Gladia trató de relajarse después de la agotadora sesión con Mandamus, y lo hizo con tal intensidad que luchó a brazo partido con el descanso. Volvió opacas todas las ventanas de su dormitorio, ajustando el ambiente a una brisa tibia y suave acompañada del rumor de hojas y algún que otro trino de pájaro. Luego cambió a un rumor de olas, lejano, y añadió un aroma leve, pero inconfundible, de mar.
No le sirvió de nada. Su mente repetía sin remedio lo que acababa de ocurrir y lo que no tardaría en suceder. ¿Por qué había hablado tan libremente con Mandamus? ¿Qué le importaba a él o a Amadiro, para el caso era igual, si se había visto con Elijah en órbita o no, ni cuándo ni cómo, o si había tenido un hijo de él o de cualquier otro hombre?
La pretensión de descendencia de Mandamus la había hecho perder la serenidad, eso era. En una sociedad donde nadie se preocupaba de descendencia o de parentescos excepto por razones medico genéticas, la brusca intrusión verbal bastaba para turbarla. Esto y las repetidas alusiones (seguramente accidentales) a Elijah.
Se dijo que se estaba buscando excusas e, impacientada, lo echó todo por la borda. Había reaccionado mal y había parloteado como un niño: no había más que decir.
Y ahora ese colono que venía.
No era de la Tierra. No había nacido en la Tierra, estaba segura, y era posible que jamás hubiera puesto los pies en la Tierra. Su gente podía haber vivido por espacio de generaciones en un mundo desconocido del que ella jamás había oído hablar.
"Esto hace de él un espacial", pensó. Los espaciales descendían también de los terrícolas, pero ¿qué importaba eso? Era obvio que los espaciales eran longevos y esos colonizadores debían de ser de vida breve, pero ¿qué tipo de distinción era ésa? Incluso un espacial podía morir prematuramente por cualquier inesperado accidente; había oído contar de un espacial que había fallecido de muerte natural antes de cumplir los sesenta. ¿Por qué no imaginar a su próximo visitante como un espacial de extraño acento?
No era tan sencillo. Sin duda el colono no se sentía espacial. Lo que cuenta no es lo que uno es, sino lo que uno siente ser. Así que pensaría en él como colonizador y no como espacial.
Pero ¿no eran todos seres humanos, pese al nombre que se les diera: espaciales, colonizadores, auroranos, terrícolas? La prueba estaba en que los robots no podían hacerle daño a ninguno de ellos. Daneel acudiría tan rápidamente en defensa del más ignorante terrícola, como del presidente del Consejo de Aurora, y esto significaba…
Ya relajada, se sintió llevada a un sueño ligero cuando un súbito pensamiento irrumpió en su mente y rebotó en ella. ¿Por qué el colono se llamaba Baley?
Su mente se agudizó y se desprendió de las blandas plumas del olvido que casi la habían envuelto.
¿Por qué Baley?
Quizá fuera un nombre sencillamente corriente entre los colonizadores. Después de todo, Elijah era el que había hecho posible la aventura y tuvo que haber sido un héroe para ellos, como…
No se le ocurrió un héroe análogo para los auroranos. ¿Quién había dirigido la expedición que llegó a Aurora por primera vez? ¿Quién había supervisado la terraformación de aquel mundo tosco, apenas viviente, que era entonces Aurora? Lo ignoraba.
¿Era su ignorancia fruto del hecho de haberse criado en Solaria, o era que los auroranos no tenían héroe fundador? Después de todo, la primera expedición a Aurora había consistido en simples terrícolas. Solamente en subsiguientes generaciones, cada vez más longevas, gracias a ajustes de sofisticada bioingeniería, los terrícolas se transformaron en auroranos. Después de eso, ¿por qué iban los auroranos a transformar en héroes a sus despreciados predecesores?
Pero los colonizadores sí podían hacer héroes de los de la Tierra.
Quizás aún no se habían transformado. Lo harían, y entonces Elijah sería embarazosamente olvidado, pero hasta entonces…
Eso sería. Probablemente hasta la mitad de los colonizadores vivos habían adoptado el apellido Baley. ¡Pobre Elijah! Todo el mundo arrimado a él, a su sombra. ¡Pobre Elijah…! ¡Querido Elijah…!
Y se quedó dormida.
Su sueño fue demasiado inquieto para restablecer su paz, y mucho menos su buen humor. Estaba ceñuda sin saber que lo estaba, y de haberse visto en el espejo, se habría impresionado por su aspecto envejecido, Daneel, para el que Gladia era un ser humano pese a la edad, aspecto o estado de ánimo, dijo.
—Señora…
Gladia le interrumpió con un estremecimiento:
—¿Ha llegado ya el colono?
Levantó la vista a la cinta de datos atmosféricos que estaba en la pared, e hizo un gesto rápido en respuesta al cual Daneel ajustó la temperatura, subiéndola (había sido un día fresco, y la noche iba serlo más).
—Está aquí, señora —contestó Daneel.
— ¿Dónde lo han instalado?
—En el cuarto de huéspedes, señora. Giskard está con él y los robots domésticos están todos dispuestos.
—Espero que hayan tenido el sentido común de averiguar qué desea comer para el almuerzo. Yo no conozco la cocina de los colonos. Confío en que harán un esfuerzo para conseguir satisfacer razonablemente sus peticiones.
—Tengo la seguridad, señora, de que Giskard solucionará competentemente el asunto.
Gladia también estaba segura, pero dio un respingo. Por lo menos lo hubiera sido, si Gladia fuera del tipo de personas que lo hacen. No creía serlo.
—Supongo que ha pasado por la debida cuarentena antes de que se le permitiera aterrizar —dijo.
—Sería inconcebible no haberlo hecho.
—Por si acaso llevaré mis guantes y mis filtros nasales.
Salió de su dormitorio, se dio cuenta vagamente de que estaba rodeada de robots domésticos, e hizo el ademán que significaba que le trajeran un par de guantes nuevos y unos filtros de nariz también nuevos. Cada establecimiento tenía sus propios ademanes equivalentes a un vocabulario y cada miembro humano de un establecimiento cultivaba estos ademanes, aprendiendo a usarlos rápida y disimuladamente. Se esperaba de un robot que acatara esas órdenes discretas de sus amos humanos como si leyera las mentes; de ahí resultaba que un robot no podía seguir órdenes de seres humanos no pertenecientes a su establecimiento excepto si se le hablaba detenidamente.
Nada más humillante para un miembro humano del establecimiento que tener a un robot casero vacilante antes de cumplir una orden o, peor aún, cumplirla incorrectamente. Esto significaba que el ser humano se había equivocado en el ademán, o que el robot no había comprendido.
Gladia sabía que generalmente el ser humano era el que fallaba pero virtualmente no se admitía así. Era el robot el que se entregaba para un innecesario análisis de respuesta o puesto injustamente en venta. Gladia sabía desde siempre que no caería nunca en la trampa del ego frustrado; no obstante, si en aquel momento no hubiera recibido los guantes y el filtro nasal habría…
No tuvo ni que terminar la idea. El robot más cercano le entregó lo solicitado correctamente al instante.
Gladia se ajustó el filtro nasal y sopló un poco para asegurarse de que estaba bien encajado (no estaba dispuesta a arriesgarse a cualquier infección por causa de algo que hubiera sobrevivido a la minuciosa cuarentena).
Preguntó:
—¿Qué aspecto tiene, Daneel?
—Es de estatura y medidas normales, señora.
—Me refiero a su cara (era una tontería preguntar. Si tuviera algún parecido a Elijah Baley, Daneel lo hubiera descubierto tan deprisa como ella misma, y habría hecho algún comentario).
—Es difícil decirlo, señora. No se le ve bien.
—¿Qué significa esto? ¡No vendrá enmascarado, Daneel!
—En cierto modo, sí, señora. Su cara está cubierta de pelo.
—¿Pelo? —Se echó a reír—. ¿Quieres decir como los personajes históricos de la hipervisión? ¿Barba? —Hizo unos gestos que indicaban un mechón de cabello en la barbilla y otro debajo de la nariz.
—Más que eso, señora. Lleva media cara cubierta.
Los ojos de Gladia se abrieron del todo y por primera vez sintió un fuerte impulso de interés por verle. ¿Qué aspecto tendría un rostro cubierto de pelo? Los varones auroranos, y generalmente los espaciales tenían muy poco vello facial y lo que había se eliminaba antes de los veinte años… en la infancia.
A veces, se dejaba sin tocar el labio superior. Gladia recordó que su marido, Santirix Gremionis, antes de su matrimonio lucía una línea de pelo debajo de la nariz. Un bigote, lo llamaba él. Era como una ceja mal colocada, de forma rara, y una vez que se resignó a aceptarlo como marido, le insistió en que eliminara los folículos.
Lo hizo así sin apenas un murmullo y ahora Gladia se preguntaba por primera vez si lo había echado en falta. Le parecía haber observado alguna vez, en los primeros años de matrimonio, cómo levantaba un dedo a su labio superior. Creía que era un movimiento nervioso por una vaga picazón y solamente ahora se le ocurría que había estado buscando un bigote que había dejado de existir.
¿Qué aspecto tendría un hombre con un bigote por toda la cara?
¿Sería como un oso?
¿Qué sensación produciría? ¿Qué ocurriría si las mujeres también tuvieran ese pelo? Pensó en un hombre y una mujer intentando besarse sin encontrar sus bocas. La idea le pareció divertida aunque un poco descarada y se rió en voz alta. Sintió desaparecer su impaciencia pero esperó, ver al monstruo.
Después de todo no tenía por qué temerle aunque su comportamiento fuera tan animal como su aspecto. No le acompañaría ningún robot, los colonizadores eran una sociedad no-robótica, y en cambio ella estaría rodeada por docenas. El monstruo sería inmovilizado en una fracción de segundo si hiciera el menor movimiento sospechoso. O si elevara la voz, airado.
—Acompáñame junto a él, Daneel —dijo con buen humor.
El monstruo se puso en pie. Dijo algo que parecía:
—Buedas darde sedora.
Gladia captó al momento las "buenas tardes", pero tardó un poco más para traducir la palabra "señora". Distraída le respondió:
—Buenas tardes. —Se acordó de lo difícil que le había resultado entender la pronunciación aurorana del idioma galáctico estándar en aquellos años tan lejanos en que, joven y asustada, llegó desde Solaria al planeta.
¿El acento del monstruo era tosco, o así le parecía porque su oído no estaba acostumbrado? Recordó que Elijah había tenido dificultades con la K y la P, pero por lo demás hablaba bastante bien. Sin embargo, habían transcurrido diecinueve décadas y media, y este colono no procedía de la Tierra. La lengua, en un período de aislamiento, sufre cambios.
Pero sólo una pequeña parte de la mente de Gladia se fijaba en el problema del lenguaje. Contemplaba la barba. No se parecía en nada a las barbas que lucían los actores en los dramas históricos. Éstas eran como mechones, un poco por aquí, otro poco por allá, y tenían el aspecto apelmazado y pegajoso.
La barba del colono era diferente. Le cubría la barbilla y las mejillas de una manera regular, espesa y profunda. Era de un color castaño oscuro, pero algo más clara y rizada que el cabello que le cubría la cabeza, y por lo menos varios centímetros más larga, pero de un largo regular.
No cubría toda su cara, lo que resultaba desconcertante. La frente estaba totalmente descubierta (excepto por las cejas), igual que la nariz y debajo de los ojos. Su labio superior tampoco estaba cubierto, pero se veía una sombra que podía ser el nacimiento de más pelo. Debajo del labio inferior también había un pequeño espacio descubierto, pero con un nuevo crecimiento menos marcado, concentrado en la parte central.
Como ambos labios estaban descubiertos, resultaba claro para Gladia que no habría la menor dificultad para besarlo. Dándose cuenta de que mirarlo fijamente era incorrecto, le comentó, aun sin dejar de mirarle:
—Me da la impresión de que se quita el pelo de junto a los labios.
—Sí, señora.
—¿Por qué?, Si me permite preguntárselo.
—Puede preguntarlo. Por razones higiénicas. No quiero que me quede comida en los pelos.
—Entonces se lo rapa, ¿verdad? Veo que está volviendo a crecer.
—Uso un láser facial. Me lleva quince segundos. Lo hago cuando me despierto.
—¿Por qué no depilarlo de una vez y terminar con él?
—A lo mejor quiero que vuelva a crecer.
—¿Por qué?
—Por razones estéticas, señora.
Gladia tardó en entender la palabra. Le había sonado como "acéticas" o algo así.
—¿Cómo dice?
El colono explicó:
—A lo mejor me canso del aspecto que tengo ahora y quiero volver a dejarme bigote. A ciertas mujeres les gusta, ¿sabe? —El colono titubeó esforzándose por parecer modesto, sin lograrlo. —Cuando me lo dejo crecer, el bigote es precioso.
—¡Ah!, ¿Quiso decir estético? —exclamó de pronto.
El colono rió, mostrando una perfecta dentadura y dijo:
—También usted habla raro, señora.
Gladia quiso mostrarse altiva, pero acabó sonriendo. La pronunciación adecuada era asunto de consenso local. Comentó:
—Debería oírme hablar con acento solario si llega el caso. Entonces le parecería "racinis estíticas". Con la pronunciación de la "r" interminable.
—He estado en lugares donde hablan un poco así. Suena horrible –y pronunció las dos "erres" de un modo exagerado.
Gladia rió.
—Lo hace con la punta de la lengua y hay que hacerlo con los lados de la lengua. Nadie excepto un solario puede hacerlo correctamente.
—A lo mejor podrá enseñarme. Un mercader como yo, que ha estado por todas partes, oye toda clase de variaciones lingüísticas. —Volvió a intentar pronunciar la "r" de la penúltima palabra, se atragantó y tosió.
—¿Lo ve? Enredará sus amígdalas y jamás se recuperará.
No dejaba de mirarle la barba y ahora ya no pudo dominar su curiosidad. Alargó la mano. El colono vaciló y dio un paso atrás, luego, al darse cuenta de su intención, se quedó quieto.
La mano de Gladia, invisiblemente enguantada, se apoyó suavemente en el lado izquierdo de la cara del hombre. La delgada película plástica que recubría sus dedos no le anulaba el sentido del tacto, y encontró el pelo suave y elástico.
—¡Qué suave! —dijo con evidente sorpresa.
—Y ampliamente admirado —respondió riendo el colono.
—Pero, bueno, no puedo estar aquí todo el día manoseándole. —E ignorando su "Por mí, como quiera", prosiguió: —¿Ha dicho a mis robots lo que le gustaría comer?
—Señora, les he dicho lo que le digo ahora a usted, cualquier cosa.
He visitado muchos mundos en el último año y cada uno tiene su propio sistema de alimentación. Un mercader aprende a comer de todo. Prefiero una comida aurorana a cualquier cosa que hicieran imitando a Baleymundo.
—¿Baleymundo? —repitió Gladia vivamente, frunciendo el entrecejo.
—Se llama así en memoria del jefe de la primera expedición al planeta y a cualquiera de los planetas colonizados: Ben Baley.
—¿El hijo de Elijah Baley?
—Sí —contestó el colono, y cambió de tema. Se miró y dijo con cierta petulancia: —¿Cómo pueden ustedes soportar estas ropas suyas, lustrosas e infladas? Me encantará volver a ponerme las mías.
—Tendrá la oportunidad de hacerlo muy pronto. Pero, ahora, por favor, venga a almorzar conmigo. Me dijeron que su nombre era Baley.
Como su planeta.
—No es sorprendente. Es el nombre más respetado del planeta, naturalmente. Soy Degé Baley.
Habían llegado al comedor precedidos por Giskard, seguidos de Daneel, que se instalaron después en su correspondiente hornacina. Los demás robots ya se habían retirado y sólo quedaban dos, dedicados al servicio.
La estancia estaba llena de sol, las paredes profusamente decoradas, la mesa servida y el aroma de la comida tentador.
El colono olfateó y respiró con satisfacción:
—No creo que tenga el menor problema con la comida de Aurora.
¿Dónde quiere que me siente?
Un robot dijo al instante:
—¿Quiere sentarse aquí, señor?
El colono se sentó y Gladia, después de acomodar satisfactoriamente al invitado, ocupó su puesto.
—¿Degé? —preguntó—. Ignoro las peculiaridades de los nombres de su mundo, así que le ruego me perdone si mi pregunta le parece ofensiva. ¿No suena Degé a nombre femenino?
—En absoluto —respondió el colono algo envarado—. En mi caso no se trata de un nombre, es solamente un par de iniciales. La cuarta letra del alfabeto y la séptima.
—¡Oh! —dijo Gladia, ilustrada—. D.G. Baley. ¿Y qué significan las iniciales, si perdona mi curiosidad?
—Naturalmente. Allí está D, por supuesto —explicó señalando con el dedo una de las hornacinas de la pared — y sospecho que éste puede ser G — y señaló a otra.
—No lo dirá en serio —musitó Gladia.
—Claro que sí. Mi nombre es Daneel Giskard Baley. En cada generación mi familia tiene por lo menos un Daneel y un Giskard en las diversas ramas. Yo fui el último de seis hermanos, pero el primer varón. Mi madre creyó que eso bastaba pero compensó el no tener más que un chico poniéndome ambos nombres. Así fui Daneel Giskard Baley y el doble nombre fue un peso excesivo para mí. Yo prefiero Degé como nombre y me sentiré honrado si lo utiliza usted. —Sonrió cordialmente. —Soy el primero que lleva los dos nombres y el primero en ver los imponentes originales.
—Pero, ¿por qué esos nombres?
—Fue idea de mi antepasado Elijah, según se cuenta en la familia. Tuvo el honor de poner nombre a sus nietos y al mayor le llamó Daniel y al segundo, Giskard. Insistió en ambos nombres, y esto estableció la tradición.
—¿Y las hijas?
— El nombre tradicional de generación en generación es Jezabel…
Jessie. La esposa de Elijah, ¿sabe?
—Lo sé.
—No hay…— Calló de pronto y dedicó su atención al plato que acababan de ponerle delante. —Si estuviéramos en Baleymundo, diría que es un trozo de cerdo asado cubierto de salsa de cacahuete.
—En realidad se trata de un plato vegetal, D.G. Lo que iba usted a decir es que no había Gladias en su familia.
—No las hay —dijo D.G. tranquilo—. Una explicación es que Jessie, la primera Jessie, hubiera protestado, pero yo no la acepto. La esposa de Elijah, la antepasada, jamás vino a Baleymundo, ¿sabe?, nunca abandonó la Tierra. ¿Cómo podía haberlo hecho? No, para mí, es casi seguro que mi antepasado no quiso a otra Gladia. Ni imitaciones, ni copias, ni fingimientos. Una Gladia. Única… También pidió que no hubiera otro Elijah.
A Gladia le costaba trabajo comer.
—Creo que su antepasado se esforzó en la última etapa de su vida por ser tan poco emocional como Daneel. No obstante, bajo su piel latía un romántico. Pudo haber permitido otros Elijahs y otras Gladias. No me habría ofendido y me imagino que tampoco hubiera ofendido a su esposa.
—Rió, trémula.
—Pero todo esto parece, en cierto modo, irreal —dijo D.G.. —Mi antepasado es en realidad historia antigua; murió hace ciento cincuenta y cuatro años. Yo soy su descendiente en la séptima generación y, sin embargo, estoy aquí sentado con una mujer que le conoció cuando era joven.
—En realidad no le conocí… — musitó Gladia contemplando su plato —. Le vi por poco tiempo en tres ocasiones distintas en un período de siete años.
—Lo sé. El hijo de mi antepasado, Ben, escribió su biografía que es uno de los clásicos literarios de Baleymundo. Incluso yo la he leído.
—¿De veras? Yo no la he leído. Ni siquiera sabía que existiera. ¿Qué… qué dice de mí?
D.G. pareció divertido.
—Nada que no le gustara; la pone muy bien. Pero no importa eso. Lo que me asombra es que estemos juntos después de siete generaciones.
¿Cuántos años tiene, señora? ¿Es justo hacer esta pregunta?
—No sé si es justo o no, pero no tengo inconveniente en contestarla. En años galácticos estándar, tengo doscientos treinta y tres años. Más de veintitrés décadas.
—Su aspecto es el de una persona de cuarenta años y pico. Mi antepasado murió a los setenta y nueve, un anciano. Yo tengo treinta y nueve, y cuando muera, usted seguirá todavía viva…
—Si evito la muerte por accidente.
—Y seguirá viviendo quizá cinco décadas más.
—¿Me envidia, D.G.? —preguntó Gladia con un dejo de amargura en la voz. — ¿Me envidia por haber sobrevivido a Elijah en más de dieciséis décadas y por estar condenada a sobrevivirle diez décadas más?
—Por supuesto que la envidio. ¿Por qué no? No me importaría vivir por varios siglos, si no fuera porque sería un mal ejemplo para la gente de Baleymundo. En general, me disgustaría que vivieran tanto tiempo. Él ritmo de los avances históricos e intelectuales se haría entonces demasiado lento. Los de arriba se quedarían en el poder demasiado tiempo. Baleymundo se hundiría en el conservadurismo y la decadencia… como ha hecho su mundo.
Gladia levantó la barbilla, agresiva:
—Descubrirá usted que Aurora funciona muy bien.
—Estoy hablando de su mundo, Solaria.
Gladia titubeó, luego dijo enérgicamente:
—Solaria no es mi mundo.
—Espero que lo sea —dijo D.G.. —He venido a verla porque creo que Solaria es su mundo.
—Si es ésta la razón por la que ha venido a verme, está perdiendo el tiempo, joven.
—Nació usted en Solaria, ¿verdad? Y allí vivió durante unos años.
—Viví allí las tres primeras décadas de mi vida…, un octavo de mi existencia.
—Entonces esto la hace lo bastante solariana para que pueda ayudarme en un asunto que es muy importante.
—No soy una solariana, pese a este tan importante asunto.
—Es una cuestión de guerra y paz…, si lo considera importante. Los mundos espaciales se enfrentarán con el mundo de los colonizadores y las cosas irán mal para todos si llegamos a la guerra. Y solamente usted puede evitar la guerra y asegurar la paz.
La comida había terminado (fue una corta comida) y Gladia se encontró mirando a D.G. fríamente rabiosa.
Había vivido en paz las últimas veinte décadas, deshaciéndose de las complejidades de la vida. Poco a poco había olvidado la miseria de Solaria y las dificultades de su adaptación a Aurora. Había conseguido enterrar profundamente la agonía de dos asesinatos y el éxtasis de dos peculiares amores, un robot y un terrícola, y seguir adelante. Había terminado por vivir un largo y tranquilo matrimonio, tener dos hijos, y dedicarse al arte aplicado al vestido. Los hijos se habían ido, luego su marido, y finalmente se había incluso retirado del trabajo.
Ahora estaba sola, con sus robots, contenta con… o mejor, resignada a dejar que la vida se deslizara plácida y sin sobresaltos hacia el final, cuando llegara el momento un final tan suave que no se diera cuenta de que lo era cuando ocurriese.
Era lo que quería.
Entonces, ¿qué estaba pasando?
Había empezado la noche anterior cuando miró en vano el cielo estrellado en busca de la estrella de Solaria, que no estaba en el cielo y de hallarse en él no habría sido visible para ella. Era como si ese loco intento de alcanzar el pasado, un pasado que hubiera debido permanecer muerto, pinchara de pronto la fría burbuja que había levantado alrededor.
Primero el nombre de Elijah Baley, el más feliz y doloroso recuerdo de todos los que había apartado cuidadosamente, había surgido una y otra vez en angustiosa repetición.
Luego se vio obligada a tratar con un hombre que creía erróneamente ser descendiente de Elijah en quinto grado y ahora con otro que era realmente descendiente en séptimo grado. Por fin, se la cargaba ahora con problemas y responsabilidades parecidos a los que habían atormentado al propio Elijah en varias ocasiones.
¿Se estaba transformando en Elijah, sin nada de su talento, ni de su total dedicación al deber a toda costa?
¿Qué había hecho ella para merecer esto?
Sintió que su rabia se hundía bajo una riada de autocompasión. Se sintió injustamente tratada. Nadie tenía derecho a cargarla de responsabilidades contra su voluntad. Obligando su voz a un tono tranquilo, preguntó:
—¿Por qué se empeña en decir que soy solariana, cuando yo le digo que no lo soy?
D.G. no parecía turbado por la frialdad que ahora notaba en su voz.
Seguía sosteniendo la suave servilleta que le habían entregado al terminar la comida. La encontró caliente y húmeda, no demasiado caliente, imitó lo que hacía Gladia, secarse cuidadosamente los labios y las manos. Luego la dobló y la pasó por su barba. Ahora se estaba encogiendo y desintegrando.
—Supongo que acabará desapareciendo del todo —dijo.
—En efecto. —Gladia había depositado la suya en el receptáculo apropiado en la mesa. Retenerla era incorrecto y sólo podía perdonarse porque D.G. no estaba familiarizado con esta costumbre civilizada. –Hay quien cree que poluciona la atmósfera, pero hay una ligera corriente que lleva los restos hacia arriba y los proyecta a unos filtros. Dudo que nos cause molestias… Pero ha ignorado mi pregunta, señor.
D.G. arrugó lo que le quedaba de servilleta y la dejó en el brazo de su butaca. Un robot, en respuesta al discreto gesto de Gladia, la recogió.
—No trato de ignorar su pregunta. Tampoco trato de forzarla a ser solariana. Me limito a poner de relieve que nació en Solaria y pasó allí sus primeras décadas y por tanto podría razonablemente considerársela una solariana, por lo menos en cierto modo… ¿Sabe usted que Solaria ha sido abandonada?
—Lo he oído, sí.
—¿Y siente algo?
—Yo soy una aurorana y lo he sido por veinte décadas.
—Esto es un non sequitur.
—¿Un qué? —No entendió nada de las últimas palabras.
—Que no tiene relación con mi pregunta.
—Un non sequitur, quiere decir. Dijo usted un "nonsé quito".
—Está bien, dejémonos de tonterías. Le pregunto si siente algo por la muerte de Solaria y me contesta que es de Aurora. ¿Lo mantiene como respuesta? Una aurorana de nacimiento podría sentir la muerte de un mundo hermano. ¿Qué siente?
—¿Qué importa? — respondió Gladia, glacial. —¿Por qué le interesa?
—Se lo explicaré. Nosotros, los mercaderes de los mundos colonizados, estamos interesados porque hay un gran negocio que hacer, y un mundo que recuperar. Solaria está ya terraformada; es un mundo cómodo; ustedes los espaciales, no parecen necesitarlo o desearlo. ¿Por qué no colonizarlo?
—Porque no es suyo.
—Señora, ¿es suyo acaso y por eso pone objeciones? ¿Tiene Aurora más derecho a él que Baleymundo? ¿No podríamos suponer que un mundo vacío pertenece a todo aquel que quiere ocuparlo y colonizarlo?
—¿Lo ha colonizado?
—No…, porque no está vacío.
—¿Quiere decir que los solarios no lo han dejado del todo? –e xclamó rápidamente Gladia.
D.G. volvió a sonreír; una amplia sonrisa.
—La excita la idea…, aunque sea una aurorana.
La expresión de Gladia volvió a ensombrecerse:
—Conteste a mi pregunta.
D.G. se encogió de hombros.
—Según nuestras averiguaciones, quedaban solamente cinco mil solarios en el planeta, antes de que fuera abandonado. La población había ido disminuyendo a lo largo de los años. Pero incluso cinco mil… ¿Podemos estar seguros de que se han ido todos? Pero, ésta no es la cuestión.
Incluso si se hubieran ido todos, el planeta no estaría vacío. Hay en él unos doscientos millones o más de robots, robots sin amo, algunos de ellos del modelo más avanzado de la Galaxia. Presumiblemente esos solarios que se fueron se llevaron consigo algún robot… Es difícil imaginar a los espaciales prescindiendo de los robots (se volvió a mirar, sonriente, a los robots en sus hornacinas de la estancia). Así y todo, no pueden haberse llevado cuarenta mil por persona.
—Bien, puesto que sus mundos de colonizadores están libres de robots y desean seguir estándolo, presumo que no pueden colonizar Solaria.
—En efecto. No, hasta que no quede ni un robot y aquí es donde los mercaderes, como yo mismo, entramos en acción.
—¿De qué forma?
—No queremos una sociedad robotizada, pero no nos importa tocar robots y comerciar con ellos. No abrigamos hacia ellos un temor supersticioso. Solamente sabemos que una sociedad robotizada está abocada al deterioro. Los espaciales nos lo han hecho ver cuidadosamente con el ejemplo. Así que, si bien no queremos vivir con este veneno robótico, estamos dispuestos a vendérselos a los espaciales por una cantidad sustancial… si están tan locos como para querer este tipo de sociedad.
—¿Cree que los espaciales los comprarán?
—Estoy seguro de que sí. Agradecerán los elegantes modelos manufacturados por los solarianos. Es de sobra sabido que eran los mejores diseñadores de robots de la Galaxia, aun cuando el difunto doctor Fastolfe es tenido como incomparable en este campo, pese a que era aurorano… Además, aunque cargáramos una fuerte cantidad por ellos, dicha cantidad sería considerablemente inferior al valor de los robots. Espaciales y mercaderes se beneficiarían por igual. Éste es el secreto de un buen negocio.
—Los espaciales no comprarían robots a los colonizadores –dijo Gladia claramente despectiva.
D.G. poseía el don de ignorarlo que no fuera esencial, como el enfado o el desprecio. Lo que contaba era el negocio, así que dijo:
—Claro que los comprarían. Ofrézcales robots avanzados a mitad de precio, ¿por qué van a rechazarlos? Donde hay negocio, le sorprendería ver lo poco importantes que son las ideologías.
—Me parece que va a ser usted el sorprendido. Trate de vender sus robots y verá.
—Ojalá pudiera, señora. Quiero decir tratar de venderlos. No tengo ninguno.
—¿Por qué no?
—Porque no hemos recogido ninguno: dos naves mercantes aterrizaron en Solaria. Cada una capaz de almacenar unos veinticinco robots. De haberlo conseguido, flotas enteras de naves mercantes las habrían seguido y me atrevo a decir que hubiéramos negociado por varias décadas, y después, hubiéramos colonizado el mundo.
—Pero no tuvieron éxito. ¿Por qué no?
—Porque las dos naves fueron destruidas en la superficie del planeta y, por lo que hemos logrado averiguar, ambas tripulaciones murieron.
— ¿Falla mecánica?
—¡Tonterías! Ambas aterrizaron perfectamente; no se estrellaron.
Sus últimas comunicaciones decían que unos espaciales se acercaban… solarios o habitantes de otros mundos espaciales, lo ignoramos. Sólo podemos suponer que los espaciales atacaron sin previo aviso.
—Eso es imposible.
— ¿De veras?
—Claro que es imposible. ¿Por qué motivo lo habrían hecho?
—Para alejarnos de ese mundo, supongo.
—De haber querido hacerlo —dijo Gladia — no tenían más que anunciar que el mundo estaba habitado.
—Quizás encontraban que sería más divertido matar a unos cuantos colonizadores. Eso es, por lo menos, lo que cree nuestra gente y existe cierta presión para mandar algunas naves de guerra a Solaria y establecer una base militar en el planeta.
—Podría ser peligroso.
—Con toda seguridad; podría conducimos a una guerra. Algunos de nuestros exaltados la desean. Puede que también lo hagan algunos espaciales y que hayan destruido las dos naves para provocar las hostilidades.
Gladia estaba asombrada. No había habido la menor alusión a unas relaciones tensas entre espaciales y colonizadores en los boletines de noticias. Dijo:
—Cabe la posibilidad de discutir el asunto. ¿Han tanteado los suyos a la Federación Espacial?
—Un grupo sin la menor importancia, pero lo hemos hecho. También hemos tanteado al Consejo de Aurora.
—¿Y qué?
—Los espaciales lo niegan todo. Sugieren que las ganancias potenciales del negocio de los robots solarios son tan altas que los mercaderes, que sólo se interesan por el dinero (como si ellos no lo hicieran) lucharían entre sí. Por lo visto, nos quieren hacer creer que las dos naves se destruyeron mutuamente con la esperanza por parte de cada una de ellas de monopolizar el negocio para su propio mundo.
—Entonces, ¿las dos naves eran de mundos distintos?
—Sí.
—Pero ¿usted no cree que hubiera podido haber lucha entre ambas?
—No lo creo probable, pero confieso que es posible. No ha habido auténticos conflictos entre los mundos colonizados, pero han existido ciertas disputas. Todo se solucionó a través del arbitraje de la Tierra, aunque podría ocurrir que los mundos colonizados, de repente, dejaran de obrar juntos cuando lo que está en juego es un negocio de varios miles de millones de dólares. Por esta razón la guerra no nos parece una buena idea y, por lo mismo, habrá que hacer algo para desanimar a los exaltados y belicosos.
Y aquí es donde entramos nosotros.
—¿Nosotros?
—Usted y yo. Me han pedido que vaya a Solaria y descubra, si puedo, lo que ha sucedido en realidad. Llevaré una nave armada… pero no con armas pesadas.
—También pueden destruirle.
—Posiblemente. Pero mi nave, por lo menos, estará sobre aviso. Además, yo no soy uno de esos héroes de hipervisión y he estudiado lo que podría hacer para disminuir el riesgo de destrucción. Se me ocurrió que una de las desventajas de la penetración colonizadora en Solaria es nuestro desconocimiento de ese mundo. Entonces, podría sernos útil llevar a alguien que lo conoce…, un solariano.
—¿Quiere decir que se propone llevarme a mí?
—En efecto.
—¿Por qué yo?
—En mi opinión debería comprenderlo sin que se lo explique. Aquellos solarianos que abandonaron el planeta se fueron sabe Dios dónde. Si queda alguno son los probables enemigos. No se conoce ningún solario residente en otro planeta espacial que no sea Solaria, excepto usted. Es la única Solaria disponible para mí…, la única en toda la Galaxia. Por eso la quiero y por eso debe venir conmigo.
—Se equivoca, colono. Si yo soy la única disponible, entonces no tiene a nadie. No estoy dispuesta a ir con usted y no hay ningún motivo, absolutamente ninguno, que pueda obligarme a ir con usted. Estoy rodeada por mis robots. Dé un solo paso en mi dirección y le inmovilizarán al instante…, y si lucha, le harán daño.
—No me propongo utilizar la fuerza. Debe venir por propia decisión… ¡Y debería quererlo! Es para evitar la guerra.
—Esto es asunto de los gobiernos, el suyo y el mío. Me niego a tener nada que ver con todo ello. Soy una ciudadana particular.
—Es un deber para con su mundo. Nosotros podemos sufrir en caso de guerra, pero Aurora también.
—Yo, lo mismo que usted, tampoco soy una heroína de hipervisión.
—Entonces me lo debe a mí.
—Está loco. Yo no le debo nada.
—No me debe nada como individuo —dijo D.G. con una media sonrisa—. Pero me debe muchísimo como descendiente de Elijah Baley.
Gladia se estremeció, helada, y se quedó mirando al monstruo barbudo durante un largo rato. ¿Cómo había podido olvidar quién era él?
Por fin, con cierta dificultad, dijo:
—No.
—Sí —insistió enérgicamente D.G.—. En dos ocasiones distintas, mi antepasado hizo más por usted de lo que pueda jamás compensarle. Ya no está entre nosotros para reclamarle la deuda…, una mínima parte de la deuda. Yo he heredado el derecho de hacerlo.
Gladia preguntó, desesperada:
—Pero ¿qué puedo hacer yo si voy con usted?
—Lo descubriremos. ¿Quiere venir?
Gladia deseaba desesperadamente negarse, pero por esta razón era por lo que Elijah había vuelto de pronto para formar parte de su vida una vez más, en las últimas veinticuatro horas. ¿Era por eso por lo que cuando se le formuló esta posible petición se le hizo en su nombre, y para que encontrara imposible negarse?
—¿Para que? — respondió. —El Consejo no me dejará ir con usted. No permitirán que una aurorana salga del país en una nave colonizadora.
—Señora, lleva veinte décadas viviendo en Aurora, así que cree que los auroranos natos la consideran de Aurora. No es así. Para ellos sigue siendo una Solaria. La dejarán salir.
—No me dejarán. —Le latía con fuerza el corazón y se le puso carne de gallina en los brazos. Tenía razón él. Pensó en Amadiro, que seguramente no la consideraba otra cosa que una solaria. No obstante, insistió tratando de auto convencerse. —No me dejarán.
—Sí —respondió D.G.—. ¿Acaso no ha venido alguien de parte del Consejo a pedirle que me recibiera?
—Me pidió solamente que informara sobre la conversación que hemos tenido. Así lo haré —concluyó, retadora.
—Si desean que me espíe aquí, en su propia casa, encontrarán mucho más útil que me espíe en Solaria… —Esperó por si ella protestaba, y al no oír nada, dijo con cierto cansancio en la voz: —Señora, si rehúsa, no voy a obligarla, porque no tendré que hacerlo. Ellos la obligarán. Pero no me gusta. El antepasado no lo hubiera querido así. Hubiera querido que viniera conmigo por agradecimiento a él y por otra razón… El antepasado trabajó para usted en condiciones en extremo difíciles. ¿No quiere esforzarse, en memoria suya?
A Gladia le dio un vuelco el corazón. Sabía que no podría resistirse; contestó:
—No puedo ir a ninguna parte sin mis robots.
—Tampoco esperaba que lo hiciera. —D.G. volvió a sonreír. —¿Por qué no llevarse a mis dos tocayos? ¿Necesita más?
Gladia miró a Daneel, pero estaba inmóvil. Luego miró a Giskard, y lo mismo. De pronto le pareció, pero fugazmente, que su cabeza se movía, muy ligeramente, en señal afirmativa. Tenía que confiar en él. Dijo:
—De acuerdo, iré con usted. Estos dos robots son los únicos que necesitaré.