16. Fortuna de Robinson

Al llegar a mi patria era yo en ella tan desconocido como si jamás hubiera pisado antes su suelo. Mi benefactora y depositaria, a quien dejara mi dinero, vivía aún, pero sufriendo grandes privaciones a causa de reveses de fortuna; había enviudado por segunda vez y llevaba una existencia sumamente modesta. Me apresuré a tranquilizarla sobre lo que me debía, asegurándole que no pensaba reclamarle nada; por el contrario, mi gratitud hacia su antigua fidelidad me llevó a ayudarla en cuanto mi pequeño peculio lo permitía. Cierto que en ese momento era bien poco lo que pude hacer por ella, pero le aseguré que jamás olvidaría sus bondades para conmigo, y como se verá más adelante cumplí mi promesa cuando estuve en condiciones de acudir en su ayuda.

Viajé luego a Yorkshire, hallando que mis padres habían muerto y de la familia sólo quedaban dos hermanas, así como dos niños de uno de mis hermanos. Tanto tiempo había sido dado por muerto en mi hogar que no me habían reservado bienes, de manera que me encontré privado de auxilio y la pequeña cantidad de dinero que llevaba conmigo no era suficiente para establecerme de una manera apropiada en la sociedad.

Recibí, sin embargo, una muestra de gratitud que no esperaba. El capitán del barco tan providencialmente salvado por mí junto con su navío y cargamento elevó un detallado informe de lo ocurrido a sus armadores, contándoles cómo había yo procedido. Recibí entonces una invitación para que acudiese a verlos, y los encontré en compañía de otros comerciantes, siendo objeto de afectuosas muestras de gratitud así como de un regalo de casi doscientas libras esterlinas.

Después de reflexionar detenidamente sobre las circunstancias en que me encontraba y las escasas posibilidades de iniciar una empresa con los medios de que disponía, decidí ir a Lisboa y ver de lograr allí algún informe sobre el estado de mi plantación del Brasil, así como la suerte de mi socio, del que imaginaba naturalmente que me habría dado por muerto muchos años atrás.

Saqué pasaje a Lisboa, a la que arribé en el mes de abril. Mi criado Viernes me acompañaba en todas aquellas andanzas, mostrándose en todo momento lleno de fidelidad hacia mí.

Al llegar a Lisboa me puse a buscar y tuve al fin la satisfacción de ver a mi viejo amigo el capitán que me rescatara del mar, en la costa africana. Estaba muy anciano y se había retirado dejando a su hijo, ya hombre, a cargo del buque, que continuaba haciendo el tráfico con Brasil. El capitán no me reconoció, y a mí mismo me fue difícil reconocerlo a él, pero después de un momento recordé sus facciones, y lo mismo le ocurrió con las mías.

Después de regocijarnos mutuamente con la reanudación de nuestra vieja amistad le pregunté, como es de imaginar, por el estado de mi plantación y lo que había sido de mi socio. El anciano me dijo que no había viajado al Brasil en los últimos nueve años, pero que podía asegurarme que al abandonar aquellas tierras mi socio vivía aún; en cuanto a los apoderados, a quienes yo dejara junto con aquél al cuidado de mis bienes, ambos habían muerto.

Con todo creía posible lograr un buen detalle del adelanto de mi plantación, pues luego de haberse difundido la creencia de que me había ahogado en un naufragio, mis apoderados se apresuraron a rendir cuentas de mi parte al procurador fiscal, quien decidió adjudicar aquellos bienes, en tanto no me presentase yo a reclamarlos, un tercio al fisco y dos tercios al monasterio de San Agustín, que los empleaba en beneficio de los pobres y la conversión de los indios al catolicismo.

Naturalmente bastaría que yo me presentara, o enviase a alguien con suficiente poder para reclamar los bienes en mi nombre, para que todo me fuese entregado. Solamente no me serían devueltas las rentas anuales, que habían sido destinadas a usos de caridad. El capitán me aseguró que el administrador real de las rentas de tierras, así como el «provedidore» o ecónomo del monasterio, habían tenido gran cuidado de que mi socio rindiera anualmente cuenta de lo producido por la plantación, de la cual recibían la mitad.

Le pregunté si estaba al tanto de las mejoras introducidas en la plantación, y si valía la pena que yo me embarcase rumbo al Brasil; también quise saber si a mi llegada no encontraría dificultades en la toma de posesión de mi parte. Me dijo que ignoraba con exactitud hasta qué punto había crecido la plantación, pero sí sabía que mi socio era ahora un hombre muy rico con sólo el producto de una mitad del total. También recordaba haber oído que el tercio de mi parte consagrado al fisco —que aparentemente era entregado a otro monasterio o fundación religiosa— sumaba más de doscientos moidores[2] anuales.

En cuanto a la toma de posesión de mis bienes, él no encontraba la menor dificultad, ya que mi socio vivía y podría testimoniar de mis derechos, fuera de que mi nombre estaba debidamente inscrito en el registro de propietarios.

Agregó que los sucesores de mis dos apoderados eran excelentes y honestas personas, dueñas de gran riqueza, por lo cual yo tendría no solamente ayuda para recobrar mis posesiones sino que recibiría una gran suma de dinero, producto de lo rendido por la plantación antes de que pasara a manos del estado en la forma señalada, cosa ocurrida unos doce años atrás según creía recordar.

Al escuchar sus palabras, me mostré sumamente preocupado e inquieto y quise saber cómo era posible que aquellos apoderados hubiesen dispuesto a su manera de mis efectos, siendo que yo había hecho testamento antes de embarcarme por el cual lo declaraba a él, el capitán portugués, mi legatario universal.

Me dijo que eso era cierto, pero que no existiendo prueba de que yo hubiese muerto no podía él actuar como ejecutor testamentario hasta tanto se recibiera testimonio seguro de mi desaparición.

Fuera de eso, no había querido intervenir en un asunto radicado en tierras tan remotas, aunque había registrado debidamente mi testamento a fin de que constasen sus derechos. De haber tenido prueba cierta de mi muerte, hubiese actuado por procuración recibiendo el «ingenio» —como llaman a las fábricas de azúcar— por intermedio de su hijo, que se encontraba actualmente en el Brasil.

—Sin embargo —agregó el anciano— tengo que daros algunas otras noticias que acaso no os resulten tan agradables. Creyendo que habíais muerto, como lo creía todo el mundo, vuestro socio y los apoderados me rindieron cuentas y entregaron los beneficios en vuestro nombre durante los seis u ocho primeros años. Dichas sumas fueron aceptadas por mí, pero como en aquel entonces había grandes gastos en la plantación, tales como construir un ingenio y comprar esclavos, la suma no se elevó tanto como en años posteriores. Con todo —agregó el capitán— os rendiré el detalle de cuanto he recibido, y la forma en que dispuse del dinero.

Días más tarde, prosiguiendo mis conversaciones con mi viejo amigo, me entregó la cuenta de lo producido por mi plantación en los primeros seis años, detalle que aparecía firmado por mi socio y los apoderados, y que había sido entregado en especies tales como tabaco en rama, cajas de azúcar, y también ron, melaza y otros productos derivados de la refinación del azúcar. Pude entonces observar que el total crecía de año en año, pero como el desembolso para los gastos mencionados había sido grande las sumas resultaban pequeñas.

El capitán me hizo saber además que era mi deudor por la suma de cuatrocientos setenta moidores, aparte de sesenta cajas de azúcar y quince fardos dobles de tabaco, que se habían perdido en el naufragio de su barco, ocurrido al regresar a Lisboa unos once años después de mi desaparición.

Entonces comenzó el anciano a quejarse de sus desgracias, y cómo se había visto obligado a hacer uso de mi dinero para recobrarse de sus pérdidas y adquirir una participación en un nuevo navío.

—Pese a ello, mi viejo amigo —agregó—, no habrán de faltaros auxilios en vuestra presente necesidad; tan pronto vuelva mi hijo recibiréis todo lo que se os debe.

Y sacando allí mismo un viejo saco me entregó 160 moidores portugueses así como los títulos de su participación en el buque, del cual su hijo y él tenían una cuarta parte respectivamente, y me los dio como garantía del resto.

Sacando allí mismo un viejo saco.

Mucho me emocionaron la honestidad y la gentileza de aquel hombre, tanto que apenas pude soportar aquella escena. Recordaba lo que el capitán había hecho por mí, cómo me libró del mar y con qué generosidad se había conducido en toda ocasión. Al darme cuenta de tan sincera amistad, apenas pude contener las lágrimas escuchando sus palabras, y lo primero que hice fue preguntarle si las circunstancias le permitían desprenderse de tal cantidad de dinero, y si ello no le ocasionaría apuros. Me respondió que sin duda ese pago significaba para él un trastorno, pero de todos modos se trataba de mi dinero y yo lo necesitaba más que él.

Todo cuanto habló estaba impregnado de afecto, y a mí me costaba escucharlo sin prorrumpir en llanto. Por fin acepté cien moidores, y le pedí papel y pluma para extenderle un recibo por ellos. Entregándole luego el resto, le dije que si algún día entraba en posesión de mi ingenio le devolvería asimismo lo que ahora aceptaba, cosa que más adelante cumplí. En cuanto a los títulos del barco no quería recibirlos de ningún modo, seguro de que si algún día necesitaba yo dinero él era harto honrado para pagarme de inmediato, y si la suerte me permitía recobrar mi plantación jamás aceptaría un solo penique de sus manos.

Decidido esto, el anciano capitán me ofreció su ayuda a fin de reclamar mis bienes. Le dije que estaba dispuesto a embarcarme en persona para el Brasil, a lo que me contestó que lo hiciera si me parecía bien, pero que había otros recursos para lograr el mismo fin y obtener una inmediata restitución de lo mío.

Algunos barcos estaban alistándose en Lisboa para emprender viaje al Brasil, y el capitán hizo que mi nombre fuera inscripto de inmediato en un registro público, con una declaración jurada suya en la cual afirmaba que yo estaba vivo y que era la misma persona que había iniciado la plantación de cuya entrega se trataba.

Legalmente consignada por un notario la declaración, y con un poder adjunto, el capitán me aconsejó enviarla con una carta suya a un comerciante amigo, proponiéndome luego que permaneciera con él en Lisboa hasta que los navíos retornaran con noticias.

Nunca hubo poder ejercido con más legalidad que el que yo diera a aquel comerciante; en menos de siete meses recibí un grueso paquete procedente de los herederos de mis apoderados, los plantadores a cuya cuenta me hice a la mar como he narrado, y dentro del cual encontré los siguientes documentos:

Primero, una cuenta detallada de lo producido por mi plantación a partir del último año en que sus padres habían ajustado cuentas con el capitán portugués; el balance arrojaba un saldo de mil ciento setenta y cuatro moidores en mi favor.

Segundo, la cuenta de otros cuatro años durante los cuales administraron los bienes, antes de que el gobierno reclamara la parte que la ley fija en caso de no tenerse noticias del dueño, cosa que ellos llaman muerte civil; el balance de dichos años, por haber aumentado entonces el producto de la plantación, arrojaba un total de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzados, lo que hacían tres mil doscientos cuarenta y un moidores.

Tercero, la cuenta rendida por el prior del convento agustino, que había recibido rentas por espacio de catorce años; descontando lo destinado a gastos de hospital, declaraba honestamente tener aún ochocientos setenta y dos moidores sin empleo, los que ponía a mi disposición. En lo que respecta a la porción del fisco, nada me fue devuelto.

Venía además una letra de mi socio donde me expresaba su regocijo por saberme vivo, me hacía un prolijo relato de cómo había progresado la plantación, lo que producía anualmente, así como el número de acres que tenía en la actualidad; me indicaba la superficie sembrada, el número de esclavos que trabajaban allí, terminando por trazar veintidós cruces a manera de bendiciones, y diciéndome cuántas Ave Marías había rezado para agradecer a la Virgen Santísima mi salvación. Me invitaba con mucho calor a que fuese al Brasil para tomar posesión de mis bienes, y que entretanto le enviase órdenes para rendir cuentas a quien yo designase en mi ausencia. Por fin hacía protestas de su amistad, incluyendo a su familia, y me enviaba como regalo siete hermosas pieles de leopardo que había recibido de la costa africana adonde enviaba con frecuencia barcos que sin duda habrían tenido mejor viaje que el mío. Con las pieles venían cinco cajas de excelentes confituras y cien piezas de oro sin acuñar, no tan grandes como los moidores. Por el mismo barco mis apoderados me fletaron mil doscientas cajas de azúcar, ochocientos rollos de tabaco y el resto del producto en oro.

Ciertamente podía decir yo ahora que el final de Job era mejor que el principio. Es imposible narrar los sentimientos de mi corazón al leer aquellas cartas y enterarme de la fortuna que poseía. Porque como los barcos del Brasil navegan siempre en convoy, junto con las cartas venían los bienes y éstos estaban ya desembarcados y en seguridad antes de que aquéllas llegaran a mis manos.

En una palabra, palidecí y creí que iba a desmayarme, a no mediar el capitán, que corrió a hacerme beber un cordial. Pienso que la súbita sorpresa producida por la alegría hubiera superado la resistencia de la naturaleza y me hubiera fulminado allí mismo.

Con todo estuve muy enfermo durante muchas horas, hasta que se envió por un médico, el cual averiguando en parte las razones de mi estado ordenó una sangría, que de inmediato me produjo alivio. Estoy convencido que de no haber recibido ese tratamiento hubiera muerto con seguridad.

Era ahora dueño, súbitamente, de más de cinco mil libras esterlinas en dinero y una posesión en el Brasil que rendía más de mil libras anuales, tan segura como si hubiese estado en Inglaterra. En suma, me encontraba en una situación de la que apenas alcanzaba a darme clara cuenta, incapaz de serenarme lo bastante para gozar de ella.

Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguo benefactor, el anciano capitán que tan generoso había sido conmigo en mi desventura, lleno de bondad en mis comienzos y honrado al final. Le mostré lo que acababa de recibir, y le dije que aparte de la Providencia, que dispone de toda cosa, a nadie debía tanto como a él, y que afortunadamente estaba ahora en condiciones de recompensarlo, lo que quería hacer cumplidamente. En primer término le entregué los cien moidores que recibiera de él y luego, enviando por un notario, le hice redactar un documento librándolo del pago de los cuatrocientos setenta y dos moidores que había admitido deberme. A continuación mandé redactar un poder por el cual el capitán sería recaudador de las rentas anuales de mi plantación, indicando a mi socio que debería rendirle cuentas y enviarle los productos a mi nombre con las flotas anuales. Agregué una cláusula al final, disponiendo para él una renta vitalicia de cien moidores, así como otra de cincuenta moidores para su hijo. Y así pude pagar mi deuda de gratitud a ese anciano y buen amigo.

Me quedaba ahora considerar qué camino seguiría y qué destino iba a dar a la fortuna que la Providencia acababa de poner en mis manos. Por cierto que pasaba más preocupaciones que en mi tranquila y sosegada vida en la isla, donde no deseaba más de lo que tenía ni tenía más de lo que deseaba. Ahora, en cambio, abrumado por el peso de mis bienes, reflexionaba sobre la manera de conservarlos en seguridad. Carecía de una caverna donde ir a enterrar mi oro, o un sitio donde dejarlo sin cerrojos ni llave hasta que se oxidara y enmoheciera sin que nadie lo tocase. Mi antiguo amigo el capitán era un hombre honesto, y por el momento el único refugio que tenía.

En segundo lugar, mis intereses en el Brasil parecían reclamarme allá, pero no quise embarcarme rumbo a aquellas tierras hasta no haber ordenado mis asuntos y puesto mis bienes en manos seguras.

Pensé primero en la anciana viuda, de cuya honestidad tenía muchas pruebas y que merecía toda mi confianza. Pero era ya muy anciana y pobre, y hasta donde yo podía imaginarlo estaría llena de deudas. No me quedaba más, en una palabra, que volverme personalmente a Inglaterra y llevar conmigo mis bienes.

Pasaron empero algunos meses antes de resolverme al viaje. Entretanto, del mismo modo que había recompensado generosamente al capitán por sus muchas bondades, así quise hacerlo con aquella pobre viuda cuyo esposo había sido mi primer benefactor y ella, mientras le fue posible, mi fiel depositaría y consejera. Me apresuré, pues, a buscar un comerciante de Lisboa para que escribiera a su corresponsal en Londres con orden de ir en su busca y llevarle en persona cien libras esterlinas de mi parte, así como consuelo y aliento en su pobreza, con la seguridad de que si la vida me lo permitía, en ningún momento iba a faltarle auxilio. Al mismo tiempo remití cien libras a cada una de mis hermanas, que, aunque no estaban en la miseria, vivían rodeadas de preocupaciones; una de ellas había quedado viuda, y la otra estaba casada con un hombre cuya conducta no había sido la deseable.

Pero entre todos mis parientes y relaciones no podía sin embargo encontrar ninguno a quien confiar el grueso de mis bienes, a fin de embarcarme para el Brasil dejando todo seguro a mis espaldas. Esto, naturalmente, me llenaba de perplejidad.

Alguna vez había tenido idea de establecerme definitivamente en el Brasil, país en el que me sentía como quien dice naturalizado. Pero en mi conciencia se despertaban algunos pequeños escrúpulos en materia religiosa, que poco a poco fueron disuadiéndome de aquella idea, como contaré luego. Sin embargo, por el momento no era la religión lo que me apartaba de aquel viaje; así como no había tenido escrúpulos en profesar abiertamente el culto del país mientras viví allá, tampoco lo tendría ahora. Solamente meditando una y otra vez la cuestión, con más profundidad que en otros tiempos, me imaginé viviendo y muriendo en aquel país y principié a lamentar haber profesado aquella religión, de la que no tenía seguridad que fuese la mejor para que me acompañara en el momento de mi muerte.

Repito, con todo, que no era esta la razón principal que me detuviera en el proyectado viaje, sino que seguía sin encontrar la persona a quien confiar mis bienes. Me decidí por fin a marcharme a Inglaterra con ellos, seguro de que una vez allá podría hacerme de relaciones que me fueran fieles; de inmediato empecé a hacer preparativos para encaminarme a mi patria con toda mi fortuna.

Dispuesto ya a ello, y estando la flota del Brasil lista para zarpar, quise ante todo responder en debida forma a quienes me habían remitido tan fiel y excelente rendición de cuentas. Escribí al prior de San Agustín dándole mil gracias por su recta administración y su oferta de los sobrantes ochocientos setenta y dos moidores, de los cuales le rogué que apartara quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, de acuerdo con lo que él dispusiera, y pidiendo al buen padre que rogara por mí, y otras cosas semejantes.

Escribí luego a mis dos apoderados, dándoles testimonio de toda la gratitud que su justicia y honestidad despertaban en mí. No les envié presente por cuanto su riqueza los colocaba por encima de eso.

Por fin escribí a mi socio, testimoniándole mi reconocimiento por la diligencia con que había hecho progresar la plantación y el empeño que había puesto en acrecentar su rendimiento; le envié instrucciones para el gobierno de mi tierra y de acuerdo con el poder que había dado a mi amigo el capitán le indiqué mi deseo de que a él le fuera remitido todo lo que me correspondía a la espera de que yo enviara instrucciones más concisas.

Finalmente le hice saber que no sólo proyectaba ir pronto al Brasil, sino que mi intención era la de establecerme allí por el resto de mi vida. A la carta agregué un regalo consistente en sedas de Italia para su esposa y sus dos hijas.

Habiendo así arreglado mis asuntos, vendido mi cargamento y convertido todos mis efectos en buenas letras de cambio, encaré la siguiente dificultad, que era la de elegir el camino para volver a Inglaterra. Harto habituado estaba yo al mar, y, sin embargo, sentía extraña aversión a la idea de embarcarme rumbo a mi patria. No hubiera podido explicar las causas, pero como no conseguía dominarla llegué incluso a abandonar el viaje cuando ya tenía mis maletas hechas; y no una sino dos o tres veces me ocurrió lo mismo.

Es verdad que en el mar yo había sido muy desgraciado, y ésta puede ser una de las causas; pero que nadie desoiga nunca los irresistibles impulsos de su espíritu en casos como el mío. Dos de los barcos que había escogido para realizar el viaje (y a tal punto escogido que en uno de ellos llegué a hacer subir a bordo mi equipaje y en otro dispuse análogos arreglos con el capitán) sufrieron grandes desgracias. Uno fue apresado por los argelinos, mientras el otro naufragó cerca de Torbay y todo el pasaje se ahogó con excepción de tres hombres, lo que prueba que en cualquiera de aquellos barcos mi destino hubiera sido funesto.

Después de atormentarme así en mis pensamientos, acabé por confiar mis aprensiones al anciano capitán, quien se apresuró a pedirme que no viajara por mar sino que hiciera el viaje a La Coruña por tierra, cruzando allí el golfo de Vizcaya hasta la Rochela, desde donde había un cómodo y seguro viaje por tierra a París, luego a Calais y Dover. El otro camino consistía en llegar a Madrid y de ahí por tierra a París.

En resumen, tan inquieto me sentía ante la idea de navegar que, salvo el obligado tramo de Calais a Dover, me decidí a hacer la travesía enteramente por tierra, lo que además podía resultar mucho más placentero desde que no tenía ningún apuro en llegar a destino. Para mayor seguridad, el viejo capitán me presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante en Lisboa, quien se manifestó dispuesto a viajar conmigo; poco después se agregaron otros dos comerciantes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, uno de los cuales iba sólo hasta París.

Éramos en total seis viajeros con cinco sirvientes; los dos mercaderes así como los dos portugueses se arreglaban con un sirviente entre ambos para evitar mayores gastos, y en cuanto a mí había elegido a un marinero inglés para que me sirviera en el viaje, ya que mi criado Viernes desconocía demasiado las costumbres para serme de utilidad en un trayecto semejante.

Así salimos de Lisboa, y como el grupo estaba muy bien montado y armado, hacíamos un pequeño ejército en el cual tuve el honor de ser considerado capitán, tanto por ser el mayor de ellos como por llevar dos sirvientes, y también porque había sido el organizador de aquella travesía.

Del mismo modo que no he querido fatigaros con el relato de mis viajes por mar, tampoco quiero hacerlo ahora con uno por tierra; sin embargo, algunas aventuras que nos acontecieron en tan tediosa y difícil marcha no deben ser omitidas.

Cuando llegamos a Madrid, como éramos todos extranjeros en España, no quisimos seguir la marcha sin quedarnos un tiempo para visitar la corte y ver lo que merecía ser conocido. Sin embargo, concluía ya el verano, y nos apresuramos a reanudar el viaje abandonando Madrid a mediados de octubre. Apenas habíamos llegado a la frontera de Navarra cuando empezamos a recibir alarmantes noticias de los distintos pueblos que cruzábamos, según las cuales había nevado tanto del lado francés de las montañas que muchos viajeros se habían visto obligados a retornar a Pamplona, después de intentar a todo riesgo cruzar los Pirineos.

Al llegar a Pamplona tuvimos la confirmación de las noticias. Para mí, adaptado a los rigores de un clima cálido, en países donde difícilmente se tolera alguna ropa, el frío me resultaba insoportable. Aún más penoso me parecía por el hecho de que apenas diez días antes habíamos salido de Castilla la Vieja, donde el clima no sólo es templado sino hasta muy cálido, y casi de inmediato recibíamos el viento tan crudo, tan glacial de los Pirineos, que resultaba intolerable y peligroso por la forma en que se nos helaban las manos y los pies.

El pobre Viernes tenía un susto terrible al descubrir las montañas cubiertas de nieve y sentir los rigores del clima, cosas que no había visto ni experimentado jamás anteriormente.

Para abreviar, diré que en Pamplona siguió nevando de tal modo y con tal persistencia que las gentes aseguraban que aquel invierno se presentaba adelantado; los caminos, hasta entonces difíciles de transitar, eran ahora impracticables. En algunas partes la nieve alcanzaba una altura que se oponía a todo intento de franquearla, y no endureciéndose como en los países septentrionales ofrecía el peligro de sepultar vivo al que osara dar allí un paso. Nos quedamos no menos de veinte días en Pamplona, hasta que observando que el invierno avanzaba y no había posibilidades de que el tiempo mejorara, ya que resultaba ser la estación más rigurosa de que se hubiera tenido memoria en Europa, acabé por proponer a mis compañeros irnos a Fuenterrabia y desde allí embarcarnos para Burdeos, lo que significaba solamente un pequeño viaje por mar.

Mientras considerábamos esta posibilidad, llegaron cuatro caballeros franceses que, detenidos del lado francés de los pasos por la misma razón que lo estábamos nosotros en el lado español, habían encontrado un guía que los llevó a través del país cerca del extremo del Languedoc, haciéndoles pasar las montañas por caminos tales que la nieve no los incomodó mayormente; la que encontraron, según supimos de sus labios, estaba tan endurecida que soportaba fácilmente el peso de caballos y jinetes.

Buscamos entonces al guía, quien se comprometió a llevarnos por los mismos pasos libres de nieve siempre que nos armáramos de manera adecuada para protegernos de los animales salvajes; era muy frecuente, según nos dijo, que en tiempos de grandes nevadas aparecieran lobos al pie de las montañas y el hambre que la desolación reinante les producía los tornaba altamente peligrosos.

Le dijimos que veníamos bien preparados para recibir a tales fieras, pero que deseábamos su garantía de que no seríamos atacados por otra especie de lobos que marchan sobre dos pies y que, según se nos había dicho, abundaban mucho, especialmente del lado francés de las montañas.

Nos aseguró que en los pasos por donde nos llevaría tal peligro era inexistente, de manera que nos decidimos a seguirlo y así lo hicieron también otros doce caballeros con sus sirvientes: algunos eran franceses, otros españoles, y entre ellos se contaban los que habiendo tratado de cruzar las montañas habían tenido que retroceder.

El quince de noviembre salimos de Pamplona conducidos por nuestro guía, y mi sorpresa fue grande cuando en vez de llevarnos hacia el norte nos hizo desandar el mismo camino por el cual habíamos venido de Madrid. Lo seguimos unas veinte millas, cruzando dos ríos, y entramos en una zona de clima templado donde las tierras tenían un aspecto muy agradable y no había señales de nieve, hasta que de pronto, tornando a la izquierda, nos llevó hacia las montañas por otro camino.

En verdad que los cerros y los precipicios eran espantosos, pero el guía nos hizo dar tantas vueltas y revueltas, nos llevó por crestas y cornisas tan vertiginosas que terminamos por trasponer las alturas mayores sin haber sido excesivamente molestados por la nieve. Ya entonces nos mostró nuestro guía las hermosas y fértiles provincias de Languedoc y Gascuña que se extendían abajo y a una gran distancia, verdes y florecientes, y a las cuales llegaríamos después de vencer otro trecho de áspero camino.

Nos sentimos algo inquietos cuando se puso a nevar todo un día y una noche con tanta violencia que tuvimos que detenernos; pero el guía nos tranquilizó asegurándonos que pronto saldríamos del trance. En efecto, advertimos que estábamos ya en el descenso y que nos encaminábamos cada vez más hacia el norte, de manera que proseguimos confiados el viaje.

Unas dos horas antes de que cayera la noche, cuando nuestro guía cabalgaba un poco adelantado y fuera de nuestra vista, tres monstruosos lobos y un oso salieron de un hueco que daba acceso a un espeso bosque. Dos de los lobos se precipitaron sobre el guía, y si hubiera estado una media milla más adelante de nosotros lo hubiesen devorado antes de poder acudir en su auxilio. Uno de los lobos atacó al caballo, mientras el otro saltaba sobre el jinete con tal violencia que no le dio tiempo a sacar la pistola sino que, perdiendo la cabeza, sólo atinó a gritar con todas sus fuerzas en demanda de socorro. Como mi criado Viernes marchaba a mi lado, le ordené que fuese al galope a ver lo que ocurría. Así que Viernes descubrió la escena gritó tan fuerte como el otro:

Dos de los lobos se precipitaron sobre el guía.

—¡Amo, amo!

Pero al mismo tiempo, con extraordinaria valentía, galopó directamente hacia el atacado y sacando su pistola atravesó de un tiro la cabeza de la fiera.

Fue una suerte para el guía que Viernes acudiera a ayudarlo pues, como estaba habituado a lidiar con esa clase de animales en su país, no les temía y se acercaba casi hasta tocarlos antes de disparar sobre ellos; de haber sido alguno de nosotros habría tirado desde más lejos, tal vez errando el disparo o hiriendo al jinete.

Lo que siguió hubiera bastado para aterrar a un hombre más valiente que yo, y por cierto hizo temblar a todos los que viajábamos cuando, al expandirse el ruido del disparo de Viernes, a ambos lados del camino oímos levantarse un horroroso aullar de lobos; aquellos aullidos, multiplicados por el eco de la montaña, nos daban la impresión de que había prodigiosa cantidad de fieras al acecho; y por cierto que la manada que nos causaba tanto miedo no debía ser de las más pequeñas.

Apenas mató Viernes al lobo, el que se había encarnizado con el caballo lo abandonó para huir a toda carrera. Por fortuna había mordido al caballo en la cabeza, donde la copa del freno le atascó las mandíbulas, impidiéndole hacer mucho daño. El guía en cambio estaba mal herido, pues el furioso animal alcanzó a desgarrarle el brazo y el muslo. En el momento de llegar Viernes estaba a punto de caer de su encabritado caballo.

Es de imaginar que al sonido del disparo lanzamos todos nuestros corceles al galope, y que aunque el camino era muy áspero pudimos llegar casi enseguida al sitio de la escena.

Tan pronto dejamos atrás los árboles que nos impedían ver más adelante, advertimos lo que había ocurrido y cómo Viernes acababa de salvar al pobre guía, aunque en el primer instante tardamos en darnos cuenta de la especie de enemigo que lo había atacado.

Pero nunca hubo lucha más temeraria, y librada de manera más original, que la que siguió entre Viernes y el oso, tanto que para nosotros, asustados en el primer instante, fue de inmediato la más grande de las diversiones. Así como el oso es un animal pesado y torpe, que no puede correr con la velocidad del lobo, tiene en cambio dos cualidades particulares que por lo común regulan sus acciones. Ante todo, los hombres no constituyen su presa, bien que en las circunstancias en que nos veíamos no es posible asegurar si las nevadas habrían tornado hambriento a aquel animal; pero habitualmente el oso no ataca nunca al hombre si éste no lo provoca antes. Cuando se encuentra un oso en los bosques, él no intentará molestaros si pasáis a su lado sin ocasionarle a vuestro turno molestias; eso sí, tenéis que ser exquisitamente educados con él y cederle el paso, porque es un caballero muy sensible. Por cierto que no se apartaría un milímetro de su camino aunque fuera para dejar pasar a un príncipe; de manera que si tenéis miedo, lo mejor es mirar hacia otro lado y continuar caminando, pues a veces basta detenerse y mirarlo fijamente para que considere esto una ofensa. Lo mismo si le tiráis algo que le acierte, aunque sólo sea un palillo más delgado que el dedo, lo considerará un insulto y abandonará todas sus ocupaciones por la sola de vengarse; en materia de honor, el oso exige siempre cumplida satisfacción. Tal es su primera cualidad, y la segunda consiste en que una vez ofendido jamás abandonará vuestra persecución, de noche o de día, hasta conseguir alcanzaros y obtener a toda costa su ansiada venganza.

Mi criado Viernes había salvado al guía, y cuando llegamos a su lado lo ayudaba a desmontar, pues el hombre estaba a la vez herido y asustado, tal vez más lo segundo que lo primero; de pronto vimos surgir al oso del bosque, y por cierto que era monstruosamente grande, el mayor que yo haya visto. Nos quedamos sorprendidos de su aparición, pero cuando Viernes lo descubrió vimos que su rostro expresaba alegría y contento.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó, señalando tres veces hacia el oso—. ¡Oh, amo, darme permiso para estrechar mano del oso! ¡Yo haceros reír mucho!

Mi sorpresa fue grande al ver tan complacido al muchacho.

—¡Estás loco! —atiné a decirle—. ¡Te comerá!

—¡Comerme! ¡Comerme! —dijo Viernes—. ¡Yo comerlo a él! ¡Yo haceros reír, vosotros quedar aquí y yo haceros reír mucho!

Se sentó en el suelo, cambiándose en un instante sus botas por un par de zapatos que llevaba en la faltriquera, entregó su caballo a mi otro sirviente y llevando la escopeta en la mano echó a correr rápido como el viento.

El oso marchaba lentamente, sin intención aparente de mezclarse con nadie, hasta que Viernes se le acercó llamándolo como si el animal pudiese entender sus palabras.

—¡Oye, oye, yo hablar contigo! —le decía.

A cierta distancia seguíamos nosotros la escena, encontrándonos ya en el lado gascón de las montañas y en un vasto bosque, cuyo suelo era llano y bastante abierto, con árboles diseminados aquí y allá.

Viernes, que como he dicho estaba casi pisándole los talones al oso, se acercó todavía más y levantando de pronto una piedra se la tiró a la cabeza, donde no le hizo más daño que si la hubiese arrojado contra una pared. Aquello sin embargo produjo el efecto que Viernes esperaba, ya que el muchacho se mostraba tan temerario que su intención evidente era que el oso lo persiguiera para «nosotros reír mucho», según su lenguaje.

Al punto que el oso sintió la pedrada, y vio a su agresor, se volvió rápidamente y se lanzó tras él, dando largas zancadas y moviéndose de una manera tan extraña y rápida que hubiera obligado a trotar a un caballo para alcanzarlo. Viernes huía velozmente, y de pronto se dirigió en nuestra dirección como si quisiera buscar socorro, de modo que resolvimos hacer una descarga contra el oso y salvar al muchacho.

Yo sentía una gran cólera contra él al verlo lanzar al oso sobre nosotros, en especial cuando la fiera en nada había pretendido atacarnos, de manera que empecé a gritarle lo que merecía.

—¡Gran imbécil! —exclamé—. ¿Es ésta tu manera de hacernos reír? ¡Ven aquí y toma tu caballo mientras nosotros matamos al oso!

Al oírme, respondió a gritos:

—¡No tirar, no tirar! ¡Quedaros ahí, vos reír mucho!

Y como el ágil muchacho corría dos metros por cada uno que franqueaba el oso, giró de improviso y viendo a un lado un magnífico roble que parecía apropiado a sus planes, nos hizo señas de que lo siguiéramos y redoblando su velocidad saltó al árbol, no sin antes dejar la escopeta en tierra, a unas cinco o seis yardas del tronco.

Pronto llegó el oso al árbol, y lo contemplamos a alguna distancia. Lo primero que hizo fue detenerse junto a la escopeta y olfatearla, pero la abandonó enseguida y precipitándose al árbol empezó a trepar con la agilidad de un gato a pesar de su enorme corpulencia.

Al ver esto me espanté de lo que consideraba una locura de mi criado y en nada vi motivo para reírme; todos nosotros nos apresuramos en cambio a acercarnos al árbol. Cuando llegamos casi junto a él vimos a Viernes que estaba trepado en el extremo de una larga rama del roble, y al oso que se encontraba a mitad de camino en la misma rama. Tan pronto como la fiera llegó a la porción donde era más delgada y flexible, oímos que Viernes nos gritaba:

—¡Ah! ¡Verme ahora enseñar a bailar al oso!

Y se puso a saltar y a agitar violentamente la rama, con lo cual el animal empezó a bambolearse, pero hizo lo posible por sostenerse firme, aunque miraba hacia atrás para descubrir la manera de retroceder. Esto, como es de imaginar, nos hizo reír mucho. Pero Viernes no había concluido todavía con él. Al verlo indeciso, comenzó a hablarle como si aquel animal hubiese podido responderle en inglés.

—¡Cómo! ¿No venir más cerca? ¡Yo rogarte venir más cerca!

«¡Cómo! ¿No venir más cerca?».

Dejó entonces de sacudir la rama y el oso, como si hubiese comprendido la invitación, avanzó otro poco; pero nuevamente se puso Viernes a saltar en la rama y el oso se detuvo de inmediato.

Pensamos que ese era buen momento para acertarle en la cabeza, y grité a Viernes que no se moviera a fin de tirar sobre la fiera, pero él nos detuvo con sus súplicas.

—¡Oh, ruego no tirar, no tirar! ¡Yo tirar después y entonces!

Quería decir que tiraría en el debido momento. En fin, y para abreviar este relato, Viernes danzó tanto en la rama y el oso adoptó unas posturas tan grotescas que nos desternillamos de risa aunque no podíamos comprender cómo se las arreglaría finalmente mi criado. Al principio creímos que intentaba derribar al animal, pero éste era demasiado astuto para eso; no sólo evitaba avanzar más sino que hundía las garras en la madera con tal fuerza que no comprendíamos cómo sería posible terminar la aventura en esa situación.

Pronto nos sacó Viernes de dudas, por lo que dijo al oso cuando comprendió que no podía desprenderlo de la rama ni persuadirlo de que avanzara otro poco.

—Bien, bien —exclamó—, tú no querer venir, yo ir, yo ir. Tú no venir a mí, yo ir a ti.

Y con estas palabras deslizándose hasta la extremidad de la rama que se iba inclinando bajo su peso, se dejó resbalar suavemente sosteniéndose de la punta hasta que sus pies casi tocaron tierra. Soltó entonces la rama y fue a tomar su escopeta, quedándose allí a la espera.

—Bueno —dije yo—. ¿Qué vas a hacer ahora, Viernes? ¿Por qué no le tiras?

—No tirar —repuso él—; si yo tirar ahora no matar. Yo daros todavía mucha risa.

Y así fue, como podrá verse; porque cuando el oso advirtió que se le había escapado el enemigo, empezó a retroceder por la rama, haciéndolo con extremadas precauciones, midiendo cada paso que daba y andando hacia atrás hasta que alcanzó el tronco del roble; allí, con el mismo cuidado y marchando siempre hacia atrás, descendió por el tronco, clavando profundamente las garras y moviendo despacio cada pata.

En este instante antes de que hubiera logrado apoyarse en tierra firme, Viernes se le acercó y metiéndole el caño de la escopeta en una oreja lo tendió sin vida a sus pies.

El muy pícaro se volvió luego a nosotros para ver si efectivamente habíamos reído, y cuando advirtió el regocijo de nuestros rostros se echó a reír a carcajadas.

—Así nosotros matar osos en nuestro país —explicó.

—¿Los matáis así? —repliqué—. ¡Pero si no tenéis escopetas!

—No, no escopeta —dijo—. Tirarles muchas flechas largas.

Todo aquello nos divirtió mucho, pero estábamos todavía en un sitio desolado, con el guía mal herido y sin saber exactamente qué hacer. El aullar de los lobos me preocupaba, ya que a excepción de los gritos que escuchara en la costa africana, en un episodio que ya he narrado, creo que nada podía haberme llenado más de espanto.

Todo eso, sumado a la cercanía de la noche, nos disuadió de desollar al oso como nos lo pedía Viernes; de lo contrario hubiéramos llevado con nosotros la piel de aquel enorme animal, que por cierto merecía conservarse; pero aún nos quedaban tres leguas por recorrer y nuestro guía nos urgía a proseguir el camino.

La tierra estaba allí cubierta de nieve, aunque no con el espesor peligroso de las montañas. Las manadas de lobos hambrientos, como supimos más tarde, habían descendido azuzadas por el hambre, a los bosques y las llanuras, y causaban graves daños en las aldeas, donde sorprendieron a las indefensas gentes, mataron gran cantidad de cabezas de ganado y también a algunas personas.

Nos quedaba un peligroso paso por atravesar, del cual nos dijo el guía que si había aún lobos en la región los encontraríamos allí; se trataba de una pequeña planicie, rodeada por todas partes de bosques y con un angosto y profundo desfiladero por el cual era necesario pasar a fin de vernos al abrigo del pueblo donde pernoctaríamos. Apenas habíamos cargado nuestras escopetas y alistado para cualquier evento, oímos terribles aullidos en el bosque de la izquierda, un poco hacia adelante y justamente en la dirección por la cual teníamos que marchar.

La noche caía y la luz era ya débil, lo que empeoraba nuestra situación; al crecer el confuso sonido percibimos distintamente que eran aullidos de aquellas diabólicas fieras. De improviso descubrimos dos o tres manadas de lobos, una a la izquierda, otra detrás y la tercera avanzando de frente, de manera que nos vimos casi rodeados por ellas. Sin embargo, como no se precipitaban sobre nosotros, seguimos avanzando con toda la rapidez de nuestros caballos que, dado lo áspero del camino, apenas podían andar a trote largo. Llegamos así a la entrada de un bosque situado al final de la planicie, bosque que debíamos atravesar por un desfiladero. Fue allí cuando tuvimos la sorpresa de ver, justamente a la entrada del paso, una gran cantidad de lobos detenidos y a la espera.

En ese instante oímos un tiro en otro lado del bosque, y mirando hacia allí vimos pasar como una exhalación un caballo ensillado, que corría como el viento perseguido por dieciséis o diecisiete lobos. Los feroces animales estaban ya casi sobre el pobre caballo, y seguros de que no podría sostener mucho tiempo la velocidad de su carrera descontábamos que al final lo alcanzarían, como sin duda ocurrió.

Pero una escena aún más horrible nos esperaba pues, al encaminarnos hacia la entrada por donde habíamos visto salir al caballo, encontramos los restos de otro corcel y de dos hombres devorados por aquellas salvajes bestias; uno de los infelices era seguramente el que había disparado el tiro que escuchamos, pues una escopeta descargada yacía a su lado. Los lobos habían devorado la cabeza y parte superior de su cuerpo.

Aquello nos llenó de horror y no supimos qué hacer, hasta que los mismos lobos se encargaron de señalarnos el camino cuando empezaron a reunirse en enormes cantidades al acecho de las nuevas presas; pienso que había no menos de trescientos de ellos. Afortunadamente para nosotros, a poca distancia de la entrada del bosque vimos los troncos de algunos grandes árboles que habían sido hachados en el verano anterior y dejados allí probablemente para transportarlos más tarde.

Formé mi pequeña tropa en medio de aquellos árboles, ordenándole tender una línea detrás de un gran tronco; les indiqué que desmontaran y se parapetasen en dicho tronco, disponiéndose en triángulo para encarar tres frentes, dejando los caballos a salvo en el centro.

Así lo hicimos, y justamente a tiempo; porque nunca se vio una carga más furiosa que la que nos dieron aquellos lobos allí mismo. Se abalanzaron sobre nosotros con furiosos gruñidos, saltando sobre el tronco que formaba nuestro parapeto como si la misma madera fuese su presa. Pensamos que su furia era debida a que alcanzaban a ver nuestros caballos, que constituían su principal objetivo. Ordené a mis hombres que tirasen alternativamente, y con tanta precisión lo hicieron que en la primera descarga mataron una gran cantidad de lobos; pero resultó necesario sostener una constante fusilería porque aquellas fieras volvían a la carga como demonios, los de atrás empujando a los que venían en primera fila.

Se abalanzaron sobre nosotros con furiosos gruñidos.

Cuando hubimos disparado la segunda andanada observamos que vacilaban algo, y creímos que tal vez retrocederían; pero aquello duró solo un instante porque otros se abalanzaron al asalto, de modo que hicimos dos descargas de pistola; pienso que en esas cuatro descargas alcanzamos a matar diecisiete o dieciocho lobos, hiriendo a doble número de ellos, y sin embargo volvían furiosamente al ataque.

No quería yo gastar tan pronto nuestras últimas balas, de manera que llamé a mi sirviente (no a Viernes, que estaba ocupado en renovar con prodigiosa habilidad las cargas de mi escopeta y la suya) y dándole un frasco de pólvora le ordené que formara un ancho reguero a lo largo del tronco que nos servía de parapeto. Así lo hizo, y apenas había tenido tiempo de ponerse a salvo cuando los lobos volvieron al asalto y algunos treparon sobre el tronco en el preciso momento en que yo aplicaba a la pólvora la llave de una pistola descargada y tiraba del gatillo. La pólvora se inflamó instantáneamente, y aquellos que estaban sobre el tronco se quemaron mientras seis o siete, por huir del fuego, caían o más bien saltaban sobre nosotros. Los matamos de inmediato, y el resto se mostró tan aterrado con el resplandor, aún más vivo en la oscuridad de la noche, que retrocedieron paso a paso. Ordené entonces descargar una última andanada, y después de eso prorrumpimos en grandes gritos. Los lobos, ya aterrados, nos dieron la espalda y huyeron, aprovechando nosotros para caer sobre los que quedaban heridos en el suelo y rematarlos a golpes de espada. Aquello salió tal como lo esperábamos, porque los aullidos y quejidos de los animales que matábamos fueron claramente escuchados por sus compañeros que se apresuraron a escapar a toda carrera.

En total habíamos dado cuenta de unos sesenta lobos, y de haber sido de día hubiésemos matado aún más. Ya despejado el campo de batalla nos apresuramos a reanudar la marcha, porque aún nos quedaba una legua larga que recorrer. Oímos a las salvajes bestias aullar en los bosques repetidas veces, y en alguna oportunidad creímos ver algunas, pero como la nieve nos cegaba no tuvimos la seguridad de que fuesen lobos.

Una hora después arribamos al pueblo donde pernoctaríamos, y allí encontramos un gran pánico y a todo el mundo en armas; la noche anterior los lobos y algunos osos habían asaltado el villorrio provocando un espanto general, y los pobladores se veían obligados a mantener constante vigilancia, en especial durante la noche, para proteger al ganado y como es natural a las gentes.

Tan enfermo amaneció al día siguiente nuestro guía, con los miembros inflamados a causa de las mordeduras, que nos vimos obligados a dejarlo y contratar un nuevo guía, que nos condujo a Tolosa. Allí encontramos un clima templado, una comarca fértil y placentera, sin nieve, lobos o nada parecido. Cuando narramos nuestra aventura en Tolosa nos dijeron que lo ocurrido era muy frecuente en los grandes bosques al pie de las montañas, especialmente cuando la nieve cubre el suelo; nos preguntaron con sorpresa quién era el guía que se había atrevido a traernos por ese camino en una época tan rigurosa, asegurándonos que habíamos tenido harta suerte de no ser devorados. Cuando les explicamos cómo nos habíamos defendido de los lobos poniendo a los caballos en el centro de nuestras líneas nos lo censuraron mucho, diciéndonos que había cincuenta probabilidades contra una de ser destrozados por los lobos. Parece que es la vista de los caballos los que los torna más furiosos, ya que ellos constituyen su presa preferida. En otras oportunidades temen el simple ruido de un disparo, pero el hambre que los devora sumado a la rabia que esto les produce y la visión de los caballos que ansían devorar, los tornan insensibles al peligro. Nos dijeron que si no hubiese sido por el continuo fuego y la estratagema final de encender un reguero de pólvora, lo más probable era que hubiésemos terminado hechos pedazos. Quizá hubiese sido preferible permanecer montados, disparando desde allí, pues los lobos al ver los jinetes en sus corceles no hubieran considerado a estos últimos presa tan fácil; por fin nos aseguraron aquellos hombres que lo mejor hubiese sido quedarnos todos juntos y abandonar los caballos a los lobos, quienes los hubieran devorado permitiéndonos salir sin peligro del bosque, en especial siendo tantos y tan bien armados.

Por lo que a mí respecta, nunca me sentí tan expuesto al peligro como en aquella ocasión. Al ver más de trescientos lobos precipitándose rugiendo y con las fauces abiertas sobre nosotros, y apenas contando con un débil parapeto para defendernos, me había considerado ya muerto; de lo que estoy seguro es de que jamás volveré a cruzar aquellas montañas, y preferiría hacer mil leguas por mar aunque tuviese la seguridad de ser sorprendido por una tormenta cada semana.

Mi viaje por Francia no ofreció nada de extraordinario, sino esas incidencias que otros viajeros han narrado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Fui de Tolosa a París, y luego de breve plazo me trasladé a Calais, donde felizmente hice la travesía hasta Dover, llegando a destino el 14 de enero, después de haber sufrido los rigores de una muy fría estación.

Me encontraba ahora al fin de mis viajes, y en poco tiempo había logrado reunir mi nueva fortuna, ya que las letras de cambio que traje conmigo me fueron pagadas inmediatamente.

Mi principal y mejor consejero era la anciana viuda que, llena de agradecimiento por el dinero que le había enviado, no reparaba en fatigas ni preocupaciones por serme útil. Tanta confianza depositaba yo en ella, que me sentía absolutamente tranquilo por la seguridad de mis bienes, ya que la intachable integridad de aquella excelente mujer se conservó invariable desde el principio hasta el fin.

Pensé, pues, en dejar mi fortuna al cuidado de la anciana y volverme a Lisboa, de donde podría embarcarme rumbo al Brasil. Un escrúpulo religioso se presentó sin embargo en mis pensamientos; había dudado alguna vez sobre la religión romana mientras estuve fuera de mi patria, y especialmente en la soledad de la isla, pero sabía bien que no existía posibilidad de llegar al Brasil y mucho menos de establecerme en él si no me resolvía antes a abrazar sin reserva alguna la religión católica, salvo que, dispuesto a sobrellevarlo todo por mis principios, me convirtiera en un mártir religioso y muriera en la Inquisición. Me resolví por lo tanto a quedarme en mi tierra y, de serme posible llevarlo a cabo ventajosamente, vender mi propiedad.

A tal fin escribí a mi viejo amigo de Lisboa, que me contestó diciéndome que le sería fácil realizar la venta, pero que le parecía conveniente pedir mi venia para ofrecer la plantación en mi nombre a los dos comerciantes, herederos de mis antiguos apoderados, que vivían en el Brasil y eran naturalmente buenos conocedores del valor de esas tierras; por otra parte, aquellos dos hombres eran riquísimos, de manera que él confiaba que les placería adquirir la propiedad, por la cual pensaba que podría yo obtener unas cuatro mil o cinco mil piezas de a ocho.

Le contesté concediéndole la autorización para hacer la oferta, y unos ocho meses más tarde, cuando volvió el navío, recibí una carta informándome que la venta había sido aceptada y que los comerciantes remitían treinta y tres mil piezas de a ocho a un corresponsal de Lisboa para que me pagara el valor de la plantación.

Firmé entonces el documento de venta que me enviaban de Lisboa, y lo envié al capitán, que me devolvió letras de cambio por treinta y dos mil ochocientas piezas de a ocho, reservando una renta de cien moidores anuales para él mientras viviera, y de cincuenta para su hijo, tal como yo se lo prometiera y que le serían entregadas del producto de la plantación según se estipuló.

Y así he narrado la primera parte de una vida aventurera, una vida señalada por la Providencia y de una diversidad tan extraordinaria como pocas podría mostrar el mundo; principiando alocadamente para terminar con una felicidad a la que ninguno de los acontecimientos anteriores me daba derecho a esperar.

Cualquiera pensaría que encontrándome de tal modo favorecido por la fortuna estaba muy lejos de correr nuevos azares, y en realidad así hubiera sido a no mediar ciertas circunstancias. En primer término estaba yo habituado a una existencia errante, no tenía familia ni muchas relaciones, y aunque rico no me sentía mayormente vinculado. Cierto que había vendido mi plantación del Brasil, pero no me era posible olvidar ese país y a cada instante sentía el deseo de lanzarme otra vez a viajar. Especialmente me costaba resistir a la tentación de ver de nuevo mi isla y saber si los pobres españoles habían logrado llegar a ella y cómo los trataban los tres pícaros que dejé en tierra.

Mi excelente amiga la viuda me disuadió con todas sus fuerzas de la empresa, y tanto calor puso en sus argumentos que logró impedir durante siete años que me embarcara, tiempo en el cual tomé a mi cargo a mis dos sobrinos, hijos de mi difunto hermano. Al mayor, que poseía algunos bienes, lo eduqué como a un caballero y agregué una buena cantidad a sus rentas para que recibiera esa fortuna después de mi muerte. Al segundo lo puse al cuidado de un capitán de navío, y cuando cinco años más tarde vi que era un sensato, valiente y emprendedor muchacho, le confié un barco y lo envié al mar. Este mismo muchacho fue el que más tarde me envolvió, viejo como yo estaba, en nuevas aventuras.

Entretanto me radiqué allí, principiando por contraer matrimonio muy ventajosamente; de esa unión nacieron tres hijos, dos varones y una niña, pero mi esposa falleció más tarde, y cuando mi sobrino llegó a casa después de un afortunado viaje a España, mi inclinación aventurera sumada a sus requerimientos pudieron más que la prudencia y me llevaron a emprender viaje a bordo de su barco, en carácter de comerciante particular con destino a las Indias Orientales. Esto sucedía en el año 1694.

En el transcurso de ese viaje visité mi nueva colonia en la isla, vi a mis sucesores, los españoles, oyendo de sus labios todo el relato de sus vidas, así como de los villanos que allí dejara; cómo al comienzo insultaron a los pobres españoles, y se pusieron luego de acuerdo para separarse y volver a unirse, y así hasta que al fin los españoles se vieron precisados a emplear la violencia con ellos; cómo quedaron sometidos y con cuánta justicia los trataron los españoles. Un relato, en suma, que de entrar en detalles resultaría tan maravilloso como el mío, en especial en lo que se refiere a sus batallas con los caribes, que desembarcaron repetidas veces en la isla, sin contar los adelantos que aquéllos hicieron en esas tierras; asimismo sería interesante referir cómo un grupo intentó llegar al continente del que volvió trayendo once hombres y cinco mujeres prisioneros, a causa de lo cual encontré a mi llegada cerca de veinte chiquillos en la isla.

Allí estuve unos veinte días, dejándoles toda clase de provisiones necesarias, especialmente armas, pólvora, balas, ropas y herramientas, así como dos trabajadores que había llevado conmigo de Inglaterra: un carpintero y un herrero.

Aparte de eso dividí la isla en parcelas que les confié, reservándome la propiedad total y entregando a cada uno la porción acorde a su persona y conveniencia; por fin, luego de dejar todo arreglado y comprometerlos a que no abandonaran la isla, me embarqué nuevamente.

De allí fui al Brasil, desde donde envié un barco comprado por mí con más habitantes para la isla; entre ellos, y aparte de diversas cosas necesarias, iban siete mujeres que traté de elegir aptas para ocuparse de las faenas de la isla, y con las que podrían casarse quienes lo quisieran. En cuanto a los ingleses, les prometí enviarles algunas mujeres de Inglaterra junto con un cargamento de provisiones, siempre que se dedicaran a ser plantadores, como así lo hicieron más tarde. Por cierto que una vez dominados aquellos hombres demostraron ser honrados y trabajadores, y poseían sus propiedades aparte. Les hice llegar desde el Brasil cinco vacas, tres de ellas con terneros, algunas ovejas y también cerdos, todos los cuales estaban considerablemente multiplicados cuando volví a mi posesión.

A todo esto habría que agregar la historia de cómo trescientos caribes invadieron la isla, arruinando las plantaciones y librando dos veces grandes batallas, en las cuales los colonos fueron al principio derrotados, perdiendo tres hombres, hasta que una tormenta destruyó las canoas enemigas, y el hambre y las luchas acabaron con la mayor parte de los caribes, permitiendo por fin la reconquista de las plantaciones, que fueron renovadas, y junto a las cuales todavía vivían los colonos… Todo eso, repito, con los sorprendentes episodios de otras nuevas aventuras mías durante diez años, podrán tal vez constituir más adelante otra narración.

Fin del Volumen I