En el gran salón cundió el caos. Los músicos huyeron; los invitados se precipitaron hacia las puertas; los perros empezaron a ladrar, y las fuentes de comida cayeron al suelo. Los caballeros, dando órdenes a sus escuderos, corrieron a prepararse para la batalla. Lord Oliver se apresuró a abandonar la mesa principal, agarró del brazo al profesor y dijo a sir Guy:
—Nos vamos a La Roque. Ocupaos de lady Claire. Y traed a los ayudantes del maestro.
En ese instante, Robert de Kere, sin aliento, irrumpió en el salón y anunció:
—Mi señor, los ayudantes han muerto. Los hemos matado cuando intentaban escapar.
—¿Escapar? ¿Intentaban escapar? ¿Aun poniendo así en peligro la vida de su mentor? Acompañadme, maestro —dijo lord Oliver con tono lúgubre, y llevó a Johnston a una puerta lateral que daba directamente al patio.
Kate descendió rápidamente por la escalera de caracol, seguida de cerca por Marek y Chris. En el primer piso, tuvo que detenerse al advertir que un grupo de gente bajaba por el siguiente tramo de la escalera. Asomándose, atisbó a varias damas y, delante de ellas, a un anciano envuelto en un manto rojo que caminaba con paso inseguro.
—¿Qué pasa? —preguntó Chris desde atrás.
Kate levantó la mano en un gesto de advertencia. Transcurrió al menos un minuto antes de que pudieran salir al patio.
Allí reinaba la mayor confusión. Caballeros montados azotaban con las fustas a la turba aterrorizada para abrirse paso. Kate oyó los chillidos de la muchedumbre, los relinchos de los caballos, los gritos de los soldados en el adarve.
—Por aquí —dijo Kate, y guio a Marek y Chris a lo largo de la muralla, luego en torno a la capilla y por último hasta el patio exterior, que estaba también atestado.
Vieron a Oliver a caballo, y con él al profesor y una escolta de caballeros. Oliver dio una orden, y todos avanzaron hacia el puente levadizo.
Kate se adelantó para seguir a Oliver y su séquito. Los perdió de vista por un momento y volvió a verlos justo al otro lado del puente, donde doblaron a la izquierda, en dirección contraria al pueblo. Unos guardias les abrieron una puerta en la muralla oriental, y Oliver y sus hombres la cruzaron bajo el sol vespertino. La puerta se cerró de inmediato en cuanto salieron.
Marek alcanzó a Kate en el puente.
—¿Por dónde se han ido? —preguntó.
Kate señaló hacia la puerta. Treinta caballeros la vigilaban y había otros muchos apostados en el adarve, justo encima.
—Por ahí es imposible salir —dijo Marek. Detrás de ellos, unos cuantos soldados se despojaron de sus mantos marrones, revelando los sobrevestes de colores verde y negro que llevaban debajo, y empuñaron sus espadas dispuestos a penetrar en el castillo. Las cadenas del puente levadizo comenzaron a chirriar—. Vamos.
Corrieron por el puente, oyendo los crujidos de la madera y notando que empezaba a levantarse. El puente se encontraba ya a un metro de altura cuando llegaron al extremo y saltaron a la explanada.
—¿Y ahora qué? —preguntó Chris al levantarse. Llevaba aún la espada en la mano.
—Por aquí —dijo Marek, y echó a correr hacia el centro del pueblo.
Se encaminaron hacia la iglesia, evitando la estrecha calle principal, donde se había iniciado ya un encarnizado combate entre los soldados de Oliver, de marrón y gris, y los hombres de Arnaut, de verde y negro. Marek los condujo hacia la izquierda a través del mercado, ahora vacío, sin mercancías ni mercaderes. Tuvieron que apartarse apresuradamente para dejar paso a un destacamento de caballeros de Arnaut que galopaba hacia el castillo. Al pasar, uno de ellos gritó algo y trató de herir con la espada a Marek. Éste los observó alejarse y luego siguió adelante.
Chris buscó indicios de mujeres asesinadas y niños destripados, y al no encontrarlos, no supo si sentir decepción o alivio. De hecho, no vio mujeres ni niños por ninguna parte.
—Todos han escapado o se han escondido —dijo Marek—. Aquí hay guerra desde hace mucho tiempo, y la gente ya sabe cómo protegerse en estos casos.
—¿Y ahora por dónde? —preguntó Kate, que volvía a encabezar la marcha.
—A la izquierda, hacia la puerta principal.
Torcieron a la izquierda por una calle más estrecha, y de pronto oyeron voces a sus espaldas. Miraron atrás y vieron correr a unos soldados en dirección a ellos. Era imposible saber si los perseguían o simplemente iban por el mismo camino. Pero no tenía sentido quedarse a averiguarlo.
Marek apretó a correr, y Chris y Kate lo siguieron. Poco después Chris volvió la cabeza y, con una extraña sensación de orgullo, advirtió que los soldados se rezagaban.
Sin embargo, Marek prefirió no arriesgarse. De improviso, dobló por una calle adyacente en la que flotaba un olor intenso y desagradable. Los talleres estaban cerrados, pero entre ellos mediaban angostos callejones. Marek entró en uno de los callejones, que los condujo a un patio cercado en la parte posterior de un taller. En el patio había enormes cubas y, bajo un cobertizo, una hilera de colgadores de madera. Allí el hedor resultaba casi insoportable: una mezcla de heces y carne putrefacta.
Estaban en una tenería.
—Deprisa —apremió Marek.
Saltaron la cerca y, agachados, se ocultaron tras las pestilentes cubas.
—¡Uf! —protestó Kate, tapándose la nariz—. ¿Qué es ese olor?
—Maceran las pieles en gallinaza —susurró Chris—. El nitrógeno de los excrementos ablanda el cuero.
—Fantástico —dijo Kate.
—Y también en excrementos de perro.
—Fantástico —repitió Kate.
Mirando atrás, Chris vio más cubas y pieles tendidas a secar en los colgadores. Repartidos por el patio, había fétidos montones de una sustancia amarillenta y viscosa; era la grasa raspada de la cara interna de las pieles.
—Me escuecen los ojos —musitó Kate.
Chris señaló la costra blanca que recubría las cubas de alrededor. Aquéllas eran cubas de pelambre, una solución alcalina usada para eliminar el pelo y los restos de carne después del raspado. Y eran las acres emanaciones del pelambre la causa del escozor de ojos.
De pronto se oyeron en el callejón unos pasos rápidos y el traqueteo de las armaduras. A través de la cerca, Chris vio a Robert de Kere con siete soldados. Mientras avanzaban, los soldados escudriñaban en todas direcciones, buscándolos.
¿Por qué?, se preguntó Chris, asomándose por detrás de la cuba. ¿Por qué los perseguían con esa insistencia? ¿Por qué De Kere les otorgaba tanta importancia como para perseverar en su empeño de matarlos pese al ataque enemigo?
Por lo visto, el olor de la tenería no les resultaba más grato que a Chris, pues De Kere no tardó en ordenar a sus hombres que retrocedieran de regreso a la calle.
—¿A qué viene esto? —susurró Chris.
Marek movió la cabeza en un gesto de incomprensión.
Y de pronto los soldados, dando voces, volvieron a entrar precipitadamente en el callejón. Chris frunció el entrecejo. ¿Cómo podían haberlos oído? Miró a Marek, también preocupado. Fuera del patio, De Kere exclamó:
—Ici! Ici!
Quizá De Kere había dejado a un hombre rezagado. Sí, eso debía de ser, pensó Chris. Porque él no había levantado tanto la voz como para que lo oyeran desde la calle. Marek hizo ademán de salirles al paso, pero vaciló. De Kere y los suyos se encaramaban ya a la cerca: ocho hombres en total. Eran demasiados para enfrentarse contra ellos.
—André —dijo Chris, señalando la cuba—. Esto es una especie de lejía.
Marek sonrió.
—Pues vamos allá —respondió, y se apoyó contra la madera.
Empujando los tres a una con los hombros, lograron volcar la cuba. La espumosa solución alcalina se derramó ruidosamente y fluyó por la tierra hacia los soldados. El olor era penetrante. Los soldados reconocieron de inmediato el líquido —al menor contacto, producía quemaduras en la piel— y recularon atropelladamente, subiendo de nuevo a la cerca para no tocar el suelo con los pies. Con el peso de todos ellos, la cerca se balanceó, y los hombres, vociferando, saltaron de nuevo al callejón.
—Ahora —dijo Marek.
Se adentraron en el patio de la tenería, treparon al cobertizo y huyeron por otro callejón.
Era ya media tarde y empezaba a oscurecer. Más adelante, vieron las casas de labranza en llamas, que proyectaban sombras trémulas sobre la tierra. Tras algún intento inicial, se había abandonado todo esfuerzo por sofocar los incendios; las techumbres ardían libremente, crepitando y despidiendo briznas incandescentes de paja.
Descendieron por un estrecho camino entre pocilgas. Los cerdos gruñían y chillaban, nerviosos por la proximidad del fuego.
Sorteando las casas incendiadas, Marek se dirigió hacia la puerta sur, por donde habían entrado. Pero incluso a lo lejos se veía que la puerta era escenario de una violenta refriega. Los caballos muertos obstruían el paso, y los soldados de Arnaut tenían que trepar sobre sus cuerpos para llegar a los defensores, que repelían denodadamente el ataque con hachas y espadas.
Marek se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Chris.
—No estoy seguro —respondió Marek, observando la muralla que rodeaba el pueblo. Por el adarve, corrían soldados hacia la puerta sur para unirse a la lucha—. Quiero subir a la muralla.
—¿Subir a la muralla?
—Por allí —dijo Marek, señalando un hueco oscuro en la muralla donde unos peldaños daban acceso al adarve.
Llegaron a la escalera y ascendieron hasta el adarve. Desde allí vieron que el fuego se propagaba por el pueblo, acercándose ya a la zona de talleres y tiendas. Pronto todo Castelgard estaría envuelto en llamas. Marek observó los campos que se extendían al otro lado de la muralla. Se hallaban a seis metros del suelo, y abajo crecían algunos arbustos dispersos de metro y medio de altura que quizá amortiguaran la caída. Pero oscurecía y la visibilidad era ya escasa.
—Mantén los miembros distendidos —aconsejó Marek a Chris—. Relaja el cuerpo.
—¿Que me relaje? —protestó Chris.
Pero Kate ya se había deslizado sobre el parapeto y colgaba de la muralla por el exterior. Se soltó y cayó de pie como los gatos. Alzó la vista y les hizo señas para que la siguieran.
—Está muy alto —dijo Chris—. No quiero romperme una pierna…
Oyeron voces a su derecha. Tres soldados corrían hacia ellos por el adarve con las espadas en alto.
—Entonces quédate —respondió Marek, y saltó.
Chris se lanzó detrás de él, cayó con un gruñido y rodó por tierra. Se puso en pie lentamente. No tenía nada roto.
Empezaba a sentirse aliviado y muy satisfecho de sí mismo cuando la primera flecha pasó zumbando junto a él y se clavó entre sus pies. Los soldados les disparaban desde el adarve. Marek lo agarró del brazo y, tirando de él, corrió hasta unos espesos matorrales a diez metros de distancia. Se echaron a tierra y esperaron.
Casi de inmediato rehilaron más flechas sobre sus cabezas, pero esta vez procedían del exterior del recinto amurallado. En la creciente oscuridad, Chris apenas distinguía a los soldados con sobrevestes de colores verde y negro apostados ladera abajo.
—¡Ésos son hombres de Arnaut! —dijo Chris—. ¿Por qué nos atacan?
Marek no contestó. Arrastrándose, comenzó a alejarse. Kate lo siguió. Una flecha silbó junto a Chris, pasando tan cerca del hombro que el asta le desgarró la tela del jubón. Notó una punzada de dolor.
Se echó cuerpo a tierra y fue tras ellos.