20. La invasión de los caníbales

Llego ahora a un episodio distinto de todo lo ocurrido antes, tanto a los colonos como a mí mismo. He aquí el relato de lo acontecido.

Una mañana muy temprano arribaron a la costa cinco o seis canoas de indios salvajes, llamadlos como queráis, y no hay duda de que la razón de su desembarco era la de devorar a algunos prisioneros. Este proceder era ya tan familiar a los españoles, así como a mis compatriotas, que no se afligían mayormente por ello, pues la experiencia les había demostrado que la sola precaución a tomar era la de mantenerse oculto todo el tiempo que durara la permanencia de los caníbales en la isla, tras lo cual podrían reanudar su vida corriente; estaba claro además que los salvajes seguían ignorando que la isla tuviese otros habitantes. Sabedores, pues, de su arribo, los colonos se apresuraron a comunicar la novedad a los de las otras plantaciones para que a su vez permanecieran a puertas cerradas, dejando solamente un observador que diera la buena nueva de que las canoas volvían a hacerse a la mar.

Todo esto estaba muy bien pensado, pero un suceso desastroso vino a dar por tierra con las medidas tomadas e hizo conocer a los salvajes que había habitantes en la isla, lo cual trajo por lamentable consecuencia una catástrofe que estuvo a punto de asolar íntegramente la colonia. Ocurrió que apenas alejadas las canoas, los españoles se fueron a reconocer los alrededores, y algunos sintieron curiosidad por bajar a la playa y observar el sitio donde habían estado reunidos los caníbales. Allí, con la imaginable sorpresa, encontraron a tres salvajes profundamente dormidos en el suelo. Era de suponer que, después de hartarse con su bárbaro festín a la manera de las bestias, habían caído vencidos por el sueño y no se movieron cuando los otros retornaron a las canoas, salvo que hubiesen ido a recorrer los bosques, encontrando al regreso que los compañeros se habían marchado.

Tres salvajes profundamente dormidos en el suelo.

Los españoles se quedaron pasmados ante la escena, sin saber a qué atinar. El gobernador español que los acompañaba y al cual pidieron consejo tampoco pudo ayudarlos a salir de dudas. Tenían bastantes esclavos para incorporar otros a la colonia, y en cuanto a matarlos allí mismo ninguno se sentía inclinado a hacerlo. El gobernador me dijo más tarde que les resultaba intolerable la idea de verter sangre inocente; para ellos, aquellos pobres nativos no eran culpables de daño alguno puesto que no habían invadido sus propiedades y carecían de motivo para arrebatarles la vida. Después de consultarse, resolvieron volver a sus escondites hasta que aquellos hombres se marcharan de la isla, pero entonces advirtió el gobernador que los salvajes carecían de canoa y que si se los dejaba vagabundear, terminarían descubriendo la presencia de los pobladores.

Regresaron entonces a la playa donde los tres salvajes seguían profundamente dormidos, y decidieron despertarlos y hacerlos prisioneros. Así fue, con no poco espanto de los pobres nativos al verse atados, ya que al igual que las mujeres pensaban que no tardarían en ser asesinados y comidos. No hay duda de que aquellos hombres creen que todo el mundo hace lo que ellos, pero pronto se los arrancó de su error y se los condujo a lugar seguro.

Fue una suerte que no los llevaran al castillo, es decir, a mi palacio bajo la colina, sino que primeramente los condujeron a la enramada donde tenían el centro de sus tareas rurales tales como cuidar del ganado y los plantíos; más tarde los trasladaron a la morada de los dos ingleses.

Allí se los puso a trabajar, aunque no era mucha la tarea que para ellos había. Ignoro si existió negligencia de parte de sus guardianes, o si pensaron que los prisioneros no lograrían alejarse, pero el hecho es que uno de ellos se escapó, perdiéndose entre los bosques, donde fue imposible encontrarlo.

Pronto se convencieron los colonos que el fugitivo había conseguido volver a su país embarcándose en alguna de las canoas que, llenas de salvajes arribaron tres o cuatro semanas más tarde y se marcharon a los dos días después de su habitual banquete. Este pensamiento los aterrorizó, pues era lógico pensar que el salvaje no tardaría en revelar a sus compatriotas que la isla estaba habitada. Como ya he observado antes, al salvaje no se le había dicho por fortuna cuántos hombres contaba la colonia y dónde vivían, así como tampoco había podido escuchar nunca un disparo de escopeta; habían tenido cuidado de mantener en secreto los demás refugios tales como la gran caverna en el valle, el abrigo que los dos ingleses habían hecho, y otras cosas.

El primer testimonio de que el salvaje había dado la alarma lo tuvieron los colonos unos dos meses más tarde cuando seis canoas conteniendo siete u ocho hombres cada una vinieron a remo por el lado norte de la isla donde jamás acostumbraban desembarcar, y tocaron tierra una hora antes de la puesta del sol, en un excelente sitio a una milla de distancia de las chozas de los dos ingleses a cuyo cargo había quedado justamente el fugitivo. Como dijo más tarde el gobernador español, si todos los colonos hubiesen estado allí en ese momento, la victoria hubiera sido suya sin duda alguna y ni un solo salvaje hubiese escapado, pero la cosa era muy distinta para dos hombres frente a cincuenta. Los ingleses tuvieron la suerte de advertir las canoas cuando se hallaban a una legua de la costa, de modo que aún transcurrió una hora antes de que tocaran tierra, y como lo hicieron a una milla del sitio donde se alzaban las chozas, pasó otro rato antes de que llegasen a ellas. Con suficientes razones para creerse traicionados, lo primero que hicieron los colonos fue atar a los dos esclavos que les quedaban tras lo cual ordenaron a dos de los tres hombres que habían sido traídos junto con las mujeres y que les eran extraordinariamente fieles, que se llevaran consigo a los prisioneros así como a las mujeres y cuanto pudieran transportar; la orden era ocultar a todos en el refugio de los bosques del que ya he hablado, y atar allí a los dos salvajes manteniéndolos bien amarrados hasta que recibieran nuevas instrucciones.

En segundo lugar, y advirtiendo que los enemigos se dirigían directamente hacia donde estaban sus habitaciones, los colonos abrieron los vallados tras los cuales estaban los rebaños de cabras y sacaron afuera el ganado, dejando a las cabras que retozaran a su gusto en los bosques a fin de que los caníbales las creyeran salvajes. Sin embargo, el bribón que venía guiando a los invasores era demasiado astuto para creer tal cosa, y les había señalado con todo detalle el emplazamiento de las cabañas, pues se dirigieron sin vacilar a ellas.

Una vez que los dos asustados colonos hubieron puesto en seguridad a sus esposas y sus bienes, enviaron al tercer esclavo que tenían a su servicio para que corriera a dar la noticia a los españoles y les reclamara auxilio. Tomando sus armas y municiones, se retiraron entonces al refugio del bosque donde estaban ya sus mujeres, y desde esa distancia trataron de observar la conducta de los salvajes.

No se habían alejado mucho cuando, desde un altozano, vieron el pequeño ejército de los caníbales encaminarse directamente a las cabañas, advirtiendo un instante después que las chozas habían sido incendiadas para su cólera y desesperación, ya que aquella pérdida era gravísima, por lo menos durante algún tiempo. Permanecieron observando desde su refugio hasta advertir que los salvajes se dispersaban por los alrededores como bestias salvajes explorando cada sitio, y en toda forma imaginable, a la caza de algún botín y en especial de los moradores de las cabañas cuya existencia no podía ser ya puesta en duda por ellos.

Las chozas habían sido incendiadas.

Viendo esto los ingleses, y al comprender que el refugio donde estaban no era ya muy seguro, pues en cualquier momento uno de los salvajes podía encaminarse hacia allí y tras él muchos otros, consideraron conveniente efectuar una segunda retirada apostándose media legua más atrás; creían ellos, como efectivamente aconteció, que cuanto más avanzaran los salvajes, más se dispersarían, y eligieron como segundo refugio la entrada de la parte más espesa del bosque, donde había un gran tronco de árbol hueco y corpulento, tras el cual tomaron posición ambos colonos resueltos a enfrentarse a lo que se presentara.

No llevaban allí mucho tiempo cuando dos salvajes se acercaron corriendo en su dirección como si hubiesen sabido que estaban allí y se dispusieran a atacarlos; vieron que detrás venían otros tres, y más lejos un nuevo grupo de cinco, todos siguiendo el mismo camino; aparte de ésos divisaron siete u ocho que corrían en otra dirección, y en conjunto producían la impresión de cazadores que están dando una batida.

Los pobres colonos se sintieron perplejos, no sabiendo si debían quedarse y mantener la posición o escapar al punto, pero después de un rápido debate comprendieron que si los salvajes continuaban batiendo los alrededores antes de que llegara auxilio, probablemente descubrirían el escondite en los bosques y se adueñarían de todo. Decidieron, pues, hacerles frente donde estaban, y si resultaban demasiados para contenerlos, trepar a lo alto del árbol desde el cual contaban con defenderse mientras les durasen las municiones y aunque fueran atacados por toda la horda enemiga, que contaba cerca de cincuenta hombres; salvo que a éstos se les ocurriera prender fuego al tronco. Ya resueltos, se trataba de decidir si dispararían sobre los dos primeros o si era preferible quedarse a la espera de los otros tres para atacar al grupo central, separando en esa forma a los dos primeros de los cinco últimos. Dejaron por fin pasar a los dos que venían en primer término, dispuestos a no atacarlos salvo en caso de que fueran descubiertos por ellos. Los indígenas, como si estuviesen de acuerdo, cambiaron de dirección alejándose un poco hacia otro lado del bosque, pero los tres que los seguían y los otros cinco marcharon directamente hacia el árbol como sospechando que los ingleses se escondían allí.

Al verlos avanzar con tanta resolución, decidieron aprovechar que venían casi en línea, y apuntaron a uno después de otro para herir al menos a tres con el primer disparo. El que iba a tirar metió tres o cuatro balines en su mosquete y por un agujero del tronco a modo de tronera tuvo tiempo de apuntar cuidadosamente sin que lo viesen, esperando a que los salvajes estuvieran a treinta yardas del árbol y que el tiro resultara certero.

El colono era demasiado buen tirador como para errar el blanco; aprovechando que los salvajes se acercaban uno detrás de otro y en fila, disparó alcanzando certeramente a dos de ellos. El primero cayó muerto de un tiro en la cabeza; el segundo, que era el indio fugitivo, fue alcanzado por una bala en el cuerpo y cayó aunque no muerto, mientras el tercero, que solamente había recibido un rasguño en el hombro, acaso de la misma bala que atravesara el cuerpo del segundo, se dejaba caer gritando y aullando de la manera más horrorosa.

Los cinco que venían detrás, más asustados por el ruido que por el peligro mismo, se detuvieron al punto, ya que los bosques hacían el sonido mil veces más fuerte de lo que realmente era, multiplicándolo con el eco que venía de todas partes como con los chillidos de las aves que alzaban el vuelo gritando con toda la variedad posible de sonidos, lo mismo que me había sucedido a mí cuando disparé el balazo que fue quizás el primero que se escuchaba en aquella isla.

Pronto volvió a reinar el silencio, y los indios, que todavía no habían comprendido de lo que se trataba, avanzaron temerariamente hasta el sitio donde yacían sus compañeros en tan miserable estado; allí, y sin darse cuenta de que iban a ser víctimas del mismo daño, los infelices se agruparon en torno del herido hablando todos a la vez y seguramente preguntándole quién y cómo lo habían herido; es de imaginar que el otro les contestó que el rayo y el trueno de los dioses habían matado a dos de ellos y alcanzado a herirlo. Digo que es de imaginar, por cuanto no lograban ver a ningún enemigo por los alrededores y al mismo tiempo desconocían las armas de fuego y sus mortíferos efectos; de ninguna manera podían concebir la muerte a distancia por medio de fuego y balas. De lo contrario es de suponer que no se hubieran quedado contemplando tan torpemente el triste destino de sus compañeros sin sentir alguna aprensión por el suyo propio.

Nuestros dos hombres, aunque como me dijeron más tarde sentían verse obligados a matar a esos desdichados salvajes inconscientes del peligro, no podían sin embargo desperdiciar la ocasión ahora que los tenían en sus manos, y por eso el primero volvió a cargar su arma y luego de ponerse de acuerdo sobre cuáles serían sus blancos, hicieron una doble descarga que mató o hirió gravemente a cuatro enemigos; el quinto, paralizado de espanto aunque sin un rasguño, cayó como fulminado con los otros, de modo que nuestros hombres creyeron que habían alcanzado a matarlos a todos.

Esta creencia los llevó a salir imprudentemente del refugio del árbol antes de tener la precaución de cargar otra vez las piezas; fue por cierto un grave error y sintieron no poca sorpresa cuando, al llegar al sitio, encontraron a cuatro hombres vivos, dos de ellos levemente heridos y otro sin la menor lesión. Esto los obligó a caer sobre el enemigo con la culata de los mosquetes, lanzándose primero sobre el salvaje causante de todo lo que sucedía y luego sobre otro, herido en la rodilla, a quienes libraron en un instante de sus dolores. El hombre que no había recibido heridas vino entonces hacia ellos y cayó de hinojos, alzando las manos juntas y haciendo toda clase de demostraciones suplicantes, mientras con lastimeros gemidos pedía que le perdonaran la vida; ellos, naturalmente, no entendieron una sola palabra de cuantas les dijo.

Le ordenaron por fin que fuera a sentarse al pie de un árbol y uno de los ingleses, con un trozo de cordel que por feliz coincidencia llevaba en el bolsillo, le ató fuertemente los pies, así como también las manos a la espalda, y fue entonces a perseguir con toda la rapidez posible a los otros dos salvajes que dejaran pasar al principio, temerosos de que de un momento a otro descubrieran el escondite en el bosque donde habían hecho llevar a sus mujeres y los pocos bienes que poseían. Por un instante divisaron a los dos salvajes, pero estaban demasiado lejos; por fin, y con gran contento, vieron que los enemigos tomaban por un valle que iba hacia el mar, o sea el camino opuesto al que llevaba a su refugio. Satisfechos con esto retornaron al sitio donde habían dejado al prisionero que, como ya lo sospechaban, había sido entretanto libertado por sus camaradas, pues no vieron señales de él, y solamente hallaron al pie del árbol los pedazos del cordel con que lo ataran.

Volvían ahora a sentirse preocupados, sin saber qué actitud tomar, ignorando si el enemigo andaba cerca y cuál era su número; resolvieron entonces acudir al refugio donde estaban sus mujeres para comprobar si nada les había ocurrido y tranquilizarlas, ya que imaginaban el espanto que estarían pasando. Cierto que los salvajes eran compatriotas de aquellas mujeres, pero ellas les tenían igualmente mucho miedo, y quizá todavía más por el hecho de que conocían harto bien sus costumbres.

Al llegar al lugar vieron que los salvajes habían estado explorando el bosque muy cerca del escondite pero sin dar con él. Ciertamente que era inaccesible por los gruesos y juntos que aparecían los árboles, como ya se ha dicho, y nadie que no tuviera un guía sabedor del lugar hubiese podido descubrir aquel refugio. Los colonos hallaron todo sin novedad, salvo las mujeres, que sentían mucho miedo. Mientras permanecían allí tuvieron la alegría de que siete de los españoles acudieran en su ayuda, en tanto los otros diez con sus sirvientes y el viejo Viernes (quiero decir el padre de Viernes) habían formado un grupo para defender la enramada y el ganado y provisiones allí acumulados, en caso de que a los salvajes se les diera por explorar aquella parte de la isla, cosa a la que no se atrevieron.

Con los siete españoles vino uno de los tres salvajes tomados prisioneros en la anterior ocasión, y también el salvaje a quien los dos ingleses habían dejado atado de pies y manos al pie de un árbol; ocurrió que la partida de españoles pasó por ese sitio, hallando el campo de batalla con los siete muertos, y luego de desatar al salvaje lo obligaron a que marchara con ellos hasta el escondite donde nuevamente fue amarrado en compañía de los otros dos esclavos que mantenían asegurados, pues eran de la partida del fugitivo que lograra huir de la isla.

Aquellos prisioneros principiaron de inmediato a ser motivo de preocupación para los españoles, y tanto temían la posibilidad de que alguno se escapara, que en determinado momento resolvieron matarlos a todos, convencidos de que la seguridad de la colonia exigía aquella medida. El gobernador español se negó, sin embargo, a dar su consentimiento, ordenando en cambio que los prisioneros fueran llevados a la gran caverna del valle y mantenidos allí con una guardia de dos españoles que se encargarían a la vez de darles de comer, cosa que fue cumplida esa misma noche dejándolos atados de pies y manos en la caverna.

Cuando se sintieron protegidos por los españoles, los dos ingleses recobraron de tal modo el coraje que no pudieron quedarse más tiempo inactivos en el refugio. Con las precauciones del caso resolvieron ir hasta su arruinada plantación, pero cuando les faltaba poco para llegar a ella y alcanzaron la línea de la costa, vieron con claridad a los salvajes que se embarcaban en sus canoas para hacerse a la mar.

Al principio lo lamentaron, ya que no había tiempo de ponerse a tiro para hacerles una descarga de despedida, pero pronto se sintieron muy satisfechos de haberse librado de los enemigos.

Por segunda vez se veían los pobres ingleses completamente arruinados y con sus bienes destruidos; el resto de la colonia decidió acudir en su ayuda mientras reconstruyeran las chozas y darles entretanto todo lo que necesitaran. Los otros tres ingleses, que no se destacaban sin embargo por su inclinación al bien, tan pronto se enteraron de lo ocurrido vinieron de inmediato (ya que viviendo mucho más al este no habían sabido nada de la lucha hasta que todo hubo cesado) y ofrecieron su ayuda y asistencia, trabajando con toda cordialidad durante muchos días hasta reconstruir las chozas y disponer lo necesario para sus habitantes; así en poco tiempo, ambos colonos pudieron reanudar su vida habitual.

Dos días después tuvieron la satisfacción de encontrar tres canoas arrojadas a la costa, y a cierta distancia los cuerpos de dos salvajes ahogados y, recordando que la noche en que se marcharan de la isla había soplado un viento muy fuerte, dedujeron que una tormenta había sorprendido a la flotilla en alta mar.

Con todo, si algunos perecieron, es evidente que buen número alcanzó a salvarse llevando a los demás la noticia de lo ocurrido y de cuanto les había pasado en la isla, excitándolos así a intentar otro desembarco de la misma naturaleza que, por lo visto, resolvieron realizar con suficientes fuerzas para asolar cuanto se les presentara. Cierto que, fuera de lo que les había dicho el salvaje fugitivo acerca de los habitantes de la isla, nada podían ellos agregar por experiencia propia, ya que no alcanzaron a ver a ninguno; y como el primer informante había muerto, no tenían otros testigos que pudiesen confirmar su aserto.

Pasaron cinco o seis meses antes de que tuvieran nuevas noticias de los salvajes, y durante ese tiempo nuestros hombres abrigaron esperanzas de que hubiesen olvidado su fracaso o bien que no se creyeran con fuerzas para desquitarse, cuando he aquí que repentinamente fueron invadidos por una formidable flota que no bajaba de veintiocho canoas atestadas de salvajes armados de arcos y flechas, pesadas mazas, espadas de madera y otras armas de guerra; tan grande era su número que al calcularlo los colonos cayeron en la más profunda consternación.

Como la flota llegó a la costa por la tarde y desembarcaron en el extremo oriental de la isla, los colonos tuvieron toda la noche para consultarse sobre lo que debían hacer. En primer término, y considerando que mantenerse completamente ocultos había sido hasta entonces su único medio de salvación, y mucho más ahora que el número de salvajes era tan grande, resolvieron derribar las dos chozas de los colonos ingleses y conducir su ganado a la caverna, pues tenían la seguridad de que apenas fuera de día los salvajes se encaminarían directamente hacia allá para repetir su anterior devastación, pese a que ahora habían tocado tierra a más de dos leguas de distancia.

En segundo término retiraron las cabras que tenían en la vieja enramada, y que pertenecían a los españoles, tratando de borrar en lo posible toda huella de la presencia humana en esos parajes. Entonces, cuando vino el día, concentraron sus fuerzas en la plantación de los dos colonos, aguardando el avance enemigo. Ocurrió tal como lo presumían: los nuevos invasores, dejando las canoas en la extremidad oriental de la isla, corrieron a lo largo de la costa y luego directamente hacia aquel lugar, en número de unos doscientos cincuenta, según calcularon nuestros hombres. El ejército defensor era harto pequeño, y para colmo las armas ni siquiera alcanzaban. El total, según me parece, era el siguiente.

Corrieron a lo largo de la costa.

Ante todo los hombres:

Las armas que poseían eran las siguientes:

Los esclavos no recibieron ningún arma de fuego, pero cada uno tenía una alabarda, o más bien un asta o bastón largo con una punta de hierro asegurada al extremo, además de una hachuela que llevaba en el costado; nuestros hombres tenían también un hacha cada uno. Dos de las mujeres, a quienes no se pudo impedir que participaran en el combate, llevaban arco y flechas que los españoles habían recogido después del episodio ya narrado cuando los salvajes combatieron entre sí; las dos mujeres tenían asimismo hachas al costado.

El gobernador español, del cual he hablado tantas veces, era quien los comandaba, y William Atkins, que aunque altamente peligroso por su perversidad era el más temerario y valiente de los hombres, fue su teniente. Los salvajes corrieron al ataque como leones, y nuestros hombres los esperaron careciendo, para mayor desdicha, de una buena posición de defensa. Will Atkins, sin embargo, que en aquella ocasión demostró su valer, se había apostado con seis hombres detrás de un tupido matorral como guardia avanzada, con órdenes de dejar pasar a los primeros y disparar luego sobre el centro de los atacantes, apresurándose de inmediato a retroceder con toda la rapidez posible y, dando un rodeo por los bosques, volver por la retaguardia de los españoles que esperaban a su vez apostados detrás de un bosquecillo.

Cuando aparecieron los salvajes, lanzándose al ataque en desordenados grupos, William Atkins dejó pasar a unos cincuenta de ellos; viendo luego venir al resto en grupo cerrado, ordenó a tres de sus hombres que tiraran, después de haber cargado los mosquetes con seis o siete balas de pistola cada uno. Cuántos alcanzaron a matar o herir no lo supieron, pero la consternación y la sorpresa de los salvajes fue indescriptible. Aterrados hasta lo indecible al oír tan espantoso estruendo, contemplaban caer a sus compañeros muertos o heridos sin poder precisar quiénes los atacaban. En medio de esa confusión, William Atkins y los otros tres tiraron nuevamente sobre el grupo más espeso, y menos de un minuto después vino una tercera descarga hecha por los tres primeros que ya habían tenido tiempo de cargar sus piezas.

Si Atkins y su gente se hubieran retirado inmediatamente después de las descargas como se les había ordenado, o si el resto de los defensores hubiese estado a distancia conveniente para mantener un continuo fuego, los salvajes hubieran sido totalmente arrollados porque el terror que los dominaba venía principalmente de lo que suponían el fuego y el trueno de los dioses, ya que no veían a quienes los estaban hiriendo. Pero Will Atkins, quedándose para cargar otra vez las armas, les reveló la verdad de lo que ocurría; algunos salvajes, que a distancia habían alcanzado a divisarlos, cargaron sobre ellos, y aunque Atkins y los suyos dispararon dos o tres veces sus armas y mataron a cerca de veinte, retirándose después con toda la rapidez posible, los salvajes por su parte alcanzaron a herir al mismo Atkins y mataron a uno de sus compatriotas a flechazos, tal como más tarde eliminaron a un español y a uno de los esclavos indios que habían venido con las mujeres. Aquel esclavo, de una bravura extraordinaria, combatió desesperadamente, llegando a matar a cinco enemigos en lucha cuerpo a cuerpo sin otras armas que una de las alabardas y el hacha.

Habiendo muertos dos hombres, y con Atkins herido, el grupo avanzado retrocedió a un terreno más alto en el interior del bosque; en cuanto a los españoles, después de tres descargas consecutivas, se replegaron a su turno. Tan grande era el número de los atacantes y tan encarnizados se mostraban —aunque tenían ya más de cincuenta muertos y muchos heridos— que se lanzaron nuevamente al ataque despreciando el peligro, y sus flechas llovieron como una nube. Era de admirar que aquellos guerreros heridos pero no imposibilitados para la lucha parecían enfurecerse más al sentirse lastimados y peleaban como bestias salvajes.

Al retirarse los nuestros dejaron abandonados sus dos muertos el español y el inglés; entonces los salvajes, abalanzándose sobre los cadáveres, los despedazaron de la manera más horrible, rompiéndoles brazos, piernas y cabezas con golpes de maza y de espada, mostrando así su monstruoso salvajismo. Aunque advirtieron que los defensores habían retrocedido, no mostraron intenciones de perseguirlos sino que formaron una especie de círculo, lo que según parece constituye una costumbre entre ellos, y lanzaron un doble alarido en señal de victoria; tras de lo cual tuvieron sin embargo el disgusto de ver morir a varios de los suyos que yacían heridos y que no pudieron resistir la pérdida de sangre.

Luego de reunir su pequeña fuerza en una eminencia, el gobernador español vio que Atkins, aunque herido, quería cargar de inmediato sobre los enemigos, y se dirigió a él diciéndole:

—Señor Atkins, ya habéis visto cómo pelean los salvajes heridos; mejor será entonces dejarlos tranquilos hasta mañana, en que la pérdida de sangre los habrá debilitado y sentirán todo el dolor y el entumecimiento de sus llagas; de esa manera serán muchos menos los que tendremos que combatir.

El consejo era bueno, pero a él respondió alegremente Will Atkins:

—Es muy cierto, señor, pero a mí me pasará lo mismo que a ellos y es por eso que quisiera reanudar la lucha mientras me duren las fuerzas.

—¡Bravo, señor Atkins! —exclamó el español—. Habéis peleado valientemente y cumplido con vuestro deber; si mañana no estáis en condiciones de hacerlo nosotros os reemplazaremos, pero hasta entonces creo mejor esperar.

Así se hizo, pero como la noche era de plenilunio y a su luz vieron que los salvajes permanecían en gran desorden en torno a sus muertos y heridos, decidieron por fin caer sobre ellos aprovechando ambas cosas y ver de hacerles una buena descarga antes de ser descubiertos. Esto resultó factible pues uno de los ingleses, en cuyo dominio se había desarrollado la lucha, los guió por entre los bosques y luego hacia el oeste de la costa, hasta que girando rumbo al sur los trajo tan cerca de los salvajes que, antes de que fuesen vistos u oídos, ocho hombres hicieron una descarga cerrada contra el grupo más numeroso de enemigos, ocasionando espantosa matanza. Medio minuto más tarde otros ocho hombres volvieron a tirar, habiendo puesto municiones en tal cantidad que gran número de salvajes resultaron muertos o heridos, y todo esto sin que alcanzaran a ver a quienes de tal modo los exterminaban ni el camino mejor para emprender la fuga.

Con la mayor rapidez posible los españoles cargaron otra vez sus armas y luego, dividiéndose en tres cuerpos, resolvieron caer al mismo tiempo sobre el enemigo. Cada cuerpo contaba con ocho combatientes, lo que sumaba veinticuatro, de los cuales veintidós hombres y dos mujeres, las que, dicho sea de paso, pelearon denodadamente.

Dividieron las armas de fuego entre ellos, y lo mismo hicieron con las alabardas y picas; hubieran querido que las mujeres permaneciesen en la retaguardia, pero éstas seguían dispuestas a morir junto a sus esposos. Formados así, salieron del bosque y se precipitaron sobre el enemigo lanzando terribles gritos con toda la fuerza de que eran capaces. Los salvajes se agruparon precipitadamente pero en la más espantosa confusión, al oír los alaridos de nuestros hombres que venían desde tres direcciones distintas. De haberlos visto, hubieran luchado sin duda y por cierto que, apenas llegaron a enfrentarse con ellos, hubo muchos disparos de flechas y el pobre padre de Viernes fue herido, aunque no de gravedad. Pero nuestros hombres no les dieron tiempo de rehacerse, pues corriendo hacia ellos desde tres sitios, descargaron al unísono sus armas y luego se precipitaron en lucha cuerpo a cuerpo armados con las culatas de sus mosquetes, las espadas, alabardas y hachuelas; tan bien las emplearon que muy pronto, con aullidos y gritos de desesperación, los salvajes se dispersaron a toda carrera y sin rumbo fijo, tratando de salvar la vida.

Nuestros hombres estaban agotados de fatiga; en los dos combates habían matado o herido mortalmente a casi ciento ochenta enemigos. El resto, aterrado hasta perder completamente la cabeza, se dispersó por bosques y colinas con toda la rapidez que el miedo y sus ágiles pies podían prestarles; y como los nuestros no se preocuparon mucho por perseguirlos, terminaron por descender a la costa y reunirse en el sitio donde habían dejado las canoas. Sin embargo, otro desastre les esperaba allí, pues aquella noche sopló un furioso huracán del lado del mar impidiéndoles la menor tentativa de fuga. La tormenta duró la noche entera, y cuando vino la marea arrastró las canoas tan adentro de la costa que les costó infinito trabajo volver a botarlas, mientras no pocas se destrozaban contra las rocas de la playa o al chocar entre sí.

Aunque muy contentos con la victoria, los nuestros apenas tuvieron descanso esa noche; habiéndose refrescado lo mejor posible, decidieron encaminarse al sitio donde debían estar los salvajes y ver en qué situación se encontraban. Pasaron naturalmente por el lugar donde se había librado la batalla, y hallaron a varios infelices que aún no habían muerto, aunque no había para ellos esperanza de vida. Fue aquél un penoso espectáculo para seres de alma generosa, ya que un hombre cabal, aunque obligado por la ley de la guerra a destruir a su oponente, no encuentra sin embargo, placer en su desgracia. Con todo, no les fue necesario adoptar providencia en este caso, pues los mismos salvajes que les servían de esclavos se apresuraron a rematar a aquellos heridos con sus hachas.

Se apresuraron a rematar a aquellos heridos.

Por fin, llegaron al sitio donde se encontraba congregado en la forma más lastimosa el resto del ejército salvaje, del cual quedaban aún cerca de cien hombres. Casi todos aparecían sentados en la arena, con el mentón apoyado en las rodillas y la cara cubierta por las manos en actitud de abatimiento.

Cuando los nuestros estuvieron a dos tiros de mosquete, el gobernador español ordenó que se hicieran dos disparos sin bala, para alarmarlos. Deseaba averiguar por su reacción qué podía esperarse de ellos, es decir, si aún les quedaban deseos de pelear o estaban tan absolutamente abatidos que todo su ánimo se hubiera perdido y fuese entonces posible proceder en otra forma con ellos.

La estratagema dio resultado, pues tan pronto los salvajes oyeron el primer disparo y vieron el resplandor del segundo, se levantaron con señales de profunda consternación, y como nuestros hombres avanzaban entretanto rápidamente hacia ellos, corrieron en confusión lanzando horribles alaridos y haciendo todos una especie de clamoreo cuyo sentido no comprendían los de nuestro bando por no haberlo oído jamás antes; y así, encaramándose por las colinas, los salvajes se dispersaron en el interior de la isla.

Los colonos habían deseado al principio que el tiempo estuviese sereno a fin de que los derrotados salvajes huyeran al mar, pero no pensaron entonces que esto hubiera significado su pronto retorno en cantidades tan inmensas como para hacer inútil toda resistencia o, por lo menos, que las invasiones se hubieran repetido con tanta frecuencia como para desolar la isla y hacer morir de hambre a la colonia. Fue entonces cuando Will Atkins, quien a pesar de encontrarse herido permanecía junto a sus compañeros, demostró ser el mejor consejero de todos, opinando que debía aprovecharse la ventaja adquirida, situarse entre los fugitivos y sus canoas y privarlos en esa forma de toda posibilidad de que volviesen alguna vez a asolar la isla.

Discutieron mucho esta idea, y algunos se oponían sosteniendo que era peligroso que los salvajes se refugiaran en los bosques y vivieran allí en constante amenaza para los colonos, obligándolos a salir a cazarlos como a fieras salvajes y cuidarse de todo movimiento así como mantener constante vigilancia sobre los plantíos, con el riesgo de que los rebaños fueran asolados y la vida, por fin, se convirtiera en un motivo de constante angustia.

A esto repuso Will Atkins que resultaba preferible vérselas con cien salvajes que con cien pueblos, y que así como ahora era necesario destruir las canoas lo mismo habría que hacer más tarde con los hombres, a menos de resignarse a perecer a sus manos. En una palabra, mostró tan claramente la necesidad de lo que aconsejaba, que todos terminaron por convencerse; poniéndose entonces a la tarea buscaron leña seca en el bosque e intentaron incendiar las canoas, lo que no fue posible por el grado de humedad de la madera. De todos modos, el fuego alcanzó a carbonizar la parte superior, tornándolas completamente inútiles para hacerse a la mar. Cuando los indios vieron lo que hacían con sus piraguas, algunos salieron de los bosques y acercándose todo lo posible a nuestros hombres se dejaron caer de rodillas y gritaron: «¡Oa, oa! ¡Waramoka!», así como otras palabras en su idioma que ninguno de los nuestros entendía; pero sí advirtieron los gestos suplicantes y quejumbrosos lamentos por los cuales pedían que no les estropearan las canoas, ofreciendo embarcarse al punto y no regresar nunca más.

Los colonos se sentían ahora plenamente convencidos de que la única manera de salvar sus vidas y sus bienes estaba en impedir que uno solo de aquellos hombres se alejara rumbo a su nación; era evidente que si algún fugitivo alcanzaba a contar lo acontecido a sus compatriotas, la comunidad sería masacrada. Dándoles entonces a entender que no estaban dispuestos a apiadarse, siguieron destrozando las piraguas que la tormenta no había ya estropeado antes; al ver esto los salvajes dejaron escapar un horrible alarido que fue claramente escuchado por nuestros hombres, tras de lo cual se lanzaron a recorrer la isla como locos, tanto que nuevamente los colonos se encontraron sin saber qué medidas adoptar a su respecto.

A pesar de toda su prudencia, los españoles no pensaron que mientras exasperaban de esa manera a aquellos hombres hubiera sido necesario mantener una guardia en las plantaciones. Cierto que habían salvado los rebaños de cabras y que los indios no dieron con el refugio principal, es decir, mi viejo castillo en la colina, como tampoco la caverna del valle, pero sí descubrieron mi plantación en la enramada y la redujeron a ruinas, arrancando los vallados y destrozando los plantíos, pisoteando el grano, rompiendo las viñas que estaban entonces casi en su punto y causando a la colonia un daño inmenso aunque sin lograr el menor provecho para sí mismos.

Aunque los nuestros estaban listos para pelear con los salvajes dondequiera los hallasen, no se sentían sin embargo en condiciones de perseguirlos u organizar una cacería; aquellos hombres eran demasiado rápidos para ellos cuando los sorprendían y a su vez los nuestros no se atrevían a andar solos por miedo de ser repentinamente rodeados.

Por suerte el enemigo carecía de armas pues, aunque los vencidos conservaban sus arcos, habían ya gastado todas las flechas y no poseían material para reponerlas, faltándoles otras armas punzantes que pudieran emplear en su reemplazo.

La miserable situación a que se veían reducidos era en verdad terrible, pero a la vez los colonos estaban sujetos por su culpa a un estado de cosas altamente peligroso; aunque sus refugios se habían salvado, la mayor parte de las provisiones resultó destruida así como arruinada la cosecha, de forma que no veían la manera de arreglárselas. Lo único a salvo era el ganado, que habían hecho llevar al valle donde estaba la caverna, y algo de grano que crecía en ese lugar; además tenían la plantación de los tres ingleses, William Atkins y sus compañeros, reducidos ahora a dos, por cuanto el otro había sido muerto de un flechazo que lo alcanzó justamente en la sien de tal modo que cayó fulminado; es digno de notarse que se trataba del mismo bárbaro individuo que hiriera de un hachazo a un pobre esclavo y que más tarde pretendiera asesinar a todos los españoles.

Pienso que la situación de los colonos era por ese entonces peor que la mía en la época en que descubrí los granos de cebada y arroz y me puse a sembrarlos así como a domesticar animales; ellos estaban ahora acechados por lo que podríamos llamar cien lobos dispuestos a devorar cuanto encontraran, aunque difícilmente pudiesen llegar hasta sus personas.

Lo primero que resolvieron luego de comprender claramente las circunstancias en que vivían fue tratar de que los salvajes quedaran acorralados en la parte más alejada de la isla por el lado S.O. a fin de que si nuevos grupos enemigos desembarcaban no se produjera un encuentro entre ellos; luego se dedicarían a perseguirlos y cazarlos diariamente, matando a todos los que pudieran hasta disminuir su número, y si por fin conseguían reducir por las buenas a los restantes y persuadirlos de que se entregaran buenamente, les darían grano y verían de enseñarles el modo de plantarlo para que vivieran de su trabajo.

Conforme a esto principiaron a hostigarlos de tal modo, aterrorizándolos con los disparos de las armas de fuego, que pocos días más tarde bastaba hacer una descarga para que los salvajes cayeran al suelo como muertos aunque las balas no los hubiesen rozado; tan aterrados vivían que se fueron alejado más y más, siempre seguidos de cerca por nuestros hombres quienes, matando o hiriendo diariamente a algunos, los obligaron a permanecer ocultos en la profundidad de los bosques y hondonadas y reducidos a la peor miseria por falta de alimentos; muchos de ellos fueron hallados muertos en los bosques, y la carencia de heridas probaba que habían perecido de hambre.

La contemplación de tan penosas escenas hizo sufrir a los colonos, que se sentían movidos a la piedad, en especial el gobernador español que era el más caballeresco y generoso espíritu que haya yo conocido en toda mi vida; fue él quien propuso que si era posible se apresara vivo a un salvaje para hacerle entender cuáles eran las intenciones de los atacantes y enviarlo luego como intermediario a fin de convencer a los restantes que aceptasen las condiciones impuestas y salvaran así sus vidas evitando a la vez nuevos daños a los colonos.

No pasó mucho sin que cayera uno en sus manos; tan débil y medio muerto de hambre estaba que resultó fácil capturarlo. Se mostró muy hosco al principio negándose a comer y beber, pero como advirtiera con cuánta amabilidad se le trataba y que se le daban alimentos en vez de atormentarlo, comenzó a mostrarse más dócil y sumiso.

Le trajeron entonces al anciano padre de Viernes para que hablase frecuentemente con él y le explicara cuán generosos serían los demás con todos ellos, insistiendo en que no sólo respetarían sus vidas sino que les entregarían una parte de la isla para que viviesen en ella, previa promesa de que no saldrían de los límites establecidos y no intentarían traspasarlos con intenciones dañinas. Le prometió que les darían suficiente grano para que tuviesen una plantación propia y no les faltara pan, y que hasta entonces recibirían comida de los colonos. Por fin, el padre de Viernes indicó al salvaje que volviese a reunirse con los suyos y les repitiera sus palabras, asegurándoles además que si no aceptaban de inmediato aquellos términos serían exterminados sin piedad.

Los pobres infelices, completamente amansados y reducidos apenas a unos treinta y siete, aceptaron sin vacilar la propuesta rogando que se les diera algún alimento; al conocer esto, doce españoles y dos ingleses bien armados y seguidos de tres esclavos y del padre de Viernes, se encaminaron al sitio donde aquéllos se hallaban reunidos. Los esclavos indios llevaban consigo gran cantidad de pan, tortas de arroz secadas al sol y tres cabras vivas; se les ordenó a los salvajes que se congregaran junto a una colina, donde se sentaron a comer aquellas provisiones con profundo agradecimiento, mostrándose mucho más fieles a la palabra empeñada de lo que podría haberse pensado, ya que desde entonces y excepto cuando acudían a pedir vituallas e instrucciones jamás traspasaron los límites que les habían fijado, y allí vivían cuando yo arribé a la isla, por lo cual fui a conocerlos.

Se sentaron a comer aquellas provisiones con profundo agradecimiento.

Los españoles les enseñaron a plantar el grano y a hacer pan, el modo de criar cabras y ordeñarlas; de haber tenido mujeres consigo, pronto aquel grupo se hubiera convertido en un verdadero pueblo. Estaban confinados en una lengua de tierra, con elevados peñascos a sus espaldas y una llanura que iba en descenso hacia el mar, mirando al ángulo sudeste de la isla. Tenían tierra de sobra, la que era sumamente fértil; su dominio alcanzaba a medir una milla y media de ancho por tres o cuatro de largo.

Nuestros hombres les enseñaron a hacer azadas de madera, tal como yo había procedido antes; les entregaron doce hachuelas y tres o cuatro cuchillos, y así vivieron los salvajes convertidos en las criaturas más dóciles y humildes de que se tenga noticia.

Después de esto la colonia gozó de absoluta tranquilidad en lo que respecta a los salvajes, hasta que llegué a visitarla unos dos años más tarde; no faltaban a veces algunas canoas de indios que arribaban a la costa para celebrar sus monstruosos festines triunfales, pero como había muchas naciones de caníbales, probablemente ignoraban la existencia de aquellos que arribaran antes que ellos, de manera que nunca mostraron intenciones de explorar la isla o averiguar el destino de sus compatriotas; por otra parte, aunque lo hubiesen intentado era casi imposible que dieran con ellos.

Con esto me parece haber hecho una completa relación de todo lo sucedido en la colonia hasta mi regreso, por lo menos en cuanto a los episodios dignos de recuerdo. Los indios habían sido admirablemente civilizados por los colonos, y con frecuencia acudían éstos a visitarlos ya que habían prohibido bajo pena de muerte cruzar el límite a los salvajes, a fin de evitar que sus refugios fueran descubiertos por segunda vez.

Hay algo digno de ser conocido, y es la forma en que enseñaron a los salvajes el arte de la cestería, tanto que bien pronto sobrepujaron a sus maestros; eran habilísimos en la forma de combinar y tejer el mimbre haciendo toda clase de cestas, cedazos, jaulas, armarios y otras cosas, tales como verdaderas sillas donde era posible sentarse, banquillos, camas y variedad de objetos que probaban su ingenio en dicha tarea una vez que habían recibido la iniciación de los colonos.

Mi llegada a la isla fue particularmente grata a aquellas gentes, porque pudimos proveerlas con cuchillos, tijeras, azadas, palas, picos y todos los instrumentos que pudieran precisar para su trabajo.

Con ayuda de tales herramientas se mostraron tan habilidosos que se animaron a construir sus viviendas, haciendo chozas verdaderamente bonitas; las paredes estaban tejidas con mimbres a manera de un enorme cesto, lo cual les daba un aspecto extraordinario, pero resultaban doblemente útiles contra el calor y los insectos. Tanto se maravillaron nuestros hombres al ver ese trabajo, que pidieron a los salvajes que hicieran lo mismo para ellos, de manera que cuando llegué a la isla y fui a visitar la colonia de los dos ingleses, a la distancia me pareció que estaban viviendo como abejas en una colmena. En cuanto a Will Atkins, que se había transformado en un hombre trabajador y atemperado, él mismo construyó su choza de mimbres con una destreza inigualable. Por cierto que este hombre mostraba suma habilidad en muchas cosas de las cuales no había tenido anteriormente noción. Se fabricó una fragua con dos fuelles de madera para avivar el fuego; hizo carbón para calentar la fragua, y con una de las alzaprimas de hierro consiguió un yunque bastante pasable, pudiendo entonces dedicarse a fabricar diversas cosas, pero especialmente ganchos, chapas, clavijas, cerrojos y goznes.

No creo que en el mundo entero pudiera encontrarse una construcción de mimbre tan excelentemente realizada. En esa gran colmena vivían las tres familias, es decir, Will Atkins y su compañero, así como la viuda del que había muerto con sus tres hijos, a todos los cuales no les fue rehusado compartir cuanto poseían. Participaban en igual medida del grano, la leche y las pasas, y cuando mataban un cabrito o encontraban una tortuga en la costa igualmente recibían su parte, de manera que todos ellos vivían muy bien aunque no eran tan industriosos como los otros dos ingleses, cosa que ya ha sido observada anteriormente.

En esa gran colmena vivían las tres familias.

Algo hay sin embargo que no puede aquí ser omitido, y es que en lo referente a religión no parece que aquellas gentes se preocuparan en lo más mínimo de profesarla. Cierto que frecuentemente venía a sus mentes la idea de que existe un Dios, pero esto a través del ordinario método de los marineros, es decir, jurando por su nombre. En cuanto a las mujeres, pobres e ignorantes salvajes, sus almas no habían ganado gran cosa al ser tomadas en matrimonio por individuos a quienes llamaremos cristianos; esos hombres sabían bien poco de la existencia divina y eran por tanto incapaces de enseñar tales nociones a sus mujeres, o revelarles cualquier cosa concerniente a la religión.

Lo más que puedo decir sobre el adelanto que lograron las mujeres con la compañía de los colonos es que aprendieron bastante bien el inglés; todos sus niños, que eran cerca de veinte en total, fueron también enseñados desde muy pequeños a hablar inglés, aunque al comienzo lo hacían de una manera chapurreada como sus madres. Ninguno de aquellos niños tenía más de seis años cuando llegué a la isla, ya que apenas habían transcurrido siete desde que trajeran a las mujeres, pero cada colono tenía ya varios hijos. Las madres se mostraban sumisas, hacendosas y trabajadoras, modestas y llenas de recato, así como dispuestas a auxiliarse mutuamente y muy respetuosas hacia sus amos —puesto que no debo llamarles esposos—. Sólo hubieran necesitado ser instruidas en los principios de la religión cristiana y legítimamente casadas, todo lo cual se logró felizmente más tarde por mi arribo a la isla, o, por lo menos, como consecuencia de mi llegada a ella.