En tal disposición de ánimo viví cerca de un año, haciendo una vida retirada y tranquila como puede imaginarse; mis pensamientos estaban tan adaptados a mi presente condición, y había llegado a resignarme tanto a los designios de la Providencia, que hasta me consideré un hombre feliz en todos los aspectos salvo el de la compañía.
Mi ingenio seguía aplicándose a las labores mecánicas que debía realizar para suplir tantas cosas necesarias, y pienso que llegué a ser un excelente carpintero, sobre todo si se tiene en cuenta la escasez de herramientas en que me encontraba. Aparte de esto, mi experiencia como alfarero se acrecentó también y pude por fin moldear la arcilla con una rueda, lo que permitía obtener más fácilmente cacharros de buena forma, mientras que los antiguos apenas podían ser mirados. Pero nada creo que me haya ocasionado mayor satisfacción, haciéndome sentir tan orgulloso de mi habilidad, como el día en que llegué a construirme una pipa. Cierto que era muy tosca y fea, cocida al fuego como los otros objetos de arcilla, pero resultó fuerte y el humo tiraba perfectamente. Mucho me alegré porque me gustaba en extremo fumar; a bordo había pipas, pero al principio no las busqué, ya que ignoraba la existencia de tabaco en la isla, y cuando volví más tarde al casco del barco no pude encontrarlas.
También hice grandes progresos en cestería, tejiendo muchos canastos según mi gusto; aunque de no muy buena apariencia, resultaban extremadamente útiles para guardar efectos o acarrear diversas cosas a casa. Por ejemplo, si mataba lejos una cabra, podía colgarla allí mismo de un árbol y luego de haberla desollado y cortado en trozos los traía en uno de los canastos. Lo mismo si atrapaba una tortuga; allí mismo extraía los huevos y algunos pedazos de carne que me bastaban trayéndolos en mi cesto y dejando el resto en la playa. Los canastos más grandes y profundos eran mi depósito de granos, pues me apresuraba a desgranar las espigas apenas estaban secas y guardaba la semilla en la forma indicada.
Pronto me di cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente, y como de ninguna manera sería posible reemplazarla con los medios a mi alcance, me di a pensar qué haría para procurarme carne de cabra cuando ya no tuviese medios de cazarlas. Se recordará que durante mi tercer año en la isla apresé un cabrito que se crió muy manso, tanto que jamás pude decidirme a matarlo y lo dejé que viviera hasta que murió de viejo. Ahora, al cumplirse el undécimo año de mi residencia en la isla, y advirtiendo que las municiones disminuían, me puse a pensar algún medio de tender trampas a las cabras para atraparlas vivas.
A tal fin tejí algunas redes en las que estoy seguro que cayeron varias cabras, pero como las cuerdas no eran solidas y yo no tenía alambre, las encontraba siempre rotas y el cebo comido. Por fin probé una trampa distinta; luego de hacer varios pozos profundos en aquellos sitios que frecuentaban las cabras, los disimulé con haces entretejidos que yo mismo había fabricado, sobre los cuales puse un gran peso; esparciendo espigas de cebada y arroz aunque sin alisar las trampas, observé que los animales acudían a esos lugares, como me lo probaron las huellas de sus patas. Una noche apresté tres trampas, y al acudir por la mañana vi que los haces estaban removidos y que faltaba el grano; pero las cabras habían evitado la celada. Esto me descorazonó bastante y me puse a rehacer las trampas; por fin, y para abreviar, yendo una mañana a revisarlas encontré en una un viejo macho cabrío y en la otra tres cabritos.
Con respecto al macho cabrío no encontraba qué hacer con él, porque era tan fiero que no me atrevía a bajar al pozo para sacarlo vivo, lo que me hubiera agradado mucho. Por fin lo dejé escapar, y huyó a tal velocidad que parecía haberse vuelto loco de espanto. Yo había olvidado lo que una vez aprendiera, y es que el hambre amansa al mismo león; si hubiera dejado al macho tres o cuatro días en la trampa sin darle de comer, y le hubiera llevado después un poco de agua y algo de grano, se hubiera domesticado lo mismo que los cabritos, ya que son animales sagaces y tratables cuando se los cría convenientemente.
Ignorando todo eso, lo dejé escapar; después, sacando uno a uno los cabritos del pozo, los até con sogas y no sin trabajo pude llevarlos a casa.
Pasó bastante tiempo antes de que aceptaran lo que les daba de comer, pero terminé por tentarlos con granos maduros y pronto vi que se amansaban. Ya para ese entonces había decidido que si quería contar con carne de cabra el día en que se concluyera mi pólvora, criar un rebaño al lado de mi casa era la única solución posible.
Meditando en esto, advertí la conveniencia de mantener separados los ya mansos de los salvajes en libertad, pues si los dejaba juntarse no tardarían aquéllos en hacerse tan salvajes como éstos. No veía otro remedio que elegir un buen pedazo de tierra y rodearlo de una empalizada, a fin de que la separación fuera absoluta y para siempre.
Un par de manos era harto poco para semejante tarea, pero como advertía su urgente necesidad me apresuré a elegir terreno adecuado donde hubiese suficiente hierba para pastar, agua dulce y protección contra los calores solares.
Para empezar resolví construir la empalizada en torno a un área de unas ciento cincuenta yardas de largo por cien de ancho; como no me faltaban tierras aptas en torno, podría más adelante ensanchar el vallado si mi rebaño aumentaba mucho. La tarea no me pareció excesiva, y la comencé con decisión. Durante tres meses estuve cercando el corral, y en este plazo tuve a las cabritas en la mejor parte, cuidando de alimentarlas lo más cerca posible de mí para que se amansaran bien. Con frecuencia les llevaba algunas espigas de cebada o un puñado de arroz y se los ofrecía en mi mano, por lo cual después que el vallado rodeó el terreno y pude soltarlas dentro, corrían detrás de mí balando por un poco de grano.
Todo resultó como lo había deseado, y un año y medio más tarde era dueño de un rebaño de unas doce cabras, incluyendo los cabritos; dos años después ascendía a cuarenta y tres, fuera de las muchas que había matado para alimentarme. Aparte cerqué cinco corrales menores para que pastaran, con portillos que comunicaban a mi gusto unos con otros, y especie de pequeñas jaulas donde las hacía entrar para apresarlas fácilmente.
No fue esto todo, porque además de la carne necesaria para comer disponía asimismo de leche, cosa que no se me había ocurrido pensar al principio, pero que me llenó de agradable sorpresa cuando comprendí lo simple que era. De inmediato monté una lechería, y diariamente ordeñaba un galón o dos de leche. La naturaleza, que da los medios de alimentarse a toda criatura, parece enseñarle al mismo tiempo cómo debe aprovechar ese alimento; yo que jamás había ordeñado una vaca y mucho menos una cabra, ni había visto preparar manteca o queso, llegué a hacer todo eso de la manera más natural y simple, aunque no sin muchos ensayos y fracasos. Desde entonces tuve tanta manteca y queso como podía desearlo.
Hasta un estoico se hubiera reído al verme comer rodeado de mi pequeña familia. Yo era allí la majestad y el poder, príncipe y señor de la isla entera; la vida de mis súbditos estaba librada a mi arbitrio; podía ahorcar, descuartizar, conceder libertad y privar de ella. No había rebeldes entre mis súbditos.
Solo como un rey, comía atendido por mis sirvientes.
Comía como un rey.
Poli, a manera de un favorito, era el único con derecho a dirigirme la palabra. Mi perro, ya muy viejo y chocho, se tendía a mi derecha mientras dos gatos, uno a cada lado de la mesa, esperaban que les cediera uno que otro bocado, como una prueba de especial favor.
Rodeado de tal corte, y con tanta liberalidad, transcurría mi vida. Nada podía desear, como no fuera la compañía de mis semejantes; y por cierto que poco tiempo después la logré en exceso.
Ya he dicho que muchas veces me volvía la idea de tener el bote conmigo, aunque no me impulsara el deseo de correr nuevos peligros a su bordo. En algunas ocasiones me ponía a pensar el modo de traerlo de este lado de la isla, pero otras veces me conformaba fácilmente con su ausencia. Poco a poco, sin embargo, predominaron aquellos deseos, y sobre todo el de llegar al punto de la isla donde, como ya he narrado, trepé a una colina para ver desde allí la línea de la costa y la dirección de las corrientes marinas. El deseo aumentó diariamente hasta que decidí irme a pie, recorriendo la costa. Así lo hice y si algún inglés hubiera podido en aquel entonces tropezar conmigo se hubiera asustado mucho o por el contrario reído a morirse. Yo mismo, cuando a veces me contemplaba, no podía menos de sonreír a la idea de atravesar Yorkshire con semejantes ropas y el correspondiente equipo. Que el lector juzgue por el siguiente esbozo:
Llevaba un gran gorro sin forma alguna, hecho de piel de cabra, con una pieza de piel colgando detrás para que me protegiera de los rayos del sol y a la vez impidiera a la lluvia entrarme por el cuello, porque pocas cosas dañan tanto en aquellos climas como la lluvia entre los vestidos y la piel.
Usaba una corta chaqueta también de piel de cabra, cuyos faldones me llegaban a la mitad de los muslos, y un par de calzones cortos del mismo material. Estos calzones habían sido cortados de la piel de un viejo macho cabrío y el pelo era tan largo que colgaba, a manera de pantalón, hasta la mitad de la pantorrilla. Me faltaban medias y zapatos, pero me había ingeniado para fabricarme unos borceguíes, si es que puedo darles algún nombre, altos de pierna y que se anudaban a los lados como las polainas; es de imaginar la forma que tendrían, al igual que el resto de mi atavío.
Como cinturón usaba una larga tira de piel de cabra que se ajustaba con dos tiras más pequeñas en lugar de hebillas; a cambio de la espada o el puñal que se lleva en el cinturón, tenía un hacha y una pequeña sierra. Poseía además un segundo cinturón, especie de tahalí que me cruzaba el hombro, y en su extremo, bajo el brazo izquierdo, había colgado dos sacos de piel de cabra; en uno estaba la pólvora y en el otro las balas. Con una cesta en la espalda y la escopeta al hombro, sostenía sobre la cabeza una fea y pesada sombrilla también hecha de piel, que después de la escopeta era el objeto más necesario para mí. En cuanto a mi rostro, no lo tenía tan atezado como se hubiera podido suponer de un hombre que en modo alguno lo cuidaba y que vivía dentro de los diecinueve grados de latitud. Al principio toleré el crecimiento de mi barba hasta que tuvo casi un cuarto de yarda, pero como tenía tijeras y navajas, la recorté, salvo el bigote, que me complacía en retorcer a la manera de las patillas mahometanas (como había visto que lo usaban los turcos que conociera en Sallee, ya que los moros lo cortan de diferente modo).
De mis bigotes o patillas no diré que fuesen lo bastante largos para colgar en ellos el sombrero, pero tenían suficiente longitud y espesor como para resultar espantosos en Inglaterra.
Todo esto carece de importancia: tan poco me ocupaba de mi aspecto que no le concedía la más insignificante atención, de modo que nada más diré al respecto. Con tal traza empecé mi viaje, que duró cinco o seis días. En primer término seguí la costa hasta el lugar donde había anclado el bote para encaramarme a la colina. No teniendo ahora canoa de la cual preocuparme, busqué la vía más corta para subir a la misma altura que la vez anterior, y cuando estuve en la cumbre miré el cabo rocoso que penetraba en el océano y que en aquel terrible día intenté bordear a bordo de la canoa. ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir que el mar estaba allí profundamente tranquilo, sin oleaje, ni movimiento, ni corriente!
No podía comprender cómo había cambiado de esa manera; resolví por lo tanto quedarme algún tiempo observándolo, para estudiar lo que ocurría con las distintas mareas.
El detallado estudio me demostró pronto que la única precaución a tomar consistía en tener presente el flujo y reflujo de la marea, y que no había dificultad alguna en llevar el bote al otro lado de la isla. Pero cuando pensé en llevar esto a la práctica, me invadió un terror tan grande con el recuerdo del peligro que había pasado la otra vez, que ni siquiera fui capaz de imaginar esa posibilidad. Preferí adoptar una segunda resolución, más segura aunque mucho más trabajosa: construir otra canoa o piragua, a fin de poseer una en cada lado de la isla.
Es preciso tener en cuenta que para entonces disponía yo de dos fundos —si puedo llamarlos así— en la isla; el primero era la tienda con su fortificación de empalizada y la cueva a sus espaldas, que había profundizado y dividido en varios departamentos que comunicaban entre sí. Uno de estos depósitos, el mayor y menos húmedo, con una salida que daba más allá de la empalizada, estaba ocupado con las tinajas más grandes de que ya he hablado y además catorce o quince canastos capaces cada uno de contener cinco o seis fanegas. Allí acumulaba mis reservas de alimentos, especialmente el grano, del que una parte estaba aún en espiga y el resto había sido desgranado a mano.
En cuanto a la empalizada, hecha con los troncos que ya he descrito, se había convertido en una muralla de árboles tan grandes y extendidos que no dejaban sospechar en modo alguno la existencia de una habitación humana.
Cerca de mi morada, pero hacia el interior de la isla y sobre tierras más bajas, estaban mis dos plantaciones que cuidaba y araba para cosechar anualmente el grano en su punto; si hubiera deseado más semilla, disponía de abundante tierra a continuación de aquélla.
En segundo término era dueño de mi residencia de campo, que constituía por cierto un fundo bastante pasable. Ante todo la enramada, que tenía buen cuidado de arreglar podando el cerco circundante para mantenerlo siempre a la misma altura, con la escalera del lado de adentro. En cuanto a los árboles, que al principio no eran más que estacas pero crecían ahora con gran lozanía, los podé como para que su copa se desarrollara espesa y amplia, dándome la sombra más agradable que pueda imaginarse. En el centro estaba la tienda, hecha con un gran trozo de vela sostenido por pértigas; era tan firme y sólida que nunca necesitaba reparación alguna. Bajo ella había armado una especie de cama con pieles de los animales que cazaba y otras cosas blandas, colocadas sobre un colchón salvado del naufragio, y si era necesario me cubría con un gran capote de marinero. Toda vez que me ausentaba de mi morada principal tenía, pues, este refugio en pleno campo.
Era dueño de mi residencia de campo.
A esto hay que agregar los corrales del ganado, es decir, las cabras. Tanto como me costara rodear el terreno con un vallado, me costaba ahora cuidar que no se rompiera y escaparan por allí los animales; no abandoné mis esfuerzos hasta rodear el exterior del cerco con gran cantidad de pequeñas estacas, tan juntas que era difícil pasar por entre ellas una mano. Cuando aquellas estacas echaron raíces, cosa que sucedió en la estación lluviosa, el cerco se puso más fuerte que cualquier pared.
Esto dará testimonio de que no pasaba mi tiempo sin hacer nada y que no escatimaba energías en lo que consideraba necesario para mi comodidad; estaba seguro de que criar aquellos animales al alcance de mi mano equivalía a tener un almacén de carne, leche, manteca y queso para toda mi vida, aunque durase cuarenta años más; pero, por otra parte, criar las cabras cerca de mí exigía perfeccionar de tal modo los cercos que de ninguna manera pudieran escaparse; y como he dicho obtuve tan buen éxito con el procedimiento de las pequeñas estacas que cuando crecieron vine a descubrir que eran demasiadas y tuve que entresacar algunas.
Mis viñedos crecían también en la enramada, y contaba principalmente con ellos para tener pasas durante el invierno. Cuidé por tanto de conservarlos bien, ya que me parecían los más agradables entre mis alimentos y porque reunían virtudes medicinales que las tornaban muy refrescantes y saludables.
Como la enramada venía a estar a mitad de camino entre mi casa y el sitio donde dejé fondeado el bote, habitualmente pernoctaba en ella en mi viaje hacia allá. Me gustaba mucho visitar la caleta y ver si el bote se mantenía en buenas condiciones. Algunas veces salí con él para distraerme, pero sin intentar nunca un verdadero viaje; navegaba a uno o dos tiros de piedra de la costa, de miedo a ser otra vez arrastrado por el viento o la violencia de las corrientes.
Y llego ahora a una nueva etapa de mi vida. Cierta mañana, a eso del mediodía, yendo a visitar mi bote, me sentí grandemente sorprendido al descubrir en la costa la huella de un pie descalzo que se marcaba con toda claridad en la arena.
Me quedé como fulminado por el rayo, o como en presencia de una aparición. Escuché recorriendo con la mirada en torno mío; nada oí, nada se dejaba ver. Trepé a tierras más altas para mirar desde allí; anduve por la playa, inspeccionando cada sitio, pero nada encontré como no fuera esa única huella. Empecinado, me puse a buscar otra vez preguntándome si no me estaría dejando llevar por una fantasía. Pero pronto hube de desechar esa idea: la huella era exactamente la de un pie humano, con su talón, dedos y forma característica. No podía imaginarme la procedencia de aquel pie, y después de debatir en mí mismo innumerables y confusos pensamientos, regresé a mi fortificación sin sentir, como suele decirse, el suelo que pisaba; tanto era el terror que me había invadido. A cada paso me daba vuelta a mirar en torno, confundía los arbustos y árboles y creía ver un hombre en cada tronco. Imposible es describir las distintas formas en que la imaginación sobreexcitada me hacía ver las cosas, las extrañas ideas que cruzaban por mi mente y hasta qué punto me dejé arrebatar por sus enfermizas fantasías mientras hice el camino de regreso.
Me quedé como fulminado por el rayo.
Al llegar a mi castillo —como creo que le llamé a partir de entonces— entré en él como un perseguido. Si lo hice mediante la escalera en la forma ya descrita, o entré por la abertura de la cueva, es cosa que no recuerdo. ¡Nunca una liebre corrió a su cueva ni un zorro a la suya con mayor espanto que el mío al entrar en mi morada!
No dormí en toda la noche. Cuanto más tiempo transcurría desde el descubrimiento, mayores eran mis aprensiones, al contrario de lo que parecería natural en tal circunstancia, sobre todo teniendo en cuenta la habitual reacción de los hombres ante el miedo. Tan aplastado quedé por el peso de mis fantasías en torno a lo que había descubierto, que a cada instante éstas iban en aumento aunque ya era tiempo de serenarme. De pronto se me ocurría que la huella era del diablo, y hasta encontraba apoyo razonable a tal suposición, porque ¿cómo podía haber llegado otra criatura con forma humana a la isla? ¿Dónde estaba el barco que la trajo? ¿Por qué no había otras señales de su paso? ¿De qué manera había podido un hombre llegar allí? Pero casi de inmediato me ponía a pensar lo contrario. ¿Por qué iba Satanás a adoptar forma humana en aquella playa donde nada había que pudiera interesarle? ¿Y por qué dejar su única huella en un sitio donde no había seguridad ninguna de que yo alcanzara a verla? Nada de eso tenía consistencia. Me dije que el diablo conocía infinidad de maneras más efectivas para aterrorizarme —si se lo hubiera propuesto— que dejar una señal en la playa; por otra parte, habitando yo en el extremo opuesto de la isla, ¿no hubiera sido más lógico que estampara allí la huella y no en un sitio donde había diez mil probabilidades contra una de que no la viera? ¿Y por qué en la arena, donde el primer embate del mar la borraría sin dejar rastro? Todo esto parecía incoherente ante el hecho mismo y la idea que habitualmente nos formamos de la sutileza del demonio.
Estos argumentos me ayudaron a desterrar la idea de que fuera el diablo, y por ellos llegué a la conclusión de que se trataba de algo peor, es decir, algunos de los salvajes del continente próximo que, navegando en sus canoas, hubieran sido arrastrados por las corrientes o vientos contrarios hasta la costa, donde después de recorrerla habían vuelto a embarcarse quizá, tan poco deseosos de quedar en la desolada isla como yo de que lo hicieran.
Mientras tales reflexiones ocupaban mi mente, me sentí profundamente reconocido por la fortuna que había tenido de no estar justamente en aquella parte de la isla, y que los salvajes no hubieran visto mi bote por el cual habrían descubierto la presencia de habitantes y acaso intentado su búsqueda. De ahí pasé a imaginarme con mortal terror que acaso habían dado con el bote, y que adivinando que la isla estaba poblada volverían en gran número para devorarme; aun suponiendo que lograra esconderme, lo mismo descubrirían mi vivienda, destruirían mis plantaciones, llevándose todas las cabras y dejándome morir al fin de inanición.
Mis esperanzas en lo divino parecían disiparse bajo la fuerza del miedo. Toda mi confianza en Dios, fundada en las prodigiosas pruebas que había tenido de su bondad, se desvanecieron. ¡Como si Él, que hasta entonces me había alimentado milagrosamente, no tuviera poder suficiente para preservar los bienes que su bondad me había concedido!
Me reproché no haber sembrado más semilla que la necesaria para sustentarme hasta la siguiente estación, como si nada pudiera suceder que me impidiera cosechar cada vez el grano. Tan fundado me pareció este reproche que decidí para el futuro acumular semilla suficiente para dos o tres años, a fin de no morir de hambre viniera lo que viniese.
Reflexionando luego que Dios no sólo era justo sino todopoderoso, deduje que así como había dispuesto castigarme y afligirme, lo mismo podía salvarme si lo quería; y que si no era esa su voluntad, mi deber estaba en someterme absoluta y enteramente a esa voluntad, al mismo tiempo que poner en ella toda mi esperanza, rogar al Señor y someterme a los dictados y decretos de su providencia.
Estos pensamientos me absorbieron durante horas y días, y hasta puedo decir semanas y meses. No debo omitir uno de ellos en particular; cierta mañana, mientras meditaba en mi lecho sobre los peligros que me acechaban a causa de los salvajes, me sentí hondamente afligido; pero en ese momento surgió en mi mente la palabra de la Escritura: Invócame en los días de aflicción, y yo te libraré, y tú me alabarás.
En medio de estas meditaciones, terrores y conjeturas, se me ocurrió un día que acaso era víctima de las quimeras de mi imaginación. ¿No habría marcado yo mismo la huella en la arena el día en que desembarqué del bote en aquella playa? Esto me animó un poco y empecé a persuadirme de que sufría una ilusión y que aquel pie en la arena era el mío. ¿Acaso no podía haber andado por ese camino al salir de la piragua, cuando para volver a ella tomaba por ahí? Me dije que de ninguna manera podía recordar con exactitud el lugar por donde caminara aquella vez, y que si al final resultaba que la huella era mía, estaba haciendo lo que esos tontos que cuentan historias de fantasmas y apariciones y terminan por ser los primeros en asustarse de ellas.
Esto me devolvió algo de coraje, y me puse a hacer pequeñas excursiones por los alrededores; llevaba tres días con sus noches sin salir del castillo y me faltaban alimentos porque no tenía a mano más que algunas galletas de cebada y un poco de agua. Recordé que debía ordeñar mis cabras, lo que antes era mi entretenimiento vespertino. Las pobres bestias habían padecido mucho por falta de cuidado, y a algunas se les había secado la leche.
Mi entretenimiento vespertino.
Alentándome con la creencia de que la huella provenía de mi propio pie, y que en realidad me había asustado de mi sombra, volví a salir y fui a mi casa de campo para ordeñar las cabras. ¡Pero con qué miedo avanzaba, cuán a menudo me daba vuelta para mirar a mis espaldas y cómo me aprontaba a arrojar la canasta a la primera alarma y correr para salvar la vida! Cualquiera que hubiese podido verme habría pensado que el remordimiento me perseguía, o que acababa de pasar por un miedo espantoso, lo que en verdad era así.
Con todo, después que hube hecho el viaje dos o tres veces sin ver nada de inquietante, empecé a sentirme más animoso y a persuadirme de que todo aquello era simple producto de la imaginación. Nada de esto bastaba sin embargo para calmarme enteramente; era necesario volver a la playa, buscar la huella y comparándola con mi pie adquirir el convencimiento de que coincidía con mi pisada y era por lo tanto mía. Pero me bastó llegar allí para darme cuenta, en primer término, que al desembarcar del bote no había podido alejarme en dirección hacia donde estaba la huella; y luego, al compararla con mi pisada, descubrí que la misteriosa señal era mucho más grande. Ambas revelaciones volvieron a hundirme en el fantaseo más desatinado, y tal fue su violencia que me estremecía con escalofríos como si tuviese calentura. Volví a casa plenamente convencido de que un hombre, o muchos, habían desembarcado en aquella costa, salvo que en realidad la isla estuviera habitada, lo cual me exponía a ser atacado antes de volver de mi sorpresa. Tenía que defenderme a toda costa. Pero ¿cómo?
Tal confusión de pensamientos me tuvo despierto la noche entera, aunque de mañana conseguí dormirme; la agitación de mi mente así como la angustia de mi espíritu me habían fatigado de tal manera que dormí profundamente y al despertar me sentí mucho mejor y más animado que antes. Principié a pensar serenamente, y luego de profundas reflexiones llegué a la conclusión de que esta isla tan hermosa, tan fértil y relativamente cercana al continente, no estaba abandonada como yo había supuesto hasta entonces. Cierto que no vivían en ella residentes fijos, pero era probable que con cierta frecuencia arribaran canoas a su costa, acaso deliberadamente o tal vez arrastradas por vientos contrarios. Llevaba yo allí quince años y jamás había visto la sombra de un ser humano, por lo que podía inferir que a poco de llegar a tierra volvían a embarcarse, sin haber mostrado hasta ahora la menor intención de permanecer en la isla. El peligro que podía amenazarme radicaba, pues, en algún desembarco occidental de esos errantes pueblos de mar, desembarco que ocurriría ciertamente contra su voluntad, lo que era fácil de advertir en su prisa por volverse al océano, permaneciendo sólo una noche en la costa hasta que la marea y la luz del día los ayudaban a reanudar el viaje. En vista de todo eso no me quedaba más que buscar algún sitio seguro donde refugiarme si los salvajes tocaban tierra.
Me arrepentí inmediatamente de haber hecho la cueva tan profunda que la salida daba más allá de la empalizada que constituía mi fortificación. Medité el modo de evitar este peligro y resolví levantar una segunda línea de defensa, también en semicírculo, justamente donde doce años atrás plantara una doble hilera de árboles. Tan juntos los había puesto que me bastó intercalar unas pocas estacas entre ellos para dar al conjunto una extraordinaria solidez.
Tenía, pues, una doble muralla de defensa; la exterior estaba reforzada con tablones, cables viejos y todo lo que sirviera para darle más resistencia y en ella había practicado siete orificios grandes como para pasar el brazo. Del lado interior acumulé tierra que extraía de la cueva, apisonándola fuertemente hasta lograr en la base un espesor de diez pies; luego puse en los mencionados orificios siete mosquetes que, como ya he narrado, había podido sacar del barco. Estaban sostenidos por horcones que hacían de cureñas como en los cañones, de manera que resultaba posible disparar toda la artillería en unos dos minutos. Me llevó muchos meses terminar aquella empalizada, pero no me sentí seguro hasta que la vi concluida.
Hecho esto planté más allá de la muralla y en una gran extensión multitud de estacas de un árbol parecido al sauce mimbrero, que crece con gran prontitud y es muy sólido. Creo que puse cerca de veinte mil estacas, cuidando de dejar un claro entre ellas y la muralla para tener visibilidad del enemigo y evitar al mismo tiempo que se protegiera entre los árboles para asaltar la empalizada.
A los dos años tenía formado un tupido seto, y cinco o seis años más tarde se había convertido en un verdadero bosque delante de mi morada, tan espeso y compacto que resultaba absolutamente intransitable. Ningún ser humano, sea quien fuere, podría haber imaginado que detrás de aquella selva había una vivienda. En cuanto a la manera de entrar y salir, cuidé de no dejar señal ni paso alguno. Colocaba una escalera hasta la parte baja de la roca donde había lugar para apoyar una segunda, de manera que cuando había retirado las dos escaleras nadie hubiese podido llegar hasta mí sin destrozarse; y aun llegando, se habría encontrado fuera de mi muralla exterior.
Había, pues, adoptado todas las precauciones que la prudencia humana podía aconsejar para mi propia seguridad, y pronto se verá que no estaban del todo injustificadas, bien que en aquel entonces sólo preveía vagamente lo que mi miedo me insinuaba.