Vuelvo ahora a las anteriores observaciones que me hiciera el sacerdote. Cuando llegamos adonde estaban los ingleses, los envié a buscar y luego de referirme a cuanto había hecho por ellos, las cosas que les había traído y la forma en que les fueran distribuidas —cosas que reconocían unánimemente y con profunda gratitud— principié a hablarles de la escandalosa vida que llevaban, haciéndoles un resumen de las cosas que a ese respecto me dijera el sacerdote. Después de demostrarles que esa vida era totalmente irreligiosa y que nada tenía de cristiana, les pregunté si anteriormente habían sido hombres casados o solteros.
Me dieron prolijas explicaciones, por las cuales supe que dos de ellos habían quedado viudos mientras los tres restantes eran solteros. Les pregunté cómo habían tenido conciencia para tomar aquellas mujeres, llamarlas sus esposas y, sin embargo, no estar legítimamente casados con ellas.
Como es natural me dieron la respuesta que yo había esperado, diciéndome que nadie había en la isla que pudiera casarlos, y que solamente se habían comprometido ante el gobernador a mantener a aquellas mujeres para siempre en carácter de esposas. Por lo que a ellos respecta, en base a la situación existente en la isla, se sentían tan legalmente casados como si un pastor hubiera efectuado la ceremonia con todas las formalidades del mundo.
Repliqué que no había duda de que a los ojos de Dios estaban casados y con obligación de mantener a sus esposas y no abandonarlas jamás, pero que las leyes humanas eran distintas y por lo tanto en cualquier momento podrían ellos pretender que tal matrimonio no existía, abandonar a sus esposas y a sus hijos. Aquellas mujeres, pobres e ignorantes, sin amigos ni dinero, carecerían en adelante de todo socorro. Agregué entonces que hasta no sentirme seguro de que estaban dispuestos a proceder honestamente no haría nada por ellos, sino que todas mis preocupaciones estarían encaminadas solamente hacia las mujeres y los pequeñuelos. Por lo tanto, y mientras no me dieran alguna satisfacción de que verdaderamente se casarían con esas mujeres, no me parecía conveniente que continuaran su vida en común como esposos y esposas; todo eso era altamente escandaloso para los hombres y ofensivo para Dios, de quien no podrían esperar bendición alguna si continuaban en esa forma.
Mi discurso produjo el esperado efecto. Todos ellos afirmaron, y en especial Will Atkins, que parecía hablar en nombre de los otros, que amaban mucho a sus esposas, tanto como si fueran nacidas en su propia patria, por lo cual jamás habían pensado en abandonarlas; agregaron que tenían la seguridad de que eran virtuosas y modestas y que se comportaban de la mejor manera tanto en lo que respecta a sus hijos como a sus esposos, por lo cual de ninguna manera se separarían de ellas. Will Atkins agregó luego por cuenta propia que si alguna vez le ofrecían rescatarlo de la isla, llevarlo a Inglaterra y hacerlo capitán del mejor navío de guerra de la flota, no aceptaría nada sin la autorización de llevar consigo a su esposa e hijos; y terminó diciendo que en ese caso, apenas encontrara un sacerdote a bordo, le pediría que los casara.
Todo esto era lo que yo estaba deseando oír. El sacerdote no había venido conmigo, sino que permanecía en los alrededores, y para poner a prueba a Atkins le dije que había traído conmigo a un clérigo, de modo que si sus palabras eran sinceras yo podía casarlos a la mañana siguiente, por lo cual le pedía que considerara mis palabras y las hiciera saber a los otros. Me replicó que por lo que a él se refería no necesitaba pensar nada, pues estaba dispuesto a casarse y se sentía muy contento de que yo hubiese traído un ministro, y en cuanto a los demás descontaba que también se alegrarían.
Le dije que mi amigo el sacerdote era un francés, y que como ignoraba nuestro idioma yo actuaría de intérprete. Ni siquiera me preguntó si aquel hombre era papista o protestante, que era lo que yo había estado temiendo, y tampoco se inquietaron más tarde por eso. Nos separamos entonces, volviendo yo junto a mi acompañante y Will Atkins a hablar con los suyos. Mi deseo era que el sacerdote no se encontrase por el momento con los colonos hasta que todo estuviese dispuesto y a punto, y me apresuré a contarle la respuesta que acababa de recibir.
Antes que saliéramos de sus dominios vinieron a nosotros en grupo y me dijeron que acababan de considerar mis manifestaciones, alegrándose mucho de saber que había un sacerdote en la isla. Se sentían ansiosos por darme la satisfacción que les había demandado y querían casarse legítimamente tan pronto yo lo dispusiera así. Me repitieron que nada más alejado de sus mentes que la idea de abandonar a sus esposas, y que al elegirlas lo habían hecho sin la menor intención deshonesta.
Vinieron a nosotros en grupo.
Los cité entonces para que vinieran a encontrarse conmigo a la mañana siguiente y les pedí que dedicaran el día a explicar a sus esposas el significado del contrato matrimonial, haciéndoles ver que no solamente estaba destinado a evitar todo escándalo, sino que les imponía mutuamente la obligación de conservarse fieles para siempre.
Las mujeres comprendieron con facilidad el significado de la ceremonia y, como es de imaginar, se mostraron sumamente satisfechas. Ninguno faltó a la cita de la siguiente mañana en mi residencia, y entonces les presenté al sacerdote. Cierto que mi amigo carecía de la indumentaria adecuada, pues ni vestía la ropa de un ministro inglés ni la sotana habitual en los sacerdotes de Francia, sino que usaba un traje negro, a la manera de una casaca con una banda o faja que la asemejaba en parte a una indumentaria religiosa. En cuanto al idioma, yo fui su intérprete.
La seriedad de su conducta, así como los escrúpulos que manifestó por casar a mujeres que no habían recibido el bautismo cristiano, dio a los colonos una elevada idea de su persona; después de eso ya no sintieron necesidad de averiguar si era o no un eclesiástico. Por un momento llegué a sentir miedo de que esos escrúpulos le impidieran casar a aquellas parejas. En efecto, a pesar del empeño que puse en que llevara a cabo la ceremonia se rehusó humildemente, pero con toda firmeza, manifestándome que de ningún modo casaría a los colonos antes de hablar separadamente con ellos. Al principio me mostré poco dispuesto a complacerlo, pero por fin se lo consentí con toda buena voluntad al advertir la sinceridad de su proceder y su intención.
Fue en busca de los colonos y les hizo saber que yo lo había interiorizado de todas las circunstancias de su vida así como de su actual determinación; agregó que estaba dispuesto a realizar la ceremonia y casarlos tal como había sido mi deseo, pero que antes de hacerlo se tomaría la libertad de hablar con ellos.
Dijo entonces que temía que fuesen cristianos harto indiferentes, con escaso conocimiento de Dios y su Providencia, y que era de imaginarse lo poco que habrían enseñado a sus esposas en materia religiosa. Exigía por lo tanto su promesa formal de que harían todos los esfuerzos posibles para que aquellas mujeres se convirtieran al cristianismo y recibieran de la mejor manera posible el conocimiento y la fe de Dios su Creador, así como que les enseñaran a adorar a Jesucristo, que las había redimido. De lo contrario, no los casaría porque no deseaba ser instrumento de una unión entre cristianos y salvajes, cosa contraria a todos los principios de la religión y prohibida de manera especial por las leyes de Dios.
Escucharon muy atentamente aquellas palabras que yo les iba traduciendo a medida que eran pronunciadas, agregando aquí y allá alguna cosa para darles más énfasis y demostrarles hasta qué punto compartía las opiniones del sacerdote; por cierto que les hice distinguir claramente cuáles eran mis palabras y cuáles provenían del joven sacerdote.
Contestaron entonces que lo que aquel caballero había dicho era cierto, que se consideraban muy malos cristianos y que nunca habían hablado de religión con sus esposas.
—¡Dios mío, señor! —exclamó Will Atkins—. ¿Qué podíamos enseñarles nosotros que no sabemos absolutamente nada? Y luego, si les hubiéramos hablado de Dios, de Jesucristo, del Cielo y el infierno, ellas se hubieran reído de nosotros y nos hubiesen preguntado cuál era nuestra creencia. De haberles contestado que creíamos en todas esas cosas de las cuales les hablábamos, tales como el paraíso para las almas buenas y el infierno para las malas, de inmediato nos habrían preguntado adónde pensábamos ir nosotros, gentes tan perversas y malvadas como verdaderamente somos. No, señor, eso hubiera servido solamente para causarles repugnancia hacia la religión, y además supongo que los que piensan enseñar a otros deben empezar por aprender ellos mismos alguna cosa.
—Will Atkins —repliqué yo—, aunque temo que vuestras palabras contengan mucho de verdad, pienso sin embargo, que podéis tratar de explicar a vuestra esposa que vive en un error, que existe un Dios, una religión mejor que su idolatría; decirle que sus dioses no son más que ídolos, que no pueden oír ni hablar, que existe un inmenso Ser que hizo todas las cosas y que puede destruirlas con ese mismo poder; enseñarle que Dios premia el bien y castiga la maldad, y que todos seremos alguna vez juzgados por Él a causa de nuestros actos. No sois tan ignorante puesto que hasta la Naturaleza misma os enseñará que todo eso es cierto, y me satisface que admitáis su verdad y lo creáis así.
—Ciertamente, señor —repuso Atkins—, pero, ¿con qué cara he de presentarme a mi mujer para decirle todo eso, cuando inmediatamente me contestará que no puede ser verdad?
—¡Que no puede ser verdad! —exclamé yo—. ¿Qué queréis decir con eso?
—Simplemente que ella me lo dirá así, señor; me dirá que el Dios de quien le hablo no puede ser justo ni tiene poder para premiar o castigar puesto que yo no he sido castigado y hundido en el infierno como lo merecía por malvado y perverso; mi esposa sabe bien que he sido un miserable, no solamente con ella, sino con todos los demás, y por lo tanto el hecho de verme todavía vivo contradice de raíz todo cuanto pueda yo explicarle, además de haber actuado siempre en forma opuesta a mi deber y a mis obligaciones.
—Empiezo a creer de veras, Atkins —dije yo—, que lo que decís sea demasiado cierto.
Y volviéndose entonces hacia el sacerdote que esperaba impaciente, le repetí las declaraciones que acababa de hacerme Atkins.
—¡Ah! —exclamó él al oírme—. Decidle que hay algo que puede transformarlo en el mejor ministro de la tierra ante su esposa, y que ese algo es el arrepentimiento; decidle que nadie puede enseñar el arrepentimiento mejor que un sincero penitente, y que luego que él mismo se haya arrepentido de sus pecados será un excelente predicador ante su esposa.
Repetí esto a Atkins, que lo escuchó seriamente y que estaba, como pudimos advertirlo, profundamente conmovido por esas palabras. Pareció, sin embargo, querer evitar la continuación de esa escena y me dijo que deseaba hablar con su esposa, de manera que lo dejamos marcharse y seguimos con los otros. Observé que todos eran profundamente ignorantes en materia de religión, tal como lo fuera yo en la época en que abandoné la casa de mis padres; a pesar de esto ninguno dejó de prestar gran atención a lo que se les decía y prometieron formalmente hablar de ello a sus esposas a fin de conseguir por todos los medios que se convirtiesen al cristianismo.
Cuando traduje esta respuesta al sacerdote, sonrió al escucharla y estuvo un largo rato callado. Por fin movió la cabeza.
—Los que somos servidores de Cristo —dijo— no podemos ir más allá de instruir y exhortar, y cuando los hombres condescienden, aceptan el reproche y prometen cumplir lo que les pedimos, nada más podemos hacer nosotros. Es necesario aceptar su palabra, y sin embargo, caballero —prosiguió—, cualquiera sea la villanía que podáis conocer en la vida de ese hombre llamado Will Atkins, creedme que es el único sinceramente arrepentido entre todos ellos. Pienso que es un penitente de verdad. No me cabe duda de que cuando hable de religión a su esposa, sus palabras valdrán asimismo para él, ya que muchas veces enseñar a los demás es la mejor manera de enseñarnos a nosotros mismos.
Tras estas palabras, y contando, como se ha dicho, con la promesa de los colonos en el sentido de persuadir a sus esposas que abrazaran el cristianismo, el sacerdote casó a las tres parejas, pero Will Atkins y su mujer seguían ausentes. Al notar esto, el clérigo sintió curiosidad por saber adonde habría ido Atkins, y volviéndose a mí me dijo:
—Os ruego, caballero, que salgamos juntos de este laberinto vuestro y vayamos a ver qué ocurre; me atrevo a asegurar que encontraremos a ese pobre hombre en un sitio u otro hablando seriamente con su mujer y principiando a darle algunas enseñanzas religiosas.
A mí me parecía lo mismo, de manera que salimos juntos y lo llevé por un sendero que solamente yo conocía, donde los árboles estaban plantados a tan poca distancia unos de otros que resultaba difícil avanzar entre ellos y apenas se alcanzaba a divisar algo. Cuando llegamos a la extremidad del bosque vimos a Atkins y a su morena esposa sentados a la sombra de un árbol y hablando muy seriamente. Me detuve a esperar a mi clérigo, y luego de mostrarle dónde estaba la pareja nos quedamos un buen rato observándola.
Atkins y su morena esposa.
Notamos que él parecía empeñado en hacerle comprender algo, señalando hacia el sol y todos los lados del cielo, luego apuntando a la tierra, el mar y a sí mismo, para luego volverse hacia ella y los árboles del bosque.
—Ya veis —dijo el sacerdote— cómo mis palabras han resultado ciertas. Ese hombre está instruyendo a su mujer, le está diciendo que Dios lo ha creado así como a ella, los cielos, la tierra, el mar, los bosques y sus árboles.
—Así me parece —respondí.
Vimos entonces a Will Atkins levantarse y caer enseguida de rodillas, con las manos alzadas. Imaginamos que estaba diciendo alguna cosa, pero nos hallábamos demasiado lejos para oír sus palabras. Luego de permanecer de hinojos un momento fue nuevamente a sentarse al lado de su mujer y se puso a hablarle. Observamos que ella parecía muy atenta, pero no alcanzamos a percibir si decía algo. Mientras Will Atkins permanecía de rodillas, pude observar cómo las lágrimas rodaban por las mejillas del sacerdote y yo mismo apenas logré contener el llanto. Desgraciadamente estábamos demasiado lejos para escuchar el diálogo que entre aquellos seres se desarrollaba.
Como no podíamos acercarnos más por temor a perturbarlos, resolvimos seguir contemplando a distancia esa escena que, sin embargo, hablaba para nosotros con rara elocuencia y sin necesidad de voz alguna. Como he dicho, Atkins volvió a sentarse junto a su mujer hablándole con animación, y dos o tres veces vimos que la abrazaba tiernamente; en una oportunidad extrajo su pañuelo para secar los ojos de la esposa, y volvió luego a besarla en un transporte poco común. De pronto, luego que esa escena hubo durado un momento más, vimos de qué modo Atkins se enderezaba vivamente y tomando a su mujer de la mano para ayudarla a hacer lo mismo, avanzaban juntos uno o dos pasos y luego caían al unísono de rodillas, donde permanecieron inmóviles por espacio de dos minutos.
Después que aquel pobre hombre y su esposa se levantaron, vimos que él seguía hablándole con gran entusiasmo, y conjeturamos por la actitud de su oyente que ella debía estar hondamente conmovida por sus palabras, ya que con frecuencia alzaba las manos, las llevaba luego contra el pecho y adoptaba, en fin, las actitudes que habitualmente señalan profunda atención e interés. Esto continuó durante un cuarto de hora, hasta que se marcharon juntos y ya no pudimos ver nada más.
Aproveché ese intervalo para hablar con mi clérigo. Le dije cuánto me alegraba haber presenciado con él aquella escena y que, aunque por lo común me costaba mucho creer en tales conversiones, creía que aquella pareja obraba con mucha sinceridad a pesar de su ignorancia, y esperaba, por lo tanto, de aquel excelente principio, un final todavía más feliz.
—¿Y quién sabe —agregué— si estos dos, con ayuda de una cierta instrucción y del ejemplo no llegarán a influir sobre algunos de los otros?
—¡Algunos de los otros! —me replicó el sacerdote volviéndose con rapidez hacia mí—. Decid más bien sobre todos; si esos dos salvajes, —puesto que a juzgar por lo que me habéis contado, él lo ha sido casi tanto como ella—, son capaces de abrazar a Jesucristo, jamás cejarán hasta haber convencido al resto, pues la verdadera religión es por esencia comunicativa y el que ha sido convertido al cristianismo nunca permitirá que en torno suyo quede algún pagano mientras pueda impedirlo.
Admití que pensar así era cosa de buen cristiano, y además testimonio del gran celo y del buen corazón que yo había admirado en él.
—Con todo, amigo mío —agregué—, ¿me permitiréis que os haga una pregunta al respecto? De ninguna manera me sería posible poner reparo al afectuoso interés que habéis demostrado por convertir a esas personas al cristianismo y arrancarlas de su ignorancia. ¿Pero es que eso puede daros alguna alegría siendo que esas gentes se encuentran desde vuestro punto de vista fuera de la comunidad de la Iglesia católica, lo que equivale según vuestro credo a considerarlas privadas de salvación por su herejía? ¿No estáis obligado a considerarlas tan perdidas para Dios como si siguiesen practicando su paganismo?
Me respondió entonces con profunda sencillez y caridad cristiana, diciéndome:
—Caballero, soy católico apostólico romano y sacerdote de la orden de los benedictinos, por lo cual abrazo todos los principios de la fe romana. Sin embargo, si queréis creerme, puesto que no hablo por haceros cumplido ni en homenaje a mi situación y a vuestra amabilidad, os diré que no considero a los que como vos pertenecen a la reforma sin una cierta caridad. No me atrevería jamás a afirmar, aunque bien sé que entre nosotros es opinión corriente, no me atrevería jamás a afirmar, como os digo, que no podréis salvaros. De ninguna manera pretendo limitar las mercedes de Cristo hasta el punto de creer que no habrá de recibiros en el seno de su Iglesia, de una manera para nosotros incomprensible y que escapa a nuestro entendimiento. Y abrigo la esperanza de que vosotros tengáis la misma caridad con respecto a nosotros.
Me llenó de asombro la sinceridad y tino de este piadoso papista, a la vez que me produjo admiración la claridad de su razonamiento. De inmediato vino a mí la idea de que si semejante criterio resultara universal, todos seríamos cristianos católicos cualquiera fuese nuestra iglesia o comunidad particular; el espíritu de la caridad podría pronto elevarnos a los principios más justos y verdaderos y, en una palabra, así como él pensaba que la verdadera caridad podía hacernos católicos a todos, así le contesté que si los miembros de su iglesia mostraran igual moderación podrían ser todos protestantes; y con eso abandonamos el diálogo, pues evitábamos cualquier controversia.
Me dirigí a él, sin embargo, empleando otro argumento, y le tomé la mano para decirle:
—Amigo mío, quisiera yo que todo el clero de la Iglesia romana estuviera dotado de vuestra misma moderación, así como que compartiera vuestra caridad. Soy plenamente de vuestra opinión, pero fuerza me es declararos que si predicarais semejante doctrina en España o Italia, os entregarían prontamente a la Inquisición.
—Puede ser —repuso él—. Ignoro lo que harían conmigo en Italia o en España, pero no me parece que demostraran ser mejores cristianos con semejante rigor, pues estoy seguro de que no existe la menor herejía en hablar de caridad.
En fin, como Will Atkins y su esposa se habían ido, nada teníamos ya que hacer en ese lugar y nos volvimos por el mismo sendero, hallando que nos esperaban para la ceremonia del matrimonio. Al ver esto pregunté al sacerdote si le parecía conveniente decir a Atkins que lo habíamos observado desde lejos, y me contestó que no le parecía prudente antes de hablar con él y escuchar sus declaraciones. Lo llamamos entonces aparte, sin que hubiese otros testigos presentes, y yo entablé con él la conversación que sigue:
Lo llamamos entonces aparte.
—Will Atkins —dije—, ¿qué educación habéis recibido? ¿Quién era vuestro padre?
W. A.: Un hombre mucho mejor de lo que seré yo jamás, señor; tuve por padre a un eclesiástico.
R. C: ¿Qué educación os dio?
W. A.: Él hubiera deseado instruirme bien, señor, pero yo despreciaba toda enseñanza, todo consejo, toda corrección, como bruto que era.
R. C: Es verdad; Salomón ha dicho: «El que desdeña los reproches procede como los irracionales».
W. A.: Cierto, señor, y yo lo fui. Yo maté a mi padre, y os suplico por Dios que no habléis más de esto. ¡Yo fui el asesino de mi pobre padre!
SACERDOTE: ¡Ah, un asesino!
(La exclamación del sacerdote se produjo al traducirle yo las palabras de Atkins, y vi que palidecía. Sin duda creyó que Will había asesinado realmente a su padre).
R. C: No, no, caballero, no habéis entendido bien. Explicaos, Will Atkins. ¿Verdad que no matasteis a vuestro padre con vuestras propias manos?
W. A.: No, señor, no corté su garganta pero sí el hilo de su tranquilidad abreviando sus días. Destrocé su corazón pagándole de la manera más ingrata y miserable el más tierno y afectuoso comportamiento que jamás haya tenido un padre o recibido un hijo.
R. C: Bien, no os interrogué sobre vuestro padre para arrancaros esta confesión. Pido a Dios que os conceda el arrepentimiento por esa falta y os perdone ese y tantos otros pecados que habéis cometido. Si os hice la pregunta es porque he visto que, aunque no tenéis mucha educación, no sois sin embargo tan ignorante como otros acerca de lo que es bueno. He observado que sabéis de religión bastante más de lo que habéis puesto en práctica.
W. A.: No sois vos, señor, quien me ha arrancado esa confesión sobre mi padre, ha sido mi conciencia. Cuando nos ponemos a recordar nuestra pasada vida, los pecados contra nuestros indulgentes padres son los primeros que se nos aparecen y las heridas por ellos ocasionadas las que dejan huella más honda, así como el peso de tales faltas será siempre mayor que el de todas nuestras faltas juntas.
R. C: Creedme, Atkins, que apenas puedo soportar palabras que me alcanzan tan profundamente.
W. A.: ¡Oh, no, señor! Me atrevo a decir que no sabéis nada de tales sentimientos de culpa.
R. C: Sí, Atkins. Cada playa, cada colina, hasta cada árbol de esta isla son testigos de la angustia que sintiera mi alma por mi ingratitud y el mal pago que diera a un bueno y cariñoso padre, a un padre que se parecía mucho al vuestro por lo que me habéis dicho. Yo maté a mi padre al igual que vos, Will Atkins, pero pienso que mi arrepentimiento es insignificante en comparación con el vuestro.
Hubiera agregado otras cosas, de haber podido dominar mi emoción. Al comprender que el arrepentimiento de ese pobre hombre era mucho más sincero que el mío estuve a punto de interrumpir el diálogo y marcharme, ya que me sorprendieron sus palabras y terminé por pensar que en vez de ser yo quien lo instruyera, aquel hombre era ahora mi maestro e instructor de la manera más sorprendente e inesperada.
Confié todo esto al joven clérigo, quien se mostró muy emocionado y me respondió:
—¿No os había dicho, señor, que cuando este hombre se convirtiera terminaría por enseñarnos a todos? Os aseguro que si llega a ser un verdadero penitente, no habrá necesidad de mí en esta isla; él la transformará en una colonia de cristianos.
Sintiéndome algo más calmado, renové entonces mi conversación con Will Atkins.
—Decidme, Will —pregunté—. ¿Cómo es que recién ahora nace en vos el sentimiento de vuestras culpas?
W. A.: Señor, me habéis confiado una tarea que ha sido como si una luz se encendiera en mi alma. Estuve hablando a mi esposa acerca de Dios y de la religión, a fin de cumplir vuestros deseos y convertirla al cristianismo. Y creedme, ha sido ella quien me ha predicado un sermón que no olvidaré mientras viva.
R. C: No, no ha sido vuestra esposa quien os ha predicado, Atkins, sino que mientras buscabais argumentos religiosos para persuadirla, la conciencia se ha despertado en vos.
W. A.: ¡Ah, sí, señor, y con una fuerza irresistible!
R. C: Os ruego, Will, que nos reveléis qué ocurrió entre vos y vuestra esposa, de lo cual alguna noticia tengo ya.
W. A.: Me será imposible haceros una narración detallada, señor. Me siento todavía bajo esa impresión y, sin embargo, carezco de palabras para explicarla. Pero, creedme, haya dicho ella una cosa u otra, y aunque me sea imposible haceros el relato, lo que puedo aseguraros es que resolví enmendarme y rehacer mi vida.
R. C: Decidnos algo de ello. ¿Cómo principiasteis, Will? Ha sido éste un caso extraordinario, no me cabe duda. Admirable sermón habrá predicado vuestra esposa para conseguir de vos semejante propósito.
W. A.: Veréis, señor. Ante todo le expliqué nuestras leyes acerca del matrimonio y las razones por las que hombres y mujeres deben obligarse a un contrato del cual ya nunca puedan en adelante desligarse; le dije que en caso contrario sería imposible mantener el orden y la justicia, que los hombres se alejarían de sus esposas y abandonarían a sus hijos, tanto que la unión familiar no podría mantenerse ni tampoco determinar las herencias por descendencia legal.
R. C: ¿Y qué dijo ella?
W. A.: Respondió que le parecía muy bien y que era mucho mejor que en su país.
R. C: ¿Pero le explicasteis qué significaba el matrimonio?
W. A.: Sí, señor, así principió nuestro diálogo. Le pregunté si deseaba que nos casáramos de acuerdo con nuestras leyes. Quiso entonces saber cuáles eran esas leyes. Le contesté que el matrimonio había sido instituido por Dios, y a partir de entonces sostuvimos el más extraño dialogo que, a mi parecer, hayan tenido jamás marido y mujer.
(NOTA: El diálogo entre Will Atkins y su esposa, tal como lo registré por escrito apenas lo hube escuchado de sus labios, es el que sigue):
MUJER: ¡Instituido por vuestro Dios! ¿Pero entonces tener un Dios en vuestro país?
W. A.: Sí, querida mía, Dios está en todos los países.
MUJER: Vuestro Dios no estar en mi país; mi país tener el gran antiguo dios Benamuki.
W. A.: Hija mía, yo no estoy capacitado para explicarte quién es Dios. Sólo puedo decirte que Dios está en el cielo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos hay.
MUJER: No hacer la tierra; vuestro Dios no hacer toda la tierra, él no hacer mi país.
(Will Atkins sonrió al oír aquella ingenua frase).
MUJER: No reír. ¿Por qué reír de mí? No ser cosa de risa.
(El reproche era harto justificado, por cuanto ella se mostraba al principio más seria que él en la discusión).
W. A.: Tienes razón, querida mía, no volveré a reírme.
MUJER: ¿Por qué decir vuestro Dios hacer todo?
W. A.: Porque es así, hija mía. Dios es el Hacedor de todo, de mí y de ti y de todas las cosas. Él es el único Dios, el verdadero; no hay más Dios que Él, y Él vive para siempre en el cielo.
MUJER: ¿Por qué no decirme antes esto?
W. A.: Tienes mucha razón, pero he sido un miserable y un malvado, que no sólo olvidó darte a conocer la verdad de todo esto sino que prescindió de Dios durante toda la vida.
MUJER: ¡Cómo! ¿Vos tener el gran Dios en vuestro país y vos no conocerlo? ¿No decir «Oh» a Él? ¿No hacer cosas buenas para Él? ¡No ser posible!
W. A.: Desgraciadamente es así. Vivimos como si no hubiera Dios en los cielos o como si Él no tuviera poder sobre la tierra.
MUJER: ¿Pero por qué Él dejaros vivir así? ¿Por qué no haceros buenos?
W. A.: Por culpa nuestra.
MUJER: Pero vos decirme Él grande, Él muy grande, Él tener mucho poder; Él poder matar cuando quiera. ¿Por qué Él no mataros cuando vos no servirle, no decirle «Oh», no ser hombre bueno?
W. A.: También tienes razón. Él podría fulminarme ahora mismo como lo tengo merecido, porque no he sido nunca más que un miserable y un malvado. Pero Dios es generoso y no nos castiga en la medida en que lo merecemos.
MUJER: Pero entonces, ¿vos no dar las gracias a Dios por eso?
W. A.: No, por cierto que no. Nunca he dado las gracias a Dios por su Misericordia y nunca lo he temido por su poder.
MUJER: Entonces vuestro Dios no ser Dios, yo no creer en Él, yo no creer que Él ser uno, grande, tener mucho poder, mucha fuerza. Él no mataros aunque vos encolerizarlo mucho.
W. A.: ¡Ah! ¿Es que mi miserable vida habrá de impedirte ahora que creas en Dios? ¡Qué abominable criatura soy, y qué triste verdad la de que los crímenes de los cristianos son los que impiden la conversión de los gentiles!
MUJER: ¿Cómo pensar yo que vosotros tener allí gran Dios (señalaba hacia el cielo) y vos, sin embargo, no hacer bien, no ser bueno? ¿Él ver eso? ¿O Él no ver nada?
W. A.: Sí, sí; Dios conoce y ve todas las cosas. Él oye y habla, ve cuanto hacemos y sabe lo que pensamos, aunque no pronunciemos palabras.
MUJER: ¡Cómo! ¿Él oíros jurar, maldecir, hablar grandes maldiciones?
W. A.: Sí, sí; Él oye todo.
MUJER: ¿Dónde estar entonces el gran poder, la gran fuerza?
W. A.: Dios es misericordioso, es todo cuanto podemos decir al respecto, y ello prueba que es el verdadero Dios. Piensa que es Dios, no hombre; y por eso no nos fulmina.
(Aquí Will Atkins nos confesó que se había sentido invadido por el horror al pensar cómo había podido decir a su mujer tan claramente que Dios ve, oye y conoce los más secretos pensamientos del corazón así como cuanto hacemos, y a la vez se había atrevido a llevar a cabo todas las villanías de que era culpable).
MUJER: ¡Misericordioso! ¿Qué querer decir con eso?
W. A.: Él es nuestro Padre y Hacedor, y por eso se apiada de nosotros y nos preserva.
MUJER: Pero si Él nunca matar, nunca enojarse cuando vos hacer mal, entonces Él no ser bueno o no ser poderoso.
W. A.: Sí, sí, querida mía. Él es infinitamente bueno, infinitamente grande y posee poder para castigarnos. A veces a fin de mostrar a los hombres su justicia, deja caer su cólera sobre muchos pecadores y los destruye mientras están entregados a sus crímenes, para que sirva de ejemplo.
MUJER: Pero a vos no mataros todavía. ¿O Él deciros tal vez a vos que no mataros y entonces vos poder hacer cosas malas? ¿Él no estar enojado con vos y sí enojado con otros hombres?
W. A.: No, no; mis pecados han sido cometidos abusando de su bondad, y Él sería infinitamente justo si me destruyese como lo ha hecho con otros.
MUJER: Pero no mataros, no haceros morir. ¿Y vos no decir nada a eso, no estar agradecido a Él por todo eso?
W. A.: No soy más que un miserable desgraciado, tal es la verdad.
MUJER: ¿Por qué Él no haceros mejor? Vos decir que Él ser vuestro Creador.
W. A.: Él me creó al igual que el resto del mundo; soy yo quien me he echado a perder y abusado de su bondad, convirtiéndome en un monstruo abominable.
MUJER: Yo querer que Dios conocerme, vos hacer que Él conocerme. Yo no encolerizarlo, yo no hacer malas cosas.
(Atkins sintió, como me lo dijo luego, que su corazón desfallecía al escuchar a aquella pobre e ignorante criatura expresar su ingenuo deseo de conocer a Dios mientras él, pecador incorregible, no podía enseñar a su mujer una sola palabra sin que su propia conducta no desmintiera a sus ojos lo que deseaba participarle. Con harta claridad le había manifestado ella que no podía creer en un Dios que no destruía y aniquilaba la maldad y el crimen).
W. A.: Querida mía, lo que tú quieres decirme es que yo te haga conocer a Dios, y no que Dios te conozca a ti. Él ya te conoce, así como el más profundo pensamiento de tu corazón.
MUJER: ¡Cómo! ¿Él saber lo que yo deciros ahora? ¿Él saber que yo desear conocerlo? ¿Cómo conocer yo a mi Hacedor?
W. A.: ¡Pobre criatura, Él será quien te enseñe, yo no puedo hacerlo! Solamente le ruego que te enseñe a conocerlo, y que me perdone ser tan incapaz de acercarte a Él. (Fue entonces cuando, como habíamos visto hacerlo, se arrodilló alzando las manos para rogar).
MUJER: ¿Por qué caer de rodillas? ¿Por qué levantar las manos? ¿Qué decir, a quién vos hablar? ¿Qué significar?
W. A.: Querida mía, me humillo en señal de sumisión a mi Hacedor. Le digo «Oh» como vosotros lo hacéis y como decís que vuestros ancianos lo hacen con el ídolo Benamuki. Lo que he hecho es rogar a Dios.
MUJER: ¿Para qué decir «Oh» a Dios?
W. A.: Le he suplicado que abra tus ojos y tu entendimiento para que puedas conocerlo, a fin de que Él te acepte en su seno.
MUJER: ¿Él poder hacer eso?
W. A.: Sí, Él lo puede todo.
MUJER: ¿Y Él escuchar lo que vos decirle?
W. A.: Sí, porque Dios nos mandó que le rogásemos y prometió que nos escucharía.
MUJER: ¿Mandaros rogar? ¿Cuándo mandaros eso? ¿Cómo? ¿Entonces vosotros oírlo hablar?
W. A.: No, no lo escuchamos hablar, pero Él se reveló de muchas maneras a nosotros.
(Aquí una gran confusión se apoderó de Atkins al querer explicar a su esposa la revelación de Dios a través de su palabra; pero por fin lo hizo de la siguiente manera):
W. A.: Dios, en días ya lejanos, habló desde el cielo a algunos hombres por medio de palabras comprensibles; así fueron esos hombres iluminados por su gracia, y pudieron escribir Sus leyes en un libro.
MUJER: Yo no comprender esto. ¿Dónde estar el libro?
W. A.: ¡Ay, desdichada criatura, no lo tengo! Sin embargo abrigo la esperanza de que algún día hallaré uno para ti, y te ayudaré a leerlo.
(La abrazó entonces con profundo afecto, sintiendo una aflicción desgarradora por carecer de una Biblia).
MUJER: ¿Pero cómo asegurar vos que Dios enseñar esos hombres a escribir libro?
W. A.: Por el mismo principio que nos permite saber que Él es Dios.
MUJER: ¿Principio? ¿Cuál principio? ¿Cómo vosotros conocer a Él?
W. A.: Porque Dios solamente enseña y ordena lo que es bueno, justo y santo, con lo cual tiende a hacernos absolutamente buenos y felices. Además Él prohíbe y nos manda evitar todo lo que sea malo, tanto lo malo en sí o en sus consecuencias.
MUJER: ¡Ah, yo querer entender bien esto, yo verlo bien! Si Él enseñar lo bueno, si Él prohibir lo malo, premiar cosas buenas, castigar cosas malas, Él crear todo, Él dar todo, oír cuando yo decir «Oh» a Él como vos hacer ahora, Él hacerme buena si yo querer ser buena, Él preservarme, no hacerme morir si yo querer ser buena; todo eso que vos decir Él hacer, entonces Él gran Dios, yo aceptar, yo pensar, yo creer que Él ser gran Dios. ¡Yo decir «Oh» a Él con vos, querido mío!
Al oír estas palabras, el desdichado no pudo resistir por más tiempo, sino que levantándose invitó a su esposa a arrodillarse juntos, y entonces oró en voz alta, rogando a Dios que se diera a conocer a aquella criatura por medio de su gracia. Le pidió asimismo que de ser posible se dignara alguna vez hacerle llegar una Biblia, a fin de que su esposa pudiera encontrar allí la Palabra de Dios y ser enseñada por ella a conocer a su Creador.
Invitó a su esposa a arrodillarse juntos.
Todo esto coincidía con lo que habíamos visto, cuando Atkins tomó de la mano a su esposa y la hizo caer de hinojos a su lado.
Después de esto sostuvieron otras conversaciones demasiado extensas para consignarlas aquí. En el curso de las mismas la mujer pidió a Atkins la promesa de que reformara su vida, desde el momento que él mismo admitía que su existencia anterior había sido una abominable serie de provocaciones contra Dios; le suplicó que no lo ofendiera más, agregando que de lo contrario Dios lo mataría (como ella se expresaba) y entonces, quedándose sola, no podría jamás aprender a conocer al Creador. También agregó que no quería que su esposo sufriera después de muerto los castigos que él le había explicado.
Este extraordinario relato nos afectó profundamente, en especial al joven sacerdote. Se manifestó maravillado por lo ocurrido, pero su aflicción fue grande al pensar que no le era posible hablar con la mujer. Ignoraba el idioma inglés para dirigirse a ella, y el enrevesado modo de hablar de aquella criatura hacía imposible que él pudiese entenderle algo. Volviéndose, sin embargo, a mí, me dijo que quería hacer por ella algo más que casarla, y como no le comprendí en el primer momento me explicó que su intención era bautizarla.
Mientras se preparaba para llevar a cabo la ceremonia, le manifesté que era conveniente celebrar el acto con algunas precauciones, a fin de que el hombre no advirtiera que el sacerdote pertenecía a la Iglesia romana, debido a las desastrosas consecuencias que podía acarrearnos una discusión acerca de la religión a la cual estábamos convirtiendo a los demás. Me respondió que como no había allí capilla consagrada ni los elementos apropiados para la ceremonia, haría las cosas de tal manera que ni siquiera yo advertiría que se trataba de un católico como no fuese por mi anterior conocimiento.
Así fue. Después de pronunciar como para sí mismo algunas palabras en latín, derramó sobre la cabeza de la mujer un vaso de agua, a tiempo que le decía en francés y en voz alta:
—María (nombre que yo, en mi carácter de padrino, había impuesto a la mujer a pedido de su esposo), te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Fue por lo tanto imposible para nadie advertir cuál era su particular comunión. Dijo luego una bendición en latín, pero Will Atkins no pareció advertir que ese idioma no era el francés, y por cierto no reparó en nada de esto.
Tan pronto hubo concluido la ceremonia, procedimos a casar a la pareja; luego, volviéndose a Will Atkins y con un tono muy afectuoso, el sacerdote lo exhortó no solamente a perseverar en su excelente disposición sino apoyar las convicciones que se habían adueñado de su conciencia mediante el propósito de reformar su vida. Le aseguró que de nada valía sostener que estaba arrepentido si no renunciaba totalmente a la maldad, y le mostró cómo Dios lo había honrado al convertirlo en el instrumento por el cual su esposa había adquirido las primeras nociones de la religión cristiana, y que por lo tanto debía cuidarse de no deshonrar la gracia de Dios. Le dijo que si cometía ese crimen vería pronto cómo la que había sido pagana llegaba al seno de Dios mientras él, instrumento de esa conversión, era arrojado lejos.
Agregó luego multitud de consejos a ambos esposos y después de invocar para ellos la bondad del Creador volvió a bendecirlos, con palabras que yo les traduje al inglés y tras las cuales concluyó la ceremonia. Pienso que aquél fue el más hermoso y grato día de que haya yo gozado en mi vida entera.
Pero mi sacerdote no había terminado aún. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la conversión de los treinta y siete salvajes, e insistió en quedarse en la isla para emprenderla. Traté entonces de convencerlo diciéndole en primer término que la empresa era en sí misma imposible y, luego, que tal vez hallara yo una manera de llevarla a cabo con buen éxito aunque no estuviera él en la isla. Todo esto se verá mejor más adelante.