29. Invernada en Siberia

Aquel curioso episodio no terminó allí. Al siguiente día una gran multitud compuesta no solamente de campesinos sino por los habitantes de numerosísimos poblados cercanos, se presentó a las puertas del pueblo y del modo más insultante exigió al gobernador ruso plena satisfacción por la afrenta hecha a sus sacerdotes y la destrucción de su gran Cham-Chi-Thaungu, nombre que daban a la monstruosa imagen objeto de su culto. Los habitantes de Nertchinsk se mostraron consternados al ver esto, pues aseguraban que los tártaros no bajaban de treinta mil y que en pocos días alcanzarían a reunir cien mil hombres armados.

El gobernador ruso envió representantes para que aplacaran los ánimos y se apresuró a decir a los peticionarios las palabras más amables que puedan imaginarse. Les aseguró que ignoraba lo ocurrido, que ni un alma en su guarnición había estado ausente de ella y por lo tanto nadie podía allí ser considerado culpable, pero que si ellos descubrían al causante de la injuria estaba dispuesto a castigarlo severamente.

A esto le contestaron con altanería que el país entero reverenciaba al gran Cham-Chi-Thaungu, morador del sol, y que ningún mortal se hubiese atrevido a cometer semejante ofensa salvo algunos cristianos descreídos —como les llamaban habitualmente según supe luego—. Por lo tanto, agregaron, se consideraban a partir de ese momento en guerra contra todos los rusos, que eran cristianos y en consecuencia descreídos.

Empleando toda su paciencia, y sin querer un rompimiento que fuera causa de guerra con aquellos tártaros (ya que el zar le había encargado que gobernara aquel país conquistado con toda la bondad posible), el gobernador insistió en sus amables palabras y por fin terminó diciéndoles que una caravana había salido aquella mañana rumbo a Rusia, y tal vez entre sus componentes se encontrara el culpable del ultraje, por lo cual ordenaría una investigación si eso los satisfacía. Sus manifestaciones aplacaron algo a aquellas gentes, y el gobernador envió mensajeros para que nos enteraran de lo acontecido haciéndonos saber que si alguien en la caravana era el culpable debía apresurarse a emprender la fuga, pero aun cuando nadie tuviese relación con aquel episodio nos aconsejaba apresurarnos lo más posible mientras él se las arreglaba para entretener a los enfurecidos habitantes.

La conducta del gobernador fue generosa en extremo, mas cuando los mensajeros arribaron con sus noticias nadie entre nosotros sabía nada de lo sucedido, y en lo que respecta a los verdaderos culpables no eran objeto de la menor sospecha y no se les preguntó nada. El jefe de la caravana recogió, sin embargo, la advertencia del gobernador y nos ordenó apresurar la marcha de modo que anduvimos dos días con sus noches sin hacer ninguna parada de importancia, hasta que por fin arribamos a un pueblo llamado Plotbus. Al otro día de dejarlo a nuestra espalda, algunas nubes de polvo que se advertían a la distancia señalaron claramente la presencia de perseguidores.

Habíamos entrado en el desierto, pasando por un gran lago llamado Schaks-Oser, cuando divisamos un gran cuerpo de caballería en la orilla del lago que mira hacia el norte, mientras nosotros seguíamos con rumbo al oeste. Notamos que también ellos tomaban dicho rumbo, aunque habían supuesto que seguiríamos por la orilla norte mientras afortunadamente para nosotros, preferimos la otra. Por espacio de dos días no los volvimos a ver.

Al tercer día se dieron cuenta de su error o bien alguien los enteró de nuestra posición, pues al atardecer los vimos avanzar al galope contra nosotros.

Nos tranquilizó sin embargo haber encontrado un excelente lugar para construir un campamento y pasar la noche, pues aunque estábamos en los comienzos del desierto sabíamos que en una extensión de más de quinientas millas careceríamos de toda población donde alojarnos.

Nadie, salvo nosotros tres, conocía el verdadero motivo de que fuésemos así perseguidos pero, como aquel desierto es merodeado frecuentemente por partidas de tártaros mongoles, las caravanas no dejan nunca de precaverse contra un posible ataque nocturno de su parte, y por la frecuencia con que nos había ocurrido algo parecido tales precauciones no sorprendían a nadie.

Acampamos, pues, a fin de pernoctar, pero antes de haber completado nuestros preparativos el enemigo se presentó. No se lanzaron sobre nosotros como bandidos —que era lo que esperábamos— sino que enviaron tres mensajeros para exigir la entrega de los hombres que habían ofendido a los sacerdotes y quemado al dios Cham-Chi-Thaungu, a fin de castigarlos a su vez con la muerte de fuego. Afirmaron que a cambio de dicha entrega se alejarían sin dañar a nadie, pero de lo contrario asaltarían la caravana y le pegarían fuego.

Enviaron tres mensajeros.

Nuestros compañeros se miraron angustiados al escuchar aquellas amenazas y empezaron a observarse unos a otros buscando algún rostro en el cual se delatara la culpabilidad. Pero la repuesta fue «nadie»; nadie había cometido aquella ofensa.

El jefe de la caravana afirmó bajo palabra que estaba seguro de la inocencia de todos los miembros de la expedición ya que se trataba de pacíficos comerciantes que viajaban por negocios; les aseguró que no habíamos hecho daño ni a ellos ni a nadie y que por lo tanto era mejor que buscasen a los culpables en otro lado pues con nosotros se equivocaban. Por fin les hizo saber que no deberían molestarnos más, y que si éramos atacados nos defenderíamos.

Esta respuesta estuvo muy lejos de satisfacerlos y un gran número de ellos se presentó por la mañana en las inmediaciones del campamento. Viendo sin embargo la excelente posición que ocupábamos no se atrevieron a avanzar más allá del arroyuelo que corría cerca, donde se fueron concentrando en tal número que nos espantaron; los que calculaban con más discreción no veían menos de diez mil. Allí se quedaron un rato observándonos y luego exhalado un horrible alarido enviaron una lluvia de flechas que no alcanzaron a dañar a nadie, pues nos habíamos parapetado detrás de nuestros equipajes.

Poco después los vimos hacer un movimiento hacia la derecha, como si se dispusieran a flanquearnos, pero entonces un cosaco de Jerawena, hombre astuto y resuelto, habló con nuestro jefe y le dijo:

—Yo me encargo de desviar a toda esa gente en dirección a Shilka.

Era aquélla una ciudad situada a cuatro o cinco jornadas hacia el sur, y más bien en sentido contrario al punto donde habíamos llegado nosotros. Tomando su arco y flechas, así como su caballo, el cosaco galopó a nuestra retaguardia como si estuviera por volverse a Nertchinsk, tras de lo cual hizo un gran rodeo y se presentó en el ejército tártaro como si lo hiciera ex profeso para comunicarle noticias; contó que los culpables de la destrucción de Cham-Chi-Thaungu viajaban en dirección a Shilka con una caravana de descreídos (como llamó a los cristianos según la denominación común en esas tierras), agregando que esos mismos individuos tenían la intención de quemar el dios Schal-Isar, reverenciado por los tungusos.

Como este individuo era de raza tártara y hablaba perfectamente su idioma, los engañó tan bien que le creyeron a pies juntillas y de inmediato se lanzaron como un huracán en dirección a Shilka que según dije se encontraba a unas cinco jornadas de donde estábamos; tres horas más tarde ya los habíamos perdido de vista y jamás volvimos a oír hablar de ellos, por lo cual no sabemos si alcanzaron a llegar al pueblo denominado Shilka.

Con toda felicidad arribamos a la ciudad de Jerawena, donde había una guarnición de moscovitas y allí permanecimos descansando cinco días ya que la caravana entera estaba fatigada por aquellas duras jornadas y la falta de tranquilidad y reposo durante las noches.

Partiendo de esa ciudad entramos en un espantoso desierto que nos llevó veintitrés días de marcha para atravesarlo.

Nos habíamos provisto de algunas tiendas a fin de pasar las noches en ellas, y el jefe de la caravana hizo comprar dieciséis carros o furgones del país para transportar el agua y las provisiones. Por las noches, el círculo formado por los carros constituía nuestra defensa, y aunque se hubiesen presentado los tártaros en gran número no habrían logrado buen éxito en sus ataques.

Es de imaginarse el ansia que tendría yo de descansar después de semejante travesía. Mientras la efectuábamos vimos abundancia de cazadores de martas cebellinas, partidas de habitantes de la Tartaria Mongólica a la cual pertenece este desierto y que con frecuencia atacan a las caravanas más pequeñas. Nunca vimos gran cantidad de ellos, y aunque nos llenaban de curiosidad las pieles de marta que habían obtenido fue imposible hablar con ellos porque no se animaban a acercarse y nosotros no nos atrevimos a abandonar el grueso de la caravana para salirles al encuentro.

Cruzado el desierto, entramos en país muy habitado; hallamos pueblos y castillos donde por orden del zar de Moscovia había guarniciones estables que protegían a las caravanas y defendían el país contra los tártaros que de lo contrario hubiesen tornado peligrosas las travesías.

El gobierno del zar había dado órdenes tan estrictas para la salvaguardia de las caravanas que, apenas se recibían noticias de que partidas de tártaros merodeaban por la región, las guarniciones enviaban destacamentos para escoltar a los viajeros de etapa en etapa.

Así fue como el gobernador de Udinsk, a quien tuve oportunidad de visitar por mediación del comerciante escocés que lo conocía, nos ofreció una guardia de cincuenta hombres para que nos escoltaran hasta la próxima ciudad.

Yo había pensado al principio que a medida que nos fuéramos acercando a Europa hallaríamos regiones más habitadas y gentes de mayor civilización, en lo cual me engañé completamente.

Cuando cruzamos el país de los tungusos vimos las mismas señales de paganismo y barbarie, si no peor, que observáramos anteriormente. Como eran pueblos conquistados y reducidos por los moscovitas, no se mostraban tan peligrosos pero, en cuanto a grosería de modales, idolatría y politeísmo, no creo que ningún otro pueblo en el mundo entero haya conseguido jamás superarlos.

Todos ellos se visten con pieles de animales y sus casas están construidas del mismo material. No se puede distinguir a una mujer de un hombre, pues se asemejan en los modales y en las ropas. Al llegar el invierno, cuando la tierra se cubre de nieve, se meten en chozas subterráneas, especie de bóvedas comunicadas entre sí por galerías.

Si los tártaros tenían a su Cham-Chi-Thaungu para toda una región, aquí se encontraban ídolos en cada choza y en cada cueva. Aparte de eso adoran a las estrellas, al sol y las aguas, así como a la nieve. En una palabra, rinden culto a todo lo que no aciertan a entender (y entienden muy pocas cosas) de manera que cualquier objeto, por poco que tenga de sorprendente, les parece propicio a la adoración.

Pero no es mi deseo hablar de pueblos y países salvo que mi propia historia tenga directa relación con ellos. Nada de particular me ocurrió en esas regiones cuya extensión, a partir del desierto ya citado, calculo en unas cuatrocientas millas de las cuales la mitad están ocupadas por otro desierto cuya travesía nos llevó doce días de penurias, sin casas ni árboles para protegernos y viéndonos obligados a llevar con nosotros el agua y las provisiones indispensables. Pasado el desierto y luego de otras dos jornadas, llegamos a Ienisseisk, una ciudad rusa situada sobre el gran río Ienissei. Allí nos dijeron que ese río señala la división de Europa y Asia, aunque nuestros cartógrafos no concuerdan con esa idea. De lo que no cabe duda es que se trata del límite de la antigua Siberia, que constituye una simple provincia del vasto imperio moscovita y sin embargo es tan grande como todo el imperio germánico.

Aun en estas regiones, y exceptuando las guarniciones rusas, observé que el paganismo y la ignorancia dominaban. El territorio entre los ríos Obi y Ienissei es pagano y sus habitantes tan bárbaros como los más remotos tártaros; no creo que en esto sean sobrepujados por ningún pueblo de Asia o de América.

Me pareció —y así lo dije a los gobernadores moscovitas con quienes tuve oportunidad de departir— que aquellos paganos no están, por el solo hecho de hallarse bajo la dominación rusa, más próximos al cristianismo ni más capacitados para entenderlo. Todos me dieron la razón, asegurándome sin embargo que aquel problema no les concernía y que si el zar esperaba convertir a sus súbditos siberianos, tungusos o tártaros debía enviar misioneros entre ellos y no soldados; algunos agregaron, con una sinceridad que yo no había esperado, que el zar parecía interesarse más en que aquellos hombres fuesen vasallos que cristianos.

Para llegar al Obi, desde el otro río, atravesamos un país salvaje y desolado del que no puedo decir que sea estéril sino que las gentes no lo aprovechan; con buena administración se convertiría en la más agradable y fértil de las comarcas.

Todos los habitantes que vimos eran paganos, excepto aquellos provenientes de la Rusia; conviene aquí decir que éste es el país —a ambas márgenes del Obi— donde son desterrados los criminales que no han merecido sentencia de muerte, y que resulta casi imposible huir de esa región.

Nada tengo que contar sobre mis asuntos personales hasta llegar a Tobolsk, ciudad capital de Siberia donde hube de vivir algún tiempo a causa de lo que paso a relatar.

Llevábamos casi siete meses de viaje y el invierno principiaba a hacerse sentir, por lo cual mi socio y yo sostuvimos una conferencia sobre nuestros intereses y pensamos en la conveniencia de decidir el itinerario futuro ya que nuestro destino era Inglaterra y no Moscú. Nos habían hablado de trineos y de renos que nos llevarían sobre la nieve mientras durara el invierno, pues allí existen tales medios de transporte y resulta casi increíble el hecho de que aprovechando esos trineos los rusos prefieren viajar en invierno y no en verano. Pueden recorrer en ellos grandes distancias tanto de noche como de día, y como la nieve se hiela y endurece formando una capa uniforme, todo se convierte en una superficie continua, colinas, valles, ríos y lagos, de una solidez de piedra.

Pero yo no tenía por qué lanzarme a semejante travesía invernal. Repito que mi destino era Inglaterra y no Moscú y dos rutas se abrían a mi elección. Podía seguir con la caravana hasta Jaroslaw, de ahí encaminarme hacia el oeste para alcanzar Narva y el Golfo de Finlandia y seguir por mar o tierra hasta Danzig, donde esperaba vender con buena ganancia mi cargamento de productos chinos.

Si elegía el otro camino, después de separarme de la caravana en un pueblecito situado sobre el Duina, tendría seis días de viaje fluvial hasta Arcángel, donde con seguridad conseguiría embarcarme para Inglaterra, Holanda o Hamburgo.

Pronto advertí, sin embargo, que cualquiera de las dos rutas hubiera sido desastrosa en invierno. Yendo a Danzig habría encontrado helado el Báltico, sin posibilidad de navegar por él; viajar por tierra hacia aquellas regiones resultaba aún menos seguro que entre los tártaros de Mongolia. Lo mismo podía decirse sobre el viaje a Arcángel en pleno mes de octubre; sin duda no había allí ningún barco, pues nadie se queda en invierno en esa latitud y hasta los comerciantes que viven durante el verano en la ciudad se retiran a invernar a Moscú. Solamente encontraría frío, escasez de provisiones y todo un invierno a pasar en un pueblo desolado.

Después de pensarlo bien me resolví por fin a abandonar la caravana y quedarme durante el invierno allí donde me encontraba, o sea Tobolsk, en Siberia, ciudad situada a cincuenta y ocho grados de latitud; tenía así la seguridad de disponer de tres cosas imprescindibles para una invernada: abundancia de alimentos y de provisiones, casa abrigada con suficiente combustible y excelente compañía. De todo esto daré minucioso detalle en su debido lugar.

Me encontraba ahora en un clima muy distinto del de mi querida isla, donde nunca sentí frío salvo cuando estuve enfermo de fiebres, y por el contrario me costaba soportar el peso de la ropa en los hombros y jamás encendía fuego si no era al aire libre y por la necesidad de cocer mis alimentos. Me mandé hacer tres gruesos trajes, así como unos abrigos que me llegaban hasta los pies y se abotonaban en las muñecas, enteramente forrados en pieles para que conservaran el calor.

En cuanto a una casa conveniente, debo confesar que no me agrada el método inglés de encender fuego en cada habitación y en chimeneas abiertas, las cuales, una vez que el fuego se ha consumido, sólo sirven para que el aire se enfríe tanto como el del exterior.

Por el contrario, luego de alquilar un departamento en una excelente casa de la ciudad, hice que construyeran en el centro de mis seis habitaciones una chimenea a manera de hornillo, como una verdadera estufa. El caño que recibía el humo iba en dirección contraria a la abertura que servía para alimentar el fuego, y en esa forma todas las habitaciones tenían calor equilibrado sin que se viera el fuego tal como se hace para calentar los baños en Inglaterra.

En esta forma gozábamos siempre de idéntica temperatura en todas las habitaciones, y aunque afuera hiciese frío riguroso en la casa había un ambiente agradable, sin verse fuego alguno ni soportar la incomodidad del humo. Lo más extraordinario de todo fue encontrar grata compañía en aquella región tan bárbara, la más septentrional de toda Europa, cerca del Mar Glacial, y a pocos grados de diferencia con Nueva Zembla. Ya he dicho sin embargo que en esta región eran desterrados los reos de estado y la ciudad estaba llena de nobles, príncipes, caballeros, coroneles y la corte de Moscovia. Se encontraba allí el famoso príncipe Galitzin, el anciano general Robostisky y muchas otras personas distinguidas, así como no pocas damas.

Por intermedio del comerciante escocés —quien dicho sea de paso se separó de mí en esta ciudad— trabé relación con varios de aquellos caballeros, algunos pertenecientes a la más alta nobleza, y durante las largas noches de invierno recibí con frecuencia sus muy gratas visitas. Recuerdo que una noche hablaba con el príncipe «X…», uno de los ex ministros de estado del zar, que fuera desterrado a Siberia, cuando la conversación recayó sobre mi persona. Me había estado narrando con abundancia de detalles la grandeza, magnificencia, dominios y absoluto poder del Emperador de las Rusias. Lo interrumpí entonces para manifestarle que yo era un príncipe aún más poderoso que el zar de Moscovia, aunque mis dominios no fuesen tan dilatados ni tan numerosa mi población. El grande de Rusia me contempló con algo de sorpresa, y fijando su mirada en mí empezó a preguntarse qué quería yo decir con aquello.

Le aseguré que su asombro cesaría una vez que le explicara mi posición, y ante todo le hice saber que disponía en absoluto de la vida y fortuna de todos mis súbditos, pero no obstante mi omnipotencia no había en mis tierras una sola persona que se manifestara contraria a mi gobierno.

Al oírme movió la cabeza, murmurando que ciertamente excedía yo en eso al zar de Moscovia. Agregué entonces que todas las tierras de mi dominio eran de mi propiedad privada, por lo cual los súbditos eran solamente arrendatarios y eso mientras a mí me pareciera bien; que estaban dispuestos a luchar por mí hasta la última gota de su sangre y que jamás tirano alguno —porque reconocía yo serlo— fue tan universalmente amado y a la vez tan terriblemente temido por sus vasallos.

Después de continuar un rato con tan divertidos enigmas políticos dije la verdad a mis oyentes contándoles en detalle la historia de mi vida en la isla y cómo después de gobernarme a mí mismo llegué a hacerlo con mis colonos según lo he contado detalladamente.

El relato les interesó vivamente, en especial al príncipe, quien, con un suspiro, me dijo que la verdadera grandeza de una vida consiste en llegar a ser el dueño de uno mismo, y que jamás habría él cambiado una condición como la mía con la del zar de las Rusias. Agregó que personalmente había encontrado más dicha en el retiro de su obligado destierro que antaño en el poder y autoridad que había gozado en la corte de su amo y señor el zar. Pensaba que la mayor sabiduría humana estaba en amoldarse a las circunstancias y conservar la serenidad interior en medio de las peores tempestades exteriores.

—Y no creáis, señor —agregó—, que trato con estas ideas de adaptarme en modo alguno a mis presentes circunstancias, que acaso algunos consideren miserables; creed que de ninguna manera querría yo volver a la corte aunque el zar, mi señor, me llamara para devolverme mi antigua grandeza. No quisiera hacerlo al igual que mi alma, el día en que sea liberada de su prisión corporal y alcance a gustar su celestial condición, no querrá volver a la cárcel de carne y sangre que la aprisiona ahora, y cambiar el cielo por el polvo y la miseria de las cosas humanas.

Pronunció aquellas palabras con profundo calor, manifestando tanta emoción y vehemencia en su acento y en su rostro que no tuve duda de la sinceridad que las inspiraba y de los sentimientos de su alma.

No quiero extenderme en demasía detallando la muy grata conversación que sostuve con aquel hombre, en el curso de la cual me hizo conocer que su espíritu estaba inspirado por un conocimiento profundo de las cosas y acrecentado tanto por la religión como por la sabiduría, al extremo de que el desprecio que manifestaba por las miserias terrenales era legítimo y sincero, manteniéndose invariable hasta el fin, como se verá en el relato que haré de inmediato.

Llevaba yo en la ciudad ocho meses, y aquel invierno me parecía intenso y mortificante, con un frío tan riguroso que me impedía asomarme fuera sin envolverme antes en pieles, llevando una especie de máscara sobre el rostro, o más bien una caperuza con un orificio para respirar y dos para ver. La poca luz diurna que tuvimos durante tres meses no excedía de cinco horas o seis como máximo.

Como el tiempo estaba sin embargo despejado, y la nieve cubría totalmente el suelo, nunca era completamente oscuro.

Nuestros caballos vivían en muy malas condiciones, medio muertos de hambre y en cuevas subterráneas. En cuanto a nuestros sirvientes —pues habíamos ajustado a tres para que nos atendieran así como a nuestros caballos— constantemente nos veíamos precisados a darles fricciones en las manos y pies para impedir que los atacase la gangrena y los perdiesen.

Cierto que dentro de la casa hacía calor, pues teníamos todo cerrado, las ventanas eran pequeñas y con cristales dobles. Nos alimentábamos principalmente de carne de ciervo, secada y salada en la debida época. Comíamos buen pan, sólo que lo cocían de una manera semejante a la de los bizcochos, pescado seco de muchas clases así como algo de carne de oveja y también de búfalo, que es muy sabrosa. Parece que todas las reservas de provisiones son dispuestas y curadas en el verano; bebíamos aguardiente mezclado con agua en vez de coñac, y en lugar de vino, hidromiel, que allá es de excelente calidad. Los cazadores, que se animan a salir en cualquier época, nos traían con frecuencia carne fresca de venado, muy sabrosa y nutritiva, y otras veces carne de oso que no nos gustaba tanto. Poseíamos abundante reserva de té, con el cual agasajábamos a los amigos que he mencionado, y en esa forma vivíamos muy bien y agradablemente si se tiene en cuenta las circunstancias.

Nos traían con frecuencia carne fresca de venado.

Llegó el mes de marzo y empezaron a alargarse los días, mejorándose el tiempo, por lo cual los demás viajeros empezaron a alistar trineos y a prepararse para la partida. Mis medidas estaban sin embargo tomadas y, como seguía decidido a viajar por la ruta de Arcángel y no vía Moscú, no me preocupé en lo más mínimo sabiendo que los barcos del sur jamás se aproximan a aquellas altas latitudes antes de mayo o junio, de manera que si llegaba a Arcángel a comienzos de agosto, tendría tiempo de sobra para embarcarme. Vi, pues, cómo todos los restantes viajeros se iban marchando, hasta que no quedó ninguno en la ciudad.