Había yo observado que las estaciones del año no se dividían como en Europa en invierno y verano, sino en estación seca y lluviosa. Luego de experimentar en carne propia los inconvenientes de las lluvias, tuve buen cuidado de proveerme por adelantado de lo más necesario a fin de no tener que salir para nada, y durante los meses de lluvia hacía todo lo posible por quedarme a cubierto.
No estaba sin embargo ocioso mientras duraba mi encierro, efectuando toda clase de trabajos aplicables a esa circunstancia, tales como diversos objetos necesarios que sólo con gran paciencia y dedicación podían ser fabricados. Intenté muchas veces tejer un canasto, pero los mimbres que a tal efecto ensayaba eran tan quebradizos que de nada servían. Fue entonces que me resultó de gran utilidad el haber observado siendo joven a un cestero de mi pueblo natal, siguiendo con atención su modo de tejer el mimbre; como todo muchacho dispuesto a ayudar y lleno de curiosidad por la forma en que se fabricaban aquellos cestos, y a veces participando en la tarea, llegué a conocer bastante bien los procedimientos usuales, faltándome ahora sólo el material suficiente. Se me ocurrió que acaso los tallos de aquel árbol del que había sacado las estacas que prendían fueran tan resistentes como los del sauce o mimbre, y me propuse averiguarlo.
Al día siguiente fui a mi casa de campo, como me agradaba llamarla, y cortando algunos de los tallos más tiernos descubrí que se adaptaban admirablemente a mi propósito; volví, pues, la vez siguiente armado de una hachuela para cortar gran cantidad, lo que era fácil por la abundancia de árboles. Los puse a secar dentro del vallado, y cuando estuvieron listos los traje a la cueva; allí, durante la estación de las lluvias me entretuve en fabricar toda clase de canastos tanto para acarrear tierra como para poner en ellos distintas cosas. Cierto que no estaban muy bien terminados, pero servían pasablemente para lo que yo los destinaba. Desde entonces me preocupé de que no faltaran, y a medida que los veía estropearse con el uso los iba reemplazando con otros mejores, en especial unos grandes cestos que hice para depositar el grano de la cosecha en vez de meterlos en sacos.
Superada aquella dificultad y puesto mucho tiempo en lograrlo, empecé a buscar el modo de suplir dos grandes necesidades. No tenía vasijas para líquidos a excepción de dos barrilitos llenos de ron y algunas botellas, ya de tamaño común o bien las cuadradas que se emplean en guardar licores y bebidas. Carecía de ollas para guisar o hervir alimentos, salvo una enorme marmita que salvé del naufragio y que era demasiado grande para hacer en ella caldo o guisar un trozo de carne. Y la segunda cosa que deseaba intensamente era una pipa. Pero no hallaba la manera de fabricarme una hasta que al fin pude dar con el procedimiento.
Me ocupé en plantar la segunda hilera de estacas y tejer cestas durante toda la estación seca, cuando una nueva tarea se presentó para demandarme mucho más tiempo del que imaginaba dedicarle. He dicho que sentía el deseo de explorar íntegramente la isla, y que llegando hasta el arroyuelo y siguiendo aguas arriba había desembocado en el valle donde ahora estaba mi enramada, y desde el cual podía verse un paso que conducía a la costa opuesta y al mar. Resolví franquear esa distancia que aún me faltaba conocer, y llevando una hachuela, la escopeta y mi perro, así como suficiente cantidad de pólvora y balas, provisto de dos galletas y un gran racimo de pasas para comer en camino, empecé la jornada. Luego de atravesar el valle donde estaba mi casa, llegué por el oeste a la vista del mar, y como era un día excepcionalmente diáfano pude ver tierra a lo lejos, aunque sin distinguir si se trataba de un continente o una isla. Era una tierra muy alta, extendiéndose del oeste al O-SO a una enorme distancia que, según mis cálculos, no podía ser menos de quince o veinte leguas.
Vi abundancia de papagayos, y me hubiera gustado apresar uno vivo para domesticarlo y enseñarle a que me dirigiera la palabra. Con gran trabajo alcancé a darle con el bastón a uno muy joven, aturdiéndolo; pero una vez en casa pasaron varios años antes de que aprendiera a hablar. Por fin supo llamarme con mucha familiaridad por mi nombre, y el episodio a que esto dio lugar, aunque sea una insignificancia, divertirá cuando sea narrado en su debido momento.
Alcancé a darle con el bastón.
Lo pasé muy bien en aquel viaje. En las tierras bajas había animales parecidos a liebres y zorros, pero tan distintos de las otras clases que ya conocía en la isla que no me animé a probar su carne aunque había matado unos cuantos. ¿Para qué arriesgarme si tenía suficiente comida y de la mejor, tal como la carne de cabra, pichones de paloma y tortugas? Sumando mis pasas, el mismo mercado de Leadenhall no hubiera podido abastecer tan bien una mesa en proporción al número de comensales. Aunque mi situación era deplorable, tenía razones para estar agradecido y yo no padecía necesidades sino que hasta me sobraban las cosas. Nunca hice más de dos millas en línea recta mientras cumplía este viaje, pero eran tantas mis vueltas y revueltas en procura de nuevos descubrimientos que llegaba rendido hasta el sitio que elegía por campamento nocturno; allí trepaba a un árbol o me protegía rodeándome con un círculo de estacas que clavaba en el suelo —y a veces tendía de árbol a árbol— para estar seguro de que ningún animal salvaje se acercaría sin despertarme antes. Tan pronto arribé a la orilla del océano tuve la sorpresa de comprobar que había elegido el peor lado de la isla para vivir, ya que aquí la playa estaba cubierta por innumerables tortugas, mientras que en la costa opuesta sólo había visto tres en año y medio. También descubrí infinidad de aves de toda clase, muchas que ya había encontrado y otras desconocidas. La mayor parte tenía una carne exquisita, pero ignoraba su nombre, salvo el de los pájaros llamados pingüinos.
Infinidad de aves de toda clase.
Era fácil matar gran cantidad de estos animales, mas me interesaba economizar todo lo posible la pólvora y el plomo, por lo cual preferí dedicarlos a las cabras que me daban alimento más duradero; vi aquí todavía más cabras que del lado donde vivía, pero la dificultad para cazarlas era mayor por la regularidad del terreno que les permitía divisarme desde muy lejos.
Confieso que este lado de la isla me pareció harto más bueno que el otro, pero no me sentí movido a cambiar de vivienda. Ya me había habituado a mi casa, me parecía algo natural y propio, tanto que ahora en todo momento sentía la impresión de hallarme de viaje, y proveniente de mi casa. Seguí la costa marina hacia el este, unas doce millas según presumo, y después de clavar un palo a modo de señal me decidí a regresar a casa, quedando resuelto que en la próxima exploración saldría de ella en dirección al otro lado de la isla costeándola hasta dar con el palo que a propósito dejaba.
Para volver elegí otro camino, pensando que me sería fácil recordar la topografía de la isla y que era más agradable regresar viendo cosas nuevas. Pero pronto me encontré perdido, erré de un sitio a otro y por fin tuve que volver a la costa buscando la señal, y enderezar hacia el camino ya andado. Regresé haciendo etapas muy cortas porque el calor era excesivo y cuanto yo llevaba —escopeta, municiones, hacha— resultaba muy pesado.
En esos días sorprendió mi perro a un cabrito y, saltándole encima, me dio tiempo a que llegara corriendo y lo salvara de sus colmillos. Tuve otra vez la idea de llevarlo a casa y me pregunté si no sería posible domesticar uno o dos cabritos a fin de irme procurando un hato que supliera mi falta de alimentos cuando no tuviese más pólvoras ni balas.
Tejí un collar para el animalito y atándolo con una cuerda que siempre llevaba conmigo lo arrastré, aunque no sin dificultades, hasta mi enramada, donde lo dejé encerrado porque me sentía impaciente por arribar a mi casa, de la que faltaba desde hacía casi un mes.
No puedo expresar con cuánta satisfacción penetré en la vieja tienda y me dejé caer en la hamaca. Aquella exploración, sin lugar fijo de residencia, me había resultado tan poco grata que mi propia casa —como me gustaba llamarla— era una morada perfecta comparada a lo anterior. Tan confortable me parecía tener mis cosas a mi alrededor que prometí no alejarme nunca más tan lejos mientras mi suerte me tuviera encadenado a aquella isla.
Descansé una semana de las fatigas del viaje, entreteniéndome en la importante tarea de fabricar una jaula para mi papagayo, que se domesticaba rápidamente. Me acordé luego del pobre cabrito que dejara encerrado en la enramada, y me apresuré a ir en su busca o por lo menos a llevarle alimentos. Estaba donde lo había dejado, ya que le era imposible escaparse, pero medio muerto de hambre. Cortando follaje de árbol y ramas de arbustos tiernos se los di a comer y después que se hubo satisfecho lo até para llevarlo a casa, pero se había amansado tanto con el hambre que no era necesaria esta precaución, pues me seguía como un perro. Como continuara alimentándolo, el cabrito se volvió tan dócil y tan cariñoso que desde entonces permaneció conmigo y formó parte de mi familia sin abandonarme jamás.
Venía la estación de las lluvias del equinoccio otoñal, y celebré el 30 de septiembre de la misma solemne manera. Se cumplía el segundo aniversario de mi arribo a aquellas tierras y en todo ese tiempo no había tenido la menor posibilidad de ser rescatado. Pasé el día en humilde y reconocido agradecimiento de los muchos y admirables beneficios que aliviaran mi desgracia, y sin los cuales hubiera sido infinitamente miserable.
Fue entonces cuando empecé a sentir claramente cuánto más feliz era esta vida, con todos sus rigores, que la perversa, maldita y abominable existencia en que había dejado deslizarse mis años pasados. Tanto mis alegrías como tristezas eran muy distintas de las antiguas; mis deseos cambiaron, así como mis afectos, y la alegría que ahora era capaz de experimentar tenía razones totalmente opuestas a las que sentía a mi llegada a la isla o en los dos años que acababan de cumplirse.
En tal disposición de espíritu principié mi tercer año de soledad y, aunque no fatigaré al lector con la detallada crónica de mis trabajos, en este período debo decirle que muy pocas veces estuve ocioso ya que dividí regularmente mi tiempo de acuerdo con las tareas que debía efectuar cotidianamente. Estas eran, ante todo, mis deberes para con Dios y la lectura de la Biblia, a la que dedicaba un rato tres veces al día; luego salía de caza, lo que me llevaba unas tres horas por la mañana salvo que lloviera; tercero, me ocupaba en preparar y cocer la carne así obtenida. En esta forma se iba buena parte del día, sin contar que hacia las doce, cuando el sol estaba en el cénit, el calor era tan intenso que no se podía salir, de manera que recién reanudaba el trabajo a eso de las cuatro; a veces, como único cambio en este orden de vida, alteraba las horas de caza y de labor, haciendo ésta de mañana y cazando al atardecer.
Al tiempo empleado en el trabajo es preciso agregar la extraordinaria dificultad de cada tarea y las muchas horas que, por falta de herramientas, ayuda y habilidad, me llevaba cada cosa que hacía. Por ejemplo, pasé cuarenta y dos días para hacer un tablón que me sirviera de estante en la cueva, mientras que dos serradores con herramientas apropiadas hubieran cortado seis tablones del mismo árbol en medio día.
El trabajo era el siguiente: buscaba ante todo un árbol lo bastante grande para sacar un tablón ancho. Tres días se iban hachando el árbol, más dos para quitarle el follaje y reducirlo a una sola pieza de madera. A fuerza de hachazos y tajos lo iba rebajando de ambos lados hasta que el menor peso me permitía moverlo; lo daba vuelta y trataba de alisar un lado para que quedase como el tablón que quería, y volviéndolo a cambiar de posición alisaba el lado opuesto hasta conseguir la plancha deseada, de unas tres pulgadas de espesor y bien nivelada. Cualquiera puede imaginar lo que significa una labor semejante, pero la paciencia y el trabajo me permitían al fin lograr mi propósito. Si he traído este ejemplo ha sido para mostrar cómo una sola tarea podía insumir tal cantidad de tiempo, y que algo tan simple de hacer con herramientas adecuadas y alguna ayuda se convertía en una empresa harto compleja y reclamaba largo tiempo a un hombre solo y sin más instrumentos que sus manos. Pese a todo, con paciencia y perseverancia conseguí triunfar en muchas empresas y en todo cuanto me era necesario en tales circunstancias, como se verá en el siguiente relato.
Venían noviembre y diciembre, y esperaba yo mi cosecha de cebada y arroz. El terreno donde los sembrara no era muy grande, pues ya he dicho que sólo tenía medio celemín de cada semilla, habiendo perdido el resto por sembrarlo en la estación seca. Mi cosecha prometía ser excelente cuando de improviso me encontré en peligro de volver a perderla por causa de algunos enemigos difíciles de combatir. En primer término las cabras y aquellos animales que yo llamaba liebres, los cuales habiendo advertido que los tallos eran tiernos venían noche y día a comerlos, estropeándolos de tal modo que temí que no echaran espiga.
Para esto no hallé más remedio que fabricar un vallado en torno a mi terreno, lo que me dio un gran trabajo, ya que además de su extensión era necesario apresurarse. Por suerte mi tierra arada no era mucha, y en tres semanas de continua labor la cerqué completamente; matando algunos de esos animales durante el día y atando el perro a una estaca por la noche, para que ladrara cuando alguno se acercaba, conseguí que los enemigos abandonaran el sitio. El grano creció fuerte y sano y lo vi madurar admirablemente.
Pero así como los animales mencionados estuvieron a punto de estropear mi cosecha cuando aún no levantaba del suelo, ahora fueron los pájaros quienes acudieron para hacerlo cuando surgieron las espigas. Yendo a visitar mi tierra la encontré rodeada de aves que no parecían esperar otra cosa sino que me fuera de allí. De inmediato les disparé un tiro, ya que jamás me separaba de mi escopeta, y apenas sonó el disparo vi levantarse una nube de pájaros que hasta entonces no había sospechado y que estaban posados entre el grano. Esto me preocupó seriamente, porque preví que en pocos días aquellas aves devorarían mis espigas y yo estaría condenado a perderlo todo y pasar hambre.
Decidí hacer cuanto pudiera para impedir el daño, aunque tuviese que estar noche y día de centinela. Ante todo entré en el sembrado para verificar los daños causados, y en verdad que los pájaros habían destruido buena parte de las espigas; pero como había muchas aún demasiado verdes para su gusto, podía confiar en que el resto de la cosecha me compensaría.
Me detuve a cargar la escopeta, y alejándome un poco observé que los ladrones estaban posados en los árboles circundantes como a la espera de que me marchara. Y así fue, pues apenas hube andado un poco más fingiendo no tener intención de volver, los vi precipitarse uno a uno sobre el sembrado. Tanto me indignó esto que no tuve paciencia para esperar a que los otros hicieran lo mismo, ya que me parecía que cada grano que devoraban equivalía un pan entero en el futuro. Volviendo, pues, hacia el sembrado, disparé sobre ellos consiguiendo matar tres. Esto era lo que deseaba, para emplear las víctimas tal como lo hacemos en Inglaterra con los bandoleros a quienes se deja colgados del cadalso a fin de que sirvan de escarmiento a los demás.
Disparé sobre ellos.
Los dejé colgados del cadalso.
Es casi imposible imaginar que mi procedimiento tuviera buen éxito, pero no sólo los pájaros cesaron por completo de volar sobre mi sembrado sino que huyeron de esa parte de la isla y jamás volví a verlos por ese lado mientras los espantapájaros colgaron allí.
Esto me alegró sobremanera, y hacia la última mitad de diciembre, época de la segunda recolección anual, coseché el grano.
Mi problema era fabricar una hoz o guadaña a tal efecto, y lo resolví bien que mal con ayuda de uno de los sables que trajera del barco. Como la primera cosecha era harto menguada no me costó mucho su recolección y la hice a mi modo, cortando solamente las espigas, que iba poniendo en un gran cesto y desgranaba luego entre mis manos. Cuando hube terminado encontré que aquellos medios celemines se habían convertido en casi dos fanegas de arroz y dos y media de cebada, según calculé aproximadamente, ya que me faltaba con qué medirlos.
Esto me llenó de entusiasmo y llegué a imaginar que con el tiempo Dios me concedería tener pan. Algo sin embargo me preocupaba, porque no sabía cómo moler el grano para hacer harina, ni siquiera limpiarlo y cernirlo. Luego, aunque obtuviera la harina, ¿cómo arreglármelas para hacer pan si no tenía horno? Agregándose tales cosas al deseo que experimentaba de guardar suficiente cantidad de grano en depósito y asegurarme la subsistencia en lo venidero, resolví reservar aquella cosecha para sembrarla entera en la siguiente estación, y dedicar entretanto todo mi ingenio y mis horas de trabajo a la fabricación de lo indispensable para que mi sueño de tener pan se cumpliera al fin.
Mientras llovía y yo estaba encerrado en la cueva, hallé oportunidad de dedicarme a esas tareas y a la vez me entretenía mucho hablando a mi papagayo para enseñarle a hacer lo mismo. Pronto aprendió el nombre que le pusiera y por fin dijo en alta voz: «Poli». Aquélla fue la primera palabra pronunciada en la isla por otra boca que la mía. Mi tarea no consistía sin embargo en eso, que era sólo diversión; tenía por delante un complicado trabajo que venía meditando desde tiempo atrás. Se trataba de ver si era posible fabricar vasijas de barro, tan necesarias para mí. Pensé que dada la elevada temperatura de aquel clima bastaría encontrar una arcilla conveniente y moldear con ella los recipientes, los que pronto se secarían al sol con dureza bastante para resistir el manejo y contener aquellas cosas que requerían un sitio seco y seguro; igualmente pensé que iban a ser útiles para guardar el grano y la harina que yo proyectaba acumular en mi casa. De modo que busqué la arcilla y me puse a fabricar recipientes a manera de grandes tinajas que almacenaran mis productos.
El lector se apiadaría de mí, o acaso le produjeran risa los raros procedimientos que puse en práctica para dar forma a aquella pasta, las grotescas, deformes y feísimas vasijas que hice. ¡Cuántas se aplastaban o se abrían porque la arcilla no era bastante espesa para resistir su propio peso! ¡Cuántas estallaban a causa del violento calor del sol, demasiado pronto expuestas a sus rayos! ¡Cuántas se rompían de sólo tocarlas, antes o después de secas! En fin, luego de trabajar duramente para descubrir buena arcilla, extraerla en cantidad, mezclarla antes de llevarla a casa y moldear los recipientes, al cabo de dos meses de trabajo sólo conseguí fabricar dos grandes y desgarbadas cosas que no me atrevo a llamar tinajas.
Las grotescas, deformes y feísimas vasijas que hice.
Habiéndolas secado muy bien al sol las levanté con todo cuidado y las puse dentro de unos cestos que a tal propósito había tejido, temeroso de que se rompieran en otra forma. Como entre los cestos y las vasijas quedaba un espacio hueco, lo rellené con la paja de la cebada y el arroz y notando que estaban perfectamente secas creí que serían depósito adecuado para el grano y, tal vez, la harina, una vez molido aquél.
Aunque fracasé casi completamente en mi intención de fabricar grandes recipientes, con los más pequeños no me fue tan mal; hice potecitos, platos playos, cántaros y todo lo que se me ocurría; el calor del sol los coció bastante bien. Sin embargo nada de esto me consolaba de no poder tener una olla que soportara el fuego para cocer los alimentos, pues aquellos cacharros no me servían. Tiempo después, habiendo encendido un gran fuego para asar mi comida, encontré al apagarlo un pedazo de cacharro que inadvertidamente había quedado entre las llamas, perfectamente cocido, duro como una piedra y del color de una teja. Me llenó de alegría descubrir tal cosa, y me dije que si los cacharros se cocían estando rotos igualmente lo harían enteros. El problema estaba en cómo disponer el fuego para tal fin. No tenía idea alguna de lo que era un horno de alfarero, ni del barniz de plomo que se pone a los cacharros, aunque disponía del metal suficiente. Puse tres grandes pucheros y dos o tres potes uno sobre otro, y encendí fuego a su alrededor cuidando de que gran número de brasas estuvieran colocadas directamente debajo de la pila. Renovaba continuamente el combustible, tratando de mantener avivado el fuego hasta que los cacharros empezaron a ponerse al rojo vivo sin que ninguno se quebrara. Cuando los vi así, sostuve el fuego por cinco o seis horas más, hasta que de pronto uno de los cacharros empezó a fundirse debido al excesivo calor que derretía la arena que yo mezclara con la arcilla. De haber continuado habría visto convertirse en vidrio aquella pasta, pero disminuí gradualmente el fuego hasta que los cacharros perdieron su rojo vivo, y quedándome despierto toda la noche para que el fuego no disminuyera demasiado bruscamente, me encontré de mañana dueño de tres excelentes —si no bellos— pucheros, así como de dos potes, todos ellos cocidos como pudiera desearse, y uno de ellos bonitamente barnizado por la arena derretida.
Después de tal experimento está de más decir que tuve todos los cacharros necesarios. Su único defecto era la forma irregular y tosca, ya que carecía de medios para hacerlos mejor y trabajaba como los niños cuando hacen pasteles de barro o una cocinera que sin saber amasar quisiera hacer una tarta. Pocas veces hubo alegría tan desproporcionada a la insignificancia de su objeto como la que yo sentí al descubrir el modo de fabricar una olla que resistiera el calor del fuego. Tuve que contener mi impaciencia mientras se enfriaba, y apenas estuvo lista volví a ponerla al fuego con agua, en al que herví carne, viendo con júbilo que la olla resistía perfectamente la prueba. Con un trozo de carne de cabrito hice caldo, aunque me faltaba harina de avena y demás ingredientes necesarios que le dieran el debido sabor.
Mi inmediata tarea fue fabricar una especie de mortero para moler el grano, ya que construir un molino era tarea inaccesible para un simple par de manos. Anduve varios días buscando una piedra lo bastante grande para excavarla en el centro y darle forma de mortero, mas no encontré ninguna salvo las rocas, cuya dureza impedía todo intento. Las piedras sueltas de la isla eran de una sustancia arenosa que se disgregaba fácilmente, y no hubieran resistido el golpe de otra piedra o llenado de arena el grano molido. Después de buscar inútilmente durante mucho tiempo resolví abandonar la tarea y elegir en cambio un trozo de madera suficientemente dura, cosa que me fue muy fácil. Llevando a casa el pedazo más grande que pude mover, lo redondeé exteriormente con ayuda del hacha, y luego por medio del fuego —aunque con infinito trabajo— pude vaciarlo interiormente a la manera como los indios del Brasil fabrican sus canoas. De un pedazo de palo de hierro hice la mano del mortero, y así equipado me dispuse a esperar la próxima cosecha cuyo grano había decidido moler —o más bien machacar— para hacer pan.
Otra dificultad era la de procurarme un cedazo o tamiz para cerner la harina y separarla del salvado, sin lo cual me parecía imposible obtener el pan. Esto resultó lo más difícil de todo ya que carecía de lo indispensable para construirlo, es decir, una tela de trama bastante abierta para tamizar la harina. Tal cosa me detuvo durante muchos meses, y al final estaba enteramente desorientado; tenía algo de género de hilo, pero reducido a andrajos; también guardaba pelo de cabra, pero ¿cómo hilarlo y tejerlo si ignoraba el procedimiento y aun habiéndolo sabido carecía de todo instrumento adecuado? Por fin encontré una solución transitoria al recordar que entre las ropas de marinero que salvara del barco había algunas corbatas de zaraza o muselina, y con sus pedazos pude hacer tres pequeños tamices que me prestaron excelente servicio durante muchos años. Más adelante habré de narrar cómo los reemplacé.
El problema de la cocción venía enseguida. ¿Podría hacer pan una vez que tuviera harina? Ante todo me faltaba levadura y, aunque esto último no me preocupaba grandemente, me afligía la carencia de horno adecuado. Por fin inventé un procedimiento que consistió ante todo en fabricar vasijas de arcilla, muy anchas pero no profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y apenas nueve pulgadas de hondo; las cocí en el fuego al igual que las anteriores, y las puse aparte. Luego, cuando deseaba hornear, encendía una gran hoguera sobre mi fogón, que estaba recubierto de tejas cuadradas —si puedo darles ese nombre— que yo mismo fabricara. Una vez que el fuego se había reducido a brasas, las disponía de modo que cubrieran enteramente el fogón y las dejaba hasta que lo hubiera recalentado; sacando luego las brasas ponía mis panes sobre las tejas y cubriéndolos con las vasijas mencionadas los rodeaba por fuera con brasas que mantuvieran el calor. Así, como en el mejor horno del mundo, mi pan de cebada cocía maravillosamente y pronto fui un excelente pastelero, ya que me animé a hornear en la forma descrita varias tortas de arroz y budines; no pude hacer pasteles porque no tenía nada con que rellenarlos, salvo carne de aves o de cabra.
No habrá de causar asombro el que estas tareas se llevaran la mayor parte de mi tercer año en la isla, ya que además de ellas tenía en los intervalos que ocuparme en mi nueva cosecha y la labranza. Hice a su debido tiempo la recolección del grano y lo llevé a casa como pude, guardando las espigas en las grandes tinajas hasta tener tiempo para desgranarlas a mano, pues carecía de lugar para trillarlas así como de los necesarios instrumentos.
Como mi provisión de cereales iba en aumento, empecé a ver la necesidad de construir mayores graneros. Quería un sitio donde tenerlos bien guardados, porque la cosecha había sido tan buena que me dio cerca de veinte fanegas de cebada y otro tanto de arroz, de modo que me resolví a emplearlos sin hacer economía. Mi provisión de pan se había agotado y debía renovarla; además quise calcular qué cantidad de semilla iba a bastarme para todo un año, a fin de sembrar anualmente una sola vez.
Llegué a calcular que las cuarenta fanegas de arroz y cebada excedían en mucho a lo que podía gastar en un año, y por tanto me propuse sembrar cada vez una cantidad igual a la de mi última plantación, confiando en que, de esa manera, tendría bastante para hacer mi pan y otras comidas.