21. Robinson organiza la colonia

Habiendo hecho así un relato de la colonia en general, y habiéndome detenido especialmente en mis cinco renegados ingleses, debo decir ahora algo de los españoles que formaban el grupo principal de la familia y en cuya historia hay también muchos episodios dignos de mencionarse.

Tuve con ellos varias conversaciones acerca de la vida que llevaran mientras residieron entre los salvajes. Me dijeron con franqueza que no habían tenido oportunidad alguna de emplear su ingenio o su perseverancia en aquellas tierras, y que se habían sentido como un puñado de miserables, de abandonados, perdiendo así todo ánimo; incluso de haber tenido a mano los medios necesarios se habrían dejado vencer igualmente por la desesperación y el peso de sus miserias, pues sólo pensaban que el destino los condenaba a morir de hambre. Uno de ellos, hombre reflexivo e inteligente, me dijo, sin embargo, que estaba seguro de que habían cometido un error al pensar así, pues no es propio de hombres sensatos entregarse indefensos a la desgracia sino aprovechar en todo momento los auxilios que la razón ofrece, tanto para preservarse en el presente como para buscar la liberación en el futuro. Agregó que la pesadumbre es la pasión más inútil e insensata del mundo por cuanto sólo mira al pasado que es irrevocable y sin remedio, pero no se le ocurre encarar el porvenir ni comparte nada de lo que puede ser una salvación, sino que prefiere agregarse a la pena antes que buscarle remedio. Al decir esto me repitió un proverbio español que no podría yo citar con las palabras exactas, pero que recuerdo haber traducido entonces al inglés formando un proverbio mío:

Si por la aflicción te afliges

aflicción doble te infliges.

Paso luego a comentar las mejoras que yo había podido llevar a cabo mientras duró mi soledad, mi incansable aplicación, según él la llamaba, y cómo había podido transformar una situación que era al comienzo mucho peor que la de ellos en otra mil veces más feliz que la suya. Me dijo que era digno de notarse que los ingleses muestran en la desgracia una mayor presencia de ánimo que cualquiera otra raza de las que él conocía; agregó que su infortunada nación, así como los portugueses, son los peores hombres del mundo para luchar contra el infortunio ya que su primera actitud ante el peligro, luego que los esfuerzos han fracasado, es la de la desesperación, dejarse abatir y aceptar la muerte sin siquiera reflexionar con detenimiento en los posibles remedios para tanta desgracia.

Me describieron con palabras llenas de emoción cómo se maravillaron al ver tornar a su amigo y compañero de penurias a quien suponían devorado por las fieras de la más temible especie, es decir, por los salvajes caníbales. Con todo, se sorprendieron mucho más cuando él les hizo un relato de lo que le había sucedido diciéndoles que en tierras cercanas habitaba un cristiano dispuesto a contribuir con todas sus fuerzas y su generosidad a liberarlos del cautiverio.

Relataron que habían sentido inmenso asombro al contemplar las provisiones de auxilio que yo les enviara, en especial los panes, ya que no habían visto uno solo desde su llegada a tan miserables tierras; cómo hicieron la señal de la cruz sobre aquel pan, bendiciéndolo cual si fuera enviado por el cielo, y de qué manera fortificó su ánimo el sabor de su masa y lo mismo las restantes cosas que les enviara para aliviarlos. Hubieran querido describirme la alegría que experimentaron al comprender que disponían de una embarcación y de pilotos que los llevarían al lugar de donde aquellos socorros venían, pero agregaron que carecían de palabras para expresar los transportes a que entonces se entregaron, conduciéndolos el exceso de alegría a desatinadas extravagancias próximas a la locura, y sin encontrar suficiente expansión a los sentimientos que los embargaban en aquellos momentos. Me dijeron que cada uno había reaccionado de distinta manera y mientras unos, a pesar de la inmensa alegría, rompían a llorar, otros parecían enloquecerse y algunos caían desmayados. Estas palabras me conmovieron mucho haciéndome recordar los transportes de Viernes cuando encontró a su padre, así como los arrebatos de aquellos desdichados que salvamos en mi barco cuando el navío en que viajaban se incendió en alta mar; también pensé en la alegría del capitán cuando se vio a salvo en el sitio donde daba por segura su muerte; e incluso recordé mi propia exaltación cuando después de veintiocho años de cautiverio supe que había un buque dispuesto a llevarme a mi patria. Todo aquello me tornaba más sensible al relato de los pobres españoles, y me afectó profundamente.

Hecho ya el relato concerniente al estado de cosas en que los encontré, debo narrar ahora lo más importante entre lo que pude hacer para aquellas gentes y la situación en que los dejé al marcharme. Opinaban —y mi propia opinión coincidía con la suya— que ya no serían molestados por los salvajes. Incluso si los atacaban otra vez podrían defenderse eficazmente porque ahora estaban en doble número que antes, de manera que no sentían la menor preocupación al respecto. Inicié entonces una grave conversación con el español a quien llamaba gobernador, acerca de su permanencia en la isla; la verdad era que yo no había ido con intención de llevarme a ninguno de los colonos, de manera que tampoco me parecía justo embarcar a algunos dejando a otros, quienes acaso no se sentirían dispuestos a quedarse viendo así disminuida su fuerza.

Por otra parte afirmé que había venido para asegurar su establecimiento en aquella tierra y no a despoblarla, revelándoles por fin que había traído conmigo diversas cosas necesarias para su vida y que había hecho gastos considerables para proveerlos de todo cuanto pudieran precisar allí, tanto para su comodidad como para su defensa; por fin les dije que había traído un número de personas que les serían útiles no sólo para aumentar la cantidad de pobladores, sino por las distintas profesiones a que aquéllos se dedicaban, lo cual les permitiría disponer de cosas que hasta ahora les faltaban y que sólo con ingenio podían suplir.

Cuando les manifesté esto lo hice estando todos reunidos, y antes de mostrarles los efectos que había llevado pregunté a cada uno si ya habían olvidado las animosidades que primeramente existieran entre ellos, y si estaban dispuestos a estrechar sus manos y comprometerse a una duradera amistad y a la unión de sus intereses, de tal modo que no hubiera en adelante malentendidos ni discordias.

Con gran franqueza y no poco buen humor, Will Atkins declaró que bastantes aflicciones habían pasado como para atemperarlos a todos, y que el número de enemigos había sido suficiente para hacerlos a ellos amigos entre sí. Por su parte, se sentía dispuesto a vivir y morir en la colonia y estaba muy lejos de tener malas intenciones hacia los españoles. Reconoció que éstos sólo habían tomado contra él las medidas que su propio carácter díscolo tornaban necesarias, y que en lugar de ellos hubiera procedido en la misma forma y aun mucho más severamente. Agregó que si yo lo deseaba estaba dispuesto a pedirles perdón por todas las villanías y locuras que cometiera y se mostró ansioso por vivir en términos de franca amistad y unión con los demás colonos, comprometiéndose a emplear todas sus fuerzas en la tarea de convencerlos de ello. En cuanto a volver a Inglaterra, no le preocupaba haber faltado de ella todos esos años.

Los españoles declararon por su parte que habían desarmado y excluido a Will Atkins y sus dos compañeros a causa de su perversa conducta, tal como me lo habían contado ya, insistiendo en que yo comprendiera las razones por las cuales habían procedido en esa forma. Agregaron que Will Atkins se había conducido tan valientemente en la gran batalla librada contra los salvajes y en muchas otras ocasiones posteriores, y desde entonces se había mostrado tan leal y tan preocupado por los intereses comunes, que habían olvidado completamente todo lo sucedido antes, pensando que Atkins merecía que se le devolvieran sus armas y se lo proveyera de lo necesario al igual que los demás. Habían tratado de testimoniarle su satisfacción confiándole el mando después del gobernador, y así como tenían entera confianza tanto en él como en sus compatriotas, se complacían en reconocer que había merecido esa confianza por las mismas razones que la logran los hombres honestos. Aprovecharon la oportunidad para repetirme insistentemente que jamás permitirían que algo los separase de aquellos compañeros.

Luego de tan abiertas y francas declaraciones amistosas, fijamos el día siguiente para comer todos juntos y en verdad que celebramos un verdadero festín. Hice que el cocinero de a bordo bajara a tierra con su ayudante para preparar la comida, y el colono que había sido también ayudante de cocinero los ayudó. Desembarcamos seis trozos de carne de vaca y cuatro de cerdo, fuera de las provisiones del buque y todo lo necesario para preparar un ponche. Hice bajar también diez botellas de clarete francés y diez de cerveza de Inglaterra, bebidas que ni los españoles ni los ingleses habían probado durante muchos años, por lo cual imaginaba yo el placer que les causaría.

Celebramos un verdadero festín.

Los españoles agregaron cinco cabritos al festín, y los cocineros los asaron; tres de ellos, bien envueltos, fueron remitidos a bordo para que los marineros pudiesen probar carne fresca así como nosotros habíamos llevado carne salada a tierra.

Después del banquete, en el cual reinó la más simple y amistosa alegría, hice desembarcar el cargamento y, a fin de evitar toda disputa con motivo del reparto, principié por manifestar que alcanzaba sobradamente para todos, y que mi deseo era que cada uno recibiera una parte equivalente de prendas de vestir; es decir, igual número de ropas una vez que fueran confeccionadas. Comencé por distribuir tela suficiente para que cada uno pudiera hacerse cuatro camisas; y, por pedido de los españoles, elevé luego el número a seis. Es de imaginar la alegría que esto les causó después de tanto tiempo que carecían de esas prendas, habiendo casi olvidado su uso.

Repartí entonces la fina tela inglesa de la que he hablado antes, para que cada cual pudiera llevar un vestido liviano, especie de bata que me pareció por lo suelta y cómoda lo más adecuado en aquel clima. Ordené que apenas se estropearan las ropas se las reemplazara por otras nuevas, según ellos lo dispusieran. Lo mismo en lo que respecta a zapatos, medias, sombreros y otras prendas.

Para que cada cual pudiera llevar un vestido liviano.

No alcanzo a describir la alegría y la satisfacción que se pintaba en las facciones de aquellos pobres hombres cuando vieron cómo me había preocupado por ellos y las cosas que les traía para ayudarlos. Me llamaron su padre, diciendo que un corresponsal como yo les hacía olvidar que estaban en un sitio desolado y en remotas tierras, y terminaron por comprometerse voluntariamente a no dejar jamás la isla sin mi consentimiento.

Les presenté entonces a los nuevos colonos que había traído conmigo, especialmente el sastre, el herrero y los dos carpinteros, todos ellos sumamente necesarios a la comunidad; pero fue mi artífice general el que finalmente les resultó más útil que todo lo imaginable. El sastre, para demostrar de inmediato su celo, se puso a trabajar y con mi consentimiento cortó una camisa para cada uno. Su mejor obra sin embargo fue enseñar a las mujeres a coser y remendar, así como los distintos usos de la aguja, y obtener su ayuda para confeccionar las camisas destinadas a sus esposos y al resto de la colonia.

En cuanto a los carpinteros, apenas hay que decir lo útiles que resultaron; luego de deshacer todos mis toscos y groseros utensilios fabricaron sólidas mesas, bancos, camas, armarios, alacenas, estantes, y todo lo que pudiera ser necesario allí.

Para mostrarles cómo la Naturaleza es la primera en hacer buenos obreros los llevé a que visitaran la casa de mimbres de Will Atkins, o casa-cesta, como yo la llamaba; los dos carpinteros declararon no haber visto jamás otro ejemplo de habilidad comparable a ése ni nada tan regularmente construido, por lo menos en su género. Uno de ellos, después de haber mirado mucho la choza y quedarse pensativo, se volvió a mí.

—Estoy seguro —manifestó— que ese hombre no precisa de nuestra ayuda; lo único que necesita son herramientas.

Hice entonces desembarcar mi provisión de herramientas y di a cada hombre una azada, una pala y un rastrillo, pues no teníamos arados; también entregué a cada sección de la comunidad un pico, un alzaprima, un hacha grande y una sierra, no dejando de advertir que cuando se rompieran o gastaran podrían ser reemplazadas con las que quedaban en un depósito general convenientemente provisto.

Clavos, planchas, goznes, martillos, escoplos, cuchillos, tijeras, y toda suerte de herramientas y ferretería les fueron entregados en la cantidad necesaria y sin llevar cuenta, ya que ninguno trató de recibir más de lo que precisaba y muy insensato hubiera sido el que pensara en malgastar o perder aquellos utensilios; en fin, para uso del herrero dejé dos toneladas de hierro en bruto destinado a la forja.

El almacén de pólvora y balas que les traje era tan abundante que se regocijaron mucho al verlo; ahora podían muy bien andar, como lo había hecho yo antaño, con un mosquete en cada hombro si se presentaba la ocasión, y tenían suficiente para pelear contra mil salvajes bastándoles sólo una pequeña ventaja en la posición, lo cual tampoco les faltaría llegado el caso.

Traje conmigo a tierra al muchacho cuya madre había perecido de hambre, y asimismo a la doncella, una modesta, bien educada y religiosa muchacha, cuya conducta era tan intachable que todos tenían palabras de elogio para ella. Había llevado a bordo una vida bien triste, siendo la única mujer en nuestra compañía, pero lo soportó con paciencia. Después de un tiempo, y al ver lo bien dispuestas que estaban las cosas en la isla y cómo llevaban camino de prosperar, así como considerando que no tenían relaciones ni negocios en las Indias Orientales que justificaran tan largo viaje, el joven y la criada vinieron a pedirme que les diera permiso para quedarse en tierra y entrar a formar parte de lo que ellos llamaban mi familia.

Acepté con muy buena voluntad, y les hice dar una pequeña extensión de terreno donde se levantaron tres casas rodeadas de un tejido de mimbre idéntico al que Will Atkins había puesto a la suya. Las chozas fueron dispuestas de tal modo que cada uno de ellos tenía una habitación aparte para vivir, y la choza del centro servía de almacén donde se guardaban sus efectos y era a la vez el comedor común. Entonces los otros dos ingleses decidieron trasladar allí sus habitaciones, y en esa forma la isla quedó dividida en dos colonias solamente, en la siguiente forma:

Los españoles, con el viejo Viernes y los primeros sirvientes, vivían en mi vieja morada bajo la colina, la que constituía en una palabra la capital de la colonia. Habían alargado y extendido de tal manera la residencia, tanto dentro como fuera de la colina, que allí vivían a la vez con toda comodidad y a cubierto de peligros. Nunca hubo pueblo más pequeño en un bosque ni tan oculto en ningún lugar del mundo; pienso que mil hombres hubieran podido pasar un mes explorando la isla, y de no saber antes la existencia del sitio jamás hubiesen dado con él; los árboles eran espesos, estaban tan juntos y habían llegado de tal modo a entrelazarse que sólo derribándolos se hubiera notado la presencia de una habitación, salvo que se advirtieran las dos angostas entradas que había en él, lo que no era fácil. Uno de esos accesos principiaba en la orilla de la ensenada y tenía un largo de doscientas yardas; el otro era la escalera que he descrito ya otras veces. Había también un grande y espeso bosque en la cumbre de la colina, con una superficie de más de un acre, que creció al punto de ocultar enteramente el lugar, con un angosto acceso entre dos árboles casi imposible de descubrir.

La segunda colonia era la de Will Atkins, en la que había cuatro familias inglesas, es decir, los colonos que yo dejara allí con sus mujeres e hijos, más tres salvajes esclavos; luego la viuda e hijos del inglés muerto por los indios, así como el muchacho y la criada, a la que dicho sea de paso casamos antes de abandonar la isla. Vivían también allí los dos carpinteros, el sastre que yo llevara como colonos y el herrero, hombre muy útil a la comunidad especialmente en su carácter de armero, ya que tenía a su cargo el arsenal; también estaba el otro muchacho a quien llamaba Juan Sabelotodo, que valía por veinte hombres, pues no sólo era altamente ingenioso sino alegre y jovial; fue a él a quien casamos con la virtuosa criada que acompañaba al jovencito en el barco cuya historia he narrado.

Y ya que de matrimonios se trata, me siento llevado a decir algo del sacerdote francés que venía conmigo luego que lo salváramos del incendio de su barco. Aquel hombre era católico, y acaso pueda yo ofender a algunos si hago notar los extraordinarios detalles de la personalidad de este hombre a quien, antes de principar, debo definir con términos muy poco gratos para los protestantes. Pues aquel sacerdote era ante todo un papista; segundo, sacerdote papista, y tercero, sacerdote papista francés[4].

La justicia me obliga, sin embargo, a hacer un fiel retrato de aquel sacerdote diciendo que era un hombre grave, atemperado, piadoso y profundamente devoto; su vida era irreprochable, su caridad grande, y casi todas sus acciones valían por ejemplos. ¿Qué puede entonces decirse de mi inclinación hacia él, si a pesar de su distinto credo poseía tales virtudes? Cierto que a salvo queda mi opinión, con la cual puede coincidir la de otros lectores, de que estaba en un error.

Desde que principié a tratarlo luego que se manifestó dispuesto a ir conmigo a las Indias Orientales, me sentí atraído por su rara elocuencia; lo primero que hizo fue hablarme sobre religión en la forma más amable que pueda imaginarse.

—Señor —me dijo—, no solamente me habéis salvado la vida después de Dios (y aquí se persignó), sino que me habéis admitido en el viaje que efectuáis, dándome acceso a vuestra compañía con la más exquisita cortesía y proporcionándome así la oportunidad de hablar libremente. Ahora bien, ya habéis advertido por mis hábitos cuál es mi comunión, así como yo deduzco por vuestra nacionalidad a cuál pertenecéis. Cierto que podría considerar mi deber, que por cierto lo es, de emplear la menor oportunidad que se me ofreciera para atraer todas las almas posibles al conocimiento de la verdad y llevarlas a abrazar la religión católica; pero como me encuentro aquí por vuestra generosidad y pertenezco ahora a vuestro pasaje me siento obligado, tanto en retribución a esa gentileza como por razones de simple conveniencia social y buenas maneras, a colocarme bajo vuestra autoridad. No entraré, por lo tanto, sin vuestra venia, en ningún debate que se refiera a asuntos religiosos en los que acaso disentiríamos, salvo que contara con vuestro permiso expreso.

Me hizo luego un interesante relato de su vida que contenía episodios extraordinarios, contándome diversas aventuras que le acontecieran en los pocos años que llevaba recorriendo el mundo. Una de ellas es particularmente digna de mención: en el último viaje que realizara había tenido la desgracia de cambiar cinco veces de barco sin poder llegar en ninguna oportunidad a los lugares a los cuales esos navíos estaban destinados. Su primera idea era ir a la Martinica, y se embarcó en un navío que con tal rumbo partía de Saint Malo; arrastrados por el mal tiempo a Lisboa, el barco sufrió averías por tocar fondo en la desembocadura del río Tajo, viéndose precisado a dejar allí su cargamento. Hallando entonces un barco portugués que partía con destino a Madeira y estaba ya aparejado, aceptó embarcarse en él pensando que en Madeira pasaría al barco que viaja de allí a la Martinica. El capitán del navío portugués, hombre en demasía negligente, perdió el rumbo y el barco fue a parar a Fayal, donde por otra parte encontró excelente mercado para su cargamento que consistía en granos, y resolvió de inmediato no continuar viaje a Madeira, sino cargar sal en la isla de May y seguir a Terranova. Al sacerdote no le quedó más remedio que acompañar al barco e hizo un excelente viaje hasta llegar a los Bancos, como llaman al sitio donde se pesca; allí, al encontrar un barco francés que iba con destino a Quebec en el río del Canadá y de allí a la Martinica llevando provisiones, pensó que ésa era la oportunidad de completar su trayectoria. Sin embargo, al llegar a Quebec murió el capitán del barco y el navío no pudo seguir viaje; entonces tuvo que embarcarse en otro que volvía a Francia, el mismo que se quemó en alta mar y cuyo pasaje y tripulación salvamos; ahora por fin venía el sacerdote con nosotros rumbo a las Indias Orientales. En cinco viajes había sido desviado de su rumbo y se puede decir que los cinco formaban solamente uno, aparte de lo que más adelante tenga que relatar sobre aquel hombre.

Pero no quiero continuar con digresiones sin relación directa con mi relato; vuelvo ahora a nuestros asuntos en la isla. El sacerdote vino una mañana a verme (pues se alojaba con nosotros en tierra) y dio la casualidad que lo hiciera la misma mañana en que me disponía a visitar la colonia que los ingleses tenían en la parte más oriental de la isla. Vino, como digo, y me expresó con aire extremadamente grave que había esperado dos o tres días la oportunidad de conversar conmigo sobre algo que esperaba no me desagradaría oír, y que en cierta medida coincidía con mis intenciones de que la isla se convirtiera en un sitio próspero, cosa que tal vez ocurriera en un grado todavía mayor si lograban alcanzar para ese fin la bendición divina.

Le contesté que iba a visitar las plantaciones de los ingleses y lo invité a que me acompañara, con lo cual tendríamos oportunidad de hablar durante el camino. Replicó que iría gustoso, pues justamente el asunto del que deseaba conversar conmigo se relacionaba con aquella colonia. Echamos a andar, y le pedí que expresara con toda llaneza y confianza lo que tenía que decirme.

Echamos a andar.

—Ante todo, señor —dijo el joven sacerdote—, tenéis aquí cuatro ingleses que han escogido mujeres entre los salvajes y las han tomado por esposas, teniendo ya de ellas muchos hijos sin haber contraído legítimo matrimonio como las leyes de Dios y del hombre requieren. Eso, tanto para unos como para otros, significa vivir como adúlteros, pues es de eso que se trata.

Luego de una pausa, agregó:

—Bien sé, señor, que a mis palabras responderéis que no había aquí sacerdote de ninguna comunión para llevar a cabo la ceremonia; que faltaba pluma, tinta y papel para redactar el contrato matrimonial. También sé lo que os ha dicho el gobernador español, osea la promesa que exigió de aquellos hombres cuando eligieron a sus mujeres en el sentido de que las escogerían de común acuerdo y que vivirían por separado con ellas. Sin embargo, señor, nada de eso se parece a un matrimonio ya que falta ante todo el consentimiento de las esposas y sólo hubo acuerdo entre los hombres que querían evitar en esa forma nuevos motivos de querellas.

»Con todo, la esencia del sacramento del matrimonio (como era católico romano lo llamaba así) no consiste solamente en el mutuo consentimiento de las partes en su carácter de marido y mujer, sino en la obligación formal y legal que existe en su contrato de considerarse como tales y así reconocerse en cualquier ocasión, obligando al hombre a apartarse de toda mujer y no participar de otra unión mientras ésta subsista; de la misma manera es su deber cuidar del sustento de su esposa e hijos en todo momento y honestamente. Por su parte, mutatis mutandis, la mujer contrae análogas obligaciones.

»Ahora bien, señor, esos hombres pueden abandonar cuando les plazca a sus esposas así como desentenderse de sus hijos, desconociéndolos y prefiriendo a otra mujer para unirse a ella mientras la primera está aún viva.

Y agregó con calor:

—¿Cómo creéis que Dios puede ser dignamente honrado en medio de esta libertad y esta licencia? Sois vos a quien cabe ejercitar sus poderes para poner fin a esta situación, y solamente a vos os corresponde hacerlo.

Me sentí tan confundido que no entendí claramente lo que acababa de decirme, sino que imaginé que al expresar que «pusiera fin a esa situación» significaba que debía separar a las parejas y no permitirles más vivir juntas. Me apresuré a decirle que de ninguna manera podía llevar a cabo semejante cosa, que sólo serviría para perturbar la isla entera. Pareció sorprenderse de que lo hubiera comprendido tan mal.

—No, caballero —dijo—, de ningún modo pretendo que los separéis, sino que los unáis en matrimonio legítimo ahora mismo. Bien sé que mi comunión no se concilia con sus usos y costumbres, aunque sería absolutamente válido aun para vuestras leyes, por lo cual pienso que vuestra intervención tendrá vigencia ante Dios y será considerada legal entre los hombres; quiero decir que debéis hacer firmar un contrato a esos hombres y mujeres, con todos los testigos necesarios, y semejante obligación será seguramente reconocida por todas las leyes de Europa.

Me maravilló comprobar tanta piedad y tanto celo a través de esas palabras, la imparcialidad y tolerancia que contenía su discurso, así como el interés que se tomaba el sacerdote para la salvación de individuos de los cuales no tenía noción ni conocimiento alguno, buscando evitar que transgrediesen las leyes de Dios; por cierto que jamás había yo visto una cosa parecida. Pensando entonces en lo que acababa de decirme sobre el casamiento de los colonos por medio de un contrato escrito, lo cual me parecía muy bien, repliqué a mi interlocutor que sus palabras eran justas y revelaban una gran generosidad, por lo cual hablaría con aquellos hombres cuando llegásemos allá. No veía razón, agregué, por la cual los colonos pudieran sentir escrúpulos de dejarse casar en esa forma; bien sabía yo que ese documento tendría tanta validez como si un pastor de nuestra tierra hubiese efectuado en persona el matrimonio.

Más tarde contaré cómo se llegó a una solución tocante a ese punto. Ahora, volviéndome a mi acompañante, le rogué que me formulara su segunda observación, no sin antes reconocer mi deuda por la primera y darle las gracias de todo corazón. Me dijo entonces que me hablaría con la misma franqueza que acababa de hacerlo y que esperaba ser escuchado del mismo modo.

—Aunque vuestros súbditos ingleses —dijo, dándoles esa denominación— han vivido durante siete años con esas mujeres, enseñándoles a hablar el inglés y hasta a leerlo, aprovechando según lo he podido advertir su clara inteligencia y su capacidad de aprendizaje, sin embargo, hasta el día de hoy no les han enseñado absolutamente nada de lo que concierne a la religión cristiana. No, ni siquiera que existe un Dios, que hay un culto, y la manera en que Dios debe ser adorado; ni siquiera se han preocupado por demostrarles que su idolatría y adoración de quién sabe qué dioses son absolutamente falsas y absurdas.

»Ahora bien, caballero —agregó—, aunque yo no reconozca vuestra religión ni vos la mía, a ambos debe alegrarnos que a los servidores del diablo y vasallos de su reino se les enseñen los principios generales de la religión cristiana, que oigan por lo menos la noción de que hay un Dios, un Redentor, que se enteren de la resurrección y de la vida futura, cosas en las cuales creemos en común. Pensad que por lo menos estarán mucho más cercanos incorporándose al seno de la verdadera iglesia que como lo están ahora profesando públicamente su idolatría y su culto infernal.

—¿Pero qué queréis que yo haga? —pregunté—. Ya sabéis que voy a marcharme de aquí.

—Lo que os pido —dijo— es que me deis vuestro permiso para hablar con esos pobres hombres al respecto.

—Os lo concedo de todo corazón —repuse— e incluso los obligaré a que reparen atentamente en todo lo que les digáis.

—En cuanto a eso, debemos dejarlo librado a la gracia de Jesucristo, pero vuestra tarea consiste en asistirlos, darles ánimo, instruirlos; si me concedéis autorización y si recibo la gracia de Dios, no dudo que esas pobres almas ignorantes serán rescatadas y traídas al seno común del cristianismo, esa fe que todos nosotros abrazamos; y confío en lograrlo mientras permanezcáis aquí.

Oyendo esto, afirmé:

—No solamente os concedo mi permiso, sino que os doy mil gracias por ello.

Lo que ocurrió como consecuencia de esta conversación será narrado más adelante. Pregunté luego a mi acompañante sobre la tercera observación o reproche que debía hacerme.

—Pues bien —declaró—, se trata de algo de la misma naturaleza, y si me dejáis hacerlo os la diré con la llaneza de las anteriores. Se trata de esos pobres salvajes que son, si se les puede llamar así, vuestros súbditos por derecho de conquista. Hay un principio, caballero, que existe o debería existir entre todos los cristianos, sea cual fuere su particular iglesia o comunión, según el cual el conocimiento cristiano debe ser propagado por todos los medios posibles y en todas las ocasiones que se presenten. Es en base a ese principio que nuestra iglesia envía misioneros a Persia, a la India y a la China; es por eso que nuestro clero, aun el de jerarquía superior, se lanza voluntariamente a los más azarosos viajes, fijando su residencia entre los más temibles asesinos y salvajes, para enseñarles el conocimiento del verdadero Dios y conseguir que lleguen a abrazar la fe cristiana. Ahora bien, señor, tenéis aquí la oportunidad de convertir a treinta y seis o treinta y siete infelices salvajes, trayéndolos de la idolatría a la noción del verdadero Dios, su Hacedor y Redentor, al punto que me asombra que podáis desperdiciar semejante ocasión de hacer un bien digno de que un hombre le consagre su vida entera.

Estas reflexiones me dejaron profundamente turbado, y no encontré una sola palabra que contestar. Ante mí había un representante del verdadero celo cristiano por Dios y su religión, fueran los que fuesen sus principios particulares.

Al verme tan confundido, me miró afectuosamente.

—Señor —dijo—, creedme que me afligiría mucho saber que algo de lo que os he dicho puede haberos ofendido.

—No, no —dije yo—; si con alguien estoy ofendido es conmigo mismo. Creedme que me turba no solamente la idea de que jamás había cruzado antes por mi mente semejante responsabilidad, sino también el no saber cómo reparar esa falta. Bien sabéis, señor —agregué—, en qué circunstancias me encuentro. Mi destino es el de las Indias Orientales, en un barco fletado por comerciantes que recibirían un perjuicio injusto si su navío quedase detenido en esta isla por cuanto la tripulación es pagada y alimentada por los armadores. Cierto que tengo autorización para estar aquí doce días, y si me quedara más tiempo debería pagar tres libras esterlinas diarias por la demora. He prometido asimismo no prolongar la estadía por más de ocho días, y son ya trece los que llevo aquí, de manera que me siento incapaz de cumplir la tarea que me señaláis, salvo que decidiera quedarme otra vez en la isla. Pero pensad que si al navío le ocurriera una desgracia me encontraría nuevamente en la triste condición que viví al principio, y de la cual fui tan asombrosamente rescatado.

Reconoció entonces que el viaje dificultaba la cuestión, pero insistió en dirigirse a mi conciencia, preguntándome si la salvación espiritual de esas treinta y siete almas no merecía que yo le dedicase cuanto tenía en el mundo.

—Ciertamente, señor —declaré, sintiéndome menos penetrado que él de esa obligación—. Ser instrumento de Dios es algo admirable, así como traer paganos a la religión de Cristo. Pero desde que vos sois sacerdote y estáis entregado a una tarea que es justamente la propia de vuestra vocación, ¿cómo es que no preferís ofreceros en persona para cumplirla en vez de impulsarme a mí?

Al oír estas palabras, pronunciadas a medida que caminábamos, se detuvo de improviso y encarándome, luego de hacer una profunda reverencia, dijo:

Una profunda reverencia.

—Agradezco a Dios y os agradezco, caballero, por darme un testimonio tan evidente de que soy llamado a cumplir esa obra santa. Si os sentís excusado de ella y deseáis que quede en mis manos, lo haré de todo corazón considerándola suficiente recompensa después de los azares y las penurias de un viaje tan desdichado como el mío, que sin embargo, me lleva por fin a tan hermosa tarea.

Mientras me hablaba vi en su rostro una expresión como de éxtasis; brillaban sus ojos, y su rostro tan pronto palidecía como se arrebolaba, igual que el que sufre repentinos accesos de fiebre; en una palabra, parecía encendido por la alegría al verse enfrentado a semejante trabajo.

—Sí, caballero —agregó—; daré las gracias todos los días de mi vida a Jesucristo y a la Santísima Virgen por permitirme ser humilde y dichoso instrumento de la salvación de esas pobres almas, aunque esto me valiera pasar toda la vida en la isla y no regresar nunca a mi patria. Y ahora, puesto que me hacéis el honor de confiarme tal misión, en razón de la cual rogaré a Dios por vuestra alma todos los días de mi existencia, tengo una simple petición que haceros.

—¿Cuál es ella?

—Que me dejéis en compañía de vuestro criado Viernes para que sea mi intérprete ante los salvajes y me acompañe en la tarea; sin alguna ayuda sería imposible hablar a esos hombres o entender sus palabras.

El pedido me llenó de preocupación, porque de ninguna manera quería yo separarme de Viernes. Tenía muchas razones para no hacerlo; ante todo, Viernes era el compañero de mis viajes y no solamente me había sido fiel en absoluto, sino que me quería de un modo extraordinario, por lo cual yo estaba resuelto a hacer cuanto pudiera por él en el caso de que me sobreviviera, lo que parecía probable. Además había hecho de Viernes un protestante y estaba seguro de que una distinta comunión lo confundiría lamentablemente; mientras viviera se negaría siempre a creer que su amo era un hereje y que moriría condenado. Todo aquello confundiría los principios religiosos del pobre muchacho, llevándolo quizá de nuevo a su antigua idolatría.

Una súbita idea vino en mi auxilio para sacarme de la turbación en que me hallaba, y dije al joven sacerdote que me dolía mucho separarme de Viernes por cualquier motivo que fuese, bien que una tarea que él consideraba aún más preciosa que su vida no podía a mí parecerme menos importante que la simple separación de un sirviente. Sin embargo, agregué, estaba persuadido de que Viernes no consentiría de ninguna manera en alejarse de mi lado y yo no tenía derecho a decidirlo sin su previa aceptación, pues de lo contrario cometería una injusticia teniendo en cuenta la promesa y el compromiso de que jamás se separaría de mi lado a menos que se lo ordenase.

Me pareció que esta negativa lo apenaba mucho, ya que quedaba sin medios para comunicarse con los salvajes y no comprendía una palabra de su lenguaje, y tampoco ellos del suyo. Para salvar esa dificultad le dije entonces que el padre de Viernes sabía hablar español —idioma que el sacerdote entendía— y podría servirle de intérprete. Esto lo animó mucho y ya nadie hubiese logrado disuadirlo de que no se quedara en la isla para convertir a los salvajes. La Providencia, sin embargo, lo dispuso de un modo distinto y mucho mejor.