Apenas desembarcamos, el anciano piloto, que era ahora nuestro amigo, buscó alojamiento y depósito para nuestros efectos, encontrándolos por fin en el mismo lugar. Se trataba de una especie de cabaña con una casa adyacente, todo ello construido de bambú y rodeado de una empalizada de altas cañas que impedían el acceso a los rateros que, por lo que supimos, abundaban mucho en el país. Los magistrados nos concedieron también una modesta guardia, y en nuestra puerta teníamos siempre a un centinela armado de una alabarda o especie de pica, al cual dábamos diariamente una pinta de arroz y una moneda que valía unos tres peniques; en esa forma nuestros bienes estaban bien asegurados.
La feria o mercado que periódicamente se efectuaba en aquel lugar habíase realizado tiempo atrás, pero sin embargo supimos que tres o cuatro juncos permanecían en el río y que dos barcos japoneses cargados de mercaderías compradas en China aún no se habían hecho a la vela, permaneciendo los comerciantes japoneses en tierra firme.
Lo primero que buscó nuestro anciano piloto portugués fue vincularnos a tres misioneros católicos que vivían en el pueblo y que habían pasado un tiempo convirtiendo a las gentes al cristianismo. Nosotros pensábamos que no habían logrado gran resultado con su prédica y que los ya convertidos eran pésimos cristianos, pero naturalmente nada de eso nos concernía. Uno de los misioneros era francés y se llamaba el padre Simón; era hombre alegre y bien dispuesto, de conversación franca y libre, que no daba la impresión de seriedad ni tenía el aire grave de los otros dos, uno de los cuales era portugués y el otro genovés. El padre Simón, sumamente servicial y de maneras sencillas, resultaba excelente compañero; los otros, mucho más reservados, parecían rígidos y austeros y se aplicaban empecinadamente al trabajo que allí los llevara, es decir, mezclarse entre las gentes y tratar de obtener poco a poco su confianza y aprecio.
El misionero francés había recibido, según parece, órdenes del superior de la misión para encaminarse a Pekín, real sede del emperador chino, y sólo esperaba la llegada de otro sacerdote que venía desde Macao para emprender con él el viaje. Apenas lo habíamos conocido cuando ya me invitaba a que fuésemos juntos, diciéndome que me haría conocer todas las admirables cosas de aquel poderoso imperio, y entre otras la ciudad más grande del mundo, una ciudad que de acuerdo con sus palabras, no podía ser igualada por París y Londres juntas.
Se refería a Pekín que, no tengo reparo en admitirlo, es una enorme ciudad densamente poblada; pero como yo miraba aquellas cosas con ojos distintos que los demás, mi opinión sobre ellas será dada en su oportunidad, cuando en el curso de este relato y este viaje llegue la ocasión de hablar en particular de ellas.
Vuelvo ahora a nuestro amigo el misionero. Cenando un día con él, y sintiéndonos todos sumamente alegres, me mostré algo inclinado a acompañarlo en su viaje, por lo cual se puso a apremiarme y lo mismo a mi socio, tratando de persuadirnos para que diéramos nuestro consentimiento.
—Pero, padre Simón —dijo entonces mi socio—, ¿por qué deseáis tanto nuestra compañía? Bien sabéis que somos herejes y por lo tanto no podéis ni amarnos ni tener gusto en estar con nosotros.
—¡Oh! —respondió el misionero—. Tal vez con el tiempo lleguéis a ser buenos católicos. Mi tarea aquí es la de convertir a los paganos, ¿y quién sabe si no me será posible convertiros también a vosotros?
—Muy bien, padre —dije yo—. Eso quiere decir que nos iréis predicando durante todo el viaje.
—¡Oh, no seré tan fastidioso como para eso! —replicó él—. Nuestra religión no nos priva de buenos modales y además —agregó— somos aquí casi compatriotas si nos comparamos al sitio en que nos vemos reunidos. Sois hugonotes y yo católico, pero con todo tenemos el cristianismo en común, y por otra parte somos caballeros y podemos alternar en el viaje sin causarnos mutuamente molestias.
Me gustaron mucho sus palabras que me hicieron recordar a aquel otro sacerdote que había dejado en el Brasil. Sin embargo, el carácter del padre Simón difería del de aquel joven clérigo; aunque de ninguna manera podía ser acusado de ligereza censurable, carecía de aquel profundo celo cristiano, aquella piedad y hondo sentido religioso que poseía el otro eclesiástico del cual tantas veces he hablado.
Pero dejemos un momento al padre Simón, aunque él no nos dejara a nosotros y siguiera solicitando nuestra compañía para el viaje; otra cosa debíamos solucionar ante todo, ya que aún nos quedaban por liquidar nuestras mercaderías y también el barco, y empezábamos a afligirnos al ver que aquel sitio era muy poco importante en materia de comercio. En una oportunidad estuve a punto de embarcarme con destino al río de Kilam y a la ciudad de Nankín, pero la Providencia pareció más que nunca presente en su intervención para salvarme. Lo primero fue que el viejo piloto portugués nos trajo a un comerciante del Japón que se mostró interesado en saber qué productos queríamos vender, y empezó comprándonos el cargamento de opio por el cual recibimos excelente precio pagado en oro y al peso, parte en monedas de su país y parte en pequeñas cuñas de oro, cada una de las cuales pesaba diez u once onzas. Mientras discutíamos la venta del opio se me ocurrió que tal vez aquel hombre quisiera comprarnos el barco, y ordené al intérprete que le propusiera la venta. A las primeras palabras se encogió de hombros, pero días más tarde volvió acompañado de uno de los misioneros a manera de intérprete y me dijo que tenía una propuesta que hacerme, la cual consistía en lo siguiente: nos había comprado gran cantidad de mercaderías antes de que se le ofreciera el barco en venta por lo cual no le quedaba suficiente dinero para pagar su precio; ahora bien, si yo permitía que la tripulación del barco continuase a bordo, él me tomaría en arriendo para ir al Japón, desde donde lo enviaría a las Islas Filipinas con un nuevo cargamento cuyo producto bastaría para pagar el flete total de aquellos viajes; entonces, a su regreso, estaría en condiciones de comprar el buque.
Volvió acompañado de uno de los misioneros.
Escuché atentamente la proposición, y de súbito me sentí invadido por mis ansias errantes, tanto que al punto me pareció posible hacer en persona el viaje hasta las Filipinas y de allí embarcarme a los mares del Sur. Pregunté al comerciante japonés si no estaría dispuesto a arrendar el buque hasta las Islas Filipinas y dejarnos allí, pero me contestó negativamente, declarando que no tendría cómo regresar con su cargamento, y que en cambio me proponía llevarnos al Japón cuando volviera el navío. Esta idea tampoco me pareció mala y me manifesté dispuesto a emprender el viaje; pero mi socio, más sensato que yo, me persuadió de no embarcarme recordándome los peligros del mar y también de los japoneses, de quienes me dijo que son individuos falsos, crueles y traidores; aparte de eso estaban los riesgos derivados de los españoles de las Filipinas, aún más falsos, crueles y traidores que los otros.
Pero abreviemos este largo rodeo para llegar a su conclusión. Lo primero que debíamos hacer era consultar al capitán del barco y a sus hombres si estaban dispuestos a viajar al Japón. Mientras nos ocupábamos en ello vino a verme el joven que me dejara mi sobrino como compañero de viaje y me manifestó que a su juicio aquel viaje se anunciaba excelente y lleno de posibilidades de ganar dinero. Se sentiría, agregó, muy contento si yo me embarcaba a tal efecto, pero si decidía permanecer en tierra deseaba mi consentimiento para ir en calidad de comerciante o como a mí me pareciera mejor. Terminó diciéndome que si alguna vez retornaba a Inglaterra y me encontraba con vida en mi patria, me daría detallada cuenta de los resultados obtenidos, que podría considerar como de mi pertenencia.
Me disgustó mucho la idea de separarme de aquel muchacho, pero considerando las favorables posibilidades que se le presentaban y que se trataba de un joven lleno de las mejores condiciones para aprovecharlas, decidí darle mi consentimiento, pero antes le manifesté que consultaría a mi socio y le daría una respuesta al día siguiente.
Discutimos la cuestión con mi socio, quien me hizo una generosa oferta.
—Ya sabéis —me dijo— que el barco ha sido una fuente de desgracias para nosotros y que ambos hemos resuelto no embarcarnos nunca más en él; por lo tanto, si vuestro mayordomo (como él le llamaba) se aventura en ese viaje, le dejaré mi parte del buque para que la aproveche lo mejor que pueda, y si vivimos para encontrarnos alguna vez en Inglaterra y él alcanza a tener éxito en su empresa, nos entregará la mitad del beneficio obtenido con el flete del barco, y la otra mitad será suya.
En vista de que mi socio, quien nada tenía que ver con aquel muchacho, le hacía semejante oferta, yo estaba obligado por lo menos a imitarlo. Y como la tripulación se mostró dispuesta a viajar con él concedimos en propiedad la mitad del barco, recibiendo de su puño y letra un documento por el cual debería rendirnos cuenta de la otra parte; y pronto zarpó para el Japón.
El comerciante japonés demostró ser un hombre honesto y cumplidor; no sólo lo protegió en el Japón sino que le hizo extender una licencia para que pudiese bajar a tierra, cosa que por lo común no pueden lograr los europeos; le pagó puntualmente el flete, enviándolo luego a las Filipinas con un cargamento de porcelanas japonesas y chinas y un sobrecargo por cuenta suya quien, luego de traficar con los españoles, trajo de regreso mercaderías europeas así como gran cantidad de clavo y otras especias. No solamente recibió a satisfacción el precio del flete sino que, negándose al regreso a vender el barco al comerciante japonés, éste lo proveyó con un cargamento de géneros por su cuenta. Con ellos, más algún dinero y especias que le pertenecían, el joven inglés volvió a Manila donde pudo vender ventajosamente su cargamento a los españoles.
Después de vincularse muy bien en Manila consiguió que su barco fuese declarado libre y el gobernador de Manila se lo arrendó para viajar a Acapulco, en América, sobre la costa mejicana, dándole asimismo licencia para que pudiera desembarcar y viajar hasta Méjico de donde le sería posible retornar a Europa con todos sus hombres a bordo de un buque español.
Tuvo una excelente navegación hasta Acapulco, allí vendió por fin su barco y obtuvo el permiso necesario para viajar por tierra a Portobelo, de donde halló medio para pasar a Jamaica con todos sus bienes, y unos ocho años más tarde llegó a Inglaterra lleno de riquezas, de lo cual se hablará en su lugar.
Pero volvamos a lo que concierne al buque y a su tripulación, y entre ello a considerar qué recompensa daríamos a los dos hombres que tan oportunamente nos habían advertido del peligro que nos amenazaba en el río de Cambodge. La verdad es que nos habían hecho un señalado servicio y merecían ser pagados por él, bien que, dicho sea de paso, fueran un par de redomados bribones. Ambos habían creído firmemente la historia de que éramos piratas y nos habíamos escapado con el buque, de manera que vinieron a nosotros no solamente para traicionar a quienes intentaban apresarnos sino con la intención de embarcarse, en un navío dedicado, según creían, a piratear. Uno de ellos terminó confesando más tarde que solamente la esperanza de enriquecerse por medio del pillaje lo había decidido a cometer esa acción. Con todo, sus servicios no habían sido pequeños, y como además yo les había prometido mostrarme generoso ordené en primer lugar pagarles la cantidad que según sus declaraciones les debían a bordo de sus respectivos barcos; el inglés recibió el sueldo de diecinueve meses, y el holandés de siete; además les regalé a cada uno cierta cantidad de dinero en oro, que aunque pequeña, los llenó de contento. A continuación hice que el inglés tomara el puesto de artillero del barco, ya que el nuestro había ascendido a segundo piloto contador; al holandés lo nombré contramaestre, y los dos parecieron muy contentos con esto y demostraron más tarde sus excelentes condiciones como marinos, ya que se trataba de enérgicos y recios individuos.
Nos encontrábamos ahora en la costa de China. Si antes, en Bengala, me había sentido desterrado y a remota distancia de mi hogar, cuando en realidad tenía muchos caminos para retornar, ¿qué podía decir ahora que me hallaba mil leguas más lejos que antes de mi patria, privado de toda perspectiva y de todo medio para tornar a ella?
Lo único que nos quedaba era aguardar unos cuatro meses hasta que se efectuara allí otra feria donde sería posible comprar diversas manufacturas de la región y acaso encontrásemos algún junco chino o un barquichuelo de Tonkín que estuviera en venta y pudiese llevarnos junto con nuestros bienes al lugar que decidiéramos.
Me pareció una buena idea y resolví esperar; por otra parte, como nuestras personas no eran sospechosas, tal vez si algún navío inglés u holandés entraba en el puerto sería posible embarcar en él nuestras mercaderías y sacar pasaje para cualquier punto de la India, siempre más próximo a nuestra patria.
Alimentando estas esperanzas resolvimos continuar allí, pero para combatir el tedio hicimos dos o tres expediciones al interior del país. En primer lugar empleamos diez días viajando a Nankín, ciudad digna de ser visitada y de la cual se asegura que posee un millón de habitantes, cosa en la que no creo. Muy bien construida, con calles regulares que se cortan en ángulo recto, tiene una apariencia sumamente agradable.
Sin embargo, cuando comparo la miserable población de aquellas regiones con la nuestra, y pienso en sus edificios, su modo de vivir, su religión y gobierno, así como sus bienes y lo que algunos llaman su gloria, debo confesar que apenas si me parece digno de mencionarlos en estos relatos a fin de que no pierdan el tiempo quienes los lean más adelante.
Tanto sus fuerzas como su grandeza, la navegación, economía y comercio, son imperfectos e insignificantes en comparación con los europeos. Lo mismo en cuanto a sus conocimientos, el aprendizaje y la profundidad que alcanzan en las ciencias; cierto que poseen globos y esferas, así como un superficial conocimiento de las matemáticas, pero cuando uno inquiere más profundamente en sus conocimientos, ¡cuán poca visión demuestran sus más aventajados estudiosos! Nada saben sobre el movimiento de los cuerpos celestes, y tan groseramente ignorantes se muestran que cuando se produce un eclipse solar piensan que un gran dragón ha arrebatado al sol para llevárselo y se ponen a hacer estruendo con todos los tambores y calderos que hay en el país para asustar al monstruo, lo mismo que lo haríamos nosotros para encerrar un enjambre de abejas.
Sentía yo el deseo de visitar la ciudad de Pekín de la cual tanto había oído hablar, y el padre Simón me importunaba diariamente para que llevara a cabo el viaje. Por fin, estando resuelta su partida por cuanto el otro misionero que lo acompañaría acababa de llegar de Macao, fue necesario decidir si iríamos o no con él, de manera que consulté el caso con mi socio diciéndole que dejaba la respuesta librada a su elección. Contestó por la afirmativa y por lo tanto nos preparamos a efectuar el viaje.
Iniciamos la jornada con la gran ventaja de estar seguros del camino, ya que fuimos admitidos en la comitiva de uno de los mandarines, especie de virrey y alto magistrado de aquella provincia en la cual tenía su residencia. Aquellos funcionarios despliegan gran pompa en todo momento, viajando con numeroso séquito y recibiendo el continuo homenaje del pueblo que, muchas veces, les debe el encontrarse tan empobrecido, ya que por todas las regiones que atraviesan en el viaje deben avituallar tanto al mandarín como a su comitiva.
Me llamó la atención muy particularmente que mientras permanecimos con él recibimos suficientes provisiones para nosotros y nuestros caballos, productos entregados en las regiones que íbamos atravesando y que pertenecían al noble, pero al mismo tiempo se nos obligaba a pagar por cada cosa que nos daban de acuerdo con los precios locales, de lo cual se encargaba el administrador del mandarín, especie de comisario que recibía diariamente el dinero que nos exigían. De manera que aquel viaje en la comitiva del mandarín, aunque fuera para nosotros un alto favor, no lo era menos en lo que a él respecta, sino por el contrario una continua fuente de provecho si se considera que cerca de treinta personas viajaban de la misma manera junto a nosotros bajo la protección de aquella escolta que más merece el nombre de convoy; repito que era un pingüe provecho para él desde que las provisiones no le costaban absolutamente nada, siendo obligadamente cedidas por los pobladores y recibiendo él en cambio nuestro dinero en pago de las diarias raciones.
Veinticinco días empleamos en el viaje a Pekín, a través de un país infinitamente populoso pero muy poco y mal cultivado; la economía y el modo de vivir eran miserables, pese a que los chinos se jactan mucho de la diligencia de su pueblo. Sí, miserable era todo aquello en especial para nosotros que, acostumbrados a otra manera de vivir, podemos compararla o pensar lo que sería tener que someterse a esa exigencia; sin embargo, para aquellos pobres hombres que no conocen otra cosa, ha de resultar tolerable. El orgullo de los chinos es muy grande y solamente lo excede la pobreza, que se agrega a lo que yo llamo su miseria; incluso me veo obligado a pensar que los desnudos salvajes de América viven más felizmente que estos hombres, porque como nada tienen nada desean; éstos son orgullosos e insolentes, mientras en realidad sólo son mendigos y ganapanes. Su ostentación es inexpresable, y se manifiesta especialmente en el modo de vestirse, en sus casas y el afán que tienen de rodearse de multitud de sirvientes y esclavos; y finalmente en el desprecio, ridículo en alto grado, que demuestran hacia cualquiera que no pertenezca a su pueblo.
Debo admitir que viajé posteriormente con mucho más agrado en los desiertos e inmensas soledades de la Gran Tartaria; sin embargo, los caminos que cruzábamos ahora estaban bien pavimentados y excelentemente mantenidos, por lo que resultaba muy cómodo viajar por ellos, aunque era profundamente desagradable contemplar a aquel altanero, imperioso e insolente pueblo en medio de la más grosera y crasa ignorancia, por cuanto su tan afamado ingenio no es otra cosa. Mi amigo el padre Simón y yo nos divertíamos con mucha frecuencia al observar la mezcla de mendicidad y orgullo que poseían aquellas gentes.
Una vez, por ejemplo, llegando a la casa de un caballero rural —como le llamaba el padre Simón— a unas diez leguas más allá de la ciudad de Nankín, tuvimos el honor de cabalgar por espacio de dos millas en compañía del propietario, cuyo séquito era verdaderamente quijotesco, mezcla perfecta de pompa y miseria. El traje de este monigote hubiera sido adecuadísimo para un bufón; era de una indiana muy sucia, abigarrado como el ropaje de un juglar y lleno de adornos tales como mangas colgantes, borlitas y cuchillas por todas partes; se cubría con una capa de tafetán grasienta como la de un carnicero y que daba prueba de que su señoría era de un exquisito desaseo. Montaba un caballo enteco, flaco, hambriento y que cojeaba, como los que en Inglaterra se venden por treinta o cuarenta chelines; dos esclavos le seguían a pie a fin de hacer andar a la desgraciada cabalgadura. El noble señor tenía un látigo en la mano y con él azotaba a la bestia en la cabeza al mismo tiempo que los esclavos lo hacían en las ancas; así anduvo al lado nuestro, seguido de diez o doce sirvientes, dirigiéndose desde la ciudad a su residencia campestre a una media legua delante de nosotros. Como andábamos despacio, aquel extravagante caballero se nos adelantó y pronto nos detuvimos en un villorrio para descansar durante una hora.
Cuando llegamos cerca de su residencia campestre vimos al grande hombre instalado en una especie de jardín, tomando su refrigerio. Se le distinguía fácilmente y nos dieron a entender que cuanto más le mirásemos, más satisfecho y complacido quedaría. Estaba sentado bajo un árbol, especie de palmera enana que proyectaba sombra sobre su cabeza por el lado sur, pese a lo cual habían plantado debajo del árbol una gran sombrilla que quedaba muy bien. El noble se había sentado, o más bien reclinado, en una gran silla de brazos, pues era hombre corpulento y muy pesado, mientras dos esclavas le traían su alimento. Otras dos estaban a su lado destinadas a un servicio que, según pienso, pocos caballeros en Europa aceptarían de sus criados; en efecto, una de ellas alimentaba al señor con una cuchara mientras la otra sostenía el plato con una mano y con la otra iba retirando la comida que caía sobre la barba de su señoría y en su capa de tafetán; entretanto, el gran bruto pensaba seguramente que no era digno de él emplear sus propias manos en menesteres que los mismos monarcas y reyes prefieren hacer personalmente antes que ser ofendidos por los torpes dedos de sus sirvientes.
En cuanto al mandarín en cuyo séquito viajábamos, era respetado como un rey; aparecía rodeado de sus caballeros y atendido en todo con tal pompa que fue muy poco lo que alcancé a ver de él a la distancia; observé sin embargo que las cabalgaduras de su comitiva valían mucho menos que cualquier caballo de carga en Inglaterra; no obstante, estaban tan enjaezados con mantas, adornos y otros oropeles que uno no alcanzaba a saber si eran robustos o flacos y, en una palabra, apenas podíamos distinguir la cabeza y las patas.
Mi corazón estaba ahora libre de sus preocupaciones, y como todas las perplejidades e inconvenientes que he relatado habían terminado para mí, aquel viaje me resultó sumamente grato, ya que ningún pensamiento desagradable vino a turbarlo; tampoco me ocurrió nada de malo en él, salvo que al vadear un riacho cayó mi caballo haciéndome comprar el suelo, según suele decirse; en una palabra, me arrojó al agua. El riacho no era hondo pero bastó para empaparme, y si menciono el incidente es porque allí se estropeó un libro de anotaciones donde había estampado los nombres de diversas personas y lugares que deseaba recordar más adelante. Como no tomé la debida precaución, la humedad invadió las páginas, y las palabras terminaron por borrarse, perdiendo así los nombres de muchas partes visitadas en el viaje que relato. Por fin llegamos a Pekín. Conmigo viajaba solamente el joven que mi sobrino me dejara en calidad de sirviente y que se había conducido con gran lealtad y diligencia; mi socio, por su parte, llevaba consigo a un criado que era además pariente suyo. En cuanto al piloto portugués que se mostraba ansioso por visitar la corte, le costeamos los gastos del viaje por el gusto de su compañía y además porque era nuestro intérprete; entendía muy bien el idioma del país y hablaba buen francés y algo de inglés. Por cierto que aquel anciano nos fue sumamente útil en todas partes; no llevábamos una semana en Pekín cuando vino riéndose a vernos.
—¡Ah, señor inglés! —exclamó—. Tengo algo que deciros que alegrará vuestro corazón.
—¿Alegrar mi corazón? —dije yo—. ¿Y qué puede ser? No conozco a nadie en este país que pueda producirme ni alegría ni pesar en semejante grado.
—Sí, sí —insistió el piloto en su inglés chapurreado—. A vos os alegrará, pero a mí entristecerme.
Esta frase me llenó de curiosidad.
—¿Y por qué habría de entristeceros a vos? —pregunté.
—Porque —me respondió— me habéis traído después de un viaje de veinticinco días y me dejáis que me vuelva solo. ¿Y cómo me las arreglaré yo para regresar a mi puerto sin un barco, sin un caballo, sin pecune?
Así llamaba al dinero, y el pésimo latín que sembraba frecuentemente en la conversación nos divertía mucho.
En una palabra, me explicó que una gran caravana de comerciantes polacos y moscovitas se disponía a partir de Pekín cuatro o cinco semanas más tarde, con intención de trasladarse por tierra a Moscú, y él suponía que yo no iba a perder tal oportunidad para marcharme con ella y, por lo tanto, dejarlo solo para el retorno. Confieso que sus noticias me sorprendieron al comienzo y que se expandió por mi alma una secreta alegría como jamás sintiera anteriormente y que me sería imposible describir. Durante un rato fui incapaz de responder una sola palabra al anciano, pero por fin me volví hacia él.
—¿Cómo habéis sabido eso? —pregunté—. ¿Estáis seguro de que es verdad?
—Sí —respondió—, por cuanto encontré esta mañana en la calle a un viejo amigo mío, un armenio o griego, como vosotros les llamáis. Viene de Astrakán y se disponía a seguir viaje a Tonkín, donde en otros tiempos trabamos relación, pero acaba de cambiar de planes y está resuelto a incorporarse a la caravana para viajar a Moscú y luego, por el curso del río Volga, a Astrakán.
—Muy bien, señor —dije yo entonces—, no abriguéis ningún temor de quedaros solos aquí. Si existe ese camino para mi regreso a Inglaterra, vuestra será la culpa si os volvéis solo a Macao.
Nos pusimos entonces a consultar lo que debíamos hacer, y pregunté a mi socio qué pensaba de las novedades que trajera el piloto y si le convenían para el curso de sus negocios. Me dijo que estaba en completa libertad de tomar esa ruta por cuanto había dejado sus cosas tan bien arregladas al salir de Bengala, y sus bienes en tan buenas manos, que a fin de completar el excelente viaje que habíamos hecho hasta Pekín estaba dispuesto a comprar sedas chinas, tanto crudas como manufacturadas, que merecieran llevarse a Inglaterra para vender allá, pudiendo retornar él a Bengala más tarde con un barco de la Compañía.
Esto resuelto, convinimos que si nuestro piloto portugués deseaba viajar con nosotros pagaríamos sus gastos hasta Moscú, o bien hasta Inglaterra, si estaba dispuesto a proseguir la ruta. Por cierto que no era aquélla una generosidad excesiva, e incluso debíamos hacer más por él ya que los servicios que nos había prestado lo merecían sobradamente. Piloto en alta mar, había sido nuestro corredor e intermediario en tierra, y la relación que nos facilitara con el comerciante japonés valía cientos de libras que estaban ahora en nuestro poder. Nos consultamos al respecto, y manifestándonos dispuestos a gratificar como era justicia a aquel hombre, y ansiosos por tenerlo aún en nuestra compañía, ya que resultaba sumamente útil en muchas ocasiones, decidimos hacerle entrega de una cantidad en metálico que, según mis cálculos, llegaba a ciento setenta y cinco libras esterlinas, además de pagarle todos los gastos del viaje incluyendo su cabalgadura, excepto los que demandara un segundo caballo que llevaba para sus efectos.
Llamamos entonces al piloto para comunicarle lo que acabábamos de resolver. Le manifesté que había escuchado su queja de que dejaríamos volverse solo pero que por el contrario estábamos dispuestos a no permitir tal cosa. Partiríamos con la caravana llevándolo en nuestra compañía, y, por lo tanto, deseábamos conocer su pensamiento.
Movió la cabeza al oírme, declarando que era una larga travesía y que él carecía de pecune para efectuarla, lo mismo que para alimentarse una vez llegase a destino. Entonces le interrumpimos diciéndole que habíamos pensado en todo eso y decidido hacer algo que le probara cuán reconocidos le estábamos por los servicios prestados y a la vez cuánto nos agradaba su compañía. Pasamos a explicarle la resolución tomada poco antes, el dinero que le entregaríamos para que dispusiera de él a su voluntad, asegurándole que todos los gastos del viaje quedaban por nuestra cuenta si estaba dispuesto a acompañarnos, y que le dejaríamos sano y salvo —no mediando contingencias imprevisibles— en Moscú o Inglaterra, debiendo ocuparse él tan sólo del traslado de sus efectos.
Escuchó mis palabras con la expresión de un hombre arrobado, y nos dijo que iría a nuestro lado hasta el fin del mundo. Nos dispusimos por tanto a iniciar juntos la travesía; nuestros preparativos corrieron parejos con los muchos otros comerciantes que se incorporaban a la caravana, pero en vez de estar listos en cinco semanas transcurrieron cuatro meses y varios días antes de que nos halláramos dispuestos a emprender el viaje.
A comienzos de febrero (según nuestro calendario) salimos de Pekín. Mi socio y el anciano piloto habían regresado al puerto donde desembarcáramos primero a fin de vender algunos efectos que quedaron almacenados en él; entretanto, yo, acompañado de un comerciante chino a quien había conocido en Nankín, me encaminé a dicha ciudad, donde adquirí noventa piezas de finísimo damasco además de doscientas piezas de otras hermosas sedas de varias clases, algunas bordadas en oro, volviendo con todo ese cargamento a Pekín antes de que lo hiciera mi socio. Aparte de eso adquirimos gran cantidad de seda cruda y otras mercancías; solamente en esos géneros nuestro cargamento tenía un valor de tres mil quinientas libras esterlinas, lo cual, agregado a una cantidad de té, algunas indianas finas y tres camellos cargados de clavo y nuez moscada, formaba una caravana de dieciocho camellos aparte de los que montábamos nosotros. Sumando dos o tres caballos de refresco y dos cargados de provisiones, nuestra parte en la caravana estaba constituida por veintiséis camellos y caballos.
La comitiva era muy grande y creo recordar que no bajaba de trescientos a cuatrocientos caballos, con más de ciento veinte hombres excelentemente armados y dispuestos a todo evento, ya que así como las caravanas del Oriente están sujetas a los ataques de los árabes, aquí el peligro lo constituyen los tártaros. No son, sin embargo, tan peligrosos como aquéllos, ni se muestran tan bárbaros después de lograr una victoria.
La caravana estaba constituida por hombres de diversas nacionalidades, pero principalmente moscovitas, contándose unos sesenta comerciantes y vecinos de aquella ciudad, bien que algunos eran de Livonia. Para nuestra particular satisfacción encontramos a cinco escoceses que parecían ser comerciantes muy avezados y poseedores de gran fortuna.
Al cumplirse la primera jornada los guías, que eran cinco, convocaron a todos los caballeros y comerciantes, es decir, a todos los viajeros menos sus criados, para celebrar lo que ellos llamaban un gran consejo. En dicho gran consejo cada uno entregó cierta cantidad de dinero para formar un fondo común destinado a pagar el forraje —que no hubiera sido posible obtener de otra manera—, así como el salario de los guías, compra de caballos y demás gastos por el estilo. Se procedió luego a «organizar las jornadas», según su expresión, esto es, a nombrar capitanes y oficiales que nos comandarían en caso de ataque, repartiéndose los distintos turnos de mando. Esta organización militar no era en lo más mínimo innecesaria ni superflua en semejante travesía, como pronto podrá comprobarse.
El camino que seguimos nos hizo conocer un país densamente poblado por gentes que se dedican a la alfarería y también a preparar las tierras con que se hace la porcelana china. Mientras avanzábamos, nuestro piloto portugués, que siempre tenía algo divertido para decirnos, vino a mí con aire socarrón declarando que deseaba hacerme conocer la cosa más rara del país. Agregó que después del desagrado que yo manifestara tantas veces en la China, por lo menos tendría en compensación la oportunidad de ver algo único en el mundo.
Me sentí lleno de curiosidad por saber qué era aquello, y por fin me reveló que se trataba de la residencia de un noble, construida íntegramente con productos de la China.
—Pues bien —dije yo—, me imagino que todas las construcciones se harán aquí con los materiales que existen a mano. ¿Qué tiene eso de raro?
—No me habéis entendido —replicó él—. Quiero decir que es una casa hecha con lo que en Inglaterra llamáis «producto de China», y que en nuestro país denominamos porcelana.
—¿Es posible? ¿Y qué tamaño tiene esa casa? ¿No podríamos llevarla dentro de una caja y a lomo de camello? Si es posible, la compraremos.
—¡A lomo de camello! —gritó el piloto, levantando las manos—. ¡Pero si en ella vive una familia de treinta personas!
Me sentí todavía más deseoso de verla, y cuando por fin llegamos cerca encontré una casa de madera recubierta de yeso, como diríamos en mi país; sin embargo, aquel yeso era verdadera porcelana china o más bien una capa de la tierra especial que allí se usa para obtener la porcelana.
El exterior, que brillaba al reflejar la luz solar, estaba esmaltado y tenía un hermosísimo aspecto de blancura deslumbrante; se veían figuras azules, idénticas a las que tienen las grandes porcelanas chinas que se llevan a Inglaterra, y parecían tan firmes como si hubiesen sido cocidas. En cuanto al interior, en lugar de frisos las paredes aparecían adornadas con hileras de mosaicos, pintados y cocidos, iguales a los que en mi país llamamos azulejos, pero hechos de la más fina porcelana y recubiertos de hermosísimas figuras que mostraban extraordinaria variedad de colorido en el cual no faltaba el oro; varios azulejos componían una imagen, y habían sido unidos con tal habilidad —empleando un mortero del mismo material— que no se advertían las junturas por más que se las buscara. Los pisos de la casa estaban hechos del mismo material y tan sólidos como los pisos de piedra cocida que usamos en muchos lugares de Inglaterra tales como Lincolnshire, Nottinghamshire y Leicestershire; los pisos eran sumamente lisos pero no cocidos ni pintados, excepto algunas habitaciones pequeñas íntegramente recubiertas de los mosaicos mencionados. Los techos y, en una palabra, toda la superficie de la casa, aparecían formados por el mismo material y hasta el tejado estaba recubierto de mosaicos, solamente que éstos eran de un negro brillante.
En verdad que se trataba de una casa de porcelana; el nombre podía serle aplicado muy justamente, y si no hubiese tenido que proseguir viaje me habría agradado quedarme allí unos días para examinarla en detalle. Me aseguraron que tenía fuentes y piscinas íntegramente recubiertas de aquellos mosaicos, y que en los jardines había largas hileras de estatuas de porcelana.
Como ésta es una de las particularidades más notables de la China, bien pueden permitirse destacar en ella, pero de lo que no tengo duda es que se destacan aún más en los relatos que sobre tal arte hacen, algunos tan increíbles que no me animo a transcribirlos en la seguridad de que son absolutamente falsos. Recuerdo que me dijeron, entre otras cosas, que un artista había hecho un barco de porcelana con todos sus aparejos, mástiles y velas del mismo material, lo bastante grande para contener cincuenta hombres. Si hubieran agregado que el barco, después de botado al agua, fue capaz de navegar hasta el Japón, entonces mi paciencia se habría concluido; pero como me daba perfecta cuenta de que aquel relato era una completa mentira de quien me lo hacía, me limité a sonreír sin decir una sola palabra.
El curioso espectáculo me retrasó unas dos horas, quedando rezagado de la caravana, por lo cual el comandante de turno me multó en tres chelines, agregando que si nos hubiéramos encontrado a tres días de viaje más allá de la muralla en vez de hallarnos todavía dentro de sus límites, me hubiera aplicado una multa cuatro veces mayor y exigido que pidiera perdón ante el gran consejo. Prometí entonces ser más puntual, y en realidad pronto tuve motivos para comprender que nuestra seguridad exigía que permaneciéramos unidos durante la travesía.
Dos días después atravesamos la Gran Muralla levantada por los chinos como fortificación contra los tártaros. Es aquélla una enorme construcción que se extiende sobre colinas y montañas siguiendo innecesariamente una ruta donde las rocas son tan abruptas y los precipicios tales que ningún enemigo podría pasarlos y en caso de ser capaz de hacerlo, no valdría una muralla para detenerlo. Nos aseguraron que su longitud es casi de mil millas inglesas pero que el país, en línea recta, mide unas quinientas, defendidas por aquella pared que describe numerosas curvas y sinuosidades. Tiene una altura de veinticuatro pies y en algunas partes alcanza igual espesor.
Permanecí junto a la muralla por espacio de una hora, sin contravenir las órdenes porque la caravana empleó ese tiempo en cruzar los portones; la miraba por todos lados, de cerca y de lejos, hasta donde alcanzaba mi vista. Nuestro guía, que había alabado incesantemente la construcción, estaba ansioso por escuchar mi parecer y entonces declaré que la consideraba un excelente recurso para mantener alejados a los tártaros. No entendió el exacto sentido de mis palabras, pero las tomó por un cumplido, lo cual hizo reír a nuestro viejo piloto.
—¡Oh, señor inglés! —exclamó—. Vos habláis en colores.
—¡En colores! ¿Qué queréis decir con eso?
—Que vuestras palabras son blancas en un sentido y negras en otro; parecen amables, pero son irónicas. Habéis dicho al guía que la muralla es buena para mantener alejados a los tártaros, de donde deduzco que queréis decir que solamente sirve para alejar a dicho pueblo, pero que de nada valdría frente a otro. Yo os comprendo bien, señor inglés —agregó—, pero el señor chino os entiende a su propia manera.
—Pues bien —dije a mi vez—, ¿es que pensáis que esta muralla podría resistir a un ejército europeo con buena artillería, o que se mantendría en pie si fuera atacada por nuestros ingenieros secundados por dos compañías de minadores? ¿No creéis que la echarían abajo en menos de diez días para que el ejército invadiera el país, o bien la harían volar con cimientos y todo sin que quedara ni rastro de ella?
—¡Ah! —repuso él—. ¡Lo sé muy bien!
El guía chino se mostraba sumamente ansioso por entender lo que yo acababa de decir, y autoricé a mi intérprete para que le tradujera mis palabras unos días más tarde cuando saliéramos de las fronteras de su país y se dispusiera a dejar la caravana. Cuando escuchó entonces mis manifestaciones se quedó muy callado durante el resto del trayecto y, mientras estuvo con nosotros, no volvimos a escucharle ningún relato sobre el poder de los chinos y sus grandezas.