Mientras me ocupaba en las cosas ya descritas, no descuidé sin embargo el resto de mis trabajos. Lo que más me preocupaba era la cuestión del pequeño rebaño de cabras. Para ese entonces, no solamente me daban carne en abundancia y proveían a mis necesidades sin tener que gastar pólvora y balas, sino que me eximían de la difícil caza de las cabras salvajes. Es por eso que sentía profunda inquietud ante la idea de perder aquellas ventajas y verme obligado a principiar nuevamente la domesticación.
Pensándolo mucho, no vi más que dos caminos en ese sentido. Uno de ellos era encontrar sitio adecuado para excavar una caverna bajo tierra a fin de recoger allí las cabras por la noche; el otro consistía en cercar dos trozos de terreno, lejos uno del otro y lo más ocultos posible, donde pudiera yo criar una media docena de cabras. En esa forma, si alguna desgracia le ocurría al rebaño mayor, podría renovarlo pronto sin mucha fatiga. Cierto que esto último requería gran trabajo, pero me pareció la mejor de las dos soluciones.
Pasé, pues, un tiempo en buscar sitio adecuado en los lugares más remotos de la isla y por fin di con uno que reunía todas las condiciones que podía desear. Era una porción de tierra húmeda, en medio del profundo y espeso bosque donde, como ya he contado, me perdí una vez cuando trataba de volver del lado oriental de la isla. Eran unos tres acres, tan rodeados de bosque que parecía provisto de cerco por la misma naturaleza. Gracias a eso la tarea de hacer el vallado no sería tan fatigosa como en los otros lugares elegidos anteriormente por mí.
Inmediatamente me puse a trabajar, y en menos de un mes lo había cercado de tal manera que mis cabras, que eran mucho menos salvajes de lo que podría imaginarse, estuvieron en lugar seguro. Llevé ahí diez cabras jóvenes y dos machos cabríos, sin querer perder más tiempo, y cuando los tuve allí me dediqué a perfeccionar el vallado hasta que quedó tan seguro como el otro, el cual había sido levantado con menos prisa y empleando mucho más tiempo.
¡Pensar que todas estas fatigas tenían por única causa la huella de un pie humano sobre la arena! Hasta ese momento no había encontrado otra señal de presencia extraña en la isla. Dos años llevaba viviendo bajo esa preocupación constante que, como es de imaginar, tornó mi vida mucho menos apacible de lo que era antes; cualquiera que haya vivido obsesionado por el terror al hombre puede concebirlo. Aunque me duela decirlo, la confusión de mi espíritu era tanta que hasta se reflejaba sobre el lado religioso de mis pensamientos; el horror de caer en manos de salvajes y caníbales era tal que raramente me sentía en disposición de elevarme hacia Dios, por lo menos con aquella calma y resignación de espíritu necesarias a tal fin.
Pero prosigamos. Luego de haber asegurado la existencia de mi pequeño rebaño, empecé a explorar nuevamente para descubrir otro sitio análogo. Me hallaba en una ocasión en el lado occidental de la isla cuando, al mirar hacia el océano, me pareció distinguir una embarcación a gran distancia. Tenía uno o dos anteojos que había encontrado en los arcones de marinero salvados del naufragio, pero no llevaba ninguno conmigo, y el barco, si lo era, estaba a una distancia que no me permitía distinguirlo bien, aunque miré con tal fijeza que mis ojos se fatigaron. Ignoro si se trataba o no de un barco, pero como al descender de la colina ya no lo divisé más, no quise seguir pensando en ello; con todo me propuse no volver a salir sin uno de los anteojos.
Descendiendo la colina hacia la extremidad de la isla —donde jamás había estado anteriormente— me convencí de que la huella de un pie humano en la costa no era una cosa tan extraña como me había parecido al principio. Si la providencia no me hubiera hecho la merced de depositarme en la parte de la costa donde jamás desembarcaban los salvajes, hubiera advertido enseguida que nada era más frecuente para aquellas canoas arrastradas mar afuera que tocar tierra en este lado y procurarse refugio. Asimismo, como los tripulantes de las piraguas frecuentemente se abordaban y combatían entre sí, los vencedores traían a sus prisioneros a la costa donde, de acuerdo con sus horrorosas costumbres de antropófagos, los mataban y comían como se verá a continuación.
Apenas había descendido de la colina a la playa, en la parte SO de la isla, cuando me sentí presa del espanto. ¿Cómo traducir la confusión y el terror de mi mente al ver la costa sembrada de cráneos, manos, pies y otros huesos humanos? A un lado se veían señales de que habían hecho fuego, y en su torno una especie de círculo como el corral de las luchas de gallos, en el cual sin duda se habían sentado aquellos salvajes para efectuar sus inhumanos festines con la carne de sus semejantes.
Señales de que habían hecho fuego.
Tan aterrado permanecía mirando aquellas cosas que ni siquiera pensé que pudiera encontrarme en peligro. Todas mis aprensiones desaparecieron a la vista de semejante colmo de monstruosa, infernal brutalidad, ante el horror de la degeneración humana llegada a tal punto. Muchas veces había oído hablar de los caníbales, pero nunca me había sido dado ver una cosa semejante. Por fin aparté el rostro de tan atroz espectáculo, y trepando rápidamente la colina me volví de inmediato a casa.
Cuando me hube alejado algo de esa parte de la isla, me detuve como paralizado; entonces, recobrando mis sentidos, miré hacia el cielo con profundo reconocimiento y dejé que corrieran mis lágrimas mientras daba gracias a Dios por haberme hecho nacer en un lugar del mundo tan diferente del de aquellos espantosos seres.
Lleno de gratitud volví a mi castillo y empecé a sentirme mucho más seguro bajo tales circunstancias que unos años antes. Comprendía que aquellos salvajes jamás arribaban a la isla en procura de algo; probablemente no esperaban encontrar gran cosa en ella, y si habían explorado como era muy natural la parte boscosa de la misma, debían sentirse desilusionados al no hallar nada que les conviniera. Me animaba la idea de que llevaba allí casi dieciocho años sin haber visto jamás la menor presencia humana, y que por lo tanto podría vivir otros dieciocho años tan oculto como hasta ahora, salvo que me dejara descubrir o sorprender por los salvajes; mi ocupación primordial debía consistir por lo tanto en mantenerme oculto, salvo que la suerte trajera a aquella tierra otras gentes mejores que los caníbales.
Pese a estas ideas conservé una repugnancia tan grande hacia los salvajes, y me causaba tal horror su costumbre de devorarse unos a otros, que seguí pensativo y melancólico, casi sin salir de mis fundos por espacio de dos años. Me refiero a mi castillo, la casa de campo o enramada, y el corral oculto en los bosques. A este último sólo iba para cuidar de las cabras, ya que la aversión que sentía hacia aquellos diabólicos salvajes era tal que tenía miedo de encontrarme con ellos como con el demonio.
El tiempo y la seguridad de que no sería descubierto lograron quitarme poco a poco aquella ansiedad, y llegué a vivir de la misma manera que antes, con la única diferencia que me mostraba más precavido y nunca salía sin tomar medidas para no ser sorprendido por algún salvaje. Cuidaba de modo especial no disparar inútilmente la escopeta, por temor a que oyeran el tiro si acertaban a hallarse en la isla. Me alegraba profundamente haber tenido la precaución de domesticar un rebaño de cabras, cosa que tornaba innecesaria toda caza en los bosques. Si capturaba algunas a veces, era mediante las trampas que me habían permitido iniciar mi rebaño, y creo que por espacio de dos años a partir de lo narrado no disparé una sola vez la escopeta aunque la llevaba siempre conmigo. A mi armamento agregué las tres pistolas que salvara del barco, o por lo menos dos, que llevaba sujetas a mi cinturón de piel de cabra. También me colgué al cinto, con ayuda de un tahalí, uno de los grandes machetes que encontrara a bordo, de manera que mi aspecto debía ser formidable cuando emprendía cualquier viaje si a la descripción ya hecha de mi indumentaria y equipo se agregan ahora las dos pistolas y el gran sable colgando sin vaina a mi costado.
A medida que pasaba el tiempo, y aparte de las precauciones mencionadas, volvía yo a mi antigua vida apacible y sosegada. Todo ello servía para mostrarme, más que nunca, qué lejos estaba mi condición de ser desesperada en comparación a la de otros, y cómo Dios, de haberlo querido, me hubiera reducido a una miseria infinitamente peor. Reflexioné entonces cuán pocas protestas habría entre los hombres de cualquier condición si tuvieran la prudencia de comparar sus vidas con otras más desdichadas, y sentirse agradecidos en vez de mirar a aquellos que se hallan por encima y creerse así con derecho a murmurar y quejarse.
En mi actual situación no carecía de nada que me fuera indispensable, pero era tal el miedo y la inquietud que me produjeran los salvajes, como la necesidad de ocuparme de mi seguridad, que llegué a pensar que mi ingenio para procurarme nuevas cosas se había agotado. Abandoné un proyecto que anteriormente me preocupara mucho: intentar la transformación en malta de una parte de mi cebada, a fin de obtener cerveza.
Mi ingenio, sin embargo, se explayaba en otro sentido; no dejé de pensar un momento en el modo de destruir a algunos de esos monstruos cuando estuvieran entregados a su sangriento festín, y si fuera posible salvar a la víctima que iban a inmolar. Llenaría un volumen mucho mayor que el presente el relatar todas las ideas que se me ocurrieron, y que rumiaba incesantemente, para destruir a aquellos salvajes o al menos aterrarlos de tal modo que jamás volvieran a aproximarse a la isla. Pero ninguna me parecía aceptable. Además, ¿qué podía hacer un hombre contra tantos, si acaso desembarcaban veinte o treinta armados de sus dardos, o arco y flechas, con los cuales podían tirar tan eficazmente como yo con mi escopeta?
Una vez se me ocurrió hacer una excavación debajo del sitio donde encendían la hoguera y poner allí cinco o seis libras de pólvora, con lo cual apenas se dispusieran a comer volarían todos en pedazos. Pero, en primer lugar, me disgustaba la idea de gastar en ellos tanta pólvora, ya que apenas me quedaba un barril, y luego no estaba seguro de que la explosión se produciría en el momento debido para sorprenderlos; acaso alcanzara a aturdirlos y aterrarlos, pero sin fuerza suficiente como para que abandonaran el lugar.
Deseché, pues, el proyecto y me propuse en cambio emboscarme en algún sitio conveniente con las tres escopetas y doble carga en cada una, esperando que estuvieran congregados para su sangriento festín; entonces podría disparar sobre ellos con la certeza de que cada tiro mataría o dejaría mal heridos a dos o tres, lanzándome finalmente al asalto con las pistolas y el machete. Tenía la seguridad de que en esa forma era posible dar cuenta hasta de veinte salvajes, y esta fantasía me complació tanto que la abrigué durante semanas; me absorbía a tal punto que hasta soñaba con ella, y frecuentemente me parecía que ya iba a lanzarme sobre la horda de caníbales.
Tan lejos llevé el deseo de poner en práctica mi idea que anduve buscando los lugares indicados para emboscarme y espiar sus movimientos; volví muchas veces a aquel sitio, que ya me iba resultando familiar; y especialmente cuando mi cerebro estaba inflamado con ideas de venganza que me movían a exterminar sin piedad a veinte o treinta de ellos, el horror que me inspiraba ese sitio, con todos los restos de aquellos espantosos festines, apenas si atemperaba mi cólera.
Por fin encontré un apostadero a un lado de la colina donde me pareció posible esperar a cubierto que alguna canoa se aproximase a la costa; desde allí, y antes de que los salvajes hubieran tenido tiempo de desembarcar, podía deslizarme sin ver visto entre los árboles hasta una concavidad que me cubría completamente; era un excelente puesto para tomar posición, observar en detalle sus sangrientos preparativos y hacer puntería sobre sus cabezas cuando estuvieran congregados, con tal precisión que no dudaba alcanzaría a dos o tres con cada disparo.
Resolví, pues, fijar allí mi escondite, y de acuerdo con el plan preparé convenientemente dos mosquetes y mi escopeta de caza. Cargué los mosquetes con un puñado de pedazos de plomo y cuatro o cinco balas de pistola; a la escopeta le puse abundantes balines de grueso calibre, y finalmente cargué las pistolas con cuatro balas. Así artillado, y teniendo abundante munición para una segunda y tercera carga, completé los preparativos para el ataque.
Luego de haber planeado los detalles y hasta haberlos puesto en práctica en mi imaginación, diariamente me iba a la cresta de la colina que quedaba a unas tres millas de mi castillo, para otear el océano y descubrir si había alguna embarcación que se aproximara a la isla. A los dos o tres meses de este cansador ejercicio empecé a fatigarme de él, ya que regresaba sin haber descubierto nada, no solamente en la isla sino en la vasta extensión del mar hacia el cual se dirigían mis ojos y mi catalejo.
Otear el océano y descubrir si había alguna embarcación.
Mientras practiqué diariamente el viaje de reconocimiento a la colina, mantuve vivo el deseo de poner mi plan en práctica; me parecía absolutamente natural matar veinte o treinta salvajes desnudos por un crimen que no había entrado a discutir, dejándome llevar por el horror que me producían las monstruosas costumbres de aquellos pueblos.
Pero cuando lo medité con más serenidad, necesariamente tenía que llegar a la conclusión de que estaba equivocado. Aquellos salvajes no eran más asesinos, en el sentido que me llevara antes a condenarlos mentalmente, que aquellos cristianos que frecuentemente sentencian a muerte prisioneros apresados en la batalla; o aquellos otros que, en tantas ocasiones, pasan a cuchillo batallones enteros sin querer darles cuartel a pesar de haber rendido las armas.
En segundo término se me ocurrió que, aunque se devoraban unos a otros, nada de eso debía importarme. ¿Qué injurias me habían hecho aquellas gentes? Si atentaban contra mí, si yo veía que para preservarme de su ataque era conveniente caer sobre ellos, entonces se justificaría mi acción; pero hasta ahora me hallaba a salvo y ni siquiera mi existencia les era conocida, por lo cual no era justo precipitarme como lo proyectaba.
Estas consideraciones me hicieron vacilar al principio y después me detuvieron completamente en mis planes; poco a poco los abandoné convenciéndome a la larga que había estado equivocado al resolverme a exterminar a los salvajes. No me correspondía mezclarme en sus asuntos si no me atacaban primero, y mi deber era solamente tratar de impedir esto; si de todos modos el ataque se producía, entonces quedaba en libertad de acción para repelerlo.
Por otra parte llegué a darme cuenta de que mi proyecto no era precisamente un modo de asegurarme la tranquilidad, sino, por el contrario, acarrearme la peor de las catástrofes a menos que tuviese la seguridad de matar, no solamente a los que estuviesen en tierra en ese instante, sino a los que pudieran venir más tarde; porque estaba claro que si uno solo conseguía escapar se apresuraría a ir con la noticia a su pueblo, y pronto invadirían por millares la isla a fin de tomarse venganza por la muerte de sus semejantes. Comprendí que era atraerme la destrucción, mientras que hasta el presente nada tenía que temer de aquellos caníbales.
En fin, por un doble motivo, moral y práctico, vi la conveniencia de mantenerme al margen de sus vidas. Mi tarea consistía en ocultarme a su vista por todos los medios, no dejando la menor señal que les permitiese sospechar en la isla la existencia de un ser humano.
Unida aquí la religión a la prudencia, pronto adquirí la convicción de que había estado en un perfecto error cuando tramaba mis sangrientas venganzas contra aquellos seres inocentes (inocentes en lo que a mí respecta). Con sus culpas y crímenes personales nada tenía yo que ver; eran cuestiones concernientes a sus hábitos nacionales, y yo debía librarlos a la justicia de Dios, que es el Gobernador de las naciones y sabe cómo, con castigos adecuados, penar a quienes ofenden su ley y juzgar públicamente y de acuerdo con sus designios a quienes también públicamente han cometido las ofensas.
Aclarados mis pensamientos al respecto, viví durante otro año con tan pocos deseos de estorbar a aquellos miserables que en todo ese tiempo no fui ni una sola vez a la cresta de la colina para observar si habían desembarcado o si estaban a la vista; temía no poder resistir la tentación de renovar mi cólera o sentirme arrastrado por las circunstancias a caer sobre ellos. Me ocupé en cambio de llevar a otra parte mi canoa, y sacándola de su caleta la conduje hasta el extremo oriental de la isla, donde la dejé a cubierto en una pequeña ensenada al abrigo de las rocas, seguro de que los salvajes, por temor a las corrientes, jamás sé atreverían a acercarse a un sitio semejante.
Con el bote me llevé todo lo que había dejado cerca de él y que le pertenecía, tal como el mástil y la vela especialmente construida para impulsarlo, y una especie de ancla que no sé si merecía llamarse así o solamente rezón. Todo eso fue ocultado de manera que no quedase ni sombra que guiara a descubrirlo, así como la menor apariencia de bote o de habitación humana en la isla entera.
Aparte de eso continué haciendo una vida todavía más retirada que antes; salía solamente para mis tareas cotidianas, es decir, ordeñar las cabras y cuidar del pequeño rebaño que tenía en los bosques y que, hallándose en el otro extremo de la isla, se encontraba perfectamente a salvo. Estaba seguro de que los salvajes, pese a acercarse a veces a la isla, no lo hacían con la esperanza de hallar nada en ella y por tanto cuidaban de no alejarse de la costa; tampoco me cabía duda de que habían vuelto varias veces a tierra después que mi descubrimiento me tornara tan cauteloso. A veces pensaba con espanto en lo que hubiera sido de mí al darme inesperadamente de boca con ellos, en la época en que sin más defensa que la escopeta —y ésta apenas con algunos balines— me paseaba sin cuidado por mis dominios. ¿Qué hubiera podido hacer si en vez de descubrir la huella de un pie humano me hubiese encontrado de pronto frente a quince o veinte salvajes que, a la velocidad que son capaces de correr, me hubieran apresado inmediatamente?
Confío en que el lector de esta narración no hallará extraño que le confiese hasta qué punto aquellas ansiedades, ese constante peligro en que vivía ahora y las muchas preocupaciones que se cernían sobre mí, agotaron mi capacidad inventiva para las tantas cosas que antaño proyectara en busca de mayor comodidad. Necesitaba ahora mis manos más para procurarme seguridad que alimentos; no me atrevía a clavar un clavo o a cortar un pedazo de madera por miedo a que el ruido fuera escuchado. Mucho menos me atrevía a disparar la escopeta y, por sobre todo ello, buscaba no encender fuego por temor a que el humo, visible de día a gran distancia, me traicionara. Trasladé, pues, aquellas tareas que requerían el empleo del fuego, tal como la cocción de cacharros y tinajas, al abrigo de los bosques, donde después de estar cierto tiempo hallé con indescriptible alegría una enorme caverna natural en la entraña de la tierra, que parecía extenderse profundamente y donde me atrevería a decir que ningún salvaje se hubiera aventurado nunca a penetrar; incluso era capaz de aterrar a cualquiera, salvo a mí, que tanto la necesitaba como escondite.
La boca de la caverna daba al pie de un gran peñasco donde se hubiera dicho que por casualidad (si no tuviera yo bastante motivo para considerar tales cosas como obra de la Providencia) me encontraba un día cortando algunas ramas gruesas para hacer carbón de leña. Quiero, antes de proseguir, explicar por qué hacía carbón y la razón es simple: evitar a toda costa que el humo me denunciara. Como no me era posible vivir sin hornear el pan, cocer mis alimentos y demás, me ingenié entonces en quemar leña bajo tierra como lo había visto hacer en Inglaterra, hasta que se carbonizara; luego, apagando el fuego, retiraba el carbón y lo llevaba a casa, donde podía utilizarlo sin peligro de humo.
Pero dejemos esto. Cortando leña un día, observé que detrás de una espesa ramazón de arbustos bajos había como un hundimiento en el peñasco. La curiosidad me movió a acercarme, y cuando tras no poca dificultad llegué delante de aquella boca vi que era muy honda y lo bastante alta para estar de pie en el interior un hombre de mi estatura o aún más alto. Debo confesar que salí de allí con más apuro del que había entrado al divisar en la absoluta oscuridad del interior unos ojos brillantes clavados en mí, ojos que no sabía si eran del diablo o de un ser humano y que brillaban como dos estrellas, al reflejar la luz de la abertura.
Reuniendo todo mi valor y tratando de darme ánimo con la idea de que el poder y la presencia de Dios están en todas partes y me protegerían, avancé unos pasos alumbrándome con una tea que sostenía por encima de mi cabeza; en el suelo yacía un enorme y espantoso macho cabrío, respirando anhelante y haciendo ya, como suele decirse, su testamento, pues estaba en las últimas a fuerza de viejo.
Lo hostigué para ver si conseguía echarlo de la cueva, pero aunque hizo esfuerzos por levantarse no lo consiguió; no quise entonces molestarlo pensando que si tanto me había asustado aterraría aún más a cualquier salvaje que osara acercarse a la boca de la cueva mientras el animal se conservara con vida.
Lo hostigué.
Ya curado de mi temor empecé a reconocer la caverna, que era muy pequeña; tendría unos doce pies de diámetro, pero no es posible hablar de su forma, ya que no era ni cuadrada ni circular, siendo en un todo la obra de la Naturaleza. Reparé en que hacia el lado más profundo aparecía una segunda abertura, pero para pasar por allí hubiese sido necesario arrastrarme sobre pies y manos y yo ignoraba hacia dónde me llevaría. Renunciando por el momento a reconocer el segundo compartimiento, me propuse retornar al día siguiente con algunas velas y un yesquero que había sacado de la llave de un mosquete, pensando emplear el mixto de la cazoleta para encenderlo.
Volví, pues, al otro día provisto de seis grandes velas hechas con cebo de cabra y que alumbraban muy bien; penetrando por la segunda abertura, tuve que arrastrarme por espacio de unas diez yardas, cosa que dicho sea de paso era harto aventurada, ya que no sabía hacia dónde me llevaba el pasadizo ni lo que encontraría al final. Por fin noté que el techo se elevaba hasta cerca de veinte pies, y me vi frente al espectáculo más hermoso que jamás contemplara en la isla. Iluminadas por la luz de dos velas, las paredes de la caverna, así como el techo, devolvían la luz en mil reflejos maravillosos. ¿Qué había en la roca? ¿Diamantes, piedras preciosas, acaso oro como me parecía sospechar? No podía decirlo a ciencia cierta.
El lugar en que me encontraba era una admirable cavidad o gruta, aunque absolutamente oscura. El suelo, seco y llano, aparecía cubierto de una ligera capa de arena suelta, sin que en parte alguna se vieran animales venenosos; mirando hacia las paredes tampoco noté en ellas la menor huella de humedad. La única dificultad era la entrada, pero meditando que aquella caverna podía ser el sitio indicado para estar a salvo de los salvajes, me pareció que resultaba una ventaja. Profundamente regocijado con mi descubrimiento me resolví sin perder tiempo a trasladar a la gruta las cosas cuya seguridad me interesaba de modo especial; en primer término mis reservas de pólvora y todas las armas que no empleaba, es decir, dos escopetas y tres de los ocho mosquetes. En el castillo dejé cinco montados en las ya descritas cureñas, listos para tirar desde la empalizada; también podían servirme en cualquier expedición que emprendiera.
En oportunidad de llevar mis municiones a la caverna, se me ocurrió abrir el barril que había salvado del mar y cuya pólvora estaba mojada. Al hacerlo comprobé que el agua había penetrado tres o cuatro pulgadas en la masa de pólvora y que la porción mojada, endureciéndose como una costra, había preservado del agua el resto como si fuera el corazón de un fruto. Tenía, pues, a mi disposición cerca de sesenta libras de excelente pólvora que extraje del centro del casco. Muy agradable sorpresa fue para mí en las circunstancias en que me encontraba, y llevándome todo a la gruta dejé en el castillo apenas dos o tres libras de pólvora para evitar cualquier sorpresa. Igualmente puse a salvo el plomo que me quedaba para hacer balas.
Me complacía ahora imaginarme como uno de aquellos gigantes legendarios que moraban en cavernas y grutas a las cuales nadie podía llegar; estaba persuadido de que aunque quinientos salvajes anduvieran tras de mí, jamás descubrirían mi paradero y en el peor de los casos no se atreverían a atacarme en mi refugio.
El viejo macho cabrío agonizante murió a la mañana siguiente de mi descubrimiento. Me pareció más simple excavar una sepultura en la misma cueva y cubrirlo bien de tierra, que arrojarlo al exterior.
Se cumplían ya los veintitrés años de mi residencia en la isla; tan habituado me sentía a ella y a mi manera de vivir, que de haber tenido la certidumbre de que los salvajes no vendrían a estorbarme hubiera aceptado pasar en ella el resto de mi existencia, aunque al fin tuviese que tenderme en el suelo y esperar la muerte como el viejo macho cabrío de la caverna. Hasta había llegado a imaginar algunas diversiones y entretenimientos que me ayudaban a pasar el tiempo de modo mucho más agradable que en otras épocas. En primer término ya he contado que enseñé a hablar a Poli, y llegó a hacerlo tan bien, me hablaba tan familiarmente y con tanta claridad, que resultaba encantador; estuvo a mi lado nada menos que veintiséis años, e ignoro si vivió todavía más. En el Brasil afirman que estos animales alcanzan una existencia de un siglo, y tal vez mi Poli sigue aún viviendo en la isla, llamando al pobre Robin Crusoe. No deseo a ningún inglés la mala suerte de andar por ahí y escucharlo hablar, porque con seguridad creerá hallarse en presencia del mismo demonio.
Mi perro fue un excelente y cariñoso compañero por espacio de dieciséis años, hasta que murió de viejo. En cuanto a los gatos, ya he dicho que se habían multiplicado tanto que tuve que matar a muchos para impedir que devoraran cuanto tenía; después, cuando murieron los dos más viejos que traje del barco, hostigué tanto a los otros sin darles el menor alimento que terminaron por huir al bosque y hacerse salvajes, excepto dos o tres favoritos que conservé a mi lado y cuyas crías me apresuraba a ahogar apenas nacidas. Fuera de estos animales tenía siempre conmigo dos o tres cabritos mansos a los que había enseñado que comieran de mi mano. Tenía también otros dos papagayos a quienes enseñé a decir mi nombre, pero ninguno podía compararse a Poli; cierto que no me tomé con ellos el trabajo que había dedicado a mi primer papagayo. En mi casa había varios pájaros marinos domesticados, cuyos nombres ignoro y que había capturado en la costa, cortándoles las alas. Las pequeñas estacas que plantara delante del castillo se habían convertido en un espeso seto, y allí vivían mis pájaros anidando entre los árboles más bajos, lo cual me agradaba mucho. Como puede apreciarse, con todo aquello había llegado a considerar mi vida como muy pasable, si sólo hubiera logrado desechar el temor a los salvajes.
Pero mi suerte disponía otra cosa, y acaso no sea inútil para los que lean esta historia la observación que sigue. ¡Cuántas veces, en el curso de nuestra vida, el mal que con más empeño tratamos de evitar y que nos parece, cuando se precipita sobre nosotros, la más horrible cosa, resulta al fin la verdadera áncora de nuestra salvación, la única puerta por la cual podemos salir de la aflicción que nos embargaba! Muchos ejemplos de esto podría dar en el transcurso de mi extraña vida, pero donde más se manifestó fue en las circunstancias que rodearon mis últimos años de residencia en la isla.