Llevaba así un año y medio, y después de haber abrigado tantos planes los veía desvanecerse en el aire por falta de ocasión para ejecutarlos. Una mañana, sin embargo, me sorprendió la presencia de unas cinco canoas en la costa, cuyas tripulaciones habían desembarcado y estaban fuera de mi vista. Todas mis previsiones se derrumbaron al pensar en el número de aquellos salvajes, porque viendo tantas canoas y seguro de que en cada una venían cuatro o cinco tripulantes, no se me ocurría la manera de atacar a veinte o treinta hombres con mis solas fuerzas. Perplejo y desilusionado permanecí en el castillo, pero adopté, al igual que la vez anterior, las necesarias precauciones en caso de ataque, y pronto estuve listo para repelerlo. Aguardé un rato tratando de oír si hacían algún ruido, mas como mi impaciencia crecía por momentos, puse las escopetas al pie de la escalera y me encaramé a la cumbre de la colina con el procedimiento ya descrito, teniendo sin embargo buen cuidado de que mi cabeza no sobrepasara el nivel de la roca y quedara completamente oculta a las miradas de aquellos hombres. Con ayuda del anteojo vi que no eran menos de treinta, que acababan de encender una hoguera y aderezaban allí sus alimentos. No pude distinguir qué clase de carne era aquélla y de qué modo la cocían; pero los vi bailar como locos en torno al fuego, haciendo toda clase de contorsiones y bárbaros ademanes.
Bailando como locos en torno al fuego.
Mientras los observaba, mi anteojo me mostró de pronto a dos miserables prisioneros que eran arrastrados desde las canoas y conducidos al sacrificio. Vi a uno de ellos caer inmediatamente, y supongo que lo golpearon con una maza o cachiporra, como es su costumbre habitual. Inmediatamente dos o tres salvajes se precipitaron sobre el caído y empezaron a descuartizarlo, mientras el otro desgraciado permanecía inmóvil y a la espera de que le llegara el turno. Pero en ese mismo instante, como el infeliz había sido descuidado por sus captores y el instinto le inspirara una esperanza de vida, echó a correr con velocidad increíble a lo largo de la playa, justamente en dirección al lugar donde se hallaba mi morada.
Confesaré que el espanto se apoderó de mí al verle tomar esa dirección, y sobre todo cuando la pandilla entera se lanzó en su persecución. Pensé que mi sueño iba a cumplirse y que el salvaje se ocultaría en el bosquecillo; pero no contaba con que el resto del sueño se cumpliera igualmente, es decir, que los salvajes renunciaran a seguirlo por esos lados. Permanecí inmóvil y a la espera, y pronto recobré algo de ánimo al advertir que solamente tres hombres perseguían al prisionero, y más aún comprobando que su rapidez en la carrera era muy superior a la de aquéllos, con lo cual si conseguía mantenerla por una media hora jamás se pondría de nuevo a su alcance.
Entre el lugar hasta donde habían llegado y mi castillo se encontraba la ensenada que he citado en la primera parte de mi relato, cuando desembarqué los efectos del buque. El perseguido debía necesariamente nadar a través de ella, o lo apresarían en la orilla. Lo vi llegar a toda carrera y, sin preocuparse de que la marea estaba alta, zambullirse y lanzarse a la otra orilla sin perder un segundo; en unas veinte brazadas alcanzó el lado opuesto y allí siguió corriendo aún con más rapidez y energía que antes. Los tres perseguidos llegaron de inmediato a la ensenada, pero solamente dos sabían nadar; el otro, luego de mirar al fugitivo, no se animó a tirarse al agua y poco después se volvió lentamente hacia atrás, lo que fue para su propio bien.
Desde mi apostadero pude observar que los dos perseguidores emplearon el doble de tiempo que el perseguido en cruzar la ensenada. Entonces me invadió el impulso irresistible de procurarme allí mismo el criado, o tal vez el compañero y ayudante que necesitaba, y pensé que la Providencia me había designado para salvar la vida de aquel infeliz. Descendí a toda velocidad por la escalera, tomé las armas que, como he dicho, había dejado al pie de ésta, y volví a subir a la cresta de la colina.
Marchando en dirección al mar, como había un camino de atajo que descendía bruscamente de la colina a la playa, pronto me hallé entre el perseguido y los perseguidores, llamando a aquél en alta voz. Cuando, al mirar hacia atrás, me vio distintamente, tuvo más miedo de mí que de los otros, pero le hice señas con la mano de que se acercara; entretanto avancé sigiloso hacia los dos salvajes, y saltando bruscamente sobre el que venía adelante lo derribé de un culatazo. No me atrevía a disparar el arma por temor a que el resto oyera el ruido, aunque a tan gran distancia no era fácil, máxime que tampoco podrían ver el humo y orientarse por él. Ya en el suelo el salvaje, el otro que iba más atrás se detuvo como aterrado; me acerqué lentamente, pero entonces vi que tenía un arco y flechas, que estaba armando para atravesarme, por lo cual no quedó otro remedio que disparar sobre él y lo derribé muerto al primer tiro.
No quedó otro remedio que disparar sobre él.
El pobre salvaje fugitivo, que ante mi actitud permanecía inmóvil a cierta distancia, vio a sus enemigos caídos y muertos, pero tuvo un terror tan grande al oír el estampido de la escopeta que se quedó como piedra, incapaz de avanzar o retroceder y, sin embargo, con más ganas de seguir huyendo que de venir hacia mí. Lo llamé otra vez, haciéndole signos de que se aproximara, lo que entendió fácilmente. Dio unos pasos, se detuvo, luego caminó otro trecho y volvió a pararse; advertí que temblaba a la idea de sufrir el mismo destino que sus perseguidores. Insistí en hacerle señas de que se acercara, tratando de demostrarle en toda forma que no le haría nada, para animarlo; fue aproximándose lentamente, pero cada diez o doce pasos se arrodillaba en señal de reconocimiento por haberle salvado la vida. Le sonreí de la manera más cariñosa, haciéndole seña de que se adelantara aún más, y por fin llegó a mi lado.
Entonces, dejándose caer de rodillas, besó el suelo y apoyó en él su cabeza, y tomando mi pie lo puso sobre ella, lo que sin duda significaba su voluntad de hacerse mi esclavo por toda la vida.
Lo levanté, acariciándolo y tratando de devolverle el coraje en todo lo posible. Sin embargo aún había tarea que realizar, porque de pronto advertí que el salvaje que golpeara con la culata no estaba muerto sino solamente desmayado y daba señales de recobrar los sentidos. Le apunté con la escopeta mientras hacía señas a mi salvaje para que reparara en su enemigo; comprendiendo, me habló algunas palabras que, aunque carentes para mí de sentido, fueron muy dulces de oír, ya que era el primer sonido humano que escuchaba yo en aquella isla después de veinticinco años.
Pero no había tiempo ahora para reflexiones: el salvaje se recobraba poco a poco de su desmayo, lo vi que se sentaba en el suelo y advertí que mi compañero principiaba a asustarse otra vez, por lo cual le ofrecí la otra escopeta por si quería emplearla. Pero él me señaló por el contrario la espada que yo llevaba desnuda en la cintura, y se la alcancé. Apenas lo había hecho cuando lo vi precipitarse sobre su enemigo y cortarle la cabeza de un solo tajo con tal destreza que el mejor verdugo de Alemania no lo hubiese hecho más pronto ni mejor.
Cortarle la cabeza de un solo tajo.
Aquello me asombró en un hombre que, según imaginaba yo, jamás había visto antes una espada, salvo las de madera que usan esos pueblos. Más tarde, sin embargo, vine a saber que fabrican sus espadas con una madera tan dura como pesada, y que el filo es tan agudo que con ellas pueden decapitar de un golpe, e incluso tajar un brazo entero.
En cuanto a él, después de matar a su enemigo, vino hacia mí riendo en señal de triunfo y, con abundancia de ademanes que no entendí, depositó a mis pies la espada ensangrentada y la cabeza del salvaje.
Lo que más lo pasmaba era la forma en que yo había matado al otro indio, y señalándolo parecía pedirme permiso para ir a examinarlo, lo que le concedí lo mejor que pude. Cuando llegó junto al cadáver se quedó como helado, mirándolo por todas partes; lo dio vuelta a un lado, después al otro, observó la herida de la bala, que había alcanzado a darle en el pecho, haciendo un orificio del cual manaba muy poca sangre, ya que la muerte se había producido por hemorragia interna. Por fin tomó el arco y las flechas y vino junto a mí, que me disponía a regresar. Le hice señas de que me siguiera, tratando de atemorizarlo a la vez con la idea de que otros salvajes podían presentarse de improviso.
Como entendiera muy bien, me hizo señas de que lo dejara enterrar los cuerpos en la arena para que el resto de la pandilla no los encontrara. Cuando asentí se puso a cavar un hoyo con las manos, y pronto fue lo bastante grande para enterrar a uno de los muertos; repitió el procedimiento y un cuarto de hora más tarde los dos estaban sepultados. Llamándolo entonces lo llevé conmigo, no al castillo, sino a la gruta que quedaba en el otro extremo de la isla; de modo que no dejé cumplirse el sueño en aquella parte, según la cual el salvaje había buscado refugio en mi soto.
Le di pan y un racimo de pasas, así como agua, de la que estaba muy necesitado después de aquella carrera.
Luego que se hubo refrescado le hice signos de que se acostara a dormir, señalándole un sitio donde había un colchón de paja de arroz cubierto con una manta, que yo empleaba a veces para descansar allí. El pobre obedeció y pronto estuvo dormido.
Era un individuo bien parecido, muy bien formado y fuerte, no demasiado alto pero de gran esbeltez, que contaría según calculé unos veintiséis años. Tenía un rostro agradable, sin ninguna fiereza ni ferocidad, aunque advertí que sus facciones eran muy varoniles; cuando sonreía, encontraba yo en su rostro toda la suavidad y la dulzura de los europeos. Su largo y negro cabello no se encrespaba como lana; la frente era ancha y despejada, y había vivacidad e inteligencia en su mirada. La piel no era negra sino atezada, pero sin ese desagradable matiz amarillento de los naturales del Brasil, Virginia y otros lugares americanos, sino más bien un aceitunado oscuro que resultaba muy agradable de ver aunque no sea fácil describirlo. La cara era redonda y llena, con una nariz pequeña y no aplastada como la de los negros, una boca firme de labios pequeños y dientes tan perfectos y blancos como marfil.
Luego que hubo dormitado, más que dormido, una media hora, se levantó y saliendo de la gruta fue hacia donde estaba yo terminando de ordeñar las cabras que guardaba en ese sitio. Cuando me divisó vino corriendo a arrodillarse otra vez a mis plantas, con fervientes demostraciones de reconocimiento y humildad, haciendo mil gestos para que yo comprendiera. Por fin apoyó la cabeza contra el suelo junto a mi pie, y volvió a levantar mi otro pie y colocárselo encima, tras lo cual hizo todos los ademanes posibles de sumisión y servidumbre para darme a entender que sería mi esclavo por siempre. Comprendí bastante todo esto, y traté de demostrarle que me sentía muy contento con él. Poco después empecé a hablarle, a fin de que aprendiera a contestarme poco a poco. Ante todo le hice saber que su nombre sería Viernes, ya que en este día lo salvé de la muerte y me pareció adecuado nombrarlo así. A continuación le enseñé a que me llamara amo y a que contestara sí o no, precisándole la significación de ambas cosas. Llené de leche un cacharro que puse en sus manos, mostrándole primero cómo se bebía aquello y mojando mi pan en la leche; de inmediato hizo lo mismo, dando señales visibles de que le gustaba mucho.
Lo tuve conmigo aquella noche, y a la mañana siguiente le indiqué que me siguiera, haciéndole comprender que le daría algunas ropas para que se vistiera, ya que estaba completamente desnudo. Cuando cruzamos el lugar donde había enterrado a los dos salvajes me señaló con precisión el sitio, mostrándome las marcas que había hecho para encontrarlos otra vez, y comprendí por sus signos que me invitaba a desenterrarlos y comerlos. A esto me mostré encolerizado, dándole a entender la repugnancia que me producía la sola idea, e hice como si su intención me causara náuseas, ordenándole que se alejara de allí al punto, cosa que hizo con gran sumisión. Lo llevé conmigo hasta la cumbre de la colina, para observar si sus enemigos habían vuelto a embarcarse; con ayuda del anteojo recorrí la costa y, aunque encontré el lugar donde se habían congregado, no descubrí la menor señal de su presencia, lo que indicaba evidentemente que se habían marchado sin inquietarse en lo más mínimo por la suerte de sus dos compañeros.
No contento con este descubrimiento, y como el mayor coraje aumentaba en igual grado mi curiosidad, confié a Viernes mi espada así como el arco y flechas que llevaba a la espalda y que sabía usar diestramente; le di también una escopeta para mí, y llevando yo otras dos, nos encaminamos hacia la costa donde habían pernoctado los salvajes. Cuando estuvimos allí la sangre se me heló en las venas y me pareció que mi corazón se detenía; ¡tan atroz era el espectáculo! Me quedé inmóvil de espanto, aunque Viernes no parecía conmovido en lo más mínimo. El lugar estaba cubierto de huesos humanos, el suelo tinto en sangre; grandes trozos de carne aparecían diseminados aquí y allá, devorados a medias y carbonizados; en fin, eran los testimonios del banquete triunfal con que aquellos salvajes habían celebrado la victoria sobre sus enemigos. Encontré tres cráneos, cinco manos y los huesos de tres o cuatro piernas y pies, así como abundancia de otras porciones de carne humana.
Por medio de signos, Viernes me dio a entender que habían traído cuatro prisioneros para devorar, que aquellos restos pertenecían a tres y que él —se apuntaba con la mano— era el cuarto. Me explicó del mismo modo que había habido una gran batalla entre aquellos salvajes y los súbditos de un rey vecino, del cual parecía ser vasallo, y que habiendo resultado vencedores los otros, habían tomado gran número de prisioneros que fueron conducidos a distintos lugares para servir de pasto en el bárbaro festín de la victoria; un grupo de aquellos miserables era el que había desembarcado en mi isla.
Ordené a Viernes que reuniera los cráneos, huesos y demás restos e hiciera con ellos una pirámide y le pegara fuego hasta que se calcinaran. Observé que se mostraba harto dispuesto a comerse parte de aquella carne, y que seguía siendo caníbal en su naturaleza; pero di tantas señales de repugnancia a la sola idea de semejante cosa, que no se atrevió a manifestar sus verdaderos instintos, ante todo porque yo le había dado a entender que si cedía a ellos no vacilaría en matarlo.
Terminada la tarea volvimos al castillo, donde empecé a trabajar para mi criado Viernes. Ante todo le di unos calzoncillos de lienzo que encontrara en el arcón del pobre artillero y que rescaté del naufragio; con pequeñas modificaciones, le sentaron muy bien. Luego hice una chaqueta de piel de cabra, lo mejor que me fue posible, ya que era un discreto sastre; le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda y pasablemente elegante, con lo cual quedó bastante presentable y me pareció satisfecho de verse igual que su amo. Cierto que al comienzo se sentía incómodo con aquellas ropas; los calzoncillos le estorbaban enormemente, y las mangas de la chaqueta le lastimaban los hombros y la piel de los brazos. Pero cuando se quejó de ello le hice los retoques convenientes y pronto se habituó sin la menor dificultad.
Al siguiente día de tenerlo conmigo empecé a considerar dónde alojaría a mi criado. Se necesitaba un sitio que fuera cómodo para él y conveniente para mí, de modo que terminé levantando una pequeña tienda en el espacio libre que quedaba entre las dos fortificaciones, es decir, en el interior de la segunda y el exterior de la primera. Como justamente allí estaba la abertura que permitía entrar en la cueva, construí una verdadera puerta, clavando tablas sólidas en un marco del tamaño conveniente y fijándola en el interior del pasaje a la cueva. La puerta se abría hacia adentro, y de noche la aseguraba sólidamente teniendo también la precaución de retirar las escaleras, con lo cual nunca hubiera podido Viernes llegar hasta mí sin hacer mucho ruido que me hubiera despertado de inmediato.
Es de recordar que mi primera empalizada tenía ahora un verdadero techo, formado por largas pértigas que cubrían enteramente la tienda y se apoyaban en la roca; sobre ellas había colocado troncos finos en lugar de vigas, y todo estaba cubierto espesamente con paja de arroz, tan sólida como si fuese caña. En el agujero que dejé para salir por la escalera había instalado una especie de trampa, que, al intentar abrirla desde afuera, hubiese caído, con gran estrépito. En cuanto al armamento, lo guardaba todas las noches conmigo.
Sin embargo ninguna de estas precauciones resultó necesaria, porque nunca hombre alguno tuvo un sirviente tan fiel, amante y sincero como lo fue Viernes conmigo. Sin violencias, enojos o mala intención, se mostraba profundamente adicto y dispuesto; su afecto por mí parecía más bien el de un hijo por su padre, y me atrevo a decir que hubiera sacrificado voluntariamente su vida para salvar la mía en cualquier ocasión. Muchos testimonios me dio de ello, y pronto me convencí de que era inútil emplear con él aquellas excesivas precauciones.
Esto me dio oportunidad de pensar frecuentemente y con no poca maravilla que si Dios, en su Providencia y en el gobierno de su Creación, había decidido privar a tantas de sus criaturas del mejor empleo de sus facultades y sentimientos, sin embargo los había dotado de las mismas disposiciones, la misma razón, iguales afectos y sentimientos de humildad y devoción, así como de las mismas pasiones y resentimientos ante las ofensas, sentido de gratitud, sinceridad, fidelidad y todo el poder de hacer el bien y recibirlo que diera a sus demás criaturas. Y que cuando a Dios le placía ofrecerles oportunidades de ejercitar aquellas cualidades, estaban tan dispuestos y hasta parecían más capaces que nosotros en emplearlas para el bien.
Pero volvamos a mi nuevo compañero. Me sentía muy contento con él, y traté de enseñarle enseguida aquellas cosas que lo tornarían útil, capaz y diestro. Mi mayor deseo era enseñarle a hablar, y que entendiera lo que yo le decía. Nunca se encontró mejor alumno que él; se mostraba tan contento, tan aplicado y daba muestras de tal alegría cuando alcanzaba a comprenderme o lograba que yo lo entendiera a él, que resultaba un placer hablarle. Mi vida se tornó tan placentera que con frecuencia me decía que de no mediar el peligro de los salvajes no me hubiera afligido tener que quedarme allí para siempre.
Después de llevar dos o tres días en el castillo pensé que, para alejar a Viernes de su horrible costumbre de comer carne humana y hacerle perder el hábito adquirido, lo mejor sería darle a probar otras carnes. Una mañana, pues, lo llevé conmigo a los bosques dispuesto a matar para él una de las cabras que tenía en cautiverio y traer su carne al castillo. Pero en el camino di de pronto con una cabra que descansaba rodeada por dos cabritos. Detuve inmediatamente a Viernes.
—¡Quieto! —le ordené, haciéndole seña de que no se moviera.
Inmediatamente apunté y el tiro alcanzó a uno de los cabritos. Viernes, que me había visto matar a distancia a uno de sus perseguidores, pero seguía sin comprender cómo era posible tal cosa, se puso a temblar y me miraba con un aire tan horrorizado que me pareció que iba a caer desvanecido. Ni siquiera se dio cuenta de que yo había tirado contra un cabrito y que allí yacía muerto, sino que empezó a tantearse la chaqueta como si quisiera descubrir alguna herida. Debió pensar, como me di cuenta enseguida, que intentaba matarlo, porque precipitándose a mis pies me abrazó las piernas, mientras decía gran cantidad de cosas que no entendí, aunque evidentemente me rogaba que no le arrebatase la vida.
Apunté y el tiro alcanzó a uno de los cabritos.
No me costó mucho convencerlo de que no le haría daño alguno, y tomándolo de la mano lo obligué a levantarse y le señalé el cabrito muerto, ordenándole que fuera a buscarlo, lo que hizo enseguida. Mientras él observaba maravillado la forma en que fuera herido el animalito, cargué de nuevo la escopeta y pronto vi un gran pájaro semejante a un halcón posado en un gran árbol cercano. Para darle a entender a Viernes cuál era mi intención le mostré el pájaro —que era en realidad un papagayo y no un halcón— y después señalé la escopeta y el sitio debajo del árbol donde estaba el animal, para que comprendiese que no dejase de mirar el papagayo, e inmediatamente lo vio caer. Se quedó de nuevo como petrificado, a pesar de mis explicaciones, y advertí que como no me había visto cargar otra vez el arma pensaba sin duda que había en ella un inagotable caudal de muerte y destrucción para todo hombre, animal o pájaro que se pusiera a distancia de tiro.
El pasmo que esto le causaba era tal que transcurrió un tiempo antes de que se recuperara y creo que de haberlo dejado me hubiese adorado tanto a mí como a la escopeta. Durante muchos días no se atrevió a tocar el arma, pero a veces, cuando estaba solo con ella, le hablaba y parecía esperar una respuesta. Más tarde me confesó que le había suplicado con insistencia que no lo matara.
Luego que se le pasó el primer susto al ver cómo mataba yo al pájaro, obedeció mi orden y fue a recogerlo, pero como el papagayo no estaba más que herido revoloteó para alejarse y Viernes tuvo que correr tras él hasta que al fin pudo alcanzarlo; entretanto yo aproveché su ausencia para cargar otra vez la escopeta, pues había advertido cómo lo asombraba este detalle del arma y la guardaba lista para un nuevo disparo si se presentaba la ocasión. No la hubo, sin embargo, y volvimos trayendo el cabrito, que desollé aquella misma tarde. En una de las ollas herví y guisé una cantidad de carne, obteniendo un excelente caldo. Luego de haberlo probado le di una porción a mi criado, que pareció gustar muchísimo de él. Lo que sin embargo lo maravillaba era verme comer la carne con sal, e hizo señas de que la sal no era sabrosa, y poniéndose un poco en la boca pareció sentir una viva repugnancia, escupiéndola enseguida y yendo a enjuagarse la boca con agua fresca. A mi vez me llevé a la boca un trozo de carne sin sal haciendo toda clase de demostraciones de repugnancia, para convencerlo de que así no debía comerse; pero no obtuve resultado alguno, y Viernes siguió comiendo su carne y bebiendo el caldo sin sal; más tarde empezó a salar su comida, pero apenas.
Habiéndolo alimentado con el caldo y la carne hervida, me propuse ofrecerle al día siguiente un cuarto de cabrito asado. A tal fin colgué el trozo de una cuerda, tal como había visto hacerlo a mucha gente en Inglaterra; fijando dos estacas a ambos lados del fuego y un palo atravesado sobre ellas, sujeté la cuerda en este último cuidando de hacer girar continuamente el trozo de carne. Viernes admiró mucho estos preparativos, pero aún más maravillado se mostró al probar la carne, empleando tales gestos y ademanes para indicarme cuánto le había gustado que hubiese sido imposible no advertirlo. Por fin me dio a entender que jamás volvería a comer carne humana, lo que me produjo una gran alegría.
Al otro día lo puse a trillar grano, así como a cernirlo de la manera que ya he contado; pronto aprendió a hacerlo tan bien como yo, especialmente cuando hubo advertido cuál era el objeto de ese trabajo, es decir, la obtención de pan. Le mostré cómo se preparaba y se cocía el pan, y en poco tiempo Viernes fue tan hábil en efectuar aquellos trabajos como pudiera haberlo sido yo mismo.
Había que tener ahora en cuenta que éramos dos bocas para alimentar en vez de una, de modo que urgía preparar más tierras y sembrar mayor cantidad de grano que hasta entonces. Luego de elegir una superficie conveniente me di a la tarea de hacer un vallado igual al anterior, y Viernes no solamente me ayudó con habilidad y tesón sino que parecía mostrar verdadero entusiasmo. Le di a entender para qué trabajábamos, que ahora era necesaria una mayor cosecha a fin de disponer de más pan, ya que ambos teníamos que alimentarnos.
Comprendió con suma inteligencia mi razonamiento, y me significó que él se daba clara cuenta de que mis tareas aumentaban mucho con su presencia, pero que estaba dispuesto a trabajar con todas sus fuerzas si yo le enseñaba el modo de hacerlo.
Aquél fue el más agradable año de todos los que viví en la isla. Viernes empezaba a hablar bastante bien, entendía los nombres de casi todas las cosas que yo podía pedirle y de los lugares adonde lo enviaba. Como hablábamos mucho, volví a tener ocasión de emplear el idioma que durante tanto tiempo me había sido inútil, por lo menos para conversar. Fuera del gusto que me daban estas charlas, me sentía cada vez más atraído hacia el muchacho; su sencilla y franca manera de ser se me revelaba cada día con más claridad, y llegué a quererlo profundamente. Pienso también que él sentía por mí un cariño que jamás había experimentado en su vida.
Una vez se me ocurrió comprobar si Viernes guardaba alguna nostalgia de su país. Como le había enseñado bastante inglés para que pudiese contestar casi todas mis preguntas, le interrogué sobre si su nación era capaz de triunfar en las guerras. A esto se sonrió y me dijo:
—Sí, sí, nosotros siempre en pelea mejores.
Quería significar que combatían mejor que los otros pueblos. Entonces mantuvimos el siguiente diálogo:
—¿Así que vosotros peleáis mejor? —dije yo—. ¿Y cómo es que te tomaron prisionero, Viernes?
VIERNES: Mi nación vencer muchos por eso.
AMO: ¿Cómo vencer? Si tu nación venció, ¿cómo es que fuisteis apresados?
VIERNES: Ellos más que mi nación en sitio donde yo estar; mi nación apresar uno, dos, muchos mil.
AMO: ¿Y por qué, entonces, los de tu nación no acudieron a rescataros de las manos del enemigo?
VIERNES: Ellos meter uno, dos, tres y yo en canoa; mi nación no tener entonces canoa.
AMO: Dime, Viernes, ¿qué hacen los de tu nación con los enemigos que toman prisioneros? ¿Se los llevan para comerlos, como tus enemigos?
VIERNES: Sí, mi nación también comer hombres; comerlos todos.
AMO: ¿Adónde los llevan?
VIERNES: Otros sitios, donde gustarles.
AMO: ¿Vienen a esta isla?
VIERNES: Sí, sí, venir aquí; venir muchas partes.
AMO: ¿Viniste aquí con ellos alguna vez?
VIERNES: Sí, yo estar allí. (Y señalaba el lado noroeste de la isla que, al parecer, era su sitio preferido).
A través de este diálogo descubrí que mi criado había formado anteriormente parte de las partidas de salvajes que desembarcaban en el extremo de la isla, haciendo con otros lo mismo que ahora habían pretendido hacer con él. Más adelante, cuando tuve ánimo suficiente para llevarlo conmigo a aquel lugar que ya he descrito, conoció inmediatamente el sitio y me dijo que allí mismo habían devorado en una ocasión veinte hombres, dos mujeres y un niño. No sabía decir «veinte» en inglés, pero se puso a alinear piedras y me suplicó que las contase.
He narrado este episodio porque explicará lo que sigue, y es que luego de oír a Viernes hablar de su nación, le pregunté a qué distancia quedaba nuestra isla de aquellas costas y si las canoas no se perdían con frecuencia. Me respondió que no había peligro y que jamás se perdían las canoas, ya que apenas salidas mar afuera encontraban siempre una misma corriente y un mismo viento, en una dirección por la mañana y en otra por la tarde.
Comprendí que se refería simplemente a las mareas alternas, pero más tarde vine a descubrir que se trataba de los grandes movimientos y el reflujo del enorme río Oroonoko[1], ya que como terminé por saber, nuestra isla se hallaba en el gran golfo de su desembocadura. La tierra que se alcanzaba a ver hacia el O y el NO era la gran isla Trinidad, en la parte norte de las bocas del río. Hice mil preguntas a Viernes sobre el país, los habitantes, el mar, la costa, y cómo se llamaban las naciones próximas. Con toda buena voluntad me dijo cuanto sabía. Le pregunté los nombres de las distintas tribus de su raza, pero sólo supo responder: «Caríb». Me fue fácil deducir que se trataba de los caribes, que nuestros mapas colocan en la parte de América que va desde las bocas del Oroonoko hasta la Guayana y Santa Marta. También me dijo que mucho más allá de la luna —queriendo significar el poniente de la luna, hacia el oeste de su nación— vivían hombres de barba blanca como yo (y señalaba mis bigotes y patillas ya mencionados). Agregó que los blancos habían matado «mucho hombre», según sus palabras, por lo cual comprendí que se refería a los españoles, cuyas crueldades en América se han difundido en el mundo entero al punto de ser recordadas y transmitidas de padres a hijos en cada nación.
Pregunté a Viernes si podía decirme el modo de salir de la isla y llegar al país de los hombres blancos.
—Sí, sí —replicó—. Poder ir en dos canoas.
No supe qué quería significar ni conseguí que me describiera su pensamiento, hasta que al fin y con gran dificultad vine a darme cuenta de que al decir «dos canoas» quería indicar un bote que tuviese un tamaño equivalente al doble de una piragua.
Estas afirmaciones de Viernes me agradaron mucho, y desde entonces volví a abrigar la esperanza de que alguna vez hallaría oportunidad de fugarme de la isla, y que aquel pobre salvaje sería para mí una valiosa ayuda.
En el ya largo tiempo que Viernes llevaba a mi lado, cuando fue capaz de hablar y comprender lo suficiente, no descuidé de sembrar en su alma los fundamentos del conocimiento religioso. En una ocasión le pregunté quién lo había creado, pero el pobre muchacho no fue capaz de comprender el sentido de mi pregunta, de modo que busqué otra manera y le pregunté quién había creado el mar, la tierra sobre la cual andábamos, las colinas y los bosques. Me dijo que el creador era el anciano Benamuki, que vivía más allá de todo. Era incapaz de decirme nada acerca de él, sino que Benamuki era viejo, mucho más viejo que el mar y la tierra, que la luna y las estrellas. Le pregunté por qué si aquel anciano era el creador de todas las cosas, no era adorado por ellas. Me miró gravemente y luego, con una absoluta inocencia, dijo:
—Todas las cosas dicen «¡Oh!» a Benamuki.
Lo interrogué sobre si los hombres que morían en su nación iban a alguna parte.
—Sí —me contestó—. Ellos ir a Benamuki.
—¿También los que son devorados?
—Sí —dijo Viernes.
Partiendo de esas conversaciones principié a instruirlo en el conocimiento del verdadero Dios. Le dije que el Hacedor de todas las cosas vivía en lo alto, y le señalé el cielo; que gobierna el mundo con el mismo poder y providencia de que se valió para crearlo; que era omnipotente, pudiendo hacer todo por nosotros, darnos o quitarnos todo; y así gradualmente fui iluminando su inteligencia. Escuchaba con gran atención, y aceptó con placer la idea de que Jesucristo había sido enviado a la Tierra para redimirnos, así como la forma de rogar a Dios y la seguridad de que Él escuchaba las plegarias desde el cielo. Un día me dijo Viernes que si nuestro Dios podía escucharnos desde más allá del sol era necesariamente un dios más grande que Benamuki, que apenas vivía algo más lejos de la tierra y solamente escuchaba a los hombres cuando subían a lo alto de las montañas donde moraba para invocarlo. Le pregunté si alguna vez había subido a hablarle; me dijo que no, que los jóvenes jamás lo hacían sino que era privilegio de los ancianos a quienes llamaban Uwokaki, queriendo significar, según me explicó, los sacerdotes o ascetas; aquellos eran los que subían a decir «¡Oh!» —evidentemente, a elevar sus plegarias— y a su regreso manifestaban la voluntad de Benamuki. De ahí deduje que aun entre los más ciegos, ignorantes y paganos habitantes del mundo existe la superchería, y que la astucia de crear una religión secreta a fin de mantener la veneración popular se practica acaso en todas las religiones del mundo, incluso las de los más embrutecidos y bárbaros salvajes.
Hice lo posible por explicarle a Viernes ese fraude, y le dije que la artimaña de los ancianos al subir a las montañas para decir «¡Oh!» al dios Benamuki era un engaño, y mucho más su pretensión de ser los portadores de mensajes divinos. Que si alguna palabra recibían en lo alto era proveniente del espíritu del mal, y de ahí nos internamos en una larga conversación sobre el diablo, su origen, su rebelión contra Dios, el odio que le profesa y las causas del mismo, su residencia en los lugares más sombríos de la tierra para que allí se lo adore como si fuese Dios, y las muchas estratagemas de que es capaz para precipitar en la ruina a la humanidad.
Nos internamos en una larga conversación.
Le mostré cómo el diablo tiene secreto acceso a nuestras pasiones y nuestros afectos, y la astucia con que tiende sus trampas aprovechando nuestras inclinaciones a fin de que nosotros mismos nos tentemos y nos hundamos voluntariamente en la destrucción.
Le decía yo cómo el diablo es el enemigo de Dios en el corazón de los hombres y emplea allí toda su malicia y su destreza para impedir los buenos designios de la Providencia, a fin de ocasionar la ruina del reino de Cristo, cuando Viernes me interrumpió.
—Bueno —me dijo—. ¿Vos decir Dios tan grande, tan fuerte, mucho más que diablo?
—Sí, sí —afirmé yo—. Dios es más fuerte que el diablo, Viernes. Dios está por encima del diablo, por eso rogamos a Dios que nos permita pisotear al diablo, resistir sus tentaciones y apagar el fuego de sus dardos.
—Pero —declaró él— si Dios más fuerte, si Dios más poderoso que diablo, ¿por qué no matar Dios al diablo, y éste así no hacer más daño?
Aquella pregunta me sorprendió grandemente, pues aunque en aquel entonces era yo hombre maduro, mi capacidad teológica no excedía a la de un novicio y de ninguna manera podía dármelas de casuista para solucionar tales dificultades.
Me encontré sin saber qué contestar, y fingiendo que no le había entendido le pedí que me repitiera su pregunta. Demasiado inteligente era para haber olvidado su duda, y me la repitió con las mismas pintorescas palabras. Ya entonces había recobrado un poco la serenidad, y le contesté:
—Dios lo castigará severamente al fin; ha sido reservado para el juicio final, y será precipitado en los abismos sin fondo, donde lo consumirá un fuego eterno.
Esto no satisfizo a Viernes, sino que volvió a la carga empleando mis propias palabras:
—¡Reservado al fin! Yo no entender. ¿Por qué no matar ya diablo? ¿Por qué no desde antes?
—Lo mismo podrías preguntarme —le dije— por qué Dios no nos mata a nosotros cuando cometemos pecados que lo ofenden. Él nos reserva la oportunidad de arrepentirnos y ser perdonados.
Meditó un rato esta observación, y entonces me dijo de pronto y muy emocionado:
—Bien, bien, eso muy bien; entonces vos, yo, diablo, todos malos, todos ser reservados, arrepentirse, Dios perdonar a todos.
Interrumpí entonces el diálogo, levantándome bruscamente como si me llamara alguna tarea urgente; y luego de haber enviado lejos a Viernes elevé mis plegarias a Dios para que me hiciera capaz de instruir convenientemente a aquel pobre salvaje, y que mi enseñanza de la Palabra de Dios fuera tal que su conciencia se abriera a ella, sus ojos vieran la luz y se salvara su alma. Cuando volvió Viernes, le di una extensa explicación acerca de cómo habían sido redimidos los hombres por el Salvador del mundo, y le enseñé la doctrina del Evangelio dictada por el mismo Cielo, insistiendo en la noción del arrepentimiento y en la fe hacia nuestro bendito señor Jesucristo. Le expliqué después lo mejor posible por qué el santo Redentor no había adoptado la naturaleza y forma de los ángeles sino la estirpe de Abraham; y cómo, por eso, los ángeles caídos no participaban de la redención; en fin, le narré que Él había venido solamente a salvar la oveja descarriada de la casa de Israel y así las restantes nociones religiosas.
Continuando del mismo modo en todo momento libre, las conversaciones que mantuvimos Viernes y yo fueron tales que aquellos tres años que vivimos juntos en la isla me parecieron absolutamente felices y venturosos, como si en verdad fuera posible la dicha total en algún sitio sublunar. Ya entonces el salvaje era un excelente cristiano, mejor por cierto que yo; tengo razón para creer y esperar, Dios sea bendito por ello, que ambos estábamos arrepentidos y que el consuelo divino nos había alcanzado ya. Con nosotros estaba la Palabra de Dios que podíamos leer, y no nos sentíamos más lejos de la ayuda de su gracia que si hubiésemos vivido en Inglaterra.
Todas las disputas, riñas, debates y cuestiones que la religión ha suscitado en el mundo, ya por discrepancias sutiles de doctrina o cismas en el gobierno de la Iglesia, nos eran totalmente ajenos, así como a mi entender lo han sido para el resto del mundo. Poseíamos la más segura guía del Cielo, es decir, la Palabra de Dios, claras nociones del Espíritu Divino que su Palabra nos enseñaba, conduciéndonos seguramente hacia la verdad e inculcándonos la voluntad y obediencia a sus dictados. No alcanzo a entender la utilidad que hubiese podido darnos el más profundo conocimiento de los puntos discutibles de la religión, por los cuales tantas confusiones acontecen en la Tierra. Pero debo ya proseguir con el relato de nuestra existencia y ordenar sus distintos episodios.