los mundos devolverían el golpe con tanta o más fuerza que si uno de ellos hubiera sido destruido? En mí opinión, sería inevitable.
—También en la mía, amigo Giskard. Por lo tanto, me parece que a menos que los mundos espaciales se hayan vuelto locos, el ataque tendría que ser sutil; uno del que no parecieran responsables los espaciales.
—¿Por qué no asestar ese golpe sutil contra los mundos de los colonizadores, que ahora son los que detentan el mayor potencial de guerra de los terrícolas?
—Pues o porque los espaciales creen que un ataque a la Tierra sería más devastador psicológicamente o porque la naturaleza del golpe es de tal tipo que sólo funcionaría contra la Tierra y no contra los mundos colonizadores. Sospecho lo último, puesto que la Tierra es un mundo único y su sociedad es diferente de la de los demás mundos colonizadores o espaciales por igual.
—En resumen, amigo Daneel, llegas a la conclusión de que los espaciales se proponen un ataque sutil a la Tierra que la destruiría sin evidencia de que ellos fueran la causa, y sería un golpe que no afectara a ninguno de los otros mundos, y que todavía no están preparados para ponerlo en práctica.
—Sí, amigo Giskard, pero puede que no tarden, y una vez listos tendrán que actuar inmediatamente. Cualquier retraso aumentará el riesgo de una filtración que les pondría en evidencia.
—Deducir todo esto, amigo Daneel, de las pocas indicaciones de que disponemos, es digno de alabanza. Dime ahora la naturaleza del golpe.
—He llegado tan lejos, amigo Giskard, pisando un terreno tan resbaladizo, sin estar completamente seguro de que mi razonamiento era enteramente cierto. Pero incluso suponiendo que lo fuera, no puedo seguir adelante. Me temo que no sé, no puedo imaginar, la naturaleza del golpe.
—Pero no podremos tomar las medidas apropiadas para neutralizar el golpe y resolver la crisis, hasta que sepamos de qué tipo va a ser —dijo Giskard—. Si esperamos a que el propio golpe se descubra por sus resultados, será demasiado tarde para poder hacer algo.
—Si hay un espacial que conozca la naturaleza del acontecimiento futuro, sólo puede ser Amadiro. ¿No podrías obligar a Amadiro a anunciarlo públicamente y así poner sobre aviso a los colonizadores y hacerlo inservible? —propuso Daneel.
—No podría hacerlo, amigo Daneel, sin destruir su mente por completo.
Dudo que pudiera mantenerla intacta lo suficiente como para permitirle anunciarlo. No, no podría hacerlo.
—Quizás, entonces —insinuó Daneel—'podríamos consolamos con la idea de que mi razonamiento es erróneo y que no se prepara nada contra la Tierra.
—No —respondió Giskard—. Mi sensación es que estás en lo cierto y que, sencillamente, debemos esperar… impotentes.
Gladia esperaba, casi con dolorosa anticipación, la conclusión del "Salto” final. Para entonces estarían tan cerca de Solaria que podría descubrir su sol como un disco.
Sería solamente un disco, claro, un círculo de luz sin relieves, de intensidad amortiguada hasta el extremo de que podría contemplarse sin quedar deslumbrado, después de que su luz pasara por el filtro apropiado.
Su aparición no sería única. Todas las estrellas arrastraban, entre sus planetas, un mundo habitable en el sentido humano con una lista interminable de requisitos que las hacía a todas parecidas entre sí. Todas eran estrellas solitarias… ni mayores ni menores que el sol que brillaba sobre la Tierra…, ni demasiado activas, ni demasiado viejas, ni demasiado quietas, ni demasiado jóvenes, ni demasiado frías, ni demasiado peculiares en su composición química. Todas tenían manchas solares, resplandores y protuberancias y todas parecían iguales a primera vista. Era precisa una cuidadosa espectro-heliografía para descubrir los detalles que hacían distinta a cada estrella.
Pero, cuando Gladia se encontró contemplando un círculo de luz que para ella era algo más que un círculo de luz, se le llenaron los ojos de lágrimas. Nunca, cuando vivía en Solaria, había pensado en el sol; no era otra cosa que una eterna fuente de luz y calor, saliendo y poniéndose a un ritmo invariable. Cuando marchó de Solaria había contemplado aquel sol que desaparecía tras ella sin nada más que agradecimiento. No recordaba nada que se le luciera más preciado.
No obstante, ahora lloraba en silencio. Sentía vergüenza por experimentar aquella pena que no podía explicarse, pero no por ello dejó de llorar.
Cuando se encendió la luz de entrada, hizo un mayor esfuerzo.
Tenía que ser D.G.; nadie más se acercaría a su camarote.
—¿Lo dejo entrar, señora? —preguntó Daneel—. Está usted muy emocionada.
—Sí, Daneel, estoy muy emocionada, pero déjalo entrar. Supongo que no se va a sorprender.
Pero sí se sorprendió. Por lo menos, entró con una amplia sonrisa en su rostro barbudo, una sonrisa que desapareció casi al instante. Dio un paso atrás y dijo en voz baja;
—Volveré más tarde.
—¡Quédese! No es nada. Una estúpida reacción momentánea.
—Sorbió las lágrimas y se secó furiosamente los ojos. —¿Por qué ha venido?
—Quería discutir Solaria con usted. Si nos va bien un micro ajuste, aterrizaremos mañana. Pero si ahora no está bien para discutir…
—Estoy perfectamente bien. Tengo que hacerle una pregunta. ¿Por qué hemos necesitado tres "saltos" para llegar hasta aquí? Con un "salto" bastaba. Por lo menos uno solo bastaba cuando fui de Solaria a Aurora hace veinte décadas. Seguro que la técnica de los viajes espaciales no ha decaído desde entonces.
D.G. volvió a sonreír.
—Acción evasiva. Si una nave aurorana venía siguiéndonos, yo quería…, digamos, desconcertarla.
—¿Y por qué iba a seguimos?
—Simplemente una idea, señora. El Consejo estaba excesivamente deseoso de ayudar, pensé. Sugirieron que una nave aurorana podría unirse a mi expedición a Solaria.
—Bien, podía habernos ayudado, ¿verdad?
—Quizá, si estuviera seguro de que Aurora no tramaba algo. Dije claramente al Consejo que podía prescindir…, o mejor dicho —señaló a Gladia con el dedo, —que sólo la necesitaba a usted. Sin embargo, ¿no podía el Consejo enviar una nave aun contra mi voluntad? Por pura bondad de corazón, digamos. Sigo sin querer acompañamiento; tendremos suficientes problemas sin tener que mirar nerviosamente por encima del hombro en todo momento. Así que puse dificultades para que me siguieran. ¿Cuánto sabe sobre Solaria, señora?
—¿No se lo he repetido bastante? No sé nada. Han pasado veinte décadas.
—No, señora, ahora estoy hablando de la psicología de los solarios.
Esto no puede haber cambiado en veinte décadas… Dígame, por qué han abandonado su planeta.
—La historia, tal como la he oído contar —respondió Gladia, tranquila,—es que la población había ido declinando poco a poco. Una combinación de muertes prematuras y escasa natalidad fueron las causas aparentes.
—¿Le parece una buena razón?
—Por supuesto. Siempre ha habido pocos nacimientos. —Se concentró para recordar. —La costumbre solariana no hace fácil la fecundación, ya sea natural, artificial o ectogenéticamente.
—¿Nunca tuvo hijos, señora?
—En Solaria, no.
—¿Y las muertes prematuras?
—Sólo puedo suponerlas. Me figuro que se debían a un sentimiento de fracaso. Solaria no funcionaba bien, aunque los solarianos habían puesto un gran fervor emocional por lograr que su mundo tuviera una sociedad ideal, no sólo mejor que la que jamás tuvo la Tierra, sino casi más perfecta que la de cualquier otro mundo espacial.
—¿Me está diciendo que Solaria se moría por el corazón destrozado de su gente?
—Si le gusta exponerlo de esta forma tan ridícula —replicó Gladia, disgustada.
—Se deduce de lo que me ha estado diciendo —observó D.G. encogiéndose de hombros—. Pero, ¿realmente la habrán abandonado? ¿Adonde habrán podido ir? ¿Cómo vivirán?
—No lo sé.
—Pero, señora, es bien sabido que los solarianos están acostumbrados a grandes propiedades, a ser servidos por millares de robots, de modo que cada solario vive prácticamente aislado. Si abandonan Solaria, ¿adonde irán a encontrar una sociedad que les dé lo mismo? ¿Habrán ido realmente a otro mundo espacial?
—No, que yo sepa. Pero, claro, tampoco me lo han dicho.
—¿Pueden haber encontrado un mundo nuevo para ellos? De ser así tiene que ser primitivo y requerirá mucho trabajo para transformarlo.
¿Estarán preparados para ello?
Gladia sacudió la cabeza negativamente:
—No lo sé.
—Quizá no se han ido de verdad.
—Solaria está evidentemente vacía.
—¿De qué evidencia se trata?
—Todas las comunicaciones interplanetarias han cesado. Toda radiación del planeta, excepto la que se origina en los trabajos de los robots o por causas naturales, ha cesado.
—¿Cómo lo sabe?
—Por los informes de las noticias auroranas.
—Sí. ¡Los informes! ¿No puede ser que alguien mienta?
—¿Cuál sería el propósito de la mentira? —Gladia se ofendió por la sugerencia.
—Que nuestras naves se sintieran atraídas hacia ese mundo y fueran destruidas.
—Esto es ridículo, D.G. —Su voz se hizo cortante. —¿Qué ganarían los espaciales destruyendo dos naves mercantes gracias a un subterfugio tan complicado?
—Algo ha destruido dos naves de colonizadores en un planeta supuestamente vacío. ¿Cómo puede explicarlo?
—No puedo. Presumo que vamos a Solaria a encontrar una explicación.
D.G. la contempló gravemente.
—¿Podría usted guiarme a su "país" cuando vivía en Solaria?
—¿Mi propiedad? —le preguntó asombrada.
—¿No le gustaría volver a verla?
A Gladia le dio un vuelco el corazón.
—Sí, me gustaría, pero, ¿por qué mi propiedad?
—Las dos naves destruidas aterrizaron en lugares del planeta muy distantes, no obstante ambas fueron destruidas con suma rapidez. Aunque cada lugar puede ser mortal, tengo la impresión de que el suyo puede serlo menos que los otros.
—¿Porqué?
—Porque allí quizá podríamos recibir ayuda de los robots. Los reconocería, ¿verdad? Supongo que duran más de veinte décadas. Daneel y Giskard lo confirman. Y los que estuvieron allí cuando vivía en su finca todavía la reconocerán, ¿verdad? La tratarían como a su dueña y tendrían en cuenta la obediencia que le deben incluso más allá de la que deberían a seres humanos corrientes.
—En mi finca había diez mil robots. Yo conocía de vista quizás a unas tres docenas. Al resto nunca los vi, y puede que tampoco ellos me vieran a mí. Los robots agrícolas no son muy avanzados, ¿sabe?, como tampoco lo son los forestales o los mineros. Los robots domésticos todavía me recordarían si no han sido vendidos o transferidos desde que me fui. También ocurren accidentes, averías, y algunos no duran veinte décadas. Además, cualquiera que sea su idea sobre la memoria de los robots, la memoria humana es falible y tal vez yo no recuerde a ninguno.
—Así y todo —insistió D.G.—, ¿puede dirigirme a su propiedad?
—¿Por la latitud y la longitud? No.
—Tengo mapas de Solaria, ¿Servirían de algo?
—Quizás aproximadamente. Está situada en la región meridional del continente nórdico de Heliona.
—Y una vez que nos hayamos aproximado, ¿puede servirse de puntos de referencia para mayor precisión, si rozamos la superficie de Solaria?
—¿Por costas marinas y ríos, quiere decir?
—Sí.
—Creo que puedo.
—Magnífico. Entretanto vea si puede recordar los nombres y aspecto de alguno de sus robots. Eso puede significar la diferencia entre vivir o morir.
D.G. Baley parecía una persona distinta entre sus oficiales. La amplia sonrisa no existía, ni la tranquila indiferencia ante el peligro. Estaba sentado, estudiando los mapas, con una expresión de gran concentración en su rostro.
Les dijo:
—Si la mujer está en lo cierto, tenemos la propiedad señalada por sus límites aproximados, y si nos movemos volando raso, dentro de poco la tendremos exactamente delimitada.
—Pero malgastaremos energía, capitán —objetó Jamin Oser, segundo de a bordo. Era alto y, como D.G., barbudo. La barba era rojiza, como sus cejas, arqueadas sobre los ojos azules. Parecía algo viejo, pero uno sacaba la impresión de que era debido más a la experiencia que a los años.
—No puedo evitarlo —dijo D.G..—Si dispusiéramos de la antigravedad que los técnicos no dejan de prometernos, todo sería distinto.
Volvió a mirar el mapa y prosiguió:
—Dice que debe encontrarse a lo largo de este río, a unos setenta kilómetros arriba de la desembocadura en ese otro río mayor. Si no se equivoca.
—Parece dudar —dijo Chandrus Nadirhaba, cuya insignia indicaba que era el piloto y responsable del aterrizaje en el punto correcto o, en todo caso, en el punto elegido. Su tez oscura y el cuidado bigote acentuaban la hermosa fuerza de su rostro.
—Recuerda la situación; han pasado veinte décadas. ¿Qué detalles recordarían de un lugar que no han visto hace tres décadas? –insistió D.G.—. No es un robot. Puede haberlo olvidado.
—Entonces, ¿para qué traerla? —masculló Oser. —¿Y el otro y el robot? Inquietan a la tripulación y a mí tampoco acaban de gustarme.
Nadirhaba dijo fríamente:
—Si morimos, morimos. No seríamos mercaderes si ignoráramos que la muerte inesperada es la otra cara del negocio. Y para esta misión somos todos voluntarios. De todos modos, no nos hará daño saber por dónde puede venimos la muerte, capitán. Si lo imagina, ¿debe ser un secreto?
—En absoluto. Los solarios supuestamente se han ido. Pero supongamos que un par de centenares se han quedado disimuladamente atrás para guardar la tienda, por decirlo de algún modo.
— ¿Y qué pueden hacerle a una nave armada capitán? ¿Poseen acaso alguna arma secreta?
—No tan secreta. Solaria está abarrotada de robots. Ésta es la razón por la que las naves colonizadoras aterrizaron en este mundo en primer lugar. Cada solario podía tener un millón de robots a su disposición. Un ejército enorme.
Eban Kalaya se ocupaba de las comunicaciones. Hasta aquel momento no había dicho nada, consciente de su inferioridad, que parecía ser más evidente por ser el único entre los cuatro oficiales presentes sin vello en la cara. Ahora se atrevió a comentar:
—Los robots no pueden hacer daño a los seres humanos.
—Así se nos ha dicho —dijo D.G. tajante—, pero, ¿qué sabemos nosotros de robots? Lo que sabemos es que dos naves fueron destruidas y unos cien seres humanos también, todos ellos buenos colonos, y que han muerto en dos puntos muy distantes de un mundo abarrotado de robots.
¿Cómo pudo hacerse, si no fue por los robots? Ignoramos la clase de órdenes que un solariano puede haberles dado o por qué trucos han podido saltarse la llamada primera ley de la Robótica. Así que —prosiguió, —tenemos que servirnos de alguna estratagema. Por lo que sabemos, por los informes llegados de las naves antes de que fueran destruidas, todos los hombres de a bordo bajaron a tierra al llegar. Al fin y al cabo, era un mundo vacío y todos querían estirar las piernas, respirar aire puro y contemplar los robots que habían venido a buscar. Sus naves estaban desprotegidas y ellos indefensos cuando llegó el ataque. Pero esta vez no ocurrirá así. Bajaré a tierra y el resto de ustedes se quedará a bordo o muy cerca de la nave.
Los ojos oscuros de Nadirhaba reflejaron desaprobación.
—¿Por qué usted, capitán? Si necesita a alguien que sirva de cebo puede servir cualquiera que sea menos necesario que usted.
—Aprecio la intención, piloto. Pero no bajaré solo. Conmigo vendrán la mujer espacial y sus acompañantes. Ella es lo esencial. Puede que conozca a algún robot, o que alguno la reconozca. Tengo la esperanza de que si los robots han recibido órdenes de atacarnos, no la ataquen a ella.
—¿Quiere decir que recordarán a la antigua señorita y caerán de rodillas? —rezongó Nadirhaba.
—Dígalo como quiera. Por eso la traje y por eso hemos aterrizado en sus tierras. Tengo que estar con ella porque soy el único que la conoce algo, y he de ver cómo se comporta. Una vez que hayamos sobrevivido utilizándola como escudo, sabiendo así a qué nos enfrentamos exactamente, podremos proceder por nuestra cuenta. No la necesitaremos más.
—Y después, ¿qué haremos con ella? —preguntó Oser—, ¿echarla al espacio?
D.G. rugió:
—La devolveremos a Aurora.
—Debo decirle, capitán, que la tripulación lo considerará un viaje oneroso e innecesario —observó Oser—. Pensará que bien podemos dejarla en este maldito mundo. Después de todo, es de donde procede.
—Sí —dijo D.G.— y éste es el día en que recibo órdenes de la tripulación.
—Claro que no, pero la tripulación tiene sus opiniones y una tripulación disgustada puede hacer peligroso el viaje.