Aún nos quedaba al capitán y a mí contarnos mutuamente nuestras aventuras. Principié narrándole toda mi historia, que escuchó con una atención vecina al asombro, especialmente las circunstancias maravillosas por las cuales había llegado a proveerme de armas y vituallas. En verdad que siendo mi vida una serie de episodios extraordinarios lo impresionó profundamente. Luego, cuando reflexionó sobre sí mismo y cómo parecía que yo hubiese sido preservado en aquella isla para salvarle más tarde la vida, lágrimas brotaron de sus ojos y no pudo pronunciar una sola palabra.
Luego de concluir mi narración llevé a los tres hombres a mi morada, haciéndolos entrar por el mismo sitio que empleaba para salir, es decir, la plataforma en lo alto; allí les di de comer los alimentos que había podido llevar mostrando todas las invenciones que había podido llevar a cabo en mi larguísima permanencia en la isla.
Todo cuanto les mostré, todo cuanto les dije, los dejaba pasmados; pero el capitán admiró por sobre todo mi fortificación, en especial la forma en que había ocultado mi castillo con un soto que, plantado veinte años atrás y formado por árboles que crecen aquí mucho más pronto que en Inglaterra, era ahora un bosquecillo tan espeso que no había manera de atravesarlo salvo por el angosto pasaje trazado por mí. Dije al capitán que aquél era mi castillo y mi residencia, pero que al igual que muchos príncipes poseía una finca en el campo donde me gustaba pasar temporadas y que le mostraría en otra ocasión, pues de momento nuestro problema era considerar el modo de hacernos dueños del navío.
Convino en ello, pero agregó que no tenía la menor idea de cómo proceder, ya que a bordo quedaban todavía veintiséis hombres que, entregados a tan perversa conspiración y sabiendo que la ley la penaría en sus vidas, procederían arrastrados por la desesperación y dejándose llevar a cualquier extremo, seguros de que si eran reducidos su destino sería la horca apenas llegaran a Inglaterra o a cualquier colonia inglesa. Era por lo tanto imposible pretender atacarlos siendo nosotros tan pocos.
Medité largo tiempo lo que me dijo, encontrándolo muy atinado; urgía sin embargo encontrar algún camino ya fuera tendiendo una celada a los de a bordo o impidiéndoles desembarcar a toda costa para evitar ser masacrados.
Entonces pensé que aquellos hombres, asombrados por el retraso de sus camaradas de la chalupa, vendrían a tierra tripulando la otra chalupa del barco, sin duda armados y en gran superioridad de número. El capitán encontró esto muy probable.
Opiné que nuestra primera medida debía consistir en inutilizar la chalupa que quedara varada, sacando de ella todos los implementos y tornándola inútil para navegar. Nos apresuramos a bajar a la playa y retiramos las armas que habían quedado en la chalupa así como otras cosas que hallamos en ella tales como una botella de aguardiente, otra de ron, algunas galletas, un frasco de pólvora y un gran pedazo de azúcar envuelto en tela, que debía pesar cinco o seis libras.
Todo esto fue muy bien recibido por mí, especialmente el aguardiente y el azúcar, de los cuales carecía desde muchos años atrás.
Cuando hubimos llevado todo esto a tierra (ya he dicho que anteriormente habían sido retirados el mástil, vela y timón de la chalupa) practicamos un gran agujero en el fondo a fin de que si los marineros venían en número suficiente para dominarnos no pudieran sin embargo llevarse la embarcación.
En verdad apenas pasó por mi pensamiento que pudiéramos apoderarnos del barco, pero mi proyecto era que, si aquellos individuos se marchaban sin llevarse la chalupa, la pondríamos nuevamente en condiciones para navegar hasta las islas de sotavento, donde podríamos recoger de paso a nuestros amigos españoles, ya que en ningún momento los había olvidado.
Preparábamos entretanto los planes. Con todas nuestras fuerzas movimos la chalupa para alejarla lo más posible del mar a fin de que la marea alta no pudiera ponerla a flote; luego practicamos un agujero en el fondo del casco, lo bastante grande para que no fuese fácil repararlo, y nos habíamos sentado cerca meditando qué debíamos hacer a continuación cuando oímos un cañonazo disparado de a bordo, mientras con la bandera hacían señales de que la chalupa debía retornar al barco.
Como ninguna respuesta llegó de la isla, repitieron varias veces las señales y los cañonazos.
Por fin, cuando se convencieron de que ni una cosa ni otra daba resultado alguno, los vimos con ayuda de mi catalejo arriar otra chalupa y embarcarse rumbo a tierra; a medida que se aproximaban pudimos distinguir que había a bordo no menos de diez hombres, y que venían provistos de armas de fuego.
Como el barco estaba fondeado a unas dos leguas de la costa, veíamos muy bien la chalupa mientras se acercaba, incluso el rostro y aspecto de sus tripulantes. La marea los arrastraba un poco hacia el este del sitio donde varara la otra chalupa, de modo que remaban tratando de remontar la costa hasta dar con el fondeadero de la primera embarcación.
Gracias a eso, repito, tuvimos oportunidad de distinguirlos muy bien, y el capitán por su parte conocía al dedillo el aspecto y carácter de cada uno de los tripulantes de la chalupa. Me dijo que había entre ellos tres hombres honestos que indudablemente habían sido arrastrados al motín por la fuerza o el miedo. En cuanto al contramaestre, que parecía ser jefe absoluto de la conspiración, y los demás marineros, eran tan malvados como el resto de la tripulación y sin duda harían desesperados esfuerzos para dominarnos, por lo cual el capitán tenía fundados temores de que fuesen más fuertes que nosotros.
Sonreí al escucharlo, y le dije que hombres en nuestras circunstancias debían sentirse más allá del miedo; cualquier situación imaginable sería mejor que aquella en la que estábamos colocados en ese momento, y sus posibles consecuencias, fuesen la vida o la muerte, equivalían de todas maneras a una liberación. Le pedí que considerara mi propia vida, y si una posibilidad de rescate no merecía correr el riesgo.
—¿Y qué se ha hecho, señor —agregué—, esa creencia que teníais de que mi vida había sido preservada deliberadamente para salvar alguna vez la vuestra? ¿No estabais tan animado hace un rato? Por lo que a mí respecta, sólo veo un inconveniente en la forma en que se presentan los sucesos.
—¿Cuál es él? —preguntó el capitán.
—Pues vuestra afirmación de que en esa chalupa hay tres o cuatro hombres honestos cuya vida debería respetarse; si toda esa tripulación hubiera estado constituida por malvados, yo habría supuesto que la Providencia Divina la había escogido para ponerla en vuestras manos. Porque estad seguro de que cada hombre que desembarque en esta costa nos pertenece, y vivirá o morirá según se comporte.
Como le dije estas cosas con voz animosa y rostro decidido, le devolví grandemente el coraje y proseguimos nuestra tarea.
Por cierto que apenas habíamos advertido la partida de la segunda chalupa rumbo a la costa convinimos en separar nuestros prisioneros y asegurarlos convenientemente.
Dos de ellos, a quienes el capitán tenía menos confianza que al resto, fueron llevados por Viernes y uno de los compañeros del capitán a la caverna que estaba bastante lejos y oculta para ser descubierta, y tan perdida entre los bosques que de nada les habría valido a aquellos individuos escaparse de su prisión.
Allí los dejaron atados, pero con provisiones suficientes y la promesa de que si se quedaban quietos recobrarían su libertad en un día o dos, pero que si pretendían escaparse serían muertos sin lástima. Aseguraron reiteradamente que soportarían con paciencia su prisión y se mostraron muy agradecidos de que les dejáramos provisiones y luz, ya que Viernes les dio algunas de las velas hechas por nosotros a fin de que lo pasaran mejor. Además, el marinero se quedó de centinela a la entrada de la cueva, para mayor seguridad.
Los restantes prisioneros recibieron mejor trato. Dos de ellos, sin embargo, siguieron atados, porque el capitán no sentía plena confianza a su respecto, pero los otros fueron puestos a mis órdenes por recomendación de su amo y luego de haber jurado solemnemente vivir y morir a nuestro lado. Con ellos, más los tres rescatados por mí, éramos siete hombres bien armados y no me cabía duda de que podríamos luchar con los diez sublevados que venían en la chalupa, máxime que entre ellos el capitán había reconocido a tres o cuatro hombres honestos.
Tan pronto como arribaron a la costa se apresuraron a varar la chalupa en la playa y desembarcaron para remolcarla fuera del agua, lo que me alegró mucho porque había temido que la dejaran anclada a cierta distancia de la costa, a cargo de algunos hombres, cosa que nos hubiera impedido apoderarnos de la embarcación.
Ya en tierra, lo primero que hicieron fue correr a la otra chalupa y es de imaginarse la profunda sorpresa que tuvieron al encontrarla desmantelada y con un enorme agujero en el fondo.
Luego de discutir un rato en torno a la chalupa se pusieron a dar grandes gritos, repitiéndolos con todas sus fuerzas para llamar la atención de sus perdidos compañeros. Como no obtuvieran respuesta alguna se reunieron en círculo y dispararon al aire sus armas, cosa que oímos perfectamente y que los bosques repitieron como un eco. Pero tampoco les sirvió la descarga, ya que los prisioneros en la caverna no podían escucharla, y aquellos en nuestro poder, aunque la oyeron, no se hubieran atrevido a contestarla.
Los de la chalupa se quedaron tan asombrados ante su fracaso que, como nos lo dijeron más tarde, resolvieron embarcarse inmediatamente y volver lo antes posible al navío, seguros de que así como la chalupa estaba averiada sus tripulantes habían sido asesinados al desembarcar. De acuerdo con eso, botaron su lancha al agua y se embarcaron al punto.
El capitán se mostró entonces sorprendido y luego desconcertado, seguro de que apenas llegaran a bordo se harían a la mar dejando abandonados a sus camaradas, con lo cual el navío se perdería para él, que tanto había confiado en rescatarlo.
Pero pronto tuvo un nuevo motivo para aterrarse. Apenas habían botado aquellos hombres la chalupa cuando los vimos que cambiaban de idea y retornaban a la costa, con la diferencia de que ahora dejaron tres hombres al cuidado de la chalupa mientras los restantes se internaban en procura de sus compañeros.
Aquello nos causó una gran decepción, porque ignorábamos la mejor conducta a seguir; apoderarnos de los siete marineros en tierra no nos daba ninguna ventaja si dejábamos escapar la chalupa, ya que sus tripulantes irían de inmediato a bordo, induciendo a los otros a hacerse a la vela, y el rescate del buque se tornaría así imposible. Advertimos de inmediato que lo más prudente era quedar a la espera, a fin de que el curso de los acontecimientos nos dictara el camino a seguir. Los siete marinos bajaron a tierra, mientras los tres restantes mantenían la chalupa a buena distancia de la costa, andándola para quedarse esperando.
Vimos entonces que tratar de apoderarnos de la chalupa era una empresa imposible.
Los que habían desembarcado tuvieron buen cuidado de mantenerse unidos, encaminándose hacia las alturas de la pequeña colina bajo cuya ladera estaba mi morada; aunque no podían divisarnos, advertíamos claramente sus movimientos. Nos hubiera agradado verlos acercarse de modo de poder disparar sobre ellos, o bien que se alejaran lo bastante para poder salir de nuestro escondite.
Cuando llegaron a lo alto de la colina desde donde tenían un amplio panorama de los valles y los bosques que se extendían hacia el noreste, donde la isla era más baja, se pusieron a gritar y hacer señales hasta que estuvieron exhaustos. No pareciendo dispuestos a alejarse mucho más de la costa, así como a separarse entre ellos, terminaron por reunirse bajo un árbol para discutir la situación. De haber decidido dormir allí, como lo hiciera antes el otro grupo, la tarea hubiese sido muy simple para nosotros, pero estaban demasiado inquietos y llenos de aprensiones para aventurarse a dormir, pese a que parecían incapaces de determinar qué clase de peligro los acechaba.
El capitán me hizo entonces una juiciosa proposición mientras los marineros continuaban deliberando; suponía que iban a resolverse a hacer una nueva descarga cerrada para llamar la atención de sus camaradas, oportunidad que podíamos aprovechar precipitándonos sobre ellos en el preciso momento en que sus armas estuviesen descargadas, con lo cual los obligaríamos a rendirse sin necesidad de ningún derramamiento de sangre.
Me pareció un excelente y atinado plan, ya que estábamos bastante cerca de ellos para sorprenderlos antes de que hubieran tenido el tiempo de cargar otra vez sus armas.
Sin embargo, la descarga no se produjo y nos quedamos largo tiempo allí, sin resolvernos a emprender otra cosa. Por fin opiné que nada podría hacerse hasta llegada la noche, y que si entonces los hombres no habían vuelto aún a la chalupa tal vez encontraríamos un medio de situarnos entre ellos y la costa, así como una estratagema para convencer a los de la chalupa que no se acercaran a tierra.
Impacientes en extremo, permanecimos sin embargo a la espera, pero nos invadió el temor al ver que, luego de largas consultas y deliberaciones, los hombres se levantaban y se ponían en marcha hacia la costa. Como si la aprensión del lugar fuese demasiado para su valor, habían resuelto al parecer retornar lo antes posible al navío, dar a sus compañeros por perdidos y reanudar de inmediato el viaje.
Tan pronto los vi encaminarse de nuevo hacia la playa comprendí que cesaban la búsqueda, y el capitán, cuando le comuniqué mis temores, pareció desmayarse de angustia.
Pero entonces se me ocurrió una estratagema para obligarlos a retornar, que me pareció perfectamente realizable. Ordené en consecuencia a Viernes y al piloto que se encaminaran hacia la pequeña ensenada del oeste, en la zona donde los caníbales habían desembarcado cuando Viernes huyó de ellos, y tan pronto llegaran a un altozano, a una media milla de distancia, se pusieran a dar grandes gritos para llamar la atención de los marineros. Les dije que apenas oyesen una respuesta volvieran a gritar para conseguir que fuesen hacia allí, y entonces, internándose cada vez más en la isla y si era posible entre los bosques, fueran describiendo un círculo que los trajera hasta nosotros por un camino que les señalé.
Los marineros estaban ya embarcándose cuando Viernes y el piloto dejaron oír sus gritos. Tan pronto oyeron el llamamiento lo contestaron a coro y echaron a correr hacia el oeste en dirección de donde venían las voces. A mitad de camino tropezaron con la ensenada que, estando la marea alta, no podían vadear, por lo cual hicieron señales a los de la chalupa que vinieran a pasarlos, que era lo que yo estaba esperando.
Apenas hubieron pasado al otro lado, advertí que la chalupa se había internado bastante en la ensenada que formaba una especie de seguro puerto en el interior de la isla, por lo cual los marineros se llevaron consigo a uno de los tres que cuidaban la embarcación, quedando los otros a bordo, luego de asegurar la chalupa al tronco de un árbol que crecía en la misma orilla.
Esto era lo que yo deseaba, y dejando a Viernes y al piloto que prosiguieran su labor avancé con mis compañeros cruzando la ensenada a cubierto de los dos marineros desprevenidos.
Antes de que pudieran reaccionar caímos sobre ellos; uno yacía descansando en tierra y el otro permanecía en la chalupa. El primero, que estaba dormitando, trató de incorporarse, pero el capitán, que iba delante, lo alcanzó de un culatazo derribándolo, y luego ordenó al otro que se rindiera o era hombre muerto.
Pocos argumentos fueron necesarios para decidir a un individuo solo contra cinco bien armados que ya habían dado cuenta de su compañero; además, era uno de aquellos que no habían participado voluntariamente en el motín, y por lo tanto no sólo se rindió de inmediato sino que estuvo luego de nuestra parte con toda buena fe.
Entretanto, tan bien habían cumplido Viernes y el piloto el papel que debían desempeñar, que con sus gritos y respuestas fueron llevando al resto de los amotinados de colina en colina y de bosque en bosque, hasta que quedaron tan agotados que de ninguna manera hubiesen podido volver a la chalupa antes de que anocheciera.
Viernes y el piloto, ya de regreso entre nosotros, se mostraban también fatigadísimos.
Sólo nos quedaba esperar ahora su regreso en la oscuridad y caer sobre ellos con la seguridad de dominarlos.
Varias horas después de la vuelta de Viernes el grupo de los amotinados pudo alcanzar el sitio donde dejara la chalupa. Mucho antes de que llegaran a la ensenada oímos a los que venían delante dar gritos a los retrasados para que se apresuraran, y escuchábamos las voces de los otros quejándose de lo cansados y rendidos que estaban y de que no podían andar más ligero; todo lo cual nos llenó de alegría. Por fin llegaron a la chalupa, pero es imposible describir la confusión que experimentaron al encontrar la embarcación profundamente internada en la caleta, en seco por el reflujo y sus dos tripulantes desaparecidos. Oímos que se llamaban los unos a los otros con acento desgarrador, diciéndose que habían desembarcado en una isla encantada. Estaban seguros de que si había habitantes en ella iban a presentarse de improviso para asesinarlos a todos, y si solamente había espíritus y demonios en torno, los arrebatarían para devorarlos.
Volvieron a gritar a coro, llamando muchas veces por sus nombres a los dos camaradas desaparecidos, pero no recibieron respuesta. A la débil luz alcanzamos a verlos, corriendo como enloquecidos y retorciéndose las manos en su desesperación; algunos entraban a descansar en la chalupa, volvían luego a salir como si no pudieran hallar reposo, y esto se repetía constantemente.
Mis hombres hubieran querido que los dejara caer en la oscuridad sobre sus enemigos, pero yo prefería emplear algún otro recurso que evitara tener que matar a tantos hombres; en especial quería proteger la vida de mis compañeros, sabiendo de sobra que los otros estaban muy bien armados. Me resolví a esperar, confiando en que terminarían por separarse; y entretanto, para estar más seguro de ellos, decidí aproximar aún más nuestras líneas, por lo que mandé al capitán y a Viernes que se arrastraran sobre pies y manos hasta ponerse lo más cerca posible sin ser descubiertos, antes de abrir el fuego.
No llevaban mucho tiempo en su nueva posición cuando el contramaestre, que había sido el principal promotor del motín y que ahora se mostraba el más cobarde y desesperado de todos, vino en dirección a ellos seguido de otros dos de los suyos.
El capitán estaba tan excitado al comprender que tenía a aquel miserable villano en su poder, que apenas conservó paciencia para esperar que se acercara lo bastante, ya que hasta entonces sólo habían oído su voz. Pero cuando estuvo casi junto a ellos, el capitán y Viernes se enderezaron a un tiempo e hicieron fuego.
El contramaestre quedó muerto instantáneamente, y de los otros dos uno recibió un balazo en el cuerpo y cayó junto a su jefe, aunque sólo murió una o dos horas más tarde; el otro huyó a toda carrera.
Al oír los disparos avancé de inmediato con todo mi ejército, del cual era generalísimo, y que contaba con ocho hombres: Viernes —mi teniente general—, el capitán con sus dos compañeros y los tres amotinados que se plegaron a nosotros y a quienes habíamos dado armas.
En las tinieblas avanzamos sobre ellos, de manera que no podían saber a cuántos ascendíamos. Ordené al marinero que capturáramos en la chalupa, y que ahora era de los nuestros, llamar a los amotinados por su nombre a fin de parlamentar con ellos y tratar de reducirlos sin trabarnos en batalla. Era de imaginarse que, en la situación en que se encontraban, no tardarían en rendirse voluntariamente.
Con todas sus fuerzas, el marinero llamó a uno de sus compañeros:
—¡Tom Smith, Tom Smith!
—¿Quién me llama? —repuso Smith—. ¿Eres tú, Robinson?
El otro, cuya voz había sido así reconocida, replicó de inmediato:
—Sí, soy yo. En nombre de Dios, Tom Smith, arrojad vuestras armas y rendíos o sois hombres muertos en un minuto.
—¿A quién tenemos que rendirnos? ¿Dónde están? —gritó Smith.
—Aquí están. Es nuestro capitán y cincuenta hombres que os han estado acechando todo el tiempo. El contramaestre ha muerto, Will Frye está herido y yo soy prisionero. Rendíos o estáis perdidos todos.
—Si nos rendimos —preguntó Smith—, ¿nos darán cuartel?
—Iré a preguntarlo, si prometéis entregaros —repuso Robinson.
El capitán, que había escuchado el diálogo, se adelantó entonces.
—Ya conoces mi voz, Smith —gritó—. Si entregáis de inmediato las armas y os sometéis, os garantizo la vida a todos menos a Will Atkins.
—¡Por Dios, capitán, dadme cuartel! —gritó entonces la voz de Will Atkins—. ¿Qué he hecho yo? ¿No han sido los otros tan culpables como yo?
Nada de eso era cierto, porque este Will Atkins había sido el que primero se apoderó del capitán cuando se amotinaron, tratándolo bárbaramente, amarrándole las manos y vociferando toda suerte de injurias. Con todo, el capitán le gritó que debía rendirse a discreción y confiarse a la clemencia del gobernador, con lo cual se refería a mí, ya que todos me daban ese título.
Momentos después los villanos habían rendido las armas y pedían por sus vidas. Envié entonces al hombre que había parlamentado con ellos y a otros dos para que los ataran sólidamente. Y luego, mi gran ejército de cincuenta hombres, que sumando los tres mencionados se elevaba a ocho soldados, avanzó hacia el enemigo y se apoderó de él y de su chalupa, quedándome yo con otro compañero fuera de su vista por razones de estado.
Nuestra tarea inmediata consistía en reparar la chalupa y tratar de apoderarnos del navío. En cuanto al capitán, ahora que estaba en libertad para hablar con sus hombres, los apostrofó severamente sobre la villanía que habían cometido, haciéndoles ver la maldad de su designio y cómo sólo les hubiera servido para arrastrarlos finalmente a la peor de las miserias, cuando no a la horca.
Todos ellos se mostraron muy arrepentidos y suplicaron se les perdonara la vida. A esto les replicó que no eran prisioneros suyos sino del comandante de la isla; y que aunque habían pensado al principio que esa tierra estaba deshabitada, Dios había dirigido sus pasos a un lugar poblado cuyo gobernador era inglés. Agregó que si le parecía bien podía colgarlos a todos sin vacilar, pero que como les había concedido cuartel suponía que el gobernador iba a enviarlos prisioneros a Inglaterra, donde serían juzgados por los tribunales, salvo Atkins, a quien el gobernador enviaba a decir por su intermedio que se preparase a morir, pues sería ahorcado por la mañana.
Aunque todo esto era una invención, tuvo el efecto que el capitán deseaba. Atkins cayó de rodillas, suplicando al capitán que intercediera ante el gobernador para salvarle la vida; y todo el resto se unió a sus lamentaciones rogando encarecidamente que no los enviaran a Inglaterra.
Se me ocurrió entonces que la hora de nuestra libertad había llegado y que sería cosa fácil lograr que aquellos individuos colaboraran con nosotros en apoderarnos del barco. Oculto como estaba a sus miradas, a fin de que no descubrieran qué clase de gobernador tenía la isla, llamé en alta voz al capitán. Como lo hacía desde buena distancia, uno de mis hombres tenía la orden de repetir el llamado y decir:
—Capitán, el gobernador quiere veros.
—Decid a Su Excelencia que voy de inmediato —replicó entonces el capitán.
La escena resultó muy bien, y los prisioneros quedaron convencidos de que el gobernador andaba con sus cincuenta hombres por las inmediaciones.
Cuando llegó a mi lado, expuse al capitán mi proyecto para apoderarnos del barco, el que le pareció excelente, y dispusimos llevarlo a ejecución a la siguiente mañana. En orden a que todo resultara sin tropiezos y con la mayor seguridad, dije a mi compañero que debíamos dividir a los prisioneros de modo que Atkins y otros dos entre los peores fueran enviados sólidamente sujetos a la caverna donde ya estaban los otros. Viernes y los dos compañeros del capitán se ocuparon de cumplir ese cometido.
Fueron, pues, conducidos a la cueva que hacía de prisión, y que, por cierto, era un lugar espantoso para individuos en el estado en que se encontraban aquéllos. A los otros los conduje a mi enramada, de la que he hecho ya una descripción completa; como había allí empalizada y los hombres seguían atados, el sitio resultaba bastante seguro, máxime cuando la suerte de aquellos dependía de su conducta.
Por la mañana envié al capitán a conferenciar con los prisioneros de la enramada, a fin de indagarlos y hacerme saber si le parecían dignos de confianza para acompañarnos en la expedición contra el buque. El capitán volvió a hablarles de la injuria que le habían hecho, de la situación en que se encontraban, y les dejó entrever que aunque el gobernador les concedía cuartel por el momento, apenas fueran llevados prisioneros a Inglaterra serían ahorcados con toda seguridad; pero agregó que si estaban dispuestos a unirse a nosotros para tratar de reconquistar el buque, acaso fuera posible lograr formalmente el perdón del gobernador.
Es de imaginar con cuánta rapidez habrá sido aceptada semejante proposición por hombres que se encontraban en semejante alternativa. Cayeron de rodillas ante el capitán y le prometieron, con las demostraciones más sinceras, que le serían fieles hasta último momento; puesto que iban a deberle la vida, estaban dispuestos a acompañarlo a todas partes, y mientras vivieran lo considerarían como su padre.
—Entonces —dijo el capitán— iré a decir al gobernador lo que acabo de oír y trataré por todos los medios de que acceda.
Vino a mí con el relato de lo hablado y me participó su impresión de que aquellos individuos le serían fieles. Con todo, y para asegurarnos bien, le dije que volviera a ellos y apartara a cinco hombres, que serían sus asistentes en la empresa, diciéndoles que el gobernador conservaría en su poder a los otros dos, así como a los tres prisioneros en la caverna, en calidad de rehenes para garantizar la fidelidad de aquellos cinco; y que si alguno mostraba la menor señal de traición, los rehenes serían ahorcados inmediatamente en la playa.
Todo esto los impresionó, dándoles la seguridad de que el gobernador procedía con severidad. No les quedaba sin embargo otro recurso que aceptar aquellas condiciones, y a partir de ese instante los cinco rehenes, además del capitán, se empeñaron en persuadir a los otros para que cumplieran su deber al pie de la letra.
Nuestras fuerzas estaban ahora listas para la expedición según el siguiente detalle:
1.º) el capitán, su segundo y el pasajero;
2.º) los dos prisioneros de la primera partida a los que, de acuerdo con la recomendación del capitán, habíamos dado libertad y confiado armas;
3.º) los otros dos, que hasta entonces habíamos tenido en la enramada, atados, pero que ahora pusimos en libertad por pedido del capitán;
4.º) los cinco recién libertados. Eran, pues, doce en total, aparte de los cinco que mantuvimos prisioneros en la caverna en calidad de rehenes.
Pregunté al capitán si estaba dispuesto a aventurarse con aquel número en la empresa de abordar el navío; por lo que a mí y a Viernes respecta, pensé que no nos convenía movernos por el momento, teniendo siete hombres que cuidar en tierra, ya que bastante tarea suponía vigilarlos y darles suficiente alimento. Con respecto a los cinco de la caverna decidí mantenerlos atados, pero Viernes iba dos veces por día a llevarles vituallas; los otros fueron empleados en acarrear provisiones hasta cierta distancia de la cueva, donde iba Viernes a tomarlas.
Me presenté entonces a los dos rehenes en compañía del capitán, quien les dijo que yo era la persona designada por el gobernador para vigilarlos, y que sus órdenes eran que no se apartaran un solo momento del sitio donde yo me encontrara; si lo hacían serían llevados de inmediato al castillo y encadenados. Naturalmente aquellos hombres, como no habían visto nunca al gobernador, me tomaron por su representante, y yo hablaba a cada momento de Su Excelencia, de la guarnición, el castillo y demás cosas parecidas. El capitán no tenía ahora otra dificultad que la de aparejar las dos chalupas, reparar la avería en una de ellas y tripularlas con sus hombres. Hizo a su pasajero capitán de una de las embarcaciones, y puso cuatro hombres a sus órdenes; en persona, y acompañado de su segundo y cinco hombres, se embargó en la otra; aprovecharon la mejor hora y navegaron en dirección al navío a eso de medianoche. Tan pronto estuvieron al alcance de la voz, el capitán ordenó al llamado Robinson que gritara a los del navío, diciéndoles que traían los hombres y la chalupa, pero que les había llevado muchísimo tiempo dar con ellos; con esas y otras parecidas charlas debía entretener su atención mientras los demás se acercaban al navío.
El capitán ordenó al llamado Robinson que gritara a los del navío.
Entonces, abordando el buque, el capitán y su segundo sorprendieron y derribaron a culatazos al segundo y al carpintero, siendo fielmente ayudados por los hombres que iban con ellos. Asegurando rápidamente a los restantes marineros que estaban en el puente y la popa, trancaron las escotillas para aislar a los que quedaban abajo. Entretanto la otra chalupa, desembarcando a sus tripulantes en los portaobenques del trinquete, aseguró la posesión del castillo de proa y la escotilla que daba a la cocina, donde fueron apresados otros tres hombres.
Cumplido esto, y dueño del puente, el capitán ordenó al piloto que tomara por asalto la toldilla donde se encontraba el capitán sublevado; éste, despierto y alerta, se encontraba en compañía de dos hombres y un grumete armados con fusiles. Cuando el piloto forzó la puerta con una palanca, el nuevo capitán y sus hombres dispararon a quemarropa sobre los atacantes, hiriendo al piloto de un tiro de mosquete que le atravesó el brazo, así como a dos de sus hombres, pero sin matar a ninguno.
Mientras pedía auxilio a gritos entró el piloto, herido como estaba, en la toldilla y con su pistola atravesó la cabeza del capitán rebelde; la bala entró por la boca y salió detrás de una oreja haciéndolo caer sin tiempo de pronunciar una palabra.
Atravesó la cabeza del capitán rebelde.
Al ver esto, los otros se rindieron de inmediato y el buque fue tomado sin que resultara necesario sacrificar más vidas.
Tan pronto estuvo el barco en su poder el capitán ordenó que se dispararan siete cañonazos, señal convenida conmigo para hacerme saber el buen resultado de la empresa; es de imaginar la alegría con que los escuché, habiendo esperado novedades en la playa hasta las dos de la madrugada.
Escuchada la señal, me dejé caer en la arena y rendido por las muchas fatigas de aquel día dormí profundamente hasta que el sonido de otro cañonazo me despertó sobresaltado. Mientras me incorporaba, oí a alguien gritando:
—¡Gobernador, gobernador!
Reconocí inmediatamente la voz del capitán, y subiendo a la cumbre de la colina lo encontré; al verme señaló en dirección del navío, y viniendo a mí me estrechó en sus brazos mientras exclamaba:
—¡Amigo mío, mi salvador! ¡Ahí tenéis vuestro barco que os pertenece, así como nosotros, y todo lo que a bordo existe os pertenece también!
Miré en dirección al mar y vi el navío a una media milla de la costa. Supe entonces que apenas dueños de la situación se habían apresurado a levar anclas y acercarse, aprovechando la calma que reinaba, hasta la boca de la pequeña ensenada. Estando alta la marea, el capitán había venido con la pinaza hasta el mismo sitio donde yo fondeara mis primeras balsas, y puede decirse que acababa de llegar a la puerta de mi casa.
La emoción me embargó al extremo de que estuve a punto de desplomarme. Veía ahora con toda claridad la liberación al alcance de mis manos, ya todo resuelto y listo, un gran navío esperándome para llevarme al sitio donde me placiera más.
En el primer momento me sentí incapaz de articular una sola palabra; y como el capitán me tenía abrazado, me aferré a él con fuerza porque de lo contrario hubiese caído al suelo.
Él advirtió mi emoción, y extrayendo una botella de su bolsillo me hizo beber un trago de cordial que había traído ex profeso. Me senté entonces en el suelo, y aunque el licor me devolvió la serenidad, pasó un rato antes de que pudiera decir algo a mi amigo.
Mientras tanto, él estaba tan lleno de alborozo como yo, sólo que de distinta naturaleza. Me hablaba continuamente diciéndome mil cosas amables para ayudarme a recobrar la calma; pero tal era el ímpetu de la alegría que llenaba mi pecho que sólo servía para colmar mi espíritu de confusión. Por fin me eché a llorar, y poco después fui otra vez dueño de mis palabras.
Me llegó entonces el turno de abrazar al capitán como a mi salvador, y los dos nos regocijamos juntos. Le dije que lo consideraba como enviado por el cielo para librarme de mi cautiverio, y que todo lo ocurrido era para mí una cadena de maravillas; tales cosas, agregué, eran los mejores testimonios de cómo la secreta mano de la Providencia gobierna el mundo, y la evidencia de que los ojos de un Poder infinito alcanzan el más remoto rincón del mundo y envían ayuda al más miserable si a Dios le place hacerlo.
No olvidé elevar mi corazón al cielo, lleno de gratitud. ¿Y qué corazón hubiera podido olvidar a quien no sólo le brindaba su socorro de tan maravillosa manera en la soledad, sino que era el dador de toda liberación en este mundo?
Luego que hablamos un momento, el capitán me dijo que había hecho desembarcar para mí las pocas provisiones que quedaban en el buque después que los miserables habían dilapidado las existencias mientras fueron los amos. Llamó a los del bote y les ordenó que desembarcaran los presentes para el gobernador. Y por cierto que aquellos presentes parecían más propios para uno que tuviera que quedarse en la isla, en vez de embarcarse para no retornar ya nunca.
Ante todo venía una caja con botellas conteniendo excelentes aguas cordiales, seis grandes botellas de vino de Madeira —cada una contenía dos pintas—, dos libras de excelente tabaco, doce pedazos de la carne que había a bordo, seis piezas de salazón de cerdo, un saco de guisantes y unas cien libras de galleta.
También me trajo una caja de azúcar, otra de harina, un saco de limones, así como dos botellas de zumo de lima y abundancia de otras cosas; pero aparte de eso, lo que me resultó mil veces más útil y agradable fue que me obsequió seis camisas nuevas, seis corbatas, dos pares de guantes, uno de zapatos, un sombrero y un par de medias, así como un excelente traje elegido entre los suyos y apenas usado; en una palabra, me vistió de pies a cabeza.
Fue ciertamente un útil y grato presente para quien estaba como yo en tales circunstancias; pero pocas cosas en el mundo pueden haber sido tan desagradables como lo fue para mí el ponerme por primera vez aquellas ropas que me parecían incómodas, inútiles y absurdas.
Concluida esta ceremonia, y luego que aquellas excelentes cosas fueron trasladadas a mi castillo, empezamos a discutir qué haríamos con los prisioneros. Nos era necesario considerar seriamente la posibilidad de hacernos a la mar con ellos, especialmente con dos que sabíamos incorregibles y rebeldes en último grado. El capitán los consideraba temibles bandidos y no se sentía seguro en su proximidad; incluso, si los llevaba a bordo serían encadenados y con la decisión de entregarlos a la justicia en la primera colonia inglesa que alcanzáramos en nuestro viaje. Así y todo noté que parecía muy preocupado con esa idea.
Al advertirlo, le dije que si lo deseaba yo me comprometía a lograr que aquellos dos hombres pidieran voluntariamente ser dejados en la isla.
—Creedme que si eso fuera posible —replicó entonces el capitán— yo me alegraría de todo corazón.
—Muy bien —dije—. Los haré venir y hablaré con ellos al respecto.
Ordené entonces a Viernes y a los dos rehenes —que habían recobrado la libertad por cuanto sus compañeros habían cumplido bien su deber— que fueran a la caverna en busca de los cinco prisioneros, atados como estaban, y los condujesen a la enramada, adonde iría yo más tarde.
Pasado cierto tiempo aparecí allí vestido con mi nueva indumentaria y acompañado del capitán, habiendo recobrado para ese entonces mi título de gobernador.
Reunidos todos, y en presencia del capitán, ordené que comparecieran los presos y les manifesté que tenía una prolija descripción de su villano comportamiento para con el capitán, la forma en que se habían apoderado del barco y cómo se disponían a cometer nuevas fechorías, hasta que la Providencia los había hecho caer en sus propias redes, llevándolos a precipitarse en la fosa que para otros habían cavado.
Les hice entender que el barco había sido recobrado bajo mi dirección, que estaba ahora en la rada y pronto verían cómo el capitán rebelde era recompensado por su villanía, ya que no tardarían en descubrirlo colgando del palo mayor; en cuanto a ellos, quise saber qué alegaban en su defensa antes de hacerlos ajusticiar como piratas, ya que poseía suficiente autoridad para disponer de inmediato tal castigo.
Tomando la palabra en nombre de sus compañeros, uno de ellos contestó que nada tenían que decir salvo que en el momento de rendirse el capitán les había prometido la vida, por lo cual humildemente imploraban mi compasión. Repliqué a mi turno que no sabía qué clase de compasión podía brindarles, ya que por lo que a mí concernía acababa de decidirme a salir de la isla con todos mis hombres y a tal efecto había reservado pasajes en el barco del capitán. En cuanto a éste, no podría llevarlos a Inglaterra en otra condición que la de prisioneros, entregándolos a la justicia encadenados y bajo acusación de rebeldes; de más estaba decir que la consecuencia de aquello sería la horca, de manera que yo no alcanzaba a comprender qué ventaja podía tener eso para ellos, salvo la posibilidad de que se decidieran a quedarse en la isla y encarar allí su destino. Si así lo deseaban, agregué, estaba en condiciones de permitírselo; incluso me sentía inclinado a perdonarles la vida si les parecía posible arriesgarse a permanecer en aquella tierra.
Al oír mi propuesta parecieron sentirse muy agradecidos, y me aseguraron que preferían en mucho quedarse allí antes que ser llevados a Inglaterra para perecer en la horca; de modo que los dejé en esa disposición de ánimo.
El capitán fingió entonces poner algunas dificultades al proyecto, como si no quisiera dejar a los hombres en la isla.
A mi vez fingí molestarme con él y le dije que se trataba de prisioneros míos y no suyos; ya que les había ofrecido esa posibilidad, quería hacer honor a mi palabra. Agregué que si no le parecía bien el arreglo, pondría a aquellos hombres en libertad tal como los había encontrado, y si él insistía en no aceptar el convenio, que se apoderara de ellos si podía encontrarlos en la isla.
Todavía más agradecidos se mostraron aquellos hombres al oírme hablar así, y de inmediato mandé ponerlos en libertad ordenándoles que se retiraran por los bosques hasta el sitio de donde los habían traído; les dije que dejaría en sus manos algunas armas y municiones, dándoles también consejos necesarios para que pudieran vivir bien en la isla si seguían decididos a quedarse.
Terminada la reunión me dispuse a embarcarme en el navío, pero pedí al capitán que me dejara esa noche para preparar mis cosas, rogándole que entretanto fuese a bordo y cuidara del orden, enviándome la chalupa al día siguiente; le recomendé también que apenas llegado al barco hiciera colgar del mástil el cuerpo del capitán rebelde para que los de la isla pudieran verlo.
Apenas marchado el capitán, llamé a mi tienda a los rebeldes y me puse a hablar seriamente con ellos. Les dije que habían hecho a mi parecer una buena elección, ya que si el capitán los hubiera llevado consigo seguramente habrían terminado en el patíbulo. Les mostré la figura del rebelde balanceándose en la verga del mástil, y les dije que solamente podían esperar una cosa parecida.
Les mostré la figura del rebelde balanceándose en la verga del mástil.
Cuando me repitieron su decisión de quedarse manifesté que les haría un relato detallado de mi vida en el lugar, mostrándoles al mismo tiempo los medios de procurarse una existencia confortable. Les narré punto por punto todo cuanto conocía de la isla, mi llegada a tierra, indicándoles cómo había levantado las fortificaciones, la forma en que logré tener pan, plantar el grano y secar las uvas; en fin, todo cuanto podían necesitar para que la existencia no les fuera penosa. También les conté la historia de los dieciséis españoles que llegarían a la isla según mis esperanzas, y les di una carta para ellos, haciéndoles prometer que los tratarían de igual a igual.
Les dejé mis armas de fuego, es decir, cinco mosquetes, tres escopetas y además tres espadas. Quedaba todavía un barril y medio de pólvora, ya que después de los primeros años empleé muy poca evitando desperdiciarla. Les di completas instrucciones sobre el modo de domesticar las cabras, ordeñarlas y cebarlas, así como la manera de hacer manteca y queso.
En una palabra, los interioricé de cada detalle de mi propia vida, agregando que intercedería ante el capitán para que les dejara otros dos barriles de pólvora, así como semillas de hortalizas, que tan útiles me hubieran sido. Les regalé el saco de guisantes que el capitán me había traído para comer, enseñándoles la forma de sembrarlos para tener mayor cantidad.
Cumplido todo esto, me despedí de ellos a la siguiente mañana y embarqué de inmediato. Nos preparábamos para hacernos a la vela, pero no levamos anclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco hombres llegaron nadando hasta el navío, y profiriendo toda clase de quejas contra los otros tres nos suplicaron en nombre de Dios que los recibiéramos a bordo, pues de lo contrario serían asesinados, y terminaron rogando al capitán que los admitiera aunque sólo fuese para ahorcarlos inmediatamente.
Al oírlos, el capitán pretendió no tener autoridad para acceder a su pedido sin mi consentimiento; después de tenerlos así un rato, y luego que prometieron solemnemente corregirse, los hicimos trepar a bordo, donde luego de ser castigados con azotes se condujeron con toda prudencia y honradez.
Al subir la marea la chalupa fue enviada a tierra con los efectos prometidos a aquellos hombres, a los cuales el capitán agregó por mi intercesión los arcones con sus ropas; se mostraron sumamente agradecidos al recibirlos, y yo les di coraje diciéndoles que si me era posible enviar algún buque para que los recogiera no dejaría de hacerlo.
Al abandonar la isla llevé conmigo algunos recuerdos, como el gorro de piel de cabra que me había hecho, la sombrilla y mi papagayo; también cuidé de llevar el dinero ya mencionado, que durante tanto tiempo me había sido inútil; estaba enmohecido y oxidado, tanto que hasta no frotarlo bien nadie lo hubiese tomado por plata. Igualmente traje a bordo el dinero hallado en el naufragio del barco español.
Así dejé mi isla, el 9 de diciembre, según el calendario del buque, y en el año 1686, luego de haber estado en ella por espacio de veintiocho años, dos meses y diecinueve días, y siendo librado de este segundo cautiverio en el mismo día en que antaño me fugara de los moros de Sallee, a bordo del barcolongo.
Al fin de un largo viaje arribé a Inglaterra el 11 de junio de 1687, después de treinta y cinco años de ausencia.