4. La isla desierta

Era pleno día cuando desperté; el tiempo estaba despejado y sin huellas del temporal, por lo que el mar aparecía muy tranquilo. Lo que más me sorprendió fue advertir que la marea había zafado el barco de las arenas donde encallara y traído hasta junto a la roca donde por poco me matan las olas al golpearme contra ella. Apenas una milla me separaba del barco, y notando que éste se mantenía a flote se me ocurrió ir a bordo en procura de aquellas cosas que me fueran necesarias.

Bajando del árbol, dirigí la vista en torno y no tardé en descubrir el bote que el viento y las olas habían arrojado a las arenas dos millas a mi derecha. Fui hacia él para asegurarlo, pero encontré un brazo de mar ancho de media milla entre el bote y yo, y volviéndome por el mismo camino busqué acercarme al barco, donde esperaba encontrar alimentos.

Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto que pude acercarme a un cuarto de milla del barco; ya entonces sentía renovarse mi desesperación al comprender que si nos hubiéramos quedado a bordo todos estaríamos a salvo y en tierra, sin verme yo reducido a una absoluta soledad, huérfano de socorro y alivio. Derramé nuevamente lágrimas, pero como de nada me servían resolví si era posible llegar al barco. Hacía mucho calor, por lo cual me quité parte de la ropa antes de tirarme al agua, y nadando hasta el buque empecé a buscar un modo de trepar a cubierta. La dificultad estaba en que el buque se mantenía derecho, sin punto alguno de apoyo para intentar escalarlo. Nadé dos veces en torno a él, y a la segunda advertí un cabo de cuerda que colgaba de los portaobenques de mesana. Asombrado de no haber reparado antes en ella, así su extremo después de muchos esfuerzos y me encaramé al castillo de proa. El barco tenía una vía de agua y estaba parcialmente inundado; encallado en un banco de arena muy dura —o más bien de tierra—, la popa se levantaba sobre aquél mientras la proa casi tocaba el agua. Era de alegrarse que toda la popa estuviera sobre el nivel del banco, ya que cuanto contenía se encontraba intacto, cosa que de inmediato me apresuré a verificar. Las provisiones de a bordo no habían sufrido absolutamente nada, y de inmediato pude satisfacer mi gran apetito llenándome los bolsillos de galleta y comiendo a la vez que revisaba el resto del barco para no perder tiempo. Hallé un poco de ron en la cabina del capitán, y bebí un buen trago para fortalecerme ante la tarea que me esperaba. Ahora solamente me hacía falta un bote para llenarlo con todo aquello que presentía iba a serme de gran necesidad.

Advertí un cabo de cuerda que colgaba.

Era inútil sentarse a esperar lo imposible, y la dificultad aguzó mi ingenio. Había a bordo muchas vergas sueltas, dos o tres perchas o berlingas y uno o dos masteleros de juanete. Me resolví a emplearlos y levantándolos por la borda los arrojé al agua no sin antes atarlos con sogas para que el mar no los llevase lejos. Hecho esto me descolgué por el costado del buque y atrayendo los palos cerca de mí empecé a atar juntamente cuatro de ellos, sujetándolos por ambos extremos para formar una especie de balsa; cruzando los palos menores para reforzarla comprobé que me sostenía muy bien sobre el agua pero que no sería capaz de soportar un gran peso por la fragilidad de la madera. Subiendo a bordo corté con la sierra del carpintero un mastelero de juanete en tres partes, que incorporé a mi balsa no sin gran esfuerzo y fatiga; pero la esperanza de proveerme de aquello que tanto iba a necesitar me movió a hacer más de lo que me hubiera creído capaz en otro momento.

Ahora mi balsa era lo bastante resistente para llevar una carga razonable. Se presentaba el problema de elegir lo indispensable y al mismo tiempo preservarlo de los golpes del mar. Ante todo puse en la balsa todas las planchas y tablas que pude reunir y después de pensar bien lo que me hacía falta busqué tres arcones de marinero y vaciándolos los puse en la balsa. Al primero lo llené de provisiones, como arroz, pan, tres quesos de Holanda, cinco trozos de carne seca de cabra —que había sido nuestro alimento habitual a bordo— y un pequeño sobrante de granos que fuera embarcado para alimentar las aves que llevábamos y que ya habíamos comido. Recordé la existencia de alguna cantidad de cebada y de trigo candeal, pero con gran disgusto mío las ratas lo habían devorado. Hallé muchas cajas de botellas de licor, pertenecientes al capitán, y además unos cinco o seis galones de la bebida llamada arak. Llevé las cajas a la balsa, no habiendo necesidad de meterlas en los arcones donde, por otra parte, no cabían.

Mientras me ocupaba en esto advertí que la marea empezaba a subir aunque muy lentamente, y tuve la mortificación de ver mi saco, camisa y chaleco que dejara en la playa, arrastrados por el agua; había nadado hasta el barco con los calzones, que eran de lienzo y abiertos hasta la rodilla, y los calcetines. Lo ocurrido me hizo pensar en la necesidad de ropas, y aunque había mucha a bordo sólo tomé las indispensables por el momento, puesto que otras cosas reclamaban mi interés con mayor fuerza; sobre todo herramientas para trabajar en tierra. Después de mucho buscarlo di con el arcón del carpintero, que me parecía más valioso que todo un cargamento de oro. Lo llevé tal como estaba a la barca, sin perder tiempo en abrirlo, puesto que tenía una idea aproximada de su contenido.

Mi inmediata tarea fue procurarme armas y municiones. Había dos magníficas escopetas de caza en la cabina del capitán, y dos pistolas; las cogí, así como algunos frascos de pólvora, un saquito de balas y dos viejas espadas enmohecidas. Recordaba que a bordo había tres barriles de pólvora, pero no el lugar donde los tenía el artillero. Tras mucho buscar di con ellos, y aunque uno se había mojado los restantes parecían secos y me los llevé todos a la balsa. Mi cargamento me llenaba de satisfacción, pero el problema estaba en llegar con él a la playa no teniendo vela, remo ni timón; el más pequeño golpe de viento hubiera acabado con mis esperanzas. Tenía, sin embargo, tres razones para sentirme confiado. En primer lugar la tranquilidad del océano, luego la marea alta que se movía hacia la costa y por fin el leve viento que soplaba en dirección de tierra. Encontré dos o tres remos rotos que habían sido del bote, y tras de hallar en cubierta algunas otras herramientas tales como dos sierras, un hacha y un martillo, bajé todo a la balsa y con tal cargamento me hice a la mar. Por espacio de una milla aproximadamente mi balsa navegó muy bien, sólo desviándose un poco del sitio donde tocara primeramente tierra, lo que me hizo suponer alguna corriente marina; acaso, pensé, hallaría cerca algún arroyo o ensenada que pudiera servirme de puerto para desembarcar mi cargamento.

Ocurrió como lo imaginaba; pronto vi a la distancia una entrada en la tierra hacia donde la fuerte corriente de la marea se precipitaba, e hice por mantener mi balsa en el centro de la corriente. Fue entonces cuando estuve a punto de sufrir un segundo naufragio que, estoy seguro de ello, hubiera concluido conmigo. Ignorante por completo de la costa no pude impedir que mi balsa chocara contra un bajío, y no tocando tierra por el otro extremo faltó poco para que el cargamento resbalara hacia ese lado y cayera al agua. Apoyé la espalda contra los arcones para mantenerlos en su lugar, pero me fue imposible desencallar la balsa a pesar de mis esfuerzos, y por otra parte no me animaba casi a moverme y así, sosteniendo los arcones con todas mis fuerzas, permanecí cerca de media hora hasta que el ascenso de la marea niveló un poco la balsa. Un rato después se zafó sola, y aprovechando un remo la hice entrar en el canal y avanzando un poco me hallé en la boca de un riachuelo, con tierra a ambos lados y la fuerte corriente de la marea remontando la balsa. Miré hacia las orillas en procura de un buen sitio para desembarcar, ya que no quería internarme demasiado sino establecerme junto a la costa para esperar el paso de algún buque.

Luego de elegir una pequeña caleta en la orilla derecha de la ensenada, conduje con gran trabajo la balsa hasta allí y me puse tan cerca que clavando el remo pude hacer que tocara la tierra. Pero por segunda vez estuvo mi cargamento a punto de caer al agua, porque la orilla era muy abrupta y la balsa sólo tocaba en ella con uno de sus extremos, de modo que el otro quedaba a un nivel inferior y ponía en peligro mis cosas. Sólo me quedó esperar que la marea creciera aún más, empleando el remo como ancla para mantener la balsa junto a un sitio llano donde confiaba que alcanzaría la marea. Así fue, y tan pronto vi que había fondo suficiente para que la balsa pudiera moverse la llevé hasta esa plataforma llana sujetándola por medio de los remos clavados en el suelo, uno a cada extremo; y ahí quedamos hasta que la marea empezó a bajar y nos dejó en tierra firme.

Mi inmediata tarea era la de reconocer el lugar en busca de un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis efectos con toda seguridad. Ignoraba por completo dónde me encontraba. ¿Era el continente o una isla, estaba o no habitado, habría bestias salvajes en los alrededores? A una milla de donde me hallaba vi una colina alta y escarpada, que parecía sobrepasar a otras que continuaban la cordillera hacia el norte. Tomando una escopeta, una pistola y suficiente pólvora, me encaminé hacia la cumbre de la colina adonde llegué después de duras dificultades. Apenas dirigí la mirada en torno cuando tuve conciencia de mi triste destino: estaba en una isla, enteramente rodeada por el mar y sin tierras próximas, excepción hecha de algunos lejanos escollos y dos pequeñas islas, menores que ésta, a unas tres leguas hacia el oeste.

Evidentemente la tierra era inculta y, como podía suponerse, solamente habitada por animales salvajes, de los que sin embargo no vi ninguno. Había una diversidad de aves cuyas especies eran desconocidas para mí; me pregunté si su carne sería o no comestible. Mientras regresaba, maté un gran pájaro que posaba en un árbol junto a un bosque. Pienso que aquél fue el primer disparo hecho en aquella tierra desde la creación del mundo, pues como respuesta al estampido se levantó una bandada inmensa de aves de toda clase produciendo una algarabía confusa en la que distinguí los gritos de cada especie, pero ninguno me resultó familiar. El pájaro muerto era parecido a un halcón, sobre todo en el pico y el color, pero no tenía las garras que son propias de este pájaro; en cuanto a su carne resultó imposible de comer.

Una algarabía confusa.

Satisfecho con lo que había investigado me volví a la balsa y empecé a trasladar el cargamento, lo que me ocupó el resto del día. Cuando vino la noche me pregunté dónde la pasaría, pues desconfiaba quedarme en el suelo por temor a alguna bestia salvaje, temor que como descubrí más adelante era infundado. Hice una barricada con los arcones y las tablas, en forma de tosca cabaña, y en ella me parapeté para pasar la noche. Aún ignoraba de qué manera iba a alimentarme, puesto que solamente había visto dos o tres animales parecidos a liebres en el bosque donde matara al pájaro.

Se me ocurrió que aún podría sacar muchas cosas útiles del barco, en especial aparejos, velas y todo lo que pudiera ser transportado a tierra, y me decidí a hacer otro viaje a bordo. No ignoraba que la próxima tormenta acabaría con el barco, de modo que me pareció mejor dejar de lado toda tarea hasta concluir con aquélla. Consulté conmigo mismo si llevaría la balsa, pero me pareció poco apropiado y preferí irme otra vez nadando en cuanto bajara la marea. Así lo hice, abandonando la choza sin más que una camisa, calzoncillos y zapatos livianos.

Cuando estuve a bordo construí una segunda balsa, pero aprovechando la experiencia de la primera no la hice tan pesada ni la cargué tanto. Muy pronto hallé cantidad de cosas útiles; primeramente, en el cuarto del carpintero, dos o tres cajas de clavos y tornillos, un gran barreno, una o dos docenas de hachuelas, y lo más precioso de todo, una piedra de afilar. Reuní todo juntamente con varios objetos pertenecientes al artillero, como ser algunas palancas de hierro, dos barriles de balas de mosquete, siete mosquetes y otra escopeta, con alguna pequeña cantidad de pólvora; hallé también una gran caja llena de perdigones y un pedazo de plomo, pero este último pesaba tanto que no pude hacerlo pasar por la borda. Fuera de esto reuní todas las ropas que pude encontrar, una vela sobrante de la cofa de trinquete, una hamaca, colchones y ropa de cama. Cargué mi segunda balsa con todo aquello y conseguí llevarla sin dificultad a tierra.

Durante el tiempo que pasé a bordo había sentido el temor de que en mi ausencia mis provisiones fueran devoradas, pero cuando desembarqué pude ver que no había señales de vida en torno, salvo la presencia de un animal semejante a un gato montes que se había subido a uno de los arcones y que al verme se alejó un poco. Noté que no tenía miedo, y que me miraba fijamente como mostrando su intención de trabar relaciones amistosas. Le apunté con la escopeta, pero como no comprendió la razón del gesto se quedó inmóvil y sin mostrar deseos de alejarse, por lo que le ofrecí un pedazo de galleta que, dicho sea de paso, no me sobraba como para andar regalándola. Sin embargo, le di aquel trozo, que el gato comió después de olfatearlo; pareció quedar muy satisfecho y desear aún más, pero ya entonces no repetí el obsequio y al rato lo vi marcharse.

Trasladando mi segundo cargamento a tierra, me vi en la obligación de abrir los barriles de pólvora y dividir el contenido, porque el excesivo peso no me dejaba moverlos; me puse enseguida a construir una pequeña tienda con la vela y algunas estacas que corté; puse en la tienda todo aquello que podría estropearse con la lluvia o el sol, y por fuera hice una barricada con los arcones y los barriles vacíos, a manera de fortificación contra cualquier ataque de hombre o animal.

Terminado esto bloqueé la puerta por dentro con tablones y por fuera con un arcón parado; tendiendo uno de los colchones, con las dos pistolas cerca de la mano y la escopeta a mi alcance, me metí en cama por primera vez y dormí plácidamente toda la noche porque estaba rendido hasta la extenuación, habiendo dormido muy poco la noche anterior y trabajado el día entero en lo que ya he descrito.

Era dueño del más completo y variado surtido de efectos que jamás fuese reunido por un solo hombre, pero no me sentía aún satisfecho, ya que estando el barco a mi alcance me pareció necesario extraer de él todo lo posible. Por lo tanto iba diariamente a bordo aprovechando la marea baja y sacaba una y otra cosa del navío; en especial la tercera vez que fui traje todos los aparejos que pude reunir, las cuerdas y jarcias, con un pedazo de lona que servía para remendar las velas, y hasta el barril de pólvora que se había mojado. Por fin saqué del barco todas las velas, aunque me vi obligado a cortarlas en pedazos para llevarlas juntas; pero no me importaba, ya que en adelante sólo servirían como lonas.

Lo que más me alegró en aquellos viajes fue que después de estar a bordo cinco o seis veces, y cuando ya no esperaba encontrar nada que valiera la pena de mover de su sitio, descubrí un gran barril de galleta, tres pipas de ron o aguardiente, una caja de azúcar y un barril de harina flor; me quedé admirado, porque ya no creí hallar provisión alguna, salvo las que estaban estropeadas por el agua. Vacié el barril de galleta, haciendo paquetes pequeños con los pedazos de velas, y pronto arribé felizmente a tierra con todo.

Al otro día hice un nuevo viaje. El barco estaba ya despojado de todo lo que podía moverse y transportarse fácilmente, de modo que la emprendí con los cables cortando el más grueso en trozos que pudieran llevarse, y así preparé dos cables y una guindaleza, junto con todo el herraje que pude juntar y que puse en una gran balsa hecha con los trozos de vergas de cebadera y de mesana. Pero mi buena suerte empezó a abandonarme, porque la balsa era tan pesada y tenía tanta carga que apenas habíamos llegado a la pequeña caleta que me servía de desembarcadero cuando por una falsa maniobra se hundió arrojándome al agua con todos aquellos efectos. Yo no corría peligro puesto que estaba junto a la costa, pero el cargamento se perdió en gran parte, especialmente el hierro, que tan útil me hubiera sido. Cuando bajó la marea pude salvar buena parte de los pedazos de cable y algo de los herrajes, aunque con gran esfuerzo, porque tenía que zambullirme para buscarlo y pronto me agotó la tarea. Pese a todo seguí yendo al barco y trayendo lo que encontraba aprovechable.

Llevaba ya trece días en la playa y había hecho once viajes al barco, en cuyo transcurso retiré todas aquellas cosas que un par de manos pueden mover, tanto que de haber continuado el buen tiempo estoy seguro que hubiera terminado por traerme el barco pieza por pieza a la costa. Cuando me disponía a mi duodécimo viaje empezó a soplar viento, pero aproveché la marea baja para intentar otra expedición. Me parecía haber saqueado completamente la cabina del capitán, y sin embargo hallé todavía un armario con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas, un par de tijeras largas, y casi una docena de excelentes cuchillos y tenedores; en otro cajón hallé un valor de treinta y seis libras esterlinas en monedas europeas, brasileñas y algunas piezas de a ocho de oro y plata. Sonreí a la vista de aquel dinero.

—¡Ah, metal inútil! —exclamé—. ¿Para qué me sirves? No mereces que me moleste en recogerte; cualquiera de esos cuchillos vale más que tú. ¡En nada podría emplearte y mejor es que te quedes donde estás y te hundas como un ser cuya vida no vale la pena salvar!

Pero luego lo pensé mejor y tomé el dinero, envolviendo todo con una pieza de lona y pensando ya en construir otra balsa; mas cuando salí a cubierta el cielo se había encapotado, el viento crecía y al cuarto de hora soplaba fuerte desde la costa. Comprendí que era inútil hacer una nueva balsa soplando viento de tierra, y que me convenía alejarme de allí antes de que comenzara el reflujo impidiéndome alcanzar la orilla. Me arrojé inmediatamente al agua y nadé hacia el canal con gran dificultad, en parte por el peso del bulto que llevaba y en parte por el fuerte oleaje que el viento levantaba cada vez con más violencia hasta convertirse en tempestad.

Pude llegar con fortuna a mi pequeña tienda, donde me refugié con todas mis riquezas bien aseguradas. La tormenta arreció aquella noche, y a la mañana siguiente encontré que el barco había desaparecido. Me afligió un poco, pero mi consuelo fue reflexionar que no había perdido tiempo ni escatimado esfuerzos para retirar de él todo lo que pudiera serme útil, siendo bien poco lo que podía haber quedado a bordo.

Desentendiéndome, pues, del barco y su recuerdo, sólo me ocupé de aquellos pedazos que la tormenta había arrastrado a la playa, pero pronto supe que serían de muy poca utilidad. Mis pensamientos estaban consagrados ahora a encontrar los medios de asegurarme contra los salvajes o las bestias que pudiera haber en la isla; vacilé mucho acerca de las medidas que debía tomar, si me convenía construir una choza o cavar un abrigo en la profundidad de la tierra. Por fin, luego de meditarlo bien, me resolví por ambas cosas. Y se me ocurre que puede ser interesante la descripción de cómo las llevé a cabo.

Había advertido que el lugar en que estaba no era conveniente para establecerme, en especial porque se hallaba sobre terrenos pantanosos e insalubres próximos al mar, y cerca de allí no había agua dulce. Me resolví, por tanto, a buscar un sitio más saludable y apropiado para construir mi vivienda.

Calculé aquello que necesitaba de manera indispensable: en primer lugar agua dulce y aire saludable, como ya he dicho; luego abrigo de los ardores solares y seguridad contra posibles atacantes, fueran hombres o animales. Finalmente quería tener frente a mí el horizonte marino, para que, si Dios me enviaba algún barco por las cercanías, no perdiera yo esa oportunidad de salvarme, ya que tal esperanza no había perecido todavía en mí.

En busca del lugar que reuniera tales condiciones, hallé una pequeña explanada al costado de una colina cuya ladera era tan escarpada como un muro y me evitaba, por tanto, todo peligro de ese lado. En un lugar de la roca había un hueco, semejante a la entrada de una caverna, pero en realidad no se trataba de ninguna cueva ni entrada. Decidí instalar mi choza en la explanada, justamente delante de ese hueco; noté que la parte llana tenía unas cien yardas de ancho y el doble de largo, y que se extendía como un parque delante de mi puerta, descendiendo luego irregularmente hacia las tierras bajas del lado del mar. Estaba hacia el N-NO de la colina, de modo que me protegía de los calores diurnos hasta que el sol descendiera al O cuarto SO, que en aquellas latitudes ocurre casi al crepúsculo.

Antes de principiar mi tienda tracé un semicírculo delante de la parte hueca, cuyo diámetro a partir de la roca era de unas diez yardas, y veinte en el diámetro total desde uno a otro extremo. En este semicírculo clavé dos hileras de fuertes estacas, hundiéndolas en tierra hasta que quedaron absolutamente firmes, sobresaliendo de la tierra hasta unos cinco pies y medio, y las agucé en la punta. Las dos hileras no estaban separadas más de seis pulgadas entre sí. Tomando entonces los pedazos de cable que me había procurado en el barco, los apilé en el interior del círculo apretándolos hasta que cubrieron el espacio entre las estacas, y sostuve mi empalizada con otras estacas de unos dos pies y medio que coloqué inclinadas por el lado de adentro, a manera de puntales. Tan fuerte quedó el vallado que ningún animal o ser humano hubiera podido derribarlo, ni siquiera pasar por encima. Tuve mucho que trabajar en él, especialmente cortando la madera de los bosques, llevándola al lugar y clavándola en tierra.

Decidí que la entrada no sería una puerta sino una corta escalera para trepar a la empalizada, puesta de tal modo que una vez dentro fuera fácil retirarla, con lo cual me encontraba perfectamente amurallado y defendido contra todo el mundo y podía dormir sin temor a enemigos, aunque más tarde vine a saber que mis precauciones no eran necesarias.

Con infinito trabajo reuní todos mis efectos en la fortaleza, provisiones, armas y demás cuya lista es ya conocida, y armé una gran tienda; para que me preservara de las lluvias, que en cierta estación caen allí con violencia, hice una tienda doble, es decir, una pequeña y otra mayor tendida por encima, cubriendo esta última con una tela embreada que traje del barco juntamente con las velas. Ya no dormía en el colchón sino que instalé la hamaca que había pertenecido al piloto del barco y era excelente.

Puse en la tienda todas las provisiones y aquello que pudiera estropearse con las lluvias, y habiendo comprobado que mis bienes estaban a salvo cerré la entrada que hasta ese momento dejara abierta en la empalizada y desde entonces utilicé la escalera para entrar y salir.

A partir de ese día principié a excavar la roca, de la que arranqué gran cantidad de piedras y tierra que fui apilando al pie de mi empalizada a manera de terraplén de pie y medio de alto. Pronto tuve, pues, una nueva cueva justamente detrás de mi tienda, que me servía de bodega y despensa.

Todo aquello me llevó mucho tiempo y grandes fatigas, y en ese transcurso ocurrieron varias cosas que me preocuparon. En los días en que trazaba los planes para armar mi tienda y excavar la roca, ocurrió que en medio de una violenta tormenta que acababa de desatarse vi caer un rayo, seguido inmediatamente de un terrible trueno. No me asustó tanto el rayo como el pensamiento que de inmediato cruzó por mi mente:

—¡La pólvora!

Creí que mi corazón cesaba de latir al pensar que en un segundo mi pólvora podía arder, privándome no sólo de defensa sino del alimento que contaba lograr con ella. Ni siquiera sentí miedo por mí mismo, porque sabía bien que si la pólvora estallaba no me daría tiempo a pensar de dónde procedía la catástrofe.

Tal impresión me causó lo sucedido que después de la tormenta dejé de lado mis tareas —la tienda, la fortificación— y me apliqué a fabricar cajas y bolsas donde separar la pólvora para impedir que ardiera toda, y al mismo tiempo distanciarla lo bastante entre sí para que el incendio de una parcela no determinara el de las restantes. El trabajo llevó una quincena, pero por fin la pólvora, que alcanzaba a unas doscientas cuarenta libras, quedó dividida en no menos de cien paquetes. Por lo que respecta al barril que se había mojado, no me inspiraba temor, de modo que lo puse en mi caverna, a la que yo llamaba «la cocina»; el resto lo distribuí en agujeros entre las rocas, cuidando que ninguna humedad llegara a los paquetes, y marcando exactamente el sitio donde los dejaba.

Mientras me ocupaba en todo esto no dejé de salir por lo menos una vez al día con mi escopeta, en parte para distraerme y en parte para ver si cazaba algo comestible, a la vez que exploraba las posibilidades de la isla. El primer día que salí tuve gran satisfacción al encontrar que había cabras en los alrededores, pero pronto me desalentó lo tímidas, astutas y ágiles que se mostraban, al extremo de que era casi imposible acercarse a ellas. Sin descorazonarme me dije que la ocasión se presentaría de alcanzar alguna con mis disparos, como efectivamente ocurrió una vez que hube localizado los lugares que frecuentaban. Noté que si me acercaba viniendo por el valle, las cabras huían aterradas, aunque estuviesen al abrigo de las altas rocas, pero que si triscaban en el valle y yo venía por las alturas ni siquiera reparaban en mi presencia, de lo cual deduje que la posición de sus ojos era tal que no veían sino aquello que estaba a su nivel o por debajo. Adopté de inmediato la costumbre de encaramarme a las rocas más altas, y desde allí me fue bastante simple abatir alguna. El primer disparo que hice mató una cabra cuyo cabrito todavía se amamantaba, lo cual me produjo mucha pena, ya que al caer la madre vi que no se movía de su lado, incluso cuando me acerqué a él. Mientras llevaba la cabra sobre mis hombros, el cabrito me siguió hasta la empalizada, y allí lo tomé en los brazos y lo hice pasar al interior con la esperanza de domesticarlo. Pero se negó a comer y al fin me vi precisado a matarlo para comerlo yo. Aproveché aquella carne durante bastante tiempo, pues me alimentaba con mucha prudencia y trataba de economizar las provisiones, especialmente la galleta.

El cabrito me siguió.