Si no fuera por mi abuela Eliza, quien vino de lejos a iluminar los rincones sombríos de mi pasado, y por estas miles de fotografías que se acumulan en mi casa, ¿cómo podría contar esta historia? Tendría que forjarla con la imaginación, sin otro que los hilos evasivos de muchas vidas ajenas y algunos recuerdos ilusorios. La memoria es ficción. Seleccionamos lo más brillante y lo más oscuro, ignorando lo que nos avergüenza, y así bordamos el ancho tapiz de nuestra vida, mediante la fotografía y la palabra escrita intento desesperadamente vencer la condición fugaz de mi existencia, atrapar los momentos antes de que se desvanezcan, despejar la confusión de mi pasado. Cada instante desaparece en un soplo y al punto —se convierte en pasado, la realidad es efímera y migratoria, pura añoranza. Con estas fotografías y estas páginas mantengo vivos los recuerdos; ellas son mi asidero a una verdad fugitiva, pero verdad de todos modos, ellas prueban que estos eventos sucedieron y estos personajes pasaron por mi destino. Gracias a ellas puedo resucitar a mi madre, muerta cuando yo nací, a mis aguerridas abuelas y mi sabio abuelo chino, a mi pobre padre y a otros eslabones de la larga cadena de mi familia, todos de sangre mezclada y ardiente. Escribo para dilucidar los secretos antiguos de mi infancia, definir mi identidad, crear mi propia leyenda. Al final lo único que tenemos a plenitud es la memoria que hemos tejido.

Cada uno escoge el tono para contar su propia historia; quisiera optar por la claridad durable de una impresión en platino, pero nada en mi destino posee esa luminosa cualidad. Vivo entre difusos matices, velados misterios, incertidumbres; el tono para contar mi vida se ajusta más al de un retrato en sepia…

FIN