01.01.52

Agachada junto a la trampilla, Kate se irguió lentamente. Se hallaba en un espacio estrecho, de poco más de un metro de anchura, con altas paredes de piedra a cada lado. Por una abertura a su izquierda, entraba la luz del fuego. Con la claridad que proporcionaba ese resplandor amarillo, vio una puerta frente a ella. A sus espaldas había una empinada escalera que ascendía casi hasta el techo, a unos diez metros de altura.

Pero ¿dónde estaba?

Chris se asomó por el hueco de la trampilla y señaló el fuego.

—Creo que ya sé por qué nadie encontraba la entrada de este pasadizo —susurró.

—¿Por qué? —dijo Kate.

—Está detrás de la chimenea.

—¿Detrás de la chimenea? —musitó ella. Y entonces se dio cuenta de que Chris tenía razón. Aquel estrecho espacio era uno de los pasadizos secretos de La Roque: detrás de la chimenea del gran salón.

Kate se deslizó con cautela hacia la abertura de la pared de la izquierda, y ante sus ojos apareció el gran salón, visto a través del muro de fondo de la chimenea. La chimenea medía poco menos de tres metros de altura. A través de las llamas, vio la mesa principal, en la que comían Oliver y sus caballeros, de espaldas a ella, a unos cuatro metros y medio de distancia.

—Tienes razón —susurró Kate—. La entrada está detrás de la chimenea.

Miró a Chris y, con una seña, le indicó que saliera por la trampilla. Se disponía a seguir hacia la puerta situada enfrente cuando sir Guy giró la cabeza y echó un vistazo al fuego a la vez que arrojaba un ala de pollo a las llamas. Guy se volvió de nuevo al frente y continuó comiendo.

Sal de aquí cuanto antes, se dijo Kate.

Pero ya era demasiado tarde. Guy tensó los hombros y volvió de nuevo la cabeza. Esta vez la vio claramente, clavó su mirada en la de ella y exclamó:

—¡Dios santo!

Se apartó bruscamente de la mesa y desenvainó la espada.

Kate se abalanzó hacia la puerta, tiró de ella, pero estaba cerrada con llave o atascada. No consiguió abrirla. Se dio media vuelta y corrió en dirección a la estrecha escalera. Al pasar junto a la abertura de la chimenea, vio a sir Guy al otro lado de las llamas, vacilante. Él la siguió con la mirada y al instante atravesó el fuego en pos de ella. Kate advirtió que Chris salía por la trampilla y dijo:

—¡Abajo!

Chris escondió la cabeza mientras ella empezaba a trepar por la escalera.

No tenía armas; no tenía nada.

Corrió.

En lo alto de la escalera, a diez metros del suelo, había una estrecha plataforma, y cuando llegó allí, un cúmulo de telarañas se le enredó en la cara. Las apartó con impacientes manotazos. La plataforma era un precario rectángulo de poco más de un palmo de anchura, pero ella practicaba el alpinismo, y aquello no la intimidaba.

Sí intimidaba, en cambio, a sir Guy. Ascendía muy despacio por la escalera, apretándose contra la pared, manteniéndose a la mayor distancia posible del borde exterior de los peldaños, aferrándose a las grietas de la mampostería. Respiraba con dificultad y su desesperación era palpable. Así pues, al valeroso caballero le daban miedo las alturas. Pero no tanto miedo como para detenerlo, advirtió Kate. De hecho, el vértigo parecía aumentar su cólera. Lanzaba a Kate miradas asesinas.

La plataforma se hallaba frente a una puerta de madera, provista de una mirilla del tamaño de una moneda. Era obvio que la función de la escalera era acceder a esa mirilla, permitiendo al observador ver qué ocurría en el gran salón. Kate empujó la puerta, apoyando su peso contra la madera, pero la puerta, en lugar de abrirse, se desprendió totalmente del marco y cayó al suelo del gran salón, y Kate casi se precipitó tras ella.

Se encontraba en el gran salón, a gran altura, entre las vigas vistas del techo. Miró las mesas, diez metros por debajo de ella. Justo enfrente tenía la enorme viga central, que iba longitudinalmente de un extremo a otro del salón. Con esta viga se entrecruzaban los tirantes horizontales, dispuestos a un metro y medio de distancia entre sí. Los tirantes eran de madera tallada, y sostenían las riostras en que se apuntalaba el tejado.

Sin vacilar, Kate empezó a caminar por la viga central. En el salón, todos miraban hacia arriba, señalándola y ahogando gritos de asombro. Kate oyó exclamar a Oliver:

—¡Válgame Dios, pero si es el ayudante! ¡Traición! ¡El maestro!

Descargó un puñetazo en la mesa y se puso en pie, lanzando una mirada iracunda a Kate.

—Chris, busca al profesor.

El auricular crepitó.

—… acuerdo.

—¿Me has oído, Chris?

Ya sólo oyó ruido de estática.

Kate avanzó deprisa por la viga central. Pese a la altura, se sentía cómoda. La viga tenía un grosor de quince centímetros. Pan comido. Al oír nuevas exclamaciones entre la gente del salón, volvió la vista atrás y vio a sir Guy al comienzo de la viga central. Su temor era evidente, pero, sabiéndose observado por un público, se envalentonó. O eso, o no estaba dispuesto a exteriorizar su miedo ante tanta gente. Guy dio un paso vacilante, se equilibró y se dirigió rápidamente hacia ella, blandiendo la espada. Llegó a la primera viga vertical, tomó aire y, sujetándose a la viga, la rodeó. Continuó adelante por la viga principal.

Kate retrocedió, dándose cuenta de que aquella viga era demasiado ancha, demasiado fácil para él. Se desplazó lateralmente por un tirante hacia la pared. El tirante no tenía más de seis o siete centímetros de anchura. Allí, sir Guy pasaría apuros. Kate superó un tramo difícil a causa de las riostras y siguió adelante.

Sólo entonces comprendió su error.

Por lo general, los techos medievales de vigas vistas tenían un detalle estructural en el ángulo formado con la pared: otra riostra, una viga decorativa, algún elemento de la armadura por el que hubiera podido continuar avanzando. Pero aquel techo reflejaba el estilo francés: la viga se embutía directamente en la pared, a algo más de un metro por debajo de la línea del tejado. Recordó en ese momento que, estudiando las ruinas de La Roque, había visto los alojamientos en que se embutían las vigas. ¿En qué estaba pensando?

Se hallaba atrapada en el tirante.

No podía alejarse más, porque el tirante terminaba en la pared. No podía volver atrás, porque Guy estaba allí, esperándola. Y no podía llegar al siguiente tirante paralelo, porque se encontraba a un metro y medio de distancia, demasiado lejos para saltar.

No imposible, pero lejos. Especialmente sin amarre de seguridad.

Mirando atrás, vio aproximarse a sir Guy por el tirante, concentrado en mantener el equilibrio, con la espada en alto. Cuando se acercaba a ella, esbozó una siniestra sonrisa. Sabía que la había atrapado.

A Kate no le quedaba otra alternativa. Observó el siguiente tirante, a un metro y medio. Tenía que hacerlo. El problema residía en tomar altura suficiente en el salto. Debía elevarse si quería salvar la distancia.

Guy maniobraba en el tramo de riostras. Llegaría hasta ella en cuestión de segundos. Kate se agachó, respiró hondo, tensó los músculos, y se impulsó con fuerza.

Chris salió por la trampilla. Miró a través del fuego de la chimenea y vio que, en el gran salón, todos mantenían la vista fija en el techo. Sabía que Kate estaba allí, pero no podía hacer nada por ella. Fue derecho a la puerta lateral y trató de abrirla. Al notar que se le resistía, lanzó todo su peso contra ella, y la puerta cedió un par de centímetros. La embistió de nuevo. La puerta crujió y se abrió de par en par.

Apareció en el patio interior de La Roque. Los soldados corrían de un lado a otro. Se había declarado un incendio en el tejadillo de madera que cubría el adarve en una sección de la muralla. Algo ardía en el centro mismo del patio. En medio de aquel caos, nadie se fijaba en él.

—André —dijo—. ¿Estás ahí?

El auricular crepitó. Nada.

Y a continuación:

—Sí.

Era la voz de André.

—¿André? ¿Dónde estás?

—Con el profesor.

—¿Dónde?

—En el arsenal.

—¿Dónde está eso?